Kontaketa tailerra - Taller de relato 2014/2015

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Atrévete a mirar

KONTAKETA LABURRA TAILERRA Taller de relato breve 2014/2015



AURKIBIDEA / ÍNDICE El viejo Henry

Marian Izquierdo 06

Después de Reichenbach

Elvira Alonso 09

Teodoro Belkacem

Rita Molina 15

La flor de la canela

Eva Rivas 17

Cuando llega el silencio

Jesús María Olano

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Desde el más allá… con amor

Adelaida Ochoa

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La conferencia

Alicia Redondo

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El incidente

Miguel Parra

27

Cenizas en el jardín

Itziar Elexpuru

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El despertar de cuarenta y seis esclavos negros

Feli Cruz 32

El ángel de la guarda viste chupa vaquera

Juan Iturbe

45

Los niños del éxodo

Erica Liquete

50

La liberación

María Jesús Sánchez

53

Los esclavos felices

Isabel Bilbao

59

Enchufe

Laura García

60

El sueño de los esclavos

Ana Torrecilla

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Este mejor que no venga

José Manuel Rodríguez

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Con el corazón en un puño

Iciar Iturregui

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O’garimpeiro

Mabel Andreu

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ATRÉVETE A MIRAR La mirada es un instrumento que se entrena, y la curiosidad es el acicate de su motivación. Aprender a mirar es un ejercicio físico, pero sobre todo, un ejercicio intelectual, y en él se haya el germen de la escritura. El escritor, al igual que el fotógrafo, mira el mundo físico que le rodea y con su mirada inquisitiva elige y construye la imagen con la que lo captura. Es ésta la labor del escritor: saber mirar, seleccionar y descubrir la vida para después construirla narrativamente y crearla de nuevo como si fuera un dios. De este modo lo expresa uno de los personajes que componen esta antología: Me encontré frente a aquel agujero de la pared del viejo cobertizo, adosado a la valla del jardín de mi infancia, ante el que mi padre solía decirme señalándolo con el dedo: «Esta redondez tan perfecta está hecha para descubrir el mundo». Desde aquel agujero era posible observar el mundo sin que el mundo te viese a ti. En este volumen se recogen las narraciones elaboradas a lo largo del curso 20142015 del Taller de relato breve, y en ellas, cada autor, como el niño de la portada, se ha apostado tras su propio agujero para mirar y, a través de la naturaleza ubicua de la escritura y la imaginación, se ha asomado a mundos tan distintos como extraordinarios: la historia del niño que mira por un agujero en una valla de madera; la del fotógrafo Sebastiao Salgado tras su cámara Leica; el descubrimiento de la libertad para los esclavos negros; la mirada extrañada de Nao Yin que no comprende; el exuberante y peligroso mundo de la flor de la canela… Os invitamos a descubrir las historias que componen esta antología de relatos, y esperamos que su lectura sea tan estimulante como fue para nosotros el proceso de su creación.

Mónica Crespo Doval KONTAKETA LABURRA TAILERREKO IRAKASLEA PROFESORA DEL TALLER DE RELATO BREVE Kultur Leioa, 2014-15

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El viejo Henry Marian Izquierdo

Hacía poco que Henry había muerto cuando por el agujero de la valla vi llegar a su casa un camión de mudanza. Por segunda vez me equivoqué al creer que las cosas seguirían igual, para siempre. Cada tarde miraba antes de ir a jugar en su jardín, luego me colaba por la ventana entreabierta de la cocina, merendaba frente al sillón de Henry y me cercioraba de que la caja seguía en su escondite. Me pareció que el lugar que había elegido Henry era el más seguro, lejos de la curiosidad de mamá. A ella le preocupaba que pasase las tardes allí sólo, me decía que Henry había sido muy bueno cuidándome mientras ella iba a trabajar, pero a partir de ese momento me convenía hacer nuevos amigos. Se alegró mucho cuando le dije que los vecinos recién llegados tenían un hijo de mi edad y que iba a mi colegio. Enseguida congeniamos los dos, en cuanto le conté una de las historias de Henry me invitó a merendar a su casa. Estaba distinta, recién pintada y casi sin muebles, parecía más grande. — Está muy bonita, ¿no vais a hacer obra, verdad? Así está bien. Me fijé en que habían barnizado la escalera pero el clavo del tercer peldaño seguía sobresaliendo. Todo lo demás de Henry había desaparecido, casi de un día para otro, sin que pudiera hacerme a la idea, porque desde que llegó el camión lo único que pude hacer fue vigilar por el agujero de la valla. Henry hizo ese agujero una de las últimas tardes que pasamos juntos. Lo hizo con un berbiquí desde su lado del jardín, midiendo que quedara justo a la altura de mi ojo. Me dijo que era para que yo vigilara, por si le pasaba algo, o por si entraba algún extraño. Poco habría podido hacer un niño de seis años, pero me sentí como un verdadero vigía que defiende el castillo desde su puesto en la torre más alta, y la verdad era que, llegado el caso, sí que podía correr más rápido que Henry para pedir ayuda. Quizá ya presentía que no le quedaba mucho tiempo, porque recuerdo que a los pocos días, cuando fui a su casa como todas las tardes, me pidió que le diera un abrazo, aunque ya habíamos hablado que esas cosas eran de niñas. Tenía que haberme dado cuenta de que él no iba a estar allí toda la vida. Como solía hacer, me contó una historia mientras me acababa la merienda, y luego me dijo que le trajera la caja metálica que estaba debajo del tercer peldaño de la escalera. — Sólo tienes que tirar del clavo que sobresale del tablero lateral –me dirigió desde su sillón orejero. Me daba las instrucciones con la misma voz profunda y el mismo tono intrigante con el que me adentraba en los bosques mágicos de sus historias, como si en ese momento fuera a descubrir un tesoro en una isla solitaria, o a trasladarme a los tiempos de los dinosaurios. Me costó abrir la portezuela bajo la escalera pero, después de varios intentos y los ánimos de Henry desde el sillón, lo conseguí. Allí estaba la caja, polvorienta, en la oscuridad de su escondite. No me atrevía a cogerla. — ¡Vamos, que no muerde! –se mofó Henry–. Sólo es polvo. ¿Quieres traerla de una vez? Tiré de la caja hacia afuera con las puntas de los dedos, no pesaba mucho, y se la acerqué apenas 6


sin tocarla, manteniéndola por delante a toda la distancia que me daban los brazos estirados. Cualquiera sabía, conociendo a Henry, qué cosas escondía en esa caja. Podían ser grillos, o saltamontes, o alacranes de cuando estuvo de corresponsal de guerra. Quizá una víbora o igual no era nada vivo. Podían ser piedras preciosas, alabastro, lapislázuli de cuando estuvo en Suramérica, o perlas de oriente, regalo de aquél sultán que hacía dormir a los tigres con su canto. Me había descrito tantos sitios y a tantas personas que había conocido en sus viajes, que deseaba hacerme mayor para empezar a recorrer el mundo como él. — En esta caja guardo lo más valioso que tengo y es para ti, aunque sólo podrás abrirla cuando yo me haya ido, además aún eres un poco pequeño para que aprecies su contenido, primero tendrás que prometerme que vas a estudiar mucho. Nunca lo había visto tan serio, no podía decepcionarle. — Sí, Henry, te lo prometo. Hemos empezado a estudiar las letras y los números en el cole y ya me sé cómo se escribe mi nombre y el tuyo –le conté emocionado. Henry me pidió que se lo demostrara, sobre la mesa tenía un pequeño cuaderno y un lápiz para apuntar las cosas que se le ocurrían. Escribí nuestros nombres: HENRY, LUCAS. Su mirada siguió mi trazo lento y torpe hasta que terminé, luego cogió el cuaderno y arrancó la hoja. — ¡Esto es algo digno de recordar, tus primeras palabras escritas! Este papel se merece un sitio de honor, de momento lo pondré con un imán en la nevera pero pensaré en uno mejor. Durante casi todo el curso continuó mi amistad con el nuevo vecino, solíamos volver juntos del cole y muchas veces me pedía que fuera a jugar a su casa pero nunca me dejaba solo y no tuve oportunidad de rescatar la caja hasta que una tarde, tras un fortuito empujón mío, se derramó la leche sobre la ropa y tuvo que ir a cambiarse a su habitación. Aproveché el momento y salí corriendo hacia mí casa con la caja bajo el jersey. No volví a entrar nunca más, aunque el vecino insistía en volver conmigo del colegio y que fuese a jugar a su casa, siempre me inventaba alguna excusa y me metía en mi habitación hasta que llegaba mamá del trabajo. Le extrañaba encontrarme allí todos los días pero cuando le dije que cada vez nos ponían más deberes en el cole, pensó que tenía un hijo muy bueno y responsable. Y en realidad lo era, porque me pasaba las tardes practicando las letras de la cartilla. Nunca se me olvidará el día que abrí la caja por primera vez y vi aquellos cuadernos escritos a mano, sin dibujos, sin señal alguna que me guiara sobre su contenido, sólo letras indescifrables. Henry me había dicho que era lo más valioso que tenía pero allí no encontré ningún hada dormida, ni trozos del meteorito que cayó una noche que miraba las estrellas, ni las herraduras de oro sin desgastar del caballo alado sobre el que cabalgaba aquel niño indio que salvó a su pueblo. Me sentía tan decepcionado que ni siquiera me fije que en la caja estaba también el papel en el que escribí por primera vez nuestros nombres. Henry había añadido una palabra delante de cada nombre. Esas fueron las siguientes que aprendí: de HENRY para LUCAS. Al principio me sentí engañado, esperaba un tesoro maravilloso, algo de mucho valor con lo que conseguir que mamá dejara de trabajar y de preocuparse por mi futuro, tendría dinero para ir a la universidad de mayor, como ella quería. Nada me salía bien, yo no era uno de los protagonistas de las historias fantásticas de Henry, capaces de cualquier hazaña sin hacerse un rasguño, que conquistaban territorios, cabalgaban sobre caballos o dragones voladores y regresaban victoriosos junto a su familia. Luego, recor7


dé la promesa que le había hecho a Henry y me apliqué en aprender a leer. Quizá las letras de los cuadernos me guiasen hacia el verdadero tesoro y así fue. Los cuadernos de Henry, antes de convertirse en uno de los mejores libros de relatos publicados por la editorial donde trabajo, hicieron crecer en mí la afición a la lectura y la capacidad de estudio, y gracias a ellos conseguí ir a la universidad con una beca y licenciarme en Lengua y Literatura. Al principio mis pasos se dirigieron a la escritura pero pronto me di cuenta de que nunca escribiría nada como la herencia que me había dejado Henry. Cuando investigué sobre él descubrí que ni siquiera se llamaba Henry, no había sido corresponsal de guerra y quizá nunca saliera del país, ni de la provincia. Era periodista y también había publicado un libro juvenil con éxito, pero cuando murió su mujer decidió aislarse de todo y se vino a vivir a la casa de al lado. Durante esos años se mantuvo gracias a colaboraciones en los diarios locales, escribiendo artículos muy diferentes a las historias de sus cuadernos. En ellas volcó toda su fantasía y la guardó para mí bajo el peldaño de las escaleras.

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Después de Reichenbach Elvira Alonso Lasen

Ragusa, 7 de marzo de 1895 Estimada señora Adler: No es sino ahora, una vez que el tiempo ha cubierto con su barniz de olvido los hechos acaecidos a mi persona, que me atrevo a dirigirme de nuevo a usted sin miedo a comprometer su vida, o mejor dicho su muerte. Me siento ya un hombre libre tras haber cumplido con mi deber. Ha sido un largo y tortuoso camino el que me ha llevado hasta este exilio, y no hay día en que no eche de menos mi tierra y la vida que allí llevaba. No obstante, debo reconocer, y espero no parecerle presuntuoso con ello, que al final siempre acaba reconfortándome pensar en el bien que haya podido hacer, anteponiendo a mi propia vida la misión de librar al mundo de la mayor mente criminal que en él haya habitado. Imagino que todo este tiempo no habrá sido tampoco grato en absoluto para usted. Tener que abandonar abruptamente una exitosa carrera de cantante y su vida de sociedad, para ocultarse en uno de los lugares más remotos de Europa, no habrá sido desde luego tarea fácil. Durante todo este tiempo de tristeza y soledad su recuerdo ha sido mi único consuelo. Sólo con evocar la primera imagen que guardo de usted, subiendo a un coche de caballos camino de la iglesia, es suficiente para que una sonrisa brote en mis labios. En aquel momento usted aún no me conocía, y aunque así hubiese sido, debajo de aquel disfraz de mozo de cuadra dudo que hubiese podido reconocerme. El motivo de que yo estuviera disfrazado de aquella manera era poder merodear libremente junto a su casa y fingir que buscaba trabajo con los sirvientes de las caballerizas. De esta forma intentaba conseguir información sobre usted que me ayudase en la misión que se me había encomendado. Es esas estaba cuando hizo usted llamar urgentemente al cochero para una salida inesperada. Me escabullí y al final de la calle encontré un coche de caballos libre al que paré para intentar seguirle. El cochero me miró asombrado dudando que con mi aspecto pudiese permitirme tal gasto, pero no protestó cuando le di el dinero por adelantado. Tenía que averiguar hacia donde se dirigía usted con tantas prisas. Llegué justo a tiempo para entrar en la iglesia aparentando ser un feligrés más y cuál no sería mi sorpresa al encontrarla frente al altar contrayendo matrimonio con un hombre que me era desconocido. Mi presencia debió de ser muy oportuna, ya que el sacerdote no debía de tener muy clara la legalidad de aquel enlace a la carrera y exigía la presencia de un testigo para poder llevarlo a cabo. Además de ustedes yo era la única persona presente en el templo y, tomado de improviso ante su petición, no me quedó más remedio que aceptar ser ese testigo. En pago a mi servicio tuvo usted a bien regalarme un soberano de oro, que aún guardo, como si de un tesoro se tratara, prendido a la cadena de mi reloj. El motivo de mi presencia aquel día y de mi disfraz estuvo propiciado por una regia visita que recibí en casa la víspera. A pesar de su intención de presentarse ante mí de incognito, su ostentosa vestimenta le delató. Como usted supondrá, aquel personaje no era otro que el rey de Bohemia, su antiguo 9


amante. Acababa de llegar a Londres para tratar de resolver un espinoso asunto que le quitaba el sueño, para lo cual solicitaba mis servicios. El asunto en cuestión era obtener como fuese una comprometedora fotografía, en la que usted y él aparecían, y que usted se negaba a devolver tras conocer el próximo anuncio del compromiso de matrimonio del rey con otra persona. Me consta que había recibido múltiples amenazas por parte de los allegados del monarca, y que usted, despechada y desilusionada ante aquella noticia se había mantenido firme en su negativa. Lo que usted quizás desconozca es la zozobra que afectaba al rey, como hombre, al verse forzado por su condición a renunciar a su amor y además tener que mantener con usted ese enfrentamiento. Siguiendo con mis planes preparé una encerrona para usted en su propia casa con el fin de tratar de dar con el escondite de la fotografía. Creía haberlo conseguido, pero sólo sirvió para que usted descubriera la impostura y, sin mostrar que lo había hecho, precipitar sigilosamente una huida con ese marido ficticio. Dejó sólo una carta a mi nombre con un recado para el rey y se llevó consigo la fotografía de la discordia, dejando un bello retrato suyo en su lugar. ¡Qué ingenio demostró con aquella trama para librarse de la persecución del rey!, ¡cómo nos engañó a todos con esa pantomima de su boda y su posterior huida! Mi error fue el minusvalorar su inteligencia pensando que no me descubriría y el del rey pensar que yo podría recuperar el objeto comprometedor. Su precipitada huida era la única forma de conseguir una salida honrosa y además fue tan hábil con esa carta como para conseguir tranquilizar al rey, diciéndole que no temiese que fuese a utilizar la fotografía en su contra, que ahora había encontrado un amor verdadero que la valoraba por sí misma, y que sólo la conservaría como una especie de seguro de vida. El rey quedó convencido, o resignado al menos, pero suspirando y lamentándose de la admirable reina que usted podría haber sido. Creo que la amaba verdaderamente. A mí me dejó prendado, aún más si cabe, de su inteligencia que de su belleza. Yo que nunca había sido capaz de enamorarme, no pude si no admitir que cuando uno conoce a “La Mujer” no hay más remedio que caer rendido. Después de aquello ya no volvería a verla hasta dos años después, cuando solicitó mi ayuda desde el sur de Francia. Moriarty se había puesto en contacto con usted ya que había descubierto que poseía esa fotografía con el rey de Bohemia, y la quería, seguramente, para poder extorsionarle en no se sabe qué negocio. Ante su negativa a facilitársela a ningún precio temía usted por lo que pudiese pasarle. Estaba segura de que su casa estaba siendo vigilada y en una ocasión incluso la encontró revuelta al regresar de un paseo. Me reuní con usted en París y juntos tramamos un plan mediante el cual pasaría por muerta el resto de sus días, y hasta donde yo sé este ha conseguido protegerla. Aquellos dos días que pasé a su lado no sólo confirmaron, si no que aumentaron, la profundidad de mis sentimientos. A pesar de que pude comprobar que, tal y como presentía, su matrimonio duró lo que duró el día de su boda, y de que no veía imposible que usted también albergase algún sentimiento hacia mí, no creí que fuesen las circunstancias más adecuadas para expresarle mis sentimientos. Ahora, siendo como somos ya, dos seres inexistentes para nuestros semejantes, podría haber llegado el momento en que podamos reanudar aquella relación que tanto tiempo atrás las circunstancias dejaron en suspenso, aunque quisiera antes ponerla en antecedentes sobre todo lo acaecido a mi persona durante una tarde ya lejana. Mi intención es que sepa sobre esto a través de mi propia mano, y no únicamente por gacetilleros que sólo pueden suponer y adivinar. Permítame, pues, que le narre toda la historia. Aquel día en que todo cambió había amanecido límpido y cristalino en el bello pueblo suizo de Meiringen, lugar donde mi fiel amigo y yo llegamos tras múltiples aventuras. La detención de nuestro 10


común enemigo, Moriarty, era inminente, pero al igual que los animales salvajes, que cuando más peligro entrañan es cuando están mortalmente heridos, habíamos tenido que salir huyendo de Londres tras varias tentativas por parte de su clan de acabar con mi vida. Como le decía, ya creyéndonos seguros en aquel apartado lugar alpino, y mientras esperábamos noticias de la policía, decidimos emplear ese día tan hermoso en una tranquila excursión. Siguiendo el consejo del señor Steiler, el amable dueño del hotel inglés donde nos alojábamos, partimos en excursión para cruzar las colinas. Nuestra meta era la vecina aldea de Rosenlui, aprovechando también durante el camino para visitar las famosas cataratas de Reichenbach. Después de dos horas de ascensión, y tras un pequeño rodeo desde el camino principal, comenzamos a escuchar el estruendo de las aguas, muy crecidas en su caudal en aquel mes de Mayo a causa del deshielo. El camino se cortaba súbitamente tras un recodo en una especie de plataforma natural que dejaba descubrir un grandioso espectáculo de la naturaleza. Desde allí contemplamos las aguas que se desplomaban en un abismo de paredes negras, acharoladas, para acabar precipitándose finalmente sobre un pozo de insondable profundidad del cual ascendían hasta nosotros microscópicas gotas de vapor de agua en forma de nubes multicolor. Permanecimos un tiempo extasiados ante aquella hermosura, y ya nos disponíamos a volver sobre nuestro pasos para continuar nuestro camino cuando vimos llegar a aquel chico corriendo montaña arriba, agitando un sobre en la mano y gritando: «Doctor Watson, Doctor Watson…». No me causó sorpresa alguna aquel aviso del dueño de nuestro hotel solicitando a Watson que acudiera a visitar, urgentemente, a una dama inglesa, moribunda en el cercano pueblo de Davos. Todo aquello concordaba perfectamente con el presentimiento que rondaba mi cabeza y encogía mi corazón, acerca del hecho de que Moriarty hubiese podido descubrir una vez más nuestro paradero, y que, a no mucho tardar encontraría la forma de tendernos una trampa. Rehusé la compañía del mozo del hotel, tal y como Watson me aconsejaba para continuar el paseo hacia la aldea. Finalmente convenimos en que reposaría un rato junto a las cataratas antes de proseguir yo sólo el camino y que luego, a la caída de la tarde, nos encontraríamos en Rosenlui. ¡Pobre Watson! Desconfiaba tanto de mi ánimo como de mi salud. A pesar de ello, partió hacia la llamada de aquella desconocida con el corazón dividido entre el deber de auxiliar a una compatriota y su leal amistad, girando su cabeza de tanto en tanto, mientras el camino se lo permitía, para asegurarse de que yo aún seguía a salvo allí arriba. Fue de agradecer que Moriarty, con su maniobra, decidiese no hacerle partícipe de nuestro encuentro. Conociendo como conozco a mi buen amigo, no hubiese tenido ningún reparo en poner en peligro su propia vida para intentar auxiliarme. Ya lo había demostrado con creces al decidirse sin ningún tipo de duda a acompañarme en mi viaje de huida. Tristemente, al final, el viaje parecía haber sido en vano, pues a pesar de todas las precauciones tomadas, de todos los disfraces usados, de todas las estratagemas, una vez más su inteligencia había demostrada ir un paso por delante. No pasaron ni cinco minutos desde que la figura de Watson desapareció por el sendero cuando Moriarty apareció por el otro lado de éste. Probablemente estaba apostado en algún lugar, con la suficiente visibilidad, para poder darme alcance cuando Watson desapareciera. Debió de engañar al dueño del hotel con la treta de la dama inglesa enferma, para que este le desvelara nuestro paradero y, sabiendo de la profesionalidad de Watson, había encontrado la forma de separarnos para que los dos pudiésemos tener sin testigos nuestra discusión final. Se dirigió hacia mí con paso decidido, sin vacilación alguna ni por la angostura del sendero ni por el abismo que se abría tan próximo a sus pies. Él también, como Watson, acudía a cumplir con un deber, 11


aunque en su caso no se adivinaba zozobra alguna ni pesar en sus pasos, más bien alegría por llegar a un final largo tiempo esperado. Nos saludamos retirando ligeramente los sombreros de nuestras cabezas, no hizo falta cruzar palabra alguna entre nosotros, luego tuvo él la delicadeza de acceder a mi petición de poder dejar una carta de despedida a mi querido amigo. Tengo que decir que esto, a pesar de su, tantas veces, demostrada profunda maldad, es un gesto que le honró como caballero en aquel momento, tan transcendente para los dos. La carta era mucho más breve de lo que hubiese querido que fuera, tenía tanto que decirle y que agradecerle a Watson... Estuve tentado de, a través de ella, hacerle llegar a usted alguna señal de despedida que le hiciese saber que en esos últimos momentos seguía pensando en usted, pero no me atreví, tenía miedo de no ser capaz de acabar con Moriarty, y de que alguna pista sobre su paradero llegase hasta él. Cuando concluí la carta la dejé doblada bajo mi pitillera de plata, al abrigo de una roca próxima al abismo, para que así Watson pudiese encontrarla fácilmente en el muy posible caso de que yo no saliese con vida. Después ambos procedimos a desprendernos de nuestros abrigos, bastones y sombreros, para enzarzarnos en una lucha cuerpo a cuerpo, sin armas de por medio, que acabó con nosotros cayendo abrazados al abismo mientras escuchaba a Moriarty gritar: «¡Holmeeees, por fin...!». Entonces fue cuando el tiempo pareció detenerse en nuestra caída y, sin saber cómo, me encontré frente a aquel agujero de la pared del viejo cobertizo, adosado a la valla del jardín de mi infancia, ante el que mi padre solía decirme señalándolo con el dedo: «Esta redondez tan perfecta está hecha para descubrir el mundo». Desde aquel agujero era posible observar el mundo sin que el mundo te viese a ti. Aquellas observaciones serían con el tiempo el origen de mis habilidades con las técnicas deductivas. Cada día mi padre establecía cual sería el cuarto de hora dedicado al entrenamiento de mis dotes de observación, y al grito de: «¡Al ataque, hombre invisible!», yo corría hacia aquel cobertizo, donde viendo la vida pasar al otro lado, en silencio yo iba sacando mis conclusiones y anotándolas en una libretita. Llevaba ya más de un año en esas prácticas, tomando notas y respondiendo a las preguntas que mi padre me hacía tras mis observaciones diarias, cuando se produjo el incendio de la residencia que se hallaba al comienzo de la manzana. El fuego comenzó en mitad de la noche. El sonido de las campanas del carro de los bomberos me sacó de mis sueños, y yo corrí sin pensarlo hacia mi observatorio. Creo que el miedo junto con la sensación de invulnerabilidad que aquel espacio me proporcionaba fue lo que hizo que buscase allí cobijo, haciendo caso omiso a la llamada de mi madre, quien, asombrada, me vio correr escaleras abajo. Observaba el espectáculo de las llamas y la lucha de los bomberos en su intento de salvar algo de aquella mansión, ya casi convertida por completo en brasas, cuando me percaté de la presencia de un hombre muy alto y algo encorvado cerca de mi escondite. Casi oculto detrás de un árbol, miraba hacia el mismo punto que yo observaba. Se había descubierto la cabeza y daba vueltas al sombrero entre sus manos con un gesto mecánico y nervioso. Cuando su rostro se giró, como buscando a alguien invisible a su alrededor, el resplandor de las llamas lo iluminó y me di cuenta de que aquel era el caballero que varias tardes durante las últimas semanas había podido ver visitando la vivienda que ahora estaba ardiendo. Algo pude ver en su rostro que hizo que retrocediese asustado, temiendo que ese ser invisible a quien él parecía buscar no fuese otro que yo mismo. En ese brusco movimiento de retroceso tropecé con la mesa y caí al suelo, causando así un gran estruendo al volcarse esta y caer al suelo todo lo que sobre ella había. Me levanté y corrí aterrorizado de vuelta a casa. Cuando regresé al interior de la casa mi padre acababa de llegar y conversaba con mi madre sobre el incendio. Yo escuchaba entre las sombras con el corazón queriendo salir del pecho. Pude oír que 12


el matrimonio que residía en la casa incendiada, los señores Peabody, había fallecido en el incendio. Me escabullí hacía la cama, y fingí dormir cuando mi madre entró en mi cuarto para comprobar si había regresado de mi excursión nocturna. Tan nervioso estuve el resto de la semana que no hacía falta ser el gran observador que mi padre era para darse cuenta de que algo me pasaba. Rehuía sus preguntas y tampoco quería ya volver a mi lugar de observación. Tenía tanto miedo de que aquel hombre volviese para buscarme que todas las noches me despertaba con pesadillas terroríficas en las que él aparecía. No tardé mucho en confesar a mi padre la razón de mis temores, buscando un consuelo a mis miedos que sólo él, incitador de mis pesquisas, me podía ofrecer Días después del incendio el Daily Telegraph recogía una noticia en primera página sobre las víctimas del incendio. Scotland Yard buscaba a un hombre por su implicación en el incendio que destruyó la vivienda y en el que murió el matrimonio. Según se decía en el diario, junto al testamento, había aparecido una carta en la que el señor Peabody denunciaba temer por su vida por resistirse al chantaje al que estaba intentando someterle un hombre conocido como el capitán Moran. El señor Peabody, además de comerciar con té, confesaba en su carta que durante muchos años había estado camuflando en sus barcos pequeños cargamentos de opio. Todos estos cargamentos procedían de una organización criminal manejada por el capitán Moran, con la que Peabody repartía beneficios después de la venta. Viendo cercano el momento de su retiro y con el fin de dejar a sus herederos un negocio saneado, tanto moral como económicamente, quiso romper sus relaciones con Moran, cosa a la que este se negó si no había de por medio una importante indemnización. Comenzaron los chantajes y conociendo las formas con las que habitualmente su socio procedía, el señor Peabody comenzó a presagiar un mal final para su vida. Por este motivo había dejado aquella carta en posesión del notario para que fuese abierta y publicada en el caso de que su fallecimiento se produjese por alguna causa no natural, ayudando así a la captura del criminal. Después de leer la noticia mi padre decidió que había llegado el momento idóneo para que yo visitase Scotland Yard y contara a la policía qué había visto aquella noche del incendio desde el cobertizo. Un tiempo después el capitán Moran fue detenido cuando intentaba huir como polizón en un barco que zarpaba hacia la China. Mi presencia fue requerida en el juicio ya que yo era la única persona que había podido verle en las cercanías del lugar del crimen el día de autos. El capitán Moran fue condenado a morir en la horca. Todas esas escenas que marcaron mi niñez las pude revivir en sólo un instante mientras caía con Moriarty al fondo del abismo. En alguna ocasión había oído contar que cuando alguien se siente cercano a la muerte es habitual que esto ocurra, que tu vida vuelva a pasar en forma resumida y acelerada ante tus ojos, pero mi mente, tan analítica y lógica, siempre se había negado a tomar serio esas historias. Lo último que recuerdo de aquel viaje en el tiempo son los ojos de un niño sentado entre el público junto a la mujer del Capitán Moran. Eran unos ojos grandes y muy negros que no habían dejado de mirarme con odio desde que subí a la tribuna para declarar. Entonces me di cuenta, tantos años después, de que con toda mi perspicacia no había sido capaz de descubrir que los ojos tan negros de aquel chiquillo no eran otros que los del propio Moriarty, el mismo con quien estaba cayendo abrazado hacia un destino fatal. Como puede usted ver el germen del crimen se extiende y desciende hacia sucesivas generaciones, sin tener lugar para el olvido. Tal y como mi padre sembró en mí la perspicacia y la capacidad de 13


observación, el capitán Moran sembró en mi enemigo una inteligencia colosal dedicada al mal, que dio sus frutos en la mayor red del crimen que Inglaterra ha conocido. Sólo ha podido vencerla la sed de venganza de un niño, capaz de entregar su vida y su obra en memoria del hombre que le dio la vida, y también el odio. Mi viaje en el tiempo se detuvo bruscamente y desperté aterido en aquellas aguas negras y heladas. Por lo que pude deducir únicamente debo mi vida al hecho de agarrarme tan fuertemente, y con tan buena fortuna, al cuerpo de mi enemigo, parando este así el golpe de la caída en la poza. No sin un gran esfuerzo, conseguí salir de ella y con las pocas fuerzas que me quedaban alcancé una cabaña de pastores que me sirvió de refugio durante la noche. Al día siguiente, ya algo más recuperado, comencé el penoso camino que me llevó hacía este exilio en el que ahora me encuentro. Recorrí los caminos como un mendigo, desde Suiza hasta Split, en Croacia, con el cuerpo dolorido y sufriendo todas las inclemencias que el cielo quiso enviarme. No he vuelto a ser el mismo después de aquella caída que acabó con la vida de Moriarty, y supuestamente con la mía. No voy a regresar jamás a Inglaterra, no sé qué peligros o venganzas podrían esperarme allí o si con mi vuelta podría comprometer a alguien. Mi intención desde el principio era alcanzar un punto donde establecerme, lo suficientemente alejado de Inglaterra, pero que a la vez me pudiera traer alguna noticia acerca de usted desde Montenegro. Ahora sé cómo ha debido de sentirse todo este tiempo, siendo como yo un muerto en vida, adoptando una identidad que no es la propia para pasar así desapercibida. Siempre con el miedo a esa remota posibilidad de que alguien, en algún lugar, pueda llegar a reconocerla. Son las consecuencias de habernos enfrentado alguna vez con la encarnación del mal y haber podido salir con vida. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos. Hubiese querido reunirme con usted una vez que nuestro común enemigo fuera detenido, pero como habrá podido comprobar por todo lo que aquí le narro, las circunstancias no han sido hasta ahora las propicias. Espero que no me encuentre arrogante cuando, a pesar de todo lo ocurrido, mantengo alguna esperanza, basada en mis pesquisas y observaciones sobre su vida actual, de que aún quiera usted volver a encontrarse conmigo. Esperaré su respuesta toda la vida. Suyo, Sherlock Holmes

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Teodoro Belkacem Rita Molina

Aquella tarde, acompañada de mi tía, mis hermanas y Teodoro Belkacem, mientras buscaba asiento en el cine Actualidades, me sentí protagonista al ver cómo todas las miradas se volvían hacia nosotros. Teodoro acababa de llegar de la Guinea española. Era un hombre negro, muy negro, de mediana edad, alto y delgado, con el pelo rizado y unos ojos tan redondos como nunca los había visto. Trabajaba en una empresa maderera de Guinea, donde, en los duros años de la posguerra, también trabajó el hermano mayor de mi madre, el tío Alfonso. Hacía unos meses el tío había vuelto a visitar la empresa y allí encontró a Teodoro. Ya no era el trabajador fuerte y jovial que había dejado hacía años. Ahora, a sus cuarenta y ocho años, ya era un hombre envejecido y con grandes ojeras. Al verle en ese estado, el tío lo trajo una temporada a Bilbao a casa de sus hermanas para que lo cuidaran. En el Bilbao de los años cincuenta no se veían casi negros, ni mulatos, ni amarillos. Tan solo había una familia de negros, los Jones, que vivían en la Gran Vía. A veces sus niños solían jugar conmigo en el parque de los patos. La película estaba a punto de comenzar y no fue fácil encontrar cinco butacas juntas. Muchas estaban ocupadas por abrigos y nadie, nadie hizo ademán de retirarlos. Me fijé en sus caras y comprobé un gesto de recelo hacia el hombre negro. Nos acomodamos en la segunda fila y la película me hizo olvidar a Teodoro y a todo lo que me rodeaba. Al salir, sentí de nuevo cómo algún curioso giraba con disimulo la cabeza para verlo y cuchichear. A la noche le conté a mamá lo que había pasado y, como siempre estaba tan atareada, no me hizo caso. No entendía nada, estaba segura de que a esa gente no les había gustado Teodoro, pero ¿y si era a mí a quién miraban? Me fijé en el espejo de frente y de costado, y nada había de extraño en mi cara o en mi pelo, así que decidí olvidar el asunto. A diario, al salir del colegio, las cuatro hermanas íbamos a casa de las tías donde nos esperaba nuestra madre. Ahora lo hacíamos con más entusiasmo porque allí estaba Teodoro, convertido ya en uno más de nuestra gran familia de mujeres, nueve. Con él jugábamos a las cartas, pintábamos y, de vez en cuando, escuchábamos el rosario retransmitido desde la Basílica de Begoña. Yo observaba que al rezar Teodoro movía los labios, pero no oía su voz. Un día, cuando mamá se fue al cuarto con una de las tías para hablar de cosas de mayores, como nos solían decir, le pregunté a Teodoro por qué rezaba por lo bajito. Él me contó que ellos no hablaban con Dios, que la gente de su pueblo hablaba con el sol, las estrellas, la naturaleza. No entendía nada pero tampoco me atreví a preguntarle más. Esa misma noche, aprovechando que nuestra madre ya se había sentado tras la cena, le pregunté: — Mamá, ¿qué es lo de rezar a la naturaleza? — Qué cosas más raras dices. ¿Quién te ha dicho eso? — Teodoro –contesté muy seria. — Bueno, bueno, ya hablaremos, ya te lo explicarán en clase de religión. Además, es tarde y tienes que ir a la cama. — Siempre igual –pensé. 15


Un domingo de marzo una gran nevada cayó sobre Bilbao. No se recordaba otra igual. Decidimos pasar la tarde con las tías al calor de una buena calefacción y, lo más importante, nosotras tomaríamos galletas con chocolate y mamá un rico café. Nos sentamos con la merienda alrededor de la silla de Teodoro para escuchar una nueva historia: —Hace muchos, muchos años –empezó–, en un pueblecito de montaña vivían muchos hombres, mujeres, niños y animales. Comían lo que cultivaban y cazaban. A veces hacía mucho calor y llovía tanto que el poblado se encharcaba. Todos obedecían al más anciano y la vida transcurría en paz hasta que un mal día, unos hombres armados, con grandes barbas y pelos largos, llegaron a caballo a gran velocidad. El anciano, abuelo de los abuelos de mi abuelo, los recibió en son de paz, pero uno de ellos le golpeó y el resto comenzó a invadir las tiendas destrozándolo todo. Las mujeres corrieron en busca de sus hijos y los hombres intentaron defenderse con las herramientas de labranza. En poco tiempo varios hombres fueron encadenados y subidos a los caballos que partieron velozmente. Mi abuelo me contaba que los gritos de las mujeres y los lloros de los niños nunca se consiguieron olvidar. Los pocos hombres que quedaron… Teodoro no pudo continuar el relato. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se retiró al dormitorio. Asustadas, corrimos a la salita. No conseguíamos explicarnos. Entre hipos, les conté que Teodoro lloraba y que nos daba mucha pena. Le queríamos mucho. Nuestra madre consiguió calmarnos y por primera vez oí hablar de la esclavitud. Pocos meses después, la televisión apareció en casa. Había una serie en la que el protagonista, Kunta Kinte, era un esclavo que se rebeló. Al verla cada semana, recordaba las lágrimas de Teodoro y sentía admiración por Kunta Kinte, quien podía ser el abuelo de los abuelos del abuelo de Teodoro. Hoy, mientras espero para entrar al Guggenheim, se ha acercado un joven negro para preguntarme dónde estaba la taquilla. Me he acordado de Teodoro e instintivamente he mirado alrededor, pero nadie, nadie, al contrario que aquel lejano día en el cine Actualidades, ha hecho el más mínimo gesto extraño.

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La flor de la canela Eva Rivas

Debían ser las cinco de la mañana. Un repiqueteo de palos sobre madera sonó durante un rato para avisarnos de que era la hora de levantarse. Yo me había despertado un poco antes pero seguía inmóvil sobre mi camastro con la cabeza ligeramente levantada, apoyada sobre un brazo flexionado. Miraba a través de la ventana la oscuridad de la madrugada quebrada por infinidad de estrellas que inundaban aquel cielo limpio y derramaban su luz en el interior de la estancia de muros de adobe. Mi nombre es Alika y nací en Zanzíbar hace diecisiete años. Llegué a Isla Mauricio en un barco negrero de las Indias Orientales hace ocho años con mi madre. Me enviaron a esta plantación tropical de canela en la costa oeste de la isla y no volví a saber de ella. No había salido de allí salvo en contadas ocasiones. Port Louis, la capital al norte de la isla, se me antojaba tan lejana como aquellas estrellas que veía desde mi catre. Mi nombre significa “la más bella” pero lo que para mi madre era una bendición resultó ser una condena para mí. Desde hacía un par de años el amo Henry me reclamaba en mitad de la noche a su cama cuando se le antojaba. En ocasiones también me llevaba a la ciudad para que ayudara a alguna amiga suya a abortar o cuando se presentaban complicaciones en un parto. Mi madre era partera y, por lo tanto, yo también debía serlo. Las mujeres me reclamaban cuando llegaba la hora y yo solo hacía lo que le había visto hacer a ella tantas veces en mi infancia. En realidad, la naturaleza obraba el milagro sola. Yo tan solo las reconfortaba y trataba de que olvidaran el miedo. Lentamente el barracón de las mujeres se ponía en marcha. Las letrinas estaban dispuestas en un lateral del recinto de viviendas, bajo un flamboyán de más de ocho metros de altura que inclinaba perezosamente sus ramas hacia la tierra vencidas por el peso de sus grandes y exuberantes flores rojas que perfumaban la mañana. Mientras las más rápidas hacían uso de las letrinas, las demás nos dirigimos al caño de agua que había en el patio central de la gran casa que se erigía en la entrada de la extensa plantación. De forma precaria me aseé y recogí mis trenzas en lo alto de la cabeza y ajustándome un vestido de algodón de vivos colores seguí a las demás hasta la parte delantera de la casa para pasar revista. De camino recogí del suelo una pequeña flor blanca, estaban por todas partes en esa época, caían de los árboles de la canela, y en un gesto de coquetería me la puse en el pelo. Al cabo de media hora, las veinte mujeres nos disponíamos a comenzar nuestra rutina diaria. Diez iban a la cocina para ocuparse de la comida de todos los habitantes de la plantación y las otras diez nos dirigíamos al edificio central donde estaban las dependencias de los amos. Cuatro hombres de una misma familia y seis capataces. En total diez blancos. Nuestra labor consistía en ayudarles a vestirse, llevarles agua para su aseo y servirles el desayuno en el comedor del gran salón profusamente decorado con madera de teca y bambú y una mezcla de adornos europeos y tribales poco acertada. Antes de entrar en la estancia invadía el aire el aroma de las especias: vainilla y canela del té y el curry de los guisos. Cuando Henry, sus hijos y su sobrino bajaban a desayunar tenían ya dispuestos sobre la mesa zumos de papaya, mango y piña recién exprimidos, generosas fuentes de cerdo y pescado con arroz y tamarindos, huevos, bananas, guayabas y demás frutas de temporada, una tetera con té de Ceylán y otra con café, una jarra de leche y un cuenco con azúcar mascabado, variedad exclusiva de la isla. Mientras ellos desayunaban nosotras nos encargábamos de limpiar y ordenar sus habitaciones y lavar la ropa. Después, nos llegaría el turno de comer algo. Yo salivaba desde cualquier parte de la casa con el aroma de todos aquellos manjares y mi estómago rugía protestando. De mientras en otro barracón de la misma plantación, veintiséis esclavos despertaban a la pesa17


dilla de un nuevo día. Aquellos cuerpos fibrosos y esbeltos, debido a los rigores del trabajo, se incorporaban del suelo de madera en aquel lugar nauseabundo provocando dolor en cada uno de sus músculos y articulaciones, agarrotadas tras las escasas horas de descanso. Entre todos ellos destacaba Paul D. por su metro noventa y un centímetros y su corpulencia. Las brillantes cicatrices dejadas por los latigazos en todo su cuerpo resaltaban sobre la piel negra como testimonio de su condición y de su carácter indómito. Una alternancia de toses y escupitajos sonaba en toda la estancia mientras Paul frotaba sus tobillos allí donde los grilletes habían provocado una herida permanente por el roce del metal contra la piel. No podía abrir completamente los brazos ya que las cadenas de las muñecas reducían su apertura a poco más de un metro. La actividad se volvía frenética enseguida y un ruido metálico invadía pesadamente el barracón mientras los hombres avanzaban con pasos tan cortos como les permitían las cadenas. Debían estar formando en el exterior dentro de un cuarto de hora o se quedarían sin la primera comida del día. Las brazadas de esclavos se disponían delante de la casa a la espera de que los capataces les distribuyeran en grupos de trabajo para llevarlos a los campos de canela. Pasarían la mañana cortando las ramas de los árboles y separando la corteza. El resto de la madera la llevaría a la casa para utilizarla como leña. Las horas de trabajo a pleno sol se hacían interminables. El silencio roto solo por el ruido de los machetes contra los troncos propiciaba el ensimismamiento. La monotonía del trabajo hacía que la mente de Paul estuviera lejos de allí, con Alika. La mirada vacía de los otros esclavos encadenados le decía que ya habían perdido toda esperanza de una vida mejor. La aceptación de lo que les deparaba el destino era más dura y larga que la propia cadena que los mantenía presos. A las doce del mediodía hacían una parada para almorzar. Ese era el mejor momento de la jornada. Tres esclavas llegaban y les repartían una torta de maíz y un cuenco de arroz con alubias. Alika era una de ellas. Cogió el balde y entregó a Paul un cuenco hecho a partir de medio coco vaciado, con agua fresca para que bebiera, demorándose ambos un poco más de lo necesario. Al devolvérselo, sus manos se tocaban un instante. Ella le regalaba entonces una sonrisa amplia. La blancura de sus dientes resaltaban en su cara al igual que la pequeña flor en la pelo. Esa visión era lo más bonito que había visto Paul en toda su vida y contemplarla cada día iluminaba su existencia. El eco de ese momento fugaz volvía a sus memoria a lo largo de la jornada haciéndola más soportable. Cuando empezaba a anochecer, alrededor de las cinco de la tarde, todos los esclavos volvían a los barracones donde, exhaustos, devoraban con avidez un trozo de pescado seco y algo de fruta antes del toque de silencio. El sueño no llegaba para Paul aquella noche a pesar del cansancio. Una serpiente le había picado en la pierna mientras trabajaba; la piel estaba tumefacta alrededor de la picadura y la hinchazón le alcanzaba ya el tobillo, la lesión se estaba agravando debido al roce de los grilletes. Un dolor pulsátil le impedía conciliar el sueño. Sus compañeros de al lado se quejaban de que con tantas vueltas como estaba dando no les dejaban dormir por lo que finalmente llamaron al capataz para que se lo llevaran a curarle. Al cabo de dos horas, le soltaron de la cadena que les unía por los pies y se lo llevaron a la casa. Se quedó solo en el dispensario mientras iban a despertar al médico y, entonces, la oyó. Reconocería su voz entre mil. Salió de la habitación y a pesar de la oscuridad distinguió a Alika forcejeando con el amo Henry en una de las galerías que daba al patio. Este la tenía acorralada contra las tablas de madera de la pared, le había soltado el pelo y las trenzas le caían sobre los hombros. Ella intentaba zafarse de él así que le sujetó ambas muñecas con una mano y se las alzó por encima de la cabeza, restregándose contra ella mientras con la otra mano le subía el vestido hasta las caderas. Con una mirada furiosa y el asco reflejado en la cara ella le dijo que no. Henry la abofeteó y los ojos se le llenaron de lágrimas como consecuencia del golpe y la rabia. Paul se precipitó hacia ellos por detrás. Todavía llevaba los grilletes de las muñecas. Separó las manos para tensar la cadena y la puso en el cuello de Henry mientras tiraba hacia él. Este intentó girarse 18


para ver a su atacante liberando así a Alika. Ella aprovechó para apartarse de él y bajarse el vestido. Henry agarró la cadena con ambas manos para intentar quitársela pero Paul seguía apretándola contra su tráquea, impidiéndole respirar. Algo se apoderó del esclavo; por su mente empezaron a desfilar imágenes de años de abusos y humillación. Alika le suplicó que lo soltara y el lamento de su voz evocó el recuerdo de la última que vio al amo Henry sobre ella y las lágrimas deslizándose por su precioso rostro ausente… Fue superior a él. Paul era más alto que Henry y tenía a éste apretado contra su propio cuerpo, suspendido por el cuello. El hierro aplastó el frágil hueso de la tráquea con un crujido, asfixiándole irremediablemente. Los brazos de Henry cayeron laxos a ambos lados mientras los espasmos sacudían el cuerpo. Siguió apretando hasta que quedó inerte. Alika miraba horrorizada mientras Paul lo dejaba en el suelo. A él, en cambio, le embargaba una paz que le permitía pensar con bastante lucidez dadas las circunstancias. — ¡Hay que deshacerse del cuerpo! ¡En cualquier momento puede aparecer alguien! –dijo Alika asustada. Como si hubiera sido invocado, en ese momento se dieron cuenta de que otro par de ojos había sido testigo del suceso desde el fondo de la galería. Paul se quedó inmóvil mirando fijamente al intruso hasta que reconoció al viejo Denis. Este se acercó a ellos saliendo de la penumbra y les dijo: — Tranquilos, que no diré nada. Sé dónde se puede esconder. Ayer cavaron una zanja en la zona de barbecho para enterrar a un mulo que murió enfermo. El anciano llevaba tantos años al servicio de los amos que se había granjeado su confianza y era el único negro de la plantación que gozaba del privilegio de no llevar cadenas. Paul soltó el aire que sin darse cuenta había estado conteniendo. — Muchacho, será mejor que te vayas antes de que alguien empiece a preguntarse dónde estás. Entre ella y yo nos las arreglaremos para enterrarlo. — Si lo descubren… –dijo Alika al borde de las lágrimas. No fue capaz de concluir en alto sus peores temores. — Cuando pregunten por él diré que lo vi marchar con los capataces a la ciudad. Es sábado, no les extrañará su ausencia… de momento –dijo el viejo Denis. Paul se agachó y recogió la pequeña flor blanca que había caído al suelo en el forcejeo y se la volvió a colocar en el pelo a Alika. Acarició con ternura el rostro con un áspero pulgar. Pasó la cadena por detrás de ella para poder abrazarla por la espalda y la atrajo hacía sí: — Lo volvería a hacer de nuevo. Sin dudar. Entonces la besó en la boca con intensidad. Con considerable fuerza de voluntad se separó de ella y apoyando las manos en los hombros del viejo le dijo: — Gracias. No sé si alguna vez podré devolverte el favor. — Ojalá yo hubiera tenido el valor de hacer lo mismo que tú hace mucho tiempo –le contestó Denis con la mirada perdida. Espantó con la mano un recuerdo doloroso del pasado y le dijo: —¡Vete ya! Alika y Denis cargaron con dificultad el cuerpo, y se adentraron en la noche.

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Cuando llega el silencio Jesús María Olano

Nuestro pequeño barco había embarrancado en un arrecife en medio de un temporal espantoso. El capitán daba órdenes con furia y un viejo marinero se agarraba al timón con los ojos dilatados por el miedo mientras mis compañeros y yo, entorpecidos por una constante masa de agua que anegaba la cubierta, intentábamos sujetar aparejos, barriles y otros objetos que sin control se desplazaban desestabilizando la navegación. Ante la imposibilidad de lograrlo el capitán ordenó abandonarlo, por lo que cortamos las cuerdas que sujetaban los botes de salvamento lanzándonos con ellos al tempestuoso océano. Luchábamos denodadamente pero las barcas no respondían a nuestros esfuerzos flotando en la mar como hojas al viento. Volcamos e intenté desesperadamente sujetarme al bote. Con gran esfuerzo mis doloridas y ensangrentadas manos consiguieron alcanzar un estrobo que me permitió subir a la quilla a la que me agarre con desesperación. Desconozco como pude permanecer sobre los restos del bote pero desperté al cabo de cierto tiempo. La primera sensación fue de soledad. Hasta donde mi vista alcanzaba, limitada por la densa niebla, no veía a ninguno de mis compañeros sino solo restos esparcidos en un agua tranquila. Mi cuerpo estaba exhausto e insensible por la frialdad del agua. Poco después creí ver una pequeña luz en la lejanía, que gracias a la marea que me llevaba distinguí que era realmente la costa y lo que parecía un pequeño puerto. Extenuado gané su orilla cayendo desfallecido. Cuando me recuperé mis heladas piernas me dolían, necesitaba un refugio y un buen fuego donde calentarme. El puerto al que había llegado estaba solamente iluminado por la Luna y no percibí señal alguna de vida. Pegada al puerto había una playa y, a su lado, una casa pobremente iluminada por una pequeña lámpara, que era la luz que había visto desde el mar, dirigiéndome hacia ella. El silencio lo invadía todo. Al acercarme pude distinguir un oscuro cartel colgado anunciando una taberna. Retorcí mi raída camisa para quitarle el agua pues temblaba de frío y me froté las manos para entrar en calor mirando hacia el lugar por el que había venido, visible solamente en unos pocos metros. Entré en la taberna con miedo. Al abrir su puerta, conmigo penetró una ráfaga de frío removiendo el aire del interior. Antes de que hiciera un movimiento para cerrarla uno de los hombres presentes se dirigió a la puerta y la cerró. Era el viejo timonel. No pude imaginar de qué medios se habrían valido para salvarse del temporal, pero sus ropas rotas estaban secas por lo que pensé que había llegado allí mucho antes que yo. Cuando mi vista se adaptó a la única y escasa luz de la chimenea, vi en unas mesas cercanas, a otros hombres silenciosos y con sus rostros sumergidos en jarras de cerveza, reconociéndolos como dos de mis compañeros del barco. No había ningún tabernero pero el timonel me acercó un vaso de licor que al beberlo calentó mi cuerpo. Me arrimé al fuego y comencé a contar a los presentes mi milagrosa salvación. Ninguno dijo nada. Había recuperado algo de sensibilidad en las piernas y me levanté para moverlas. La lumbre de la chimenea estaba secando mi ropa y notaba un agradable calor en el cuerpo. De repente la puerta se 20


abrió y un nuevo hombre apareció, provocando otro golpe de viento frío que me heló hasta las entrañas. El recién llegado era el capitán, venía mojado y parecía muy cansado. Sin decir nada fue hasta el mostrador y se sirvió un vaso de ron. El calor me sumía en una extraña somnolencia en la que cada uno de los hombres presentes eran taciturnos protagonistas. En el exterior la Luna cedía ante el avance de la aurora que se anunciaba. En ese instante el capitán, en silencio, se dirigió a la puerta, tras él los otros hombres se levantaron abandonando también la taberna siendo el viejo timonel el último en salir, haciéndome un amistoso guiño. Salí tras ellos viendo que se dirigían a la playa, en donde bajo la tenue y anaranjada luz del amanecer, unas susurrantes olas parecían invitarles a entrar. Lentamente uno detrás del otro se fueron internando en aquel mar hasta desaparecer en sus tranquilas aguas. Han transcurrido muchos años desde entonces. Los pescadores que me encontraron a varias millas de la costa inconsciente sobre un bote, me contaron que estuve delirando durante varios días hablando ininteligiblemente con el timonel del barco hundido. A mi avanzada edad y en mi delicado estado de salud, estoy esperando su llegada invitándome a seguirle.

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Desde el más allá... con amor Adelaida Otxoa

Arrastraba el matrimonio Barry una existencia lamentable, sin estímulos, ni siquiera el más leve aliciente a su tedio mortal. Llevaban veinte años casados. Los primeros no fueron malos a pesar de haber sido un matrimonio de conveniencia. Rose vivía en un convento, la dejaron al nacer, pero ella siempre soñaba con tener una familia y allí, en el convento, conoció a Norman, un hombre de pocas palabras, de semblante serio, que se encargaba de hacer las pequeñas chapuzas que la congregación necesitaba. No es bueno que el hombre esté solo –le dijo un día sor Justine. Rose sin pensarlo demasiado se presentó como candidata. — Madre yo a gusto me casaría con él –le soltó con cara de enamorada. Sor Justine se encargó del resto y en menos de un mes se casaron. Nadie asistió a la boda. Fueron a vivir a la casa de Norman, una casita solitaria, que junto con otras siete se habían construido en una gran llanura alejada del núcleo del pueblo al que pertenecían. Rose, en un principio, se esforzó por hacerla más acogedora. Apartó en una habitación varios muebles y trastos que abigarraban la casa, y después de una limpieza a fondo, sintió que ya era algo suya. Todas las tarde se arreglaba para esperar a su marido y hasta se ponía zapatos y se pintaba los labios. Todo estaba preparado para cuando él llegaba, la cena en la mesa y de postre sexo, todas las noches sexo. Pasados los primeros meses, el sueño se iba convirtiendo en pesadilla y a Rose se le olvidaba pintarse los labios o poner la mesa. Norman llegaba cansado, cada vez más tarde y empezaron a cenar sentados en el sofá, viendo la tele, comiendo unas hamburguesas hasta que el sueño agarraba a uno de ellos y los ronquidos les recordaban que era hora de irse a la cama. Norman no contaba nada; no decía lo que le gustaba o lo que aborrecía; lo que pensaba o lo que soñaba y Rose, poco a poco, fue contagiándose de él. Norman ahora trabaja en una gasolinera a escasa media hora a pie. No tienen hijos y seguramente tampoco los han buscado. Raramente se les ve por el pueblo a no ser en la misa de los domingos o los jueves a la tarde en el supermercado. Siempre la misma rutina, la misma comida, el mismo banco en la iglesia… Un jueves Rose no acudió al supermercado, ni el domingo a la misa, ausencias que se prolongaron con el tiempo. Pronto corrió la voz de que estaba enferma y más tarde dando paso al rumor de que Rose le había abandonado. Todo empezó un miércoles cuando a Rose se le apareció un fantasma en la cocina mientras desayunaba. Se sentó frente a ella, se la quedó mirando y la saludó con una inclinación de cabeza. — Por favor señora Barry, no tema –dijo. Rose se levantó de un salto. 22


— ¿Quién diablos es usted? ¿Por dónde ha entrado? ¿Qué es lo que quiere? –y sin darle tiempo a responder frunció el ceño señalándole la puerta y añadiendo: — No necesitamos ninguna enciclopedia. Váyase de aquí. Retrocediendo un paso y con voz pausada el espectro se dispuso a dar explicaciones. — Me llamo Martin y vivo en esta casa desde hace mucho tiempo, señora. No sé qué ha pasado para que usted me pueda ver ya que siempre he estado a su lado y nunca, hasta ahora, se había fijado en mí. La señora Barry, se frotó los ojos hasta enrojecérselos. — No, no, fuera y dándole un empujón vio cómo Martín atravesaba la puerta. Asustada se asomó a la ventana, pero no había nadie y volvió a la cocina. — Estoy soñando –dijo en voz alta. Se tomó de un sorbo la taza de café y sintiendo que no había sido un mal sueño sonreía recordando al hombre tan guapo y educado que no tendría más de cuarenta años. Se dispuso a terminar el desayuno. Tenía hambre, pero no le quedaba fuerza. Cerrando los ojos trató de ordenar sus pensamientos: «Me ha dicho que se llama Martín y que vive aquí y… ha salido a través de la puerta, entonces es un fantasma, pero no, no puede ser un fantasma porque le he visto y le he tocado y hemos hablado. No ha podido ser un sueño». No entendía nada, un cúmulo de sensaciones contradictorias le hacían sentir miedo y ese miedo la paralizó y así la encontró su marido cuando llegó a casa. Norman la zarandeó pensando que estaba dormida. — Hay un fantasma en la casa, se llama Martin. Es un joven muy guapo. Me ha dicho que siempre ha vivido aquí, que no le tema y que nunca hasta hoy se ha aparecido a nadie –le soltó a su marido sin tomar resuello. Norman no le prestó atención. — Vengo con hambre –dijo– y, déjate de tonterías. Al día siguiente pasó toda la mañana limpiando los cristales sobre todo por fuera de la casa. Miraba a ver si Martin andaba por allí, notaba su presencia. Él quería contactar con ella, volcó el balde para para hacerse notar, le tocó en la espalda para que se diera la vuelta, pero Rose solo sentía un aire cálido cerca de ella. «Yo por si acaso dejo la puerta abierta», pensó Rose, con ilusión de volver a verlo. Y así continuó toda la semana. Limpió también la fachada y Martin seguía jugando con ella, ahora el balde aparecía a varios metros de distancia, incluso el trapo le envolvía su mano con fuerza. Hubo un momento en que sintió muy cercano un aire que le soplaba en la oreja y le envolvía el cuerpo en un abrazo. Ella cada vez más nerviosa, empezó a pedirle a gritos que le perdonara, pero Martin no podía mostrarse. Así empezaron a establecer una relación especial. Rose, cuando Norman iba a trabajar, salía de la casa y permanecía fuera al lado de la puerta sentada en una silla. Ella le contaba sus problemas, sus 23


sentimientos, sus sueños y él le acariciaba proporcionándole consuelo. Un día cuando Rose se levantó para entrar en casa, su falda se enganchó en un clavo de la silla, momento que aprovechó Martin para acariciarle el muslo mientras Rose daba con la mano al aire queriendo apartarle, después sintió calor en los labios, en el pecho… Así estaban cuando oyó acercarse el coche de Norman que volvía del trabajo. Rose se apresuró a entrar en la casa y tan absorta estaba que no se dio cuenta de que el viento la había cerrado. Martin, queriendo evitar el golpe que veía venir, se puso delante de la puerta y así fue cómo el cuerpo de Rose le empujó y atravesando la puerta se encontró en su casa de nuevo. La alegría de Rose al volverle a ver le hizo olvidarse del golpe y de Norman que encontró a su mujer moviéndose de forma insinuante dando grititos de satisfacción mientras a él se le iba un apetito y le entraba otro. Su mujer se dirigió a la habitación y Norman, la siguió al tiempo que, excitado, se soltaba los botones del pantalón. Rose quitándose apresuradamente la ropa se tumbó insinuante en la cama, desnuda. Norman cogió impulso para abalanzarse sobre ella, pero una fuerza extraña le empujó haciéndole caer de bruces al suelo. Se incorporó y ahora con mayor cuidado se encaramó a su lado. Algo se interponía entre el cuerpo de su mujer y el suyo. Cuanta más fuerza hacía para acercarse un aire frío lo empujaba apartándole hacia fuera. Rose parecía no enterarse de nada. — Martin no, Martin nooo –repetía cada vez más suavemente– Martiiiin… Norman se levantó de un salto temiendo que a Martin le gustara hacérselo también a él. Salió de la casa dirigiéndose a la comisaría para poner una denuncia: Mi esposa, la Sra. Barry, de 48 años está siendo acosada por un espectro que se hace llamar Martin. Han pasado tres años y los vecinos ven a Norman envejecido, siguiendo con su vida rutinaria. Trabajo, supermercado y misa, mientras que, a través de la ventana de la cocina, observan a una Rose sonriente, día a día, más esplendorosa.

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La conferencia

Alicia Redondo Narbona Cuando entré en el salón de actos del Palacio de Congresos comprobé que había llegado tarde para encontrar sitio. Una jungla de cabezas se extendía ante mí en una pendiente suave hasta el escenario en que iban a tener lugar las ponencias. Algunos rezagados como yo comenzaban a tomar posiciones de pie, recostados contra las paredes y junto a las entradas. Los ponentes estaban ya sentados y probando los micrófonos entre arreglos de claveles rojos que amenazaban con caerse de la mesa. No había tiempo ya de pasearme por allí en busca de asiento. Me acomodé como pude junto a la última fila y allí permanecí, de pie, escuchando pacientemente y perdiendo concentración según aumentaba mi cansancio y mi incomodidad. El calor de julio se había metido en la sala y el aire acondicionado parecía no estar funcionando. Después de las prisas por llegar a tiempo notaba el vestido corto de tirantes pegado a la piel. La charla no era muy prometedora. Cuatro hombres adustos hablaban por turno de estadísticas sin significado. Miré alrededor. Las mismas caras serias y monótonas de todos los congresos. Y además aquellos malditos zapatos apretaban ya, después de tantas horas. Suspiré soñando con el aire acondicionado de mi hotel. Tres filas más abajo algo se movió. El ocupante de un asiento junto al pasillo se iba. No esperé a que recogiera todas sus cosas para colocarme junto a él. Nadie iba a arrebatarme el sitio. Al fin sentada. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo que realmente me dolían los pies. En mi mente formulé un deseo: «si me pudiera quitar los zapatos...». De repente, una voz grave y cálida me susurró casi al oído: — Quítatelos, venga, atrévete. ¿Me había leído el pensamiento el hombre que estaba a mi lado? Creo que puse cara de boba cuando me giré para mirarle. Seguro que abrí mucho los ojos y, probablemente, también la boca. — ¿Cómo dice? — No te cortes. Estás deseándolo. Me guiñó un ojo. Me quedé mirándole un rato a los ojos, unos ojos castaños, grandes y dulces fijos en mí. Las pequeñas arrugas a los lados estaban curvadas hacia arriba. Era una mirada sonriente y retadora. — Tienes toda la razón. En este momento no hay cosa que desee más. Dejé el bolso a mi izquierda, en el pasillo, ocultando mis pies. Me quité los zapatos sin dejar de mirar sus ojos hipnóticos, disfrutando ambas cosas. Bajó la mirada observando cómo giraba los tobillos y movía los dedos arriba y abajo. Sonrió y continuó atendiendo a la charla. Era un hombre de tez morena. No parecía pasarse la vida encerrado en palacios de congresos y universidades sino al aire libre. Llevaba vaqueros y camisa de cuadros de manga corta. Me pregunté si a él le interesaría realmente lo que se estaba diciendo. El ponente era un somnífero eficaz. Su tono monocorde estaba haciendo cabecear a más de 25


uno, según comprobé observando alrededor. Sin embargo, mi vecino de butaca le escuchaba atento y yo intenté con mi mejor voluntad hacer lo mismo… hasta que su brazo rozó el mío. Primero noté un cosquilleo. Un segundo después se trataba de un roce intenso de piel contra piel. Yo estaba paralizada, con los ojos clavados en el escenario pero sin ver nada, concentrando toda mi atención en mi brazo derecho. Su piel era cálida y suave, y me estaba rozando como si lo hiciera adrede. Tardé un instante en darme cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Solté el aire y le miré de reojo. Él estaba absorto en lo que decía el hombre del micrófono. Yo también intenté una vez más seguir la charla. Pero no lo conseguí. No sé si fue el calor, el fin de semana lejos de casa, o mi debilidad ante la tentación. Poco a poco me fui acercando a él aumentando de forma gradual la superficie de contacto. Me moví en el asiento desplazando todo mi cuerpo hacia él, como quien busca postura para ver mejor lo que hay al frente. Entonces, movió el brazo y sentí su mano a mi rodilla. Cuando me volví a mirarle sus ojos estaban esperándome. Noté cómo aquella mano se movía suavemente, acariciando. Una llamarada ascendió por el interior de mi cuerpo y subió a mi cara. Él se dio cuenta y volvió a sonreírme. Su mirada dejaba claro que sabía lo que yo estaba sintiendo y que le gustaba. Se acercó mucho a mí, como si fuera a decirme algo y yo me incliné hacia él para oírle. Sus labios rozaron mi oreja y se alejaron de nuevo sin pronunciar ni una palabra. Un pitido del micrófono me hizo volver a la realidad. Debíamos de estar dando un espectáculo. Miré alrededor esperando ver dedos acusadores, pero la gente estaba demasiado dormida para haberse dado cuenta de nada. Le miré a él. Parecía divertirle mi incomodidad. Él, en cambio, estaba disfrutando. Volvió a inclinar la cabeza hacia mí y yo contuve la respiración. — ¿Qué tal si te pones los zapatos y nos vamos? Aquella conferencia mereció la pena.

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El incidente Miguel Parra I Cuando mi compañero abrió la puerta, pude ver todo el pasillo del vagón, con una fila de asientos a cada lado. Estaba bastante lleno. Empecé por una mujer, con aspecto asustado, que tenía la estrella de David en el pecho. Le pedí la documentación, que estaba en regla e incluía un salvoconducto especial hasta Weil am Rhein, destino vedado a los judíos por ser la última parada antes de cruzar la frontera. Dijo que iba a cuidar una hermana que estaba enferma. Le devolví la documentación y tomé nota de no autorizar la salida del convoy de esa estación hasta que hubiera bajado. Continuamos la inspección de los pasajeros. Algunos enseñaban la documentación antes de que se la pidiera. Un hombre miraba por la ventana y pareció no notar nuestra presencia, lo que levantó mis sospechas. Según su documentación, era judío y no llevaba la insignia amarilla, por lo que le detuvimos y mi compañero se lo llevó al calabozo habilitado en el furgón de cola para estos casos. En el vagón se instaló un espeso silencio. Continué el control de pasajeros sin más incidentes hasta que un pitido anunció que llegábamos a Weil am Rhein y el tren comenzó a perder velocidad. En la única fila que quedaba por inspeccionar, un oficial de la Wehrmacht abrazaba a una muchacha. La besaba apasionadamente y tenía su mano izquierda sobre el pecho de la mujer y la otra detrás de su cabeza. Ella estaba ruborizada y trataba de zafarse, pero él no se lo permitía. Decidí obviar el asunto y bajar para hacerme cargo del detenido y comprobar que se apeaba la mujer que dijo ir a ayudar a su hermana. No merecía la pena perder el tiempo con un incidente como el que estaba protagonizando la pareja; además, el soldado tenía derecho a permitirse un desahogo, aunque no fuera del todo correcto que un oficial diera ese espectáculo. II Yo estaba convencida de que había que huir tan pronto fuera posible y cuando detuvieron a mi padre y lo deportaron, ya nada me retenía en Karlsruhe. Hacía tiempo que venía preparando una posible huida y sabía de un contacto en un el pueblo fronterizo de Weil am Rhein que facilitaba el paso de judíos fugitivos. La dificultad estaba en llegar allí, ya que los judíos no estábamos autorizados a acercarnos a menos de cincuenta kilómetros de la frontera suiza. Ese mismo día preparé mi equipaje, que se reducía a una pequeña maleta con alguna ropa interior, y, escondido, todo el dinero y joyas que pude reunir. Asimismo, llevaba puestas varias prendas de abrigo en previsión de las duras condiciones que, suponía, tendría que soportar en mi huida. Pasé la noche en la estación, después de comprar un billete para Friburgo, que era el destino más lejano al que podía llegar sin violar la ley, aunque aún quedara algo menos de una hora de viaje para llegar a mi destino. Al día siguiente cogí el tren a Basilea, con la idea de alcanzar, con ayuda de la suerte, Weil am Rhein. 27


Cuando el tren llegó a Friburgo, bajé al andén y volví a subir un par de coches más adelante y en la plataforma, me quité la insignia amarilla del abrigo y ocupé el asiento más próximo a la puerta. Era consciente de que durante los cuarenta y cinco minutos que restaban de viaje, mi situación en una zona prohibida a los judíos y sin billete, suponía en caso de ser descubierta, el arresto inmediato. Tratando de dar una imagen de tranquilidad, abrí una novela y empecé a leer. La calefacción del tren comenzó a sofocarme más de lo que ya estaba por mi propia excitación y el exceso de ropa y me desabroché el abrigo. Cuando levanté la mirada vi a un oficial de la Wehrmacht, que me miraba con interés. Era bien parecido y deduje que había subido en la estación anterior. Inclinó la cabeza hacia mí en señal de saludo y continuó mirándome mientras me sonreía, lo que acentuó mi nerviosismo. Decidí no darme por enterada y continuar leyendo la novela, aunque vigilándolo por el rabillo del ojo. Cuando sólo faltaban unos minutos para llegar a mi destino, entraron, por el otro extremo del vagón, dos inspectores de policía que comenzaron a pedir la documentación a los pasajeros. Yo trataba, a duras penas, de aparentar indiferencia, aunque permanecía atenta a todo lo que ocurría. Detuvieron a un pasajero y uno de los agentes se lo llevó hacia la cola del tren. El corazón se me aceleró y empezó a hacerse evidente mi nerviosismo. El policía que se había quedado continuó pidiendo la documentación, acercándose cada vez más. Cuando el pitido de la máquina anunció la llegada a Weil am Rhein y el tren empezó a perder velocidad, el inspector estaba terminando con la fila anterior a mi asiento. Entonces, inopinadamente, el oficial se sentó a mi lado y agarrándome enérgicamente de la cabeza, me besó en los labios. La sorpresa me paralizó unos instantes tras los cuales empecé a forcejear. El, en lugar de retirarse, aumentó la presión y poniendo su mano sobre uno de mis pechos, me apretó contra el respaldo, impidiéndome cualquier movimiento. En cuanto el convoy se detuvo, me soltó y antes de que pudiera reaccionar, me sonrió de nuevo y saltó al andén, perdiéndose entre la gente. A pesar de mi azoramiento, conseguí rehacerme y yo también bajé mezclándome con la multitud de la estación. Finalmente, pude llegar hasta mi contacto y salir de Alemania sana y salva. Hoy sigo recordando este incidente sin comprender por qué actuó así aquel militar, aunque tengo que confesar que no me siento ofendida por su desconsiderado comportamiento porque, de algún modo, aprecié en él una cierta ternura. III Después de dos años en el frente, en el que conseguí el grado de teniente y una herida de cierta gravedad, fui enviado a la retaguardia para un cargo administrativo en la oficina de la frontera suiza. Ya se me había pasado el ardor patriótico del principio y estaba cada vez más desencantado con nuestro gobierno. Parte de la responsabilidad de que ello fuera así se debía a la política de depuración de la raza, en cuyo cumplimiento la Gestapo me había robado una buena amiga. Cuando subí al tren vi sentada en el primer asiento una muchacha muy bonita que aún lo estaba más por el rubor de su rostro. La saludé, sonriendo, con una inclinación de cabeza y me dediqué a mirarla con más insistencia de la que aconsejaba la buena educación, aunque no tanta que no se disculpara en un soldado veterano. Entonces me di cuenta de que, aunque medio oculta, llevaba la insignia que la delataba como judía. El fallido intento de ocultar su raza, así como su presencia en un área que les estaba prohibida y su nerviosismo, revelaban claramente sus intenciones. Decidí ignorar el asunto y no detenerla. Sin embargo, al poco aparecieron en el otro extremo del vagón dos agentes de la Gestapo pidiendo la docu28


mentación a los pasajeros y cuando el convoy estaba entrando en la estación de Weil am Rhein, uno de ellos estaba terminando de hacerlo en la fila de asientos anterior a la nuestra. Sin lugar para explicaciones, cambié de asiento poniéndome al lado de la joven y la abracé, besándola en la boca. Ella tras un instante de perplejidad, empezó a revolverse, haciendo aún más visible su estrella de David. Sin dudarlo, aumenté la fuerza del abrazo y puse una mano sobre su estrella de David, empujándola contra el respaldo. Afortunadamente, el tren se detuvo en ese momento y el policía se apeó. Inmediatamente, la solté, me levanté y antes de que la pobre chica pudiera decir nada, le sonreí y salí por la puerta. Ya en tierra, confundido con la gente, pensé que nunca me había resultado más agradable salvar a una persona.

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Cenizas en el jardín Itziar Elexpuru

Tienes sesenta y cinco años y eres profesor emérito de la Universidad de Oxford. Tu mujer da clases de Lengua y Literatura en un centro de enseñanza media. Vives en la casa familiar que fue de tus padres, en una calle tranquila sin demasiados coches donde la gente camina y va en bicicleta. No tienes hermanos. Tu padre murió hace un año y sus cenizas están en una balda entre libros de la que fue su última habitación en la planta baja, cuando ya no podía subir escaleras, y donde tú has habilitado un pequeño despacho. Eres un buen lector, también has escrito artículos para la revista de la universidad y en esta etapa de tu vida quieres escribir. Te sientas a la mesa junto a la ventana que da a un pequeño jardín en la parte de atrás de la casa, donde se han ido acumulando demasiadas cosas: palas, picos, mangueras, baldes. Cuando vivía tu padre el jardín parecía trazado con regla y cartabón, se pasaba el día quitando hierbas que asomaban entre los guijarros que delimitaban las prímulas y los rododendros. Sus manos endurecidas y de articulaciones hinchadas eran poco sensibles pero eficaces. Todas las noches le lavabas bien las manos con agua muy caliente y le sacabas alguna pequeña espina que él no notaba, luego le untabas una densa pomada y le cubrías las manos con paños calientes para que pudiera descansar. Tienes que poner un poco de orden, hierbas altas trepan por los rosales despeinados y hoy que llueve se han formado pequeños charcos en el camino que lo atraviesa, solo el limonero y las hojas de un pequeño magnolio, ahora sin flor, brillan recién lavados. Llaman por teléfono. Es de los servicios municipales. Confirmas que eres Paul D., 17 Sussex Gardens, y te informan que han pasado quince años desde que murió tu madre, y van a proceder a sacar sus restos. Una consulta de trámite, eliges la opción más sencilla: incineración y que te entreguen sus cenizas. El reflejo de tu cara en la ventana es borroso. Pequeñas gotas de lluvia se deslizan por el cristal. Tus manos inmóviles en el teclado, preparadas, listas, en posición de salida, pero no se mueven. Aprendiste a escribir a máquina para sentir la música de las pulsaciones de tus dedos ligeros golpeando con fuerza las teclas, pero ahora tus pensamientos están dispersos, no llegan las palabras a tu cabeza, es mejor dejarlo. Decides salir a dar un paseo. Te pones un chubasquero ligero y deportivas, caminas a buen paso, saludas a algún vecino, te asombra que te reconozcan, llevas la capucha puesta, tú no puedes verte pero te imaginas andando entre la gente, la cabeza escondida, tu rostro casi invisible, tu boca cerrada, demasiado serio piensas y sonríes solo ligeramente no vayas a parecer un loco, tus ojos entrecerrados para evitar la fina lluvia que a veces te da en la cara. Tampoco sabes cómo miras, con asombro, escrutando, por el rabillo del ojo, tus ojos pueden resultar duros y hostiles o cálidos y zalameros, pero tú no los ves. Sin darte cuenta llegas al almacén de jardinería que hay al final de la calle The Bed of Roses. Compras piedras calizas blancas y grises y varios pequeños tiestos de brezos blancos y pensamientos malvas para hacer una rocalla en la esquina más elevada del jardín donde enterrarás juntas las cenizas de tus padres. Llegas a casa a la hora de cenar, tu mujer está en la cocina, huele bien a cena caliente. Decides empezar a escribir mañana. 30


Estás en la cama, miras las manecillas del reloj que brillan en la oscuridad, son las 3 de la mañana, tu mujer duerme a tu lado, no quieres moverte para no despertarla. Te asaltan recuerdos aislados que flotan a la deriva en un mar profundo, ves a tu madre, es por la llamada, lleva un vestido blanco y te saluda desde lejos con un ramillete de flores en la mano. No pudiste llorar cuando murió y ahora todavía lloras de vez en cuando. Tienes ganas de levantarte para escribir, hay palabras que se imponen, suenan bien, se llenan de significado, pero no lo haces, no son horas de encender el ordenador y desvelarte por completo. Te quedas quieto y te vuelves a dormir. Te levantas pronto y preparas el desayuno mientras tu mujer se ducha y se arregla para ir al trabajo. Desayunas con ella y el periódico que te dejan en la puerta. Tu mujer te da un beso y se marcha. El jardín te espera, la rocalla, las cenizas. No llueve. Enciendes el ordenador: «Bienvenido de nuevo, ¿continúas desde donde lo dejaste ayer?».

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El despertar de cuarenta y seis esclavos negros Feli Cruz Jiménez

Yo nací esclavo, no conocía otro lugar que no fuese la plantación en que crecí, no sabía lo que era respirar sin que me lo ordenasen. La gran casa blanca con sus robustas y altas columnas se erguía majestuosa en medio de la plantación, era visible desde cualquier punto de la hacienda; cuando alguien llegaba por primera vez, después de atravesar el camino bordeado de grandes robles, lo primero que observaba era aquella poderosa mole blanca. Los establos y los animales que poseía el amo se situaban detrás, a continuación, las cabañas de los esclavos domésticos, y más allá, cerca del bosque, las chabolas de los negros del algodón; allí vivía yo, entre cuatro paredes de madera vieja y suelo de tierra, un pozo para abastecernos de agua y una cocina comunitaria. Yo aún no tenía diez años, por lo tanto, mi trabajo consistía en acarrear agua y comida hasta los campos de algodón. Molly, una negra como la noche sin luna, nos entregaba los alimentos, que siempre se componían de cerdo salado, un celemín de maíz y melaza; en raras ocasiones algo de verdura, era nuestro sustento por persona para una jornada de dieciséis o dieciocho horas. Antes, mucho antes del alba, ya estábamos en pie. Desayunábamos mal, nos vestíamos peor y los cuarenta y seis esclavos negros nos dirigíamos a trabajar para el amo. La vieja Molly había sido esclava doméstica pero con los años fue sustituida por Rebecca, mi madre. Ahora se quedaba en el barracón, organizaba y preparaba la comida, cuidaba de los enfermos, ancianos o parturientas esclavas, éstas solían permanecer allí cuatro meses, el tiempo que la ley blanca les permitía amamantar a sus hijos. Los ojos de Molly te traspasaban el alma; grande, orgullosa de su raza, era la memoria viva de nuestros ancestros; la respetábamos más que a nadie. Los más pequeños recorríamos largos trayectos hasta llegar a la plantación; mis pies, en un principio, sangrantes y llenos de grietas, se fueron haciendo callosos; me acostumbré a ir descalzo. Ninguno de los chicos teníamos derecho todavía a usar calzado. Cada año me daban una camisa de lino basto que me irritaba la piel, yo no paraba de rascarme, además, no alcanzaba a taparme las rodillas. Si se me rompía no había posibilidad de pedir otra; entonces, Molly, se encargaba de zurcírmela o de añadir un pedazo de tela de la ropa que desechaban en la casa grande. Mientras lo hacía, me solía contar historias de nuestros antepasados en África, de cómo fue capturado su abuelo por negros de otras tribus rivales. — Fue golpeado, chico, en un descuido... le atraparon con una red arrastrándolo hasta la costa; allí, esperaba el hombre blanco al que fue vendido. Molly suspiró, y su mirada pareció perderse en el tiempo. —Sí, allí estaba el hombre blanco –repitió, registrando su carne, encadenándole pies, manos y cuello a otros cuerpos; con el espinazo doblado entraron en la oscura profundidad de la bodega de aquel barco; prensados, casi sin poder respirar. Atravesaron el océano comiendo una ración de gachas de maíz al día. Yo la escuchaba, mirando con que habilidad iba pasando la aguja por aquella maltratada camisa: 32


— Antes de llegar a puerto –prosiguió–, fueron regados con agua de mar para quitarles las miserias del viaje; lustrados con grasa después, estaban listos para ser subastados en el mercado. El abuelo del amo pagó el precio. Lo arrojaron sobre el carro con el resto de mercancías, se recostó como pudo entre los sacos sujetándose el brazo marcado con hierro candente. Así, quedaba visible quién era su dueño. Cuando el amo James tomó las riendas de la plantación dejó de hacerse, por eso tú no la llevas. Al terminar de remendarme la camisa me dijo: — Bueno, chico, esto ya está –se inclinó hacia mí, me la puso, y posando sus amorosas manos sobre mis hombros me recordó: — Mañana es el día del reparto anual de ropa. Ya sabes lo que debes hacer, ¿verdad? Ponte bien atrás, por nada del mundo levantes la vista ¿me oyes? Comprende que si lo haces, será la perdición de tu madre. Asentí con la cabeza, le di un beso y marché hacia la cabaña de mi madre, la más próxima a la gran casa. Al llegar la encontré cosiendo, callada, con la cabeza humillada en una tela roja que reposaba en su regazo iluminando su piel canela. La iba acariciando con sus finos dedos, puntada a puntada, como había aprendido desde que era una niña cuando Molly reemplazó los brazos de la madre que le fue arrebatada. Ella, le enseñó a curar a los heridos con ungüentos y plantas; a transformar una pieza de tela blanca, en gris, marrón o roja; para ello utilizaban raíces de olmo, cerezo o nogal y otras sustancias que por desgracia he olvidado. Con la ayuda de las otras esclavas iban uniendo retales de telas cosidas unas a otras hasta conseguir una pieza entera del tamaño deseado; más tarde la trasformarían en manta, chaleco, falda o pantalón, según la necesidad. Durante los días de labor estábamos obligados a vestirnos con la ropa del reparto anual, y tan solo los domingos o días especiales nos estaba permitido colocarnos nuestra «extravagante indumentaria», como decía el ama. Al acercarme a ella, alzó la vista apartando el lienzo rojo con la delicadeza de quien tiene alas de mariposa entre las manos. — Es un regalo de James, sabe que el color rojo es mi preferido. Hijo, hoy recibiré su visita... Deberás marcharte antes –me dijo sin dejar de abrazarme. — No importa, mama, hoy estoy muy cansado –le respondí intentando fingir mi desagrado. A la mañana siguiente nos colocamos en varias filas frente a los establos. El ama se situaba en la parte más alta del porche trasero, unos escalones más abajo el administrador y el capataz, las personas más odiadas de la plantación. El lote por persona consistía en: dos camisas de lino basto, dos pantalones de la misma tela, para las mujeres faldas, una chaqueta de invierno de paño igual de tieso y negro, dos pares de calcetines y un par de zapatos de madera. El acto concluía con unas palabras del ama: — Espero que trabajéis con ahínco y más empeño en nuestras tierras, con ello, el amo y yo, sabremos lo agradecidos que sois, y Dios, en su infinita misericordia, se apiadará de vuestras perdidas almas. Todos contestábamos al unísono: —Sí, ama Betty. Yo había seguido las instrucciones de Molly; me sitúe atrás y no alce la vista. 33


Ningún esclavo del algodón había atravesado el umbral de la gran casa; todo lo que conocíamos de ella lo sabíamos por los relatos de Molly, de Rebeca y del resto de domésticos. La mayoría de los amos mandaban traer predicadores los domingos, para evangelizar, nos decían. Por las tardes, los amos celebraban su particular fiesta en la gran casa con la aristocracia sureña, rodeados de magníficos candelabros, bandejas y cubertería de plata que los esclavos bruñían hasta reflejarse en ellas, de pesadas cortinas de intensas tonalidades que no dejaban pasar la luz del sol, de gigantescas lámparas de cristal por las que se podía ver el arco iris, de exquisitos manjares en monumentales mesas; sin olvidar el atuendo del amo, que lucía camisas, chaquetas y chalecos entallados de seda, cretonas y lana fina. Los esclavos nos vestíamos con la ropa que habíamos confeccionado y teñido nosotros mismos. Las mujeres se recogían el pelo con bandalas de infinidad de colores; se colocaban faldas llenas de lorzas, volantes y cintas; brazos y cuellos iban adornados con abalorios hechos con loza rota, madera y todo material que se prestase a ello. El eco de nuestras gargantas se mezclaba con la brisa, y los colores que adornaban nuestros cuerpos vestían el paisaje; era nuestro grito hacia la libertad. Aquella tarde de domingo, Tom, el hombre de la negra Molly quiso enseñarme el potrillo que había parido una de las yeguas. A Tom, el tiempo le había plateado las sienes, dándole un aire distinguido, alto, delgado pero con músculos aún fibrosos. Me hablaba de tal forma de los caballos que me hacía olvidar que eran animales; se había criado en los establos, como su padre y su abuelo. Dejamos a las mujeres hablando del asombroso vestido de seda que habían confeccionado para el ama; todavía pude escuchar, que necesitaron catorce metros de tela, y de la “jaula” que llevaba debajo para conseguir la forma de campana en las nalgas, lo que provocó sonoras carcajadas. Llegamos hasta la puerta del establo, la abrió sin dificultad, y allí estaba ella, la señorita Sophie; nos miramos a los ojos y nos reconocimos al instante: dos pares de ojos azules idénticos. — ¿Tú eres mi hermano Jimmy, verdad? –me preguntó acercándose. Tom azorado, me cogió de la mano tirando de mí antes de poder contestar, giramos hacia la salida. — ¡Vamos, chico!, otro día veremos al potrillo, pero Sophie ya le estaba tirando de la manga. — Tom, por favor, deja que se quede, yo le enseñaré el potrillo. Tom no supo negarse, creo que estaba desconcertado, era la primera vez que nos veía juntos. Durante el tiempo que estuvimos en el establo Sophie nos confesó cómo supo que yo era su hermano. La niña, una tarde bochornosa cuando la creían dormida en su habitación, con nuestro padre ausente y su madre reposando lánguida a la sombra del porche, bajó sigilosa las escaleras en busca de algo más interesante que los fríos e inertes juguetes arrinconados por el aburrimiento. Al pasar junto a la sala de costura escuchó a Molly advirtiendo a Rebecca: —debemos tener cuidado Rebecca... si el ama ve a Jimmy reconocerá en él al hijo del amo y a su propia hija. Yo sabía que Sophie nació tres años antes que yo, Molly me había contado de la existencia de mi hermana: — Fue un parto muy complicado, después de aquello el vientre del ama se quedó seco. Cuando esto sucedió mi madre ya pertenecía a los esclavos domésticos ayudando a Molly; el amo no tardó mucho en fijarse en Rebeca tomando posesión de lo que por ley le pertenecía. El tiempo revelaría su verdadero ser. Habíamos visto al potrillo y Tom me apremiaba para que saliese del establo. Ya estaba casi fuera, con la mirada seguía despidiendo a mi hermana y al viejo esclavo, cuando al girar la cabeza, topé con el ama, alzando la vista hacia ella. Por su expresión de horror que de inmediato se transformó en ira, recordé 34


que no debía haberlo hecho. Me agarró del brazo con fuerza clavándome las uñas, zarandeándome y gritando. — ¡Negro asqueroso!, ¡dime ahora mismo quién es tú madre! – contesté, tampoco me resistí. Ella, cerró la sombrilla, y agarrándola como si de un arma se tratase, la alzó para golpearme con la empuñadura de marfil; una mano negra y fibrosa se lo impidió. — La esclava Rebeca es su madre, ama Betty –respondió Tom por mí. Esto pareció enfurecerla aún más. — ¡Quítate de mi vista hijo de ramera! Tom me dio un empujón enérgico pero cariñoso. –¡Vete chico!, ¡vete! Salí corriendo en busca de Molly y de mi madre, debían saber lo ocurrido. A pesar del desagradable encuentro con el ama, esa noche no pude evitar recordar a Sophie, era la viva imagen del amo, tan sólo su pelo negro y rizado hablaban de la herencia de su madre. Sus ojos almendrados y opalinos, que parecían querer abarcarlo todo, chocaban con su compostura apacible, espigada y blanca. Cuando sonreía, se le dibujaban dos graciosos hoyuelos, y con cada rebullir de su vestido emanaba un intenso aroma a rosas. La soltura de sus palabras despertaría mi fascinación por ellas. Por la mañana Rebeca fue a llevar el desayuno al ama, como de costumbre, llamó a la puerta, entró, apoyó la bandeja sobre la mesa de la alcoba y abrió las tupidas cortinas. El ama estaba recostada sobre los mullidos almohadones, con una mirada colérica y voz altiva, la ordenó: — ¡Quítate la camisa! La joven esclava apretó con fuerza la mano que aún sujetaba la cortina, al comprobar que sobre la mesilla reposaba una fusta. Molly le curaba la espalda lacerada, yo permanecía en el suelo abrazado a sus piernas escuchando su lamento y su fuerza, sintiendo cómo su piel canela se tensaba, mirándome con sus ojos ámbar traslúcidos y regalándome su sonrisa de labios negros. En su carne se dibujaba el sometimiento a la piel blanca, que había padecido su ascendencia durante generaciones. Molly continuaba entregada en sanar aquella espalda, cuando una sombra, anubarró nuestros cuerpos. El amo James entró con paso firme y la mandíbula tensa, hasta situarse frente a la espalda de mi madre. — Buen trabajo, vieja Molly –la felicitó. Yo seguía aferrado a las piernas de mi madre presenciando la escena desde allí abajo. — ¿Quién le ha avisado, amo James? –le preguntó la anciana sin perder de vista su labor. — Mi hija presenció lo ocurrido, algo que lamento profundamente; Sophie se alarmó con los chillidos e improperios que lanzaba su madre, al llegar se encontró con la puerta abierta –hizo una pausa al percatarse de que le observaba. — Hola chico, se pondrá bien, no volverá a ocurrir –me aseguró relajando su mandíbula. 35


Mandó que nos trasladásemos a la cabaña de mi madre, allí era donde habitualmente iba a encontrarse con ella. — Estaréis hasta que Rebeca se reponga, cuidaréis de ella –Y girando sobre si mismo, echó un vistazo al cubículo. — Posee más comodidades que ésta –añadió mirándome de nuevo. Durante la convalecencia de mi madre, el amo James frecuentaría la cabaña; yo le veía al final del día. En cada encuentro le escudriñaba, quería saber qué pasaba por la mente de aquel hombre dueño y señor de nuestras vidas. Observaba su alta figura, los rectos y anchos hombros, la mandíbula cuadrada, el rostro de frente despejada, su cabello rojo; escuchaba cómo surgía de sus finos labios una voz profunda, contundente, y enérgica. Seguía esa mirada transparente, y cada movimiento de su piel blanca. Todos estos rasgos le daban a su persona un aspecto insondable, imponente, casi sobrenatural. La cabaña de Rebeca estaba adecuada para acoger al amo. En una de aquellas visitas Molly preparaba café, él recostado en una de las butacas fumando de manera pausada su pipa, mi madre se acomoda frente a él en otra; el ambiente se impregnó de un aroma acogedor y dulzón. Sin soltar la pipa, se dirigió hacia un pequeño mueble, dejando tras de sí hilos de nubes blancas que se difuminaban con pereza formando una tenue niebla. Cogió uno de los libros, y sentándose de nuevo, llenó la estancia con su poderosa voz. Me quedé fascinado, sabía escuchar el mensaje del libro, y de su boca brotaban las palabras que éste le transmitía. Tras su marcha, puse mi oreja sobre aquella magia; yo no oía nada, a mí no me hablaba, no conocía su idioma. De momento, me conformé viendo las ilustraciones, pasando con sumo cuidado cada página, posando mis dedos sobre las palabras que se unían y separaban formando líneas y más líneas. No había vuelto a ver a Sophie, tampoco al ama; los días transcurrieron con una calma espesa. Betty tenía frecuentes cambios de humor; de una conducta recta y victoriana pasaba a un comportamiento vulgar y felino. — Esa mujer no está bien, no señor; algún demonio le entró en la cabeza –le comentaba Molly a mi madre. Un buen día, el amo nos comunicó que debía ausentarse por un tiempo; solía hacerlo con cierta frecuencia, la mayoría de las veces al norte del país, donde tenía algunos negocios y ciertas amistades. En aquella ocasión pensaba comprar una máquina, la desmoladora de algodón. — Es un invento extraordinario, de un tal Eli Whotney. Ya no será necesario quitar la semillas e impurezas flor a flor –comentaba entusiasmado. Aquel artilugio pasaba el algodón por unos grandes rodillos, una vez prensado, era conducido hasta una especie de peines dejando el algodón puro. Con el tiempo, aumentó la producción, el amo compró más negros, y nuestra esclavitud se prolongaría aún más pero eso no lo supe hasta mucho tiempo después, en aquel momento era muy niño para comprenderlo. Durante su ausencia ocurrirían hechos terribles. Se acercaba el mes de octubre, época de recolección; pronto regresaría el amo. A pesar de que Rebeca ya estaba recuperada, seguíamos en su cabaña, James ordenó que continuásemos viviendo allí pues parecía sentirse cómodo en nuestra compañía, por eso me alegró acatar aquella orden. Esa noche recibimos la visita inesperada de Sophie. 36


— ¡Rebecca está en peligro! –nos anunció casi sin resuello y en ropa de cama. La niña había escuchado la orden que dio el ama al capataz — ¡Mañana me traerás a esa negra inmunda! ¡La dejarás tan desfigurada y tullida que el amo no volverá a poner sus ojos en ella! Ya conocíamos a aquella colérica mujer. Temblando miré a mí madre, luego, busqué los ojos de la sabia Molly. El odio y los celos que el ama había ido macerando hacia mi madre, a pesar de la rotunda imposición de su esposo de no lastimar a la esclava, la desquiciaron aún más; hasta el punto de aborrecer a su propia hija. Sophie lo contaba angustiada, entre sollozos abrazaba a la vieja esclava, que le iba peinando con la mano su larga cabellera. — Niña Sophie, tiene que marcharse, no deben saber que ha estado aquí, por el bien de todos nosotros –le suplicó la anciana retirándose los brazos que la arropaban. Me apenó verla marchar, entonces fue cuando empecé a quererla. Tom la acompañó hasta la gran casa. — Debéis coger el Ferrocarril Subterráneo –nos sugirió la anciana. Aunque la idea de viajar en tren no me desagradaba, más tarde comprobaría que no existía tal ferrocarril, era una red clandestina que ayudaba a escapar a los esclavos de las plantaciones, hacia estados libres. Los maquinistas eran cimarrones y gente blanca simpatizantes de la abolición de la esclavitud; los carriles, la ruta más segura, las estaciones, los lugares donde esconderse, reponer fuerzas y recibir información sobre la siguiente etapa. Salimos esa misma noche. Mientras atravesábamos el bosque nos acompañó el llanto de esperanza de nuestros hermanos. — Huyamos, huyamos –cantaban en nuestro secreto lenguaje. Hasta que sólo nos protegió la profunda negrura de la noche haciéndonos parte de ella. Caminamos sin descanso. Yo me aferraba a la mano de mi madre procurando seguir su marcha. — Vamos hijo, vamos, debemos llegar hasta el río cuanto antes o nos cazarán como a conejos –me acució con voz susurrante. Esto último, despejó mi sueño y mi cansancio haciéndome agilizar el paso. Por fin, escuchamos el sonido del agua. No sé por dónde ni cómo salió aquel hombre cuyo rostro nunca veríamos; la voz nos advirtió de su presencia. — ¡Seguidme! –nos apremió. Cruzamos el río en un bote, el ímpetu y la seguridad con la que remaba aquel ser, calmaron en parte, la angustia que me producía el abismo turbulento de aquellas aguas. Ya en la otra orilla, y sin bajar del bote, unas fuertes manos me atraparon ambos brazos, otras se encargaron de Rebeca, en ese instante pensé en los conejos, intenté zafarme. — Tranquilo chico, ¿tienes hambre? –me preguntó aquel hombre blanco. Los dos hombres nos condujeron hasta una oculta cabaña. Una vez dentro, nos cambiamos las ropas mojadas por otras secas, saciamos hambre y sed. Mientras Rebecca hablaba con ellos, me venció el cansancio, y caí en un profundo sueño. Me desperté con la mano de mi madre tapándome la boca, con el índice de la otra en sus labios me rogaba silencio, no hacía falta: ladridos de perros y gritos de hombres me dejaron mudo. Los dos desconocidos que nos acompañaron la noche anterior ya no estaban. Reti37


rando una estera que cubría parte del suelo, abrió una trampilla apenas perceptible de no haber sabido que existía. Nos agazapamos dentro asegurándonos de dejarla oculta de nuevo. En la oscuridad de aquel agujero recordé las historias de Molly (… con el espinazo doblado entraron en la oscura profundidad de la bodega de aquel barco...). Irrumpieron perros y hombres, con cada pisada crujían las tablas del piso sobre nuestras cabezas, tenía la boca seca, el cuerpo rígido, el corazón se desbocaba, temí que escuchasen sus latidos. Apreté los ojos, los dientes y a mi madre. — ¡Aquí no hay nadie! Han debido escuchar a los perros –esa voz me resultaba conocida. — El catre aún está caliente –comentó otro. — ¡Como no encuentre a su mulata y al bastardo, el pelirrojo sureño me desollará vivo! El capataz estaba ahí. El amo, al parecer, había regresado. — Y el resto se lo dará a los perros –intervino un tercero. — ¡Maldita sea! ¡Callaos!, marchemos en su busca, no creo que vayan muy lejos. Al escuchar de nuevo al capataz me parecía estar viendo aquellos ojos demasiado juntos y pequeños, cuya mirada alertaba de la maldad de su alma. No salimos de nuestro refugio hasta no perder por completo el estruendo de su partida. — Vamos hijo, ¡rápido! hacia el río. — Madre, ¿volvemos a la plantación? –la pregunté sorprendido. — Sí hijo, debemos hacerlo, pronto sabrán que no tomamos ese camino al no encontrar nuestro rastro. Volverán chico, volverán a por nosotros. En manos de esas bestias corremos peligro. A pesar de lo que hemos escuchado son capaces de ahogarnos en el río y contarle al amo que fue un accidente. La seguridad y la preocupación que transmitían aquellas palabras, no admitían discusión. Yo confiaba en ella. Llegamos a la orilla y allí estaba el bote en el que habían cruzado nuestros perseguidores, mi madre contaba con ello, pensé. El inicio de la travesía fue difícil, hasta que empezamos a cantar para infundirnos fuerza y la destreza suficiente para poder seguir el mismo ritmo. El vibrar de las aguas amortiguaba nuestra plegaria. Bordeamos el río porque Rebecca intuyó que en la otra margen habría más hombres esperando, cuidando de los caballos que llevaron al capataz hasta aquel lugar. Al llegar arrastramos la barca hacia tierra ocultándola entre la espesa vegetación. Exhaustos, descansamos hasta el anochecer. — Hijo, despierta, debemos continuar –me desperezó hablándome al oído. Decidida, me tomó de la mano y proseguimos el camino. El sonido de mis tripas me recordó que no habíamos probado bocado en toda la jornada. Cuando volví a ver a Molly supe cuánto la había echado de menos. — ¡Por dios bendito! –exclamó la vieja Molly al vernos entrar en la cabaña, llenándome de besos. Mientras nos reponíamos del viaje, fue relatando lo que había ocurrido tras nuestra huida. — El ama se volvió loca, arremetió contra todo y todos; no podíamos con ella, los alaridos se escuchaban por toda la plantación. Pareció tranquilizarse algo cuando el capataz le convenció de que con vuestra fuga el amo James sólo tendría ojos para ella. Pero Dios escuchó mis plegarias, ¡Aleluya!, regresó el amo James, pero al ver aquel desaguisado, al ama como una piltrafa, y la noticia de vuestra ausencia, se reanudaron los gritos. Les mandó en vuestra búsqueda... y más tarde llamaron al doctor. Se la llevaron entre dos hombres, mansa, tan dócil como un corderito, con el vestido hecho jirones y el pelo enmarañado; 38


al verme se estiró enterita, arreglándose los pliegues que se esfumaron del vestido. Se marchó toda tiesa, esa mujer ya no está en éste mundo, no señor, no lo está. — ¿Y Sophie? –la interrumpí, ansioso por saber de ella. — Está bien, chico, le dije a Tom que se la llevase a ver a los caballos, y allí estuvo con ella hasta que todo pasó. Incorporándose del asiento decidió ir a hablar con el amo. — Debe saber de vuestro regreso, está muy alterado. Será mejor decírselo antes de que vuelva la bestia inmunda del capataz. Molly no regresaba de la gran casa. Yo desde la cama seguía los pasos inquietos de mí madre. — Duérmete Jimmy, no tardará en venir. Me arropó envolviéndome el cuello; poco a poco, me fui deslizando hacia un mundo ambiguo, horrendo; perros rabiosos, hombres grotescos persiguiéndonos, aguas que nos tragaban hasta sumergirnos en el abismo de sus profundidades; yo trataba de alcanzar a mí madre que se escurría de mis manos, viendo impotente, cómo se alejaba cada vez más, y más, hasta perderla de vista. Abrí los ojos, y me pregunté por qué teníamos que ser esclavos. La presencia de Tom y de las dos mujeres me tranquilizó, pero no sus palabras. Tuve que afinar el oído para poder entenderles. — Habrá guerra, el amo James escuchó rumores mientras estuvo fuera. Debemos prepararnos para lo que tiene que llegar –argumentó la anciana. La guerra se demoraría algunos años más. Nunca olvidaré mi entrada en la gran casa. Creí empequeñecer ante lo que se presentó ante mis ojos. Vestidos con la ropa de los domingos nos acercamos hasta ella, el amo requería nuestra presencia. Inquieto, subí los escalones del porche trasero con el retumbar de mis primeros zapatos de madera. — Jimmy, descálzate antes de entrar –me ordenó Rebeca, la puerta estaba abierta. — El amo os está esperando en su despacho, nos anunció un criado envuelto en una camisa blanca llena de volantes. Mi madre atravesó con desenvoltura las estancias hasta llegar a la pieza indicada. Mis pies parecían flotar sobre las esponjosas alfombras, mis ojos no sabían dónde centrar la atención. — ¡Pasad! –sonó la profunda voz del amo, sacándome de mi ensoñación. Sentado tras una robusta mesa de madera labrada, con gesto grave clavó los ojos en Rebecca. — Jamás, ¿me oyes?, jamás pretendas escapar de la plantación. Te juro que no seré tan benévolo si lo intentas de nuevo. En cuanto al muchacho, empezará a trabajar en la casa, ya veremos para lo que sirve. — ¡Acércate! –con un gesto de la mano me indicó que bordease la mesa. — Dime, ¿qué crees que podrías hacer? –me preguntó. — Podría... –titubee– aprender las palabras, amo. Sus carcajadas retumbaron por toda la estancia. — ¿Qué es eso de aprender las palabras?–preguntó, mientras acercaba su cara a la mía. Tragué saliva, no estaba acostumbrado a tanta cercanía, a pesar de ello, respondí. — Sí, amo, la voz de los libros. Recostándose en el asiento, entrelazó los dedos de ambas manos jugando con los pulgares, y sin dejar de mirarme, reflexionó. 39


— Aprender a leer... ¿quieres aprender a leer? –me preguntó intrigado. — ¡Jimmy! –gritó mi madre asustada. El amo le mando callar levantando el brazo sin dejar de mirarme. — Eres muy osado chico, ya lo creo; interesante, ya hablaremos de ello en otro momento –añadió. En aquel instante me vino un agradable aroma a rosas. Sophie estaba allí, pero ¿dónde? Sin levantarse hizo sonar la campanilla que había sobre la mesa, al instante apareció el mismo esclavo que nos recibió en la entrada. — Acompaña al chico a la cocina, dadle de comer –ordenó–. Estará a tú cargo, será tu ayudante, deberás ponerle al día en el funcionamiento de la casa. A continuación se dirigió a mi madre: — Rebecca, tú quédate aquí, en ausencia del ama tendrás que cuidar de Sophie, ella te aprecia mucho, además, debo puntualizar contigo algunos cambios en la organización de la casa. Más tarde me enteraría en que consistían esos cambios, Sophie se encargaría de ello. Yo seguí sin ganas a la camisa con volantes; de momento me quedaba sin saber dónde se había escondido mi hermana. Al entrar en aquella cocina me quede embobado, nunca había visto tanta comida, empecé a salivar antes de probar bocado. Debí parecerles bastante enjuto, porque cuando vaciaba el plato, me lo llenaban otra vez. Yo no lo rechazaba pensando en que no se me presentaría otra ocasión como aquella. Hasta que puso fin al festín la que parecía ser la dueña de aquel territorio. — No le deis más o reventará –ordenó la oronda cocinera Mary a sus dos ayudantes, poniéndose frente a ellas con los brazos en jarra, y dándome la espalda. Incliné la cabeza asomándome por el espacio que quedaba entre su gran cuerpo y uno de sus gruesos brazos, con los papos a reventar. Las dos jóvenes no pudieron contener la risa al observar la escena desde el otro lado y por el mismo hueco por donde yo las observaba. No prestaron atención a la reprimenda de Mary por sus risas descontroladas, y acabo uniéndose al coro de carcajadas. Cuando me pude reunir de nuevo con Sophie, me relató lo que había escuchado detrás de las inmensas cortinas del despacho. James le anunció a mi madre que tendría que ausentarse de nuevo al norte del país, que unos amigos, los Smith, le habían telegrafiado para hacer una buena inversión allí. No le dimos importancia, negocios, pensamos. Con el tiempo nos acostumbraríamos a sus escapadas y a escuchar aquel nombre sin sospechar la trascendencia que tendría en nuestras vidas. Durante mucho tiempo fui la sombra de Ben, me enseñó a ser un esclavo «refinado», como él decía: para mi desgracia, me pusieron volantes, los zapatos sólo tenía que llevarlos en presencia de las visitas, algo que agradecí. Éramos los lacayos personales del amo James, le bañábamos, secábamos y vestíamos: su ropa y calzado debían estar siempre a punto. Con el tiempo, Ben me fue delegando tareas que yo aceptaba de buen grado, he de decir, que unas más que otras. El día que pensó que ya estaba preparado para realizar solo la limpieza del despacho del amo tuve que contenerme para no arrojarme a sus brazos. Aquella decisión me hizo sentir importante, era el templo del amo, no permitía a cualquiera meter las narices allí. La estancia estaba arropada por una formidable librería de suelo a techo, sólo el gran ventanal 40


por el que se veían los inmensos robles quedaba libre de su abrazo, y frente al paisaje, la robusta mesa de madera labrada que vi la primera vez que entré. Al finalizar, comprobé con satisfacción el resultado de mi labor, y de nuevo se llenó el ambiente de aquel aroma a rosas anunciando la presencia de Sophie. —Yo te enseñaré a leer –me dijo poniendo voz a su aparición. Cogió un libro y me arrastró hasta el establo. Desde entonces nos encontraríamos allí todos los días. Aprendí a leer, a escribir, y a defenderme con los números. Compartimos secretos y miedos; reímos y lloramos, y mientras fuimos creciendo vimos como nuestro padre fue haciendo cambios significativos en la plantación. Los esclavos comían carne por lo menos una vez a la semana, recibían la visita del médico si era necesario, y las mujeres podían amamantar a sus hijos durante más tiempo. El capataz no pudo soportar tanta delicadeza y se despidió; todos notamos su ausencia pero nadie lloró su marcha. En la plantación se acostumbraron a vernos juntos, nadie parecía sorprenderse de nuestras idas y venidas. En más de una ocasión estuvieron a punto de descubrir nuestro secreto, entonces Sophie, veloz, me arrebataba el libro poniéndolo en su regazo simulando contarme ella la historia y una vez pasado el susto reíamos divertidos. Pero el exceso de confianza acarrea imprudencias. Para mí, se convirtió en un hábito anhelado tomar un libro del despacho y sentarme en la confortable alfombra. Con la lectura entre las piernas, me situaba de espaldas a la puerta para que mi imaginación pudiese volar con libertad a través del paisaje. Aquella mañana, como tantas otras, estaba esperando la llegada de mi hermana. Recuerdo que leía en voz alta para poder corregir los errores, tal y cómo me había enseñado Sophie. Me encontraba tan concentrado, que no oí los pasos tras de mí. Sentí la presión de sus largos dedos en el hombro, me erguí a la velocidad de un resorte, y con la misma inestabilidad de un muñeco que sale de una caja sorpresa. El clamor que produjo el libro cuando lo cerré me hizo parpadear, lo abracé contra mi pecho intentando acallar aquel eco que ya sólo estaba en mi mente. — ¿Qué haces chico? –me preguntó el amo, que a esa hora debería haber estado cabalgando por la plantación. La evidencia me hizo callar, oprimí aún más contra el cuerpo la causa de mi culpa, esperando el castigo. El amo comenzó a caminar de un lado hacia otro de la estancia con los brazos cruzados en la espalda y las manos unidas, parecía escudriñar la alfombra en busca de algún objeto perdido. — ¿Quién te ha enseñado a leer?–otra pregunta sin respuesta, no quería delatar a mi hermana, me limité a mirar mis pies descalzos. — ¡Quieres responder! ¡Mírame! –me gritó. No, no quería. Armándome de valor le miré a los ojos, a aquellos ojos tan familiares. Sophie me contó que era un rasgo característico de su estirpe que yo también poseía, la prueba irrefutable de que era su hermano. Yo no sentía odio hacia él, tal vez, porque Sophie me decía que se debatía entre el deber de un caballero del sur y lo que le dictaba su corazón, tal vez, porque jamás azotó a un esclavo, quizá por cómo le influyó compartir la vida con mi madre, y tal vez, porque yo también me debatía entre ser un esclavo y ser hijo del amo. Noté que los ojos se me humedecían, no quería llorar, ya soy un hombre, pensé. Tenía catorce años, una lágrima se deslizó por mi rostro. — Jimmy, no tienes nada que temer –me dijo en tono tranquilizador, deteniéndose frente a mí. 41


Me confesó que siempre había sabido lo de nuestras escapadas didácticas, que con mi silencio le había demostrado que podía confiar en mí y que cuidaría de mi hermana. Me contó que el futuro se presentaba incierto, que tenía planes para todos nosotros y que recibiríamos la ayuda de alguien que no tardaría en llegar, un tal William Smith, pero que había que darse prisa, que con la elección de Abraham Lincoln a la presidencia en el estado del sur de California, y su “Declaración de las causas de la Secesión” los conflictos eran de tal magnitud, que la guerra civil era inminente. Recordé que no era la primera vez que oía la palabra guerra y aquel nombre. Me puso al corriente de sus intenciones, haciéndome prometer silencio. — ¡Vete ya muchacho! Tu hermana te está esperando en el establo, y llévate el libro –me estrechó la mano, yo la recibí como un regalo inesperado. Existía para él. Con el calor de su mano blanca aún en la mía, me marché pensando que nuestro mundo empezaba a cambiar, y así fue. Los estados del norte defensores de la abolición de la esclavitud, chocarían de forma violenta contra los del sur, segregacionistas en beneficio de las plantaciones. En tan sólo un año nos veríamos inmersos en una cruenta guerra. La aparición de William Smith sería una pieza clave en el plan que había elaborado mi padre. James hacía tiempo que mantenía una estrecha relación con la familia del joven profesor, en sus escapadas al norte le informaban de los acontecimientos de aquella parte del país. Su llegada fue una sorpresa esperada para Sophie y para mí. Aquel hombre de veinticinco años vino con un libro bajo el brazo La Cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, un aporte más a la causa abolicionista, aquel relato me recordaba las historias de Molly. Smith amplió nuestro reducido mundo sureño. Mientras nos instruía no paraba de mover las vigorosas manos, haciendo descripciones casi palpables en el aire, con tal energía, que bailaban los rizos de su pelo negro. Supo captar nuestra atención desde el primer momento, por eso, no me extrañó la admiración que despertó en mi hermana, no tuve en cuenta que Sophie era una mujer de diecisiete años, de lo que por lo visto todos se habían percatado menos yo, que seguía teniendo la imagen de la niña en el establo. Nuestro padre organizó una gran fiesta en la plantación e hizo circular la falsa noticia de un posible enlace para Sophie, con un excelente partido a cuya familia ya conocía desde hacía años y que poseían una gran fortuna heredada de sus ancestros europeos, además, contaban con título nobiliario. Todos estuvieron de acuerdo en que de ningún modo Sophie debía rechazar semejante futuro, con ello, James pretendía que quedase justificada nuestra marcha de la plantación, y el trasiego de bultos hacia el ferrocarril. Escaparíamos al norte antes de que comenzase la guerra, procurando no levantar sospechas. Mi hermana estaba encantada con la argucia, de hecho, ella había sido partícipe de elaborar parte de la trama. Siento no acordarme de algunos detalles, para un chico de catorce años ciertos matices pasan desapercibidos, pero todo iba saliendo según lo previsto por James y Smith. Al administrador se le liquidó con una carta de recomendación y unos buenos honorarios, el amo aludió que le resultaba más rentable Smith, con conocimientos suficientes para ejercer ambas tareas, la de profesor, que hasta ese momento había desempeñado él, y la de administrador. James y Smith redactaron un documento para liberar a los esclavos, que entregarían el mismo día de nuestra partida. — Ni una palabra a nadie, es crucial para nuestra empresa; si se supiese antes de lo previsto... James no terminó la frase, se quedó como petrificado, de pie frente a la mesa, apoyando ambas manos con los brazos tensos, la cabeza baja y la mirada perdida en aquellas cuartillas tan pálidas como su rostro. Supuse que las consecuencias debían de ser terribles. 42


En los meses sucesivos procuramos mantener una aparente rutina a pesar de la frenética mudanza. La gran casa fue vaciándose de recuerdos y trasladándolos hacia la otra gran casa en el norte, una propiedad adquirida por James cuando comenzaron los primeros rumores de guerra. Al mirar las paredes desnudas y sentir bajo mis pies el frío suelo, vino a mí el niño con la camisa de lino basto al que no le tapaba las rodillas. Aquel sería mi último día en la plantación. Los muebles que quedaban, parecían guardianes fantasmales tapados con los grandes lienzos de algodón blanco. A pesar de que sabía que partiríamos a la mañana siguiente, me sentía angustiado, temía que ocurriese algo inesperado que nos impidiese tomar el tren. Seguí pululando por la casa mientras mi mente continuaba divagando; cuando me quise dar cuenta estaba a las puertas del despacho, me detuve al ver allí a James. De espaldas a mí, miraba el paisaje a través del cristal, quise marcharme, pensé que él también estaba despidiendo a sus fantasmas, además, parecía no haber advertido mi presencia; sin embargo, me mandó pasar. — Jimmy entra, quiero hablar contigo, acércate –me dijo, sin cambiar de posición. — Sí, amo –contesté, dirigiéndome hacia él. — No, muchacho, ya no soy tu amo –y diciendo esto me entregó la libertad. Lo había deseado tanto, para mí era tan grande, que me pareció que no podía caber en aquella reducida planicie blanca, aquel documento daba fe de mi libertad. — Gracias, amo –repetí por la fuerza de la costumbre. — Nadie me volverá a llamar amo. Cuando estemos en el norte en presencia de extraños, deberás dirigirte a mí como señor James. Me explicó que allí, Molly, Tom, Rebecca y yo seríamos sus sirvientes de confianza; aunque nos sentía como su familia, por eso habíamos sido los primeros en recibir la libertad, los demás tardarían unas horas en obtenerla. Acostumbrado como estaba a agradecer todo, también lo hice entonces por el privilegio de unas horas. Mucho antes de que despuntase el sol estaban despiertas todas las almas de la plantación. Aquella mañana nadie iría a trabajar a los campos de algodón. En las escalinatas del porche trasero, como tres columnas más de la gran casa, nos esperaban James, Sophie y Smith. En una pequeña mesa reposaba mudo el futuro de aquellas familias. Fueron llamándolas, y cuando todas lo sostenían en sus manos, ante el evidente desconcierto de sus rostros, supuse que intentando descifrar lo que les era del todo imposible, se rompió el silencio con la voz de su amo: — ¡Sois libres! –dijo sin más preámbulos, lo que tenéis ante vuestros ojos es la libertad. El mensaje parecía no haberles llegado pues la mudez se apoderó de ellos al oír aquella palabra prohibida, hasta que un murmullo creciente fue pasando de unos a otros con una pregunta en el aire: ¿libres...?, ¿somos libres...? Unimos nuestras manos y los sentimientos empezaron a brotar por nuestras gargantas en forma de canto, lento, espiritual, profundo, recorriendo cada rincón del paisaje, elevándose hasta las copas de los viejos e inmensos robles, testigos mudos y ayudantes involuntarios de carne azotada, colgada y quemada. Nos despedimos entre lágrimas y abrazos de esperanza, y allí quedaron, con una única posesión, su libertad. Sé que muchos marcharon hacia el norte como nosotros, y que en su intento de comenzar una nueva vida serían pasto del hambre o de la enfermedad, otros morirían en el campo de batalla. En la gran casa del norte recibimos con inmensa alegría la visita de algunos de ellos, la mayoría de las veces para pedir trabajo; he de decir que ninguno se marchó con las manos vacías, aunque siempre nos parecía insu43


ficiente. En ella pasamos días muy felices, como el de la boda de Sophie con Smith. La vieja Molly a pesar de su avanzada edad, todavía tuvo la oportunidad junto con mi madre, de ayudarle en el nacimiento de su primer hijo. A Tom le recuerdo cepillando cada mañana a los caballos, contándoles viejas historias del sur. Me recibía con su amplia sonrisa que no perdió ni en su último aliento. Poco después perdimos a mi querida Molly, feliz de reunirse con su amado Tom. Con el transcurso de los años se estrecharon los lazos entre mi padre y yo, aunque siempre le traté de señor. Aumentó su fortuna gracias a las inversiones que hizo en la floreciente industria de aquella parte del país, no se volvió a casar a pesar de que enviudó durante la guerra, y que yo sepa, no tuvo más mujer que mi madre. Ellos también nos abandonarían, pero antes de dejar este mundo fueron testigos de mi enlace con Susan, y vieron crecer a sus variopintos y polícromos nietos sin hacer distinciones entre ellos. Hoy Sophie y yo disfrutamos de los nuestros, somos una extraña familia, la semilla de lo que ha de llegar, de lo que siempre tuvo que ser. Cada mañana al despertar me repito para no olvidarlo: yo nací esclavo, no conocía otro lugar que no fuese la plantación en la que crecí, no sabía respirar sin que me lo ordenasen.

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El ángel de la guarda viste chupa vaquera Juan Iturbe

Sentado en su cama, Joserra miraba por la ventana, contemplando el edificio de enfrente, apenas a veinte metros, agujereado por ventanas igual de minúsculas y oscuras que la suya. De la fachada de color blanco sucio colgaban tendederos que le recordaban a coloretes de payaso triste y a lágrimas de tela barata. A izquierda y derecha se alzaban edificios similares, cajas de cerillas de tejado rojo oscuro, cinco plantas sin ascensor, llenos de pisos pequeños para la mano de obra barata que alimentaba las fábricas cercanas. Si hubiera querido asomarse, habría podido ver una esquina de los Altos Hornos de Sestao donde trabajaba su padre y todos los padres que conocía, y también un jirón castaño de la ría perezosa y maloliente. Y si levantara la mirada hacia el cielo, con la esperanza de ver su azul, se interpondría el humo naranja de las industrias y la lluvia triste del sempiterno otoño. Ese mismo día le habían ofrecido un empleo en la Ford como aprendiz de mecánico, con posibilidad de un contrato fijo al cabo de seis meses. Era una buena oferta, sin duda. A él le encantaban los coches y, cuando se lo dijo, su madre lloró de felicidad. Su hermana pequeña se le colgó del cuello y le hizo prometer que les compraría un televisor con el primer sueldo. Su padre se enteraría al volver, le tocaba de tarde. La madre esperaría levantada para decírselo, era lo que él siempre había soñado para Joserra, un trabajo lejos de los Hornos, lo que fuera, que aquello no era vivir. Y después, una chica decente y formar una familia. Pero ahora que el primer paso estaba en su mano, con solo veintiún años, Joserra no se sentía contento. O por lo menos, no como lo había imaginado. Cuando dio su primer beso a una chica, la Patri en fiestas del pueblo, o cuando fue a su primer concierto, La Polla Records y Zarama en Baracaldo, se había sentido inmensamente alegre, emocionado, lleno de vida. Siempre había supuesto que un trabajo, un buen trabajo, le daría el dinero y el respeto necesarios para lograr sus metas, aunque éstas quedaran sin concretar. Y ahora que lo tenía a su alcance, estaba indiferente, apático. Pensó en poner algo de música en el radiocasete. Recorrió con la mirada las cintas de la estantería: Leño, Tequila, Iron Maiden,… Nada le apetecía lo suficiente. Se dio cuenta de que ni siquiera sus queridos Ramones tendrían fuerza para sacarle de ese estado. Y para eso, decidió, mejor no intentarlo, sería como pecar contra ellos. Vio la chupa vaquera a su lado y extendió la mano para acariciarla. Llevaba muchos años con ella, más que una prenda era un amuleto, más que abrigarle, lo reconfortaba. Tenía el tacto suave de lo curtido y el color ajado de lo veterano. Las manos encajaban de manera natural en los bolsillos, como guantes hechos a medida dentro de la prenda. Las rozaduras del uso eran verdaderas cicatrices en su piel azul baqueteada, producto de peleas, fiestas y conciertos, unas remendadas por su madre y otras ya deshilachadas. Aún se distinguían bien las alas que le dibujó a bolígrafo en la espalda. Esa cazadora era su biografía. En ese mismo momento, como si la chupa se lo hubiera transmitido por la punta de los dedos, supo por qué sentía esa indiferencia, la razón por la que el trabajo y todo lo que ello suponía no le llenaban como había esperado: ese futuro que se le abría delante era lo que su padre y su madre habían soñado para él, era un sueño ajeno, no el suyo. Sin duda parecía bueno, tal como estaban las cosas, para 45


alguien como él, hijo de un humilde operario de una gran fábrica y de un ama de casa, con apenas estudios de formación profesional. Pero se preguntaba si era lo que él quería. Y, lo más descorazonador, si tenía alternativas. Nunca había reflexionado sobre ello, no había sentido la necesidad de responderse esa pregunta. En ese Erandio donde había vivido toda su vida y a donde sentía pertenecer, no se planteaban esas cuestiones. El sueño de los padres para sus hijos era un futuro humilde y trabajador, como ellos mismos. Si acaso, con un empleo algo mejor y un poco más de suerte en la vida. Se sintió encerrado, las paredes se le echaron encima, las tripas se le rebelaron. Agarró la chupa y les dijo a su madre y hermana, en la cocina con sus deberes y sus cosas, que se iba a dar una vuelta. Su madre le dijo que fuera formal pero, sorprendentemente, no añadió como hacía siempre que volviera temprano. Era muy feliz y Joserra leyó en sus ojos que comprendía que lo celebrara con los amigos. Sin duda, al día siguiente tendrían una comida especial, quizá hasta compraba media docena de pasteles. Joserra bajó los escalones de tres en tres. Como todos los viernes, la cuadrilla esperaba en el local, a un par de calles pero no tenía ganas de estar con ellos. Cogió el Seat 850 de su padre y subió a la cervecera de Erandio Goikoa, en las afueras del pueblo. Pidió una Sanmiguel y se la llevó a una mesa fuera, algo alejada del local y de las luces. Se sentó encima, apoyando los pies en el banco y contempló el valle. Era su sitio favorito, en el que le gustaba estar. Desde la altura, veía su casa y el pueblo. Había pateado esas calles una y otra vez, las había vivido y sufrido, y peleado. Sonrió al recordar aquello, ya no era el joven alocado de antes, eso lo sabía. Aunque no era tarde, la noche ya se había echado encima. El aparcamiento estaba bastante lleno y los coches seguían llegando, dibujando con sus faros el contorno de la carretera mal iluminada. Uno llamó su atención a la entrada de la cervecera. Era un R5 blanco con pegatinas de rallies y matrícula de Vitoria, llenaba el aire de un gruñido brusco y nervioso. Era un modelo muy básico pero con esa decoración y esos acelerones querían aparentar un turbo. A Joserra no le gustaban esas ostentaciones. Se fijó en el conductor. No era de por allí: joven, cabeza cuadrada, gomina en el pelo peinado hacia atrás y una chupa de cuero completando la imagen de chico duro que va al extrarradio a mezclarse con los proletarios y ser más que ellos. En el coche, otros tres chavales vestidos igual, riendo demasiado alto y fumando luckies. Conocía bien a ese tipo de fantasmas. Arrogantes y peligrosos cuando iban en grupo, haciéndose notar por donde pasaran. En una esquina del asiento trasero, apoquinada contra la luneta, había una chica, más joven que los otros, vestida con un sencillo y caro jersey azul de punto, una camisa blanca y una diadema para sujetar el pelo castaño. Y sobre todo, cara de estar pasándolo mal, de querer irse. Si no pareciera asustada, sería atractiva, apreció Joserra. Aparcaron cerca de su ocho y medio y se metieron en la cervecera, ya con la música a tope. Joserra se acabó el botellín y decidió irse enseguida. Afortunadamente, había aparcado cerca de la salida. Volvió la mirada al pueblo, a la ría y a los montes cercanos. Quería volver a sentir la sensación de poder estar por encima de todo: los problemas, las necesidades, los demás. Se preguntó cómo sería dejarse llevar por las corrientes de aire, hacer un gesto y cambiar de altura, ver otros valles, otros pueblos, otros cielos. Sueños, pensó, qué fácil es soñar. El ruido de un forcejeo y unas voces le hizo volver a la realidad: «déjame, me haces daño», «ven, tonta, que te va a gustar», «déjame o grito», «vamos, sé que te gusto, yo te enseñaré lo que es un hombre, uno de verdad». Y de repente el sonido inconfundible de un sopapo y unos zapatos ligeros corriendo sobre la grava. Los pasos se dirigían hacia la mesa donde estaba Joserra pero al llegar a su altura, la chica se tropezó y se cayó, arañándose la rodilla y las manos. Joserra se levantó y la ayudó a incorporarse. Era la del 46


R5, los ojos ahora aterrados, sin diadema ni jersey, la camisa y el pelo revueltos, mirando continuamente hacia atrás. Se quitó la chupa y se la puso a ella por los hombros. — Tengo que irme. — Tranquila, conmigo estás a salvo. No te va a pasar nada. La voz serena de Joserra la calmó un poco. Con suavidad, hizo que se enfundara las mangas. Otra figura apareció de repente y se detuvo a un par de metros de ellos. Era el conductor, que evaluaba con la mirada a Joserra. — Ella viene conmigo –dijo el recién llegado y añadió tras una pausa–, si no te importa. La chica se protegió detrás de Joserra y dijo bien firme: “No”. Joserra escrutó al conductor, le gustó aún menos que antes. Tenía un aire chulesco, de «cojo esto porque lo quiero y ya está», que le desagradó. El lado izquierdo de la cara, donde había recibido el sopapo, era de un color muy vivo, sin duda aún le escocía. Sintió una corriente de simpatía hacia la chica. Situada a su espalda, percibió su temblor pero también la determinación y firmeza de su negativa. — Me parece que no –respondió Joserra. — Íbamos a divertirnos –insistió el otro. — Ya no –cortó seco Joserra, desafiante. El otro le sacaba una cabeza, unos cinco años y diez kilos. — Te lo diré de otra manera, tienes algo que es mío –se envalentonó el otro. — Pues entonces, ven y cógelo. Joserra apretó los puños y dio un paso adelante, listo para pelear. El otro retrocedió. Había dado por hecho que Joserra se achantaría, que viendo su tamaño y determinación, se haría a un lado y le dejaría vía libre. Pero ese paso atrás, ese momento de duda y debilidad, había hecho vencedor a Joserra. El otro dio media vuelta y volvió a la cervecera, sin dejar de mirar a su espalda. Cuando se perdió de vista, Joserra cogió de la mano a la chica y la condujo a su coche. — ¿Adónde me llevas? — Ese va a buscar ayuda, enseguida los tendremos encima. Hay que salir por patas. Abrió la puerta del copiloto y la ayudó a meterse. Iba a entrar él cuando tuvo una idea. Cogió el botellín de cerveza y fue corriendo hasta el R5, la rompió contra el suelo y puso los pedazos de cristal justo debajo de las ruedas. Volvió a su ocho y medio justo a tiempo de ver a los cuatro que venían corriendo a por ellos. Arrancó y, derrapando, salió del aparcamiento. Enseguida, oyeron el motor del R5 seguido de un estampido y unos juramentos. Con una sonrisa, redujo la velocidad mientras se alejaban. Miró a la chica, se arropaba con la chupa como si tuviera mucho frío, apoyada contra la puerta. — Me llamo Joserra –ella le miró, echando la cabeza hacia atrás, poniendo entre ellos toda la distancia que le era posible–. No tienes que tener miedo de mí, no te voy a hacer nada. Y esos de atrás no nos cogerán. Fuiste muy valiente antes, ¿sabes? Le diste un buen tortazo. La chica todavía seguía con el susto en el cuerpo aunque al ver la insignia de «Papá, no corras» y las fotos de la familia de Joserra en el salpicadero, se relajó en el asiento. — Vamos a un bar, a tomar algo caliente, para que entres en calor, ¿vale? –ella asintió. 47


Llegaron a Astrabudua y entraron en una tasca llena de gente mayor. Les echaron una mirada curiosos pero enseguida volvieron a su charla sobre la quiniela y la tele. Se sentaron en una mesa y Joserra trajo un Cola-Cao caliente para ella y una Sanmiguel para él. La chica seguía callada aunque dio unos sorbos. La leche caliente la reconfortó y el color volvió poco a poco a sus mejillas. Joserra, para que la chica se sintiera a gusto, empezó a hablar. — El tipo ese va a tener que cambiar la foto del carnet de identidad. Se le va a quedar la mitad de la cara roja para toda la vida. Una sonrisa se asomó a la cara de ella. Tenía los ojos color miel y la mirada franca, el pelo castaño claro y labios finos, era guapa. — Va a parecer del Athletic, con un lado de la cara blanca y la otra roja. La sonrisa se ensanchó un poco más. Ella también le miraba a él, el pelo hasta los hombros, la camisa negra, los ojos vivos y la sonrisa cálida. — Seguro que los dientes de la izquierda le bailan tanto que la próxima vez que estornude se le van a salir disparados. Ella soltó ya una carcajada franca y Joserra la siguió. Entre la bebida caliente y las bobadas parecía estar a gusto. Le quedaba bien la chupa, Joserra se sorprendió pensando que parecía estar hecha para ella. Puede que pareciera débil pero sin duda tenía coraje. — Se le va a hinchar tanto que va a tener que llevar cien pesetas de chicle en el otro lado de la boca para no andar torcido. Y ya ahí se echaron a reír con ganas. — Nuria –dijo ella dirigiéndole la palabra por primera vez desde que salieron de la cervecera–, me llamo Nuria. Le contó que vivía en Madrid y que había venido con su familia a Plencia para celebrar el cumpleaños de su abuela. Había salido con los primos a tomar unas cañas por ahí, se habían tropezado con esos del R5, conocidos de unos conocidos y, sin saber cómo, se encontró en ese coche y separada de su familia. Al recordarlo, su barbilla tembló pero Nuria se recompuso, se alisó la chupa con decisión y, mirándole a los ojos, le dijo con sinceridad — Gracias. Te has portado como un amigo, como un buen amigo, cuando más lo necesitaba. Siguieron hablando un buen rato, hasta que el bar cerró. — Vamos, te llevo a Plencia. Durante el camino continuaron charlando, con confianza, sintiendo que entre ellos había una conexión. Joserra pensaba en lo extraño que resultaba que esa misma tarde reflexionara sobre conocer mundos, y ahora acababa de conocer uno: Nuria. Llegaron a casa de la abuela. —Te devuelvo esto –dijo ella haciendo ademán de quitarse la cazadora– porque un ángel de la 48


guarda como tú necesita su chupa vaquera para hacer bien su trabajo, aunque tenga las alas pintadas de bolígrafo. Joserra negó con la cabeza. — Me gustaría que te la quedaras. Te sienta de maravilla, parece hecha para ti. Ahora eres tú el ángel de la guarda, llévala con orgullo. — Vaya, gracias. Se miraron unos segundos y, con un impulso, ella le dio un beso en la mejilla, muy cerca de la comisura de los labios. Nuria se demoró quizá un par de segundos más de lo necesario. Joserra supo que no olvidaría ese beso, que la ternura y las sensaciones que transmitía seguirían con él allá donde fuera. Cuando abrió los ojos, ella ya se iba hacia la puerta de la casa. A la luz borrosa de los faros del coche, entendió que era su cazadora la que se distanciaba de él, como si, con esas alas pintadas en su espalda, volara lejos. A partir de ese momento, a él le tocaba mudar de piel, seguir adelante. Aceptaría el trabajo en la Ford, sí, pero también había otros mundos, otros cielos por conocer y quería, no, ansiaba conocerlos, para sentirse libre y soñar, cielos donde encontrar ángeles. Antes de entrar, con la puerta abierta y la luz del interior iluminándola, Nuria le saludó con la mano. Joserra pensó que, quizá, en esos otros cielos volvieran a encontrarse, quién sabe.

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Los niños del éxodo Erica Liquete

A través de mi cámara Leica solo veo caras asustadas, miradas perdidas y manos que palpan el suelo en busca de comida. Hace una semana que he llegado a Ruanda y sigo sin entender la cacería que han comenzado los hutu contra los tutsi. ¿Cómo es posible que los humanos podamos llegar a ser tan feroces entre nosotros mismos? El campo de refugiados que hoy estoy fotografiando es parecido a los otros que he visitado. Montones de cadáveres esparcidos y familiares que dejan a sus seres queridos en estas montañas sin apenas echar la vista atrás, gritos que atraviesan mis oídos y el olor a muerte que impregna todo. Sin embargo, camino unos metros y observo algo que me llama la atención. Levanto mi cámara, encuadro y disparo el comienzo de esta historia. La escena la protagoniza una mujer con su bebé en brazos, protegiéndole mientras le acaricia con suma tranquilidad. Por fin siento que todavía hay esperanza. Normalmente tomo las fotografías y prosigo mi camino sin mediar palabra con nadie. Cuando comencé a realizar reportajes de denuncia social, sí que intentaba ayudar a todas las personas que me cruzaba, pero llegó un momento en el que no pude avanzar y decidí continuar mostrando la realidad sin intervenir, ciñéndome a la percepción del objetivo. Todo lo que he visto estos días me ha dejado tocado. Necesito hablar con esta mujer. — Hola, ¿cómo te llamas? Yo soy Sebastiao –le digo muy despacio. — Me llamo Euginie y este es mi pequeño Benuste Kabuga –contestó sin apenas mirarme a los ojos. — ¿Desde cuándo estáis aquí, Euginie? — Vinimos hace cinco días, cuando mataron a mi marido en uno de los ataques en el poblado. Ahora necesitamos ir a otro sitio, se acercan los hutus. — ¿Dónde os vais a refugiar? — Iremos al Sur de Kigale, a la iglesia de Ntarama. Allí estaremos mejor que aquí. Euginie fue con la gente del refugio nómada y tras dos días de camino sin apenas descanso, llegaron a la iglesia donde pudieron ser atendidos. Pasaron varios meses y la falta de agua y de higiene causó muchas muertes, incluida la de la joven madre. Los pocos cascos azules que pasaban por la iglesia solían recoger a los niños que habían perdido a sus padres y los trasladaban al Centro Memorial de Gisimba. Este orfanato acogía no solo a niños, sino también a todas las personas que acudían pidiendo ayuda. — Llevo trabajando seis años en África y nunca he visto nada como esto –dijo Teresa a uno de sus compañeros cuando llegaron al Centro Memorial. En este centro trabajamos voluntarios de todo el mundo y nuestra misión es atender a los enfermos e intentar curarles, aunque disponemos de pocos medios. Un pequeño llamado Benuste me tiene muy preocupada, sufre un problema cardíaco que, antes o después, debe ser operado, y en estas condiciones es imposible. «Ya han pasado tres años y a pesar de que la situación ha mejorado, los recursos son cada vez más escasos –piensa–. Yo no puedo más, estoy agotada física y espiritualmente, creo que mi tiempo en África ha terminado. Es hora de volver a casa». 50


Cuando llamó para que tramitaran el pasaje de vuelta a España comunicó a su responsable que un niño viajaría con ella para que fuera operado del corazón. Aterrizaron en Madrid y pasados quince días, fue intervenido con éxito. Las ganas de vivir del pequeño hicieron que la recuperación fuera más rápida de lo que auguraron los médicos y en tres meses le dieron el alta en el hospital. Durante todo este tiempo, Teresa y Benuste crearon un fuerte vínculo que ahora la mujer se negaba a romper. Decidió adoptarle y así comenzaron una nueva vida. Fueron pasando los años y el niño dejó de tener pesadillas. El horror sufrido en su país natal fue cayendo en el olvido y pudo vivir feliz. Sin embargo Teresa quiso que creciera conociendo cuáles eran sus orígenes y sabiendo lo que pasó en Ruanda cuando marchó de allí. Llegó el día del décimo cumpleaños de Benuste. Mientras los niños jugaban en el jardín, Teresa entró a casa para coger el teléfono. La voz que le habló se presentó como Sebastiao Delgado y le preguntó si era la madre de un niño llamado Benuste Kabuga. Al contestar afirmativamente, el hombre continuó su discurso. Le explicó que él era fotógrafo y que estuvo cubriendo el genocidio de Ruanda y que allí conoció a Benuste y a su madre. Teresa escuchó cómo les conoció en un refugio y que más tarde se reencontró con ellos en una iglesia a la que fueron a protegerse. Le contó que el día que se despidió de la mujer, ella se encontraba muy débil y al regresar a Francia se enteró de que la madre había fallecido y que habían trasladado al niño al centro Memoria de Gisimba. — En ese orfanato fue donde lo encontré yo –consiguió pronunciar Teresa. Sebastiao continuó hablando y le dijo que en dos semanas presentaría en Madrid su nuevo proyecto y que los protagonistas de una de las fotografías eran Benuste y su madre el día que se conocieron y que le haría mucha ilusión poder ver de nuevo al niño. — Allí estaremos el día de la inauguración –se despidió Teresa. 10 DE SEPTIEMBRE DE 2000, CÍRCULO DE BELLAS ARTES, MADRID. — Benu, hoy vamos a la presentación de una exposición de fotografía. Podrás aprender muchas cosas sobre Ruanda y de lo que te he contado que pasó allí. Y además, conoceremos a una persona muy especial. En la puerta de la sala había un gran cartel con la imagen de un niño y con el nombre de la exposición: Éxodo. Benuste no entendió el significado de la palabra pero tampoco quiso preguntar. En las paredes de la sala colgaban enormes retratos de niños en blanco y negro. Los protagonistas de esta fotografías salían pensativos, otros orgullosos y la gran mayoría, tristes, con miradas que atraviesan el papel. Un hombre calvo se les acercó y comenzó a hablar con su madre. — Cariño, este señor se llama Sebastiao Salgado y es el que ha hecho todas estas fotografías. — Pero ¿por qué los niños salen tan tristes? –le preguntó Benuste. — Cuando les hice las fotos, estos niños vivían rodeados de pobreza, hambre y muerte. Muchos de ellos habían perdido a sus padres y hermanos y estaban solos. Y todo por culpa de los mayores que comienzan guerras absurdas, como ya te ha contado tu madre –respondió Salgado. 51


— Sí, mamá siempre me ha hablado del sitio donde nací y de lo que allí pasó. Me contó que nosotros tuvimos mucha suerte porque me pudo traer a España a curarme. — Ven conmigo. Quiero enseñarte una cosa. Tomó al niño de la mano y lo llevó hasta la última fotografía. Una imagen que mostraba a varias personas en uno de los tantos refugios improvisados que se instalaron en Ruanda durante el genocidio. La escena recoge la crudeza del momento, pero el enfoque del objetivo se encuentra situado en un oasis de esperanza, una madre protegiendo a su hijo en brazos. —Benuste, cuando hice esta foto llevaba una semana en Ruanda. Cada día que pasaba entendía menos la locura que estaba sucediendo. ¿Cómo las personas podíamos ser tan crueles? Sin embargo, entre tanto odio, vi a esta mujer con su hijo y sentir cómo le protegía me hizo pensar que aún había esperanza. Después de sacar la fotografía hablé con ella y le pregunté cómo se llamaban. Benuste Kabuga, tú eres este niño, eres uno de los niños del éxodo. Benuste, sin saber qué decir, siguió escuchando las palabras de Salgado. —Después de conoceros en el campo de refugiados, os fui a buscar a otro sitio y allí pasamos varios días juntos. Tu madre estaba muy débil pero sacaba energías para cuidarte. Solo quería que a pesar de todo, tú siguieras sonriendo y jugando con el resto de los niños. El día que me despedí de vosotros, tu madre apenas podía moverse y solo tenía fuerzas para murmurar tu nombre. Al de unos meses me enteré de que ella había muerto y que a ti te habían trasladado a un orfanato. Desde entonces, no había vuelto a saber nada más de ti. Sin embargo, cuando comencé a elegir las fotografías del proyecto de Éxodo sentí la necesidad de encontrarte. No fue fácil localizarte, pero todos los esfuerzos han valido la pena. No puedes imaginar lo que significa para mí poder volver a verte y estar a tu lado ahora mismo. Supongo que querrás preguntarme muchas cosas, adelante. Han pasado quince años desde que el niño y Salgado se conocieran y durante todo este tiempo han mantenido la relación. Benuste nunca ha vuelto a su país de origen y ahora quiere conocer la tierra donde nació. No se le ocurre otra persona mejor que Salgado para vivir la experiencia. — Sebastiao, quiero ir a Ruanda. ¿Me acompañarías? — Por supuesto, mi querido niño del éxodo.

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La liberación

María Jesús Sánchez La mañana del día de acción de gracias en Alabama amaneció gris y húmeda. El barrio, de mayoría negra, donde vivía la familia Brendan, estaba al este de la ciudad, alejado del centro y próximo al polígono industrial donde trabajaban muchos de sus vecinos. En la casa familiar la madre y la abuela del joven Lucas estaban muy atareadas en la cocina. Los preparativos para la cena las tenían muy ocupadas. El olor del pavo asándose en el horno se mezclaba con el de los dulces y aperitivos creando un ambiente cálido y festivo. Lucas, el hijo mayor de George y Michele, ya no quería jugar con sus hermanos, Fred y Nancy, de seis y de cuatro años, se consideraba mayor a sus once años y ya los juegos de sus hermanos no ocupaban su atención. George era el único hijo de Thomas y trabajaba en un despacho de abogados que defendía los derechos de los negros. Michele trabajaba en una agencia de viajes a media jornada. Lucas se acercó al rincón de la sala para hablar con su abuelo. Quería saber. Quería saber más de sus raíces. Su cuerpo espigado ya apuntaba la pérdida de la niñez y su cara empezaba a mostrar rasgos definidos de mozalbete inquieto. La avidez de vivir se derramaba en su inquisitiva mirada que, chispeante, pedía conocer los pasos familiares que le habían precedido. Con un torrente de preguntas acumuladas en su cabeza se sentó en el suelo, a los pies del abuelo, esperando respuestas que acallaran sus demandas. En un rincón de la sala, Thomas, el abuelo, estaba sentado, engastado en el sillón, donde destacaban sus brazos, dos troncos añosos terminados en cinco ramas curvadas y torcidas que se abrían al espacio exterior. Sus ojos entornados miraban distraídos los juegos de sus nietos y veían otros juegos y otros niños, aquella corta niñez abruptamente transformada en madurez para ser burra de carga y saco de golpes del violento capataz. Su cuerpo enjuto aun sostenía bien erguida la cabeza. Antes, mucho antes, cuántas veces la tuvo que bajar por humillaciones infligidas por quienes no aceptaban su condición de ciudadano negro con iguales derechos que el ciudadano blanco. Ahora ya vieja y cana, se la veía altiva por la satisfacción de una vida jalonada de batallas muy duras para conseguir la condición de humano con dignidad. Las arrugas de su frente completaban la fisonomía endurecida de su rostro marchito. La mirada fijada y perdida le traía imágenes de otros tiempos que sentía muy vivos en su memoria. El pasado estaba presente, se superponía y se actualizaba confundiéndole las vivencias lejanas con las actuales. La vida le había puesto en continua lucha para ser un hombre libre, para ser ciudadano con los mismos derechos que los ciudadanos blancos. El coraje puesto en ello se reflejaba en cada uno de los surcos de su cara, pero era en su alma donde se había forjado. En su alma tenía la fuente de la que manaba la fuerza para enfrentarse a las continuas vejaciones de los racistas violentos y de los policías vendidos al poder de los segregacionistas. Thomas, el abuelo, era nieto de Kunta, uno de los miles de esclavos llegados a América desde África. Allí, en Angola, después de ser cazados y encadenados, los habían empujado a la bodega del barco que los descargaría en un puerto de la costa este americana. Corría el año 1870, un año después la esclavitud sería abolida por Ley, pero en los estados del sur, Alabama, Georgia, Carolina, Luisiana o Florida 53


esa Ley tardaría muchos años en aplicarse. La Ley se denominó la Decimocuarta Enmienda y concedió el derecho de voto a varones negros. En el puerto de Charleston, Carolina del Sur, eran numerosos los barcos que arribaban con carga humana, barcos negreros los denominaban. La carga que transportaban era destinada, mayormente, a trabajar en las plantaciones de algodón de los estados del sur. Era mano de obra de bajo coste y mucha productividad. — Abuelo, cuéntame cómo aprendiste a leer. — Es una larga historia y me trae muchos recuerdos del tiempo de mi niñez en la plantación y ya he olvidado algunos detalles, pero sí sé que de niño fui feliz. Vivíamos en un barracón, pero la calle era nuestro hogar. Los mayores estaban en los campos trabajando todo el día y los niños nos las apañábamos solos. El barracón que nos cobijaba estaba varios metros detrás de la casa del dueño de la plantación. A los amos los veíamos de lejos y eran para nosotros seres extraños, distantes e inaccesibles. Mi madre trabajaba en la casa de los señores, era sirvienta del ama. Un domingo después de la misa, la señora quiso que su hijo visitara el barracón y conociera sus esclavos. Se hizo acompañar por mi madre para no ser recibida de forma hostil ni distante. Mi madre los domingos venía a traernos algo de comida, las sobras de la mesa de los señores, que había ido guardando a lo largo de la semana. Ese domingo fue especial, al tener que venir con la señora no pudo traer la pitanza que con tanta ansiedad esperábamos. Ese domingo, como todos, yo esperaba a mi madre apostado en un lado del camino que conducía a la casa; al ver que mi madre venía acompañada, no me atreví a correr hacía ella como hacía siempre, fue ella la que vino hacia mí. Yo no levanté la vista cuando me presentó como su hijo. Mi mirada se quedó fijada en un objeto que llevaba el hijo de la dueña en la mano. Era un chico de mi edad, de unos nueve años, y, dándose cuenta de mi inquietud y curiosidad, inesperadamente me tendió como muestra de acercamiento el objeto que copaba mi atención. — Toma –me dijo–, es el libro que leemos en la Iglesia los domingos, es una Biblia. Yo, después de ver en la mirada de mi madre el consentimiento para aceptar el regalo, lo cogí y miré. Nunca había tenido un libro entre las manos. Lo abrí y vi palitos, rayas y garabatos, y sin saber qué hacer con él, se lo devolví al niño. Él, al ver mi cara de perplejidad y sorpresa, se puso a reír con ganas. Fueron momentos tensos en los que yo, impotente, me eché a llorar. Mi madre pidió disculpas a la señora. Ésta comprendió que yo no sabía leer y, allí mismo, tomó la determinación de crear una escuela para que los hijos de sus esclavos aprendieran a leer. La señora, después de vencer la resistencia de su marido, logró que se habilitara un barracón para utilizarlo de escuela. No había medios, pero sí empeño y los niños que aún no teníamos suficiente envergadura para sostener ni un saco con las flores de algodón, en vez de corretear fuimos a la escuela. Éramos cuarenta y seis, el más pequeño tenía cinco años y yo, que era el de más edad, nueve. Otros niños 54


de mis años ya estaban trabajando en los campos pero mi madre había convencido al ama para que la sirviera haciendo los pequeños recados cotidianos de la casa y por ello todavía merodeaba entre la casa y el barracón. Llegó una joven maestra, al comienzo, asustada y con una actitud remisa. Pronto fue perdiendo el miedo y, al notar el calor y el entusiasmo que teníamos por aprender, se entregó en la terea para enseñarnos a leer y escribir. Nosotros lo llamábamos el juego de las tablillas. Empezó por las letras del abecedario, y con la A nos enseñó a escribir algunas palabras como Amor, Amigo y otras que también empezaban por A: Alegría, Astucia, Audacia, Alimento, Aprende, Alma, Agradecimiento, Animal. Las repetíamos y escribíamos como si fueran dibujos, cada una en un cartón o una tablilla que luego pegábamos en la pared. En nuestra imaginación esas palabras cobraban vida y supimos que los amigos se aman y que la amistad es una fuerza interna que une. Aprendimos a escribirlo y a sentirlo. Sabíamos agradecer el alimento. Que la astucia y la audacia eran necesarias para lograr alimento cuando no nos lo podíamos proporcionar. Con la B aprendimos: Bueno, Bien, Blanco, Bondad, Belleza, y que, haciendo Bien el trabajo, el capataz podía ser bueno aunque fuera blanco y que en todos los hombres hay un resquicio de bondad, hasta en el malvado negrero. Aprendimos a escribir el sitio donde vivíamos: Barracón. Sentimos que ese sitio no era bueno ni en él se estaba bien. Cada día una letra correlativa del alfabeto, cada día nuevas palabras cobraban vida y significado porque casa no era igual que barracón y caridad solo la había los domingos a la mañana de manos del ama cuando nos traía las sobras de las comidas de la semana. Supimos escribir calor y color y que el color de la piel no nos impedía cantar y cantábamos cánticos con alegría y agradecimiento por el alimento. También supimos que la casa y el barracón eran lugares donde vivir y supimos en cuál queríamos vivir. Con la D nos enseñó: Deseo, Dignidad, Decencia, Derechos, Dolor, Día, Daño. Ese día conocimos que el deseo y la dignidad no tenían color, que las caricias sientan bien al cuerpo y que el dolor le sienta mal. Pero dos palabras con la D cobrarían especial importancia en nuestras vidas: Discriminación y Desigualdad que junto con Derecho y Dignidad iban a ser muy pronto –aún no sabíamos que el significado y la realidad eran muy diferentes– el objetivo principal de nuestra vida. Con la F supimos que Felicidad y Fatalidad no se llevan bien. Empezábamos a tener malestar, inquietud y desasosiego sin saber por qué pero intuíamos que la felicidad no vivía entre nosotros. Mirábamos a los ojos sin mirada de los hombres y mujeres, y comprendimos que el dolor de los latigazos en las espaldas de nuestros padres se iba transformando en dolor de alma, en ira contenida y en rencor por la impotencia de clamar dignidad. — ¿Escribíais? — Aprendíamos la palabra completa. Cada palabra estaba escrita en un trozo de madera que luego guardábamos en un cajón y cada mañana de escuela sacábamos las tablillas y las colgábamos en 55


la pared y, cuando ya las teníamos colgadas, jugábamos a coger tres cada uno y a formar frases cortas con ellas, así: El blanco daña al negro. El negro vive en barracones. El blanco vive en casas. Tengo un amigo y juntos cantamos canciones de amor. El Señor me ayudará a no tener dolor. Las palabras al juntarse adquirían ritmo y aliento, se hacían música que al sonar y subir al cielo se cargaban de alma y, al volver, retornaban llenas de esperanza, y sentíamos que ya no éramos esclavos. Éramos seres humanos y teníamos dignidad. Teníamos la palabra, teníamos la voz, teníamos aquello que nos diferenciaba de la condición animal. Cuando llegamos a la I una palabra nos ocupó mucho tiempo: Igualdad. Hacíamos muchas bromas y decíamos “la igualdad es un derecho” y, cuando lo decíamos, nos reíamos porque era mentira y, luego, nos enfadábamos y no sabíamos por qué. Empezó poco a poco una sensación generalizada de que había palabras mentirosas. Derecho era otra palabra que, al juntarla con igualdad, comprendimos que no decía la verdad. Tampoco era verdad si la uníamos con civil. Derechos Civiles, algo que decían que se iba a conseguir: “Igualdad de Derechos Civiles”. Por aquel entonces lo repetíamos como unos papagayos y nos hacía gracia, no sabíamos lo que nos iba a traer el hacer cumplir ese enunciado. Fue un camino de lucha, dolor, y muerte hasta hacerlo realidad. Pasado un tiempo fuimos conscientes de que el significado de las palabras solo se hacía cumplir en el mundo de los blancos, pero no en el nuestro, el de los negros. Iba apareciendo entre nosotros un desánimo generalizado. De la alegría de sabernos amigos, alegres y capaces de amar se fue pasando al recelo, rabia y rencor, y en esa letra, la R, aprendimos Revolución. Nuestra conciencia social se iba despertando, los más mayores dejamos de ir a clase, ya no queríamos aprender y ver tantas diferencias, y entonces comprendimos el significado de una palabra que no sabíamos qué era cuando la nombrábamos: Dignidad, y supimos que vivíamos en la indignidad, y supimos que la revolución podía traer la dignidad, pero también desolación, dolor y muerte. Ya habíamos pasado por la E de esclavitud y la L de libertad, y entonces surgió, como sale el polluelo del huevo, la necesidad imperiosa de luchar por la libertad. En todos nosotros la semilla que había dejado el significado de las palabras fue creciendo. Nos sentíamos más libres de conciencia y más esclavos en la realidad cotidiana. Todos los días crecían a la vez y en el mismo campo nuestra conciencia, la ira y la astucia, la rebeldía y la contención: cuando, enfermos o lesionados, llegábamos al hospital y no nos atendían por ser negros; cuando no podíamos usar los servicios públicos: eran para blancos; cuando no podíamos sentarnos en el autobús: solo blancos; Cuando no podíamos entrar a tomar ni agua a ningún bar a pesar de tener sed: solo blancos. Pero nuestras conciencias reventaban de cólera al saber que el amo había violado a la hermana 56


de Joe, una muchacha de catorce años; al saber que un blanco borracho había atropellado y matado a dos niñas cuando iban a la iglesia del poblado; al saber que, cuando terminara la cosecha, no iba a haber trabajo en la fábrica si eras negro… Por todo ello la alegría de aprender se transformó en tristeza al sentir que, siendo igual de humanos que los blancos, se nos trataba de forma diferente y con violencia injustificada.Ya no nos interesó seguir aprendiendo, y relacionábamos, aun sin saberlo, el leer y escribir con los blancos y, por ende, con la opresión. Esa segregación era como los grilletes que habían puesto a los hombres negros a quienes, como a mi abuelo, encadenaron de por vida. — ¿Cuándo empezasteis a sentir esas ataduras? — Lo he pensado muchas veces y creo que fueron dos vivencias diferentes las que hicieron explotar en nuestro interior la fuerza necesaria para luchar por la libertad. — ¿Cuáles? ¿Y por qué dices luchar por la libertad si la esclavitud ya estaba abolida? Cuéntame. La llamada para ir a la mesa cortó la charla y transformó la tensión emocional que en el abuelo se estaba volviendo opresiva en alivio. Esa llamada le permitió tomar un respiro y limpiarse los ojos ya humedecidos al recordar aquellos tiempos de lucha y dolor. Lucas tuvo que contener su impaciencia por saber más de aquel tumultuoso tiempo: el pavo no podía esperar. La mañana siguiente fue muy activa y no hubo tiempo para continuar la conversación que había quedado inconclusa la noche anterior. Después de regresar del oficio religioso en la iglesia baptista, Lucas continuaba inquieto y deseoso de reanudarla. Mientras se hacían los preparativos para la comida, el abuelo fue a ocupar su lugar favorito, el sofá. Apenas terminó de sentarse, su nieto estaba apostado en el suelo, a sus pies, y, con su mirada más inquisitorial, le pidió respuesta a su pregunta del día anterior. — Abuelo, ¿y cuáles fueron los motivos que a ti y a tus compañeros os impulsaron a tomar una postura activa por la aplicación de la Ley de los Derechos Civiles? — La explosión de una bomba antes del oficio en la Iglesia baptista de Selma tuvo consecuencias trágicas, cuatro niñas murieron destrozadas por ella. Pasados los primeros momentos de estupor y desconcierto, la indignación y la cólera de nuestra comunidad nos sacó a la calle manifestando nuestra ira. Fuimos brutalmente sofocados por policías que expresaban su racismo con golpes violentos, continuos e indiscriminados. No saciaron su odio al negro con sus golpes y sus armas: perros adiestrados para atacar y morder eran azuzados por ellos para que nos llenáramos de miedo y huyéramos despavoridos. Ese fue un detonante concreto, pero el deseo de luchar por nuestro derecho al voto, que llevó a la cárcel a muchos de nosotros y a la muerte a otros, fue el determinante de nuestra lucha. Lucas se revolvió en su postura, y con énfasis le increpó al abuelo: — ¿Por qué no buscasteis armas para defenderos? — Recuerda que en una de las tablillas con las que aprendíamos las palabras pusimos astucia, teníamos que usar la astucia y, sobre todo, la prudencia. La violencia y el uso de las armas quedaban para los represores racistas. Nosotros teníamos otras. Ellos utilizaban armas de corto alcance: el dolor que infligían sus armas no tenía consecuencias en las leyes y se pasaba pronto. El efecto que tenían las nuestras continuaba en el tiempo y se multiplicaba en eficacia. Nuestras armas requerían una destreza especial para 57


utilizarlas, esa destreza la aprendimos uno a uno en nuestra piel y por nuestra piel. Aprendimos a cambiar el dolor del golpe, la ira, la impotencia y el deseo de venganza por esperanza, sosiego, cautela y, sobre todo, confianza en la victoria de la dignidad. — Abuelo, pero cómo pudisteis aguantar las violaciones, matanzas, injusticias durante tanto tiempo sin desesperaros ni utilizar la violencia contra los que os linchaban, encarcelaban, golpeaban y asesinaban. Yo no hubiera podido y me habría apuntado con los Panteras Negras. — Sí, también hubo contestación violenta incluso antes de la creación de Los Panteras Negras que se formó un año después del asesinato de Malcolm X, en 1966, como un partido que utilizaba la violencia para defenderse de los ataques a los negros. También Martin Luther King, nuestro guía espiritual, fue asesinado en 1968 tras haber conseguido la aprobación de la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la Ley de Derecho al Voto 1965 y… También Abraham Lincoln, que libró una guerra civil, fue disparado. Pero la violencia no era el camino que nos llevaría a la libertad. Ya te he dicho que preferíamos otras armas más eficaces. Estos hitos históricos fueron logrados por medios pacíficos, sin guerras pero con múltiples batallas. Y no podemos olvidar que la iglesia fue nuestro refugio. — También mi padre canta en el coro de la iglesia. — Sí, yo también formé parte de él durante muchos años. Nuestros cantos tenían las palabras de La Biblia y El Evangelio, pero el ritmo era de más allá, de la tierra de donde procedíamos, de África. Nuestra fe cristiana ponía en nuestra voz el espíritu necesario para tener la esperanza y seguridad de una vida mejor. Aguantábamos los golpes de la vida cantando, trocando los alaridos por palabras, disimulábamos los duros significados bajo otros más benévolos. Cantábamos con la ilusión de otra vida mejor y cantándola nos la creíamos y olvidábamos las penalidades, por unas horas nuestro sueño se realizaba: Teníamos familia, trabajo, casa, estábamos saciados. En los cantos recordábamos el sufrimiento del Señor, su martirio y su muerte. Nosotros estábamos vivos y lo agradecíamos. Cantábamos a la vida y no queríamos que nos la quitaran. Esperábamos que cada día trajera un mejor amanecer que el del día anterior. Dentro de la Iglesia reinaba la ilusión; fuera, la realidad. La muerte quedaba fuera dentro… la vida que hacía continuar la vida. A Lucas el conocer el pasado le dio las fuerzas que necesitaba para afrontar el futuro.

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Los esclavos felices Isabel Bilbao

El teatro está iluminado y destaca en la plaza que lo rodea. Esta es hermosa y bien pavimentada, se cierra en semicírculo escalonado, dejando como eje central al teatro. Las personas se van acercando. Hacen pequeñas colas, latiguillos ágiles. Corrillos cascabeleros de charlas y risas que se disuelven al aproximarse a la puerta de entrada. Y desde allí, se van desplegando como un abanico. El murmullo de las voces sube por las escaleras, se expande por los pasillos, llena los palcos, la platea, las butacas de patio. Todo es bullicio de voces. Luminosidad. Colorido en los cortinones que cierran el escenario. El din don de la megafonía dice que la función va a empezar. Las conversaciones se van acallando con una cadencia exquisita. Se suceden movimientos de asientos, sillas que se arrastran y el murmullo, que definitivamente muere. Los cortinones se abren. La representación empieza. El director, el máximo responsable de esa obra que tiene que salir de los dedos ágiles de los instrumentos de cuerda, de las bocas finas para el metal, de las manos firmes en la percusión, es una figura negra, transfigurada por el foco de luz que le ha engrandecido al desparramarse sobre él. La batuta, algo mágico que se despliega de su cuerpo. Son sus brazos los que han iniciado el vuelo y es la batuta la que brilla y culebrea nerviosa, ágil de un lado para otro. Dominando, dando órdenes. Y surge el milagro, la música brota con suavidad, con la naturalidad del curso de un pequeño riachuelo que se abre paso en lo frondoso de un monte. Cascabeleando en un pequeño rodar de cascotes. Silbando un jaro que despierta y revolotea alrededor del nido, que es su seguridad. Y la batuta se mueve y brota una brisa que arropa y protege, que agita y envuelve. La cuerda vibra. Mima el momento. Agranda el espacio. La magia sigue y la batuta ordena. Gira, redondea, señala. Y los instrumentos de viento se aúnan y desgranan sonidos nerviosos que van creciendo, tapando esa brisa y haciéndola ventosa, huracanada. El pájaro calla. Las ramas de los árboles se agitan, las hojas bailan, el río susurra. Un nuevo giro señala y la percusión entra con todo su poder, como un sol que explota en un día nuboso y desparrama su luz. Nada se calla. Todo brota. El viento silba, los pájaros cantan, el río se agranda, los cascotes ruedan monte abajo, las ramas de los árboles se agitan exuberantes y las hojas juegan con los rayos del sol en un te dejo pasar y espera un poco. Pero el director no para en su mandar de un lado a otro de la orquesta y sus brazos se mueven ágiles aunando sonidos. Subiendo hasta lo más alto, para bajar a la dulzura y terminar con movimientos enérgicos de sus brazos y la suavidad de la mano con la batuta. La orquesta ha terminado. Las luces se encienden. Aplausos cerrados para el director que mira de frente al público. Para los hombres de la orquesta que han sabido sacar su sonido, despertando con la Obertura de Los Esclavos Felices de Arriaga, a un público dormido. 59


Enchufe

Laura García Marcos — ¡Aquí, si no tienes enchufe, no tienes nada que hacer! –se quejó uno de los alumnos al salir del examen con cara de enfado y desengaño. Nao Yin, que lo oyó desde un banco del pasillo, se quedó desconcertada. Abrió sus rasgados ojos, que parecieron dos grandes canicas marrones. Había estado preparando su examen de ingreso con verdadera minuciosidad. Una y otra vez había repasado los impresos y documentos que tenía que presentar. Estudió de memoria todos los temas que podían preguntarle... Pero, lo de «tener enchufe» no lo había registrado. Hizo memoria, pero en el impreso que le dieron con las instrucciones no estaba indicado. Abrió su mochila con esperanzas de encontrar algo que le sacara del apuro, pero no encontró nada. Ya le tocaba su turno y los nervios le produjeron una terrible sensación de ahogo y malestar. Parecía que se le borraban de la mente todas las lecciones aprendidas. Comenzó a temblarle el pulso y a sudar. Volvió a rebuscar en su mochila y por fin encontró algo que le podría servir. Lo sacó rápidamente, mientras pronunciaban su nombre desde el interior del aula. Respiró profundamente y se dirigió hacia la sala agarrando el cargador del móvil como si fuera su amuleto de la suerte. Nao Yin había decidido estudiar en la universidad buscando una razón para no trabajar en el bazar de su familia. Había convencido a sus padres de que con un título universitario podría acceder a un puesto de trabajo relevante y con buen sueldo para ayudarles en el futuro. Aunque no dominaba aún el castellano, se defendía bien y desde que llegó a España, hacía cinco años, se había esforzado mucho para alcanzar el nivel del Instituto. Se decidió por la carrera de Electrónica y aunque tenía que trasladarse de ciudad, presentó la solicitud. Aprobar el examen de ingreso era fundamental para acceder a su sueño. Se le abría una oportunidad para comenzar una vida independiente con nuevas expectativas y llevaba unos días muy nerviosa. Cuando salió del examen con el aprobado se alegró mucho. No sabía si lo del enchufe le había traído suerte, pero ya tenía la plaza y ahora tendría que buscar alojamiento y el modo de conseguir algún dinero para cubrir sus gastos. Contactó con unas chicas que vivían en un piso cerca de la Universidad. Marta, estudiante de tercero de Enfermería, le abrió la puerta, le pareció muy acogedora. Le enseñó toda la casa, le indicó su habitación y le presentó al resto de compañeras. Cuando llegó el momento de la cena, Nao Yin sacó una bolsa con naranjas y una caja de té como regalo, con intención de caer bien. Las demás lo agradecieron sin darle demasiada importancia y le ofrecieron de la cena que habían preparado entre todas. Se sentó delante del plato y se puso a mirar los cubiertos con cierta admiración. Le ilusionaba conseguir dominarlos como lo había visto hacer a la gente, que según ella, consideraba elegante. A Marta le hizo mucha gracia la reacción de Nao Yin e intuyó lo que se le pasaba por la mente. Se adelantó a mostrarle cómo coger el cuchillo con la mano derecha, el tenedor con la izquierda y partir la carne para llevarla a la boca en trozos pequeños. Nao Yin agradeció mucho el gesto de Marta y rápidamente fue cogiendo destreza fijándose en las demás y escuchando sus indicaciones. En poco tiempo se metió de lleno en sus estudios. Tenía que dedicar mucho tiempo para asimilar las lecciones salvando la dificultad del idioma. Había conseguido un trabajo los fines de semana en un restaurante chino de un amigo de su padre, y aunque no le gustaba mucho, fue lo único que encontró. Para 60


aprovechar el tiempo, decidió quedarse a comer todos los días en la universidad y estudiar en la biblioteca. No veía mucho a sus compañeras de piso, ni tampoco sabía demasiado de sus vidas. Pero solía coincidir con Marta mientras desayunaba su vaso de agua caliente, su naranja y sus tostadas con aceite de oliva (ingrediente que incluyó en su dieta en cuanto lo descubrió). Un día, mientras desayunaban, Nao Yin le comentó a Marta que un conocido de su tía quería regalarle un ipod, pero que dudaba en aceptarlo. En su país significaba una manera de comprometerse a hacerle un favor cuando se lo pidiera. Como sabía castellano, algunos parientes de sus familiares le llamaban de vez en cuando para hacer de intérprete en sus negocios. Marta le dijo que en su lugar, ella no lo aceptaría, porque le gustaba más hacer favores sin forzar a la otra persona a que se los devolviera. Nao Yin agradeció el consejo y decidió no aceptar el regalo para evitarse compromisos innecesarios. A los pocos días recibió una llamada de su madre: — ¿Cómo estás hija? ¿Te va bien en la universidad? — Sí, me va bien, estoy estudiando mucho y creo que aprobaré los exámenes. — Supongo que estarás haciendo de traductora. Es muy importante para nosotros que ayudes a los parientes, podemos necesitar de sus servicios en cualquier momento. — Sí, sí, ya lo sé. — ¿Qué tal en el restaurante?, ¿cuánto te pagan?, ¿nos podrás ayudar con algo de dinero? Estamos muy apretados con el del alquiler del piso. — Bueno, creo que algo ya os podré dar. Aunque la universidad es muy cara y tengo que pagar el piso y el autobús. Ya os diré más adelante. — Bueno, hija, come bien. Y no cojas frío. Intentaremos ir a verte el mes que viene. Nao Yin colgó el teléfono con un nudo en la garganta. Comenzó a recordar el día en que con siete años, sus padres le dejaron en casa de sus tíos. Al sentirse abandonada en una casa extraña, se escondió dentro de una caseta del jardín y se negó a salir hasta que pasaron dos días. Hasta entonces, siempre había vivido con sus abuelos y no entendía por qué le habían arrancado de sus brazos para llevarla a otro lugar desconocido. Aunque sabía de la existencia de sus padres, por lo que le habían contado, sólo había convivido con ellos durante los cinco años que llevaban en España, y a su lado no se sentía en confianza. En el viaje desde China, logró entender alguna de las razones por las que había tenido que dejar a sus abuelos. Su madre le contó que cuando se quedó embarazada de ella, ya tenían a su hermano y el gobierno no les permitía tener más hijos, por lo que, con gran dolor, la dejaron clandestinamente al amparo de sus abuelos, muy lejos de donde vivían ellos. Cuando vieron la posibilidad de venir a España, donde un pariente había abierto un bazar, quisieron recuperarla y salir con ella del país, pero Nao Yin no estaba registrada y no le permitirían viajar. Sus padres hicieron muchas gestiones porque el gobierno, para controlar el número de habitantes, les obligaba a censarla en otra zona de China y esperar siete años más. Con suerte, en esa zona tenía unos tíos que se encargaron de ella a lo largo de ese tiempo. A pesar del dolor por dejar a sus abuelos, terminó por cogerles cariño y aprendió mucho con ellos. El día que volvieron sus padres a recogerla, ya con catorce años, el desgarrón se volvió a abrir, aunque esta vez le ilusionaba conocer un nuevo país. La conversación con su madre le hizo sentirse utilizada, pensaba que en el fondo la habían traído con ellos como mano de obra en el bazar y ella se rebelaba ante esa posibilidad. Una vez más, decidió adaptarse a la nueva situación que se le presentaba y mantenerse fuerte. De su tío había aprendido que mostrar los sentimientos era signo de debilidad. Así que, intentó contener la rabia y las ganas de llorar y siguió con su vida habitual en la universidad. 61


Los días comenzaron a transcurrir con normalidad. Nao Yin hacía lo posible por agradar a las otras chicas y sentirse integrada en el grupo. Para ello, un día se le ocurrió sorprenderlas preparándoles la cena. Cocinó rollitos de primavera, arroz con setas y carne, aderezado con salsa agridulce y un postre que no se puede decir que fuera ni dulce ni salado, más bien de sabor neutro. Les enseñó a utilizar los palillos y también les mostró algunos vídeos de la celebración del año nuevo chino. Todo un espectáculo de luz y color. Las chicas mostraron interés por la cultura china, por lo que se sintió halagada. Pero su alegría duró poco tiempo. En el piso, se habían ido repartiendo las tareas según les venía bien por horario. Una tiraba la basura, otra preparaba la mesa de la comida, otra compraba el pan cuando salía de clase... Pero Nao Yin casi siempre llegaba de la universidad cuando ya todas habían cenado, y no encontraba tiempo para contribuir en la casa. Además, no tenía ningún reparo en dejar los platos sucios en la fregadera después de cenar, lo que hizo que sus compañeras interpretaran que se quería librar de esos trabajos y comenzaron a enfadarse con ella. Le lanzaban indirectas, pero ella no las entendía, aunque sí notaba tensión en el ambiente y que sus comentarios no caían en gracia a las demás. Por fin, Marta decidió interceder y explicarle que aunque ya pagaba su parte, había algunas tareas que no estaban incluidas en el precio del alquiler y que las tenían que hacer entre todas. Así que, después de revisar su horario, acordaron que intentaría llegar antes para cenar con todas y recogerían los platos entre las dos. Marta solía vestir con estilo y a Nao Yin le llamaba la atención. Ella tenía mucha ropa que le mandaba su tía, pero era sobre todo vestidos de gasa rosa, pantalones brillantes y zapatos de colores chillones. Con eso se veía ridícula entre sus compañeros y siempre terminaba poniéndose unos vaqueros, combinándolos con distintas camisetas. Una mañana, durante el desayuno, preguntó a Marta dónde se compraba la ropa porque le gustaba mucho como vestía. Marta le dijo que como no tenía mucho dinero, solía comprar en Zara o aprovechaba las rebajas. Se ofreció a acompañarle un día, pensando que podrían disfrutar juntas. A Nao Yin le iba creciendo en su interior un sentimiento de gratitud que aumentaba cada vez que Marta le hacía un favor, pero no sabía muy bien cómo compensarle. Ya había intentado regalarle unos zapatos sin estrenar que le había enviado su tía de China, pero Marta no los quiso aceptar, no quería entrar en una cadena de regalos y favores. Al principio, Nao Yin pensó que no los aceptaba porque no le gustaban, pero después de la conversación sobre el ipod empezó a descubrir que se podía funcionar de manera distinta a como lo había experimentado hasta ahora y que ese modo de actuar podía tener algunas ventajas difíciles de explicar. El día que quedaron para ir de compras, Nao Yin se fijaba sobre todo en las perfumerías y tiendas de cosméticos. Le contó a Marta que en su país las mujeres se cuidan mucho la piel y que su madre siempre le insistía en que no le diera el sol para mantener joven el cutis. Mirando los productos de belleza, Marta se acordó de que una de las chicas del piso había comentado que últimamente se le gastaba demasiado pronto la crema hidratante y por los comentarios que Nao Yin había hecho, intuyó que podía haber estado utilizando esa crema sin pedirle permiso a su dueña. Marta le preguntó si lo que sospechaba era cierto y Nao Yin, después de divagar un tiempo, por fin lo confirmó. Marta le explicó que en la cultura occidental existe la propiedad privada, que aunque la crema estuviera en el baño que usaban todas, la había comprado Ana y si quería usarla, era mejor que se lo pidiera antes para evitar que se enfadara. Nao Yin se quedó seria, comprendió que su actuación podía molestar a otras personas y ser la causa de que no terminara de congeniar con las chicas del piso. Ahora se encontraba como al borde de un precipicio con el mar abierto a sus pies y sin saber nadar. Indecisa para escoger entre sus familiares, de los que percibía cierto interés en su actuar y el nuevo ambiente occidental, donde no conseguía conectarse del todo, se daba cuenta de que el bagaje cultural que había aprendido en su infancia, le marcaba demasiado en su modo de ser y dudaba de que pudiera desprenderse de él. Después de unos segundos de reflexión, decidió lanzarse al agua y dejarse llevar intentando aprender a nadar nadando. Una vez más, Marta se conmovió del esfuerzo de Nao Yin, le sonrió y le dijo: 62


— Te invito a un helado, ¿de qué sabor lo quieres? — Me gusta mucho el chocolate –contestó Nao Yin. — Pues vayamos a mi puesto favorito. De camino al puesto de helados Marta se dirigió a Nao Yin: —Estoy buscando un trabajo para vacaciones, mis padres no me pueden pagar la universidad. ¿Tú no sabrás de algo? Nao Yin vio la ocasión para tener un detalle con Marta y se ofreció a hablar de ella al dueño del restaurante donde trabajaba. Había comentado que necesitaba a alguien para cobrar en caja. Marta sonrió y con agradecimiento le dijo: — ¿Me vas a conseguir un enchufe para trabajar en tu restaurante? En ese momento, Nao Yin cayó en la cuenta del ridículo que había hecho el día del examen de ingreso con el cargador del móvil en la mano, y rompió a reír con tanta fuerza que Marta pensó que se había vuelto loca.

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El sueño de los esclavos Ana Torrecilla

Las noches de Maritza se tiñen siempre del mismo sueño, comienza con una tormenta cuyos truenos son tan fuertes que hace que cuarenta y seis esclavos negros, ahogando el miedo en sus gargantas, se aferren a los trapos que cubren sus camastros. Más les vale no pensar, un rayo traicionero podría caer en el tejado del barracón que les encierra y suponer el final de sus vidas en la plantación de algodón. Desde que Isaac, fiel compañero de Maritza, trató de escaparse, están obligados a cohabitar en aquel lugar que había servido como granero. Sus paredes sin ventanas les oscurecen la vida cada tarde a las siete con el sonido de las cadenas que fijan la puerta. Por la mañana, antes de que el sol empiece a pintar el paisaje, el capataz aparecerá mal encarado, para entonces, deberán estar formando todos en sus filas, la de los hombres, la de las mujeres, la de los niños y la de las niñas. La tormenta parece interminable, desde dentro, creen escuchar gritos y ajetreo de personas, pero eso sólo lo imaginan porque la única luz que tienen es el resplandor de los rayos que entra por las grietas y rendijas. Los niños, incapaces de mantenerse quietos mientras el miedo les intenta devorar, han buscado cobijo junto a los mayores, el resto más acostumbrados, permanecen inmóviles. Al cesar la tormenta, imposible calcular el tiempo que les queda de descanso, pronto llega la hora de formar en las filas, esperan a escuchar el sonido de las cadenas anunciando la apertura de su encierro. No se oye nada, pasan las horas en total silencio, salvo el gruñido de algún estómago, quietud total. El sol que se anuncia a través de las grietas no ha hecho hoy presencia, quienes viven la oscuridad reconocen fácilmente cualquier luz y la que entra en el barracón corresponde a la luna llena. Es todo muy extraño. Isaac decide romper la fila y se acerca a la puerta, pega su oreja en ella y esta, inesperadamente, se abre. La luna, en su máximo esplendor, se muestra más orgullosa que nunca. A sus pies, los perros, antaño acosadores en su huida, le rinden pleitesía. Isaac, virtuoso del coraje, comprendiendo que habían sido amaestrados por el odio de quien ignora que tanto negros como blancos son rojos de corazón, les acaricia y sale fuera del barracón invitando a los demás a seguirle. Todo se muestra tal y como lo dejaron la tarde anterior, con excepción de la gente y el sol, que parecen haber desaparecido. Los esclavos deciden mantenerse en sus quehaceres diarios, trabajan hasta las siete y se retiran a descansar. La noche se convierte en su nuevo amo, los días pasan iluminados por la luna llena. Maritza se inquieta, hay que hacer algo, habla al grupo, les propone salir de aquel lugar, sólo Isaac está de acuerdo, los demás, no imaginan otra circunstancia que la que han vivido siempre, seguirán haciendo el mismo trabajo hasta que algún blanco aparezca para reclamar su propiedad. Eso no va con ellos dos. En el descanso nocturno se abrazan, ella sabe que el sueño toca a su fin ya que en ese abrazo que se da a si misma se despierta cada día de su vida. Al principio se le hace difícil discernir qué parte es sueño y qué parte es real. Ella e Isaac se habían conocido veinte años atrás como esclavos de la plantación, cada uno llegó alejado de sus familias provenientes de diferentes lugares, eran mercancía de cambio para aquellos blancos. Desde la primera mirada se convirtieron en uno. Una mente, un corazón y una voz expresando el deseo de caminar con la 64


cabeza erguida reconociéndose dueños de sus propias vidas. No fue fácil encontrar la forma de hacerlo, Isaac planificó cada detalle, él saldría antes para distraer a los hombres y a los perros mientras ella lo haría en dirección contraria, se reunirían más adelante. Transcurridos cinco años de amor nocturno, llegó el momento, en el último abrazo Maritza deseó con todas sus fuerzas que no llegara nunca la hora de soltarse, él le prometió que volverían a abrazarse. Valiente y seguro de sí mismo, salió primero y, como estaba previsto, en cuanto se dieron cuenta, movilizaron hombres y perros para ir en su búsqueda. El castigo para otros que también lo habían intentado había sido la muerte. Isaac, probablemente correría la misma suerte. Maritza, rezagada de los demás, esperó hasta estar segura y empezó a correr, no paró en horas, jamás hubiera sospechado que aguantaría tanto esfuerzo. Huía de todo lo que había conocido, lo hacía por ella, por la nueva vida que estaba gestando y por los sueños que junto a Isaac había creado entre tantos abrazos. Lo consiguió, jamás volvió a verse cara a cara con un esclavizador. En otro sentido, Isaac tampoco. En la plantación, el sol brillaba cuando recibieron la noticia, habían reunido a los esclavos negros, cuarenta y cuatro en total, delante de la casa de los señores. Debía de ser algo verdaderamente importante para que paralizasen todas las tareas. Les informaron que Isaac había sido atacado y muerto por la jauría. Lo que no sabían todavía era que su muerte había servido para abrir la jaula de Maritza. Él sólo les entretuvo, para cuando se dieron cuenta, ella estaba fuera de su alcance. El corazón de Maritza supo lo sucedido, y aunque estuvo a punto de flaquear, sintió que su amado le animaba a que corriera. Ya nunca más serían el grupo de los cuarenta y seis esclavos negros. Atrás quedaban los días de ser tratados como objetos que Isaac y Maritza no podían soportar. Sólo hubo unas horas de diferencia entre la salida de uno y de otro, unas horas que formarían para siempre el resto de la vida de Maritza y de su hija Libertad. No volverían a verse en vida, sin embargo, Isaac mantuvo su promesa y cada noche acude a Maritza en su sueño para unirse en un eterno abrazo.

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Este mejor que no venga José Manuel Rodríguez

Chemi es un amigo que nos imponen a mi primo y a mí en el verano, cuando voy de vacaciones. Se puede decir que lo aceptamos por interés, es buen chaval pero un poco inútil para las correrías del verano. Es hijo de una viuda con dinero, lo mima demasiado y eso le hace más blando. Su madre cuando hay alguna fiesta y se va con nosotros, nos da propina y nos dice: cuidar de él. No hace falta, nunca se mete en líos, tiene miedo hasta de las gallinas, alguna vez dijo mi primo: este mejor que no venga. Nosotros tenemos una casa en el pueblo que la cuida mi tío. Mi primo y yo somos como hermanos. Mi padre trabaja en Altos hornos, solo vamos al pueblo en verano, en vacaciones. Mi primo me enseñó todos los secretos del campo, y algo más. Un día le dijimos: Chemi nos vamos a coger cerezas. ¿A robar cerezas? Os acompaño. Que no se dice robar, pero hay que tener cuidado y no hacer ruido ni romper ramas. El dueño no es de los que dice leñe ni otras lindezas, es de los que dan leña. Tuve que ponerme de burro para que subiese al cerezo, no sabía trepar. Ya arriba decía que le temblaban las piernas. Pues no te alejes del tronco. Casi no las habíamos probado cuando vimos que venía Fermín, el dueño. Mi primo se bajó del cerezo más rápido que una ardilla, pero Chemi con los nervios se enganchó de una rama seca y quedó colgado del jersey. Mi me primo dijo que la ropa de los ricos es de calidad porque estiraba mucho y no rompe. Nosotros con el corazón en un puño esperando el desenlace. ¿Pero quién ha colgado a ese ahí? Fermín, de prisa, trajo una escalera y lo bajó, le dijo a mi primo: si llegas a ser tú el colgado ahí te quedas, secando. Veo que podéis correr, pues aprovechad porque vais a llevar madera, dijo el dueño cogiendo una vara. Otra de las faenas que nunca pensamos que podía tener consecuencias fue el día que le dijimos a Chemi si alguna vez había visto algún gato con herraduras, dijo Chemi que no, pero que le gustaría. El problema es pillar uno. Eso no es problema, dijo Chemi. Mi madre tiene uno que se deja coger. Era un gato de angora muy bonito, con su cascabel y todo. Preparamos cuatro cascaras de nuez. Le pusimos pez, una pasta que tenía por dentro un pellejo de vino roto, y que es pegajosa. Le pagamos las cascaras en las patas y era divertido: cuando corría hacia un sonido como un caballo cuando galopa pero al entrar en el piso encerado derrapaba para todos lados y se cayó. No se podía levantar no tenía agarre con las uñas, parecía que había bebido. Ya, dijo mi primo está claro que los gatos con herraduras no son para casas de ricos. Cuando llegó su madre, al oír las risas, se acercó y vio al gato que parecía que estaba loco, y casi se desmaya. Cogió el gato, y asustada, preguntó si aquello tenía remedio, le contestó mi primo, dijo que sí que él sabía hacer y deshacer, que las cascaras se despegan con facilidad y las patas se limpian con aceite y allí no ha pasado nada. Y sí que pasó. A partir de aquello no nos ha vuelto a dar más propinas. Yo creo que ha pensado que no cuidábamos bien a su hijo. En el cumpleaños de Chemi su madre me invitó a merendar con él. Me había perdonado lo del gato, lo pasábamos bien. Chemi les contaba a sus amigos las aventuras del verano y si no se las creían, 66


enseguida decía: pregúntale a este. Les contó el día que le pusimos al perro una lata atada al rabo. Le dije que eso era materia reservada, que mejor no contar. Él siguió, dijo que nunca pensó que un perro corriera más que veía, por eso se estrelló en una curva. El perro corría hacia su casa y el dueño corría hacia nosotros y, nosotros, cada uno, para un sitio distinto. Si nos llegan a coger igual hay más que palabras… Así nos despedimos. Supongo que para el próximo verano estará más espabilado. Nos fuimos haciendo mayores, ya no pensábamos en herrar gatos, nos interesaban otras cosas. En vacaciones algunos días asistíamos al teleclub, nos reuníamos con los chicos y chicas del pueblo veíamos la tele en blanco y negro y se ponían canciones en el radiocasete. Hacíamos comentarios sobre alguna chavala, como de Raquel, la amiga de mi prima: es maja, ya le empiezan a crecer los bultos. Al año siguiente cuando volvimos sí que tenía bultos, y ya era toda una señorita muy guapa, Yo aprovechando que era amiga de mi prima me sentaba a su lado, me hacía ilusión por que no se apartaba de mi lado. Le dije alguna cosa bonita y le salían los colores, así me gustaba más. Cuando íbamos para casa nos agarrábamos del brazo. Aquel brazo no lo hubiese cambiado por el mejor brazo gitano por muy dulce que fuese. Al año siguiente la vi muy animada con Chemi. Me dijo mi prima que Chemi le escribió alguna carta y le dijo que le habían comprado una moto y podrían ir a muchos sitios. Dicen que el dinero lo puede todo. Lo comenté con mi madre y me dijo que el olor de la gasolina envenena, así parece. No me importó mucho hay muchas chicas bonitas, conocí una a la salida del instituto. Somos más que amigos, así que le he dicho que mi padre se va a comprar un seiscientos. De Chemi, solo lamento que lo bajasen del cerezo.

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Con el corazón en un puño Iciar Iturregui Cuervo

En un país muy al norte del mundo, nació un niño. Para sus padres, hermanas y abuelos fue una gran alegría, ya que anteriormente, componían la familia, tres niñas preciosas, pero a los padres les hizo mucha ilusión un varón. Le pusieron de nombre Frydery. En un rincón de la casa había un piano, instrumento que servía para acompañar las canciones familiares. Emily la mayor de las hijas era la que por medio de unos simples notas dirigía el grupo familiar, y con sus canciones, participaban en los actos religiosos de la iglesia. Fryderyk, con sus dedos, muy pequeños, empezó a jugar con el instrumento, le gustaba el sonido de las notas, primero de una a una, más tarde con acordes bien sonados, utilizando las dos manos. Viendo los padres la habilidad que tenía, le pusieron un profesor Algunas veces, le encontraban tumbado junto a los pedales del piano. Decía que le gustaba escuchar las vibraciones de los sonidos Cuando Fryderyk cumplió los seis años, ya era conocido por su virtuosismo musical. Participaba en pequeños festejos. Más tarde, destacó en el coro de la iglesia, por su voz aguda y buena entonación. El Padre Gregory, el párroco, puso mucho interés y ayudó a la familia para que fuera al conservatorio. Ya de mayor, triunfó como compositor e intérprete de sus obras. Solo interpretaba sus propias composiciones, Amaba a su tierra de una manera apasionada, y ayudaba con el dinero de su música a resolver los problemas que fueron surgiendo al nacionalismo de su amada tierra. En un momento le comunicaron que iba a ser apresado, y encarcelado. Su única opción era huir. Tenía miedo. Sus amigos, le acompañaban en ese delicado momento. Antes de partir en un pequeño saco de lino, cogió tierra del jardín de su casa, del hogar en que nació, donde aprendió a amar, tanto a su familia, su música, y a su patria. En una noche oscura, lluviosa y con una bruma que les impedía ver a un metro de distancia, se embarcaron en un gran río oscuro. Pasó mucho miedo viendo cómo poco a poco desaparecía la tierra…, su tierra. Todos estaban ateridos. De nada les servían la ropa que llevaban y las grandes capas que los cubrían. Fryderyk lloraba, pero, no de frío, no por las incomodidades. Lloraba por todo aquello conocido que no quiere abandonar. En ese difícil caminar conoció a una mujer, Elisa con la que tuvo una gran amistad. Ella ejerció una influencia muy decisiva en su vida y en su música. Le conseguía importantes conciertos, le presentaba a gente con grandes contactos, pero también le exigía, que compusiera y ejercitase aun cuando a él no le apetecía, porque la depresión le dominaba por completo. Esta exigencia casi maligna, hizo, que el número de obras, y composiciones fuese muy numeroso y de una calidad inigualable.

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En un día lluvioso, Elisa se preparó con su ropa de agua para dar un paseo. A Frederik también le apetecía y quiso acompañarla, porque necesitaba respirar el aire puro, sentir la lluvia en su cara y sobre su cuerpo. Elisa le recomendó que se quedara a componer y a estudiar. El espíritu del músico se reveló, pero aun así se sentó en el piano e improvisó, era música revolucionaria. Su musa se resistió, estaba muy lejana. Entristecido se acercó a una ventana. Llovía intensamente, las gotas golpeaban y resbalaban por el cristal. Él las miraba, las escuchaba, y en ese goteo resbaladizo sentía el sonido de una nota: la-la-la… Se acercó al piano y de su inspiración y dolor surgió una orla de sentimientos alrededor de esa nota, la. Con este tema compuso un maravilloso preludio. Pasaron los años muy deprisa. Enfermo y desatendido su organismo se resentía por el exceso de trabajo y la añoranza de su tierra, y sentía que la muerte estaba cercana. Entonces llamó a sus amigos, a los mismos que le habían ayudado a huir, y cogiendo las manos a cada uno de ellos, les arrancó la promesa de que cuando muriera se cercioraran, concienzudamente, de que estaba muerto; que en su caja mortuoria, metieran la tierra que trajeron de su país cuando huyeron; y, que su corazón lo llevarían al panteón familiar donde sus padres le estaban esperando, muy al norte, allí donde nació, y fue feliz. Al mismo tiempo, les entregó una pequeña urna de cristal tallado, donde estaban inscritos sus datos personales, una dedicatoria para sus padres, y otra, para su patria a la que amó hasta su muerte. Sus amigos a pesar del dolor, cumplieron todos los deseos, muy impresionados y conmovidos por su querido amigo: Fryderyk Franciszek Chopin.

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O’garimpeiro Mabel Andreu

Bebía cachaça cada tarde sentado junto a la ventana. Lo hacía sin prisa pero sin perder el ritmo. Cuando acababa el contenido me llamaba con apenas un leve gesto de la mano, un breve giro de muñeca con el dedo pulgar dirigido hacia el interior del vaso. Yo me apresuraba a rellenárselo con el mejor material que tuviera en ese momento. Era un buen cliente y, además, quería que se sintiera a gusto en el local para ver si un día se le soltaba la lengua. Bartolomeu Freitas degustaba el aguardiente puro no de un trago sino en pequeños sorbos que remataba pasando la lengua por el labio superior. La de hoy es mejor que la de los últimos días, me dijo una tarde. Esta me recuerda a la que llegaba a veces desde Minas Gerais. Es buena, muy buena. A partir de ese comentario supe que estaba próximo el momento de saciar mi curiosidad acerca de este personaje que frecuentaba O’Garimpeiro cada tarde desde hacía dos meses y del que nadie sabía nada en esta pequeña población. — ¿Qué, compadre, se encuentra a gusto en Itapitanga?, le pregunté un día. No se está mal, mejor que en otros muchos lugares por los que me he tenido que arrastrar. Hay tranquilidad y el clima es bueno. Dio por terminada la conversación y dejó que la mirada se le perdiera otra vez en vete a saber qué pensamientos. Aquel rostro, cincelado por el tiempo con surcos profundos, mantenía una fuerza y un atractivo innegable. La abundante cabellera gris tenía su complemento en unas cejas muy pobladas del mismo color que parecían una visera natural de sus profundos ojos negros un tanto hundidos. Había algo en aquel tipo que te atraía a la vez que te inspiraba un poco de temor. Me enteré de su nombre gracias a Joao, el dueño de la pousada en la que vivía pero, aparte del nombre, de su exigencia de mantener su escasa ropa siempre limpia y de que era natural de Recife, no sabía nada más. Solía venir a comer después de sus paseos por las afueras de la ciudad. Se le veía fotografiar objetos raros que a él le parecían dignos de atención. Una puerta agrietada y con la pintura despellejada por el paso del tiempo; un corral de gallinas escuálidas que deambulaban detrás de algún grano de maíz olvidado; ventanas abiertas de casuchas desvencijadas que se abrían al curioso como cuencas vacías sin nada en su interior. Él buscaba estas imágenes y las registraba con parsimonia, dándole vueltas a cada enfoque, a cada ángulo. Un día me atreví a preguntarle por su afición. Lleva una cámara que parece antigua, le dije señalándola. «Sí, es una Leica de los años 70. Un regalo». Después, mirada perdida a través de la ventana y silencio. En una ocasión se interesó por el nombre de la taberna: ¿Por qué O´garimpeiro? Es un homenaje a mi padre, le respondí. Era minero. También yo lo fui durante algún tiempo, me dijo. Sé lo que es el descenso al infierno. Estuve 70


en Sierra Pelada en los ochenta. Todo lo que haya podido escuchar acerca de aquel lugar seguro que se queda corto. Así, sin previo aviso, Bartolomeu Freitas me contó su vida, o al menos, la parte que le había dejado las cicatrices más profundas. Vivía en Río con una mulata poderosa que le había sorbido el seso. Eso me dijo. Tenía un pequeño taller de reparación de automóviles con el que podía permitirse una vida sin lujos pero digna. Tenía también un piso de dos habitaciones en Santa Teresa, cerca de la parada del tranvía y no le faltaban unos cientos de reales para festejar el sábado con su mujer yendo al mercado de Ipanema. Siempre se encaprichaba de algún nuevo abalorio con el que decorarse. Collares de semillas que se balanceaban sobre aquellos senos firmes y jugosos como mangos. Pendientes largos llenos de color que resaltaban su tez morena. El problema fue que la riqueza del entorno se le fue colando en el alma y empezó a pinchar a su compañero para inyectarle la ambición. Cada vez le interesaban más los escaparates de las joyerías y menos los puestos de abalorios del mercadillo. Eso me dijo. Fue entonces cuando empezaron a llegar noticias de lo que estaba pasando en Sierra Pelada. No se hablaba de otra cosa en Río. Que miles de hombres de todo el país fueron arribando hasta las minas de oro. No solo desheredados de la fortuna sino también profesionales, empresarios en apuros y aventureros de toda especie. «La fiebre del oro me atacó. Vendí mi taller, alquilé una concesión y me fui a probar fortuna a aquella maldita sima en mitad de la selva. La insistencia de una mujer que te posee puede ser más corrosiva que el ácido y ella ejerció sobre mi alma la presión de un martillo pilón. Permití que mi cerebro se reblandeciera hasta el borde de la locura». Eso me dijo. «Parece que llegamos a estar allí unos cien mil hombres. No sé. Yo no los conté. Bastante tenía con darle al pico y rellenar mi saco con más de 40 kilos de mineral que me aplastaban el cogote mientras subía por la escalera hasta la cima del cráter. Cada viaje con la cabeza puesta en la posible pepita que aparecería al lavar el mineral para que esta obsesión me ocupara el pensamiento. Había que evitar que el miedo a caer se te colase dentro, había que anestesiarse con la obsesión del oro para no sentir el dolor ni el cansancio. Así, subida tras subida por la escala bamboleante, día tras día, mes tras mes, hasta que, de pronto, algo en la cabeza hace click y empieza la locura». Eso me dijo. La suya fue jugarse la concesión al póker después de una de aquellas broncas en las que la policía resuelve el conflicto a tiros. Cayeron dos compañeros muertos a dos pasos de él. Lo único que ya quería era escapar de allí. Él puso la concesión sobre la esterilla que les servía de mesa; su contrincante, una pepita de oro de buen tamaño. Por supuesto, perdió. Yo sabía muy bien de lo que hablaba aquel hombre. Nos costaron no pocos esfuerzos disuadir a mi padre para que no fuera para allí a probar fortuna. Hacía ya unos años que había dejado el oficio de minero y vivíamos aquí tranquilos. Sabíamos que cada sueño de encontrar oro se escondía en un cuadrado de tres por dos metros, alquilado por un año, y en el que los picadores se afanaban para dar con ese color de la tierra que podía presagiar la presencia del metal. La mayoría sin alcanzar el éxito tenían que conformarse con los 1300 reales al mes y el saco de tierra que recibirían al finalizar el contrato. Él era ya un hombre mayor y no hubiera podido aguantar aquello. Bartolomeu tuvo que enrolarse en un barco para sobrevivir al fracaso y olvidarse de la piel de la mulata. Pasó unos años yendo y viniendo de Brasil a Portugal en una línea de cabotaje. Así fue como 71


un día, en el escaparate de una librería de Oporto se topó con el libro de Sebastiao Salgado. Allí estaban, ante sus ojos, aquellas imágenes en blanco y negro que mostraban al mundo el horror de la mina de oro de Sierra Pelada. Se compró el libro y se fue a un café próximo dispuesto a revivir aquel período de su vida que nunca podrá olvidar. Fue pasando las páginas lentamente, dejando reposar su mirada sobre aquellas escenas familiares. Lo primero que revivió fue el olor: el fétido del barro mezclado con sudor que recubría el cuerpo de los mineros. Luego, los sonidos: el golpear de cientos de picos a la vez agrandando el cráter; el ruido gutural de las gargantas emitido al unísono, como un mecanismo de apoyo al esfuerzo. También los juramentos y maldiciones de aquéllos que muy a menudo sufrían accidentes de diversa envergadura. De pronto, se vio en una de las fotos. Él estaba allí, en una instantánea plagada de tensión en la que un minero gigantesco forcejeaba con un policía sujetándole la escopeta por el cañón. Bartolomeu estaba frente a la cámara presenciando la escena. Eso me dijo. Aquel gigante negro tenía aterrorizado al policía que en ese momento estaba solo. Siempre iban al menos dos. El ambiente se crispó. Los músculos tensos de las piernas y brazos del minero mostraban una determinación a no dejarse achicar por la presencia del arma. Increpaba al militar mientras zarandeaba la escopeta y su temeridad era jaleada por el resto del grupo. Un alto en el camino de la jornada, la adrenalina a borbotones ante el temor de que el policía perdiera los nervios y apretara el gatillo. Es lo que pasó. En uno de los forcejeos el arma apuntaba directamente al pecho del gigante. Fue un disparo con el cañón casi pegado al cuerpo así que la bala le atravesó y todavía pudo tumbar al de detrás. Después vino la algarada y el linchamiento del policía incapaz ya de controlar a aquella multitud enloquecida. Se le abalanzaron desde todos los lados y Bartolomeu Freitas estaba allí. No participó del linchamiento. Él era un hombre pacífico así que se escurrió entre la multitud camino del tajo. Ese fue el día en que decidió salir de la mina como fuera. Eso me dijo. A partir del descubrimiento de las fotografías otra obsesión se instaló en la cabeza de aquel hombre: la de conseguir que «aquel traficante del dolor ajeno» (así le llamó) le pagara por la utilización de su imagen. No podía ser que él fuera famoso y rico a costa de la miseria del planeta por mucho que su denuncia fuera algo bueno y necesario. «Pero los que salíamos en aquellas fotografías, aunque pobres e insignificantes, también teníamos familia, amigos, una historia personal. Por muy desheredados que fuéramos». Eso me dijo. Fue una tarea complicada llegar hasta Salgado. La editorial que le publicaba los libros se negaba a facilitarle ninguna información. Bartolomeu empezó a sospechar que quizá su rabia podía haber sido compartida por muchos otros que se habían descubierto en papel couché y habían sentido, como él, que su dignidad estaba dañada. El caso es que Bartolomeu no abandonó su decisión de dar con el fotógrafo. «Un día me topé en el periódico de Río con una noticia que hablaba del último proyecto del artista. La reforestación de la finca que su padre había arrasado a lo largo de los años para vender la madera y poder pagar los estudios de sus hijos. Daba suficientes datos como para poder localizarla y me puse en camino. Cuando le tuve frente a mí, la verdad le digo, compadre, la humanidad de Sebastiao me desbarató la rabia. No sé qué me desarmó más: si su aspecto imponente o aquella mirada tan compasiva. Me llevó hasta una habitación con las paredes forradas de cajas y carpetas. En el centro había una gran mesa rectangular y allí fue extendiendo cientos de imágenes de las que luego se convertirían en libros. Me habló del sufrimiento de una gran parte de la humanidad y de como él había sentido el impulso de compartirlo. Sentado delante de aquella mesa me hizo desfilar imágenes terribles de matanzas en África. Campos de refugiados con miles de personas disputando un mínimo espacio en el que dejarse caer. Desfilaron ante mis ojos interminables hileras de seres poblando los caminos en su huida de la muerte. Mujeres, niños, ancianos, todos con el espanto en la mirada y sus escasas pertenencias a la espalda. Tanto sufrimiento 72


transformado en arte gracias a esos ojos, los mismos que me miraban a mí con una mezcla de simpatía y de curiosidad. No hizo falta entablar ningún pleito. Salgado accedió a mi demanda y me proporciona una pequeña renta con la que podré vivir hasta el fin de mis días. Hasta que el hígado me reviente». Eso me dijo. Se bebió esta vez de un trago el resto de la copa y se levantó de la silla para dar por terminado el relato. Ajustó sus pasos a un cierto vaivén, como el que llevan los marinos en tierra después de una larga travesía y salió del bar sin otro signo de embriaguez. Y es que Bartolomeu Freitas tenía una forma muy sobria de emborracharse.

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