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Portada: Carlos Rod贸n Contraportada:Carlos Rod贸n Maquetaci贸n: Maialen Alonso y Kike Alapont
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Prólogo, por Carlos Rodón
«La fría bruma cortaba como una cuchilla, mientras Carry corría frenéticamente atravesando la oscuridad del bosque. El tacón derecho de los caros zapatos, se había quedado minutos antes haciendo compañía a una raíz ávida por conocer el mundo. Del vestido que al principio de la velada había conformado sus galas de graduación, apenas quedaban unos girones rosas, incapaces de cubrir sus exuberantes formas. Los pechos botaban pujando por soltar la presa del ensangrentado sostén de raso blanco. El sueño adolescente de entregar su flor a Bobby, se había convertido en la peor pesadilla de sus diecisiete años». «El loco aquel le metió el machete por la boca, partiéndole la cabeza por la mitad, justo cuando estaba sobre ella con toda su virilidad en pleno auge, y a punto de... Recordó la rapidez con que su apetitoso aparato menguó, y lo mal que le supo aquello. Sorprendida ante ese pensamiento, se sintió sucia y despreciable. Estaba confundida, agotada y aterrada, sin saber dónde ir, ni qué hacer». «La carrera bosque a través le estaba ganando la partida. Exhausta, buscó apoyo en un árbol para recuperar el aliento. Miró sus ensangrentados pies y con un mohín en el gesto se percató de que no había manera de escapar así. Al deshacerse del zapato que todavía le quedaba sano, algo se partió en su corazón. Aquel par de zapatos llevaba tres generaciones en su familia. Abatida se deslizó por la corteza del árbol hasta quedar sentada. Ya no oía al loco bastardo del machete atravesando la noche, pero sabía que estaba allí, en algún lado, tras cualquier sombra. O quizá no. «¿Se habría dado por vencido?» «¿Habría encontrado otra víctima a la que destripar?» Esa idea le reconfortó y decidió seguir camino. Ahora sólo debía pensar en salir de allí, en encontrar un teléfono, o a alguien. No muy lejos, al norte, cruzaba la interestatal, y allí encontraría ayuda y socorro». «Le pareció ver, a lo lejos, unas luces que descendían por la carretera de la colina, suficiente estímulo para echar a correr de nuevo. No le debían quedar más de trescientos metros hasta el linde del bosque, no se trataba de la interestatal, pero le podría servir. Desvió la carrera hacia su derecha y lo hizo como alma que lleva el diablo. Tres, cuatro minutos y alcanzaría el asfalto. Entre sollozos y risas nerviosas se adentró en una maraña de espinos, ajena a todo, siguió avanzando con todas sus fuerzas, dejando deshilachados pedazos de piel y carne en el envite. No le importó, ya no era capaz de sentir más dolor, angustia o desesperación, el frío había desaparecido, tan solo habitaba su alma el atávico instinto de supervivencia. Lo que quedaba de su vestido quedó en el zarzal, al igual que el sujetador. Sangrando, pero sin ser consciente de sus heridas, alcanzó la deseada carretera comarcal. El asfalto era frío y áspero bajo sus pies, lo recorrió mientras aquellos focos se acercaban, hasta quedar impávida en medio de la calzada. Con un último esfuerzo comenzó a hacer se-
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ñas con ambos brazos, pidiendo auxilio con el único hilo de voz que le quedaba. Un destello en la frondosa oscuridad boscosa le avisó de que el loco del machete la había alcanzado. Estaba ahí mismo, oculto, preparado para abalanzarse sobre ella. Carry corrió desesperada en dirección al vehículo. Era un camión, ya podía verlo con claridad». «—Por el amor de Dios. ¿Qué te ha pasado nena? —El camionero apartó un petate del asiento del copiloto—. ¿Has tenido un accidente? —Inquirió sobrecogido. —Un tipo… me persigue… —Carry apenas podía hilar palabra, subió a la cabina y cerró la puerta para romper a llorar— ha matado a mi novio… ha sido horrible. El camionero la cubrió con sus brazos sin perder detalle de los arañados, tersos, y sangrantes pechos de la chica. —Tranquila, aquí estás a salvo —dijo llevando una mano hasta su entrepierna. —¿Pero, qué hace? —Carry, en estado de shock, no alcanzaba a comprender. —La vida es dura, muy dura, hija mía —sentenció el camionero liberando su erecto pene— Tan solo a veces te ofrece una segunda oportunidad. La culata de un revolver impactó con dureza en la sien de Carry, y mientras la volteaba, irrumpió en una sonora risotada, arrancó las bragas de la chica, y el eco de su risa se mezcló en la noche con otra cruel carcajada, proveniente de la linde del oscuro bosque». ***** Jimmy cerró el archivo y apagó el monitor. Se acercó hasta la ventana de su habitación; ya eran las doce de la medianoche del treinta y uno de octubre. Extrañado, se percató que aún no había niños disfrazados de monstruos, recorriendo insaciables las calles en pos de su alijo de golosinas. Esa fecha siempre le había dado escalofríos. Reprendió su torpeza por haber terminado leyendo el maldito FanZine, en vez de pasar el rato mirando pornografía, como hubiese hecho cualquier chico de su edad. «¿Cómo puede alguien sacar publicaciones así?» «Una mierda de aquel calibre sólo podría salir de las mentes más enfermas», se dijo. Y se prometió borrar todas aquellas nefastas revistas digitales de terror. Iba a darse la vuelta, cuando un herrumbroso camión paró justo bajo su ventana. Se abrió la puerta de la cabina y un cuerpo cayó al suelo, se trataba de una joven cubierta de arañazos y sangre. De un brinco se apartó de la ventana, alarmado no se atrevió a mirar, escuchó como el sordo motor del camión arrancó de nuevo y se alejó de allí. «Me cago en el maldito FanZine, ¿Pero cómo…?» Un repiqueteo en el cristal le devolvió a la oscuridad de su cuarto, miró a la ventana, y el juicio se le nubló por completo. Una chica flotaba afuera, sus ojos opacos le miraban con algo parecido a la súplica. El lacerado cuerpo desnudo parecía desvanecerse, y volver a materializarse al ritmo del viento que soplaba en aquella fría noche. —Por favor… necesito ayuda… alguien me persigue…
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Ilustración de: Carlos Rodón
EL GORDITO
Por José Manuel Durán Martínez Dedicado a Iñaki Gómez Ocerin, por su paciencia e inspiración
Nada más entrar en su casa corrió hacia el cuarto de baño creyendo que no iba a llegar a tiempo para descargar todo lo que llevaba agitándose en su interior desde hacía varios minutos. Afortunadamente, logró bajarse los pantalones antes de que el último retortijón fuese el definitivo. Nada más sentarse en el váter, por entre sus nalgas bajó una cascada de líquido marrón escoltado por pequeños trozos pastosos, unos sonidos semejantes a trompetas desafinadas y un olor nauseabundo que comenzó a poner en peligro el oxígeno del cuarto de baño, el de su propio hogar e incluso el de las casas aledañas. Si en aquél momento algún vecino estuviera caminando por el portal quizá se habría visto tentado a llamar a la policía ante el pútrido hedor que salía de la casa de nuestro protagonista, bajo el temor de que en su interior hubiera un cadáver pudriéndose bajo un manto de gusanos repulsivos y asquerosas moscas mugrientas. Pero a pesar de que dentro de la casa de nuestro protagonista el olor es insoportable y se podría ajustar al hedor que desprende un
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cuerpo en descomposición, no hay ningún cadáver, solamente un hombre de treinta y siete años sentado en la taza del váter con cara de resignación y una sonrisa bobalicona en el rostro. Pasó allí cerca de dos horas, que se le hicieron largas y exasperantes. Durante aquél tiempo, su estómago ladraba dándole pinchazos, después, su trasero vomitaba líquido y trozos de mierda que golpeaban con fuerza la superficie de la taza, salpicando en ocasiones sus nalgas cuando algunos trozos consistentes se sumergían violentamente en el agua. Un remanso de paz envolvía entonces a nuestro amigo, hasta tal punto que se sentía completamente relajado, sin aquellos sonidos de trompeta saliendo de su culo, sin aquella sensación de que se estaba deshaciendo por dentro. Lo único que lamentaba era aquél maldito olor. Se tapó la nariz con el cuello del jersey y después se encogió de hombros, era su mierda, los deshechos que expulsaba su cuerpo y no le quedaba más remedio que resignarse y aceptar la situación. Estiró la mano para coger el rollo de papel con tan mala pata que se le escurrió de entre los dedos y el rollo rodó por el suelo hasta llegar a la puerta del baño, a metro y medio de distancia. Maldijo entre dientes y abrió los ojos. Tuvo intención de incorporarse cuando su estómago lo envistió de nuevo. Esta vez fue un golpe mordaz que le dolió sobremanera a la altura del apéndice. Bramó de dolor y hundió más aún su trasero en la taza, momento en el que notó cómo una cantidad considerable de líquido caía como un torrente por entre las paredes de su culo para precipitarse, tal cual cascada, hacia el fondo del abismo. Nuestro amigo gimió de auténtico placer al sentirse liberado de la prisión que hasta el momento le había sometido su propio estómago. Después llegó la calma, otra vez. Quiso levantarse, recuperar el rollo de papel higiénico y hacerse una limpieza digna pero sus tripas lo amenazaron de nuevo, obligándolo a permanecer sentado. Seguidamente, casi sin previo aviso, en el interior del cuarto de baño se produjo un sonido estruendoso, como un bazooka, que retumbó e hizo estremecer los cimientos de todo el edificio. Se trataba de un pedo, un pedo cuyo sonido parecía más bien el ronco rugido de un vampiro al que le acaban de atravesar el pecho con una afilada estaca de madera que un viento huracanado procedente de sus entrañas. Y aquello duró eternos segundos, lo que hizo estallar en carcajadas a nuestro amigo, quien seguidamente arrugó la nariz al detectar el nauseabundo olor que emergía para contaminar la atmósfera, una vez más, tanto del cuarto de baño como la de todo el planeta Tierra. A todo esto le siguió una serie de peditos mucho más suaves pero igualmente olorosos, que semejaban el sonido de flautas mal afinadas. Luego, de nuevo , la calma. Esta vez sí consiguió levantarse sin que su cuerpo escupiera más líquido y echó un vistazo al interior de la taza. Todo estaba asquerosamente marrón, como salpicaduras de un Pollock que usara los culos como instrumento y la diarrea como expresión de un arte incomprendi-
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do. El protagonista de este relato sonrió, ladeó la cabeza de un lado para otro y tiró de la cadena. El sonido de la cisterna llenándose de nuevo lo dejó cautivado durante breves momentos y aprovechó para coger el rollo de papel. Se limpió, tiró otra vez de la cadena y se sentó en el váter. El concierto empezaba de nuevo. Dolores estomacales, pequeños mordiscos entre sus intestinos, varios pedos apestosos y mucho, mucho líquido rojizo, esta vez con muy pocos trocitos marrones. ¿Qué había comido para que su estómago y su cuerpo, protestaran de aquella manera? Entre pedo y trozos de mierda, entre cascadas de aguas fecales marrones y malolientes, el protagonista de este relato comenzó a hacer memoria. De todos es sabido que este sitio en el que se encuentra no es el mejor para tratar de llegar a conclusiones más o menos convincentes pero no le quedaba otra y trataba de encontrar una explicación para la diarrea desmesurada que sentía. Incluso el culo ya le escocía, lo había notado cuando se lo había limpiado. Le dolía y sus piernas estaban flojas a causa del considerable esfuerzo. ¿Qué había podido comer para llegar a este estado? Repasó mentalmente todo lo que su generoso cuerpo había devorado desde el mismo momento en que se había levantado y no encontró nada fuera de lo normal: A las siete de la mañana un gran tazón de café con leche con dos gruesas tostadas y media docena de palmeritas de chocolate. A las diez, en el descanso del trabajo, otro café con leche y un bollo de mantequilla. A la una, dos cervezas y tres pinchos de tortilla. A las tres de la tarde, un buen plato de alubias, dos huevos fritos, varias salchichas rellenas de queso, pan y vino. A las cinco de la tarde el sagrado triple whopper con su ración de patatas gigantes y el refresco de rigor. A las nueve un bocadillo de mortadela. Cuando llegó a casa no tenía intención de cenar. Ya se había sentido algo pesado sobre las cinco y media, curiosamente después de salir del Burger King. ¿Le habrían colado carne en mal estado? Le encantaban aquellos lugares de grasientas hamburguesas aunque siempre había tenido la convicción de que ni la carne era buena ni la lechuga, el tomate o los pepinillos frescos. ¿Qué más daba si a pesar de las patatas recalentadas y el refresco sin apenas gas gozaba como un niño perverso cuando se comía, con ansia voraz, la asquerosa hamburguesa? Aquél momento era rozar el cielo con la yema de los dedos. A decir verdad, babeaba como si fuera Homer Simpson. Ahora estaba en el puto infierno, cargado de diablos apestosos que salían del agujero de su culo. Sentado en la puñetera taza del váter, escupiendo trozos coagulados de mierda y chorros oscuros de descomposición. Y estaba pensando qué coño le había podido sentar mal. Aunque pueda parecer gracioso, nuestro amigo se quedó dormido. No
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sabría decir si fueron tres horas, diez minutos o dos malditos segundos, pero el muchacho se quedó dormido mientras su culo seguía trabajando, como una escavadora que escupe tierra palada tras palada, con la diferencia de que en esta ocasión su culo esputaba líquido entre sonido y sonido, entre hedor y hedor. Y al abrir los ojos todo cambió, por completo. Primero notó la hundida pesadez de sus parpados. Le habían dolido al abrir los ojos y ahora, cuando parpadeaba, tenía que apretar los dientes para evitar los pellizcos que le producían, como pequeños mordiscos de dientes finos y afilados. Advirtió un profuso agarrotamiento en las piernas. Prácticamente las tenía dormidas y dedujo que se debía a la postura: Tanto tiempo sentado estaba causando estragos en los músculos de su cuerpo. Tenía calambres y dado que, por fin, ya no evacuaba con tanta insistencia ni su estómago se quejaba, decidió ponerse en pié. Pero antes se frotó las piernas con las manos. Tenía que lograr que entraran en calor porque apenas se las sentía. Al hacerlo, se miró estupefacto los dedos de las manos. Estaban erectos, como garras de un monstruo. Intentó doblarlos y no pudo hacerlo. Estaban rígidos. Vio, asombrado, que estaban hinchados y le daba la impresión de que habían crecido alrededor de los cinco centímetros pero eso es imposible, ¿No? No sin poco esfuerzo logró levantarse y percibió un líquido caliente que estaba bajando por sus piernas. Miró hacia ellas y se horrorizó al descubrir que estaban manchadas de sangre. Asustado, se puso la mano en el culo y comprobó que estaba sangrando. Echó un vistazo al interior del váter: Rojo escarlata. Con los pantalones y los calzoncillos a la altura de los tobillos, completamente nervioso mientras un hilillo de sangre caliente salía del agujero central de su cuerpo para resbalar como sanguijuelas malolientes por entre sus piernas, nuestro amigo, con los ojos muy abiertos para evitar sentir los pellizcos de sus párpados, intentó acercarse a la ducha, para poder asearse antes de realizar una cura de urgencia. Estuvo a punto de caer al suelo al sentir los calambres en sus piernas y tuvo que apoyar una mano sobre los azulejos blancos de la pared. Probó una vez más a cerrar la mano pero sus dedos no querían doblarse. Los miró aterrorizado. Eran largos, diabólicamente largos… Tomó aire y lo único que entró en sus pulmones fue el oxígeno contaminado del piso, que olía a mil demonios a causa de la descomposición. Tuvo arcadas pero no vomitó. Sabía que tenía que abrir las ventanas para limpiar la atmósfera pero eso sería luego, después de ducharse, después de curarse. Siempre hay tiempo para abrir las ventanas. Mientras buscaba un momento de descanso (la verdad es que estaba agotado, como si hubiera participado en una carrera de fondo) intentó pensar de nuevo en qué podía haberle sentado mal y decidió que eso en realidad ya no importaba. Debía tranquilizarse, una diarrea de semejantes características le habían dejado flojo y bajo de defensas, por
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eso los dolores en los párpados, los calambres de las piernas, los dedos agarrotados. En cuanto a la sangre que bajaba como si alguien se hubiera olvidado de cerrar un grifo en el interior de su culo, debía proceder de una herida que se había abierto ante el descenso acuoso de su mierda disuelta. Por eso, quizá, también le dolía el cuello. Apenas podía girarlo. Tenía todas las cervicales cogidas por unas manos invisibles que lo aprisionaban y notaba un peso tremendo sobre sus hombros. Sudaba copiosamente, tenía fuerte temblores, quizá incluso fiebre. Sin el quizá. Se llevó la mano a la frente y supo que su temperatura rondaría lo razonablemente alarmante. Entonces algo cayó de su nariz. Extrañado, con los ojos muy abiertos, se llevo la mano hacia la misma y la notó húmeda. Al retirarla advirtió que sus largos e hinchados dedos estaban manchados de sangre. Miró hacia el suelo con las cejas levantadas y vio caer numerosas gotas de sangre. Su culo sangraba. Y ahora su nariz hacia exactamente lo mismo. ¿Qué le estaba pasando? ¿Qué demonios le ocurría? Decidido, caminó con dificultad hacia la bañera. A duras penas logró abrir el grifo del agua caliente y suspiró aliviado al ver manar el agua humeante. Dejó que se llenara lo suficiente como para sumergir su cuerpo y después se introdujo dentro. La sensación de placer duro más bien poco. Las manos le dolían horrores, especialmente los dedos, que ahora parecían mucho más gruesos y mucho más largos, como orugas atrapadas en una tela de araña. Todo lo demás estaba igual: Intenso dolor en las piernas; sangre cayendo desde la nariz y bajando por el recto; fiebre, cuello agarrotado… Y ahora un intenso dolor de dientes. Gritó como un poseso cuando sus muelas lo mordieron con atroz dolor. Instintivamente se llevó las manos a la boca y se agarró los dientes… con la desgracia de que, nada más tocarlos, éstos cayeron hacia el agua de la bañera como niños lanzándose desde el trampolín de una piscina municipal. Es entonces cuando se asusta realmente, cuando comprende que algo que no puede explicar le está sucediendo. ¿Una comida en mal estado? ¡Y un cuerno! Esto es mucho más grave, sin duda. Y si no que alguien le de respuestas convincentes para aclarar el jodido dolor que siente en los dedos de los pies, como si estuvieran tirando de ellos con unas tenazas invisibles. Cuando los levanta para echar un vistazo (creyendo incluso que en la bañera, bajo el agua, se han colado peces carnívoros) descubre las uñas negras y podridas, como si las hubieran aplastado con un martillo. Al rozarla con sus dedos horrorosamente hinchados y extraordinariamente largos, nuestro amigo grita cuando esas negras uñas caen al agua como piezas de dominó, probablemente para yacer junto a los dientes que cayeron pocos minutos antes. Gimiendo como un bebe abandonado en el pórtico de una iglesia, este
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muchacho tiembla como si se hubiera quedado dormido bajo la más intensa de las nevadas. Sus ojos se han cubierto de lágrimas, los cierra y brama de dolor al sentir la mordedura de sus parpados. Los abre inmediatamente pero no puede evitar que las lágrimas resbalen por sus sonrojadas mejillas, mezclándose con la sangre que, con descaro y gallardía, no deja de manar de sus fosas nasales. ¿Quién puede ayudarle? No tiene fuerzas para salir a la calle o hacer una llamada telefónica. ¿Va a morir en estas condiciones sin saber al menos qué coño le está pasando? Hoy ha sido un día tan normal como cualquier otro y sin embargo todo se ha complicado. Y ha sido en cuestión de segundos. No ha sentido nada especial salvo un dolor en el estómago y después… después todo esto que estás leyendo. No sabe qué hacer. Está asustado. No sabe qué más puede pasarle. Tiene miedo. Miedo de morir. El agua que rodea su cuerpo está ya manchada de rojo y busca con la mano el tapón, que quita con la poca fuerza que le queda. El agua turbia y contaminada por la sangre se escapa en cuestión de segundos y nuestro amigo abre el grifo para lavarse. No quiere mirarse los pies, ni siquiera los dedos de las manos, que los nota ya jodidamente gordos y jodidamente largos. Se lava y tarda una hora en hacerlo, el tiempo suficiente para que su recto no sangre más y su nariz se de también por vencida. Más calmado y relajado, pero con nauseas y una sensación atroz en todo su cuerpo, el protagonista sale de la bañera. Y lo hace despacio, porque no se siente bien, porque no sabe cuál será el siguiente paso. En realidad no es ningún paso, porque nada más poner sus húmedos pies en el suelo, las piernas se le doblan grotescamente produciendo un sonoro chasquido y su cuerpo cae al suelo con la misma potencia y a la misma velocidad que un obús parido por un bombardero norteamericano. Su cabeza impacta brutalmente contra el suelo y se hace una brecha lo suficientemente grande y dolorosa como para provocarle la pérdida del conocimiento. Horas después despierta, con el cuerpo dolorido, las extremidades agarrotadas y un fuerte calvario en la cabeza. Han pasado horas, quizá días. Trata de ponerse de pié. Vano intento es el primero. Y el segundo. Incluso el tercero. Al cuarto se da por vencido. ¡¡No puede levantarse! Decidido a no quedarse en el frío suelo del cuarto de baño, comienza a arrastrarse. Al detectar la longitud de sus dedos exclama furioso ante la irrupción de lo que no tiene explicación y clava las uñas en el suelo. Se doblan como chicles, se parten como astillas. Al menos no sintió dolor, en realidad ya no podía sentir nada en absoluto. Ni los temblores de las piernas ni la rigidez del cuello,
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ni tan siquiera la pesadez y el dolor de los párpados. Estaba incluso convencido de que ya no sangraba. No podía cerrar los ojos, no podía pestañear pero nada le dolía, nada absolutamente. Comenzó a arrastrarse con gran dificultad, muy despacio, como una puñetera babosa o mejor aún, como un puto caracol porque su cuerpo le pesaba como doscientos kilos de patatas recién traídos del huerto. Apenas tenía movilidad en los brazos y piernas pero, en un tiempo que se le hizo interminable, pudo llegar hasta su habitación. Subir a la cama iba a ser toda una proeza pero, qué demonios, lo hizo y apenas valen ya las explicaciones para dejar claro cómo coño lo había conseguido. A fin de cuentas, hay cosas mucho más importantes a las que prestar atención. Quieto en la cama, nuestro amigo tiene la vista clavada en el techo. Apenas puede moverse. Si intenta girar la cabeza su cuello cruje y una aguda sensación de molestia lo invade. Por unos momentos teme haberse roto la columna vertebral en la caída. Está terriblemente asustado. Intenta agitar sus piernas y éstas no responden. Los brazos no le obedecen y aunque lucha con todas sus fuerzas para lograr el más mínimo movimiento, pronto descubre que carece totalmente de las mismas. No se ha dado cuenta de que su cuerpo ha cambiado por completo, provocándose en él una transformación anómala y posiblemente inexplicable. Si tuviera la oportunidad de verse allí mismo, tendido en la cama, no habría podido reconocerse. Parece una persona completamente diferente, más bien un monstruo escapado de un circo ambulante de gente extraña como la mujer barbuda, el hombre serpiente o el siniestro mago con aspecto de vampiro…, lo que hay en la cama y que nadie podría convencerle de que en realidad se trata de él, es un hombre desnudo (por denominarlo de alguna manera aunque comprendo que no es la definición más adecuada para referirse a…eso) con una obesidad mórbida que de solo verlo resulta repugnante. Unas piernas enormes, que más parecen sólidas columnas, se extienden a los lados de una cama que apenas puede aguantar el peso de todo el cuerpo. Cada minuto que pasa, las patas crujen anunciando la inminente rotura. Aquellas piernas (o lo que fueran) tienen una tonalidad grisácea y las gruesas venas, completamente negras, se pueden apreciar a través de su piel, como si fueran muecas deformes de engendros misteriosos y horripilantes. Los brazos, de iguales características, están unidos a un tronco deformado, con las flácidas carnes cayendo hacia los lados de una forma espantosa. De alguna manera que no sabría explicar ni el científico más galardonado, nuestro protagonista ha sufrido una extraña mutación, una deformación inusitada de su cuerpo, un cuerpo que quizá ha adquirido la friolera de doscientos o trescientos kilos. Y lo peor de todo es la cabeza: Ridículamente pequeña. Es algo que llama mucho la atención, que hace comprender que el pobre hombre se ha convertido en un monstruo siniestro y aberrante.
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La diminuta cabeza, inverosímil y terrorífica si la comparamos con la masa mórbida, se asemeja a la cabeza de un insecto, con esos ojos pequeñitos, con esa boca casi insignificante… Y da la impresión de que a medida que el tiempo va pasando, el cuerpo aumenta de tamaño, manifestándose las venas con mayor virulencia y llegando incluso a traspasar la propia piel. Si antes esas venas parecían las líneas dibujadas en un mapa de carretera, ahora tienen gran parecido con las cicatrices de los latigazos en la espalda de un grupo de esclavos en las galeras. Y sucedió lo que se había anunciado: La cama se partió en dos. El enorme cuerpo cayó al suelo y quedó tendido boca arriba, sin apenas movimiento salvo una ligera expresión de espanto dibujada en sus pequeños y cada vez más reducidos ojos. La respiración de la enferma criatura era lo único que podía escucharse en la habitación, una respiración profunda, lenta, agónica. A medida que esa respiración comenzaba a ser más y más silenciosa, los ojos de nuestro amigo perdieron todo brillo de vida que pudiera existir en ellos hasta que, paulatinamente, se fueron cerrando. No obstante, aunque todo pareció haber acabado reduciéndose al más angustioso silencio, de vez en cuando, el cuerpo deforme de lo que bien podría denominarse una ballena, se agitaba, en concreto su pecho, que subía y bajaba como si estuviera sumergido en un profundo letargo. A su vez, por la pequeña boca de nuestro hombre, salía un sonido lastimero, un quejido doloroso vestido con el sonido de una respiración opaca y escalofriante. Eso era lo único que podía escucharse en toda la habitación, de la que emanaba un hediondo olor, nauseabundo y putrefacto, mucho más asqueroso y repugnante del que aún perduraba en el cuarto de baño. Era evidente que el pobre desgraciado había sufrido el ataque de un virus o, al menos, yo no tengo otra explicación. No podría precisar en qué momento del día lo atacó, cómo sufrió el contagio, por qué se desarrolló tan rápidamente y por qué aún no lo ha matado y lo está haciendo sufrir de un modo tan bárbaro. Porque aunque lo parecía no estaba muerto. Cada diez o doce minutos podía escucharse esa espeluznante respiración, esa especie de jadeo eterno que ponía los pelos de punta. Quizá lo más terrorífico de todo esto sea que si prestamos un poco de atención y abrimos los oídos para escuchar más allá, descubrimos que hay más respiraciones similares que proceden del mismo edificio en el que agoniza el protagonista de este relato. Aproximadamente una veintena; y si entramos en cada piso de cada planta se nos mostrara un escenario similar al que hemos descrito poco más arriba: Varias personas han sufrido esa misma mutación, atacadas por la virulencia de un germen desconocido hasta la fecha y que los ha convertido en lo que ahora son: Masas deformes y gordas. Y todas ellas están tiradas en el suelo, completamente inmoviliza-
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das, respirando profundamente a intervalos espaciosos. Tras escucharlos detenidamente… nos asombraremos al deducir que esas respiraciones siguen una misma pauta y que están ligadas por el unísono de un sonido que, de seguir así, podría llegar a dañar los cimientos del edificio. Podría incluso añadir que una vez oyes esas respiraciones… el sonido perdurará en tus oídos eternamente siendo fuente de terribles pesadillas donde monstruos mórbidos te observarán desde la profundidad de unos ojos tristes y casi muertos. Y si sólo ocurriese en ese edificio es posible que la situación no fuera tan grave pero sonidos semejantes, de respiraciones que más parecen lamentos cavernosos, se escuchan procedentes de los edificios colindantes, incluso de la calle. A varios metros a la redonda hay más de lo mismo. A varios kilómetros la situación es estremecedoramente igual. En toda la ciudad ha sucedido algo idéntico, como una plaga que ha diezmado a todos sus habitantes. En todos y en cada uno de los pisos se encuentran, en el mismo estado vegetal que nuestro amigo, familias enteras que han sufrido la acometida de tan destructivo virus. Cuerpos hinchados, obesos hasta la extremidad esparcidos por el suelo; sus respiraciones son lentas y angustiosas. Los hoteles de la ciudad están repletos de huéspedes que no entienden qué les ha podido pasar. Han perdido la conciencia. Muchos de ellos no son concientes de que sus cuerpos han adquirido una monstruosidad mórbida, de que la piel ajada de sus piernas parece cartón mojado. Sin morir y sin vivir realmente, están sumidos en una incertidumbre atroz y ninguno de ellos puede mantener viva la esperanza de que alguien venga a auxiliarlos por la sencilla razón de que los alrededores se encuentran repletos de personas o cosas semejantes a ellos. Hay cientos de coches colapsando las desiertas calles y en su interior hay hombres y mujeres que han quedado atrapados. Se les ve extrañas expresiones en sus pequeños y asustados rostros. Da pavor mirarlos y comprobar que la transformación, por falta de espacio, no ha podido llegar hasta su desenlace final. Estos sí que están muertos. Sus cuerpos son voluminosos, pero deformes, como si la prisión que suponía estar dentro de un coche, les hubiera impedido expandirse con total libertad. Son amasijos de carne sin forma ni razón, trozos humanos sin coherencia alguna. Lo mismo ha ocurrido en los ascensores de los grandes rascacielos. En su interior, las personas afectadas por el virus han comenzado a sufrir las mismas tropelías que nuestro protagonista así que imagínate a tres o cuatro personas subiendo hacia las plantas superiores en el momento en que sus cuerpos comienzan a sufrir la mutación: Paredes llenas de sangre y repletas de un hedor nauseabundo, incluso algunas
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cabinas no soportaron el exceso mórbido que se estaba produciendo en su interior y los cables de acero se partieron, precipitándose hacia el abismo de la perdición, acompañada de gritos, alaridos y lamentos. Después el silencio más abisal. Bares y hospitales, parques y colegios, bibliotecas, jefaturas de policía… nadie, absolutamente nadie se ha librado de semejante peste. Hay cuerpos tirados en las calles, grandes y deformes. Algunos respiran con dificultad, siguiendo el mismo tono de los otros que permanecen en letargo. Varios cuerpos se han quedado sin vida, tirados de cualquier manera en mitad de la nada. Decenas de aviones se han estrellado llevando en su interior gran cantidad de pasajeros convertidos ahora en seres grotescos y abominables y que muchos perecieron definitivamente bajo el dolor de las llamas. Lo mismo ha ocurrido con el metro, los trenes, los barcos que en estos momentos van a la deriva, dejando una estela de muerte y horror tras su paso, viajando hacia la nada. Todos los habitantes de la ciudad han padecido la misma pandemia y no solo en la ciudad… También en todo el estado. En todo el continente. Si nos remitimos a la ausencia de noticias y a la dificultad para contactar, por el medio que sea, con los habitantes de otras zonas alejadas (me refiero a otros países y continentes) debemos pensar, por mucho que nos cueste admitirlo y asimilarlo, que el mismo fenómeno ha sucedido en todo el mundo. La Humanidad entera ha sucumbido a la hecatombe. Un terrible virus, una plaga maldita, ha diezmado al Hombre La Tierra pronto será un planeta yermo y corrupto. Esto… es el Fin de la Humanidad tal y como hoy la conocemos. Todo se ha acabado, ha llegado a su fin… A todos nos pareció divertido el comienzo de este relato cuando un pobre desgraciado era atacado por una fuerte diarrea cuyas consecuencias nunca pudimos prever. Y ahora, en estos momentos, todo el Planeta Tierra es un caos silencioso y horrendo. Sólo se escucha las respiraciones de todos los seres humanos que yacen tendidos en el suelo, creciendo sin parar, aumentando su volumen y masa corporal. Respiran con lentitud y lo hacen al unísono, por lo que se asemeja al lento latido de un solo corazón moribundo, el corazón de la Raza Humana. Pero antes de acabar, aún queda una pregunta y la lanzo al aire en estos momentos. Es un interrogante que me impulsa a tener una ligera esperanza para enarbolar la ilusión de que quizá podamos tener una pequeña oportunidad:
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¿Hay supervivientes? ¿Es posible que ese germen desconocido haya sido incapaz de arremeter con tanta furia en algunas personas que han podido ser inmunes a la infección? ¿Pueden existir, pese a todo, supervivientes, hombres y mujeres desconcertados, asustados, que huyen de las ciudades para evitar el contagio y la enfermedad? Es más que posible. Puede haber gente que no haya padecido ninguno de estos síntomas, personas a las que no les ha afectado la agresión de ese virus hostil… pero mucho me temo que ninguno de ellos, absolutamente ninguno de ellos, querrá estar vivo cuando dentro de dos o tres días todos los que han sufrido la mutación, todas las personas convertidas en monstruos horripilantes y mórbidos se levanten de nuevo con un hambre atroz. Y lo harán, vaya si lo harán. ¡Con hambre de vivos!
Puedes encontrar más relatos del autor en su blog: http://josemanuelduran.blogspot.com/
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Ilustración de: Daniel Medina
TERROR EN EL SUBTERRÁNEO José Rivera se encontraba en la zona VIP de la discoteca de moda Electrika. Desde allí podía ver a miles de personas bailando al ritmo de la incomprensible música que ponía el también de moda, DJ Doom, todos agolpados, inmersos en un ambiente saturado en sudor y humo. A él no le gustaba el Tecno, ni le gustaba ese lugar, pero de vez en cuando se daba una vuelta por allí para sentir de cerca la humanidad que había perdido. Todas aquellas personas rezumaban tanta vida, tanta energía, que por un instante le recordaba a cuando él estaba vivo. Se preguntaba una y otra vez qué le verían a esos ruidos infernales y por qué se movían todos como meningíticos; no comprendía cómo a eso lo llamaban bailar. José prefería la música de verdad, Duke Ellington, Louis Armstrong, Fletcher Henderson, nombres que para los de allí dentro no significarían absolutamente nada. O la música de los años cincuenta. ¡Oh, eso sí que era música, los Cadillacs, Eddie Cochran, Frankie Lymon! Era una lástima que no la pudiera sentir, pues ya nada se le conmovía en su corazón parado. Su estado no le permitía apreciar esas cosas, pero si lo hubiera hecho, desde luego nunca se hubiera movido con esos sonidos electrónicos que allí sonaban. Era una ventaja que permaneciera insensible a ellos. En realidad eso no le interesaba, querer recuperar su humanidad era un sueño al que hacía tiempo que había renunciado, sobre todo desde que el que le convirtió en lo que era, el doctor Mengele, había muerto hacía décadas. Quizá en el futuro su fundación encontraba la cura a lo que le pasaba. O quizá no se trataba de esperanza y en el fondo le gustaba estar muerto, ser un zombie y que nadie lo sospechara cuando lo mirara. El verdadero motivo por el que frecuentaba los discotecas era porque allí podía encontrar toda clase de gente que se adecuara a sus apetitos insaciables; debía comer carne humana con cierta frecuencia si no quería descomponerse y convertirse en polvo. Siempre encontraba un camellito de poca monta, un matón de medio pelo o un poli corrupto con los que saciar su hambre voraz. Si aquello estaba bien o mal le causaba completa indiferencia, hacía mucho tiempo que había dejado de lado esas cuestiones porque lo único que le interesaba era existir de la manera que fuese. Gracias a su condición de muerto viviente había podido reunir una inmensa fortuna, quedándose el dinero de los que devoraba o cometiendo robos a bancos de los que salía siempre bien parado porque las balas no le dañaban más de lo que ya estaba. Si no podía escapar a la Policía, siempre le quedaba la opción de fingirse muerto, como había realizado cientos de veces, y luego salir tan campante de la Morgue.
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Todo ese dinero, millones y millones de euros, lo empleaba para encubrir sus actos, adoptando múltiples personalidades y para procurarse una constante fuente de alimento. Tenía siempre su despensa llena de gente que le proporcionaba Walter, su hombre de confianza y, a veces, de extrañas personas que soñaban con ser devoradas por un zombie, reclutadas de Internet. Pero de vez en cuando le gustaba capturar él mismo las presas; no era por una cuestión de emociones, ya que las había perdido décadas atrás, era por un motivo de consciencia, la poca que le quedaba de aquel hombre que un día fue. Esa noche se presentaba aburrida, todo parecía muy normal, gente corriente tratando de huir de sus ansiedades y poca gentuza a la que ajustar las cuentas. Aún era pronto, tenía la esperanza de que se presentara algún mafiosillo en el reservado, donde les gustaba exhibirse delante de los demás para causarles envidia. Lo peor de todo es que lograban su objetivo; luego muchos jóvenes querían ser como él e imitaban su modelo de vida. Una preciosa chica lo observaba desde la barra con una sonrisa seductora. Como muchas otras allí, estaba luciendo figura, esperando que la invitaran a sentarse en la mesa. José no tenía interés en ella, el deseo sexual ya no significaba nada para él; aunque un vago vestigio todavía lo sorprendía observando a las chicas. Si bien era verdad que pensaba más en comérselas que en acostarse con ellas. Para ir a las discotecas se hacía pasar por José Rivera, rico de noble familia, dueño de un enorme patrimonio inmobiliario. Había sido Eduardo Toledo, empresario, Juan Velasco, banquero, Emilio Iniesta, importante ganadero; todo dependía del objetivo que buscara. Para las discotecas prefería aparentar ser un tipo forrado de millones que busca diversión nocturna. Las chicas se fijaban en él, le buscaban con la mirada, le provocaban con sutiles movimientos y excitantes posturas; ansiaban los beneficios de su posición, cosa que él encontraba repugnante. Como era el caso de Estela, la bonita joven que no paraba de mirarlo con obvias intenciones. José pensó que quizás su conversación fuera agradable, quizás no fuera una de esas busconas y fuera una buena chica que no sabía donde ir una noche cualquiera. Si bien eso era improbable, a esas horas una chica que trabaja debería estar durmiendo y no en uno de esos sitios, o estudiando para su futuro en lugar de escoger la vía fácil. En cualquier caso, decidió que quería compañía y le indicó al camarero del VIP que la hiciera pasar. La chica asintió con la mirada iluminada y se acercó con pasos sinuosos sobre unas plataformas que acentuaban su atractiva figura. Debería sentir al menos un cosquilleo, pensó el Zombie, la chica es muy guapa. Pero no fue así, un muerto no puede sentir. ―Me llamo Estela, con una “L”― se presentó, intentando parecer simpática, sin darse cuenta que acentuaba la “S” de forma afectada, como muchas que se creían diferentes al hablar así. No sé, les daba distinción, decían. ―Yo soy José, ¿quieres sentarte conmigo? Estaba solo y me pregun-
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taba si... ―Sí, claro, será un placer― ella no tardó en aceptar, sentándose descaradamente-. He visto cómo me observabas...-añadió, dando a entender que José era el verdadero interesado, cuando eso era lo más lejano a la realidad. Si ella sospechara las verdaderas intenciones del Zombie, saldría corriendo de allí en lugar de echarse directamente sobre la trampa. Media hora después ya se había bebido media botella de Champaña, de las que cuestan diez mil euros. ―¡Salgamos a bailar!― proponía, risueña, deseando exhibirse delante de la nueva persona que había conocido. De lo poco que habían hablado, había decidido que le gustaba muchísimo, era un hombre interesante y distinguido y a lo mejor podría ser su próxima pareja. Ahora debía conquistarlo con sus armas de mujer. Mientras eso le decía, le dedicaba tórridas miradas y efectuaba lúbricas contorsiones con el objeto de excitarle, de pie, sin abandonar la mesa. Así las demás mujeres podrían ser testigos de su éxito. Era ella, y no otra, la que se lo iba a llevar esa noche. Al zombie le desagradó su actitud. Demasiado vanidosa, demasiado interesada. Pensó que quizás la estaba prejuzgando, sacando una conclusión errónea. A veces esos lugares se prestaban a ello. Lo mejor sería poder conversar con ella en un lugar más silencioso. ―¿Nos vamos a un lugar más tranquilo?― le preguntó sin rodeos. A lo que ella accedió al instante, ya llevaba tiempo pensando precisamente en eso. Ese hombre tan apuesto tenía que ser para ella. Media hora después se encontraban en un Loft que tenía José justo al lado de la discoteca, habían apagado las luces y se habían metido en la cama. ―No te preocupes, es normal después de haber bebido― intentó consolar a José, sin conocer que en realidad no podía realizar funciones sexuales. La excusa del alcohol le venía de perlas. Cómo explicarle que era un zombie. El mismo del que hablaban las noticias últimamente. Ella también había bebido lo suficiente como para no darse cuenta de la frialdad de su cuerpo. En el fondo agradecía no haber tenido que tener sexo con él, aparte de que odiaba hacerlo, prefería guardarse algo para la siguiente; cuanto más insinuara y más pudiera dilatar la situación, tanto mejor. Si hubiera conocido la verdad sobre José, se hubiera muerto del asco por haberse restregado con un muerto; los manoseos, besuqueos y demás. Aún así, se sentía un poco sucia por estar allí, fingiendo que le gustaba ese hombre para sacarle todo lo que pudiera. Una parte minúscula de ella se preguntó si su hijo, Ramón, habría tenido una buena noche. Pero estaba tranquila porque su madre lo cuidaba; ella todavía era joven y tenía derecho a divertirse. No iba a renunciar a lo que le gustaba solo porque había tenido un crío. ―Voy a darme una ducha― le dijo, cubriéndose con la sábana para que
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no le viera su figura. No estaba segura de que le siguiera pareciendo atractiva a José después de verla sin su ropa y sus tacones, ¡y mucho menos sin maquillaje! El Zombie asintió con indiferencia, pasando por alto este hecho. A decir verdad se extrañó cuando observó cómo se quitaba las pestañas postizas y cuando al dirigirse al baño descubría lo bajita que era sin tacones. Aunque no le dio importancia, su percepción ya no era la misma desde que los Nazis le hicieran eso, todo se esfumaba en la bruma que obnubilaba su mente. Veinte minutos después, Estela ya se encontraba de nuevo junto a José, acariciando su pecho sin vida. Atribuyó el tacto frío a su melena mojada. Para no perder las extensiones que le habían costado tres cientos euros, eran del pelo de una super-model que lo vendía por Internet, se las había quitado con cuidado y las había dejado al lado de las pestañas. Confiaba en que José no se diera cuenta del poco pelo que tenía. Para despistar la atención colocó su pierna por encima de la suya, mostrando la curva de la cadera y el tatuaje que descendía desde ella. José apoyó su mano en la cadera más por instinto que por otra cosa. ―Es muy bonito. ¿Qué significa?― le preguntó aparentando interés, quería penetrar esa fachada a ver qué escondía y si valía la pena el esfuerzo. ―Oh, nada. Me encapriché y me lo hice. Es muy bonito, ¿verdad? Me encantan los Tatoos. Mira éste. Me lo hice por un tío que me molaba; la “T” es de Tyson. Era boxeador. Y éste otro fue porque a mi amiga le dio por uno y nos hicimos juntas el mismo. ¿A que es una pasada? Mientras Estela hablaba, el Zombie se fijó en su cara, resaltada por un haz de luz. Se dio cuenta de que era un horror botulímico sin el maquillaje; los poros exudaban un sudor aceitoso y macilento y los labios estaban hinchados de una manera innatural que forzaba una sonrisa. Se había retocado los pómulos y también la nariz. Aquello le sorprendió al hombre que llevaba dentro, quien una vez se llamó Amancio, las mujeres de su época eran de otra manera. Estela vio cómo José la miraba y pensó que observaba sus pechos. Muy pícara, se llevó las manos allí y se los acarició con orgullo. ―¿Te gustan? Son de silicona, ¿a que no se nota nada? Me costaron una pasta; tuve que pedir un préstamo para poderlos pagar pero merece la pena. ¿A que sí? El Zombie hizo un amago de querer tocarlos, pensando que no le gustaría tener que comerse eso. Ella aprovechó para esquivarlo, cambiando de tema. ―¿Tienes familia? Quiero decir: ¿estás casado?― esa cuestión era muy importante, ante todo debía asegurarse de que no hubiera otra en su vida. ―Yo tengo un hijo de nueve años, se llama Ramón. El tema del hijo también era importante para ella, el hombre que la deseara tenía que aceptarlos a los dos. Si tenía suerte y a éste le gustaban los críos, podría despreocuparse de él y limitarse a vivir con el dinero del otro.
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―Lo tuviste de muy joven― observó él. ―Sí― puso mala cara. ―¿No lo querías tener? ―No. Sí, bueno en realidad, no. Ya no podía abortar más veces, el médico no me lo aconsejaba. ―Entonces, ¿qué ocurrió? ―El muy cabrón me dijo que era una puta, que el niño no era suyo y se largó. Nunca más he vuelto a verle. ―¿Y por qué no lo denunciaste? ―Ya da igual. ―Para haber tenido un hijo tu figura está estupenda, debes de hacer mucho ejercicio en el GYM ―¡Qué va!- resopló Estela―. Yo hace años que no piso un gimnasio ni de coña. Si yo era la gorda de la clase. Desde que descubrí eso de las liposucciones, oye, puedo comer lo que quiera y después ya me lo quitaré. Esto es como lo de los Tatoos, una vez que empiezas ya no puedes parar. ¡Madre mía! Yo primero me hice la Lipo, luego me operé los pechos; después me retoqué la nariz, porque era espantosa; hace poco me retoqué los pómulos y la barbilla. Y ahora quiero retocarme los párpados para quitarme las bolsas, que están muy feas. Lo que no sé es si voy a tener el dinero porque ya no me fían en ningún sitio y le debo un huevo a mi amiga... ―Te debió costar otra pasta todo eso. ―¡Y tanto que sí! Pero bueno, lo voy pagando poco a poco. Ahora voy un poco justa, con eso de que no tengo curro y eso, pero me ayudan mis padres y a veces mi abuela. ―¿Y cómo lo haces para mantener a tu hijo y encargarte de su educación con esas deudas? Ella encogió los hombros con indiferencia. ―Ya va al cole. Su abuela lo cuida, que si no, está muy sola. Yo ahora me preocupo de disfrutar, que para eso soy joven, él ya disfrutará cuando le toque. El zombie se estaba descomponiendo. No quería que ella viera lo que en realidad era; le dio un billete de cincuenta euros para que cogiera un taxi y la despidió con una excusa. Estela, aunque tenía el coche aparcado cerca de allí, en un subterráneo, aceptó el dinero sin rechistar. Le venía de maravilla, acababa de gastarse lo último que le quedaba en la copa de la disco. Le había salido bien la noche, si tenía suerte lo vería pronto y quizás la cosa...
Estela escuchó un ruido. Se volvió para mirar. No vio nada. Estaba en el subterráneo, de camino a la máquina de tickets. A los pocos pasos volvió a escuchar un ruido, como un extraño gemido. Miró con más atención. Nada. “Serán imaginaciones tuyas, no te detengas” se dijo con un estremecimiento. El eco de unos pasos le robó un sobresalto. Se giró con nerviosismo. Se acercaba un hombre bien vestido que se tambaleaba un poco, parecía
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que no encontraba su coche. “Ah, es un borracho, no te distraigas”. Llegó al cajero. Estaba inquieta. Mientras salía el ticket contuvo la respiración, mirando a los lados por si se acercaba alguien más. El borracho no estaba; le parecía haber oído la puerta de un coche. El suyo estaba al fondo del pasillo, a cincuenta metros. Comenzó a caminar con paso apresurado, tenía ganas de meterse en el coche e irse a su casa. Notaba una extraña presencia que la agobiaba. Aceleró. De pronto surgió una sombra y la atrapó en una zona de penumbra. Era el borracho, que trataba de forzarla. Estela chilló horrorizada, revolviéndose como una loca y pidiéndole que la soltara. El borracho dimanaba un hedor asfixiante, su piel estaba gris como las paredes de cemento e igual de frías. Su boca repugnante se dirigía hacia la suya. Estela se libró de él con un violento empujón; era un sujeto enorme y pesado. El quererla agarrar lo derribó al suelo. Ella echó a correr. Menos mal que se había traído en el bolso una muda y unos zapatos de deporte y ahora podía correr. En el último instante el borracho le asió un tobillo y trastabilló, sin llegar a caer. Pero sí que perdió el bolso; algunas cosas se esparcieron por el suelo. Ella no paraba de gritar, sus ecos resonaban por todo el subterráneo pero nadie parecía oírlos. A esas horas casi todos estaban durmiendo. Recoge a trompicones lo caído sobre el suelo y sale a la carrera en dirección a su coche. El borracho se levanta y la persigue cojeando y con los brazos alzados como si quisiera cogerla. Estela lo ve y chilla de nuevo. Le invade la angustia. Tiene que llegar al coche. “¡Rápido, las llaves, corre, saca las llaves!” se urgió, no logrando controlar el temblor de manos por el miedo que estaba sintiendo. Solo podía pensar en ponerse a salvo de ese asqueroso violador. La llave no entra. “Tranquila, prueba otra vez”. ¡Por fin! Abrió la puerta y se metió dentro a toda velocidad, cerrando el seguro sin perder un segundo. Estaba aterrada y muy nerviosa. Respiró un poco más aliviada. De repente una mano golpeó el cristal; el borracho otra vez. Había saltado sobre el coche de golpe. Cuando le vio la cara dio un respingo y un alarido a la vez. Si gritaba alto a lo mejor alguien la escuchaba. Era una cara monstruosa, con los dientes negros y los ojos rabiosos. “¡Arranca!”. Metió las llaves y giró. No arranca. ¡No, maldita sea, ahora no! El borracho arremetió mientras tanto contra el cristal de la ventana y metió las manos ensangrentadas dentro del coche para cogerla. Ella se echó a un lado a tiempo, sin soltar las llaves, logrando arrancar. ¡Browmm! El coche arrancó. Estela pisó el acelerador y dio marcha atrás; la angustia recorría todo su cuerpo. El borracho no se soltaba. Lo llevó arrastrando unos metros, quemando gomas. El humo negro flotó en el aire junto con los chirridos de las ruedas y
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los gruñidos del borracho, que cada vez parecía más un muerto. Estela paró en secó el coche y su pasajero salió despedido por el impulso. Rodó a unos metros por delante del coche. Entonces, en estado de shock total, aceleró y pasó por encima del agresor. El coche botó bruscamente dos veces en las que se escucharon aterradores crujidos. Después salió a toda velocidad. No quería mirar pero la curiosidad pudo más y se distrajo mirando por el retrovisor. En su estado de ansiedad, perdió el control del coche y se estampó contra una columna. Por fortuna el golpe no fue fuerte y no saltó el Air-Back. El coche se había calado. Contacto. No arranca. Una sombra cruzando la luz la puso en guardia. Miró automáticamente hacia donde yacía el cuerpo roto del borracho. ¡Oh, no, se había levantado y se acercaba con todos los huesos de las piernas y de los brazos rotos! ―¡Vamos, arranca ya! ¡Sííí! “Por Dios que no se haya estropeado” rezó cuando puso la marcha. Cuando tomó el rumbo de salida el borracho rozaba el lateral trasero del coche con sus dedos crispados y se quedaba atrás, dando pasos trastabillantes. Entonces Estela frenó en seco y dio marcha atrás. El perseguidor se golpeó con violencia contra el coche y salió despedido unos metros. Estela estaba histérica. ―¡Muérete ya, cabronazo! Y volvió a pasar por encima. Una vez, y otra hacia delante. El trecho hasta la barrera no sabe cómo lo condujo. Empezó a registrar el bolso. El ticket no aparecía. Ella no podía quitarse la escena de la cabeza, ni el horrible ruido de los huesos. “¿Dónde esta el puto ticket?” se repetía, nerviosa, sin resultados. ¡Oh, mierda, se le había caído al suelo! “Ahora tienes que volver”. Aquel pensamiento le heló la sangre. “¿Y ver otra vez a ése?”. Resoplando con amargura, metió la marcha y se dispuso a girar. A mitad del giro se dio cuenta de que el ticket estaba en la alfombrilla. No se le había caído. Respiró aliviada, por fin algo estaba saliendo bien. Con lo bien que había empezado la noche. Pero de pronto: ¡Clang! El violador apareció de nuevo. Esta vez la rueda se había llevado parte de la cara, sin embargo seguía caminando igual. El traje también exhibía rodaduras y polvo ¡Es que no se muere nunca! El Zombie se acercaba inexorablemente. Arrastraba la pierna izquierda, arañando el suelo con el hueso astillado de la tibia. Su rostro mutilado mostraba todos los dientes de la parte derecha de la mandíbula y parte del maxilar. Aquel agujero negro que era su boca se abría y cerraba con avidez caníbal. Estela desesperó. No le daría tiempo de poner el ticket en la máquina y pasar. Derribaría la barrera con el coche. Gritaba y gritaba, al borde del delirio, mientras la inmensa figura renqueante se acercaba con los brazos extendidos y aquella mirada.
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Aceleró. No controló la velocidad con los nervios y se estrelló contra la curva del carril. El golpe la dejó aturdida. En esto unas manos ensangrentadas abrieron la puerta del coche y la sacaron con brutalidad al exterior. Estela gritaba sin cesar, rogando piedad. El Zombie la arrastró hasta una cámara de seguridad apostada en una esquina y allí la devoró a voluntad. La cara rellena de Votox y los pechos de silicona no los tocó. En el bar el Pincho estaban escuchando las noticias. ―El Zombie ha actuado de nuevo. El justiciero asesino en serie, que imita a un muerto viviente a la hora de protagonizar sus sangrientos asesinatos, le ha quitado la vida de una forma atroz a una mujer de veintiocho años, madre de un hijo pequeño de nueve. No vamos a retransmitir las imágenes, dada su crudeza. Se sospecha que haya podido ser un ajuste de cuentas por las elevadas sumas que debía... ―¡Joer, ése no perdona una!― dijo el Sebastián, el parroquiano del bar. ―¡Sí, el otro día se cargó al maltratador ese, luego al torero! ¿Y a ésta por qué labrá matao? ―Yo creo que por las deudas; si le andó pidiendo a quien no debía, es natural que la encontraran asín― le contestó el Sebastián. ―Pues yo creo que ha sido por profanar su cuerpo, ser tan egoísta y descuidar a su hijo en lugar de hacer lo que le correspondía como a una buena madre― opinó Johnny, el motero de la chopper negra que a veces iba por el bar.
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Ilustración de: Juapi
LA MONEDA Escrito por Juapi Desde el interior de la ventana la mañana se veía tranquila. La puerta de la terraza se abrió hacia las seis y media como de costumbre. Todavía era de noche, mas ya se podían ver a las primeras personas dirigiéndose a sus respectivos trabajos. Víctor González realizaba todas las mañanas la misma operación. Salía a la terraza semidesnudo, solamente provisto de unos pantalones cortos que utilizaba como pijama por las noches, para comprobar si la mañana era fría o calurosa. La mañana en cuestión era fresca, casi invernal para la época del año en que estábamos. Entró en casa, preparó las toallas y empezó a ducharse. Un par de minutos después ya estaba completamente aseado. Se dirigió a la habitación y de un cajón del armario sacó su uniforme de trabajo. Éste se componía de unos pantalones de algodón sintético imitando unos buenos pantalones de pinzas, una camisa de manga corta de color azul con el nombre de su empresa bordado en uno de los bolsillos del pecho, y un jersey de lana azul marino tirando a negro. Del cajón contiguo sacó un cinturón de piel de marca y se lo puso apretándolo hasta el penúltimo agujero. Víctor era un hombre atlético, de estatura media. Le gustaba dar una buena imagen de sí mismo a primera vista. Se cuidaba al detalle. Tenía una media melena rubia que volvía locas a las chicas. Sus ojos azules hacían el resto. Ni una sola marca podía apreciarse en su joven rostro, y mucho menos granos o espinillas. Como he dicho antes, se cuidaba al detalle. Por último cogió una riñonera de piel beige donde guardaba los instrumentos que utilizaba para trabajar. Antes de salir de casa cogió de un marco colgado a la entrada las llaves del coche y el teléfono móvil que estaba cargando sobre el taquillón. Abandonó la casa a las siete menos cuarto y salió a la calle, donde ya le esperaba su mejor amigo y compañero de trabajo, David. - Buenos días -dijo David a la vez que bostezaba. - Buenos días -contestó Víctor-, hoy estoy matado tío. Me acosté a las tantas viendo Crónicas. - Yo me dormí a las diez y media -continuó David-, no me gustaba lo que había en la tele. Pero por fin es viernes, el último madrugón de la semana. David Fernán era un joven muy alegre. Siempre estaba feliz y contento. No tenía ningún tipo de complejo pese a su descomunal cabeza. Un problema en su nacimiento hizo que los huesos de su cráneo se cerraran mal, lo cual hizo que su cabeza fuera mucho más grande de lo normal. Toda la vida había tenido que soportar las burlas de sus compañeros de clase. Todo eso cambió cuando conoció a Víctor, quien se convirtió en su mejor amigo y su defensor ante los otros chicos.
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Los dos amigos cogieron el coche de Víctor y subieron hasta la estación de tren que se encontraba a un par de kilómetros de sus casas. Siempre iban al trabajo en tren, pues coger el coche para ir a Madrid por la A-42 a esas horas era casi un suicidio. Los atascos que se producían a veces hacían que llegaran con varias horas de retraso a la oficina. Pero no sólo por eso cogían el tren. La ventaja de ese trabajo era que también les pagaban el abono transporte, con lo cual el ahorro mensual en cuanto a gasolina se refiere, era significativo. De camino a Madrid, todas las mañanas, realizaban los “deberes”, que era como le gustaba a David llamar a sus tareas pendientes del día anterior, charlaban, y si tenían tiempo, dormían un rato. Una vez en Madrid, antes de entrar a la oficina, siempre paraban en un bar cercano para su desayuno diario, el cual se componía de tres porras y un Cola-Cao para Víctor y lo que esa mañana le apeteciera a David, ya que cambiaba de desayuno como de calzones. - ¿Qué vais a tomar? -preguntó el camarero. - Lo de siempre -dijo Víctor mientras corría para coger la única mesa que había en el bar. - A mí me vas a poner... - vaciló David-... un descafeinado y una tostadita. Diez minutos y el desayuno estaba finiquitado. Pagaron y se dirigieron desanimados hacia la oficina, pero con el pensamiento de que por fin era viernes, el mejor día de la semana. Una vez dentro saludaron a sus compañeros y al personal de oficina. El jefe siempre se mostraba muy interesado por sus trabajadores, sobre todo por Víctor y David. - ¿Qué tal, bien? ¿Estáis bien? -preguntó el jefe como si de verdad se interesara por alguien. - ¿Bien, bien? -dijeron Víctor y David, ¿qué otra cosa se le podía contestar a un jefe si cuando uno se pone enfermo y aún con el justificante del médico en la mano, sigue pensando que te lo has inventado? Pues eso, bien. La empresa se dedicaba a la lectura y el mantenimiento de los contadores del Gas. Víctor y David eran lectores, o como ellos solían decir cuando les preguntaban en qué trabajaban, señores inspectores del gas. Otros nueve compañeros completaban la plantilla de lectores. En más o menos tres cuartos de hora tenían su trabajo preparado. Una ruta para cada uno. Varias calles con varias fincas y unos trescientos o cuatrocientos contadores para cada uno, dependiendo de la zona que llevasen. Sobre las nueve de la mañana se disponían todos a irse para empezar su duro trabajo. Unos iban a los pueblos, otros al centro y otros a zonas peores como Vallecas o Villaverde. David tenía que ir al barrio de Salamanca, mientras que a Víctor le había tocado ir al Pueblo de Vallecas. La diferencia era clara. En el barrio de Salamanca los pisos son mucho más grandes y con ascensor, con lo cual lleva menos fincas que visitar. Por el contrario en el Pueblo de Vallecas abundan las casas de pocos vecinos, diez la mayoría de las veces, por
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lo que la cantidad de fincas es enorme y todas ellas sin ascensor. A mediodía, sobre la una y media más o menos, y con más de la mitad de la ruta terminada, Víctor se disponía a entrar en una finca de la calle Hachero, con sólo tres vecinos. A esas horas el calor era insoportable. Pasaron del fresco de la mañana al calor del mediodía en cuestión de horas. Un calor que se incrementaba a medida que iba terminando cada finca. Para remitir un poco ese calor, Víctor se quitó el jersey de lana que le había estado calentando por la mañana, y se lo ató a la cintura. El primer piso, al igual que el segundo, lo leyó rápidamente sin ningún percance. Una vez en el tercero, llamó varias veces al timbre. Víctor notó que no funcionaba, así que golpeó con fuerza la puerta con el puño. Acto seguido y cogiendo bastante aire, lanzó un gran alarido que se pudo escuchar por toda la escalera. - ¡El gaaaaasssssssss! -mientras seguía golpeando la puerta. Al mirar la hoja donde estaba señalada la finca y el piso, y donde debía poner la lectura del contador, vio que sus antiguos compañeros las veces que fueron a leerlo escribieron la nota de “no viven”. Víctor, sin más preocupaciones, sacó un gráfico y se puso a rellenarlo. Una vez hubo terminado de escribir el código de la finca, dejó el aviso entre la puerta y el marco para que vieran que el señor del gas estuvo allí. No bajó ni dos peldaños cuando el aviso fue introducido hacia el interior de la casa con rapidez. Víctor, que notó el roce del papel con la madera, dio media vuelta y volvió a llamar a la puerta, pero esta vez con más cuidado, ya que sabía que dentro había gente. - ¡El del gas! -dijo Víctor- ¡El contador del gas! -volvió a decir. Una vocecilla rasgada y muy débil salió del interior de la casa. Víctor comprendió que se trataba de una señora mayor y que por eso sus compañeros pensaban que allí no vivía nadie, al no abrirles la puerta con rapidez. Donde sus compañeros escribieron “no viven” ahora ponía “sí viven, esperar, anciana”. La puerta se abrió en unos segundos que para Víctor parecieron horas. Un olor nauseabundo a cerrado, a viejo y a descomposición de basura salió de la casa, echándole ligeramente hacia atrás. - ¿Quién es? -preguntó la anciana con la puerta semiabierta y con la cadena echada. - El contador del gas -replicó Víctor, que ya estaba algo mosqueado por perder tanto tiempo para leer un contador. - ¡Ah, hijo, perdona, es que no te había oído! -exclamó la vieja ancianita- Pasa, pasa, que llevan mucho tiempo sin verme el contador. El paso de la anciana no superaba los cinco metros por hora. Sus débiles y cortas piernas acababan en un muñón hinchado que cubrían sus callosos pies. Miles de varices se veían en la zona de las piernas que no eran tapadas por una vieja falda de color gris. Vestía su cuerpo, claramente demacrado, con un jersey de lana vieja, deshilachado seguramente al engancharse con los tiradores de las puertas. Los pliegues de su cuello se perdían en el interior del jersey como si de sinuosas
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culebras se trataran. Su rostro era la imagen de la dejadez absoluta. En cambio, su mirada era penetrante,. Tenía los ojos hundidos y estaban rodeados por unas enormes bolsas de arrugas que le caían hasta la mitad de la cara. Su color de piel era la de un muerto, el color más pálido que uno puede llegar a tener. No más de tres mechones de pelo cubierto de canas se dejaban caer por su frente, apreciándose costras prácticamente en la totalidad de su cráneo. Víctor caminaba detrás de la anciana a paso de tortuga. Con lo único que podía contrarrestar la mala leche que le estaba entrando era con admirar aquella desastrosa casa. Carecía de ventanas, ya que las tenía inutilizadas y clavadas a los marcos con tablones de madera podrida. Solamente un par de bombillas de poca intensidad alumbraban la casa. Las paredes de casi todos los pasillos y habitaciones estaban repletas de bolsas de basura llenas que, acumuladas, llegaban casi hasta el techo. Una costra de suciedad y grasa estaba adherida a la superficie del suelo, menos por la zona central, que era por donde caminaba la anciana. En el salón, y colgados de la pared, varios cuadros llamaron la atención de Víctor. Todos ellos eran protagonizados por hombres jóvenes desnudos y con una tremenda expresión de angustia en sus rostros. Era un tipo de pintura muy realista. La anciana indicó a Víctor la situación del contador. Estaba en la cocina al lado del calentador. Víctor sacó de la riñonera una linterna para ver la lectura del contador sin errores. Una vez observado y sin darle tiempo a escribir la lectura en su hueco correspondiente, la anciana preguntó cuánto había gastado. - Todavía no me ha dado tiempo a verlo -refunfuñó Víctor. - Perdona hijo, no me he dado cuenta -añadió la vieja anciana. - No pasa nada -dijo sintiéndose un poco mal por ofender a la vieja- Veamos... son unos siete metros. Muy poquito para llevar tanto tiempo sin verlo. La anciana se sintió satisfecha y de uno de los bolsillos de su falda sacó una moneda. Se la ofreció a Víctor como propina por haber sido tan amable y paciente. Víctor, a la vez que empezaba a acercar la mano hacia la moneda sin ni siquiera mirarla, le decía a la anciana que no hacía falta, pero la anciana insistió. Víctor se guardó la moneda en uno de los bolsillos del pantalón y abandonó la casa despidiéndose amablemente. Por lo menos se había llevado una propinilla, pensó Víctor. Una vez fuera del edificio y ya seguro de que no podía ser visto por la anciana, sacó del bolsillo la moneda que ésta le había entregado. Un gesto de ira, incredulidad y gracia se formó en el rostro de Víctor. “Después de todo el tiempo que he tardado en leer esa maldita finca -pensó - ¡me tiene que pasar esto!” La moneda no era un euro, ni dos, ni siquiera era de cincuenta céntimos. Era una moneda de otro país, por lo que pudo deducir Víctor gracias a las extrañas palabras escritas sobre ella. Un extraño dibujo rellenaba la parte central de una de las caras, mientras que en la otra sólo se veía en relieve unas llamas. Sin más distracciones, Víctor decidió irse a terminar la ruta,
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guardándose la moneda a modo de recuerdo de este odioso momento. Sobre las dos y cuarenta y cinco de la tarde, en la estación de trenes de Atocha, aguardaba David la llegada de su amigo. Al ver que éste no llegaba pasados veinte minutos, decidió llamarle al móvil. Recibió como única respuesta la sensual voz del contestador de telefónica, indicando que se encontraba apagado o fuera de cobertura. Como seguía sin llegar, David decidió irse a su casa en el siguiente tren. David pasó todo el fin de semana fuera de Madrid sin haber podido ponerse en contacto con Víctor. El lunes, David bajó como siempre a esperar a que Víctor bajara también. Como iba siendo normal en los últimos días, Víctor no aparecía. Llamó a su casa, sin ninguna contestación. “No es normal, algo debe haberle pasado”, pensó David, bastante preocupado por su amigo. En la oficina no sabían nada desde el viernes. No tenían ningún mensaje de Víctor en el contestador automático de la empresa. Buscaron a Víctor durante un par de días más sin ningún resultado positivo. David y los compañeros de su oficina decidieron poner una denuncia en la comisaría de policía. Durante unos días, los policías investigaron los últimos movimientos del joven por la zona en que se le vio por última vez. En un vertedero cercano a la M-40, los investigadores encontraron las ropas que pertenecían a chico. Estaba todo; la camisa, el pantalón, el jersey hecho un nudo, la carpeta de trabajo, y algo que desconcertó un poco a los investigadores: la riñonera con la documentación, el carné de conducir y el dinero que llevaba ese día encima. Pasaron los días y no había forma de dar con él. David, antes alegre y risueño, ahora se encontraba desolado. Su rendimiento en el trabajo había disminuido considerablemente a raíz de ese suceso. Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses, exactamente tres. David entraba esa mañana en la oficina más cabizbajo que nunca. Al repartirse el trabajo con los demás compañeros vio que le había tocado la misma ruta que Víctor hizo el día que desapareció. Como siempre, todos salieron a sus respectivas zonas sobre las nueve de la mañana. A medida que el día transcurría, a David le quedaban menos fincas para acabar su jornada laboral. Una de las últimas fincas era la calle Hachero, con sólo tres vecinos. El primer piso, al igual que el segundo, se los leyó en un periquete y sin problemas. Una vez en el tercero, se dispuso a llamar al timbre. Al notar que no sonaba golpeó la puerta con fuerza. - ¡El del gaaaaasssssss¡ -gritó David con un gran alarido. Al mirar en la hoja vio que su compañero había escrito “sí viven, esperar, anciana”. David golpeó la puerta, pero esta vez con más cuidado y volvió a decir que era el del gas. Una mujer mayor, pero no “anciana”, abrió
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la puerta con la cadena echada. - ¿Quién es? -preguntó la mujer. - El contador del gas -dijo David-. Vengo a verle el contador del gas. - Pase, pase, y perdone, no le había oído -añadió. David, que ya había percibido el nauseabundo olor, comenzó a seguir a la señora hacia la cocina. La mujer caminaba a un paso prudente. El chico se fijó en sus piernas, que se veían con alguna que otra variz. En la piel del cuello tenía algunas marcas parecidas a cicatrices. Unos pocos mechones de pelo se recogían con una vieja goma. Alguna que otra cana se podía apreciar en la coleta. David comenzaba a sentirse mal por mirar tanto a la señora y empezó a fijarse en las cosas que tenía la mujer en casa. Las bolsas de basura apiladas, la grasa incrustada en el suelo, las ventanas anuladas y clavadas, la luz tenue de las bombillas. Pero lo que más llamó la atención de David fueron unos cuadros que se encontraban clavados en la pared. Jóvenes desnudos con expresiones increíblemente angustiadas. No pudo dejar de mirar uno de los cuadros más cercano a él. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza para después volver a los pies, cuando apreció, sin ninguna duda, que el protagonista de esa obra era su mejor amigo, Víctor. La señora le distrajo de su increíble visión para indicarle dónde estaba el contador del gas. David decidió leerlo rápidamente y salir de esa casa maldita lo antes posible. Por fin había encontrado a su amigo. No estaba vivo, que era lo que más esperaba, pero tampoco estaba muerto. Simplemente estaba atrapado entre cuatro vástagos de madera en una casa del demonio. - ¿Cuánto he gastado hijo? -preguntó la mujer. - Muy poco señora -contestó David a medida que se dirigía hacia la puerta de la calle apresuradamente. - ¿Me puedes decir la cantidad? -volvió a preguntar-…si no es mucha molestia. - Por supuesto -gimió David, agobiado -, son... un par de metros, es muy poquito. La señora se sintió satisfecha y agradecida. Cuando David estaba a punto de abandonar la casa, ésta sacó de un bolsillo de su falda una moneda. - Toma hijo -dijo la mujer-, acepta esta moneda para que te tomes lo que quieras. David dio media vuelta y fue donde estaba la mujer para recoger la moneda. A la vez que la agarraba, David miró a la mujer, la cual sonreía malévolamente. Entonces comprendió que ese sería su último acto. Fin. Juapi 2005
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Ilustración de: Juapi
POEMA Z. OCURRIÓ EN LA CIUDAZ No surgieron del mar ni de los bosques, ocurrió en la ciudad a plena luz, lejos de los modelos literarios que proponen la noche y la tormenta para hacer realidad las pesadillas.
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En la ciudad surgieron, en las casas, y tomaron las calles sin remedio. La podredumbre y el hedor no eran al principio evidentes, pero luego, con el calor del sol y del asfalto, fueron inevitables y tangibles hemorragias y llagas, flacidez de músculos y órganos, de cuerpos. Carne podrida dentro de los trajes, dentro de los vestidos, los zapatos. Y como obedeciendo a un viejo instinto, la carne se lanzó contra la carne, a dentellada limpia (es un decir), a mordisco, a zarpazo, entre gruñidos y gritos y chasquidos animales. Dio igual hombres, mujeres, niños, viejos..., cuerpos se abalanzaban contra cuerpos con hambre irracional y sed absurda. En poco tiempo el caos fue el nuevo orden y las extremidades mutiladas la forma habitual de anatomía. Y no se veía el fin, no había reposo, los miembros y los órganos seguían moviéndose y buscando su alimento... Y todo era alimento y todo boca. Y así ocurrió el final apocalíptico. La muerte en su versión más nauseabunda, la muerte que no llega y que no alivia, regodeo mortal en la tardanza carnívora y caníbal y aberrante. Las causas no se hallaron en un virus, ni en un raro incidente radiactivo; fue algo más sencillo y más terrible, el miedo aderezado con la envidia de un vecino cualquiera, de un extraño, en la ciudad en crisis y culpable. Mas nadie pudo ya dar fe de aquello... Perdón, sí que hubo un único testigo. En lo alto de la torre el viejo ángel, los ojos amarillos y las alas negras, como las uñas y los dientes, admira complacido su gran obra. Carlos Lapeña (agosto 2013)
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Lunático
Opoxun Kuchiki Rose
Ilustración, Carlos Rodón Vi como el vino prohibido ardiente, incandescente caía por mis manos “Ya está hecho, ya todo pasó ¿Sirve de algo guardarme rencor?” Atónito estaba yo Con los pies en el suelo mirando arriba en busca de mi mente perdida segundos atrás. Mis ojos, sorprendidos miraron a mis dedos que obligaban a mi lengua avanzar hacia ellos, pasivamente, con precisión y elegancia . En penumbra noté, como los cristales que abrazaban mi piel se unían a mí rasgándome en pedazos “Qué más da, ¡Esta sensación caliente, fría, viva, marchita, esta sensación, muero por hacerla eterna!” Aquella triste noche no la olvidaré nunca y tampoco lo haréis vosotros Pues me encontraréis, tarde o temprano sonriente, mirando hacia la luna. Ella tiene la culpa de todo.
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Ilustración de: Kike Alapont
EL HOMBRE IGNORADO
Por Roberto G. Cela
Oh, París El hombre caminaba por los Campos Elíseos con las manos en los bolsillos. Hacía unas semanas que comenzó a suavizarse la temperatura y disfrutaba del calor del sol templando las fibras de su camisa de franela. En el horizonte de la avenida se elevaba el Arco del Triunfo. Allí dirigía sus pasos con la tranquilidad que otorga la falta de ocupación. Bandadas de patos cruzaron el cielo en orden marcial. Los ecos de su paspar resonaron en los edificios que se elevaban a ambos lados, llevando a sus oídos ecos de una naturaleza salvaje en expansión. Con la primavera se iniciarían los flujos migratorios de las aves y los campos remotos del norte del continente precipitarían legiones de cigüeñas, estorninos y jilgueros sobre la región. Los árboles aún desnudos, cubiertos por yemas endurecidas que en breve estallarían en hojas y flores, se preparaban para recibir a los visitantes que acudían a sus ramas cada año.
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Tenía sed y algo de hambre. Caminaba desde el amanecer y de eso hacía varias horas ya. Al otro lado de los ocho carriles de asfalto divisó una fuente de metal. Miró a ambos lados por si venía algún vehículo. Nuevas costumbres surgían y otras no se perdían a pesar de su inutilidad. Salvó los metros que le separaban de la acera contraria rodeando los esqueletos oxidados de un Renault Clio y de un autobús de línea que se abrazaban sobre un camastro de pavimento ennegrecido por el fuego. Pulsó el botón del grifo, se acuclilló y sacó la lengua para recoger el chorrito de agua, lamiendo como un perro, con paciencia, hasta que se sintió saciado. Se incorporó y eructó sonoramente, atrayendo la atención de un par de transeúntes que miraron confusos a su alrededor, retomando sus paseos a los pocos segundos. Echaba de menos montar en bicicleta. Quizás fuese el buen tiempo. Sea lo que fuere, añoraba sentarse en el sillín, posar los pies en los pedales y dejarse llevar por ese sentimiento de libertad que facilita la tracción mecánica. Las bicicletas eran un bien escaso. Desaparecieron de los almacenes con la escasez de combustible; hacía mucho que no veía ninguna en buen estado. La última consiguió mantenerla durante varias semanas en su viaje transpirenaico hasta que se reventó el pedalier en una subida y no supo repararla. El placer de rodar no es comparable a nada, pensó. El recuerdo de esa pérdida le quitó las ganas de llegar al Arco del Triunfo. Ese alegato inútil a la victoria que no se repitió no era más que una broma cruel de épocas esperanzadas que ya no volverían. Todo por culpa de ellos. Por su culpa. Hasta el pasado dejaba de tener sentido si no había un futuro. Enfurecido, se agachó, recogió un pedazo de losa desprendida del suelo y se lo lanzó a una mujer que pasaba por su lado. Acertó de pleno en lo que quedaba de su cabeza y la hizo trastabillar. Ella recuperó el equilibrio con dificultad y se giró buscando el origen de la piedra, elevando el mentón como un perro de presa. —Mírame puta, mírame —susurró levantando el dedo medio y dedicándole un gesto grosero. Pero no le vio. Nunca le veían. En Dios confío El hombre rezaba sentado en un banco, con los codos apoyados en las rodillas, cruzando las manos y apoyando la frente en el nudo de dedos que apretaba con fuerza. El Padre nunca abandonaba a sus hijos en la tribulación. Su fe era fuerte. El Señor le hacía poderoso en la flaqueza. Hacía verdaderos esfuerzos por concentrarse y escuchar algún mensaje de Dios. Pero el arrastrar continuo de pies le expulsaba del lugar al que ansiaba elevar su alma para recobrar la esperanza. La prueba era dura, muy dura, como no hubo otra en la historia de su raza. Rezaba en una iglesia católica murmurando salmodias como un mantra mágico que retenía su cordura. Algún día recibiría su respuesta. No
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dudaba de esa certeza. Apretó los párpados para no errar en las frases que se encadenaban construyendo un Padrenuestro, ansiando no escuchar los golpes que los resucitados se propinaban contra las inmensas columnas que sostenían la bóveda de la catedral de Notre Dame en su avance ciego. Pensaba en el Cristo que ya no presidía la capilla principal, secuestrado por vivos en los primeros tiempos de desorden. Y en las estatuas de los Santos que yacían reducidas a fragmentos policromados por el paso de cientos de ellos, profanadores de las figuras sagradas que regresarían tarde o temprano para finalizar la venida del Reino de Dios. Esa era su esperanza. Su fe era fuerte. Era difícil concentrarse en ese silencio repleto de movimiento. Recupera el objeto perdido Sentado en una mesa del interior de una brasserie, masticaba terrones de azúcar que localizó en los estantes más elevados situados detrás de la barra cubierta de manchas de café y tazas volcadas, como si todos hubiesen salido a toda prisa de allí. Era un milagro que ningún roedor se le hubiese anticipado en los primeros días en que la población humana inició su merma. Estaba deliciosamente crujiente. Frente al escaparate podía ver un portal con una fachada clásica, gris y de forja negra, limpia de pintadas. Las puertas de acceso estaban cerradas. Un oso de peluche reposaba apoyado en la hoja izquierda, cerca de un zapato infantil deslustrado. Una niña paseaba por la calle, arrastrando por el suelo una mochila escolar. Estaba descalza. Se levantó chocando una mano con otra para limpiarse de los restos de azúcar y salió del local, dejando atrás al hombre que se empeñaba en abrir la puerta del baño de mujeres, rascando incansable el pomo con los muñones pelados de carne, sin atinar a girarlo. Dios sabe cuánto tiempo llevaría atareado en su afán y qué demonios buscaría en su interior. Esquivó tres peatones que avanzaban muy juntos y recogió el peluche. Lo sacudió para retirarle el polvo acumulado y se fijó en que le faltaba un ojo. No importaba, ella no se daría cuenta. La alcanzó en tres zancadas, acompañándola unos metros. Finalmente, le ofreció el muñeco. —Tengo tu osito. Seguro que se te cayó de la mochila y lo estás buscando. La niña abrió la boca y retrajo los labios, mostrando sus encías carentes de dientes. No tenía lengua. —Tómalo. Estará mejor contigo. Presionó el oso contra su pecho y ella lo atenazó con los dedos de una mano, mirando a un lado y otro, intentando ubicar el origen de la voz. Incapaz de conseguirlo, prosiguió su marcha sin soltar ni el muñeco ni la mochila. Él se sentó en un bordillo y la observó durante unos minutos. Después, se lamió los restos azucarados de los dedos.
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Érase una vez una familia El hombre encontró un apartamento vacío en la cuarta planta del portal de la fachada sin pintadas. Revisó piso por piso hasta dar con uno sin moradores. Cuando dormía le gustaba hacerlo sin compañía de ningún tipo. Despertarse a media noche con uno de ellos tropezándose con los pies de la cama era muy incómodo. Desde los amplios ventanales podía ver a la niña en su paseo inacabable. Aún mantenía el oso contra su cuerpecillo. Debía de tener la misma edad que su hija cuando sufrió el cambio. Recordó a su querida Ana llegando a casa al salir de clase. Él libraba esa mañana y la había pasado junto a su mujer haciendo el amor y compartiendo las tareas domésticas. Escuchó el timbre y abrió la puerta para darle una sorpresa. La pequeña iba vestida con un chándal y de su espalda colgaba una mochila llena de libros. Tenía medio rostro desgarrado y una cuenca sin globo ocular. Se agachó y la abrazó, gritando a su esposa para que llamase a urgencias de inmediato, levantándola en vilo para llevarla al sofá, llorando por el dolor que él no podía sufrir. La mujer chilló al verla y se abalanzó sobre su hija, mesando su cabello, preguntándole qué le había pasado, por qué no decía nada, escupiendo sangre cuando Ana se aferró a su cuello y alcanzó la tráquea a dentelladas. Él se cayó de espaldas, reptando de culo para huir de esa cosa que le ignoró y devoró las mejillas que él acarició esa misma mañana. Después, entre convulsiones, su esposa se levantó sin pronunciar ningún sonido, la carne colgando por el mentón. Se le veían las muelas por el boquete. Ambas deambularon en silencio por la casa sin prestarle atención. Él huyó despavorido sin mirar atrás. No existe el amor si no hay nadie vivo para recibirlo. Por aire, sólo por aire El hombre corría. Los meses de actividad física al aire libre, moviéndose de una ciudad a otra a pie, habían endurecido los músculos y aumentado la capacidad de sus pulmones. Por eso no se sentía apenas fatigado. Esquivaba a los que iban en su misma trayectoria, cada vez en mayor número, soltándoles improperios cuando ralentizaban su avance. Escuchó el eco lejano de otro ladrido y giró por la calle que se abría a su izquierda. Se acercaba, de eso no cabía duda. Estaba leyendo una vieja revista, taciturno, cuando creyó oírlo por primera vez. Levantó los ojos de las páginas y esperó uno segundos por si se repetía. Volvía ya al artículo sobre los avances en una rara enfermedad que asolaba una región de Indonesia cuando se repitió de nuevo. Era un perro. Echó la revista a un lado y se levantó. Los pocos transeúntes que se encontraban a su alrededor se giraron también en la dirección del sonido, abrieron las bocas y cambiaron el rumbo de sus movimientos
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para encaminarlos hacia el origen del eco. Parecía un milagro. O una casualidad. O mucha suerte. Porque ya no había animales cuadrúpedos en las ciudades. Tampoco en los campos. Por lo menos en los que él había cruzado. Devorados por las legiones de hambrientos seres en que se había convertido la humanidad, fueron desapareciendo hasta que sólo las aves señorearon la naturaleza, cada estación en mayor número. A ellas no podían alcanzarlas los muy bastardos. Corría con el ansia que otorga la desesperación de la soledad. Llegó a una plaza y lo vio. Encaramado en el pedestal de una estatua que homenajeaba a algún general que sí ganó su guerra, un chucho ladraba a la multitud que se agolpaba en su base elevando los brazos para atraparle, hechizados por el hálito vital que emanaba. Se acercaban más por las calles aledañas, arrastrando los pies y abriendo las bocas en un vano intento de absorber el vigor del que carecían. —¡Aguanta! ¡Voy a por ti! El perro le descubrió y cambió el tono de sus ladridos. Inició un lastimero lloriqueo al reconocer a un auténtico ser humano. Una zarpa le atrapó de un anca y saltó hacia atrás, librándose por los pelos de ser arrastrado al mar emponzoñado de resucitados. El hombre se lanzó hacia delante para salvarle, pero no pudo atravesar el compacto trenzado de brazos y piernas por más que empujó y pateó. La masa que se aproximaba le rodeó, aprisionándole contra las espaldas de los que estaban delante de él. Se revolvió medio asfixiado por el hedor y la presión y escapó gateando. El perro aulló de dolor cuando uno de ellos le aferró de la pata delantera, sin soltarle a pesar de los mordiscos. Tirado en el suelo, recuperando el resuello, contempló impotente cómo más manos atrapaban al perro y le arrastraban hasta que los ladridos desaparecieron opacados por el alboroto de los chapoteos, crujidos y masticaciones. La soledad era un valor en alza. Au revoir, París El hombre no se sentía satisfecho. A pesar de haberse dedicado a aplastar cráneos y amputar miembros hasta que el cansancio venció su rabia, el vacío que crecía en su corazón no se llenaba. A su alrededor yacían decenas de mujeres y hombres con sus no-vidas segadas por el arma improvisada. Había sangre en sus manos, propia y ajena. Los huesos astillados también arañan. Dejó caer el utensilio y el acero de su hoja vibró al chocar con los adoquines. Era el momento de viajar. Berlín podía ser un buen destino. Tan bueno como cualquier otro. Odiaba París.
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Ilustración de: Carlos Rodón
EL CAMINO DE VUELTA
Pau Varela
El Dr. Lanning, el experto enviado por la corporación, es un tipo obeso y grasiento. El arduo trabajo que le supone respirar hace que sude a mares, a pesar de que la baja gravedad del planetoide hace más fácil sobrellevar el peso extra que él carga. Me observa con desgana desde el otro lado de mi escritorio, con una mirada sutilmente más avisada que la de un viejo leonberger, incapaz de entender ni una sola palabra de lo que le digo. Tal vez siete años confinado en esta estación minera de mierda han hecho mella en mis habilidades sociales. “Señor Oswald, no estoy seguro de entender porque me ha hecho venir hasta aquí, el consejo ya le ha comunicado que no podemos atender a su petición’’, se limita a repetir una y otra vez. Me alzo de la silla y harto de verle la cara le doy la espalda, examinando a través de la ventana de mi oficina la vista de las minas y el ir y venir indeciso de esas bestias. Es una visión espeluznante y a la vez irónica. Quién hubiera dicho que la guerra muerta solo fue el principio del fin de la humanidad. En aquellos primeros días después de la batalla del Mar Rojo no me
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podía ni imaginar lo que estaba por venir. Yo era un simple soldado raso por aquel entonces, exultante en mi inopia por haber sobrevivido a la plaga. Pero en nuestro pueril anhelo de arrancar unos días más a la extinción arrasamos el planeta. Sin las materias primas necesarias para subsistir, los supervivientes nos vimos azotados por la hambruna y la pobreza. Lo que quedaba de la civilización se desangraba lentamente sin remedio. Las colonias mineras exteriores que habían nutrido a la industria antes de la guerra estaban abandonadas y carecíamos de la mano de obra necesaria para volver a explotarlas. Entonces en medio de todo el caos y la desesperación alguien de la corporación tuvo una idea genial. ¿Por qué no utilizar a los mismos monstruos que casi nos exterminan para trabajar en las minas? Aún quedaban bastantes de esas cosas deambulando por todo el globo. Los equipos de exterminio los mantenían a raya. En poco tiempo pasaron de ser una amenaza a ser una carga demasiado pesada. Habíamos aprendido de la manera más terrible posible que ellos no precisaban de reposo o alimento, a pesar de su gran apetito por nosotros, y eran capaces de resistir a las gélidas temperaturas del espacio sin la necesidad de respirar que limitaba a los vivos. Adiestrarlos para que cumplieran con la tarea no fue sencillo, aunque la mezcla de sus cerebros consumidos y nuestra nanotecnologia nos permitieron someterlos y otorgarles la movilidad necesaria para manejar herramientas. Sus instintos primarios los convirtieron en una fuerza de trabajo eficiente e imprescindible para la supervivencia de la humanidad. Así fue que sin saber cómo, me vi exiliado del hogar que tanto había luchado por salvar, condenado a cuidar y vigilar a las mismas bestias que me lo habían arrebatado todo. Un castigo más cruel que la muerte misma. Sin apartar la vista de la ventana le manifiesto al doctor una idea que lleva días formándose en mi cabeza. “Clausurad la mina. Sacrificad a los obreros antes de que sea demasiado tarde’’, digo con severidad volviendo al presente. “La tierra no puede prescindir de ninguna de las minas, aún estamos trabajando para recuperarnos de la posguerra. Sin el suministro de combustible y minerales volveríamos a estar donde empezamos’’. Me jode admitir que el gordo cabrón tiene razón. Aun así, ese miedo pegajoso que me tiene atenazado no se relaja. Me quedo en silencio, cavilando. “Oswald, ¿Qué ha visto?’’, me pregunta él, inclinándose hacia adelante como quien espera oír un secreto. “Usted los ha estudiado, ha estudiado su comportamiento. ¿Cómo los definiría?’’. “Son básicamente depredadores, lo único que hacen es buscar alimento, carne humana viva. Durante la guerra exploramos las grandes ciudades, las primeras en quedar abandonadas, donde el virus se propagó más ferozmente. Intentábamos entender a que nos enfrentábamos, encontrar una debilidad. Pero no había nada. Los caminantes se limitaban a deambular por las calles, sin rumbo. Era como una gigantesca danza lúgubre de extremidades rígidas y torsos descarnados. No queda
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nada en ellos de lo que los hacía humanos’’. “Eso es lo que yo recuerdo también. Pero lo que he visto aquí… dejan de trabajar sin motivo aparente, a veces equipos enteros de extracción se quedan inmóviles, juntos en círculo, gimiendo y respirando pesadamente. Casi como si…’’. “No estará insinuando que esas cosas se comunican. Que celebran asambleas o algo parecido. Joder, como esas cosas formen un sindicato más de uno en la tierra se va a cagar encima’’. No digo nada, incapaz de creer lo que estoy pensando. Voy hasta el mini bar y cojo un par de vasos y una botella de whisky y me siento encima del escritorio, justo a su lado. Le sirvo una copa y otra para mí. Soy generoso con la cantidad. Los dos damos un buen trago. “Tal vez se trate de un mal funcionamiento de los nanobots de sus cerebros, al fin y al cabo aun es una tecnología en desarrollo’’. Dice pasándose una mano peluda por la frente. “¿Quiénes fueron los primeros? El primer grupo que mostró ese comportamiento’’. “Uno de los primeros equipos de extracción que pusimos en el terreno cuando reactivamos el trabajo en la mina. Se encargan de la veta principal con otros tres equipos’’. “¿Cuántos?’’. “Unos treinta, más o menos. Eran casi el doble cuando empezaron, pero durante el primer año tuvimos muchas bajas, algunos perdieron miembros o simplemente no se adaptaron al frio de la superficie”. “Quiero verlos’’, dice él sin ni siquiera mirarme. “¿A quién?’’. “A los caminantes de ese grupo. Aíslelos y conténgalos para que los podamos ver más de cerca. A ver en qué estado se encuentran. Tienen el equipo necesario para ello, ¿no es así?’’. “¿Qué pretende sacar con eso?’’. “Tal vez las respuestas que no pude obtener en su momento’’. *** El irregular estruendo de mis latidos resuena dentro del casco de mi traje especial mientras compruebo el funcionamiento de mi rifle. Mis manos tiemblan. Odio verme superado por el miedo y trato de calmarme tomando grandes bocanadas de aire. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vi a una de esas cosas de cerca y mi cuerpo me grita que huya sin mirar atrás. El Dr. Lanning se pelea para embutir su masivo contorno dentro de su traje, escoltado por tres oficiales de seguridad cuyos rostros severos no consiguen ocultar unas sonrisas burlonas ante el espectáculo que presenciamos. El ascensor nos conduce a la parte más profunda de las minas a un ritmo constante. “¿Tiene miedo?’’, le pregunto a Lanning en voz baja. “Usted que cree. La mayoría de ejemplares con los que trabajo llegan con daños severos en el cráneo y el cerebro. Desde que acabo la guerra no he podido inspeccionar un infectado activo’’. Replica él frunciendo el ceño mientras un ligero tufo a azufre inunda el ascensor. “Aún tengo pesadillas sobre aquellos días’’. Al llegar al nivel inferior ante nosotros se descubre lo que mis
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hombres han bautizado apropiadamente como la ciudad de los muertos. Una gigantesca bóveda excavada en las entrañas del planetoide que cubre un valle artificial y subterráneo que sirve de acceso a las vetas más profundas. Raramente bajamos aquí ya. Nos limitamos a monitorizar el trabajo desde las estaciones de observación y ni siquiera retiramos los cuerpos de los no muertos que caen y no se vuelven a levantar. Nos reciben una docena de oficiales de seguridad preparados para acompañarnos hasta la entrada donde han reunido a los caminantes del equipo de extracción. La mayoría de los hombres que trabajan en las minas fuera de la tierra son jóvenes, demasiado. Los envían con la promesa de ganarse el sueldo de una vida en pocos años, les enseñan a empuñar un arma y les ponen a vigilar a los caminantes. Pero la mayoría de ellos no ha tenido que enfrentarse al terror que nosotros vivimos. Atravesamos el valle subterráneo poblado por centenares de caminantes atareados. Los trajes ocultan nuestro aroma a humanidad, haciéndonos invisibles ante los ojos vidriosos que nos rodean. Los caminantes que debemos inspeccionar se encuentran encadenados en tres filas de a uno cerca del muro este. A medida que nos acercamos el coro de gemidos característico de esas bestias me trae de vuelta recuerdos de la guerra muerta. Las noches atrincherado en medio del barro y el frio, oyendo ese mismo gemido rodeándome y empapando de terror todo mi mundo. “Un agradable paseo bajo el sol’’, le digo a Lanning sonriendo a través del plástico tintado de mi visera. “Rodeados de aberraciones pútridas devoradoras de carne humana’’, añade él. Las risas nerviosas son rápidamente reemplazadas por el silencio. Los oficiales de seguridad rodean al grupo de caminantes mientras Lanning los examina uno a uno tembloroso. Están bien encadenados, sus manos y pies apresados de tal manera que su movilidad se limita a tambalearse levemente como las olas de un mar infesto. Yo le sigo con el rifle en alto apuntando a las criaturas. “Aún parecen tan humanos…’’, murmuro entre dientes. Y es verdad. A pesar de que les faltan algunos pedazos de carne aquí y allá, de que su piel tiene un tono gris y lo que queda de las ropas que llevaban en su último momento de vida son ahora jirones de tela que apenas cubren sus formas, es imposible apreciar cierto eco a humanidad en ellos. “Son cascaras vacías, sombras de lo que fueron. Una burla nauseabunda a la humanidad’’. El doctor los revisa atentamente y toma notas en su libreta táctil. “Necesitare una muestra de materia gris’’. Me dice. Yo asiento y le vuelo la cabeza al último caminante de la primera fila, haciendo saltar pedacitos de materia gris por los aires. “Eso bastará’’, me dice recogiendo un pedazo de cerebro y guardándolo en un frasquito. De pronto mi mirada capta algo anormal. Uno de los caminantes esta inmóvil. Su postura carece del vaivén al que me he acostumbrado con
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el paso de los años. Tiene la cabeza agachada, mostrándonos un cráneo donde faltan clapas de cabellos y piel que parecen haber sido arrancados violentamente. Se encuentra justo en el medio de las tres filas de caminantes, casi oculto a la mirada. Lanning se da cuenta de que me he quedado pasmado, y sigue con su mirada la mía. “Ese’’, me dice señalando al caminante inerte. “¿Fue el primero en dejar de trabajar?’’, me pregunta. “No lo sé’’. Le respondo mientras alzo mi rifle en dirección al caminante. Él alza la cabeza lentamente y nos mira, acompañando el gesto señalando con sus manos encadenadas a Lanning. Su piel es visiblemente más oscura que la de los demás. Lo siguiente que oigo me destroza el alma por completo. “Li… ber… a…’’, musita el caminante. Mi mandíbula cede y queda colgando de mi cráneo como si tuviera un resorte. “Liber… a…’’, repite más alto. Las silabas salen de su boca tambaleándose pero de forma clara. Aprieto el gatillo sin pensármelo dos veces, pero uno de los muertos que lo rodean se mueve y se interpone en la trayectoria del disparo. Ahora no soy el único sorprendido. Todos nos quedamos quietos, en silencio, mientras el cuerpo del caminante que se ha sacrificado para proteger a su compañero cae al suelo. Será cabrón. El silencio se quiebra por unos chasquidos secos, como de ramas rompiéndose. Los caminantes se están arrancando las cadenas, rompiendo sus huesos y arrancándose partes de sus extremidades sin inmutarse. El doctor Lanning cae de culo y uno de los caminantes se abalanza sobre él, apresando la protección del cuello de su traje con los dientes. El grita y reacciono por puro instinto y le vuelo los sesos a su asaltante, dándole unos segundos para separarse gateando del tumulto. En pocos segundos el caos se desata. Algunos caminantes se han conseguido arrancar las cadenas y los oficiales de seguridad les disparan a discreción y sin apuntar, consiguiendo solamente llenarles el cuerpo de agujeros. Imbéciles. “¡A las cabezas!’’, grito sin conseguir nada. Algunos hombres ya están en el suelo forcejeando y convulsionando. El rojo tan familiar empieza a brotar y manchar sus trajes. La apariencia frágil de los no muertos es engañosa. Incapaces de sentir dolor fuerzan sus cuerpos hasta el límite de lo que queda de sus músculos y tendones. Una vez te atrapan no te dejaran jamás. El horror que contemplo me transporta al Mar Rojo. Me sorprendo al notar una corriente de lágrimas cayendo por mis mejillas. Me distraigo y soy arrollado por dos caminantes y antes de tocar el suelo mi mundo se desvanece en el rojo. *** Fuego. Sangre. Silencio. Oscuridad. Lo primero que veo al recuperar la consciencia es un paisaje que he visto miles de veces desde mi oficina. Las minas y los caminantes yen-
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do y viniendo como hormigas atareadas. Solo que algo es ligeramente diferente. Desde la distancia a la que me encuentro puedo ver cuerpos despedazados yaciendo en el suelo en medio de gigantescos charcos carmesíes. Parecen llevar el uniforme del cuerpo de seguridad. Algunos caminantes aún se están alimentando de ellos con la voracidad de quien lleva décadas sin probar la carne humana. Siento un dolor punzante en mi hombro derecho y una sensación empapada recorriéndome el brazo. Estoy algo mareado debido a la pérdida de sangre. Detrás de mí siento un suave rumor, como la respiración quejosa de un enfermo. Unas manos se posan sobre la silla a la que me encuentro encadenado y me da la vuelta. Me encuentro cara a cara con el caminante de piel morena. El recuerdo de su voz áspera me da escalofríos. Es imposible que haya hablado. Los cerebros de esas criaturas llevan tiempo consumidos. Es imposible. Aun así, no puedo negar lo que oí. Fue real. Habló. Él me mira altivo. Su boca chorrea sangre y veo pedazos de tendón y músculo colgando de entre sus dientes. Junto a él veo un rostro, por así decirlo, conocido. El Dr. Lanning me mira con unos exánimes ojos velados. La mitad de su cara ha sido roída, dejando al descubierto el lado izquierdo de su cráneo. Le han arrancado los brazos y una cadena le rodea el cuello. Lo sujeta uno de los otros cuatro caminantes que se encuentran en mi despacho. Todos mirándome fijamente. De repente se me ocurre. Tal vez soy el último humano vivo que queda en el planeta. De repente el alivio que sentí en el Mar Rojo se desvanece. Hubiera sido mejor no sobrevivir esta vez. El caminante que se ha erigido en líder de los suyos se acerca a mí. En la mano lleva algo que me cuesta identificar. Un comunicador por satélite. La única conexión entre las minas y la tierra. Lo alza y me lo pone a la altura de los ojos. “No comprendo…’’ Él agita el comunicador ante mí y expulsa un gemido apremiante. La cabeza me pesa una barbaridad y me cuesta enfocar la mirada. El caminante separa sus labios consumidos y me preparo para estremecerme una vez más. “Libera… dnos…’’ gruñe. Entonces lo entiendo. Entiendo lo que quiere el muy desgraciado. Quiere volver a la tierra. Quiere que llame a un transporte para poder asaltarlo. Solo el supervisor de una excavación exterior puede solicitar uno de los transportes que unes la tierra con las colonias mineras. “No. No lo haré. Podéis matadme si queréis’’. Digo resignadamente. Él se limpia la sangre del mentón y me la pasa por el pecho, dejando un rastro rojizo en mi traje. Luego se inclina hacia mí y deposita el comunicador en mi regazo. “Tú… muer… to’’. Me dice mirándome directamente a los ojos. ‘Tú… nosotros… iguales…’’ La herida de mi hombro no es una herida. Es una sentencia de muerte en vida. La transformación no tardará a desposeerme de mi humanidad. Agarro el comunicador y lo miro fijamente. Las lágrimas empiezan a brotar de mis ojos descontroladas. Mi lealtad a la vida tirita e imágenes de mi hogar desfilan ante mí. Lo que daría por volver, ver la tierra una última vez.
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LA ENTREBESTIA ABSURDA: Juan De Dios Garduño. Nacido en Sevilla en el caluroso verano de 1980. Desde que publicó su novela El Caído no ha parado. Ha sido finalista y ganador de certámenes como Libro Andrómeda: Terror cósmico, Monstruos de la razón I y III, Calabazas en el trastero o en Tierra de Leyendas VIII. También ha publicado cuentos en multitud de antologías, en el Especial Scifiworld: King Kong Solidario, en la desaparecida Miasma o en Tierras de Acero, asimismo dos de sus microrrelatos han sido traducidos al francés y publicados en la revista Borderline. Ha escrito prólogos, ha sido seleccionador de antologías (Taberna Espectral o Antología Z 2, Antología Z 3, Ilusionaria I, Ilusionaria II) jurado en el Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas, y en el certamen Antología z 3 y ha hecho sus pinitos en el mundo cinematográfico como guionista (Elmala3ien. Finalista premio Scifiworld 2011), el primer mediometraje de terror psicológico de la Comunicad valenciana. “Llagas”, estrenada en el festival de cine fantástico de Sitges y finalista del Festival de cine fantástico de París, junto a Paco Plaza (REC1, REC2, REC3) y Miguel Ángel Font, y ahora se prepara su tercer cortometraje como guionista titulado Muñeca Rota. En Julio de 2010 publicó su novela “Y pese a todo…” convirtiéndose enseguida en un éxito de ventas con gran acogimiento en el público y la crítica. Vaca Films, la productora de Celda 211, prepara la película de la novela para fechas próximas contando con coproducción estadounidense, dirección de Miguel Ángel Vivas (Secuestrados, 2011) y actores de Hollywood. La primera semana de Abril de 2011 sacó al mercado la antología de relatos de terror “Apuntes Macabros”, publicada por la editorial 23 Escalones, prologada por el afamado director de cine Miguel Ángel Vivas y recomendada por José Carlos Somoza, Rafael Marín o Juan Miguel Aguilera. En noviembre de 2011 recibió el premio Nocte de terror a la mejor novela de terror nacional por “Y pese a todo...”. “El camino de baldosas amarillas” fue publicada en Diciembre de la mano de Tyrannosaurus Books y en Junio de 2013 publicó “El arte sombrío”, con la editorial Dolmen convirtiéndose ambas en éxito de venta y crítica. En Octubre de 2013 publicará “Jon Esponja” en la antología “REC: Los relatos perdidos”, con prólogo de Jaume Balagueró y Paco Plaza. La Entrebestia 1- Si en el país de los ciegos el tuerto es el Rey, en el país de los libros el Rey es... Yo, por supuesto. 2- ¿Realista o malabarista? Pellizcacristales.
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3- ¿Deber y placer suelen ser lo mismo para ti? Más bien “Beber y placer” 4- ¿Cruz al cuello o estrella en el cielo? Estrella en el cielo. 5- ¿Literatura es litera dura? Literatura es aquello que hacemos para jodernos la vida. 6- ¿Tablet o libreta? Portátil 7- ¿Strip poker o mus corrido? Las cuarenta de toda la vida. 8- ¿Cama o sofá? Sofá-cama 9- ¿Qué tipo de Apocalipsis elegirías en caso de que se avecinara uno y pudieses escoger? ¿Os imagináis una invasión de querubines que mearan ácido desde el cielo? 10-El resacón lo combates con... El resacón es para nenazas… 11-Dime con quién andas y te diré... Prefiero el “Quien a buen árbol se arrima buena polla le cae encima” 12-¿Tanga o braga pañal? Tanguita comestible 13-¿Qué te llevarías a un viaje a la Luna? El billete de vuelta… 14-¿Te gusta llegar y besar el santo? Con lengua, pero me suelen echar de iglesias y catedrales. 15-¿Reunión privada o hablar a gritos? Siempre fui un clandestino. 16-¿Qué prefieres rascarte el reloj o darle cuerda a la oreja? ¿Es aquí donde me darán la paga? 17-¿Coche, bici o bus? Batmovil. 18-¿Más vale vivir de rodillas que morir no editado? Más vale no morir. 19- ¿Arte o Forrarte? Forrarte, por supuesto. 20- Más vale pájaro en mano que... En la boca de un zombi (espera, ¿hablamos del pene, no?)
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Ilustración de: Laura López
EL ROSTRO DE LA VERDAD.
Por Juan Miguel Fernández
Las lágrimas corrían por sus mejillas como ríos de fuego. La sangre palpitaba con violencia en las yemas de sus dedos, y sus manos parecían haber perdido el tacto, entumecidas por la angustia. Alrededor todo eran siluetas, y el espeso sudario de la noche cubría cada rincón. El camino de piedras era casi imperceptible bajo sus botas, tan sólo una franja gris que serpeaba entre las sombras. Su mente estaba colapsada por un montón de pensamientos, que poco a
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poco, se iban desvaneciendo hacia la oscuridad. Sin embargo todo era inútil, pues cada uno de ellos resucitaba inexorablemente segundos después, y volvía a él para torturarlo. << Hola una vez más, nuestro amado y eterno compañero>> Aquellas palabras sonaban dentro de su cabeza una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.<<Somos las amadas compañeras del insoportable viaje de tu vida>> Una y otra vez... Cada vez que hurgaba en las heridas de su alma, con el incisivo filo de sus recuerdos, el dolor se hacía más insoportablemente dulce. Los arroyos de la angustia se desbordaban sobre su rostro, rompiendo sin piedad los diques de su mirada, y la amargura se transformaba en mares ardientes que calmaban por una fracción de segundo su desesperación. Los árboles que flanqueaban la senda se erguían como viejos de entumecidas articulaciones, con sus extremidades envueltas entre los pliegues de la noche. Sus ramas se cernían con aire siniestro sobre el camino, y parecían querer rozar la cabeza del hombre con sus dedos raquíticos. En lo alto las estrellas titilaban con la misma grandeza que miles de millones de años atrás. Algunas de ellas ya se habían consumido hacía mucho tiempo, sin embargo su grandeza continuaba intacta, ajena seguramente a cualquier clase de dolor humano. Mirando aquellos puntitos luminosos, uno se siente tan insignificante, que por un momento parece que todo sufrimiento o cábala deja de tener importancia. Pero no se puede estar mirando eternamente el firmamento, y sobre todo cuando el palio de las brumas cubre su grandeza ante nuestros ojos. En aquel caso las tinieblas que lo enturbiaban no eran otras que las de la profunda tristeza que anidaba en el alma de aquel hombre. “Al menos, el cálido resplandor de las hijas de la noche, siempre va con nosotros una vez que las hemos contemplado.” <<Hola de nuevo, viejo amigo. Nunca te hemos abandonado, y jamás lo haremos>> Las hirientes palabras acariciaban su alma sin cesar, pero eran tan abrasadoras como dulces. Antes de que se diera cuenta, el hombre había dirigido sus pasos hacia la espesura de un bosque, tras haber salido del camino que hasta ahora siguiera, sin apenas saber dónde ponía sus pies con cada paso. Al fin se encontró a sí mismo sentado sobre una roca húmeda y musgosa. Cerca, un pequeño arroyó discurría por entre las piedras, y vertía su cristalino llanto sobre la tierra. Al fin se dejó arrastrar hasta lo más profundo de su propia mente. El mundo que le rodeaba se desdibujó definitivamente entre mares de tinieblas. Desde su barbilla se descolgaban constantemente las cálidas gotitas de su llanto, que mojaban su pecho y sus rodillas. Algunas de ellas se colaban por entre sus labios sellados por la pena, y entonces sentía de nuevo aquel sabor salado, que tantas veces en su vida había degustado. <<Eternamente a tu lado>> <<Amándote dolorosamente para siempre>>
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Las palabras no cesaban ni por un momento, alimentando la angustia que crecía dentro de su pecho. << Queriéndote como a nuestro hijo predilecto>> Fue entonces cuando algo extraño desgarró piadosamente aquella espiral que amenazaba con llevarle hasta el pozo que había en el fondo de su alma. Era el sonido del agua al removerse repentinamente. Hasta ese mismo instante, no había advertido que se encontraba cerca de un pequeño lago, más bien una charca rodeada de árboles y vegetación. Alzó la cabeza lentamente, y escrutó los alrededores con aquella mirada vacía de esperanzas. Al principio no le dio mucha importancia a aquel sonido, y ya se disponía a agachar la cabeza nuevamente, cuando este volvió a insistir. Parecía como si algo chapoteara sobre las aguas, o más bien como si saliese de ellas. Contempló detenidamente la superficie de la charca, que en esos momentos estaba iluminada por la luz mortecina de la luna menguante. Sobre su superficie se posaban con delicadeza los líquenes, y sus bordes eran lamidos por verdes alfombras de musgo. El viento comenzó a soplar con pereza, y luego fue arreciando paulatinamente hasta convertirse en una molesta corriente de aire que azotaba su rostro. Los árboles se inclinaban hacia delante y atrás, cómo viejos encorvados que se mecían con sopor. <<Vuelve>> Aquella palabra, solitaria pero nítida, llegó hasta sus oídos transportada por el viento, que se arremolinaba entre las ramas y agitaba sus cabellos.<<Vuelve con nosotros>>. En aquella ocasión la voz se hizo mucho más clara, pero no dejó de ser un susurró dulce y sutil. El alma del hombre se estremeció y la pena fue arrancada con brusca determinación de sus entrañas. Una luz dorada cubrió todo el lugar, y entonces el otoño transcurrió hasta su final en una fracción de segundo, para dar paso a una primavera completamente borrosa de hacía muchos, muchos años. Era como contemplar el lienzo de una primavera paradójicamente apagada, pero llena a la vez de vida y esperanza. El perímetro de la charca se había dilatado abrumadoramente hasta convertirse en un lago de aguas cobrizas. Entonces se dio cuenta de que ya no estaba en el mismo mundo. Él aún continuaba sentado sobre la roca de antes, pero ahora ésta se encontraba situada en el centro mismo del lago, como una pequeña isla perdida en un inmenso océano. Al fin pudo distinguir qué era lo que surgía de entre las aguas, a escasos metros de donde él estaba. Era la cabeza de un ser, que lentamente fue emergiendo hasta surgir de las entrañas del lago. Pudo ver un hermoso semblante de mujer, luego unos senos redondeados y firmes, un vientre, unas caderas moldeadas, los muslos de unas largas piernas, y finalmente los dedos de unos pies que, surgiendo del interior del agua, se quedaron flotando sobre su superficie, rozándola con suma delicadeza. <<Vuelve a mí>> Dijo la mujer con expresión triste y mirada perdida.<<Vuelve con los tuyos>> La piel y los largos cabellos oscuros los tenía cubiertos por una
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fina capa de barro reseco y azulado, y entre las espesas hebras había muchas ramitas enredadas con sutileza. Tenía los brazos extendidos en cruz, y la sangre se derramaba sobre las aguas con un incesante goteo, a través de dos grandes agujeros que había en sus muñecas. Aquel flujo sangriento teñía el lago, y parecía como si éste reflejara el fuego de un amargo crepúsculo. —¿Por qué estás tan triste?¿Qué es eso que tanto te aflige? —preguntó la mujer de pronto, para sorpresa del hombre, que aún no daba crédito a lo que veían sus ojos enrojecidos. Aquella voz que brotó del interior de ella, era tan dulce, comprensiva, pero a la vez llena de angustia, que sobrecogió el corazón de aquel. Y cuando reunió el suficiente valor como para mirarla a los ojos, pudo ver en ellos un profundo pesar fruto de alguna decepción. Pero eran tan hermosos y cálidos, y sin embargo parecían agotados de tanto llorar. El hombre pensó entonces que tal vez aquella mujer sí tuviera razones para ello, y se sintió avergonzado por haberlo hecho él segundos antes, tal vez sin verdaderos motivos. —Es éste mundo —comenzó a explicarle, y su voz sonó ronca y débil—. Por más que lo intento no consigo comprenderlo, ni tampoco hacer que él me comprenda a mí. —Entonces nuestras penas tal vez sean motivadas por razones similares, si no idénticas —le contestó ella, dejando fluir una vez más aquel dulce manantial de voz—. Pero has de saber que no es el mundo propiamente quien te hace sufrir, sino la necedad humana que tanto mal le ha causado a lo largo de los siglos. Si quieres, puedo mostrarte con dolorosa claridad, todo aquello que ésta me ha ido haciendo durante todos esos años, sin apenas sentir pesar, o pedir perdón en contadas ocasiones. Pero te advierto una vez más que esta sabiduría que puedo hacer tuya, no es agradable en absoluto. Compartirás así mi dolor, pero yo haré lo mismo con el tuyo. —Prefiero el desasosiego del conocimiento, antes que la ignorancia que produce la ceguera espiritual —le confesó el hombre, aceptando aquel lacerante regalo que ella le ofrecía. Sin mediar más palabras, la mujer se acercó a él flotando aún sobre las aguas. Extendió las manos hacia delante y las unió a las suyas. A través de sus palmas el hombre pudo sentir un calor abrasador y un frío helado, que se alternaban con tal velocidad, que parecía que ambos formaban la misma sensación indescriptible. También percibió una paz absoluta que inundó al momento cada rincón de su alma. —Ahora, verás la verdad con sus múltiples rostros llenos de fealdad y odio — aquellas palabras llegaron esta vez directamente hasta la mente del hombre, pues ella ni siquiera tuvo que abrir la boca para transportarlas. Y entonces un torbellino de imágenes inundó la cabeza de él. Eran imágenes odiosas, y la paz inicial se convirtió en profundo desasosiego. Hombres matándose sin piedad unos a otros, formando montañas de cadáveres a costa del sufrimiento y la vida del prójimo, seres
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oscuros que sólo ansiaban engrosar más y más sus emponzoñadas arcas de poder, asesinos de corazón oscuro y corrupto, violadores cuyas almas retorcidas albergaban un montón de secretos repugnantes, niños que lloraban sin cesar, habiendo conocido ya, durante su escasa existencia en el mundo, un millón de realidades injustas y atroces. Guerras, hambre, destrucción mutua, aberración, todo aquello danzaba en su cabeza en un mar tempestuoso que le hizo quedar sin aliento. La mujer tenía los ojos y los labios profundamente sellados, y en aquellos momentos sus muñecas comenzaron a sangrar con más fuerza. Su cuerpo temblaba de pies a cabeza, y unas lágrimas oscurecían sus mejillas al mezclarse con aquel barro reseco que las cubría por completo. Entonces el hombre tuvo una última visión. Se trataba de unas máquinas enormes, con dientes y garras de acero, que se clavaban una y otra vez sobre la piel de la mujer, abriendo enormes surcos y grandes heridas imposibles de soportar. Al momento la piel embadurnada con barro comenzó a cuartearse con violencia, y la sangre brotó también entre las grietas. El cuerpo de la mujer se convulsionaba ahora con tal virulencia, que él pensó que le iba a arrancar sus manos, que ella aún asía con fuerza. Aquellas máquinas, de múltiples formas y colores, también le arrancaban los cabellos a grandes puñados, extrayendo sus raíces del cuero cabelludo o simplemente rompiendo las hebras sin miramientos. Y entonces lo supo. Descubrió al fin quién era ella, y abrió los ojos para contemplarla una vez más con estupefacción. Lentamente sus manos se separaron, pero un último río de cálidas aguas se vertió a través de sus yemas. —Madre Tierra, eres tú —musitó él con el corazón encogido por la pena. —Así es, y mis lágrimas no son sólo por mí, sino también por mis hijos, aunque muchos de ellos son los causantes y los culpables de las mismas. Sin embargo no es del todo correcto que tú me llames madre, puesto que eres, aunque no lo sepas, quien me fecunda cada otoño desde los vientos con sus manantiales de agua cristalina, para que en la primavera de luz a nuestra hija la naturaleza. Juntos formamos la unión equilibrada y justa, pero ahora nuestros hijos desconsiderados no quieren ver ese equilibrio, y muchos de ellos se empeñan en romperlo. El resto, simplemente lo ignoran en su eterna ceguera. Ahora tú vagas entre sus caminos como un miembro más de sus pueblos, pues ya no recuerdas quién eres. Así lo quisiste, ya que de otra forma no podrías juzgarles desde su propia visión. —Ahora sí conozco la verdadera razón de mis penas. Gracias a ti he conocido la cruel verdad, aunque esto no me alivia en absoluto — declaró el hombre, agachando su cabeza y cerrando los párpados con fuerza. —Ya te advertí que el saber a veces produce mucho dolor —replicó la mujer con suavidad. —No me malinterpretes, no me arrepiento en absoluto de haber bebido
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de sus aguas profundas. Pero ahora siento que he de hacer algo por remediar todo esto. En ese momento otro ser más surgió de las aguas con lentitud, situándose a la izquierda de la mujer. Era una joven de ojos resplandecientes, largos cabellos rubios y fastuosas formas. Tenía la piel cubierta con barro también, pero éste era de color verde. Su pelo estaba adornado con muchas hojas de diferentes tipos de árboles, y de sus manos, que mantenía juntas como si formasen un cuenco, brotaba un manantial de aguas puras. —He aquí a nuestra amada hija la naturaleza. Ella ha sufrido mucho durante los largos siglos de su existencia, y aun así todavía sigue brillando con fuerza y esperanza —indicó la mujer, mientras sus labios dibujaban una sonrisa tierna que iluminó su rostro. Luego surgió una tercera figura más del lago. Esta vez se trataba de un hombre muy alto, de hermosas facciones y profunda mirada. En ella se podía apreciar una gran sabiduría, pero había algo más en la misma, que en un principio el hombre no pudo alcanzar a comprender. —¿Y quién es él? —preguntó confuso a las mujeres el hombre que aún estaba sentado sobre la roca. Ellas no contestaron de inmediato. La oscuridad cayó repentinamente sobre el lugar, y una sonrisa desconcertante se perfiló en el semblante de aquella tercera persona. —Él es quien durante tanto tiempo ha confundido a nuestros hijos. Quien desesperadamente trata una y otra vez de borrar y aplastar la paz que llevamos en nuestros corazones. Una vez la mujer hubo terminado de decir aquello, la expresión de la tercera persona cambió con brusquedad, reflejando un profundo odio y una maldad completamente inimaginables, absolutamente inconcebibles por ser humano alguno. A la vez que esto ocurría, su rostro se deformó hasta convertirse en una autentica aberración. Su cabeza creció formando una masa informe, donde apenas se podían ver sus globos oculares, hundidos entre pliegues de carne fláccida y cetrina. Sus venas y arterias se dilataron y más bien parecían ahora las enormes raíces de un árbol que crecían bajo su piel. Sus músculos deformes eran desproporcionados y estaban llenos de protuberancias. Todo su cuerpo presentaba un tono amarillento o verde, y sus manos y sus pies eran enormes. El hombre que aún seguía sentado sobre la roca contempló horrorizado aquella mutación. Pero aunque intentó moverse para hacer algo, aunque sólo fuese cubrirse la cara con las manos, descubrió que no podía ni parpadear. Era como si su cuerpo ya no obedeciera su voluntad. Se sintió prisionero de él, y una tremenda frustración y un desasosiego inenarrables se apoderaron de sus pensamientos. De esta forma presenció apenado cómo el monstruo se acercaba a la mujer y acariciaba torpemente su rostro. Abrió grandes surcos sobre sus mejillas con aquellas uñas largas y melladas. Luego surcó su cuerpo con una lengua áspera, mientras inmovilizaba fuertemente sus muñecas. La piel de la mujer se levantaba en pedazos allí por donde
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la lengua del monstruo pasaba, y el barro que la había cubierto se desconchaba entre hilillos se sangre. —Quieres ayudar a tu amiga pero no puedes, ¿cierto? —se burló la criatura entonces, dirigiendo durante un momento su mirada de ojos abotargados hacia el hombre, mientras envolvía a la mujer con sus desproporcionados brazos—. Aunque desees moverte con todas tus fuerzas, levantarte y golpear mi rostro deforme con tus puños hasta que sus nudillos destruyan por completo lo poco que queda de él, jamás podrás hacerlo — continuó diciendo la criatura, y para mayor asombro del hombre, su voz sonaba melodiosa y cristalina—. No puedes porque aquí, en este plano, en este estado de la mente, yo poseo absoluto poder y tan sólo tengo que desearlo para obrar aquello que me proponga. Pero no pienses que soy un cobarde que juega con ventaja — añadió con sarcasmo. <<Te voy a proponer un trato. Volverás al plano mental que te pertenece, y allí, que es donde sí podrás actuar, tendrás que averiguar dónde reside mi poder y luego destruirlo dentro de ti. Si lo consigues, ella se salvará, pero si no, será destruida definitivamente, tanto en tu plano mental como en el mío. ¿Qué me dices?>> En ese momento su voz se hizo áspera y fantasmagórica. Ahora sí se correspondía con aquel cuerpo deforme y horrendo. —Bueno, es igual, déjalo, de todas formas no tienes elección. Formarás parte de mi juego y yo me divertiré mucho, pues sé que jamás conseguirás vencer. Ahora, vuelve a tu plano, y recuerda que sólo tendrás veinticuatro horas para averiguar cuál es la fuente de mi poder en ese mundo en el que habitas. Deberás estar muy atento a todo lo que veas allí, pues ahora que has estado en este lugar, tu mente posee un don del que hasta ahora carecía. La cuestión es; ¿Sabrás utilizarlo con provecho? Sinceramente, yo creo que no. El ser lanzó una aberrante carcajada y, con aquella risa estridente, el hombre se vio bruscamente absorbido por la negrura de un pozo que le transportaba hacia otro lugar, hacia otro estado de la mente, que era en el que por supuesto, normalmente habitaba su psique. Esta vez el cambio de estado fue mucho más doloroso. En realidad este viaje por los confines de la mente humana siempre resulta verdaderamente angustioso, pues únicamente a través del dolor puede llegar a realizarse. La diferencia radicaba en que en la primera ocasión su mente ya yacía entregada al dolor, y ahora tuvo que volver a sentirlo de golpe para poder regresar. Sintió como si su cerebro fuese atravesado por un millón de agujas, y sus sienes palpitaban amenazando con estallar de un momento a otro. Luego un montón de imágenes, sin aparente orden ni sentido, desfilaron ante él en un torbellino de confusión. Al fin, el dolor se diluyó por completo y tan sólo quedó una profunda sensación de mareo. Cuando abrió los ojos descubrió que se encontraba de nuevo en su mundo, sentado sobre la roca musgosa, y rodeado por los viejos árboles, que parecían escrutarlo vigilantes. Tardó varios segundos en recordar todo lo que le había sucedido, y
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unos cuantos minutos en aceptar que no había sido una simple alucinación, fruto de su desesperado estado de ánimo. —Debo encontrar la fuente de su maldito poder —susurró, alzando la cabeza y cerrando sus puños con fuerza. Entonces se dio cuenta de que había algo tirado sobre el suelo, cerca de él, que despedía vagos reflejos al ser acariciado por la débil luz de la luna. * * * La tremenda jaqueca se hacía más insoportable a cada segundo. Era como si estuviesen tocando el tambor dentro de su cabeza. Había comenzado justo después de levantarse de la roca y echar a andar, y luego se había ido acrecentando con cada paso. Ahora ya se encontraba fuera del bosque y caminaba por una calle solitaria de la aldea más cercana. De pronto sintió la necesidad de fumar un cigarrillo, y metió su mano izquierda en el bolsillo interior de su chaleco vaquero. Descubrió decepcionado que no le quedaba ni uno. Entonces dirigió sus pasos hacia una taberna, cuya posición indicaba un cartel luminoso que anunciaba una marca de cerveza. Empujó la puerta de aluminio con cristales alargados, y se encontró dentro de un pequeño bar, cuyos suelos estaban cubiertos por virutas de serrín, y cuyas mesas eran todas de madera barnizada. Al otro lado de la barra había un camarero bajo y rechoncho, con la calva cabeza perlada de pequeñas gotitas de sudor brillando bajo la luz fluorescente. —Buenas noches —dijo éste, apoyando sus codos sobre la barra y mirando con cierta desconfianza al joven que acababa de entrar en su bar. Aquel era un pueblo tranquilo y solitario, por lo que le extrañó mucho ver a esas horas a alguien desconocido dentro de su taberna. —¿Tiene tabaco? —preguntó el joven con aire taciturno. —En la máquina —le indicó el camarero, señalando una máquina expendedora que había junto a la puerta. En ese momento vio a un hombre de mediana edad que echaba monedas sin parar a una tragaperras, al lado de la máquina de tabaco. Era bastante enjuto de carnes y apestaba a vino. Sentados en una mesa cercana había tres parroquianos que jugaban a las cartas. El hombre se dio cuenta de que le lanzaban miradas curiosas y desconfiadas, mientras se acercaba a la máquina. Pudiendo a duras penas ignorar aquellas ofensivas miradas que se clavaban sobre su cogote, el hombre metió unas monedas en la máquina y pulsó el botón que tenía impreso el nombre de una marca de tabaco. Al instante la pantalla luminosa anunció, PRODUCTO AGOTADO. Pulsó en otra marca y la cajetilla cayó sobre la bandeja metálica. Se dispuso a cogerla y mientras se agachaba sintió cómo caían también las monedas del cambio. Y justo entonces, algo le hizo sobresaltarse y recular hacia atrás, aún con la cajetilla en la mano izquierda. El hombre que antes había visto jugar en la tragaperras que había al lado, parecía ahora un horrible monstruo, cuyas extremidades recordaban a los tentáculos de un pulpo. Su cuerpo se encorvaba hacia
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delante deformado por una protuberante joroba. De sus fauces abiertas se descolgaban espesas babas, y tenía una lengua pegajosa que le impedía mantener la boca cerrada. Pero lo que más le llamó la atención, fue un enorme bulto que sobresalía de su entrepierna, tensando el tejido de aquellos pantalones que ahora le quedaban ridículamente inadecuados. El monstruo giró ligeramente su cabeza deforme y le miró con unos ojos hinchados. En ellos podía leerse, sorprendentemente, un brilló desconcertante e interrogativo. —¿Qué le ocurre, joven? —preguntó el monstruo con una voz completamente humana. Entonces el hombre se dio cuenta de que quién tenía delante era simplemente una persona de mediana edad, cabellos canos y cuerpo enjuto, que olía a vino. —Na... nada, sólo que tenía las manos húmedas y me dio la corriente al tocar la máquina —balbució, a la vez que se incorporaba de nuevo. El otro hizo un gesto afirmativo que parecía un poco forzado, y el hombre supo inmediatamente que no se había tragado su improvisada excusa. Además, el joven temblaba todavía de nerviosismo. Los parroquianos que jugaban a las cartas le miraban ahora con mayor desconfianza y desaprobación. Sin duda creían que estaba drogado o algo así. —Bue... buenas noches —se despidió el hombre, cogiendo el asa transversal y fría de la puerta—. Hasta la vista. —Hasta luego —le dijo el camarero, cuyo pecho apenas sobresalía unos centímetros por encima de la barra, y que en esos momentos limpiaba las huellas húmedas de los vasos con un trapo harapiento y maloliente. —Estos jóvenes están todo el santo día drogados —dijo uno de los hombres que jugaban a las cartas, justo después de que el extraño hubiese salido del bar. —¿Alguno de vosotros le conocía? —preguntó el camarero un tanto confuso. Los tres tipos hicieron un gesto negativo con sus cabezas, y luego parecieron olvidar el asunto con asombrosa rapidez. El camarero dirigió su atención al pequeño televisor lleno de mugre que había sobre una repisa colgada de una esquina, y los tres hombres continuaron su partida. Entre tanto, el tipo que apestaba a alcohol se despidió de ellos con un leve gesto y salió de la taberna en dirección a su casa. —Espere, joven —oyó el hombre que le decían, escasos segundos después de haber salido de la taberna. Se giró y vio al tipo que hedía a vino acercándose a él con paso apresurado—. Se dejaba el cambio en la máquina. —Ah, muchas gracias —contestó el hombre, extendiendo su mano para coger las monedas que aquel le devolvía. Entonces, al rozar sus dedos, sintió que la jaqueca arremetía de nuevo. Luego se convirtió en un intenso dolor que nubló su visión y paralizó su cuerpo. Al instante el rostro del hombre que tenía delante se desdibujó entre brumas, y aparecieron ante él unas imágenes borrosas, pero cuyo significado era terriblemente nítido. —¿Le ocurre algo, señor? —oyó que preguntaba el tipo que tenía ante
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él, pero su voz parecía llegar desde otro mundo. Tan sólo era un vago eco que resonaba en su cabeza. Lo que sí podía percibir era una intensa sensación de desasosiego. En sus visiones vio a aquel hombre en una habitación oscura, amueblada con sencillez, pero pulcra y ordenada. Frente a él, y sentada sobre el blando lecho de una cama, había una mujer que agachaba su rostro y lo ocultaba entre sus manos. Luego descubrió que estaba llorando desconsoladamente, y se dio cuenta de cuál era la razón. El hombre que tenía enfrente sostenía un cinturón de cuero con el que sin duda acababa de golpearla. La miraba con odio y superioridad, y aún respiraba agitadamente por el esfuerzo que acababa de realizar. —Tú nunca aprendes, ¿verdad? —escuchó que le decía en voz alta. Sin embargo sus palabras salían dificultosamente de su boca, tropezando unas con otras y solapándose entre sí en ocasiones. Era evidente que estaba bastante borracho—. Todavía no has comprendido quién lleva aquí los pantalones —continuó diciendo, sin prestar atención al amargo llanto de la mujer. Alzó el cinturón nuevamente sobre su cabeza, y entonces el hombre pudo ver en sus visiones a un tercer personaje. Tardó unos segundos en reconocer su rostro, pero cuando lo hizo se sintió horrorizado. Era aquel a quien había visto en el lago, que observaba aquella situación desde una esquina oscura, sonriendo ampliamente, regocijándose ante aquella terrible injusticia. Mostraba la misma apariencia de la primera vez que le había visto, alto y de hermosas facciones, pero le rodeaba un halo de maldad que hacía que estas reflejaran la perfidia que había dentro de él. Parecía que los otros dos no se daban cuenta de su presencia, aun cuando era completamente palpable, pues su esencia corrupta inundaba en aquellos momentos cada partícula de aire de la habitación. A continuación la visión se hizo muy confusa y se desvaneció entre mares de brumas. Entonces el hombre se dio cuenta de que había vuelto al mundo de la vigilia, y que tenía ante él al tipo de la taberna, que le miraba con los ojos muy abiertos y una expresión mezcla de asombro y horror. No tardó en darse cuenta de la razón de aquella perplejidad que el otro tenía gravada en el rostro. —¡Cielo santo! ¿Qué es lo que he hecho? —exclamó el hombre, completamente horrorizado. No sabía exactamente cómo ni cuándo, pero su mano había cogido la daga reluciente que encontrará una hora antes en el bosque, y que guardara en el bolsillo interior izquierdo de su chaleco, y se la había clavado en el vientre a aquel tipo. Ya llevaba más de media hora caminando por el arcén de aquella solitaria y oscura carretera. Aquella noche habían sucedido tantas cosas extrañas, que comenzó a preguntarse si no se habría vuelto ya completamente loco. Aunque lo más sorprendente, según se dijo a sí mismo, era que no se hubiese planteado esto antes. Había dejado a aquel hombre muerto sobre la polvorienta acera cerca de la taberna. Le habría ayudado al recuperar la cordura tras su terrible acto, pero lo único que vieron sus ojos, segundos después de haberlo hecho, era un monstruo de piel cetrina y ojos hinchados, que
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le miraba con desprecio mientras se retorcía moribundo en el suelo. —Tal vez era uno de sus servidores, porque sin duda esa maldita cosa debe de tener sirvientes igual de horribles que él —recapacitó en voz alta—. Seguramente trataba de dificultar mi misión... ¡Cielo santo!¿Qué estoy diciendo? Debería ir inmediatamente a que me viera un psiquiatra, o tal vez entregarme a la policía. En este estado soy una auténtica amenaza andante. Miró los árboles que se agolpaban junto a las márgenes del accidentado pavimento de aquella carretera. Parecían viejos sabios que se inclinaban ante él, extendiendo sus manos huesudas sobre su cabeza. —Pero si mis ojos sólo ven extrañas formas corpóreas, allí donde tan sólo hay naturaleza —musitó desesperado. << No te rindas, Ludán>> Aquellas palabras llegaron hasta sus oídos arrastradas por la suave brisa otoñal, y se estremeció al oírlas. Era la voz de una mujer, y la reconoció de inmediato. Se trataba de la misma voz trasparente y delicada que había oído hora y media antes, en aquel misterioso mundo. Lo que vieron sus ojos a continuación hizo que su corazón se acelerase súbitamente, y el vello de sus brazos se erizara. De entre la tierra que bordeaba el asfalto, comenzó a brotar una espesa sangre de un rojo oscuro e intenso. Además, aquel fluido escarlata se derramaba sobre la carretera desde las ramas de los árboles, como si estos estuviesen llorando desconsoladamente. —¿Qué diablos significa todo esto? —se preguntó en voz alta, y en su tono se podía percibir claramente una nota de histeria incipiente. <<Lo sabes perfectamente. Él nos está ganando la partida. Lleva siglos tomando ventaja sobre nosotros, y ahora se burla en nuestras propias caras, dándonos una oportunidad que jamás sabremos aprovechar, si no calmas tus nervios y procuras creer en mí. Jamás podré decirte cuál es la clave para vencerle, pues yo ahora estoy en otro plano y tan sólo formo parte de tus recuerdos. No puedo por tanto aportar nada nuevo para ti. Sin embargo sí es posible que te aconseje como la voz de tu pasado. Tan sólo debes mirar dentro de ti, y entonces hallarás la fuente de su poder>>. La voz parecía surgir de todas partes y a la vez de su propio interior. Y es que el hombre llegó a taparse los oídos en una ocasión, para ver si quien le hablaba era en realidad la voz de la locura. Descubrió entonces que aquel dulce manantial apenas se amortiguaba un poco, pero seguía llegando hasta él con claridad. Cuando llegó a la siguiente zona habitada, que era una pequeña y solitaria urbe, su estado era ya de completo aturdimiento. Caminaba casi mecánicamente y aunque veía dónde ponía los pies, todo aquello que le rodeaba llegaba hasta su mente de forma borrosa y confusa. La vieja calzada que seguía, caminando casi a tumbos por su arcén, comunicaba con la carretera general, formando un cruce en forma de T regulado por semáforos. No tardó en llegar a él, y mirando apenas de soslayo si venía algún coche, cruzó al otro lado, es decir, a la calle transversal que formaba la parte de arriba de la T. A esas horas
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de la noche la carretera no solía estar muy transitada y pudo cruzar tranquilamente. Pasó junto a una tienda de electrodomésticos que estaba, como es lógico, cerrada a esas horas. Sin embargo, a través de las rejas protectoras pudo ver que uno de sus empleados todavía estaba fregando los suelos y recogiendo algunas cosas. Frente al escaparate había expuestos unos modernos televisores de pantalla plana que aún estaban encendidos. El hombre sintió nuevamente una extraña sensación y la jaqueca arremetió una vez más, clavándose en sus sienes de forma insoportable. Algo le atrajo inexplicablemente hacia aquellos televisores. Se quedó mirándolos con curiosidad, y realmente fue una suerte que el empleado no advirtiera su presencia a través del cristal y las rejas, pues habría sospechado al ver su rostro pálido y desencajado, y su ropa, todavía sucia de sangre en algunos sitios. Lo que estaban dando en la televisión en aquellos momentos era el noticiario de la madrugada. Un locutor engominado, con corbata y traje, daba una escalofriante noticia sobre una bomba, teóricamente selectiva, que el ejército de un país poderoso e influyente había tirado sobre una zona estratégica en Irak. El resultado había sido fatídico, pues en lugar de caer en su objetivo, el gran proyectil había ido a parar a una modesta fiesta, donde una familia y sus amigos celebraban una boda. Decenas de inocentes perecieron en el acto, y entre las víctimas había mujeres, ancianos y niños. El suceso también dejó numerosos heridos. Nuestro amigo sintió algo que se inflamaba dentro de su pecho, y unas lágrimas de angustia acudieron a sus ojos. Luego el noticiario dio unas imágenes en las que el presidente del país agresor salía tratando de pedir disculpas por el grave error cometido. También dijo algo sobre que se debía seguir combatiendo la terrible amenaza que suponía el gobierno del país atacado para el resto del mundo. Pero entonces, el hombre vio algo en la pantalla que le hizo sobresaltare e incluso recular alarmado. El rostro de aquel presidente se transformó repentinamente, y ante su atónita mirada, en el de un monstruo de piel negruzca y llena de protuberancias. Sus fauces babeaban profusamente, y se rasgaba una y otra vez la vestimenta y la piel de su pecho con unas uñas sucias y melladas. Sus ojos abotargados y enfermizos no cesaban de mirar un montón de billetes llenos de sangre que había posados sobre la mesa. Justo a sus espaldas, apareció nuevamente la imagen del ser que nuestro amigo había visto en el lago del otro lado. Sonreía ampliamente como de costumbre, con aquella odiosa expresión de soberbia y mezquindad grabada en el rostro, y su cínica y fría mirada rezumando egoísmo y rencor. En esta ocasión sostenía en sus manos un fusil del ejército, del que brotaba un espeso humo tan negro como su alma. Nuestro amigo no pudo soportar un segundo más aquella terrible imagen e inmediatamente salió de allí calle arriba. Avanzaba con difi-
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cultad, no obstante parecía haber recuperado un poco la compostura, aunque sólo fuese estéticamente, es decir, a los ojos de las gentes que en aquel momento pudiesen observarle. Ciertamente no parecía que hubiese nadie por allí en esos momentos, pues las calles estaban completamente solitarias. Tan sólo alguna bolsa, arrastrada por la brisa sobre las calles, recordaba la existencia del ser humano. Esto fue así durante la mayor parte del tiempo, no obstante se encontró con algunas personas. Bueno, si es que se puede llamar así a semejantes individuos. A la primera de ellas tal vez podría tratársela como tal, o al menos en determinadas circunstancias. Pero creo sinceramente, que aquella no era una de ellas. Se acercó a nuestro amigo dificultosamente, avanzando muy despacio, mientras describía a su paso una ruta zigzagueante sobre la acera polvorienta. El hombre le vio aparecer ya a lo lejos, y pensó que tal vez fuera mejor cruzar a la otra calle para evitarle. Sin embargo sintió nuevamente un impulso inexplicable que le obligó a no hacerlo. —Perdón, señor —comenzó a balbucir el extraño. Era evidente que su estado de embriaguez era muy avanzado—. ¿Tendría un cigarrillo por ahí? Se lo agradecería muchísimo. Sus ojos lacrimosos brillaban con un destello de locura, aunque muy en el fondo todavía se podía apreciar una leve brizna de cordura. Tenía la cara completamente congestionada por el consumo excesivo de alcohol y una barba espesa y mal recortada lo cubría por completo de nariz para abajo. Su vientre estaba muy hinchado y su cuerpo olía un poco mal. —Creo que sí —le respondió el hombre, a la vez que metía la mano en uno de los bolsillos interiores de su chaleco. Fue entonces cuando se dio cuenta, horrorizado, de que tenía parte de sus ropas manchadas de sangre. —Parece que ha tenido usted una pequeña pelea con alguien ¿Eh? — preguntó el borracho, al ver las manchas sobre su chaleco. —Así es... una pelea con un estúpido que quería... quería... — balbució el hombre aliviado. —No... no se preocupe. No es de mi incumbencia lo que le haya sucedido. Finalmente le tendió la cajetilla de cigarrillos y el hombre cogió uno de ellos al tercer intento. Luego lo encendió con su mechero y se fue dando las gracias con mayor dificultad que antes para hablar. El hombre se quedó solo de nuevo. Suspiró aliviado al no haber sufrido otra visión con aquel tipo. Sin embargo este sentimiento duro muy poco, ya que minutos después sintió unos rugidos infrahumanos provenientes de un callejón cercano. Se trataba de los gruñidos emitidos por algún tipo de bestias inimaginables y que surgían de sus gargantas entre guturales y quebrados chillidos de rabia. Aquel sonido ensordecedor irritó profundamente a nuestro amigo, que sintió gran desagrado por las criaturas que lo emitían, incluso antes de haberlas visto. Se internó sigilosamente en la entrada del callejón, al amparo de
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las sombras de la noche. El lugar estaba pobremente iluminado por unas farolas cercanas. En realidad no era un callejón propiamente dicho, sino el espacio que quedaba entre dos edificios. Al final estaba el muro de hormigón que separaba el lugar de las vías del tren, coronado con una reja oblicua que estaba ligeramente entornada hacia el otro lado. El hombre escrutó a tres horribles criaturas de aspecto muy similar a las que había visto durante toda la noche, que golpeaban sin piedad a una persona agachada sobre el suelo. Arremetían duramente y sin cesar contra sus espaldas y sus brazos, con los que el individuo se protegía la cabeza, aferrando unos bates de béisbol ya ensangrentados, o, como en el caso de uno de ellos, una enorme cadena de pesados eslabones. —¡Déjenme en paz, por favor! —suplicaba aquel hombre entre lastimeros quejidos—. Yo no les he hecho nada, sólo quiero vivir en paz. Su acento sonaba exótico y nuestro amigo supo enseguida que se trataba de un inmigrante de las zonas del sur, al otro lado del estrecho. Entonces, y durante unos breves segundos, pudo ver que las criaturas eran jóvenes radicales que, sin lugar a dudas, padecían una tremenda xenofobia que les arrastraba a cometer actos tan horribles y despreciables como aquel. —¡Alto ahí! —exclamó mostrándose ante ellos. Su mente vagaba ahora entre tormentos y mares de confusión, de modo que no sabía muy bien lo que estaba haciendo en realidad. Los jóvenes se detuvieron y se le quedaron mirando con gesto de profundo desprecio. —¿Qué es lo que te pasa, imbécil? —preguntó uno de ellos, arrugando la nariz y frunciendo el ceño despreciativamente—. Tú no sabes dónde te has metido. Te vamos a romper todos los huesos. Se acercaron decididos hacia él, y tan sólo vacilaron un momento al ver la sangre que cubría parte de sus ropas. —¿Qué es lo que has hecho, tío? —preguntó el cabecilla un poco confuso. —Seguro que se ha escapado de algún manicomio —dijo otro de ellos—. Mira su cara, tiene una expresión de alucinado que asusta. —Pues ahora mismo se la vamos a borrar — replicó el cabecilla. Los tres se abalanzaron a la vez, cual fieras sedientas de sangre, sobre él. Esgrimían en alto sus improvisadas armas tintas en sangre y mostraban una mueca furiosa en el rostro. Sin embargo nunca les dio tiempo a hacer nada contra él, pues antes de que se dieran cuenta, sus cuellos estaban degollados y la sangre caía abundantemente sobre sus pechos ensuciando más aún sus camisetas, que ya desde un principio lucían la mugre profundamente encostrada de unos símbolos nazis. El hombre de piel oscura al que habían agredido ya estaba en pie nuevamente, doliéndose de sus múltiples contusiones y heridas. Cuando contempló a sus agonizantes agresores, que entonces se arrastraban desangrándose sobre el suelo, o tambaleándose apoyados sobre la pared, sus ojos se abrieron incrédulos. El gesto de terror y angustia
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no se borró de su rostro. A pesar de que acababan de librarle de los terribles racistas, el hombre que lo había hecho parecía muy poco cuerdo. Además, pensó que no podía ser de este mundo, ya que había actuado con una rapidez totalmente increíble. —¿Se encuentra usted bien? —le preguntó nuestro amigo, exhausto ahora además de aturdido. El extranjero le miró con ojos desorbitados e incluso suplicantes, y luego se marchó de allí corriendo, sin mediar palabra. Llegó un momento en que el dolor de cabeza era tan acentuado, y tan grande la confusión, que el hombre ya no sabía ni dónde se encontraba, ni cuánto tiempo había transcurrido desde el suceso del lago, ni hacia dónde iba. Por supuesto, en semejantes circunstancias ya no sabía tampoco qué era lo que buscaba. Caminaba tambaleante y ahora tenía las manos completamente manchadas de sangre, al igual que parte de su ropa. Sin embargo había algo que le impulsaba a seguir avanzando hacia un lugar determinado, aunque no sabía cuál. Nuevamente era conducido por aquel impulso incontrolable y que en muchas ocasiones le había guiado durante aquella noche tan ambigua y desconcertante. Al fin sintió unas voces débiles y quejumbrosas que provenían de algún lugar frente a él. Cuando miró hacia delante, se topó con el frontal de una iglesia, cuya portada de estilo románico era realmente antigua. Los lamentos parecían provenir de su interior. Una vez estuvo frente a su entrada se sobresaltó al ver cómo los rostros triangulares, que había esculpidos en la piedra que bordeaba el portón, estiraban sus bocas emitiendo parte de aquellos lamentos. Se sorprendió al comprobar que una de las hojas de madera de la puerta cedía suavemente ante la presión de su mano. Luego se internó, aunque todavía indeciso, en aquella iglesia inundada por un mar de lamentos. Sus tímidos pasos resonaron con un eco siniestro que reverberó en las frías paredes, y entonces sintió un escalofrió que recorrió todo su cuerpo. Sobre el suelo de heladas losas, y longitudinalmente, había un reguero de sangre que se extendía hasta el mismo altar. A pesar de su aturdimiento y del fuerte miedo que comenzaba a adueñarse de sus actos, no pudo desobedecer la voluntad que seguía obligándole a caminar. Al llegar a la parte del crucero se cayó pesadamente sobre el suelo. Desde allí levantó la cabeza levemente y escrutó el crucifijo que había colgado sobre el altar. Aquella representación de Jesucristo, extraordinariamente realista, parecía estar observándole con una expresión mezcla de reproche y comprensión. Entonces la escultura comenzó a transformarse y nuestro amigo contempló poco después, sin poder dar crédito a lo que veía, a la mujer del lago crucificada ante él. De sus muñecas manaban dos manantiales de sangre que se unían sobre el altar. <<Nos queda poco tiempo>> Oyó que le decía <<Debes conseguirlo. Observa el libro que hay sobre el altar y trata de comprender>>.
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Se levantó como pudo y luego se arrastró débilmente hasta la fría losa, que estaba sustentada sobre una pesada piedra de mármol. Allí había efectivamente un gran libro de tapas oscuras, sobre el que discurría el reguero de sangre que luego se prolongaba sobre el pasillo de la iglesia hasta la misma puerta. Era la Bíblia. Abrió el libro con mano trémula por una página al azar y leyó lo que ponía. Si te dejas arrastrar por las falacias del pecado, arderás eternamente en las llamas del infierno. Si acatas y sigues nuestras leyes, gozarás de las extensas praderas del paraíso. A lo largo de todo el libro, cada página estaba llena con las palabras de ese mensaje, y no se decía absolutamente nada más que eso. Al final todo comenzó a dar vueltas y más vueltas dentro de su cabeza hasta que no pudo más y se derrumbó inconsciente con medio cuerpo sobre la gran piedra del altar. Cuando se despertó a la mañana siguiente, estaba rodeado de policías que le zarandeaban, instándole a levantarse inmediatamente del lugar. Al hacerlo, descubrió alarmado que tenía las muñecas esposadas. —Se ha metido en un buen lío, amigo —le dijo uno de ellos con gesto severo. Era alto y fuerte, con los cabellos canosos a pesar de que no llegaría a los cuarenta—. Hemos encontrado cuatro cadáveres, uno de ellos a menos de cinco kilómetros de aquí, y los otros tres a escasos metros. Y francamente, esa sangre que ensucia sus ropas no dice nada en su favor. El hombre no percibió nada raro en aquella iglesia y se preguntó extrañado qué haría allí. Ahora ya no sentía la mente tan confusa como la noche anterior y apenas era capaz de recordar lo que había sucedido. La jaqueca ya no era tan insoportable como antes, pero aún seguía martirizándole. <<¡Cielo Santo! ¿Qué diablos habré tomado?>> Pensó horrorizado, a pesar de no recordar haber ingerido ningún tipo de droga. En verdad, de lo último que tenía conciencia era de haber corrido hacia un bosque cercano a su último lugar de trabajo, sintiéndose desesperado y hundido al conocer la noticia de que iban a prescindir pronto de él. —Déjalo, creo que ni siquiera te está escuchando —le dijo otro de los policías al del pelo blanco, quien acababa de leerle sus derechos. Le introdujeron esposado en la parte trasera del coche patrulla, que estaba aparcado justo delante de la iglesia y pusieron rumbo a la comisaría. Fue entonces cuando consiguió recordarlo todo, pues sobre el grueso plástico protector que le separaba de los dos agentes, pudo ver reflejada su propia deformidad. —Su poder... reside en el odio —musitó abriendo mucho los ojos. —¿Qué es lo que dice? – preguntó uno de los policías que iba delante.
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Era casi ya medianoche y pronto se cumpliría el plazo propuesto por el monstruo que habitaba en el lago del otro lado. Se internó en la misma parte del bosque, que ya había visitado hacía poco más de veintitrés horas, y se sentó silenciosamente sobre una roca que conocía muy bien. —Espero que no sea demasiado tarde —susurró para sus adentros. Y es que ciertamente le había costado mucho escaparse de la celda en que le habían apresado, y luego librarse de los policías que le vigilaban. Esta vez todo fue mucho más rápido. Como ya tenía cierta experiencia en aquel tipo de viajes abstractos, le fue mucho más sencillo llegar al otro lado. El hombre oscuro emergió de entre las aguas sangrientas y se plantó erguido ante él. Las mujeres permanecían a su lado muy demacradas y consumidas, y miraban angustiadas hacia el infinito. —Llegas con apenas tiempo —se burló el otro—. Pero dime, ¿has conseguido averiguar cuál es la fuente de mi poder en la tierra? Entonces el hombre abrió la boca para decir la palabra odio, pero en esos momentos la diosa le observó con seriedad, y presintió al momento que estaba equivocado. Reflexionó hondamente sobre todo le que le había sucedido la otra noche, y finalmente dijo con gesto desafiante: —El miedo. Tú mezquino poder se sustenta del miedo. El hombre oscuro no respondió y por el contrario su rostro comenzó a congestionarse y a deformarse en una grotesca mueca de odio. —A menudo el miedo lleva a algunos maltratadores a torturar personas, pues al sentirse inferiores ante ellas quieren demostrar que tienen mayor poder y utilizan mezquinamente su fuerza física contra ellas. El miedo también propicia que las masas se dejen arrastrar por tiranos codiciosos hacia guerras injustas y sangrientas. El miedo produce un irracional sentimiento de desprecio hacia todo lo extranjero, y conduce a determinadas gentes a unirse en grupos agresivos en el seno de los cuales tratan de aplacar su temor. Y finalmente el miedo lleva a las masas a seguir y acatar órdenes de religiones que quieren minar su libertad y su capacidad de pensamiento alternativo. En un principio pensé que era el odio el sentimiento del que alimentabas tu fuerza. Pues pude ver mi propia deformidad causada por el mismo, tras haber cedido ante él y asesinar a unos seres por ti corrompidos. Luego me di cuenta, sin embargo, que es el miedo el oscuro poder que hace germinar la semilla del odio, y es asimismo la fuente de todo tu mezquino poder. Entonces el señor oscuro del lago comenzó a convulsionarse de forma violenta, mientras extendía sus brazos a ambos lados y abría su boca exageradamente. Pronto, de ella se descolgaron unas babas espesas que se posaron sobre su pecho, abrasándole la carne y convirtiéndola en pingajos negruzcos y humeantes. Sus ojos se hincharon repugnantemente, hasta que al fin reventaron expulsando un líquido amarillento y viscoso, que ensució parte de su rostro deformado. La piel se estiró rasgándose en un millón de sitios, mientras sus músculos se inflamaban y crecían de manera espeluznante.
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En escasos minutos, de él tan sólo quedaba una masa gigantesca y deforme de carne chamuscada y cubierta de protuberancias que supuraban sin cesar. Aun así, de aquella cosa surgieron unas últimas palabras. —Esta vez has vencido, pero jamás me rendiré. Seguiré extendiendo las brumas de mi corazón sobre la piel de vuestros mundos. Luego reventó en mil pedazos y la luz se hizo más poderosa y argentina sobre el lago. Sus aguas volvieron a ser cristalinas y el halo de tristeza desapareció casi por completo. —Gracias, hombre del cielo. Nuevamente hemos conseguido vencer, aunando sabiamente nuestros poderes en ambos mundos —le susurró la diosa, acercándose lentamente hacia él, y posando sus delicadas manos sobre su cabeza. Ahora su belleza podía contemplarse en su mayor esplendor, y su rostro irradiaba una luz que iluminó el corazón del hombre, disipando al fin las brumas que tanto le habían angustiado.
LA RESEÑA, POR SERGIO FERNÁNDEZ A. EL SECRETO DE BOCA VERDE A.M. CALIANI
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AUTOR: A.M. CALIANI EDITORIAL: LAMPEDUSA PAGINAS: 695 Sobre el autor: Nace en Ceuta, en 1963. En los 80 escribe en calidad de redactor en las hoy desaparecidas revistas «Staffel» y «Star Kits», así como algún trabajo esporádico como colaborador en «Modelismo e Historia». En la segunda también publica tiras cómicas, aunque pronto relegará las historietas a un recuerdo del pasado. También escribe relatos cortos. «El caballero del viento» le hace merecedor del primer premio en el Certamen de la Librería Tótem de Ceuta, en 2008. En noviembre de 2011, pasa a formar parte de la web Paraíso Cuatro después de presentar su relato «Whiskeyman» para el especial de Halloween de ese mismo año, «Bajo el eclipse». Desde entonces, publica en dicha web una o dos veces al mes. En diciembre de 2011, la antología titulada “Relativamente” (edición digital con fines benéficos) incluye tres de sus cuentos: el premiado «El caballero del viento», «La peor cena de mi vida» y «Recordando al héroe». A lo largo de 2012, varios relatos suyos son seleccionados para diferentes antologías: «El taxista del Infierno» (“Camada”, Ed. Mandala), «Quid pro quo» (Antología “Carne Nueva”, Ed. Tusitala), «El cuarto de Sonia» (Antología “Fantasmas, espectros y otras apariciones”, Ed. La Pastilla Roja) y «La última navidad de ToddBenning», ganador del I Certamen de Cuento Navideño de la Asociación la Destilería de Escritores. Sinopsis: Año 2004. Una canoa aparece a la deriva en el río Purús, llevando a bordo el cadáver de un joven francés. Su equipaje: una cámara digital, un diario de viaje y una espada del siglo XVI sorprendentemente bien conservada. Todas las pruebas indican que forma parte de la expedición en la que viajaba Gérard LeVu, hijo de un poderoso magnate de las telecomunicaciones, que se encuentra retenido más allá de un lugar inexplorado de la selva de Perú: Boca Verde. Un lugar donde, según reza un viejo manuscrito, Francisco de Orellana pudo haber fundado una ciudad que ha pasado desapercibida ante los ojos de la Humanidad durante cuatro siglos. Una operación de rescate en la que no se escatimarán medios, dos periodistas especializados en documentales de ocultismo, un equipo de mercenarios de dudoso pasado, un río perdido en lo más profundo de la selva peruana, un narcotraficante con sed de venganza y un secreto que lleva cuatrocientos años oculto en la jungla, más allá de Boca Verde. Un secreto que, de salir a la luz, cambiaría el orden mundial tal y como hoy lo conocemos. «El secreto de Boca Verde» es un trepidante y adictivo thriller de aventuras escrito de forma directa e impactante, que sumergirá al lector en un viaje cargado de sorpresas, miedo y traiciones. Esta
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aventura no vas a leerla: vas a vivirla como si formaras parte de ella. ¿Te atreves? Reseña: El Secreto de Boca Verde nos transporta a la selva amazónica de la mano de sus protagonistas en una aventura repleta de grandes dosis de acción, aventuras, suspense y humor, cada una de ellas en su medida justa. A un ritmo frenético, en el que se nos hace difícil tomar aliento, el autor nos sumerge de lleno en una aventura coral, con multitud de personajes bien estructurados y muy carismáticos, hasta el punto de que absolutamente ninguno de ellos te deja indiferente. Todos encajan a la perfección en la historia, todos aportan su granito de arena para conformar un grupo creíble y solido. Todos son especiales por algún motivo concreto,con unos villanos no menos carismáticos que los pondrán en multitud de complejas situaciones, haciendo que la acción no cese en ningún momento. Precisamente es ese uno de los puntos fuertes de la novela. A pesar de su extensión, bastante larga, la novela no se nos atragantara gracias a los giros de una historia narrada con soltura y de una manera muy cómoda de leer. Y digo que no se nos hará pesada por que incluso cuando estamos llegando alas ultimas paginas y empezamos a ser conscientes de que va tocando a su final, seguiremos pidiendo más y no desearemos que se acabe, algo muy meritorio por parte del autor debido, como digo, a la extensión de la misma. Algo también a destacar es la facilidad con la que A.M. Caliani nos describe situaciones, paisajes, vehículos, embarcaciones e incluso armamento real. Nos dará la sensación a veces de que caminamos, vivimos y disparamos al lado de David, Royi y compañía, lo que sin duda es fruto de un trabajo de documentación magnifico por parte del autor. Una trama llena de giros argumentales que no nos concederá ni un respiro y que nos recordara en ocasiones las aventuras de Jack Colton o el mismísimo Indiana Jones, unos personajes entrañables con los que nos involucraremos al cien por cien en la historia y una escritura fluida, amena y sin demasiados tecnicismos, hacen de “El secreto de Boca Verde”, una obra imprescindible en tu estantería. ¿Para cuando la peli?
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Sergio Fernández Abeja
FIN.
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Ilustración, Kike Alapont
DIENTES DE SEPTIEMBRE por Javier Martos
William Perquis tecleaba un importante informe en su ordenador cuando notó que un diente se le movía. Lo presionó con la punta de la lengua y sintió que se balanceaba peligrosamente hacia un lado y otro. Se trataba de un premolar de la parque de arriba, en el lado izquierdo. Un ramalazo de angustia le recorrió el cuerpo; él siempre se esforzaba por lucir un aspecto atractivo y cuidado, no podía permitirse que se le cayese un diente y mostrar una mella cada vez que esbozara una sonrisa. Coordinaba muchos actos sociales y dirigía un sinfín de reuniones con clientes de la compañía. Por Dios, ni siquiera había llegado a los treinta y cinco, era increíble perder un diente a su edad. No podía imaginarse con un diente menos, pareciéndose a una de esas viejas de los cuentos de niños. Intentó calmarse, quizá no fuese nada. Se llevó los dedos al premolar y lo empujó. No le cabía duda: el diente se había aflojado de forma alarmante. Notó un regusto a herrumbre y cuando retiró los dedos los vio ligeramente manchados de sangre.
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—¡Maldita sea! —farfulló. William apagó el monitor de su ordenador y abrió la boca para intentar verse en el reflejo de la pantalla ennegrecida, pero no logró distinguir nada con claridad. Se levantó de la mesa y abandonó pasillo abajo su ostentosa oficina de la planta 92 del rascacielos, dirigiéndose con semblante preocupado y cabeza gacha hacia el cuarto de baño situado al otro lado de los ascensores principales. El frufrú de la moqueta bajo sus pies profería un aspecto lúgubre al corredor desierto y decorado de forma impersonal. En el interior del baño también se encontraba solo. William se acercó a los lavabos y se enfrentó al espejo. Vio a un hombre con un traje negro de Armani y una corbata de doscientos dólares a juego. Sus ojos azules estaban rodeados de finas arrugas otorgadas por el ritmo frenético de trabajo que tenían en la compañía de seguros. Se sentía exhausto. Quizá necesitara unas vacaciones. William suspiró y se inclinó sobre el cristal. Hizo una mueca y estiró el labio hacia atrás, dejando visible la ristra de dientes blancos de su dentadura alineada. Agarró el premolar con los dedos índice y pulgar y lo movió con cuidado. Efectivamente, aquel diente no le duraría en su sitio hasta la hora del almuerzo. Soltó un exabrupto y se examinó el resto de la boca. Deslizó la lengua por la superficie de todos los dientes y calculó que al menos otros tres estaban aflojados. Las encías le sangraban. Miró su reloj de muñeca y comprobó que solo eran las diez de la mañana. Se apretó el nudo de la corbata y parpadeó ante el espejo. Abrió el grifo de agua fría y se enjuagó la boca. Escupió el líquido teñido de rosa y abandonó el cuarto de baño. De nuevo en su despacho, le pidió a su secretaria que contactara con el doctor Stirling y le explicara que necesitaba una visita urgente para aquel mismo día. La anciana señora Meyer informó a William a través del interfono que podría acercarse a la consulta un par de horas más tarde. Como era de esperar, William se pasó todo aquel tiempo de espera tocándose el premolar con la lengua una y otra vez, al punto de que cuando cruzó el umbral de la consulta, llevaba el diente en una mano, y otros dos —un canino y una muela— estaban a punto de caerse. A William no le gustaban los médicos, de hecho le aterraban. La consulta estaba bañada en tonos blancos. Todo iba a juego con ese color: paredes, muebles, sillones, utensilios, el uniforme de las enfermeras, la bata del doctor Stirling; cada mínimo detalle iba teñido de una capa blanquecina que apestaba a desinfectante. El doctor Stirling, un hombre enjuto de ojos negros y enormes, miraba la radiografía con gesto adusto. Se acariciaba el mentón con los dedos. Parecía confuso. —¿Qué ocurre, doctor? —preguntó William. El doctor carraspeó y lo miró. —La verdad es que no ocurre nada, señor Perquis. Está usted sano como una manzana.
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William vaciló. —Pero… tengo los dientes sueltos. —Sí. Es algo muy extraño, porque no hay signos de ninguna enfermedad. Los dientes no están cariados, las encías no están inflamadas y… parecen sanas. La placa de sarro es mínima y no hay señal alguna de periodontitis. Ni siquiera sufres una simple gingivitis. Y ni siquiera siente dolor. —Pero… —Abra de nuevo la boca. William hizo lo propio y el doctor movió la lámpara de luz blanca sobre el hueco de su boca. Aguantó el espejo dental con una mano para separarle la mejilla de la dentadura y volvió a explorarle los dientes con la sonda periodontal. La enfermera introdujo el fino tubo de aspiración para retirar la saliva. —Todo está correcto —dijo el doctor—. Se ve a simple vista. No hay pérdida ni desgaste en el hueso. No hay motivo alguno para que los dientes se le aflojen. William no podía hablar con los utensilios que tenía en la boca. El odontólogo continuó hablando: —El estado de su boca es envidiable. William abrió los ojos con fuerza. Hubiese preferido tener la boca libre para protestar. Levantó una mano y gimió. El doctor retiró el espejo y la sonda. La enfermera apartó su aspiradora diminuta. —Doctor, algo le pasa a mis dientes. El hombre caviló. No sabía qué responderle a su paciente. —Quizá sea el estrés. O algo genético… —Mi familia tiene dentaduras muy resistentes. Nadie ha sufrido algo como esto, que yo sepa. —Insisto en que su boca está muy sana. —Pero se me ha caído un diente. —Sí. Y cuando se cepille esta noche se llevará por delante unos cuantos más, me temo... William reprimió un quejido. —¿Qué podemos hacer? —Se le pueden realizar implantes dentales. —¿Implantes? —Exacto. Introducirle un tornillo en el hueso y colocarle encima una pieza de porcelana. William no se lo pensó. —Hágalo. Póngame la pieza nueva. No puedo salir a la calle con un hueco en la boca. El doctor sonrió, ante la evidente muestra de vanidad de William y lo calmó: —El proceso no es inmediato. Primero hay que implantar el tornillo y esperar a que el hueso no lo rechace. Cuando la zona haya cicatrizado, entonces se coloca la porcelana. —Empiece cuanto antes. Ahora mismo, si es posible. —Primero me gustaría que acudiera a un médico general. Que le ha-
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gan pruebas. Es muy extraño lo que le está ocurriendo y es necesario hallar la causa del problema. No pretenderá implantarse todos los dientes, ¿verdad? Es… caro. —No me importa el dinero. —Pero no debería optar por esa solución sin saber si tiene alguna enfermedad de otra patología distinta a la odontología. En cualquier caso, implantarse los dientes es un proceso… duro, por decirlo de alguna manera. —Bueno… los actores de Hollywood lo hacen, ¿no? Tienen dentaduras perfectas… y son postizas. El doctor volvió a sonreír. Se encogió de hombros. —Sí. Pero a usted le ha pasado algo a lo que hay que buscarle la razón clínica. William reflexionó. —¿Qué hago mientras tanto? —Cuidar de sus dientes, señor Perquis. No coma nada excesivamente duro ni se cepille con demasiada fuerza. Entonces el doctor Stirling se quitó los guantes de látex y abandonó la sala de la consulta. La enfermera acompañó a William hasta la salida. 2 Como hacen las moscas al posarse una y otra vez en los excrementos de los perros, William no dejó de hurgarse los dientes con la lengua en todo el trayecto a casa, situada en Nueva Jersey, lejos del molesto ajetreo del centro de Nueva York. Cuando aparcó el deportivo en la entrada adoquinada de su hogar, ya se le habían desprendido del todo el canino y la muela que había notado sueltos antes de acudir a la cita con el doctor Stirling, y por entonces otras tantas piezas bailoteaban en sus encías como borrachos danzarines. Se apeó del coche y escupió ambos dientes al césped. Se quedó parado y observó las diminutas formas irregulares y blancas sobre la hierba, cubiertas de sangre y saliva, y se apresuró a recogerlos. Sabía que no podrían volver a colocárselos y que terminarían en el cubo de la basura, pero dejarlos allí le parecía un acto de absoluta traición hacia su propio organismo. Durante un instante pensó en las historias infantiles que narraban cómo por la mañana, al despertar, los niños se encontraban monedas bajo la almohada a cambio del diente entregado como sacrificio. William entró en la casa y, antes de quitarse el abrigo y soltar las llaves en la repisa, se dirigió al cuarto de baño a mirarse los estragos causados en su boca. Se miró al espejo y soltó una maldición ininteligible. Apoyó los brazos en el lavabo y agachó la cabeza. No entendía por qué le estaba pasando aquello. De momento no se notaría demasiado aquel desastre al hablar —si abría la boca más de lo debido o si sonreía, le verían el hueco del canino superior izquierdo, nada más, aunque eso ya le parecía una hecatombe—, pero si se le seguían
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cayendo uno detrás de otro, tendría que recluirse en casa hasta que los médicos encontraran una solución al problema. No estaba dispuesto a salir a la calle con mellas en la dentadura y que todos se rieran de él. Eso ni pensarlo. Él siempre iba perfecto. Se peinaba con gomina hasta el último cabello de la cabeza, se depilaba el pecho y las piernas, y se afeitaba el rostro un par de veces al día si era necesario. La mediocridad del resto de los hombres de la ciudad no iba con él. Entró en la cocina y abrió la nevera. Había costillas y mazorcas de maíz. Demasiado duro para sus dientes. Sacó un pack de cuatro yogures y cogió una cuchara del cajón de los cubiertos. Junto a un vaso de zumo de naranja y un poco de queso fresco, es cuanto cenaría aquella noche. Tendría que contentarse con eso si no quería echarse abajo todos los dientes. Tardó casi una hora en terminar de cenar y aun así se quedó con hambre. Masticaba tan lentamente que más parecía estar tragándose peligrosas dosis de nitroglicerina que un simple yogur de macedonia. Cuando hubo acabado, exhausto y deseando no tener que comer nada más en mucho tiempo, se marchó a la ducha. Dejó que el agua caliente le cayera durante diez minutos por la espalda. Luego cogió la toalla y se envolvió en ella. Se enfrentó de nuevo al cristal del espejo pero su reflejo empañado no era más que una nube grisácea de partículas de vapor de agua. Hizo una cara sonriente con el dedo, y al darse cuenta de que tendría que hacerle las rayitas en la boca para dibujarle los dientes, limpió el resto del vaho con la palma de la mano extendida. El torso desnudo y el rostro hermoso de William Perquis aparecieron en espejo. Cogió el cepillo de dientes y le aplicó un poco de pasta. En la primera pasada se arrancó tres muelas y dos premolares de abajo. En la segunda pasada le saltaron dos premolares de la parte de arriba y tuvo que escupirlos en el lavabo en un esputo de sangre, jabón dentífrico y piezas dentales. —¡Joder! —gritó a la soledad del baño—. ¡Joder, joder! ¡Esto es una puta mierda! Se dio cuenta de que le costaba trabajo pronunciar la letra erre. Y ceceaba un poco. Se aclaró la boca con agua y se miró en el espejo. Los dientes delanteros —los ocho incisivos— aún seguían en su sitio, pero en el fondo de su boca el destrozo había sido de aúpa. Había huecos sanguinolentos en ambos lados de la mandíbula y en la parte superior. —¡Me cago en la puta! Sintió que las piernas le flaqueaban. Deambuló hasta su dormitorio y se dejó caer bocarriba sobre la cama. Las sábanas se humedecieron con el agua del cuerpo que William no había terminado de secarse. Se quedó dormido unos segundos después de apoyar la cabeza en la almohada. A las tres de la madrugada supo que le faltaba el aire y que se ahogaba. Algo le obstruía la garganta y el oxígeno no le llegaba a los pulmones. Estaba empapado en sudor. Se sentó de un salto en la cama, carraspeó, gargajeó y escupió un par de muelas más sobre su regazo.
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Sofocó un gemido de pánico y dio un par de bocanadas de aire para recobrar el aliento. Se dio cuenta de que todavía tenía dientes sueltos en la boca. Se levantó y volvió al cuarto de baño, escupiendo en el lavabo hasta cuatro muelas más. Le sorprendió que no le doliese en absoluto. Aquella situación era inverosímil. William Perquis pensaba que habría cogido alguna enfermedad en uno de sus viajes a la India, aunque hacía ya más de dos años que no la visitaba. Quizá le hubiesen contagiado algo en el prostíbulo al que acudía con asiduidad. También pensó en un mal de ojo. Alguna vieja gitana de Brooklyn echándole una maldición de esas que salían en las películas de serie B. William, apesadumbrado y herido de muerte en su autoestima —qué mujer se fijaría en él—, regresó a la cama e intentó quedarse dormido de nuevo. El resto de la noche fue tranquila y no volvió a despertarse. Cuando amaneció y el reloj despertador electrónico activó la radio, William ya tenía los ojos abiertos y llevaba un buen rato haciendo inventario con la lengua en el interior de su boca. Casi todos los dientes se balanceaban como matrioskas de porcelana. Uno de los incisivos de abajo se le movía tanto que decidió extraérselo con los dedos; se volvería loco antes del mediodía si lo dejaba ahí, luchando por no tumbar la pieza con la sin hueso. Se vistió y se enfundó uno de sus mejores trajes. Lo hacía para compensar de algún modo el desastre que era su boca. Se ajustó el reloj de pulsera y se perfumó en el baño. Se negó a mostrar su sonrisa al espejo. De todas formas, no había nada por lo que sonreír. Pasó por la cocina y el estómago le protestó con un rugido. William abrió la nevera y se decantó por un par de rebanadas de pan de molde, lo más blandito que podía llevarse a la boca. No obstante, su osadía acabó por derribarle dos incisivos y el otro canino que le quedaba en la parte superior. Dejó las piezas en el cenicero de la encimera que tenía como adorno, pues él jamás había sido fumador, ni permitía que fumasen en el interior de la casa. El camino al trabajo fue tranquilo. No encendió la radio y mantuvo la boca abierta para no rozarse los dientes superiores con los de abajo. No quería desprendérselos con la presión de tener la boca cerrada. Había intentado pronunciar un par de frases y se avergonzó al darse cuenta de que le costaba horrores hacerse entender. El aire se le escapaba por los huecos y las letras salían deformadas como un hombre desfigurado en un incendio. Cuando llegó a la torre norte hizo todo lo posible para no cruzarse con ningún compañero. Subió por el ascensor de alta capacidad y luego en el tramo del ascensor local sin dar los buenos días y se encerró en su despacho hasta media mañana, cuando tenía cita con el doctor Craven, adjunto al seguro médico de la compañía. Durante todo ese tiempo, se quedó como un pasmarote mirando la pantalla apagada de su ordenador, intentando no tocarse los dientes con la lengua. No hacerlo le pareció el trabajo más arduo de toda su vida. Era un martirio
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contenerse, lo que el cuerpo le pedía era pasar la punta de la lengua por la superficie de las piezas que le quedaban, comprobando una y otra vez si seguían moviéndose o volvían a sostenerse en las encías. A la hora estipulada, la anciana señora Meyer lo avisó por el interfono y la voz metálica le hizo dar un respingo de su sillón. Bajó hasta el aparcamiento del mismo modo en que había subido a su despacho: como un espía escondiéndose de todos y de todo. Recorrió a toda prisa las calles de Nueva York y menos de treinta minutos después estaba sentado en la consulta del doctor Craven, que le hizo diligentemente una prueba tras otra para decir que, a expensas de lo que confirmaran los resultados, a simple vista parecía estar en excelente estado de revista. William había sospechado que el doctor Craven le aclararía la situación, que el problema era una mala alimentación, o un virus fácil de derrotar, pero nada más lejos de la verdad. El doctor Craven estaba más sorprendido que el propio William. La losa de estupor que le cayó sobre los hombros parecía tener el peso del mundo entero y los ojos se le ensombrecieron. —No se preocupe, señor Perquis —dijo el médico—, encontraremos el problema y lo solucionaremos. William parecía vencido y entregado. —Los dientes perdidos no se podrán recuperar ya… Craven enarcó las cejas. —La cuestión estética no debería alarmarle. —Trabajo en el centro. La cuestión estética es fundamental. Somos el centro económico del mundo. Cierro tratos con las personalidades más importantes del planeta… El doctor parecía comprender, aunque seguía sin compartir la preocupación de William, cegado por el aspecto personal e ignorante de otros muchos males peores que achacaban el mundo. No obstante, intentó consolar a su paciente. —No se preocupe por eso, de verdad, hoy en día hay prótesis, dentaduras e implantes que le proporcionarán unos dientes incluso más perfectos que los que tenía antes. —Ya —bufó resignado. —Lo importante ahora es averiguar qué le ha pasado en la boca y solventar el problema. He solicitado los resultados al laboratorio de forma urgente. A principios de la semana que viene sabremos algo más. —Entiendo. —Y ahora, si me disculpa, hay otros pacientes a los que atender. 3 Cuatro noches de septiembre más tarde, el recuento de dientes perdidos en combate sumaba dos muelas más, un premolar y un incisivo. Este último era la última pieza que le quedaba en la parte superior. Abajo, aguardaban paupérrimamente tres incisivos, dos caninos y dos muelas, que se doblaban de un lado a otro como girasoles mecidos por
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un fuerte viento. La intensa sensación de hambre —apenas si había comido nada en los últimos días, solo unas papillas y algo de leche, en pos de retrasar algo más lo absolutamente irremediable— se había mitigado un poco, lo que indicaba que su organismo había empezado a tirar de las reservas de grasas y proteínas almacenadas en épocas de bonanzas alimentarias. No obstante, William se sentía bastante cansado, y con unas inhóspitas y terribles ganas de pasarse por un bufet italiano, sentarse en un rincón y ponerse hasta arriba de todo tipo de pizzas y pastas a la carbonara. En la oficina se dedicaba a aplazar reuniones, reorganizar planes de trabajo y evitar por todos los medios el encuentro con clientes y compañeros. Su inestimable secretaria, la señora Meyer, hizo varios intentos de saltarse la reclusión a la que su responsable se había sometido en los últimos tres o cuatro días, pero William llegaba mucho antes de la hora al edificio, se encerraba con llave en su despacho y mantenía todas las comunicaciones por teléfono o correo electrónico. Meyer pensó en varias ocasiones que cuando le hablaba por el interfono, William tenía algo en la boca que le impedía hablar con claridad. Los pocos superiores que insistieron en reunirse con él, tuvieron que prometerle que no hablarían del tema con nadie hasta que los doctores no le hubiesen repuesto la dentadura postiza al completo. Con aire de fingida comprensión, salían uno tras otro del despacho implorando a los dioses para no contagiarse de cualquiera sabe qué cosa había pillado William. El resto del tiempo, William lo pasaba mirando por la ventana, oteando el horizonte repleto de rascacielos neoyorquinos. Aun pasando por aquel brete, le reconfortaba estar allí arriba, en la planta 92 del rascacielos más alto de la ciudad. Mirar por la ventana le tranquilizaba. Era catártico. Un cielo azul abrazando edificios que acariciaban la barriga del cielo. Sin embargo, no podía pasar allí todo el día, y a eso de las cinco o las seis volvía de nuevo a casa. Aquella noche, a eso de las tres y media de la madrugada, algo había cambiado y el ramalazo de dolor que sintió William en la boca fue como la suma de doscientos puñetazos en el mentón. Despertó con un grito y se llevó las manos al rostro. El dolor en la boca —concentrado en los pocos dientes que le quedaban— era abrasador, mareante, demoledor. Se tambaleó hasta el baño y se miró al espejo. La sangre le manaba a borbotones de las encías. El sabor le pareció hierro oxidado, aunque él nunca había probado el hierro oxidado, por supuesto. Abrió el grifo de agua fría y dejó que el líquido le invadiera la boca. El dolor no menguaba. Supuso que aquello era lo que sentían las mujeres en un parto, lo que sentían los futbolistas al recibir un balonazo en las partes nobles. Notó un nudo en el estómago. El dolor le provocó nauseas. Escupió un montón de flema al lavabo y vio que la acompañaban unos cuantos dientes más. Entre el agua, la sangre y el dolor de sus encías, no supo identificarlos, pero el doctor Stirling fácilmente hu-
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biese enumerado las dos muelas, el incisivo superior y otros tres incisivos de la parte inferior. Se inclinó sobre el lavabo y se asomó a la realidad que le mostraba el espejo. Solo le quedaban dos caninos en la mandíbula inferior. Parecía la sonrisa mellada del mismísimo Conde Drácula vuelta del revés. El dolor no cesaba y se le extendió al resto de la cabeza y a la nuca. Cogió una toalla de la repisa y se taponó la boca, que aún sangraba ligeramente por las encías. William regresó al dormitorio y se quitó el pijama. Se puso los pantalones del traje del día anterior —algo impensable en otras circunstancias— y se mal abotonó la camisa. Obvió la corbata, se colocó los zapatos y no se paró en arreglar más su aspecto. Pasó por la cocina y tragó un par de pastillas para el dolor que abarcaba ya toda la cabeza, aunque más tarde pudo afirmar que no le habían hecho efecto en absoluto. El deportivo aceleró en el amanecer neoyorquino y el vehículo se perdió entre las calles destino a urgencias. 4 A las seis de la mañana, el doctor Craven entraba en el box donde esperaba William y le leía los resultados de las pruebas. Bajo un halo de estupor y sorpresa del paciente, el médico le informó de que no había ninguna irregularidad en el informe. William Perquis no estaba enfermo, no tenía ningún achaque y su salud era envidiable. Así de simple. Naturalmente, con el tiempo tendría que controlar los triglicéridos y el colesterol, pero aquella mañana de septiembre, William estaba en perfecto estado. Craven no tenía ni idea de dónde procedía el mal que le había derribado todos los dientes uno detrás de otro. No podía explicar la raíz del problema ni de por qué sufría ese dolor insoportable. Habían tenido que inyectarle una alta dosis de analgésicos para que William aguantara medianamente sin gritar ni desesperarse. El dolor le había nublado la vista y apenas si podía concentrarse en lo que el médico le decía. —Le hemos hecho más pruebas. Obviamente algo le ocurre. Mi colega Stirling estaba en lo cierto, todo está bien. Está usted completamente sano. Habrá que esperar a los nuevos resultados para descubrir… —¡¿Por qué no me hizo esas pruebas la semana pasada?! Craven se ruborizó. —Bueno… —El médico carraspeó—. Tanto yo como algunos compañeros a los que he consultado... estamos estupefactos. No se entiende cómo puede habérsele caído la práctica totalidad de la dentadura… Es algo insólito. —¡Por favor! ¡Soluciónelo! ¡Me duele! ¡Y hablo como un retrasado! Durante toda la conversación las sílabas le habían patinado en el paladar. Era frustrante no poder retener el aire en el recoveco de la boca. —Ya le hemos inyectado analgésicos —dijo el médico—. Una mayor can-
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tidad sería contraproducente… —¡No me importa! —Señor Perquis… entienda… —¡Entienda que he perdido todos los dientes! —¡Su vida no corre peligro, señor Perquis! ¡En este mismo hospital hay pacientes que sufren enfermedades terminales! ¡Usted no se va a morir! William se quedó callado. Hasta ese momento no había pensado en la posibilidad de morir por aquello. Solo pensarlo le hizo sentir un miedo horrible y añejo. Craven lo miró con la comprensión de una carrera médica larga y con sobresaltos. Había tenido delante miles de pacientes aterrados. Era lógico, dadas las circunstancias. —Veamos, señor Perquis. Su salud es excelente, salvo por la caída de las piezas dentales y el puntual ramalazo de dolor intenso que está sintiendo hoy. Para curarnos en salud, hemos realizado un escáner cerebral en cuanto ha llegado, pero tampoco hemos encontrado nada. El diagnóstico es favorable. Las pruebas de la semana pasada son todas negativas. A priori, está usted más sano que una manzana. Lo que voy a hacer es darle la baja laboral, váyase a casa y descanse, espere los nuevos resultados y no se preocupe por el momento. Quizá sea todo un problema de estrés. —Llevo estresado cinco años —intervino William—. ¿Por qué iba a pasarme esto ahora? ¿Le ha pasado a alguien alguna vez? La lógica aplastante de sus palabras no achantó al doctor Craven. —Váyase a casa y descanse. Tómese las pastillas de novocaína que voy a recetarle y si en un par de días el dolor de cabeza no remite, vuelva aquí. En caso contrario, nos veremos la próxima semana para explicarle los resultados, aunque me temo que serán tan claros como los de hoy. —¿Claros? Yo diría que no aclaran nada… —Le desviaré a un psiquiatra. Hay un par amigos míos que son profesionales excepcionales. Y poco a poco tendrá que ir implantándose las piezas que le faltan… —Lo dice como si se me hubiese caído dos dientes… y la realidad es que solo me quedan dos. Craven suspiró. William Perquis era un paciente irritado, irritable e irritante. Lo mejor era deshacerse de él cuanto antes y pasar a otro paciente que necesitara más su ayuda. No obstante, la singularidad del caso le llamaba poderosamente la atención. Seguiría su historial con detenimiento. Escribiría algún que otro artículo y lo presentaría a revistas especializadas. Y consultaría a otros expertos, por si se hubiese dado algún caso similar en algún lugar recóndito del mundo, aunque sospechaba que no. La despedida no fue lo cálida que cabría esperar y William salió de la consulta de mala gana y con el humor por los suelos. Se montó en su coche y tragó una de las pastillas que le habían entregado en la zona de farmacia del hospital.
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Se asomó al espejo retrovisor y se empujó con la lengua uno de los dos caninos que le quedaban en la parte inferior. El diente se desprendió y William lo agarró con los dedos. Lo dejó en el compartimento de discos del coche. Miró su reloj de pulsera y decidió acercarse a la oficina para dejar los documentos de la baja y recoger el ordenador portátil y algunos de los informes más urgentes. Eran casi las ocho de la mañana, de modo que cuando llegara allí todos estarían en sus puestos, algo que le complicaría llegar hasta su despacho sin ser visto. Sopesó las alternativas y decidió ir de todas formas. Arrancó el coche y enfiló las calles de Nueva York en dirección a West Street. 5 William salió del ascensor de la planta 92 y recorrió con la cabeza baja el pasillo hasta el recodo que daba a su despacho. Las puertas de su oficina estaban cerradas y, junto a la entrada, la señora Meyer estaba sentada en su escritorio tecleando en el ordenador. William aceleró el paso, con la intención de entrar en el despacho sin detenerse a hablar con Meyer, pero esta se percató de su presencia y presurosa se levantó para interceptarle el paso. —¿Qué tal está, señor Perquis? —Bien, señora Meyer. La anciana posó sus ojos en la boca de William. Había detectado algo en ella, pero no lo identificó a la primera. Los rumores habían apuntado durante toda la semana hacia la posibilidad de que algún accidente le hubiese desfigurado parte de la cara, pero eso podía descartarse a simple vista. —¿Por qué lleva una semana sin dejarse ver? William giró la cabeza a un lado. —No pasa nada. Todo irá bien en poco tiempo. —Pero… William intentó rodear a la señora Meyer y entrar en su despacho, pero la mujer le aferró el brazo y lo retuvo con una sacudida. —Pero ¿se puede saber qué hace? —espetó William, dándose la vuelta hacia ella y apartándole el brazo de un manotazo. Y entonces la anciana se percató de que le faltaban los dientes. Se llevó las manos a la boca y sofocó un gritito. —Abra la boca —se limitó a decir. —No —repuso William, como un niño pequeño. Se dio la vuelta y agarró el pomo de la puerta de su oficina. —Ya lo he visto, señor Perquis, enséñeme la boca. William se detuvo y no entró en su despacho. Soltó un sonoro suspiro y se enfrentó a la señora Meyer. Abrió la boca y le mostró el único incisivo que le quedaba en la parte inferior. El resto de la boca era una masa rosada con un montón de huecos alineados, como un maizal en el que acababan de recoger la cosecha. —Por Dios…
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—Lo sé. ¿Me entiende ahora? —Es como los sueños… Y entonces se quedó callada. Como si hubiese preferido no seguir con aquella frase. Como si lo que estaba a punto de decir fuera algo tabú, algo prohibido. William no entendió a su secretaria. No más de lo que ella le entendía a él, al no poder siquiera pronunciar con corrección el sonido de las letras. Era como un bebé balbuceando sus primeras palabras. —Ojalá esto fuese un sueño. Pero la realidad es que estoy hecho un desastre, todo un asco. —No diga eso. —No volveré a salir a la calle hasta que me implanten los dientes de Brad Pitt, así de claro. La señora Meyer dio un paso hacia delante y le puso una mano encima del hombro. Tenía los ojos muy abiertos y esbozaba un mohín indescifrable. —Lo siento mucho, señor Perquis. Espero que pueda solucionarlo pronto. —Gracias, Lidia. Entonces se dio la vuelta y entró en su despacho. Un par de minutos después, volvía a salir con varias carpetas bajo el brazo y su ordenador portátil debajo del otro. —Lidia… —¿Sí? —Estaba sentada de nuevo en su mesa, aunque no estaba haciendo nada, salvo esperar a que William saliera de su oficina. —Trabajaré unos días desde casa. Estaremos en contacto por correo. —No se preocupe. —Ehm… —Dígame, señor Perquis. —¿A qué se refería con los sueños? La señora Meyer sonrió. —Bueno, dice la leyenda que cuando una persona sueña con que se le caen los dientes, es porque alguien va a morir. Y cuando sueña que se le caen con mucho dolor, es porque va a morir alguien cercano… Y si… William no quiso oír más. —¡Déjese de leyendas y sueños! ¡Esto es real! —Pero… —Pero nada. El doctor Craven se encargará de todo, ya lo verá. Pronto volveré a ser el objetivo de todas las mujeres atractivas de Nueva York. La señora Meyer esbozó media sonrisa. —Por supuesto, señor Perquis. William se despidió de su secretaria y desanduvo el trayecto hasta el ascensor. Durante la bajada a la planta baja, el eco de las palabras de la señora Meyer le retumbó con un estruendo en la cabeza. Si tenía tanta salud como afirmaba el doctor Craven y el odontólogo Stirling, ¿podría tratarse de algo más… esotérico? ¿Tendrían algo que ver los sueños de los que hablaba la señora Meyer? ¿Tendría razón el
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doctor Craven y el mal que le acechaba era psicológico? ¿Algún tipo de estrés no diagnosticado y llevado al extremo por su obsesión de tener un excelente aspecto durante todo el día? Todas aquellas preguntas le atoraron los sentidos como una cascada de agua desenfrenada. Las puertas del ascensor se abrieron al enorme hall del rascacielos que se extendía en un ir y venir de personas que se dirigían con paso firme a sus despachos y citas. Antes de dar el primer paso, William sintió que debía confirmar sus pesquisas. Pero… La idea se le ocurrió de pronto, de modo que dejó que el ascensor volviera a cerrar sus puertas y pulsó con dificultad el botón de la segunda planta del subsuelo, donde se hallaban la mayor parte de las tiendas comerciales del edificio. No le costó trabajo encontrar la librería. Se acercó al dependiente y le preguntó por los libros de psicología. El joven reprimió el primer impulso que sintió de echarse a reír por la gangosa forma de hablar de William y con un gesto del brazo le dirigió hacia uno de los rincones más alejados del local. William descubrió rápidamente varios libros dedicados a la interpretación de los sueños. Agarró el título más ancho y lo pagó con su tarjeta de crédito. El joven sonreía cabizbajo mientras manipulaba la caja registradora. Regresó al ascensor y subió hasta el vestíbulo del ascensor local. Cambió de elevador y regresó a la planta 92. Cuando llegó al escritorio de la señora Meyer, ella no estaba allí. Quizá habría ido a hacer fotocopias o a atender algún asunto urgente. William entró en su despacho y cerró la puerta tras de sí. Dejó las carpetas y el ordenador en la mesa y abrió el libro de los sueños por el índice. Le resultó sorprendentemente sencillo encontrar la sección donde se encontraban los sueños sobre dientes. William se deslizó la lengua por la encía superior y la notó suave, suave y con muchos huecos. Buscó la página correspondiente y leyó con atención. «En Chile, soñar con la caída de los dientes significa que alguien va a fallecer. Si la pérdida dental es dolorosa, entonces la muerte corresponde a alguien cercano. Pero si pierdes todos los dientes, entonces significa que eres tú quien va a morir…» William sintió que le faltaba el aire. De repente presionó con la lengua la base del incisivo que le quedaba y juró que había podido oír un clic, un ínfimo sonido al desprenderse el diente. William se quedó petrificado. Durante unos segundos no se movió, y dejó que el diente descansara sobre la superficie de su lengua. Luego, muy despacio, se llevó los dedos a la boca y cogió la pieza dental. Ya no le quedaba ninguno. Su boca era igual a cuando nació. El regusto a metal le sacudió como una explosión de sabores en el paladar. La frase del libro estalló en el fondo de su cabeza y parpadeó como el cartel de neón de un viejo motel: «Pero si pierdes todos los dientes, entonces significa que eres tú quien va a morir…» William cerró el libro de un golpe y se levantó de su sillón. Dio
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unos pasos tambaleantes hacia el fondo de su despacho y alzó la mirada a través del cristal estrecho de las ventanas. Cuando sus ojos interpretaron la imagen que tenían delante, William solo tuvo tiempo de pensar en su madre. Abrió la boca y susurró: —Dios mío… En ese momento, el vuelo 11 de American Airlines, un Boing 767 con 92 personas a bordo, se incrustó de lleno en la torre norte del World Trade Center. La bola de fuego y el amasijo de aluminio, hierros y plástico lo abrazaron con calidez. William no sintió dolor.
WOOD WITCH, Carlos Rodón
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EL MONSTRUO DE LA CUNA, KIKE ALAPONT
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Ilustración: Carlos Rodón (1979) Alien, el octavo pasajero · (1984) Los Cazafantasmas. (1986) Aliens, el regreso ·(1992) Alien 3 · (1997) Blancanieves, la verdadera historia ·(1997) Alien, resurrección ·(2004) The Viyage ·(2009) Avatar · (2011) Paul · (2012) Luces Rojas · (2012) La cabaña del bosque.
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Respirar dolía, incluso la sencilla tarea de pestañear resultaba ser un infierno. Abrió los ojos tanto como pudo intentando mantener la mente clara, pues muchas cosas se dibujaban en ella de manera confusa. Estaba en un lugar desconocido, todo era de un color blanco puro, y cuando fue a levantarse el dolor la recorrió de nuevo terriblemente. Desistió sin volver a intentarlo, se centró en las manos, pero pesaban, instintivamente giró la cabeza y vio que estaban sujetas con algo de color negro. —Ah… —sentía la garganta reseca, dolorida, y aún tenía aquel asqueroso sabor metálico en cada centímetro de la boca. La luz que había sobre ella se oscureció, cerró los ojos y los volvió a abrir con pesadez. Había un nuevo rostro sobre ella, no daba tanto miedo, aunque seguramente se debía a su estado de confusión. —¿Hola? —escuchó— ¿Me entiendes? —Uhm… —quiso afirmar, pero estuvo a punto de ahogarse con su propia saliva. De repente, volvió a mirarle sorprendida— S-sí… —gimió con una nueva oleada de dolor en el estómago. —Fantástico, yo a ti también —se sentó a su lado y rió—, parece que el locuum funciona con los terrestres… me pregunto por qué está tu idioma en la base de datos… es curioso. Shana abrió la boca para intentar decir algo, pero además de no saber qué, no pudo. No entendía lo que ocurría, lo que eran ellos ni de lo que hablaba aquel hombre con piel escamosa, y sin embargo, hermosa. —Eres… —dejó escapar parte del aire al sentir una fuerte presión en su interior— ¿Mutante? Erum se inclinó un poco para poder mirar a Shana a los ojos, estaba asombrado por lo que acababa de escuchar, y no estaba seguro de si le resultaba molesto que le llamasen abominación, pues los mutantes no eran más que seres con una evolución fallida. Sin embargo, antes de reprocharle el insulto, se percató de que lo que había leído resultaba ser real, era una terrestre que experimentaba por primera vez el contacto con otro ser vivo fuera de su planeta. Se preguntaba como sería la sensación, incluso el miedo. Para su raza, los Draghman, hacía tanto tiempo que habían vivido aquello, que se había olvidado por completo, él nació estando su sector dentro del gobierno del Emperador. —Sé que no estás en buena condición —rompió el silencio tras varios segundos—, estás dolorida y sedada, pero no somos mutantes, y te aconsejo que no uses esa palabra con nadie. Somos de otros planetas. Shana abrió los ojos de par en par, tanto que por un momento creyó firmemente que se le saldrían disparados, los giró hasta el límite y le miró como si estuviera loco. Quiso gritar, pero su yo interior le dijo que la loca era ella, lo que acababa de decir y todo lo que había visto cuadraba a la perfección. Las cosas comenzaban a tener sentido. “Qué ironía…” pensó mientras volvía a sufrir un nuevo pinchazo en el brazo. “De estar encerrada, acabo rodeada de alienígenas, esto tiene que ser un sueño, definitivamente lo tiene que ser…”
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Se sumió en un profundo sueño que acabaría agradeciendo, pues así dejaba de sentir aquel horrible dolor. Erum se levantó de la silla y agarró un aparato, no tenía ni idea de lo que los bot podrían causar en su organismo, las pequeñas máquinas que todos llevaban les ayudaban a curar sus cuerpos de heridas y enfermedades, pero estaban programadas, y él estaba seguro de que no conocerían el cuerpo de un habitante del planeta llamado Terrenel. —¿Qué haces? —la puerta se abrió con su típico sonido dejando entrar al capitán— ¿Sigue viva? —se acercó y no escondió su sorpresa porque Shana siguiese respirando. —Eso parece, estaba a punto de mirar qué hacen los bot —Luzbel anchó una sonrisa y extendió los brazos mientras daba un paso atrás para dejarle trabajar. Erum se colocó junto a la cama en la que Shana dormía, pasó el aparato que sostenía sobre su cuerpo y una pantalla se iluminó frente a él, en la pared. Los datos aparecían rápidamente, serían difíciles de leer para cualquiera debido a la velocidad a la que salían. —¿Y? —Pareces nervioso Luzbel —le miró con una risa en la cara—. Creo que te sientes culpable. —¿Por qué debería? —estaba claramente molesto por sus palabras— Era imposible saber que iba a ocurrir algo así. —Lo que tú digas —respondió divertido—. Interesante, parece que están estudiando su cuerpo —comentó centrando toda su atención en los datos—, pero no saben exactamente qué hacer. Luzbel se cruzó de brazos observando, pues él no entendía absolutamente nada sobre temas médicos. Tras un par de minutos soltó un suspiro y salió de la habitación dejando a Erum concentrado en su estudio, no le haría caso ya, parecía muy interesado en lo que leía, y cuando se ponía así, se sumergía hasta el punto de no saber ni quien estaba a su lado. Mientras caminaba hacia el puente, pensaba en aquel ser que se debatía entre la vida y la muerte. No lo admitiría, pero sí que se sentía culpable, no llegó ni a imaginar que un golpe tan pequeño la hubiera estado a punto de matar, ¿cómo iba él a saberlo? Aquello le ponía de mal humor. —¿Se sabe algo, capitán? —Morrik se giró apartando los ojos del cristal. —No mucho, los bot la están estudiando, imagino que para poder actuar. —Espero que se recupere —el muchacho parecía afectado y preocupado, Luzbel se acercó a él interrogante—. Parecía muy asustada, capitán… nunca había visto a nadie así. —Se pondrá bien, no te preocupes. Luzbel se giró con rapidez y se sentó en su sitió fijando la vista en el exterior de la nave, en el infinito del universo. Tras mirarle un momento, Morrik le imitó y se concentró en trazar las nuevas rutas, tenían que salir de aquel peligroso sector que parecía estar
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infestado de la flota del Emperador. En la sala de cuidados, las cosas comenzaban a ir bien, los bot empezaban a comprender el cuerpo de la terrestre, pues Erum vio como los pequeños seres robóticos curaban su destrozado estómago. Pasaron cerca de seis agobiantes horas, el proceso iba más lento que de costumbre, pero no le extrañó teniendo en cuenta que era un nuevo organismo que debían estudiar antes de curar. Sin embargo, le quedó claro que se salvaría. Una vez pareció que estaba recuperada y fuera de peligro, la llevaron a la misma habitación de la que había escapado, por el momento era mejor tenerla allí encerrada, al menos hasta que pudieran hablar con ella y esclarecer todas las dudas, especialmente la razón de que siguiera viva. También era importante que ella comprendiese su situación, pues de otro modo tendría que seguir retenida. Shana se revolvió en su cama por el sueño que había tenido, en él aparecían siniestras criaturas que la perseguían. Cuando abrió los ojos, sintió el palpitar de su corazón y no había dolor, aquel horrible e insoportable dolor se había ido por fin, ¿lo había soñado? “No…” se dijo al ver el techo de color plateado, su habitación no era aquella, sino que era de color violeta. Se recostó, sentía una debilidad que ya conocía, le pesaban las extremidades del mismo modo que le ocurría tras uno de sus episodios. Miró a su alrededor y reconoció el lugar al instante, era el mismo sitio extraño y vacío del que había escapado, el mismo sitio al que había entrado aquel chico rata. Se llevó una mano a la cabeza, le dolía y se sentía desorientada, sospechó que la habían sedado y que su estado actual se debía a aquello. Se quedó en la cama sentada mirando fijamente la puerta. ¿Cómo era posible? Todo lo que estaba ocurriendo no podía ser real, era demasiado extraño. Quería que alguien entrase ya para explicarle qué estaba ocurriendo. Lo soportaría, incluso si se trataba del niño con aspecto de rata blanca. Dio un brincó cuando volvió a escuchar el mismo sonido de antes, la puerta frente a ella se volvió a abrir, pero no entró el mismo muchacho que antes llegó cargando la bandeja, entró el extraño hombre de pelo oscuro y ojos raros. Todo su cuerpo se tensó al momento. Luzbel se quedó quieto en la puerta un momento, se estaban observando el uno al otro, podía ver perfectamente como ella le estudiaba con bastante confusión. Estaba tensa y se agarraba a la sábana color celeste apretando ambos puños con fuerza mientras parecía hacerse cada vez más pequeña. Aunque un poco molesto por su actitud, se dijo a sí mismo que era una reacción lógica, con un suave suspiro que ella no percibió acabó entrando, caminando lentamente hasta quedar a una corta distancia de ella, que agachó la cabeza en signo de clara sumisión mirándole las bastas botas negras y rojas. Tenía miedo, todo el terror que no había sentido al ver todo destruido y a aquella gente muerta la invadía en aquel momento, la razón no era un misterio, recordaba el potente golpe y las oleadas de dolor que habían llegado
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después, estaba simplemente aterrada porque volviese a golpearla, no quería sentir aquel sufrimiento físico nunca, nunca jamás. —Erum me ha dicho que ya puedes entendernos —su tono frío la hizo dar un respingo, aún con la cabeza gacha, asintió—. Bien, me llamo Luzbel y soy el capitán —empezaba a crisparle los nervios el hecho de que no le mirase a la cara—. Lamento lo ocurrido, no sabía que pasaría lo que pasó —añadió sin dar rodeos y atrayendo a él los ojos verdes de Shana, que estaba sorprendida. Solo le miró un segundo, no pensó que fuera a disculparse, la pilló completamente por sorpresa. Seguidamente volvió a concentrar su vista en las botas del hombre extraño mientras se estrujaba las manos nerviosa, esperando algo que no comprendía. Luzbel dudaba, no estaba seguro de si lograría explicarse con palabras, él no era bueno en aquel tipo de cosas, así que tras pensarlo un segundo, se acabó de acercar a ella provocando que diese un nuevo respingo cuando la agarró con suavidad del brazo, y sin dudar un segundo tiró para levantarla. —Ven conmigo. Soltó un pequeño jadeo, le temblaban las piernas y las manos. Salió por la puerta mientras él la arrastraba hacía algún lugar, durante un segundo creyó tan firmemente que la matarían para almorzarla, que llegó a sentirse ridícula. Tras unos minutos llegaron a una nueva puerta que él abrió con rapidez, volvió a tirar de ella con suavidad y ambos entraron a la estancia. Luzbel la soltó y sintió su mirada de confusión sobre él, entonces hizo un gestó con la cabeza e instintivamente Shana miró al frente. Dio un pequeño paso, después otro. Era una habitación amplia y vacía a excepción de lo que parecía un alargado sillón de color negro, pero todo carecía de importancia, porque lo que estaba viendo de frente acababa de centrar toda su atención. No tenía palabras para expresarse, ni siquiera estaba segura de lo que sentía, era alguna clase de excitación, confusión y emoción que se mezclaban con aquel miedo a lo desconocido que tanto caracterizaba a los humanos. Pegó ambas manos al cristal y su aliento lo tiñó durante un segundo mientras Luzbel también se acercaba, pero los ojos reflejados que habían aparecido a más de veinte centímetros de su mirada no la descentraron, tenía la mirada fija en el infinito, observaba todas aquellas pequeñas luces brillantes casi con adoración. —Qué… —soltó un susurro y alzó la cabeza mirando a Luzbel fijamente, como si se diese cuenta de pronto de lo que estaba viendo, pero que no acababa de creérlo. —Es el universo —respondió sin devolverle la mirada. Volvió a mirar al frente rápidamente. El universo se extendía oscuro e infinito, estaba allí, era real. Gimió con una renovada confusión y comenzó a sentir las piernas temblar de tal manera que le cedieron, pero no sintió ningún golpe en las rodillas. Sin embargo, sí que sintió un fuerte agarre en la cintura, Luzbel se dio cuenta de
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que se caería por la impresión y quiso evitarle un nuevo golpe, aún estaba débil. —No puede ser —casi lloriqueó—, esto es completamente surrealista… Miró una vez más el amplio espacio que se extendía por todos lados y se llevó una mano temblorosa a la boca. Luzbel abrió los ojos sorprendido cuando comenzó a escuchar una risa que fue subiendo de tono. —Es increíble —murmuró sin dejar de reír. Eran tan pocas veces las que había salido de su casa, que las podía contar con una sola mano, era irónico estar ahora allí, con el universo frente a ella. No reía de felicidad, ni siquiera sabía si estaba contenta, era por el simple hecho de su situación. —¿Estás… bien? —escuchó cerca de su oído. —No podía ni salir al jardín de casa, y ahora estoy en el espacio rodeada de marcianos. La frase provocó que volviera a reír nerviosa mientras Luzbel comenzaba a pensar que se había vuelto loca por el shock. Cansado de la situación, la levantó como si no fuera más que un pequeño objeto y la dejó caer sobre el sillón alargado que había en la estancia, seguidamente se colocó frente a ella y la observó atentamente, con la mirada tan seria que la risa de Shana se esfumó de un plumazo. Puso los brazos sobre las caderas y ella escuchó como carraspeaba, volvió a sentirse pequeña y la excitación y emoción que acababa de sentir se desvanecieron por completo. —Cuéntame por qué sigues viva. “¿Por qué sigo viva?”. Se preguntó inconscientemente. “No lo sé…” —No recuerdo mucho… —comenzó a decir sin pensar en sus palabras, como si hubiera otra Shana en su interior— Estaba durmiendo en mi habitación, me empecé a encontrar mal, muy mal… me levanté y fui a buscar a mi padre, no estoy segura —con cansancio, se llevó una mano a la cabeza— recuerdo todo vagamente, como en un sueño. —Continua —apremió sin moverse ni cambiar su posición. —Después recuerdo que mi padre me llevó en un coche, y que me tumbaron —pensó un momento y continuó— ...había gente, y llegaba más, había muchas personas corriendo. Después de eso solo recuerdo que me desperté en un sótano, creo que salí de alguna especie de cámara. Allí todos estaban muertos… desde hacía mucho tiempo. Se mordió los labios nerviosa y levantó un poco la cabeza para observarle. Se había llevado la mano derecha al mentón, lo acariciaba pensativo mientras miraba hacia un lado, a algún punto del oscuro suelo metálico. Luzbel barajaba todas las posibilidades, porque por el momento no podrían acercarse al planeta a investigar. Había una flota del emperador apostada cerca y el contacto entre ambos no sería bueno. Aunque bastante improbable, supuso que había permanecido en algún extraño letargo, pero él no conocía nada de los humanos o su tecnología. Sin embargo, aquella hipótesis explicaba muchas cosas. —¿Por qué estaban… todos muertos? —soltó un susurro tan suave que casi no pudo escucharla.
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Vio como él cambiaba su expresión a una de cansancio. —No sé mucho, pasó hace demasiados ciclos —comenzó diciendo, ella pensó que aquellos ciclos serían años o algo por el estilo—. En la base de datos que tenemos hay poca información. Básicamente os exterminaron para evitar problemas futuros. La miró a los ojos, en sus palabras no había nada, fueron tan frías que Shana sintió un terrible escalofrío. ¿Así hablaba de un exterminio? Millones y millones de personas habían muerto y para él carecía de importancia. Estuvo a punto de gritar ante lo que sintió como algo ofensivo, pero de un segundo a otro se tranquilizó, porque aquella vocecita de su interior le gritó que él no tenía nada que ver con los humanos. “Soy igual de fría que él” se dijo, “yo tampoco reaccioné como debía cuando los vi muertos y todo destruido, también soy un monstruo”. Decirse aquello a sí misma resultó más doloroso de lo que le habría gustado. Los ojos comenzaron a empañársele y los pantalones negros de aquel extraño personaje se volvieron borrosos. Era la única humana viva, ¿qué se suponía que iba a hacer? Tenía miedo, miedo de volver a estar sola.
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Antología Historias Perversas de Demonios Editorial: Amazon Páginas: 270 Año de Publicación: Octubre de 2013 ISBN-13: 978-1492198550 ISBN-10: 1492198552
Sinopsis: Historias Perversas de Demonios es una antología de relatos que os harán experimentar más de una sensación, que buscada o no, os revolverá vuestro ser por completo. Con una extensa temática os llevará desde el terror hasta el género erótico, pasando por momentos de locura, celos, posesión, amor sin fin y siniestras relaciones. Ya que este libro que estáis a punto de abrir viene cargado con altas dosis de sensualidad, de misterio, de sexo... cuando lo terminéis, ya no seréis los mismos, y miraréis cada esquina oscura, cada rincón apartado... deseando que un ser de otro plano os lleve hasta los límites de la resistencia humana. Os damos la bienvenida desde la pista central de este circo de los deseos... ¿Preparado para experimentar oscuros placeres? Autores: Maialen Alonso, Enrique García Díaz, Carlos Rodón, Amy García, Roberto Malo, Déborah F. Muñoz, Inmaculada Ruiz, D.W. Nichols, Chabi Angulo, David Ruiz del Portal, Isabel García Delgado, Sergio Fdéz. A. Ilustradores: Kike Alapont, Agarwen, Pablo Brenes Guillén, Inmaculada Ruiz, Love Macabre, Daniel Medina Ramos, Dagam (David García). Ilustrador Portada: Kike Alapont Maquetación Portada: Okaa-san [Elena]
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