Chiara Lubich dejó el tiempo. Hace un año está en la eternidad, viviendo plenamente al Dios Amor que la eligió para mostrarlo. Su Pascua personal, intransferible, ese pujo definitivo hacia la plenitud, se anticipó a la que los cristianos memoraremos en cuatro semanas más. Una adelantada, eso es lo que fue. Eso es lo que es. Por eso, en medio del escándalo del odio y el horror de la guerra pudo intuir el amor y conmoverse con aquel desafío de Jesús a la humanidad: “Que todos sean Uno”. Y sin comprender, como María, Chiara también se pronunció por el sí. El Dios Amor la había inspirado para ser cauce, estímulo y artífice para ampliar el sendero de la búsqueda incesante del hombre. ¡Que todos sean Uno!, extensión del mandamiento nuevo, el único en boca de Jesús, necesitaba, necesita, odres nuevos. El fragor de la Segunda Guerra, los gritos de dolor y desesperanza de los pobres y perseguidos, la dispersión de los cristianos, no impidieron que Chiara y sus amigas escucharan la llamada. Y se lanzaron a construir el Movimiento de los Focolares, odre nuevo, para extender aquel llamado de Jesús, siempre lozano, que tantas veces se diluye con normas y ritos. Caminos, no atajos. Odres nuevos, plurales, abiertos a la esperanza, para el Dios Amor que la inspiró. Odres dispuestos al encuentro con el otro, a la comprensión y al diálogo, que ante todo es escucha. De la misma naturaleza que aquel sí liminar de la joven de Nazareth, el de Chiara también llamaba a lo nuevo. ¿Cómo no habría de llamar a su empeño la Obra de María? La simiente de Trento se expandió. Se hizo renovación, cambio, novedad y contribuyó –¡y cómo!– a encauzar y multiplicar el fenomenal soplo que fue para la Iglesia el Concilio Vaticano II. Y aquí, en el continente de la esperanza, en las tierras de la fe en Jesús y la devoción mariana, el llamado a la unidad fue también argamasa para los creyentes en el Dios Amor. El odre nuevo se hizo Mariápolis, ecumenismo, diálogo con las otras religiones, empeño por la unidad, por la comunión. El odre nuevo se hizo sonrisa y entrega. Más que un instrumento valioso, el diálogo es para Chiara un gesto de fidelidad, una expresión actualizada del modo de revelación de Jesús, que tendió su mano, su propuesta, gratuitamente a la libertad del hombre. El odre ha de ser hoy buscar nuevos modos de ser Iglesia, bregar para poner fin al escándalo de la división de los cristianos, ahondar el diálogo con el que los creyentes, los hombres y mujeres de fe, si somos consecuentes, hemos de hacer resonar el llamado a reconocernos como hermanos. Como bien escribió el teólogo Piero Coda, debemos abrir juntos los oídos del corazón al grito de dolor que sube a Dios desde decenas, centenares de millones de hombres y mujeres. Los creyentes han de encontrarse en ese grito, es decir, en ponerse realista e irrevocablemente del lado de quien se encuentra agobiado por la injusticia y la pobreza. Porque Jesús no mandó a hacer prosélitos, a conquistar seguidores de una religión, sino que nos hizo pescadores de hombres nuevos, testigos y constructores del reino de Dios. Ése es el legado de Chiara Lubich.