Paul Groussac

Page 1

José Bianco

LA FRUSTRADA AMBICIÓN DE GROUSSAC Renan quejoso de

SU

gloria a trasmuno J. L. B.

ulio Noé me ha contado la anécdota. Como hiciera un viaje a Europa, dos años después de terminada la primera guerra mundial, Manuel Gálvez le pidió que visitara en su nombre a Romain Rolland. Julio Noé es una persona retraída. Escribirle a Romain Rolland, presentarse en su casa, no lo complacia demasiado. Sin embargo, accedió al pedido de Gálvez. Durante la entrevista, Romain Rolland le dijo: -Usted, que es argentino, podrá sacarme de mi ignorancia. ¿Quién es Paul Groussac? ¿Qué posición ocupa en su país? Julio Noé quedó un tanto confuso. Groussac había publicado un artículo más bien severo sobre Romain Rolland (“El caso de Romain Rolland”, La Nación, 27 y 28 de julio de 1919). Allí, entre otras cosas, se atrevía a llamarlo el “emboscado” de Ginebra. Julio Noé pensó que tal vez hubiera leído el artículo, pero a muy otra causa obedecía la curiosidad de Romain Rolland; en casa de unos amigos, en el sur de Francia, había encontrado Une enigme littéraire, y lo había impresionado la erudición y la penetración de Groussac, el brillo, el ímpetu, la mordacidad, la agudeza de su estilo. En el prólogo a esta colección de ensayos sobre temas españoles, encabezados por su controvertida atribución al Quijote de Avellaneda, Groussac repite sus consabidos ataques al español, que dominaba, dicho sea de paso, como pocos prosistas de aquella época. Lo considera, sabemos, una lengua anticuada, incapaz de expresar el pensamiento contemporáneo, incurriendo en el error de confundir la índole de un idioma con el carácter o el talento del escritor que lo maneja. Pero en Une enigme littéraire va más allá. “Serían necesarias -dice- dos o tres generaciones, empleándose en la tarea con energía y voluntad, y algunos hombres de genio, para volver a forjar como instrumento de precisión esa buena daga de Toledo. Y hecho esto, quedaría la dificultad de la propagación fuera de la Península y de las repúblicas americanas, que forman una audiencia literaria bastante modesta. Allí ser célebre, ¡ay!, todavía no es salir de la oscuridad... ” A pesar de que en la portada de Une enigme Iittéraire puede leerse “Directeur de la Bibliothtèque Nationale de Buenos Aires” debajo del nombre del autor, a Romain Rolland acaso lo engañara el acento melancólico de las declaraciones formuladas por Groussac; creyó, acaso, que en la Argentina no hacían justicia a su talento. Julio Noé le explicó quien era Paul Groussac entre nosotros y disipó por completo su inquietud. Cuando volvió a Buenos Aires, contó lo sucedido; a los pocos días dos amigos lo convidaron a un almuerzo intimo con Paul Groussac. En ese

almuerzo, Groussac, le dijo: -Quisiera saber qué le ha dicho Romain Rolland de mí. Si fuera posible, le pediría que me repita textualmente sus palabras. Groussac era ignorado en Francia. Romain Rolland, premio Nobel, el tan discutido autor de Au-dessus de la mêlée, era un escritor famoso. Y este compatriota veinte años menor, escritor famoso, se interesaba espontáneamente en él. Groussac, de joven, había sido amigo de Alphonse Daudet, muy en boga a fines del siglo pasado, pero su amistad fue posterior a dos artículos sobre Daudet en que Groussac lo colma de elogios, y uno de ellos aparecido en la primera página del Fígaro, Cabe señalar que a diferencia de André Gide, que hacia esa misma época (julio de 1919) subestimaba a Romain Rolland, Groussac le echa en cara al “simpático extraviado” sus irritantes exhortaciones pacifistas, pero no pone en duda su talento y se refiere a él como a uno de los escritores más notables de principios de siglo. La admiración de Komain Rolland, por lo mismo que lo halaga, debió necesariamente avivar la pesadumbre que conservó Groussac hasta el fin de sus días: no haberse quedado en su tierra natal para ser con el tiempo un gran escritor de lengua francesa. Encontramos ecos de esta pesadumbre en casi todos sus libros. Cuando habla en Los que pasaban de su primer ensayo en español, ese estudio sobre Espronceda que despertó en Nicolás Avellaneda el deseo de conocer al autor y, subsidiariamente, el ofrecimiento de dos cátedras en Tucumán, dice que esta acogida benévola todavía lo conmueve, “aunque ella fuera causa indirecta de mi definitivo naufragio”; más adelante, cuando después de pasar unos meses en Buenos Aires vuelve a Tucumán, donde habría de quedarse otros siete años, de nuevo se lamenta: ” ¡Adiós para siempre, carrera europea! ” En el prólogo de El viaje mtelectual, primera serie, libro dedicado a su hijo Carlos, “a quien dio patria mi destierro”, se cura en salud de su “prosa francesa de emigrado” y de su “castellano de América, aprendido a la edad de hombre”; en ese mismo libro recoge su artículo sobre Daudet, donde nos confiesa que no se atreve a verlo, doce años después de haberlo conocido, ni a él ni a los escritores que le presentó, “porque retornaba a mi patria, hijo pródigo cuadragenario, a quien nadie podía ya recibir en el umbral paterno, sin haber realizado uno solo de mis anhelos ni cumplido una sola de mis promesas”. Y en unas páginas póstumas destinadas a sus biógrafos, escritas cuatro años antes de morir (La Gaceta, Tucumán, 20 de mayo de 1973), lleva la soberbia -la colérica soberbia- hasta rechazar de plano el elogio de los críticos: “No es a él a quien le harán creer que el producto de la hibridación y del mestizaje, vale tanto como el de la creación natural, y que cesando de ser


un verdadero escritor francés, se ha convertido en un perfecto escritor castellano. Esta tesis falaz ha sido repetida recientemente a propósito de la última producción de Groussac La divisa punzó, drama histórico, escrito en 1922, cuando el autor alcanzaba sus 74 anos.” En París, en 1925, en el acto público que le ofreció la Sorbona, Alfonso Reyes lo saludó en nombre de los escritores de América. Después de morir Groussac, Reyes envió una carta a la revista Nosotros. En esa carta decía que cuatro años después, mejor informado, o documentado más de cerca, tendría que contar la historia de un gran dolor del cual arranca el viaje juvenil de Groussac a la Argentina. “Los freudianos de hoy -continúa Reyes- dirían que este traumatismo de la adolescencia explica en Groussac aquella actitud de censor insobornable que es una de las más peculiares gracias de su pluma.” Hoy sabemos en qué consistió el gran dolor de Groussac: no quiso admitir el segundo matrimonio de su padre con una antigua amiga. Lo demás lo cuenta él mismo y lo han registrado sus biógrafos. Obtiene permiso para emprender un viaje alrededor del mundo, desdeñando la halagüeña perspectiva de una carrera naval, y gasta en París casi todo el dinero que lleva consigo. En esas condiciones no quiere volver a Toulouse, al hogar paterno, y se dirige a Burdeos donde compra con el resto de su peculio un pasaje fortuito en un velero que lo lleva a la Argentina. Cumple dieciocho años cuando desembarca en Buenos Aires. En su ya citada autobiografía nos dice que “se encontró solo, desprovisto de recursos, sin profesión, sin apoyo, sin conocer a nadie en un país del que ignoraba todo, empezando por su lengua, lo que le otorgaba casi una profesión de sordomudo”. Según su propia confesión, tiene un carácter sombrío y orgulloso, tan orgulloso que le parece menos humillante ser peón de estancia en San Antonio de Areco que aceptar en la ciudad un trabajo manual o mercantil. “Aquella ruda tarea lo ennoblecía, puesto que la hacía a caballo.” Su padre lo conmina a retornar a la vida civilizada, en Buenos Aires o en su país natal. Groussac vuelve a Buenos Aires, pero con el pretexto de adquirir un conocimiento más completo del español y empecinado en no recurrir a la ayuda paterna, da lecciones en un colegio privado justo enfrente de la antigua Biblioteca Pública, donde pasa todas sus horas disponibles. Dirá en su revista La Biblioteca cuando reseña la historia de la Biblioteca de Buenos Aires: “Y no recuerda sin agradecimiento el que estas líneas escribe, que allá por 1866, la vieja sala de lectura prestó su silencio y su retiro tranquilo al pobre niño extranjero, que aprendía los rudimentos de la lengua en que habría de describirla treinta años después,” Stendhal, que murió en 1842, decía que hacia 1880 empezarían a descubrir sus libros. Groussac, que no gustaba de Stendhal, ya había leído rojo y negro en 1868. La lectura de esta novela lo lleva a vacilar ante un ofrecimiento que le hacen: ser preceptor de tres hermanos, de 10 a 15 años, en casa de un matrimonio francés, a 5 o 6 leguas de Buenos Aires. Nuevo Julien Sorel, Groussac teme que lo menosprecien por su condición de asalariado, pero tanto sus alumnos como los dueños de casa lo tratan con el mayor afecto. Sólo la hija mayor, de quien está “perdidamente enamorado”, observa con él una conducta ambigua, oscilando entre la cordialidad y el desdén. Esta mu-

chacha habrá de casarse al poco tiempo, y Groussac nos

dice que más adelante llegó a explicarse sus repentinos cambios de humor, e insinúa que ella no era indiferente a la pasión que inspiraba. Pero no quiero referirme a ese conflicto sentimental, sino a un hecho que se relaciona con el secreto dolor de Groussac. En aquella casa de campo pasa “Los tres años más felices y ciertamente los más importantes de su vida, desde el punto de vista de su desarrollo intelectual y de su formación social”. Como el librero de Verrières a Julien Sorel, un empleado de la biblioteca del Colegio Nacional le permite renovar todas las semanas su provisión de libros. Poco a poco llega a sentirse como si formara parte de la familia, y todo ello gracias a sus alumnos y a la dueña de casa, “exquisita criatura que para un desarraigado, semihuérfano, educado en los internados, representaba la madre y el hogar que apenas conoció”. Groussac, discretamente, designa la localidad donde quedaba la casa con una inicial, la letra M, pero y o supongo, yo quiero suponer que esa localidad era Morón, en cuya plazuela, una tarde de verano, vino a sentarse a su lado uno de sus más ilustres antecesores en la dirección de la Biblioteca: don Valentín Alsina. “Sin preguntar quién era su vecino -el cual, por otra parte, no era nadie-, acostumbrado al respeto universal, dejó al instante correr delante de mi el río inagotable de sus recuerdos, aceptando sin resistencia la dirección que mi curiosidad deseaba imprimirle, contestando copiosamente a mis preguntas, con cierta gracia risueña y afable que no era, por cierto, docilidad senil. Su memoria lejana estaba intacta; más aún: con la edad, como a menudo sucede, su visión de lo pasado constituía una verdadera presbicia mental, creciendo en agudeza con aplicarse a puntos más remotos.” Antes de que lo nombren profesor de matemáticas en el Nacional Buenos Aires, donde se hizo amigo de José Manuel Estrada y de Pedro Goyena, dos catedráticos que fueron hombres públicos también, porque “en estas repú-


blicas, es imposible que cualquier superioridad intelectual no remate en la política” (Groussac habla, no lo olvi-

demos, de la generación del ochenta); antes de conocer a Nicolás Avellaneda y establecerse en Tucumán, ya Groussac, a los veinte años, sentía cariño por el país que tan hospitalariamente lo acogió, y se interesaba en su casi reciente historia. En Los que pasaban intercala episodios sentimentales de aquella edad juvenil, algunos meramente platónicos. En la semblanza de José Manuel Estrada nos presenta a un “doppelgänger” con el cual va a la ópera; mientras él presta atención al espectáculo. su compañero clava los ojos en un palco vecino, que ocupan dos muchachas y un señor. Cuando la función está por terminar, la muchacha de más edad le devuelve por fin la mirad a y le confiesa en silencio que ella también lo quiere. Quizá este episodio se relacione con el que Groussac relata en sus páginas autobiográficas y al que me he referido brevemente: en uno y otro interviene el cólera del 68. E n esa misma semblanza nos habla de la fiebre amarilla de 1871 y nos cuenta cómo, a consecuencia de haber bebido demasiado la noche antes, el rector del Colegio Nacional lo cree atacado por la epidemia y lo insta a salir de B u e nos Aires. Groussac termina acostado en un rancho, en pleno campo. Muchas horas después, cuando despierta, siente que le pasan una mano por la frente. “La conocí por los anillos... -dice Groussac-. ¡ Ah, corazón valiente y fiel! Había venido a este lecho de miseria, despreciando peligros y delaciones, para que no muriera solo, si debía morir, y no faltara una mano querida que cerrara mis párpados...” Voy a citar por último, en la semblanza de Avellaneda, un párrafo del retrato de aquella altiva chilena a quien Groussac quiso fraternalmente, y que cortó con él toda amistad, herida en su patriotismo, después de leer el capítulo que éste le dedica a su país en Del Plata al Niágara: “Como muchas mujeres enfermizas, tenía una cabellera magnifica, sedosa, de color castaño con reflejos

dorados, cuya masa parecía doblegar con su peso el delicado cuello; en su casa, solía soltarla, en una trenza enorme que llegaría a la rodilla; y cuando se sentaba a leer, su gatita blanca acudía a jugar con el perfumado cabo que rozaba la alfombra.” N O en vano me he detenido en estas evocaciones que hace Groussac de sus primeros años en ta Argentina. A poco de llegar, algunos hombres eminentes reconocieron su talento, cosa que a los veintitrés años, en Paris, no le hubiera sido fácil. Se gana enseguida la amistad del grupo más ilustrado de su generación. En Buenos Aires y después en Tucumán admira la belleza de las mujeres argentinas. Toda suerte de halagos lo rodean en Tucumán. “Allí estudié, allí luché, allí amé”, le dice en una carta a Juan B. Terán, y antes, en El viaje intelectual, segunda serie: “Todavía tengo presente la sensación de regocijo y conforte que me produjo el contacto de la naturaleza tucumana y la acogida de sus gentes, dulce aquél como una caricia, cordial ésta como una adopción.” Fue profesor, periodista, arriero de mulas en la Argentina y Bolivia. d i rector de la Escuela Normal. “No puedo evocar sin emoción agradecida, aquel gimnasio de disciplina severa y desinteresada labor, que vino a ser también mi hogar modesto y feliz, y donde viví tranquilo y oscuro de umbrales adentro, sin más divisa que Trabajo y Saber.” Eso ocurre en 1878. Un año después se casa. Por entonces nos cuenta que “nunca se encontró más lejos de su patria francesa, cuya lengua, que pasaba muchos meses sin pronunciar, se le hacía prácticamente extranjera”. Pero viaja a Europa en 1883, “y para reencontrarse francés le basta pisar cl suelo natal. Después de una breve y penosa estadía en el hogar paterno (donde otra ocupaba el lugar de su madre) se instala e n P a r í s ” . “ Y aumenta mi sensación de extrañamiento -nos dice en El viaje intelectual- el hecho de no haber pasado en una gran ciudad, como Buenos Aires, los años más largos de mi destierro, sino en aldeas de las provincias interiores.” Llega a decirnos también: “Acaso no me faltó sino una cosa: el don de la sonrisa. El rayo luminoso del alma en los labios nunca lo tuve, tal vez por haber sido mi juventud harto dura y trabajada. Mi deficiencia es haber sido bueno con aspereza y sin humildad.” Esa misma aspereza nos lo hace tan simpático. Groussac ha escrito más en español que en francés porque se dirigía a un público hispanoamericano, principalmente argentino; cuando utiliza el español, ha escrito más y mejor, me atrevería a decir, s o b r e temas hispanoamericanos y argentinos, especialmente históricos, que sobre temas de carácter universal. Los estudios históricos de Groussac seducen al lector menos entusiasta de la historia. Por minuciosos que sean, por poco que Groussac disimurle en ellos su no desdeñable erudición, atraen por su rigor crítico, su verdad, su imparcialidad. Groussac dice siempre lo que piensa, y tal vez su condición de extranjero, esa nacionalidad francesa que fue para él motivo de tanto orgullo y amargura, facilitó su tarea de historiador, le permitió discernir con singular agudeza el caráter de nuestros próceres, sea cual fuere la admiración o el desdén que sintiera por ellos, mostrarnos sus defectos, señalarnos sus errores; por eso mismo los humaniza, los acerca a la posteridad. De ahí que este hombre nacido en Toulouse, que nunca llegó a ser lo que más anhelaba, un gran escritor francés, sea un gran escritor argentino.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.