Kontaketa tailerra - Taller de relato 2015/2016

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RA LER TAI 2016

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AURKIBIDEA / ÍNDICE Algunas cosas que es mejor olvidar

Mabel Andreu 06

El reportaje

Elvira Alonso 09

Blitz

Eva Rivas 15

Boooottom

Miguel Parra 23

Chanchos

Borja Rodríguez

27

Desconexión

Marian Izquierdo

32

Valerie

Itxaso García

34

El Gato

Erica Liquete 37

El viaje

Juan Iturbe 39

Ella y la cosecha

Txema Fernández 45

Sepultado amor, sepultado dolor

Feli Cruz 46

Mi sombra

Ana Torrecilla 49

El peso de lo trivial

Carmen Camiruaga 52

El despertar

Francisco Ruiz 54

El pozo

Itziar Elexpuru 56

El cucurucho

José Manuel Rodríguez 58

El collar de Juana

María Jesús Sánchez 60

El coche roto

Isabel Bilbao Ortiz de Guinea 62

Arcilla y barro

Laura García 70

El frío en los huesos

Poli Moro 72

El hilo dorado

Alicia Redondo 76

En el ocaso del otoño

Jon Mikel Larrazabal 79



Cuéntame cosas que no me importe olvidar Esta es la petición que un personaje de la escritora norteamericana Amy Hempel hace a su amiga: Cuéntame cosas que no me importe olvidar −dijo ella−.Que sean banalidades; de lo contrario déjalo. Así comienza el relato “En el cementerio donde está enterrado Al Jolson”. Cuando leo este cuento no puedo dejar de preguntarme por qué este personaje hace esta petición, y si cuando uno se dispone a leer o a escuchar un relato espera poder olvidarlo o si prefiere que le acompañe toda la vida y le ilumine con nuevos sentidos cada vez que se actualice en su memoria o en su corazón. El cuento de Amy Hempel es una trampa para los poco iniciados en su literatura, nada de lo que esta autora narra se puede olvidar salvo con un ejercicio deliberado de amnesia; entonces, tal vez se cumpla el deseo del personaje con el que hemos titulado esta antología de relatos. Jorge Luis Borges también abordó la cuestión de la memoria en su cuento “El zahir” o “Funes el memorioso” ¿Qué pasaría si algo o alguien fuera realmente inolvidable? ¿Y si tuviéramos una memoria prodigiosa como le ocurría a Funes? Muchas veces he deseado con vértigo ese don memorioso, que sin embargo, mantenía a Funes postrado en un camastro, tumbado boca arriba en un universo de tiempo rememorado e inagotable. En mi caso, nunca he podido olvidar muchos de los cuentos que he leído y que me acompañan como buenos compañeros de viaje. Tras la lectura de estos relatos, serás, tú, lector, el que decida si los entregará al olvido o no, pero, en cualquier caso, esperamos que te hagan olvidar por unos minutos todo lo que sucede fuera de estas páginas, ya que como la Sherezade de Las mil y una noches nos disponemos a contar... Todo lo demás es cosa tuya.

Mónica Crespo Doval KONTAKETA LABURRA TAILERREKO IRAKASLEA PROFESORA DEL TALLER DE RELATO BREVE Kultur Leioa, 2015-16

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Algunas cosas que es mejor olvidar Mabel Andreu — Cuéntame cosas que no me importe olvidar –dijo ella–. Que sean banalidades; de lo contrario, déjalo. Empecé. Le conté que los insectos vuelan cuando llueve y que nunca se mojan porque no les cae una sola gota encima. Le conté que nadie en Estados Unidos había tenido un magnetófono antes de que Bing Crosby se comprase uno. Le conté que la luna tiene forma de plátano… que, cuando la vemos llena, la estamos viendo de canto… Se durmió. Prueba de que todo mi esfuerzo había dado fruto porque estaba seguro de que nada de lo que le había contado le iba a importar olvidarlo. Es más, ni siquiera lo había escuchado. — Ahora cuéntame algo tan impactante que sea imposible olvidarlo. Me lo dijo como si ya, mientras dormía, hubiera tenido claro cuál iba a ser la siguiente prueba. Me miró fijamente y esperó con las manos cruzadas en el regazo a que empezara la historia. Le intenté colocar una almohada debajo de la cabeza y me la rechazó. Dijo que odiaba las almohadas. — No, ahora quiero ser yo el que escucha –repliqué. Quiero una historia tan triste que me haga llorar con lágrimas de verdad. No importa si dentro de un mes la recuerdo o no. Solo quiero que me conmueva. — Vale, pero ahora sí tengo hambre. Creo que me vendría bien el vaso de leche con cereales que me has ofrecido antes. Mientras calentaba la leche en el microondas vi desde la cocina cómo se incorporaba y pasaba revista a lo que le rodeaba. Bienvenida a la vida, pensé. Enfocaba la librería y hacía un barrido a las baldas de arriba abajo. Saltaba a mi mesa de trabajo y paraba su atención unos segundos en las fotografías que se mezclaban con papeles y carpetas. Alargó su brazo por detrás del sofá y se acercó el retrato de Marian. Estuvo un tiempo mirándolo fijamente como si así se le fuera a revelar un misterio. No preguntó. Dejó otra vez el retrato sobre la mesa y fijó su atención en la colección de teteras colocadas en la alacena. Unas quince piezas acarreadas en la mochila desde lugares remotos. Diseños y materiales curiosos que hubiesen justificado alguna pregunta acerca de su procedencia. Pero no dijo nada. Cuando terminó de beber la leche después de haber perseguido hasta el último copo de cereal, cruzó las piernas como un yogui, retiró la manta y volvió a entrecerrar los ojos. Este fue su relato: «Apenas tenía cinco años y ya sabía que su padre la odiaba. Primero porque era niña y segundo porque era fea. El día en que llegó su hermanito recién nacido fue desterrada de la habitación. Ella siempre había dormido agarrada a la mano de su mamá y ahora sacaron la cuna a la pieza de fuera y la dejaron allí sola porque ya era mayor, dijeron. Sombras extrañas se proyectaban en la pared de enfrente. El miedo le hizo mearse. Por aquella época no había muchos coches. Las sombras aparecían un poco después del ronquido del motor que se acercaba. Bastaba eso para que la niña se despertara. Con ojos de búho miraba al frente intentando descifrar qué era aquello que a cada rato se colaba en su cuarto y le mostraba cosas que no podía reconocer. Cuando desaparecía la sombra iluminada en la pared se enrollaba como un 6


«bicho–bola» debajo de las mantas y se dormía. Las sombras sin nombre se convertían en monstruos que se salían del muro y avanzaban poco a poco hasta la cuna. Entonces gritó y lloró. Y su padre se acercó hasta ella y la zarandeó diciéndole que era una niña histérica. Que si despertaba a su hermanito le iba a poner el culo como un tomate. Desde esa noche aprendió a tragarse el miedo y supo lo que era odiar a aquel ser diminuto al que se le permitía llorar, mearse y estar siempre pegado a la piel suave y caliente de su mamá». Se quedó en silencio y con los ojos cerrados. Le dije que era una historia triste pero que no me había hecho llorar. — Es que no se ha terminado —respondió. — ¿Por qué estoy aquí? —me preguntó. — Porque tú no eres un insecto y sí te mojas. Estabas empapada y muy borracha. No podía dejarte allí. — ¿Y a ti qué te importa? A esa misma hora y en esta misma ciudad seguro que se estaban muriendo unos cuantos en diferentes esquinas —me lo dijo retándome. — Seguro, pero yo me tropecé contigo. Si hubiese encontrado a un perro abandonado y chorreando agua es posible que también me lo hubiera traído. — Ah, entiendo. He tenido la suerte de dar con un alma generosa. Claro, ahora existen dos posibilidades: o que trates de llevarme por el buen camino o que trates de cobrarte el favor con un buen revolcón. Aceptaría mejor la segunda. Con la primera no ibas a tener éxito. Se tumbó de nuevo apoyándose en el codo y con la mano sujetándose la cabeza. Era una mujer guapa. Por lo menos a mí me lo pareció. Si de niña había sido fea como decía parecía que la mala vida le había favorecido o que ella no era la protagonista de la historia. — No cambies de juego. Te recuerdo que no me has hecho llorar. La historia sigue así: «Un día la mamá le dijo que cuidara de su hermanito mientras ella bajaba a la tienda a comprar. Que no iba a tardar nada. No tienes que preocuparte, le dijo. Está dormido. Apenas la mamá habría llegado al portal cuando el bebé se despertó y empezó a berrear con furia. La niña le decía que se callara, que enseguida volvería la mamá pero el crío gritaba cada vez más fuerte y a la niña le resultaba insoportable. Por fin, cuando sintió que ya no se movía nada se fue al rincón de la cocina y se quedó ovillada en el suelo». Apenas acabó el relato, se dio la vuelta, se bajó los pantalones y me mostró la nalga con un triángulo color carmesí en el centro. — Me lo hizo mi padre con la punta de la plancha caliente. Para que nunca olvides que eres un ser malvado, me dijo. Tuve el impulso de estrecharla, de acariciar su estigma, de cubrirle de besos y ternura hasta que se reencontrase con la niña pequeña anterior a la del drama. La que todavía contaba con el calor de su madre. No me lo permitió. Olisqueó el peligro de que se le resquebrajara la coraza. No habría sido fácil conseguirla, seguro. Y yo tampoco tuve la valentía de cruzar la línea que me obligara a implicarme de verdad con la «perrilla apaleada» que me había llevado a casa en un arrebato de compasión. Me pasa a menudo. Me quedo en el umbral de la generosidad sin arriesgar mi vida al dar continuidad a la buena obra. Marian me lo decía a menudo y por eso se marchó. Siempre me repetía que mis gestos solidarios no obedecían a la bondad sino a la curiosidad. Ahora miraba a la joven con la intención de retener su 7


imagen. Me hubiese gustado hacerle una foto para mi galería de las buenas obras inconclusas pero no me atreví. Ella se apartó de mí con brusquedad, se subió el pantalón, cogió el tabardo ya seco y se dirigió a la puerta sin mirarme. Cerró con suavidad. Ahora mis mejillas sí estaban húmedas.

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EL RePORTAJE ELVIRA ALONSO I La nieve cubre todo lo que mis ojos alcanzan a ver. A lo lejos, el cielo parece unirse a la tierra, no hay horizonte que lo separe. Los árboles, como esqueletos vestidos de fantasmas, dejan caer copos que parecen pequeñas bengalas llevadas por el viento bajo la luz anaranjada de las farolas. Son sólo las tres de la tarde y el día ya se ha escapado sin apenas sentirlo, es mi primer invierno aquí. Siento un aire frío en mi espalda y luego el ruido de la puerta al cerrarse. Los pasos de Maxim suenan por el pasillo y enseguida está abrazándome y me susurra al oído: — Anuska…. Trae el aire helado de la calle pegado al cuerpo y un escalofrío me recorre la espalda, entonces me vuelvo y riendo le beso. Luego le cuento que me ha llamado una amiga desde España que trabaja para una televisión local. Quería saber si me gustaría aparecer en el programa “Extremeños por el mundo”. No lograban encontrar a muchos paisanos viviendo en Siberia y se acordó de mí. Me entrevistarían, contarían mi historia, cómo había llegado hasta aquí, y luego filmarían un poco de mí día a día. Maxim y yo nos reímos pensando que sería divertido contar en la televisión como nos conocimos, aunque, sinceramente, creo que será mejor dejarlo para nuestros nietos. Me limitaré a decir que nos conocimos en un congreso de matemáticos, como así fue. Yo me llamo Ana, aunque Maxim me llama Anuska para ayudar a “rusificarme”. La verdad es que me gusta que me llame así y él está tan feliz de que haya accedido a venir a vivir a su tierra, que aunque no me gustase no se lo podría negar. Soy intérprete de inglés y ahora estoy estudiando para serlo también de ruso, él es matemático. Nos conocimos en Salamanca otro gélido día de invierno de hace casi un año. Ahora que lo pienso, quizás no fuese tan gélido, porque yo entonces no podía ni imaginarme lo que era el frío de verdad. El congreso comenzó del mismo modo que empezaba cualquiera de mis locas jornadas de trabajo, es decir, corriendo de sala en sala para llegar a tiempo a las distintas ponencias donde se requerían mis servicios. Luego, para remate, llegó una noche que prometía ser agotadora acompañando a aquella panda multilingüe de eruditos, primero a un aperitivo por los bares de la Plaza Mayor y luego a la cena de apertura del congreso. Había observado a un hombre de ojos achinados e imponentes bigotes a lo Miguel Strogoff, que no me quitaba ojo, y que, hablase con quien hablase o me situara donde me situase, siempre acababa apareciendo a mi lado. Era como uno de esos cuadros donde el retratado parece siempre seguirte con la mirada. No le di mayor importancia, los rusos en general, al menos por lo que yo conocía, solían hacer cosas raras. Cuando llegamos al restaurante, sin saber cómo, volví a encontrármelo de nuevo a mi lado mientras esperábamos a que nos acompañasen a las mesas. Hizo ademán de ir a decime algo y entonces fue cuando sucedió. El frío hizo que se me congestionase la nariz y al entrar en el restaurante el aire cálido de 9


su interior hizo que esta amenazase con ponerse a gotear. Metí la mano en el bolsillo de mi abrigo buscando un pañuelo, pero lo que salió de él fue una braga matriarcal de algodón con remates de encaje rosa, de esas que las mujeres usamos cuando de verdad queremos estar cómodas. Entonces recordé que por la mañana, casi al vuelo, la había pescado del suelo de mi habitación y que con las prisas por no perder el tren me había olvidado de meterla en la lavadora. La braga ahora, como un trofeo, colgaba de mis dedos índice y pulgar ante los ojos maravillados del ruso. Miré a mí alrededor rezando porque nadie hubiese visto la escena y me escabullí escaleras abajo hacia donde un cartel señalaba que estaba el cuarto de baño. Allí, después de arrojar la braga a la papelera escondida entre un gurruño de papeles, dejé pasar un tiempo prudencial esperando que todos estuviesen ya sentados a la mesa. Llegué al comedor y busqué un hueco para sentarme en una de las mesas donde, tratando de hacerme invisible, me dispuse a cenar e intentar olvidar el incidente. El ruso no estaba cerca, pero en seguida comprobé que él no había olvidado nada. Una de mis compañeras, la traductora de ruso, se me acercó al final de la cena a comentarme entre risas que un matemático del grupo de los rusos había querido saber si llevar en la mano la ropa interior indicaba algo con respecto a las intenciones amorosas de la mujer española. Estaba desconcertado, no sabía si interpretar la señal como una invitación para la acción o como un rechazo. En Rusia las mujeres no suelen sacar ropa interior de sus abrigos, pero claro él había oído hablar del lenguaje de los abanicos, tan típicos en España…y quizás lo de la braga también tenía algún significado…. Mi compañera se reía a carcajadas sin saber que era yo la mujer de la braga — ¿Quién será esa loca? –se preguntaba. Nunca en mi vida había pasado tanta vergüenza, y lo peor era pensar que aún me quedaban otros dos días de congreso. Al terminar la cena, haciendo de tripas corazón, busqué a mi Miguel Strogoff entre la gente. Fue difícil aclarar el incidente con su mal inglés, pero en este mundo habiendo voluntad y una botella de vodka por medio casi todo se puede. Resultó que no era Miguel, si no Maxim, Maxim Kruglov, el hombre más dulce al otro lado de los Urales. La noche acabó con él cantándome Kalinka al oído y bailando sólo para mí un baile cosaco en la habitación del hotel. Después de un año de relación entre cibernética y epistolar me decidí a venir aquí, a Siberia, para vivir con él. No diré que estoy en el jardín del Edén, imposible que nada florezca con estas nieves, pero sé que con Maxim no me será difícil sobrellevar este invierno como si fuese una primavera. De vez en cuando, jugando, le llamo y cuando me mira saco una braga del bolsillo. Entonces se me olvida que aún estamos en enero y que afuera nieva sin piedad. Pero esto a los “Extremeños por el Mundo” tampoco se lo voy a contar. II Ya ha llegado marzo. Al final los de la televisión no vendrán hasta el mes que viene, mejor así, tengo más tiempo para seguir progresando con el idioma y para conocer mejor la ciudad. El invierno aquí continúa siendo abrumador, es la palabra que mejor puede definirlo. Lo único bueno de marzo es que los días son ya más largos y esto nos permite por las tardes dar paseos junto al río Ob, embutidos de pies a cabeza en largos abrigos, gorros y bufandas. Me acuerdo mucho de la película favorita de mi madre, Doctor Zhivago, le gustaba tanto que en un tris estuvo de llamarme Lara. Seguro que fue una premonición ¡Qué romántica, qué bonita la estepa inabarcable con su manto blanco! Ahora sé que el lugar donde mejor se aprecia su belleza es desde la butaca de un cine, y otra cosa también sé: lo de que se fueran a vivir a una dacha de madera sin calefacción para esconderse del ejército rojo, ya no me lo creo. A Maxim le van a hacer catedrático y está feliz. Después de tantos años de trabajo, de tener que 10


claudicar ante burócratas, por fin llega su recompensa. No las tenía todas consigo. El asunto del amiguismo con Putin es incluso peor. No sólo está contento por el cargo, también es por el dinero. Tras más de veinte años de trabajo su sueldo no llega siquiera mil euros. Aprovechando el estado de felicidad en que nos hallábamos y la próxima visita a casa de los de la televisión hace unos días tomé la decisión de redecorar el piso, que mis paisanos viesen que aquí no se vive mal. Me vino muy bien que acabaran de abrir un Ikea no muy lejos de casa, así que lo fui haciendo poquito a poco y por no demasiado dinero. Como comienzo de lo que iba a ser nuestro nuevo hogar tiré algunas cosas y compré otras cuantas más. Al principio Maxim no parecía ni darse cuenta de los primeros cambios que hice. Por ejemplo, las decenas de figuritas de porcelana que fueron a parar a una caja debajo de nuestra cama. Luego me envalentoné, y aprovechando un viaje suyo a un simposio en Moscú cambié la alfombra del salón, las sillas del comedor y también puse una funda nueva en el sofá. Cuando Maxim volvió a casa, y no fue derecho a darme un beso supe que algo iba mal. Lo encontré sentado en el sofá mirando hacia la mesa con la cabeza entre las manos. — ¿Qué te pasa Maxim? — ¿Dónde está la alfombra? ¿Y las sillas? —contestó. — ¿No te gustan las nuevas? — ¿Nuevas? ¿Qué tenían de malo las otras? No lo entiendo. — No tenían nada de malo, es sólo que estaban algo anticuadas y me apetecía cambiarlas. Quería algo que hubiese elegido yo, que me diese más sensación de que esto es mi hogar. — Pero Anuska… Un hogar para mi es estar a tu lado, no necesito cosas nuevas para ser feliz. Esas sillas las traje hace años de casa de mi madre, de la aldea donde vivíamos, cuando ella murió. En ellas se han sentado muchas generaciones de mi familia, son buenas sillas que hubiesen durado muchos años más. Podíamos haberlo hablado antes en lugar de hacerlo sin decirme nada. — Yo sólo quería darte una sorpresa cuando volvieses. Pensé que te gustaría como está quedando la casa. — Es que no hacía ninguna falta, tenemos muchos gastos con la boda en España. Estaba todo bien como estaba antes. — Ese dinero ya sabes que lo tengo todo ahorrado. Esto lo he comprado con el dinero de las últimas traducciones, y además ha sido muy barato. — Si es barato no será bueno, eso seguro —sentenció Maxim levantándose y saliendo del salón. Me quedé allí llorando, pensando que algo se había roto entre nosotros. Afortunadamente el roto no nos duró mucho tiempo, aquella misma noche nos reconciliamos, ninguno de los dos soporta estar mucho tiempo enfadado con el otro. Katia dice que los hombres rusos son así, machistas de natural, lo llevan de forma indeleble en los genes. Ella piensa que el enfado por los muebles en realidad fue porque yo tomé la iniciativa. Katia es una nueva amiga, la primera amiga rusa que he conocido fuera de los círculos Maxim. Me la presentaron en una fiesta en casa de mi profesora de conversación. Era imposible no fijarse en ella, con su look neo punk tan sofisticado, vestida toda de cuero negro, con un collar de perro en el cuello, varios aros en las orejas y el pelo rubio platino muy cardado. Su aspecto no era muy frecuente entre la gente que yo había conocido en Rusia. Es pintora, y aunque nació en Ucrania lleva toda su vida viviendo aquí. Para mi Katia es como una ventana al mundo multicultural de Madrid en el que vivía, y que no es que lo eche de menos, pero a veces da gusto volverlo a ver. Katia no es santo de la devoción de Maxim, seguramente será porque es muy moderna y bohemia, y él en cambio es de gustos más clásicos. No habla mal de ella, pero alguna vez me ha criticado la asociación 11


artística de mujeres que Katia preside, dice que son muy radicales. A mí me está viniendo muy bien su ayuda para conocer sitios que no conocía de la ciudad, así cuando vengan los de la televisión podré enseñarles todo eso que en las guías turísticas no aparecen. Ella está siempre muy interesada en ayudarme con lo del reportaje. Quiere saber muchos detalles sobre quiénes son los que vendrán y qué tipo de programa van a hacer. III Maxim y yo nos hemos casado. Ha tenido que ser antes de lo previsto, no ha habido más remedio que hacerlo así. Nuestros planes eran casarnos el próximo verano en mi pueblo, con toda mi familia presente. Mi hermana incluso tenía ya comprado el vestido para la boda, y mi madre se ha llevado un disgusto tremendo. En realidad nos hemos disgustado todos mucho, y lo peor no ha sido lo de tener que cambiar la boda. Todo ha ocurrido muy deprisa, El equipo de rodaje llegó el viernes de la semana pasada. Eran tres personas, dos hombres jóvenes, el cámara y su ayudante, y la entrevistadora, una mujer muy delgada de mediana edad que llegó aterida a la puerta de casa con un fino abriguito rojo y tacones. La idea era comenzar aquella misma tarde a rodar, con unas preguntas sobre mí y la vida que llevaba en Rusia. Se suponía que era algo que no nos llevaría mucho tiempo, pero acabaron quedándose a cenar y luego siguió una larga sobremesa que duró hasta las dos de la mañana ¡Qué ganas tenía de hablar español durante un buen rato seguido! El pobre Maxim se pasó la velada sonriéndonos a todos sin entender nada, pero como es un cielo hacía como que no le importaba. A las once de la noche, entre cabezada va y cabezada viene, y después de algún codazo de mi parte, acabó excusándose y marchándose a la cama. Al día siguiente Katia me recogió a las diez de la mañana, se había ofrecido para llevarme en su viejo Lada hasta el mercado central, Maxim tenía una reunión en la Universidad y no vendría hasta más tarde. Los sábados son los días de más animación, viene mucha gente de los pueblos a comprar y a vender. Hay muchos puestos de comida típica rusa, que seguro que les iba a encantaría sacar en el reportaje. Cuando llegamos, los chicos de la tele, ya lo tenían todo preparado en la plaza central del mercado y la gente comenzaba a pulular a nuestro alrededor curioseando. En seguida comenzamos a rodar. En la primera toma la entrevistadora comenzó preguntándome sobre el mercado y la comida rusa. Alrededor de nosotros cada vez había más gente mirando. Apenas habíamos comenzado cuando el cámara se giró bruscamente hacia la derecha y se acercó más hacia donde estábamos nosotras, filmando algo que yo no veía porque estaba a mis espaldas. Se oyeron unos gritos que provenían del fondo del mercado y que al acercarse se hacían cada vez más fuertes y agudos. Cuando me giré me quedé estupefacta al ver acercarse un grupo de seis mujeres veinteañeras, todas rubias, con coronas de flores en el pelo y desnudas de cintura para arriba mostrando palabras en inglés pintadas con pintura negra sobre sus pechos. Se acercaban hacia nosotros lanzando gritos y agitando pancartas sobre sus cabezas. Al llegar a nuestro lado se pusieron a bailar y a contonearse sin dejar de gritar en ningún momento, una de ellas se bajó los pantalones y puso el trasero delante de la cámara para que pudiese leerse más claramente el nombre de Putin escrito sobre sus nalgas. No pasó mucho tiempo sin que se escuchasen unos silbidos y ruidos de carreras que anunciaban a la policía, que se acercaba agitando las porras amenazadoramente hacía donde nosotros nos encontrábamos. Entonces toda la gente que nos rodeaba corrió en estampida hacia las puertas de salida. Busqué con la mirada a Katia, a la que había perdido de vista cuando terminaron de maquillarme para el reportaje, pero no pude verla por ningún lado. La policía en pocos minutos nos estaba rodeando. 12


Sin preguntar nada sacó a las chicas arrastrándolas por el suelo y, desoyendo nuestras suplicas y explicaciones en ruso y en castellano, acabamos todos juntos en un furgón camino de la comisaría. La burocracia rusa es muy, pero que muy, lenta. Pasamos la noche en una celda cochambrosa de la comisaría todos juntos, los del reportaje, las chicas de los pechos al aire, que ya se los habían tapado, y yo. Ellas nos contaron aquella noche que eran activistas de una organización Ucraniana llamada Femen y que lo que pretendían era visibilidad internacional a su protesta por el encarcelamiento en Moscú de los miembros de un grupo punk feminista contrario a Putin. A la mañana siguiente Maxim y el cónsul español consiguieron sacarnos a los españoles de la comisaría. La intervención de este último consiguió que todo se resolviese en un plazo razonable de tiempo. Antes de ir a la embajada Maxim había llamado a un amigo suyo policía para intentar resolverlo con él, pero este le dio a entender que las autoridades pensaban que yo tenía algo que ver con las manifestantes, así que decidió que sería mejor recurrir al consulado. Fue un día sin tregua: cuando llegamos a casa Maxim recibió una llamada del rector para pedirle explicaciones sobre lo que había sucedido, y luego, unos pocos minutos después de colgar, un policía llamaba a la puerta de casa. — ¿De qué conoce usted a Katia Sidorova? —preguntó sin presentarse. — ¿Por qué, le ha sucedido algo?—respondí. — Yo soy quien hace las preguntas, no usted. No conseguimos saber nada más, sólo quería que le hablase sobre Katia y mi relación con ella. Cuando se marchó intenté hablar con ella, pero siempre me saltaba el contestador. — Pero Anuska... ¿No ves que te ha utilizado? —me dijo Maxim haciéndome sentar a su lado, pasándome un brazo protector sobre los hombros. Entonces fue cuando me di cuenta de lo inocente que había sido al no darme cuenta de que todo el interés que Katia había mostrado por mi persona apareció justo después de contarle lo del reportaje. Parecía como si de repente se hubiese abierto la caja de los truenos: aquella misma tarde nos llamaron desde el consulado porque algo pasaba con mi visado. Las autoridades rusas acababan de informar al cónsul de que no iba a haber posibilidades de renovar mi visado cuando este venciese el próximo verano. Los motivos eran mis problemas legales, aunque reconocían que no existía ninguna denuncia en mi contra. Nos aconsejó que si nuestra intención era seguir juntos, lo mejor sería casarnos lo antes posible, por si la cosa iba a mayores. Luego sólo esperar a que las aguas volvieran a su cauce y todo se olvidase. Regresamos a casa desolados. Yo, sintiéndome culpable, por no haberme dado cuenta de cómo me habían utilizado y Maxim preocupado por el futuro de nuestra relación y también por su trabajo. Como las desgracias suelen venir por lotes, antes de acabar el día, aún me esperaba otra sorpresa más: una llamada de mi hermana, muy agitada al otro lado del teléfono. — Ana, Ana… ¡Que dicen las vecinas que te han visto por televisión!....A mamá casi le da un infarto —Cállate mamá ¿no ves que estoy hablando con ella?—Oía como le decía de vez en cuando a mí madre— ¿Pero qué ha pasado Ana? Dice la Toñi que han dicho en la tele que estás metida en un grupo terrorista o algo así… 13


Como pude le expliqué a mi hermana lo que en realidad había pasado. Después de colgar sólo tenía ganas de ir al hotel donde se alojaban los de la tele, y pedirles cuentas acerca de lo que habían contado sobre mí en la grabación que habían enviado a España. A Maxim le costó mucho convencerme para que me quedase donde estaba. Me recordó que esto es Rusia y que no necesitábamos ni un sólo problema más. El lunes a primera hora estábamos en el consulado haciendo los trámites necesarios para casarnos y al día siguiente éramos ya marido y mujer. No he vuelto a saber de Katia, tampoco de los reporteros. Lo que sí he podido ver es el video, gracias a que algún vecino del pueblo, poco cariñoso con mi persona, lo ha subido a Youtube y ha conseguido hacer de él un “trending topic” en Cáceres, o sea, más de diez mil visitas en un solo día. Maxim piensa que lo mejor es olvidar. Yo, mientras, espero a que llegue el verano.

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BLITZ EVA RIVAS — Cuéntame cosas que no me importe olvidar –dijo ella–. Que sean banalidades; de lo contrario, déjalo. Empecé. Le conté que los insectos vuelan cuando llueve y que nunca se mojan porque no les cae una sola gota encima. Le conté que nadie en Estados Unidos había tenido un magnetófono antes de que Bing Crosby se comprase uno. Le conté que la luna tiene forma de plátano que, cuando la vemos llena, la estamos viendo de canto… Y le conté que las pecas de su espalda tenían la forma de la constelación de Orión. Mientras le hablaba intentaba transmitir algo de calor a aquella mano laxa entre las mías. Me callé cuando la morfina hizo efecto y los párpados de Elisabeth se cerraron como preludio de un sueño inquieto. Sustituí la venda de su costado por una limpia y le subí la manta hasta la barbilla. La bala le había atravesado el hígado y se desangraba. Había conseguido llevarla en brazos hasta un improvisado refugio antiaéreo en los túneles del metro y allí seguíamos. Los bombardeos cesaron. Ya estaría amaneciendo. Tenía que sacar a Elisabeth de aquel refugio y llevarla a un hospital. La acomodé en mi regazo, su pecho contra el mío. Como si solo con la proximidad fuera capaz de inyectar vigor en aquel corazón que cada vez latía más débil. Las escaleras se habían quedado a oscuras. Un generador proporcionaba algo de luz en las zonas donde se encontraban los heridos más graves. De vez en cuando, en mi camino hacia el exterior, tropezaba con algún cascote y trastabillaba. Ella apenas se quejaba. Una mano alrededor de mi cuello y la otra protegiendo su costado herido. Por suerte aún estaba bajo los efectos del sedante que le había inyectado. Una mancha granate iba extendiéndose por su ropa al mismo tiempo que las gotas de sudor resbalaban por mis sienes. Conseguimos llegar al hospital St. Mark después de lo que me pareció una eternidad. Entré vestido con el uniforme de las Fuerzas Aéreas dando voces, con Elisabeth en brazos. La verdad, no recuerdo qué decía, pero conseguí llamar la atención de la hermana Sara, que reconoció a Elisabeth. La monja dio gracias a Dios por las medicinas y el material sanitario que traíamos, y porque aún estuviera viva, pero cuando la deposité en una camilla contuvo el aliento al levantar la manta que la envolvía. Miró la mancha de sangre que cubría buena parte de mi guerrera azul sin decir nada. Acto seguido dispuso con eficiencia y celeridad todo lo necesario para la cura. La precisión y autoridad de las órdenes que impartió me hicieron pensar que hubiera sido un extraordinario oficial del ejército. La monja hizo todo lo que pudo por Elisabeth, que no era mucho dadas las circunstancias. Cuando terminó de cambiarle el vendaje me acerqué y me acuclillé junto a su cama. Le di un beso. Abrió un instante los ojos y tras un penoso intento de sonrisa dirigió una mirada febril hacia la cama de al lado. En ella una niña rubia de unos tres años, con una pierna escayolada la miraba asustada mientras se aferraba a un vistoso pañuelo de flores. Yo le había regalado a Elisabeth ese pañuelo. — Todo va a ir bien, cielo –le dijo y, agotada, volvió a cerrar los ojos. Aquella fue la última vez que vi a mi mujer. 15


Yo había llegado a la base aérea después de una misión y al sobrevolar el centro de Londres, al amanecer, vi que las bombas habían alcanzado la parte norte del hospital St. Mark, donde mi mujer trabajaba. Necesitaba saber si se encontraba bien. Me disponía a salir a comprobarlo cuando el cabo Jenkins entró en la sala de oficiales para decirme que mi amigo Steve aún no había regresado. Nos quedamos en silencio. Antes incluso de oír las ráfagas de los disparos que cayeron sobre nosotros escuché el bramido de las sirenas de los Stuka alemanes sobrevolando la base. Salimos a cielo abierto. — ¡¡Todos a sus puestos!! –Por todas partes se oía a los oficiales ladrando órdenes pero yo me fui en dirección contraria a los hangares. — ¡Wilson, ¿dónde cree que va?! –me dijo el comandante de la base–.¡Wilson! ¡Vuelva aquí! ¡Es una orden! Me subí en el primer vehículo que encontré y me dirigí al hospital de Elisabeth, pero ella no estaba allí. Después de un día entero sin dormir, mi mejor amigo desaparecido, y, un más que probable, consejo de guerra esperándome a la vuelta por haber abandonado mi puesto en presencia del enemigo, maldije mi suerte por tener una mujer tan imprudente. Pero eran la desesperación y el miedo los que me hacían pensar así. Era esa pasión, que ponía en lo todo lo que hacía, lo que más admiraba de mi mujer. Elisabeth había ido al hospital St. Thomas para intentar traer todo el material médico que fuera posible para aliviar y salvar la pierna de una niña que había llegado con una pierna rota. No había hablado desde que llegó. Una bomba había derribado el edificio donde vivía con su familia y sus padres habían muerto bajo los escombros. La pequeña se había salvado al quedar atrapada bajo el cuerpo sin vida de su madre. Comprendí perfectamente lo que le había movido a Elisabeth a llevar a cabo semejante temeridad. Un recuerdo me atenazó el alma, mi propia hija nacida muerta y Elisabeth acunándola entre sus brazos mientras le cantaba una nana, incapaz de separarse de ella. Salí deprisa del hospital tratando de imaginar el recorrido que Elisabeth habría seguido. A lo lejos se oyó la sirena que avisaba de un ataque inminente. La gente corría en todas las direcciones. Poco después se oyó el estruendo de un impacto cercano y a continuación una columna de humo. Al llegar al puente de Westminster vi que las bombas lo habían alcanzado pero que aún era transitable. La distinguí al otro lado del puente: un amasijo de tela blanca encogida en el suelo con la cruz roja cual diana en la espalda, protegiendo con su cuerpo la valiosa mercancía. La adolescencia de Elisabeth acabó de golpe a los diecisiete años el día en que su madre murió. Su vida transcurría sin grandes sobresaltos en la próspera ciudad de Bristol, en el suroeste de Inglaterra. De carácter entusiasta y optimista, los largos meses de enfermedad de su madre no la prepararon para el desenlace. Las incontables horas transcurridas en el hospital le granjearon a Elisabeth la amistad del personal sanitario y despertó en ella la vocación por la enfermería. A veces, cuando su madre dormía, deambulaba por los pasillos del hospital hablando con las enfermeras mientras observaba sin ningún remilgo las curas y demás procedimientos que aplicaban a los enfermos. Sintió una gratitud infinita hacia aquellas mujeres que durante los últimos días aliviaron el sufrimiento de su madre, concediéndole una despedida en paz mientras ella contemplaba impotente como el cáncer se la arrebataba. Fue entonces cuando decidió a qué dedicaría su vida. Mi nombre es Graham y desde niño fui un fanático de los aviones. Llegué a la ciudad procedente de un pequeño pueblo del interior para trabajar como mecánico en el aeródromo de Bristol. Conocí a Elisabeth a través de mi prima que vivía en la misma ciudad que ella y que había sido compañera de escuela 16


suya. Llevábamos saliendo dos años cuando a la madre de Beth le detectaron el cáncer. Entonces dejó de llamarme. Yo iba a visitarla regularmente al hospital aunque rechazó casi todas mis invitaciones para salir durante el tiempo que duró la enfermedad. No la presionaba. Le dejaba su espacio pero le recordaba que siempre podía contar conmigo. Cuando el fatal desenlace llegó me ocupé de todos los trámite del funeral, ya que la ausencia de su madre había sumido a su padre en una profunda depresión que le hizo abandonarse y aislarse del mundo. Poco a poco volvimos a retomar nuestra relación de un modo natural. Un domingo, meses después, coincidiendo con el decimoctavo cumpleaños de Elisabeth, la llevé en coche a pasar el día fuera de la ciudad, en el campo. Había preparado algo de comer y nos sentamos debajo de un castaño a almorzar. Me recosté en el tronco del árbol y al rato empecé a rascarme frenéticamente contra la corteza. Elisabeth echó un vistazo y comprobó que se me habían metido un montón de hormigas por el cuello. Me puse en pie de un salto y Elisabeth trató de ayudarme a quitarme la camisa mientras se desternillaba de risa, pues, entre mis aspavientos y sus carcajadas, no conseguíamos nada. Hacía meses que no la veía reírse, así que dilaté mi actuación golpeándome la espalda desnuda con la camisa para asegurarme de que no quedaba ninguna hormiga mientras le contaba una sarta de mentiras, que iba improvisando, acerca de hormigas venenosas que mordían y podían acabar con sus víctimas en cuestión de minutos. Elisabeth, con lágrimas en los ojos me aseguró que ella me salvaría. Sacó una pequeña petaca de la chaqueta, le dio un buen trago y me la pasó. ­ ¿Y esto? –pregunté encantado. No dejaba de sorprenderme. — — ¿No es mi cumpleaños? Además es un potente desinfectante –me contestó ella subiendo traviesamente una ceja. Después, mojó la punta de un pañuelo con un poco del whisky de la petaca y me dio unos suaves toques en las rojeces que las hormigas, pero sobre todo la corteza leñosa del árbol, me habían dejado en la espalda. Cuando terminó con el pañuelo empezó a besarlas suavemente. Se me puso la carne de gallina. Me giré y la estreché fuertemente. Ella no opuso resistencia y me besó con intensidad. ­— ¡Casémonos! –me dijo de pronto con un brillo travieso en la mirada. Dejé de besarla. La sorpresa me abrumó. Al no decirle nada, se separó un poco de mi para tratar de interpretar mi expresión. — Pensé que los dos sentíamos los mismo –me dijo con una nota de desilusión en la voz mientras me apartaba un mechón de pelo rebelde que me caía constantemente sobre los ojos. — No es eso… claro que sí…, es solo que… se supone que eso debía pedírtelo yo. –El azoramiento me hacía rehuir su mirada mientras ella sonreía aliviada. — Me desarmas, Beth –yo era el único que la llamaba así, como su madre solía hacerlo, y sabía que a ella le gustaba. Nos tumbamos en la hierba, apartados del árbol, ella con la cabeza apoyada en mi estómago y nos atrevimos a soñar en alto: yo algún día sería piloto y ella enfermera, malcriaríamos un par de niños rubios y pecosos como ella y yo la llevaría en mi avión a conocer lugares que solo habíamos visto en los mapas. Teníamos toda la vida por delante. Nos casamos un año después, ella con diecinueve años y yo con veintitrés. Seguimos viviendo en Bristol para no alejarnos demasiado de mi suegro cuya salud era bastante precaria. Los dos años siguientes fueron los más felices de mi vida. Ella cursó sus estudios de enfermería y yo me hice piloto, y monté con mi amigo Steve un negocio de fumigación aérea bastante próspero. 17


Sin embargo el asma de mi suegro se había agravado y Beth iba a diario a su casa para asegurarse de que tomaba la medicación. Durante sus prácticas en el hospital Elisabeth conoció a un especialista de respiratorio y un día le llevó para que le viera. El pronóstico no era alentador y le dijo que necesitaba estar bajo cuidados constantes, no podía seguir viviendo solo. Cuando se disponía a salir de la consulta sintió que se mareaba, y de pronto, cayó desmayada. Mi amigo Steve y yo solíamos ir a un pub después de trabajar para tomar una pinta de cerveza bien fría antes de ir a casa. Un día que Steve había venido de Londres de comprar una pieza para el motor de la avioneta trajo una octavilla de las fuerzas aéreas en la que se solicitaban pilotos para su base aérea de Londres y lo dejó encima del mostrador del pub sin decir nada, expectante, con una sonrisa de oreja a oreja. Apuré la jarra antes de cogerlo con gran ceremonia. ­— La RAF necesita pilotos. Se rumorea que van a traer una flota de spitfires –dijo Steve sin poder contener la emoción. — Pero nosotros no sabemos pilotar cazas, Steve. — ¡Bah! Solo nos falta un poco de práctica. Visto un pájaro, vistos todos –me refutó incansable al desaliento–. Habrá un periodo de formación, estaremos a prueba un tiempo y luego nos rogarán que nos quedemos –aseguró con una risotada. — ¿Y nuestro negocio? –se me acababan las excusas. La verdad es que los dos sabíamos que esa era la oportunidad que habíamos estado esperando toda la vida. — ¿Me lo estás diciendo en serio? La avioneta se quedará en el cobertizo esperando hasta que volvamos tan cargados de galones y medallas que no podremos caminar derechos. Se terminó su pinta y se disponía a marcharse cuando me dijo sin rastro de humor en su voz: — Megan y yo nos iremos la semana que viene, en cuanto dejemos todo arreglado aquí pero… sabes que no será lo mismo sin ti. Esa noche cuando llegué a casa llevaba el papel que me había dado Steve doblado en el bolsillo, impaciente por contárselo a Elisabeth. Sin embargo, al abrir la puerta la sorpresa de ver a mi suegro sentado en una butaca junto a la radio y oír la noticia de que se lo había traído a vivir a casa decidí no decir nada por el momento. La cena transcurrió con cierta tensión en el ambiente y poca conversación. Cuando por fin estuvimos solos en el dormitorio, yo miraba a mi mujer ir de un lado a otro de la habitación en camisón, retrasando el momento de meterse en la cama, y lo achaqué a la preocupación por la salud de su padre. El papel aguardaba bajo la almohada el mejor momento para sacar el tema. — ¿Quieres venir a la cama de una vez, cariño? Se detuvo a los pies de la cama y como ya era habitual en ella cuando tenía algo importante que decirme y no sabía cómo, me soltó sin más preámbulos: —Estoy embarazada. Un torbellino de emociones me sacudió de pronto pasando en un instante de la sorpresa a la alegría y finalmente a la decepción, pero tuve mucho cuidado en no dejar aflorar esta última. Salté de la cama y la abracé con suavidad con un tonto pensamiento de que su nueva condición pudiera haberla vuelto más vulnerable y la besé con una tremenda ternura. — ¿Voy a ser padre? –dije incrédulo. Entonces, será mejor que me deje crecer bigote para hacerme respetar –y solté una carcajada mientras la levantaba del suelo agarrándola por la cintura– cuánto te quiero, Beth. Ella soltó el aire con un sonoro suspiro como si se hubiera quitado un peso de encima. 18


— La verdad es que no sé si es el mejor momento para traer un niño al mundo, Graham; y además está lo de mi padre… — No te preocupes cariño, nos las arreglaremos. A la mañana siguiente cuando me levanté para ir a trabajar, la octavilla asomaba por debajo de la almohada y la cogí. Ella seguía dormida. Fui al baño con el papel en la mano, y mientras orinaba, la miraba. Cuando terminé la partí en trozos pequeños y tiré de la cadena. Aquello tendría que esperar. Los siguientes meses todo se precipitó con rapidez. La felicidad de la espera de nuestro primer hijo era un oasis del que solo disfrutábamos nosotros dos en medio de una situación internacional convulsa y el alarmante deterioro de mi suegro. Era como si a medida que una vida prosperaba la otra se agostara. El verano de 1939 llegó a su fin y con él se fueron las esperanzas de paz. El 1 de septiembre Alemania invadió Polonia declarándose la guerra. Elisabeth estaba en su octavo mes de embarazo y yo sentía sobre mis hombros el peso de verme convertido de pronto en el responsable de una familia. Los problemas de abastecimiento eran una preocupación constante, así que cada vez que llegaba un barco me iba al puerto para traer todas las provisiones que pudiera. Ese día se me había hecho de noche esperando que me llenaran unas garrafas de combustible, y aún no había regresado a casa, cuando mi suegro tuvo otro ataque de asma. El broncoespasmo que sufría era tan severo que los labios del hombre estaban cianóticos y las uñas se veían moradas. Elisabeth llamó al médico pero estaba en una urgencia. Tendría que llevarlo al hospital ella misma. La parada de taxis estaba algo alejada de su casa y temía dejar a su padre solo, pero no le quedaba más remedio. A mitad de camino sintió la primera contracción, haciéndola parar, no tanto por el dolor como por la sorpresa. Cuando cesó, siguiendo caminando hasta la parada de taxis para descubrir con desesperación que no había ninguno disponible a aquellas horas. En el camino de vuelta tuvo otras dos contracciones y en cada ocasión el dolor la obligó a detenerse e inclinarse hacia delante. Con las manos apoyadas bajo su voluminosa barriga, mentalmente le rogó a su hija: “aún no, pequeña”. Por suerte cuando llegó a casa yo ya había regresado. Aquello la hizo sentirse tan aliviada que se obligó a serenarse y decidió no decirnos nada para centrarse en su padre y llevarle al hospital cuanto antes. La insuficiencia respiratoria le provocó un fallo en el corazón del que murió una semana después. Elisabeth acusó el tremendo esfuerzo de permanecer a la cabecera de su padre durante todo el tiempo en un estado tan avanzado de gestación y la obligaron a guardar reposo. Yo la veía demacrada y abatida, pero ni los médicos ni yo fuimos capaces de impedir que asistiera al funeral. Cuando los escasos asistentes se marcharon, Elisabeth se abandonó en un llanto desconsolado mientras miraba las tumbas contiguas de sus padres reunidos de nuevo esta vez para siempre. Me acerqué a ella por detrás en una abrazo impotente mientras sentía el eco de su estremecimiento en mi cuerpo. De pronto el llanto cesó y con un gemido se inclinó hacia delante con la manos apoyadas bajo su abultado vientre. Toda la musculatura de éste se tensó en una contracción durante más de medio minuto, al tiempo que un líquido caliente corría por sus piernas. Pensé que había roto aguas, pero cuando alcancé a verle los tobillos y vi sangre, me alarmé. El coche estaba en el exterior del camposanto, no quedaba más remedio que caminar. Las contracciones se sucedieron cada cinco minutos durante el angustioso trayecto hasta el hospital. En cuanto llegó, la madre Hildegart, supervisora de sus prácticas de enfermería en ese mismo centro, se encargó de ella y mandó llamar a un médico de guardia. Inmediatamente la llevaron al quirófano. Me pasé la hora siguiente solo lidiando con el miedo a perderla a ella y a el bebé hasta que el cirujano salió 19


y supe por su cara que debía prepararme para lo peor. La niña había nacido muerta pero la madre se recuperaría. Me invadió una mezcla de sentimientos entre el alivio y la pena más honda y la culpabilidad por alegrarme de que la que hubiera muerto no fuera Beth. ¿Cómo soportaría ella otra pérdida más? La madre Hildegart se acercó a mí mientras esperaba en la habitación a que Elisabeth despertara. — ¿Qué ha hecho con la niña? –pregunté secándome las lágrimas con el dorso de la mano. Tendremos que enterrarla –dije intentando parecer que llevaba el control de la situación. — Debe comprender que al nacer muerta no puede ser enterrada en terreno sagrado…No obstante…, y que esto quede entre nosotros, –dijo la monja bajando aún más la voz, he bautizado a la niña para que puedan darle cristiana sepultura. — ¿Con qué nombre? — Anne. En recuerdo de la madre de Elisabeth. Espero que disculpe mi atrevimiento. — Gracias madre –le dije apretándole las manos. Cuando Elisabeth despertó y la noticia se filtró entre las brumas de la anestesia quiso ver al bebé. Mientras lloraba y me gritaba suplicando que le dejaran ver a su hija, yo me sentía impotente por no poder hacer nada para aliviar su angustia. Sobrepasado por los acontecimientos no podía negarle lo que me pedía, aunque no sabía si a la larga sería peor. Ahora, desde el ocaso de mi vida, y desde la perspectiva de quien ha sobrevivido a una guerra mundial, juro que separar a nuestra hija de sus brazos fue lo más duro que he tenido que hacer en toda mi vida. Aquella tragedia sirvió para unirnos más. Aceptamos que solo podríamos soportarla si compartíamos la carga entre los dos. En esos momentos a Elisabeth le daba todo igual, así que cuando se recuperó físicamente del aborto y temiendo que cayera en una depresión, comprendí que en aquella ciudad ya no nos quedaba más que dolor y nos fuimos a Londres. Me alisté en las fuerzas aéreas en la misma base donde prestaba servicio mi amigo Steve desde hacía un año. La mujer de éste iba a menudo a visitar a Elisabeth para tratar de animarla. Ella pasó algún tiempo cerrada al mundo, recluida en casa hasta que la guerra la hizo despertar y la realidad se impuso. Un día hubo una pequeña explosión en la base y Steve resultó herido. Le pedí que me acompañara a visitarlo y al volver a entrar en un hospital un montón de recuerdos le golpearon, algunos muy dolorosos, pero los que prevalecieron tenían que ver con la sensación de aliviar a los demás y sentirse útil. Al día siguiente empezó a trabajar en aquel mismo hospital. Puede sonar algo insensible pero aquellos meses en Londres rodeados de caos y muerte sirvieron para sobreponernos a nuestra propia adversidad. Es cierto que no nos veíamos mucho, pero cuando lo hacíamos sentía que ella había vuelto a ilusionarse y hasta habló de intentar tener otro bebé cuando acabara la guerra. Estaba convencida de que yo sería un buen padre. La gratitud de sus pacientes le recompensaba del trabajo agotador en el hospital. Se sentía satisfecha con su labor y estaba lo suficientemente ocupada para mantener alejados sus fantasmas. Respecto a mí, solo puedo decir que a pesar de que las circunstancias no eran las idóneas ni mucho menos, el día que traspasé el umbral de la base aérea de Biggin Hill en Londres estaba cumpliendo un sueño. Gracias a los contactos de Steve me asignaron al Mando de Caza con él, la élite de las Fuerzas Aéreas Británicas. No puedo negar la tremenda emoción que me embargó al contemplar el emblema en la verja de entrada aquel primer día, un águila dorada con las alas extendidas y su lema: Per Ardua Ad Astra, “A través de la dificultad hasta las estrellas” pues se ajustaba perfectamente a mi vida en aquellos momentos. Tras un breve adiestramiento que superé sin complicaciones, me asignaron un caza spitfire en el escuadrón de Steve. Me sentí pletórico. Pero no quedaba mucho tiempo para celebraciones pues se 20


estaba llevando a cabo la que sería la campaña aérea más prolongada y complicada de la historia, y que los alemanes bautizaron con el nombre de “Blitz”: relámpago. Entre septiembre y noviembre de 1940, la ciudad de Londres fue bombardeada diariamente por aviones nazis, de día y de noche. Hasta que una de aquellas bombas impactó en mi vida y la cambió para siempre. Después del fallecimiento de Beth, cuando volví a la base me esperaba un juicio por insubordinación y una sentencia de tres meses de prisión, que en tiempo de guerra se limitaba a arresto en cuartel. No me importaba mientras me dejaran volar. Eran los únicos momentos en que me sentía en paz, acompañado por una pequeña foto de Beth en blanco y negro, pegada en un lateral del control de mandos del avión. Me ofrecí voluntario a las misiones más suicidas pues ya no tenía nada que perder y contra todo pronóstico regresaba con vida. El ejército llamó heroísmo lo que no fue sino desesperación y desprecio por la vida. A medida que transcurrían los años y mi destreza como piloto aumentaba me fui convirtiendo en un hombre amargado y taciturno. El único que me soportaba era Steve. Cuando acabó la guerra me otorgaron la medalla al valor junto a una inflada hoja de servicios y una recomendación que me facilitaría la incorporación como piloto en cualquier parte. Pero la vuelta a la vida civil no fue fácil. Apenas podía reconocer las calles de Londres entre los escombros y el desolador panorama de mástiles y chimeneas de barcos hundidos asomando en las aguas del Támesis. Por aquellos días todo los supervivientes trataban de localizar a los familiares y amigos que la guerra había separado. Ni en las oficinas que el ejército había dispuesto a tal efecto ni en el registro civil encontré el rastro de Beth. Descartado también el hospital donde ella había muerto pues quedó derribado por una bomba, me dirigí a la abadía de St. Paul. Para mi sorpresa me encontré allí con la hermana Sara y me invitó a la rectoría a tomar un té para poder charlar tranquilamente. Gracias a ella supe dónde estaba enterrada mi mujer. Antes de marcharme había algo que me había preguntado infinidad de veces en aquellos años. — ¿Qué fue de aquella niña que estaba en la cama de al lado de mi mujer cuando ingresó en el hospital? — ¿Catherine? — No llegué a conocer su nombre. — Bueno todo el mundo la llama Cate, pero seguro que era ella. Se recuperó y aún conserva la pierna. A todos los niños que no fueron reclamados durante la guerra los llevaron a orfanatos. Cate está en el de St. James –interpretó bien mi silencio ya que me dijo– ¿Quiere que le acompañe a verla? Le dije que sí, pero que antes tenía algo pendiente. Salimos al exterior de la abadía y en la parte trasera de la misma había un pequeño jardín aislado del exterior por un muro. Caminamos despacio y en silencio entre tumbas hasta que se paró delante de un rectángulo de piedra en el suelo: Elisabeth Wilson y una cruz tallada. Discretamente la hermana Sara se marchó y me dejó a solas. Su recuerdo no me había abandonado jamás durante la guerra pero el hecho de haber encontrado por fin el lugar donde descansaban sus restos me concedió un alivio que me permitió llorarla en paz. La echaba tanto de menos que me dolía físicamente. Perdí la noción del tiempo. Cuando la monja regresó ya había oscurecido. Aún me quedaba otra cosa por hacer, en honor a ella. Cuando llegamos al orfanato apenas podía reconocer en aquella chiquilla asustada de ocho años que tenía delante de mí a la pequeña que había visto una sola vez hacía cinco años. La hermana Sara 21


me presentó diciendo que yo era el marido de Elisabeth, cosa que me sorprendió y entonces la niña me sonrió tímidamente y me tendió una mano formalmente. Entonces reparé en que llevaba al cuello el pañuelo de Beth aunque estaba tan descolorido y envejecido que me había costado reconocerlo. De repente algo encajó en mí. Me agaché para ponerme a su altura y la abracé. La hermana Sara tramitó con celeridad los papeles de la adopción y un par de días después nos fuimos a la casa que mis padres tenían en un pueblecito del sur de Inglaterra. Nos instalamos allí. Conseguí un puesto de piloto para la compañía de correos que me permitía volver a casa todas las tardes. A Cate le quedó una ligera cojera y una cicatriz que le recorría el muslo. De vez en cuando debía molestarle, porque la veía frotarse la pierna. Cuando eso ocurría y notaba que la miraba se detenía y rehuía la mirada, pero nunca se quejaba. Los dos estábamos necesitados de cariño y mi madre ejerció de puente entre nosotros. Nuestros primeros intentos de conversación se limitaron a que ella me preguntara por sus padres a los que apenas recordaba, y yo, al no haberlos conocido, no podía ayudarle. Más tarde empezó a preguntarme por Elisabeth. Al principio me dolía hablar de ella en pasado y eludía las preguntas, pero la niña lo interpretó mal, y un día vino a decirme muy apesadumbrada que sentía mucho que ella hubiera muerto por su culpa y rompió a llorar. La cogí en brazos y, alcanzando un álbum con fotos familiares, la senté encima de mis piernas para consolarla. Nos pasábamos horas viendo viejas fotos mientras le hablaba de Beth para que la conociera y supiera que ella era siempre así, no había quien la parara cuando quería algo. Poco a poco sentí que me ganaba su confianza, y, juntos, empezamos a permitirnos mirar al futuro con optimismo.

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Boooottom MIGUEL PARRA Ted camina distraídamente por la playa de Copacabana. Unos pasos más atrás, le sigue su hombre de confianza. No presta atención a lo que ve. Ni siquiera por donde pisa, absorto en sus pensamientos: está preocupado. Pese a ser el invitado de honor de la Bienal; pese a que, desde hace años, está en la cúspide de la fama y todo el mundo le reconoce como el maestro indiscutible del “real made toys”, hace meses que está seco de ideas, que no crea nada. También sabe lo frágil que es su posición, que en cualquier momento puede aparecer un niñato que dé en la diana y que haga que le olviden; por si fuera poco, en el último número de Harper’s Bazaar, Peggy Warhol, la indiscutible gurú del arte de vanguardia, ha deslizado un panegírico a su trabajo con un cierto tufillo a funeral. Inopinadamente, se encuentra con la valla que delimita un campo de voleybol y se detiene perplejo unos metros antes. Más exactamente, se detiene perplejo a unos metros del culo de una garota que está apoyada en la valla, viendo el partido. Durante unos minutos permanece inmóvil, quizá por la impresión recibida, quizá para evitar que la muchacha se dé cuenta de que la está mirando y cambie de postura. Sin embargo, su mente tiene una actividad febril, tomando nota de los metadatos: el estampado del casi invisible tanga, la textura amelocotonada de la piel, el cambio de su tono entre la parte visible y la furtiva al sol... Su ayudante, Frank, llega a su lado. Ted, sin apartar la vista, dice: — Fotos –Frank empieza a fotografiar exhaustivamente el culo de la chica. — Ficha –añade– completa. Frank termina de sacar fotos, avisa por teléfono al chófer de Ted para que acuda y se marcha. Ted continúa con la vista fija en las nalgas de la chica, como hipnotizado, hasta que termina el partido y ésta se marcha del brazo de uno de los jugadores. Ted le pide al chófer que le lleve a casa, entra en su estudio y se sienta en la butaca de pensar: «¿Por qué me ha impresionado ese culo? ¿Por qué impresionan los culos? ¿Por qué?» Coge papel y bolígrafo y empieza a escribir: Aparte de las evidentes connotaciones sexuales: Los culos informan sobre la salud y edad de su propietaria/propietario: simetría, tono de piel, tacto, ausencia de defectos tales como piel de naranja, etc... así como de sus reservas energéticas, aspecto de muy alta valoración para nuestro inconsciente biológico. Los culos poseen valores estético–geométricos muy apreciables (Venus Calipigia, etc.). Los culos no son fácilmente observables en condiciones habituales; por lo general están cubiertos y por ende, ocultos o, todo lo más, insinuados, lo que si bien estimula la imaginación del observador, falsea su percepción. Como consecuencia, se valora las situaciones en que es posible su contemplación directa, total o cuasi–total. 23


En ese momento, llega Frank con un paquete de fotografías de gran formato y, conforme a la costumbre de su jefe, las fija a la pared situada frente a su butaca. Cuando termina, Ted asiente en señal de aprobación y le hace una seña para que le deje solo, retomando su línea de pensamiento: «¿Por qué me ha impresionado ese culo?», y se queda pensativo, mirando la colección de fotografías. Un rato después, dice en voz alta –¡Eso es!– mientras esboza una sonrisa y anota: Este culo tiene todas esas buenas características en grado superlativo, incluida la de estar visible prácticamente en su totalidad. En el aspecto geométrico cabe destacar que su prominencia es tal que, sin ser excesiva (elefantiasis) hay que calificarlo de rotundo; podría decirse que es un culo asertivo. Además, la curva de su parte superior, de tangente prácticamente horizontal, le dota de autonomía, haciendo olvidar que formaba parte de un cuerpo. Ted sigue reflexionando, vuelve a mirar las fotografías, se levanta para analizarlas de cerca, las remira y concluye: No solo es simétrico en su conjunto, sino que cada uno de los glúteos lo es con respecto a su plano medio. En el cerebro de Ted se empieza a concretar su próxima obra: un culo autosuficiente, observable y disfrutable sin necesidad de formar parte de un cuerpo. Llama por el interfono: — Frank, tráeme lo que tengas de la ficha de la chica y ponme con el bufete “Dura Lex” y con el taller de Robert. Después, se arrellana en la butaca sonriendo. Minutos después Frank le trae una hoja con los datos de la chica: veinte años, clase media–baja, estudiante, sin pareja estable, dirección, etc. y le anuncia que tiene al abogado al teléfono. — Mira, Salomón, voy al grano: necesito tener, en exclusiva, la forma del culo de una chica; quiero que nadie pueda reproducir, ni siquiera ver, ese culo sin mi autorización. Redacta el contrato y ven por aquí. Después, establece comunicación con el ingeniero que le resuelve los aspectos técnicos de sus obras: — ¡Hola, Robert! Escucha: quiero tener informatizada la forma del culo de una chica. Ella está de acuerdo, a condición de que no se le toque. Prepara lo necesario y yo te diré cuándo haces el levantamiento topográfico. Días después, el asunto había avanzado significativamente: La chica había firmado el contrato por el que permitía que se le hiciese la planimetría de su culo desnudo y aceptaba no mostrarlo en público durante diez años; a cambio recibiría cien mil dólares y permiso para vestir shorts (hasta medio muslo y no ajustados) y enseñarlo en la intimidad (asegurándose de la ausencia de cámaras). Por su parte, Robert ya había realizado un mapa de la zona de interés mediante un láser con una precisión de 0,001 mm. Cuando se lo presenta a Ted y éste ve las imágenes en el ordenador, le felicita y le encarga el siguiente trabajo: 24


— Quiero que construyas un volumen que se vea como este culo desde cualquier punto de vista. Y que se sustente en el aire, sin ningún soporte. Estúdialo. Esta vez, Robert tardó más de lo habitual, pero al cabo de dos semanas apareció en casa de Ted con una caja de cartón bastante voluminosa. — A ver qué te parece esta maqueta. He partido de la planimetría, que he modificado de forma que la geometría de una nalga sea totalmente simétrica con respecto a su plano medio. Luego he retocado sus caras laterales de manera que formen un diedro de 120 grados y, finalmente, he adosado tres de estos elementos. Al procesarlos con una impresora 3D, se ha formado este volumen. Siempre que se observe lateralmente, desde un punto de vista comprendido entre los niveles superior e inferior de la pieza, permite ver siempre dos – y solo dos – nalgas, por lo que siempre se ve un culo y solo un culo. Teniendo en cuenta la estatura de los observadores, colocando el nivel superior de la obra a 2,2 metros se impide que se mire desde arriba; una altura mínima de 0,4 metros tiene el mismo efecto sobre una posible observación desde abajo. Por lo tanto, la obra debería tener una altura en torno a 1,8 metros. — Me parece bien. Esas dimensiones encajan con mi idea. — Bueno, la verdad es que lo que he dicho no es rigurosamente cierto, puesto que es necesario, cuando el observador está situado justo frente a una nalga, que su distancia no sobrepase un determinado valor ya que, en caso contrario, vería las tres nalgas... — ¿Y qué solución se le puede dar a eso? Quiero que se pueda contemplar la obra desde lejos... –— Pienso que lo más sencillo sería disponer una columna en ese punto que cree un área ciega desde la que no se pueda observar la obra. — Una columna frente a cada nalga...eso son tres columnas...tres columnas que rodean y acogen la obra... ¡Me gusta! Tres columnas dóricas... ¡No!, mejor jónicas, que son más voluptuosas... ¡Un peristilo de columnas jónicas de mármol blanco!... ¡Y con una guirnalda de flores por arquitrabe! ¡Y las flores de la guirnalda de colores vivos: rojo, blanco, naranja, verde...! ¡Estupendo! Ted vuelve a ensimismarse mirando la maqueta durante un rato y finalmente dice: — Perfecto. Has acertado... Otra cosa: la textura de la superficie debe ser igual que la piel original. Y que no se altere con el tiempo... — Eso lo tengo estudiado. No tiene problema: un recubrimiento de silicona cumple perfectamente. — Y ¿qué propones para que se sustente en el aire? No quiero que se vea ningún soporte. — Estoy en ello. He probado con un sistema de chorro de aire, pero no era muy estable y además, metía bastante ruido. Ahora estoy trabajando con un sistema magnético con el que espero conseguir una distancia del culo a la base de unos veinte centímetros. ¿Es suficiente? — Sí, es suficiente; la cuestión es que se vea con claridad que flota en el aire. Entiendo que será necesario disponer algo bajo la obra que albergue el sistema magnético. — Sí. Algo así como un cilindro de 2 metros de diámetro y 0,2 metros de altura. — Bien, pero debe tener superficie mate: no quiero que refleje la obra. ¿Cuándo podré verlo terminado? Unos meses después se inaugura en Nueva York la exposición “Ted Bloom, de los Orígenes a Hoy”. En el centro del atrio de acceso está su última creación cubierta por un lienzo y él la presenta:

— Se titula Boooottom. Es un homenaje a Brasil, a sus gentes y a su alegría de vivir. La 25


inspiración me llegó durante mi reciente estancia en Brasil. Ha sido un proceso creativo largo pero, al fin, hoy puedo presentarla ante ustedes. Ted descubre su obra ante la expectante mirada de la concurrencia: Un culo inmutable y perfecto —se mire por donde se mire— que aparece flotando milagrosamente en el aire, un palmo por encima de un disco dorado, dentro de una pérgola. Los presentes la miran, atónitos e inmóviles, hasta que, repentinamente, estalla una salva de aplausos.

Peggy Warhol, para Cultured Magazine: «NY. Ayer se inauguró la exposición de Ted Bloom en el MoMA y aún no he podido cerrar la boca. Las voces agoreras que profetizaban la muerte artística de Ted han quedado mudas. Su última obra raya en lo absoluto... Bien puede decirse que es un compendio de la Historia del Arte, desde las venus paleolíticas hasta las cubistas, desde Rubens a Botero. Transmite, como nunca se había hecho antes, la incorporeidad de lo corpóreo, la afirmación rotunda de la vida que, por sí misma, levita sobre la materia... El “Maestro” aún está entre nosotros».

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CHANCHOS BORJA RODRÍGUEZ La rizada cola de aquel cerdo humeaba debajo de los hierros del capó del 4x4 alquilado. — Ya te lo dije. Ibas demasiado rápido– le repetía a Hache. El ruido de un pequeño chancho empotrándose contra un carro, cuesta arriba en la curva de una carretera llena de agujeros y barro, es irreproducible. Lo he intentado en mil ocasiones al contar la historia, pero siempre ha sonado ridículo. Hache alternaba la mirada entre el culo del gorrino y la luna del coche atravesada por una de las mochilas, con los brazos cruzados e intentando pensar qué hacer ahora. Por supuesto, el hecho de que fueran las seis de la tarde y estuviéramos en Costa Rica, lejos del primer destino establecido, no mejoraba la situación. Allí anochece sobre esa hora y las luces son escasas incluso cerca de la ciudad. Sabías que llegaba la noche cuando escuchabas a todo tipo de animales murmurar. Me sentía observado. Olía a carne demasiado hecha, así que, dando por sentado que poco podíamos hacer por el pobre bicho, sacamos todo lo que teníamos en el coche y nos pusimos a andar sin saber muy bien hacia dónde. Era un gran comienzo. Acabamos viendo una luz esperanzadora a lo lejos. Cuando llegamos hasta ella, solo podíamos distinguir una pequeña cuadra y lo que parecía un extenso campo de hierba un poco más alta que cualquier jardín público. Se oían voces dentro y, Hache, harta de ser la que recibía las picaduras de los mosquitos, llamó con fuerza. Debimos de asustarlos porque todos callaron, excepto uno. — ¿Qué muerto anda por ahí? — Pinchamos el carro, señor –respondió mi mujer. Al abrir la puerta, un olor a cerdo escapó de la casa y apareció un diminuto hombre con el torso desnudo y una escopeta apoyada en el hombro, que se balanceaba como un tulipán partido. A mí me daba más miedo el dedo que tenía en el gatillo que el arma en sí. Sostenía una botella con la mano libre y enlazaba unas palabras con otras para formar frases difíciles de entender. Hache empezó a negociar con él para poder plantar a oscuras nuestra tienda de campaña por esa noche, y yo, mientras tanto, observaba los veinte metros cuadrados que se podían aprovechar de esas cuatro paredes: enfrente tenía una cocina de gas con unos pocos platos, y pegada a ella, una caja de madera llena de ropa más o menos ordenada. Un montón de paja, indicativo de dónde venía el olor, cubría una esquina de la cuadra. Conté en total cinco personas y un cochinillo, que parecía leer en mis ojos lo que acababa de ocurrir con su hermano de sangre. La abuela, que era como una patata deshidratada, levantó un palo apuntándome, y debió de decir algo gracioso que, por supuesto, nosotros no entendimos. El resto estalló en sonoras carcajadas. Hasta el cochinillo pareció entender el chiste. La madre me enseñaba sus cuatro dientes y agitaba sus carnes y al niño al que daba pecho. Yo nunca me había fijado en las dentaduras de los demás, hasta que conocí a la que ahora es la madre de mis hijos. Ella, de un vistazo, hacía un análisis de premolares anteriores y posteriores con la frialdad de un profesional. Yo, tratando de disimular lo tensa que parecía la situación, movía los brazos como un péndulo y me elevaba sobre los dedos de los pies, como quien espera al autobús después de haber tirado un chicle al suelo. 27


El regateo finalizó y pudimos empezar a montar la tienda e hinchar el colchón. Después de cenar cualquier cosa, nos metimos en el saco y a pesar del calor húmedo, yo subí la cremallera hasta arriba. Solo se me veían los ojos, el miedo que me daba tratar de adivinar todos los animales que podía haber fuera no me dejaba dormir… hasta diez minutos después, que caí rendido en brazos del cerdo. Por lo que me contó Hache, que hacía guardia como buena insomne, la linterna encendida no ayudó nada. Oyó a algún animal de cuatro patas que rozaba la tela de la tienda y que se podía distinguir gracias a las sombras de la luz. También me contó que oía serpientes arrastrarse por el suelo y que hubo un momento de la noche que tuvo que salir a mear en la oscuridad. — Prefería hacerlo así, sin luz, sin saber qué había debajo –me comentó. Todo esto ocurrió antes de que me despertara de un zapatazo en el estómago; podéis imaginar el grito que pegué. La selva se quedó en silencio por lo que me pareció una eternidad, aunque en realidad fueran tres segundos. Ella tenía justificación. Levantó la bota enseñándome los restos de lo que fue una araña peluda. Era asquerosa. Me limpié la baba y busqué más insectos, levantando todo lo que había dentro de la tienda y sin salir del saco. Encontré otra araña en mi bota que, por supuesto, tuvo que matar Hache. No volví a dormir… hasta diez minutos después, que roncaba soñando con arañas que me comían por dentro. Me desperté con un gruñido al notar que la luz directa entraba por un hueco de la tela y no encontré a Hache. Solo se oían pájaros cantando. Hache entró de un salto y solo me dijo: –Tienes que ver esto. Algo me decía que no quería ir con ella, pero acabé levantándome. Después de asegurarme que no me llevaba ningún insecto encima, la seguí, hasta la hilera de árboles que delimitaban el recinto que veía por primera vez. Desapareció, decidida, entre ellos y, yo, mirando a izquierda y derecha y, asegurándome de que no pisaba ni tocaba nada que no hubiera identificado previamente, aparecí también al otro lado. El brazo de ella evitó que cayera tres metros hasta el río y, con el otro, señaló hacia unos troncos que flotaban sobre el agua. Pero como en Costa Rica nada es lo que parece, traté de enfocar. No vi nada fuera de lo normal hasta que Hache, suspirando ante mi cara de indiferencia, cogió una piedra y la lanzó entre dos troncos. Lo que pasó entonces hizo que el miedo que había sentido esa noche se esfumara. Los troncos se levantaron de un salto y, abriendo sus mandíbulas llenas de dientes, mordieron vacío donde ya se había hundido la piedra. Habíamos dormido al lado de un río lleno de cocodrilos americanos. El estómago pegó un salto dentro de mí y se me encogió como cuando te dan un golpe directo. Caí sentado y no pude dejarlo más claro: —Me cago en la puta. Menudo comienzo. Pero ¿quién tuvo la maravillosa idea de venir a Costa Rica? Levanté las manos como un cangrejo, para no tocar el suelo y solo encontré respuesta en el silencio de un río sin apenas corriente. Para cuando me di cuenta, Hache había vuelto al campamento y me había dejado ahí, con los cocodrilos, que, seguramente, eran menos de fiar que los caimanes. Me agarré a una rama a punto de romperse y me levanté. En ese instante, noté caer algo sobre mí, a lo que reaccioné como haría un urbanita: gritando, agitándome en ridículos movimientos circulares y con los ojos cerrados. Cuando haces eso en una selva, hasta los cocodrilos miran. Los vi ahí abajo, con sus bocas abiertas, llenas de dientes que, sin duda, necesitaban una revisión por parte de mi mujer. Después de esta anotación mental, que agradecerían estos temidos reptiles y con el peso ya equilibrado, me lancé con los brazos por delante y el susto por detrás hacia los árboles, saliendo dispara28


do unos metros más allá en el camping improvisado. ¡Me sentía Alicia atravesando el espejo! Hache, que siempre estaba unos pasos adelantada en el tiempo y, por supuesto, en el espacio, estaba hablando con el nativo, que tenía un aspecto fantástico a pesar de la noche anterior, aunque se apretujaba la boca con una mano. Con la mirada y su otra mano apuntaba hacia arriba, parecía aclamar piedad, tal vez al dios del maíz. Cuando llegué a donde ellos, Hache negaba con la cabeza. — Ese no era el trato, caballero. Usted tan solo pidió dinero. Nadie habló de su muela. — Sí, lo sé, meneca. Pero… anoche no veía nada claro entre tanta oscuridad. Sabe, no más, que el alcohol ayuda a olvidar y ¡olvidé el dolor de muelas! –le contestó el pelón, divertido. Hache puso los brazos en jarra, incomoda por deber algo al señor. Ahora se arrepentía de seguir usando esas camisetas blancas tan feas de Dentistas Sin Fronteras. — Además –añadió jocoso– ha desaparecido uno de mis chanchos. ¿No se lo comerían anoche? Como haya sido Ramón, el vecino, lo mato con mis propias manos. Esto último lo dijo poniendo un tono amenazador y cuando juntó esas manos desproporcionadas comparadas con su pequeño cuerpo, dando una palmada que sonó como si estrujara la cabeza de Ramón, yo lancé un gritito que hizo que se girara, primero la cabeza y luego su cuerpo. Sonreí como pude, sin perder de vista el dedo silencioso de Hache tocando sus labios. — Buenos días, señor. Estaba acordando una cita con el dentista –dijo mostrando una sonrisa de dientes partidos. Le miré serio, inexpresivo, algo que él interpretó como si yo fuera la pared sobre la que rebota el sonido y continuó. — Vengan, vengan. Voy a presentarles a los amigos de Virginia. Yo no tenía ni ganas ni fuerzas de conocer a ningún costarricense más, pero le seguimos, rodeando la cabaña y entrando de lleno en una zona de tierra húmeda. –— Aquel es Rodolfo –empezó señalando a un cerdo con un hocico rosado–, esa otra es Lola, tan fea, vieja e hijaputa como el vecino, aquella es Romina, tan agradable y cariñosa como mi suegra y… El nativo, al que decidí llamar Eduardo, tal y como decía su camiseta blanca con el logo de Armani, hizo una pausa para bajar la cabeza, simulando que se quitaba un sombrero invisible, cerró los ojos y juntó las manos, diciendo apesadumbrado: –Y ahí, en ese hueco, dormía Virginia. Yo tenía una sensación extraña, inestable, como si mi inocencia estuviera hundiéndose en alguna parte, aunque realmente lo que ocurría era que mis botas vencían bajo la viscosa mezcla de barro y excrementos. Estaba mareado por el olor. Lo siguiente que recuerdo es ver mi cuerpo desplazándose hasta el coche. Me viene a la cabeza la conversación de Hache con la central del alquiler: — Sí, un accidente… ¿Que no hay problema? –me miró estupefacta, levantando una ceja y el labio como si tiraran de ellos con un hilo. –¿Y si le dijera que fue un cerdo el que se puso delante? Que entonces nos tendrían que cobrar un extra porque el seguro no cubre… accidentes con cerdos… ya… que mejor si nos deshacemos de él antes de que llegue el vehículo de sustitución… aja… aja… ya. Bueno, pues todo aclarado entonces. Muchas gracias, señorita. 29


Hache no había parado de dar vueltas sobre sí misma y yo trataba de seguir el movimiento como si fuera un satélite. Necesitaba ver su cara para adivinar qué pensaba en todo momento. Guardó el teléfono en la mochila. Cogió un saco enorme de café y se remangó. — Entra en el coche y a la de tres, quita el freno de mano. Hache se apoyó en el frontal e inició la cuenta atrás. Cuando solté el freno, ella empujó con esa fuerza de amazona que le caracteriza y todo crujió. Liberamos el cuerpo y salí poniéndome a un lado sin saber qué hacer. Ella agarró una pata y la retorció hasta desencajarla. Repitió la operación con el resto de extremidades. Me eché hacia atrás tratando de dejarle espacio. — ¿Qué… estás… haciendo… cariño? — Lo de siempre. Poner solución a nuestros problemas, amor. Tú vigila. Mi corazón se iba a desencajar. Quería salir corriendo de allí. Empecé a andar de un lado a otro, haciendo lo que me había ordenado. Hache cogió con las dos manos una rama robusta que levantó para coger impulso y la hundió en el cuello del cerdo con la intención de partirle la columna. Saltó una mezcla roja de sangre y vísceras hacia diferentes direcciones. — Será mejor que no mires. Pero no me dio tiempo. Metió la mano en la mochila, desenvolvió un pañuelo y dejó ver el machete que escondía. Clavó con fuerza el afilado cuchillo. Entró de lleno en él, desgarrando la mitad del cuerpo. Para entonces, mis manos no eran capaces de tapar semejante escena y cuando Hache se giró, su piel había pasado a ser de un tono rojo intenso. Tenía un gesto raro en la cara, supongo que no debe de ser agradable tener eso en tu cuerpo. El desayuno subió hasta mi garganta y tuve que dar media vuelta para vomitar. Cada nuevo golpe de machete era una arcada más. Una hora después, había cortado el cerdo en piezas de tamaño casi iguales y las había metido en el saco. Sólo quedaba etiquetarlas para meter todo en el congelador. — ¡Ale!, listo. Primera parte acabada. ¿Qué haces ahí, de rodillas? Una hilera de termitas evitaba el desayuno y jugos gástricos. La mano de Hache me levantó agarrándome del sobaco y me dio el saco. — Mañana vienen con el coche nuevo. Vamos a deshacernos de este pobre bicho. Y, mirándome anunciando un dardo de ironía, añadió: — Ya tiene algo que contar en sus memorias, señor escritor. Echamos a andar y una nube de moscas buscaba un agujero en el saco. Ella había logrado desmaquillarse y tenía la cara de piel rosada que le caracterizaba. — Habrá que pensar cómo nos deshacemos del cadáver, ¿no? –comenté intentando recordar algún episodio de esas series policiacas que tanto nos gustaban. – ¿Tal vez si lo enterramos? — No, esto está lleno de animales con demasiada hambre. Vamos a probar con los cocodrilos –me contestó con una media sonrisa que me heló por dentro. Nos acercamos al río, dando un rodeo para evitar a la suegra, que parecía un guardia real de 30


Buckingham, moviendo únicamente los ojos, despacio, siguiendo nuestros pasos. Hache fue la que empezó, tirando un trozo que flotó. No sabría decir qué parte del cuerpo era, pero los cocodrilos ni se inmutaron. Rascándome la cabeza, pensé en voz alta: –Tiene pinta de que estos acaban de comer. — A la mierda. Aún hay otra opción. ¿Qué comen los cerdos, pequeño? – Hache me preguntó abriendo mucho los ojos como si una bombilla se hubiera encendido en su interior. — ¿Bellotas? –responder con otra pregunta se me daba muy bien, aunque echaba de menos la Wikipedia. — Bellotas, carne… de todo. No pregunté cómo coño podía saber eso y tampoco traté de entender su mensaje. Seguía quince minutos por delante de mí. — Vamos a la tienda. Esperaremos a que se haga de noche. Oscureció pronto y hasta que no oímos a Eduardo entrar en casa y rebuscar entre botellas vacías, Hache no se levantó. Había estado callada hasta entonces, casi podía oír el runrún de su cerebro haciendo una lista de cada paso. Salió de la tienda sin despedirse, se deslizó por la hierba, sigilosa como una pantera. Al cabo de veinte minutos, cuando ya no me quedaban uñas por morder ni heridas por abrir, entró de nuevo, sin aire. En silencio, se quitó las botas y se puso cómoda para dormir. Yo le miraba sin saber bien si preguntar o seguir callado. Ya dentro del saco y de espaldas a mí, encontré el valor suficiente: — Hache, ¿dónde está Virginia? — Los cerdos comen cerdo. No queda rastro de ella. Durmió esa noche como un tronco y por mucho que yo intenté contar ovejas saltando vallas, mi cabeza daba vueltas a una sola imagen: ella detrás del cerco dando de comer a los gorrinos como quien echa pienso a las gallinas. Casi podía oír crujir los huesos dentro de los hocicos de esos animales. Me desperté a la mañana siguiente con el motor de un coche acercándose. Una puerta que se abre y cierra y unas voces de fondo. Me puse las botas a todo correr y así, en calzoncillos, corrí hasta el nuevo 4x4. Ahí estaba Eduardo contándole a Hache que ya no había de qué preocuparse. — Esta mañana ha vuelto. Vi la cara de mi mujer esperando pacientemente a que Eduardo fuera más concreto. — Virginia. Ha vuelto Virginia. Y esta vez fui yo el que, pasmado, alternaba miradas entre Eduardo satisfecho, Hache ojiplática y el chancho que dormía a los pies de la suegra.

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DESCONEXIÓN MaRIAN IZQUIERDO Peter ya no siente la conexión, es como si parte de él hubiera desaparecido, como si alguien hubiese apretado un botón y apagado todas sus capacidades. La sangre que le corre por la cara hace que se dé cuenta de lo que está sucediendo. La pesadez de sus parpados y el dolor se lo confirman. Querría seguir inmóvil, inconsciente, pero hace un esfuerzo y dirige la mirada hacia su derecha buscando a Sharon. Ella no está en el asiento. Mientras se sitúa, junta los párpados y los abre varias veces para aclararse la visión emborronada por la sangre y el aturdimiento. Pese a los temblores y a las pocas fuerzas que tiene, intenta moverse y abrir la puerta para salir del coche. No puede, está atrapado. Las piernas no le responden y se siente muy débil. Estaría mejor dormido esperando a que vengan a ayudarles pero empieza a llamar a Sharon con todas sus fuerzas aunque apenas le sale un hilo de voz. Al fin se desvanece y su mente vuelve a los momentos antes del accidente. — Parece que no va a tener consecuencias pero nos la hemos jugado, te has pasado siete pueblos. — ¡Joder! ¿Qué querías que hiciera, estarme calladito mientras nos adjudican todos los marrones? Pero si lo ha hecho a propósito, sabía que iba a saltar. — Sí, ya sabemos cómo es, pero es el jefe y podías haberle dicho lo mismo sin ponerte como un energúmeno, no creo que le haya gustado nada. — Ya estamos con lo de siempre, no tengo modales, ¿verdad? Nada, estate tranquila que no pienso volver a la cúpula, me despido. A ver quién hace a partir de ahora las chapuzas, tú seguro que no. — Te crees imprescindible, yo también sé hacer cosas sola y sino ¿por qué me llevas a todas partes? — ¿Qué pasa, qué no quieres venir? Pues bájate del coche. — Ahora mismo –Sharon se suelta el cinturón y lleva la mano a la manilla de la puerta, dispuesta a bajarse en cuanto pare. — Mejor te llevo al destino de la próxima misión y te las arreglas tú solita como dices. — No tengo que demostrarte nada, sabes de lo que soy capaz. Pero si te empeñas, déjame sola que poderes me sobran. Y vete más despacio que nos vamos a estrellar. — Es que me sacas de mis casillas... A pesar de que Peter levanta el pie del acelerador y esa zona de la carretera ya no es tan estrecha ni tiene tierra desprendida sobre el asfalto, un poco más adelante el coche pierde estabilidad y cae dando vueltas por el terraplén lateral hasta chocar con un árbol. Sharon sale despedida a través de la luna delantera. La voz de Peter se va apagando a pesar de que lucha por sobreponerse y conseguir que Sharon le oiga. No quiere morir sin decirle que nunca la hubiese dejado sola. Entre sueños ve luces y oye a alguien que parece estar informando: eliminación ejecutada, se va a proceder a la expulsión y a la desconexión de las conciencias. 32


Han encontrado a la mujer, la llevan como si reposara sobre una camilla transparente en una atmosfera ingrávida. No está bien, él lo sabe pero la llama otra vez, no le sale la voz, ni siquiera él se oye en su interior. Quizá también esté muerto, porque los que han llegado no intentan sacarle del coche antes de levantarlo como si fuera una pluma y meterlo allí atrapado en la nave. Nota que se eleva de repente a gran velocidad y luego que lo que les transporta se queda suspendido en el vacío. No pasa nada, no viene nadie, no hay luz, no siente a Sharon.

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VALERIE ITXASO GARCÍA Se deslizaba por la habitación con el vestido blanco de encaje con el que fue enterrada muchos años atrás. Su cara, mezcla de juventud y sufrimiento, estaba tan pálida como el paisaje yermo del invierno y el pelo, aunque mantenía su tono castaño, era pajoso y caduco. Y nos miraba. Mi hermano y yo, aterrados ante la aparición, no pudimos más que permanecer quietos esperando a que revelase la razón de su visita, si es que la había. James estaba horrorizado, tenía la boca abierta y los labios secos. Yo, sin embargo, mantuve la calma, siempre fui el más tranquilo, aunque ninguno de los dos hubiéramos podido siquiera imaginar que, al ir a recoger los enseres personales de mamá antes de vender la casa, nos encontraríamos con algo así. Esa mañana James había venido a recogerme muy temprano. Queríamos aprovechar para dejar la casa lista en un fin de semana. Cruzamos la verja de entrada a la propiedad, al fondo se levantaba esplendorosa la casa de mis padres, cubierta de hiedra, como a mamá le gustaba. Ella decía que la casa debía ser una extensión de la naturaleza. Muchos recuerdos contenidos entre sus paredes y aunque apenas hablamos durante todo el trayecto, sé que James estaba también repasando momentos felices de la infancia. Aparcamos junto a la puerta. James tomó aire y metió la llave en la cerradura. Entré yo primero y noté enseguida el frío. La casa era grande, de techos altos y suelos embaldosados, lo que hacía necesaria la calefacción incluso en verano. Cuando éramos unos niños nos bañábamos en la piscina del jardín los días de más calor pero al entrar en casa lo primero que hacíamos era ponernos un pijama largo de franela que mamá nos dejaba preparado en la entrada encima de una silla, para evitar que nos quedásemos fríos. James me empujó para que pasara, me había quedado en el umbral recordando viejos tiempos y también extrañado por ese frío desconocido, una sensación gélida que jamás había experimentado con tanta intensidad en la casa. Tras la puerta estaba el hall desde el que se veían las escaleras que subían al primero de los tres pisos, al fondo, la cocina y justo a la izquierda el salón principal cuyos enormes ventanales estaban cubiertos por cortinas de seda granate que mamá siempre dejaba descorridas, incluso por la noche para que se viese el campo desde el interior. Sugerí a James que las abriésemos para que entrara claridad y así empezar con nuestra tarea. De inmediato la estancia se llenó de luz, evocando la vida que en otro tiempo hubo y que ya se había ido. Por un momento regresé a los seis años, cuando corría por esos pasillos mientras mis padres leían o charlaban en el sofá. Y sonreí, buscando la mirada cómplice de mi hermano para compartir con él ese momento. Sin embargo, lo que encontré en los ojos de James fue terror, miraba fijamente a algo, algo malo. Seguí su mirada y allí estaba ella. A pesar de que no la había conocido en vida, sabía quién era por las fotos que mi madre guardaba en el primer cajón de su cómoda, en una caja verde de madera tallada. Abrí la boca y un vaho espeso escapó a la vez que pronunciaba su nombre: Valerie. Apenas fue un suspiro pero ella levantó los brazos y comenzó a desplazarse a través del salón hacia donde estábamos nosotros, justo detrás del sofá de terciopelo azul que utilizábamos a modo de trinchera entre los dos mundos. James retrocedió mientras emitía jadeos agudos. Yo sin embargo no me moví, no sé cómo pero estaba seguro de que su intención no era hacernos daño. Juraría que sonrió cuando pronuncié su nombre. Pero al ver la reacción de James, se detuvo y cualquier atisbo de alegría en ella, desapareció. Parecía triste y cansada. Al acercarse pude apreciar que su vestido de encaje blanco estaba amarillento, lleno de jirones que dejaban al descubierto su piel tumefacta y su rostro, que en otro tiempo fue bello, estaba tan hinchado que los ojos quedaban hundidos en profundas ojeras negras. Permaneció quieta mirándonos durante algunos segundos. Parecía que no tenía claro qué debía hacer entonces. James se colocó tras de mí y 34


me agarró el brazo con tanta fuerza que parecía una garra, podía sentir su respiración entrecortada que se convirtió en jadeos cuando Valerie se dio la vuelta. Su espalda era huesuda y el pelo estaba recogido en una maraña que parecía paja seca. Se desplazó hasta la chimenea en cuya repisa aún había algunas fotografías familiares y se detuvo en una en la que aparecíamos James y yo de niños jugando en el jardín con nuestra madre. Valerie intentaba tocarla pero sus dedos descarnados la atravesaban de manera inevitable. Entonces avanzó de nuevo hacia nosotros deteniéndose en el sofá en el que tomó asiento, miró al frente dándonos la espalda y comenzó a narrar su historia: — Valerie, ese era mi nombre. Yo era la mejor amiga de vuestra madre, Alice. Nos conocimos siendo niñas y nos hicimos inseparables. Yo admiraba su inteligencia y ella mi vitalidad. Pasamos juntas nuestra infancia y adolescencia. Y a la edad de veintitrés años, las dos nos quedamos embarazadas. Qué alegría cuando supe que compartiría la experiencia más bonita de mi vida con ella. Pero un mes antes de dar a luz, una noche, hubo una tormenta, la peor de las que se recordaban. Volvíamos a casa y mi marido conducía, quedaba muy poco para llegar pero de manera repentina, una ola de lodo bajó por la calle y arrastró nuestro coche quedando encajado en una cuneta que se volvió una tumba de cemento y barro. La puerta quedó bloqueada por la pared y no hubo posibilidad de escapar. Mi marido pudo salvarse pero yo no y cuando rescataron mi cuerpo, nuestro hijo ya había muerto en mis entrañas. Valerie hizo una pausa, se encorvó como cuando uno tiene un dolor muy fuerte y punzante que no le permite incorporarse. Miró al techo e hizo el gesto de tomar aire. Me fijé en que una fina capa de hielo cubría ahora las paredes. Valerie siguió hablando: — Mi muerte fue terrible para Alice, perdió las ganas de vivir y pasó en cama el último mes de embarazo. El día del parto, yo llevaba un mes muerta, pero no podía irme, necesitaba estar cerca de ella y comprobar que todo salía bien pero no estaba siendo así, la sentía muy débil y los médicos temían por su vida y por la del bebé, así que cuando llegó el momento, supe qué hacer, la poseí y uní mis fuerzas a las suyas para ayudarle a dar a luz al hijo que yo nunca podría alumbrar. Momentos después, oí el llanto de un niño, todo había terminado y ya podía irme tranquila. Pero de repente escuché otro llanto diferente: gemelos. Me sentí tan emocionada por Alice, hasta que palpé mi vientre, bajé la cabeza y estaba liso. Ella había tenido a su hijo y también al mío. Debería haberme alegrado ya que era la única manera de que conociera la vida, es como si Alice le hubiese resucitado pero, aunque suene horrible, hubiera preferido que mi bebé permaneciese en mi tripa acompañándome durante la eternidad, como una semilla sin germinar. Aquello fue parecido a morir otra vez pero Alice era como mi hermana y no podía arrebatárselo, todavía no, así que esperé durante años. Hasta que hace un mes dejé de sentirla, había muerto; Ella pudo irse en paz. Y yo quiero hacer lo mismo. Solo necesito que mi pequeño me acompañe. Por eso estoy aquí. Uno de vosotros, el que iba a ser mi hijo, vendrá conmigo y por fin nuestras almas descansarán. Tras un momento de gélido silencio, James corrió hacia la puerta, tropezando con lo que encontraba en su camino y arrastrando a su paso las sábanas que cubrían los muebles. Me gritó para que fuese tras él pero no me moví. La curiosidad era más fuerte, me quedé para hacerle la pregunta, ¿quién de los dos era su hijo? Pero en realidad no importaba. Estaba muy seguro de lo que debía hacer y nada lo cambiaría así que en lugar de eso, le dije: — Llévame a mí Valerie, yo te acompañaré y seré tu hijo. Ella me miró asombrada y dijo con voz temblorosa: —Creo que no, mi querido Thomas… 35


Quise ir hacia la puerta a buscar a James pero ella se levantó y se interpuso en mi camino. Me fijé en que su vientre estaba ahora un poco abultado y sonreía. Se soltó el pelo que cayó como una cascada sobre los hombros dibujando suaves ondas brillantes de color caoba. La piel ya no estaba amoratada sino con un tono rosado, parecido al de los vivos, al igual que su cara que volvía a ser tan bella como en las fotografías que guardaba mi madre. Comenzó a moverse por la habitación riéndose y dando vueltas mientras se abrazaba la tripa. En ese momento podía haber huido, ir tras James pero la visión de lo que estaba presenciando era más poderosa que todo lo demás. El vestido de encaje volvía a ser blanco sin jirones y las manos, que antes eran huesudas, se fueron rellenando hasta parecer jóvenes otra vez. Puede que pasaran minutos o tal vez horas hasta que Valerie recuperó la belleza perdida y su vientre de embarazada a punto de dar a luz. Después me dijo adiós antes de desaparecer tras una luz intensa que me cegó haciéndome caer al suelo desfallecido. Cuando desperté era de noche y ya no hacía frío. Estaba tumbado en el suelo del salón, iluminado solo por la luz de la luna que entraba a través de los ventanales. Intentaba convencerme de que había sido todo una pesadilla pero si era así ¿dónde estaba James? Me puse en pie con gran dificultad, aún me sentía débil pero debía buscarle y asegurarme de que estaba bien. Miré por la ventana y comprobé que el coche seguía aparcado fuera. Además había visto cómo Valerie desaparecía sola así que mi hermano tenía que estar escondido en alguna parte. Deseaba encontrármelo en la cocina preparando algo para cenar o en nuestra antigua habitación sonriendo mientras sostenía entre sus manos a su muñeco favorito, un payaso de trapo. Estaría enfadado por haberme quedado dormido dejándole a él todo el trabajo. Sin embargo revisé varias veces la casa desde el sótano hasta la buhardilla y no hallé ni rastro de él. Se me ocurrió salir a la terraza del primer piso para tener una visión amplia del jardín aprovechando que estaba amaneciendo. Es entonces cuando vi algo fuera, a pocos pasos de la entrada. Bajé corriendo las escaleras, abrí la puerta y salí al jardín. Era James tendido en el suelo junto al coche pero al acercarme, él no estaba, solo sus ropas y entre ellas, el cuerpo momificado de un bebé, del niño muerto que nunca debió nacer.

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EL GATO ERICA LIQUETE Nadie hubiera imaginado esa mañana cuando preparaban la cesta para el picnic, que la excursión terminaría así. Durante horas estuvieron buscando al niño por el merendero y el bosque, y cuando oscureció, ya desesperados, se dirigieron a la comisaría más cercana para denunciar la desaparición. El Comisario informó a su equipo de la situación y un grupo fue a rastrear la zona. Mientras Rodolfo permanecía tendido inconsciente con la cabeza apoyada en la raíz del árbol que le había hecho tropezar, un mercader pasó por su lado y al ver el bulto en medio del camino, paró su carro para ver qué era. Al acercarse comprobó que lo que de lejos le pareció un hatillo, era un crío bien vestido. Le tomó el pulso y le palpó los bolsillos y la camisa en busca de algún objeto de valor y fue así cómo encontró una medalla de oro con la inscripción “Rodolfo González” colgada de su cuello. Después de guardársela en el bolsillo, dudó si dejar al niño donde estaba o llevárselo consigo. “Me ayudará a conseguir nuevo género y me hará compañía “, pensó Antonio mientras metía al crío en su carromato El niño al despertar se asustó, no recordaba nada, ni siquiera su nombre, ni qué hacía en ese carro. Solo notaba un fuerte dolor en la cabeza. Le preguntó al mercader si sabía quién era o si tenía familia y la respuesta fue muy clara. — Niño, tu familia te abandonó y te dejó tirado como un perro. No sé cuál es tu nombre, pero a partir de ahora serás Gato. Lo único que necesitas saber es que te he salvado de una muerte segura. ¡Ahora no desaproveches tus otras seis vidas! Los años pasaron y la venta ambulante fue perdiendo demanda, la gente prefería comprar a los tenderos de su pueblo antes que a un desconocido. Antonio, El Mercader, que años atrás podía permitirse ciertos lujos, como ir al burdel una vez por semana, ahora ya no tenía ni qué llevarse a la boca, y además, estaba el Gato, que aunque apenas comía, no dejaba de ser un chaval en edad de crecer. Un día en un mercado de abastos, Antonio escuchó la conversación de unos hombres que le intrigó: habían empezado a organizar combates clandestinos con menores de edad y las apuestas eran muy altas. «Gato puede ser la solución para salir de esta mala racha», pensó. Se acercó a ellos y les preguntó dónde tenía que realizar la inscripción para que participara en el encuentro del día siguiente. Después Antonio, en un acto de buen samaritano, decidió gastar parte de los ahorros que le quedaban en unos guantes. Y así comenzó la carrera de “El Gato” como boxeador. A pesar de la falta de entrenamiento, el chaval era rápido y parecía leer la mente del contrario adelantándose a sus movimientos. Antonio, El Mercader se convirtió en Antonio, “El amo de El Gato” y sus arcas empezaron a llenarse de nuevo. Pasó el tiempo y el chaval seguía ganando combates mientras el despotismo del mercader y su afición por la bebida aumentaban. En lugar de cuidar a su gallina de los huevos de oro, le insultaba y le decía que todo se lo debía a él y que su obligación era esforzarse más. 37


Un día tuvieron una gran discusión y Gato maulló como nunca y escapó de la casa que el mercader se había comprado con las victorias de sus combates. Antonio no supo reaccionar ante su huida: «¿Cómo iba a vivir ahora?». Pasaron los meses, y el mercader intentó recuperar su vida como vendedor ambulante, aunque con muy poco éxito. Entre los pocos objetos y pertenencias que le quedaban por vender se encontraba la medalla de oro que le había robado al niño el día que lo recogió. Una mañana, una mujer y una joven se quedaron mirando el puesto fijamente, algo les había llamado la atención. Las palabras de la señora preguntando por el origen de la medalla y diciendo que era de su hijo, le dejaron atónito: era la madre de El Gato. Antonio, en un arrebato de humanidad, le contó lo ocurrido con el niño y cómo él lo encontró y le convirtió en su ayudante. También le explicó cómo su pequeño se había convertido en un boxeador de éxito que peleaba con el nombre de “El Gato”. Por su parte, el chico estuvo vagando durante un par de semanas, y para ganar dinero, siguió haciendo lo único que sabía hacer, dar golpes. Pero pronto dejaron de dar sus frutos, había perdido agudeza visual a causa de los puñetazos y ya no era El Gato que pocos podían derribar. Decidió probar suerte preparando golpes en casas sin habitar y pequeños hurtos. Sin embargo, una noche, sus cálculos fallaron y la casa a la que entró sí que estaba ocupada. La anciana al oír cómo intentaban forzar la cerradura, cogió la escopeta de caza y disparó. El Gato perdió el resto de sus vidas con aquella bala. En el pueblo nadie sabía quién era el joven ladrón y le enterraron sin indicar ningún nombre en la lápida. Lo único que dejaron sobre la tumba fue un cinturón dorado de boxeador que llevaba en el momento de su muerte con una inscripción grabada que ponía El Gato. Poco tiempo después apareció un periodista y les dijo que aquel joven había sido una promesa del boxeo, pero que como muchos otros chavales con pocos recursos había cambiado los guantes por la ganzúa. Desde que la madre y la hermana escucharan la historia del mercader, cada día buscaban los combates de boxeo en la prensa y los tablones con la esperanza de leer el nombre de El Gato. La primera y última noticia que tuvieron fue este titular: Fallece el que fuera campeón del boxeo alevín, El Gato.

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EL VIAJE JUAN ITURBE — Este bosque no me gusta –dijo Javier con cara preocupada mientras acariciaba el amuleto que llevaba al cuello—. Deberíamos haber cogido otra carretera. — No me vendrás con que crees en meigas, ¿verdad? –exclamó con un tono divertido Armando, desviando un momento la atención de la carretera para mirarle. Javier giró la cabeza. Su rostro enjuto, de pómulos marcados y ojeras pronunciadas, era el de un hombre arisco, que las sienes blancas endurecían todavía más. Pero fue su mirada de bizco la que heló la sangre a Armando. Esos ojos le taladraban sin que fuera capaz de sostenerle la mirada ya que no sabía qué ojo le veía. Nervioso, volvió la cabeza a la carretera y se centró en conducir. Oscurecía con rapidez. — Cuando tengas mi edad, si llegas, será porque habrás sabido hacer caso a tu instinto, esas sensaciones que te vienen de dentro y no puedes explicar. — Sí, vale, de acuerdo –rezongó Armando. — El cuerpo tiene antenas que la razón no comprende. Aprende a oírlas y sobrevivirás. Pero Armando no le hacía caso, encerrado en sí mismo, se limitaba a mirar el camino. Javier era consciente de que si había llegado a esa edad en su oficio, era porque había aprendido a fiarse de ese sexto sentido que le advertía de no ir a una cita que acababa en redada, le avisaba para no sacar la pistola aunque no hubiera nadie a la vista o a callar cuando alguien le preguntaba dándoselas de amigo. Él lo había asimilado de su padre, de sus tíos, cuando salían al tabaco. Los jóvenes de ahora no querían aprender, ¿para qué, si ya lo sabían todo? Como Armando, conducían coches rápidos, se comportaban como si estuvieran en un videojuego y no seguían las reglas que habían regido siempre. Pero Javier ya había tenido suficiente, era el último de su generación y se sentía solo. Quería retirarse, ir a vivir a un lugar lejano y empezar una nueva vida. Y que nada se torciera, se dijo palpando el amuleto distraído. Centró la mirada en el bosque. — Deberíamos haber cogido otro camino –insistió, sobre todo para fastidiar a Armando. — ¿Otro camino? Nos llevaría horas. Y sabemos que la Guardia Civil está haciendo controles en toda esta zona. Nos pararían seguro. Javier no respondió. Quizás no les pararan. Llevaban un Audi, no de gama alta pero fiable, rápido y no muy llamativo. Su propio aspecto era también normal. Si alguien les preguntaba, ya habían preparado su historia: eran un viajante experimentado que enseñaba su ruta a un joven novato. — Tú tranquilo, ya verás cómo por aquí vamos tranquilos y… — ¡Cuidado, cuidado! — ¡Jodeeeer! Armando clavó los frenos y el morro del coche se inclinó hasta casi tocar el asfalto pero no pudo evitar el choque. Un ruido sordo y las ruedas pasaron por encima de algo. Al cabo de unos metros, se detuvo al fin. — ¿Qué ha sido eso? –preguntó Armando. — Un animal, un jabalí, creo. Pero había algo más que no he visto bien –respondió Javier. 39


Mientras Armando examinaba los desperfectos, él retrocedió hasta los bultos. — Es una jabalí y estos dos eran sus hijos. Tocó con el pie los cuerpos pero ninguno se movió. Un ruido en la cuneta hizo que girara la cabeza. Otro jabato, ahora huérfano, aguardaba asustado, sin saber qué hacer. — Estamos bien jodidos –exclamó Armando desde el morro del coche–, el radiador está goteando. Tenemos que irnos antes de que se quede seco del todo. ¡Javier, que vengas coño! Al ver que su compañero no respondía, ensimismado mirando los ojos del animal, Armando se acercó a grandes pasos, el ceño fruncido y mirada de pocos amigos. — ¿Quieres venir o qué? — Fíjate en la mirada de ese jabato, le hemos dejado sin familia. Hemos roto el equilibrio del bosque y debemos restaurarlo de alguna manera. Si no, nos traerá mala suerte. — ¿Y todo eso te lo dice ese animalejo con el pensamiento? ¡Vamos, anda! — Me lo dice el jabato y todo lo que tiene voz en el bosque. Si no estuvieras sordo, también lo oirías. Armando le miró preguntándose si se había vuelto loco pero Javier no apartaba su mirada de bizco del jabato. ¿Vería algo que a él se le escapaba o le estaba tomando el pelo? Estaba muy cabreado, el coche era suyo, Javier había insistido en llevar uno legal y así habían acabado. La reparación le iba a costar las ganancias de la noche. Y ahora Javier le venía con estupideces. Rabioso, dio un par de pasos rápidos y propinó una patada salvaje al jabato, que rodó hasta perderse en la oscuridad entre los árboles. — ¿Te has fijado, no? Se acabó lo que se daba. Si no vienes ahora mismo al coche, haré lo mismo contigo. Sin una palabra, meneando la cabeza, Javier se dirigió al coche y se metió en él, no sin antes lanzar una última mirada aprensiva a los cuerpos de los animales que dejaban atrás y a la negrura en donde había desaparecido el pequeño jabato. No hablaron durante kilómetros. Ya con las luces encendidas, Armando conducía rápido y con expresión enfadada. Javier miraba hacia delante, sin mover un músculo, como una esfinge. La aguja del termómetro no dejaba de subir. Se encendieron varias luces rojas en el salpicadero y Armando, con un exabrupto, paró en el arcén. — Voy a dejarlo aquí. Si seguimos más, quemaría el motor y no quiero. Lo voy a meter un poco para que no se vea desde la carretera y ya vendré a por él otro día. Javier asintió distraído. No le preocupaba Armando ni sus arrebatos de cólera, esos los podría controlar. Percibía algo en el ambiente. Ese sexto sentido del que tanto se fiaba le enviaba señales pero eran confusas, nuevas para él y no las podía identificar. No eran avisos de alarma pero algo había. Se encogió de hombros, quizás solo era hambre mezclado con el malestar de la escena anterior. Mientras, Armando hizo la maniobra para aparcar pero calculó mal las distancias y el coche se deslizó de lado por una pequeña cuesta embarrada sin poder detenerlo, hasta que topó de frente contra un árbol. El morro quedó hundido y un humo blanco empezó a ascender suavemente. Empezó a maldecir. Se volvió contra 40


su compañero, dispuesto a darle de puñetazos también a él, y de repente vio que la pistola de Javier se apoyaba fría contra su frente. Se calmó instantáneamente bajo esa mirada bizca. — Ahora, al menos, el coche no se verá desde la carretera —dijo Javier al cabo de unos segundos. Armando asintió— Veamos qué se puede hacer. Examinaron el coche. Olía a quemado. No hizo falta hablarlo. Abrieron el maletero y sacaron dos mochilas. Cada una llevaba un kilo de cocaína y nueve de hachís, la mitad de los cuales era su paga. Les esperaban en León, ya era noche cerrada y todo se retrasaría. La consigna era no usar móviles para no dejar rastro. No había alternativas. Salieron a la carretera y se pusieron a caminar. Enseguida, sudaban copiosamente. — Tengo hambre ¿tú no? — Un poco –respondió Javier–. Pero no llevo nada para comer. —Yo tengo algo en la mochila, ahora lo saco. De un bolsillo lateral, extrajo una bolsa de plástico del tamaño de un paquete de patatas pequeña en la que se veían virutas marrones de varias formas y tonalidades. Al abrirla, se diseminó un agradable aroma a árboles secos y tierra fresca. — Es una mezcla de setas que me ha traído un colega de México. Me ha dicho que son buenas para el viaje. Sin perder tiempo, cogió un puñado y se las metió en la boca. Masticó con ganas y enseguida una sonrisa apareció en su cara. —Son cojonudas, tú. Ya me siento mucho mejor, incluso con más fuerza que antes. Pruébalas. Javier dudaba. Todo lo de México había que cogerlo con precaución. Había probado algunas drogas, claro, pero muy poco, eran malas en su oficio, y no setas. Seguro que alucinaría un poco pero tenía hambre, necesitaba fuerzas y la noche se presentaba larga. No pasará nada, pensó, cogiendo un puñado. En cuanto comió las primeras, la comezón de un momento antes desapareció por completo. Más tranquilo, cogió más. —Sí que están cojonudas, sí –coincidió él también. Armando asintió vigorosamente con la cabeza mientras sonreía bobaliconamente. Contentos, comieron hasta acabarlas y reemprendieron el camino. Javier se dio cuenta de que no solo había recuperado el ánimo sino que parecía que tenía los sentidos más agudizados: distinguía los contornos de los árboles con nitidez, a pesar de ser noche cerrada, y oía el movimiento de las criaturas nocturnas. También se notaba el cuerpo distinto. Se miró las manos y le parecieron enormes, fuertes y nudosas, propias de un gigante. Asombrado, vio que los pies habían sufrido la misma transformación. Se dio cuenta de que ahora se sentía como en dos niveles: el normal, que le permitía pensar con claridad y lucidez; pero ahora tenía un nivel de consciencia más profundo, más cercano a la naturaleza y, por decirlo de alguna manera, más clarividente. Resolvió preguntar a Armando, unos metros más adelante, cómo se encontraba él. Su compañero estaba agitando las manos por delante, empeñado en agarrar 41


algo que solo veía él. Le llamó varias veces con voces cada vez más altas pero Armando no le hizo caso. Javier tuvo que apretar la zancada, menos mal que ahora sus pies eran grandes y poderosos, y agarrarle del cuello para que se detuviera. — ¿Qué te pasa? ¿No me oyes o qué? — Shhhh –le conminó Armando para que se callara–. No quiero que esos puntos de luz desaparezcan. Son pequeñas criaturas luminosas muy bellas y creo que quieren estar conmigo. A ver si puede coger alguna. Mira, ahora se han posado en tu cara. Después de que le diera unos pellizcos pequeños en la cara, Javier tuvo que apartarle, molesto. Excepto eso y los ojos que bizqueaban intentando enfocar esos puntos de luz que veía, Armando parecía el de siempre. Javier tuvo claro que esas setas eran alucinógenas pero no nublaban el juicio por completo. Menos mal, pensó, solo nos faltaba eso para completar la noche. Obligó a Armando a seguir caminando bajo la promesa de que más adelante estaba el centro de esas cosas luminosas. Al poco tiempo, vieron en la orilla de la carretera un chalet y en la entrada, un monovolumen. — Armando, ven aquí, joder. ¿Podrías hacerle el puente a ese coche? — ¿A ese? A ese le puedo hacer un puente y hasta una piscina, si quieres —respondió tratando de pellizcarle de nuevo la cara, bizqueando cada vez más. De repente, Javier oyó el ruido lejano de un motor. Sin saber por qué, tuvo la certeza de que era la Guardia Civil y que por el otro sentido vendrían más. Con decisión, se adentró en la finca y se escondió detrás de unos arbustos del jardín, tirando de Armando para que le siguiera. Pasaron unos minutos y no vieron ningún coche. Todavía en cuclillas, embelesado mirándose las manos y los pies, se dio cuenta de que Armando ya no estaba a su lado. Inquieto, miró alrededor. Su compañero estaba al lado del monovolumen, hablando con una señora de pelo blanco. Le estaba señalando directamente. No había más remedio que acercarse para no parecer sospechoso. Vio que la señora llevaba una bata rosa y unas alpargatas que se empezaban a abrir por los dedos gordos. Tenía la sonrisa de abuelita de cuento y Javier se acordó de su propia abuela, lo buena que era con él de pequeño y lo mucho que le mimaba. Sintió una ola de cariño y afecto, que enterneció a Javier como no lo había hecho nada desde hacía muchos años. Su parte racional le dijo que era por las setas pero no quiso perder esa sensación de amar como un niño pequeño. — Le estaba explicando a su amigo que estaba preparando unos botes de mermelada —su voz también era tierna y dulce y Javier sintió que le venían unas inexplicables ganas de abrazarla y acurrucarse en su pecho. — Mira Javier, las luces nos guían por aquí –Armando desapareció dando la vuelta a la esquina de la casa. — Perdone la pregunta pero ¿su amigo se encuentra bien? — Discúlpele –Javier puso su tono más serio para parecer digno a la vez que intentaba que las señora no se fijara en sus manos desproporcionadas–, se ha tomado una medicación distinta de la habitual y puede que sea por eso. Pero es inofensivo. Ella le miró con un gesto de extrañeza y fueron en pos de Armando. A la vuelta, a través de la puerta abierta, se veían una mesa de madera con varias sillas y, en un extremo, una cocina de butano y un fregadero. El recinto estaba pintado de blanco y relucía a la escasa luz del fuego de la cocina. Dos grandes pucheros hervían a fuego lento y encima de la mesa, un montón de botes de cristal, la mayoría llenos de mermeladas con variados colores. Se desprendía un olor dulzón y cálido, que abría el apetito. Los dos 42


hombres tiraron las mochilas en la puerta y Armando, curioso e imparable, fue pasando por todos los botes que estaban abiertos, metiendo el dedo y lo chupándoselo como un niño. — Mira, Javier, está todo buenísimo, tienes que probarlo. Javier no pudo evitar un sentimiento de cariño hacia Armando, de hermano mayor a hermano pequeño. Hacía años que no le embargaban ese tipo de emociones y ahora parecía que a cada paso le entraban ganas de abrazar a alguien. Se sintió feliz por no ser tan arisco como antes. Él también tenía hambre y se puso a probar de todos los botes. — Si quieren, les pongo un plato de sopa, que me ha sobrado mucho de esta mañana, y así no tienen que enredarme en los botes. Ha venido mi hija, saben, hoy está de turno y quizás se pase por aquí más tarde. — Sí –pidió Armando moviendo la cabeza arriba y abajo exageradamente en cuanto oyó la palabra sopa. Mientras la señora sacaba del horno una olla mediana y la ponía en el fuego, Armando le dio varios codazos a Javier mientras señalaba las paredes de la estancia. Sobre el fondo blanco se hallaban dibujados una colección de símbolos y figuras como las de las cuevas prehistóricas, hechas a carboncillo. — ¿Les gusta la decoración? Los he pintado yo misma. Son símbolos celtas, que me gustan mucho –mientras les llenaba unos platos con una sopa de verduras y grandes trozos de patatas, la señora no dejaba de explicarles–. Estas son tres espirales entrelazadas simbolizando el pasado, el presente y el futuro. Representa que todo está unido en el tiempo. — ¿Y eso? –preguntó Armando. — Es el árbol de la vida, que nos une a todos los que en el mundo… — ¿Y aquellas figuras tan guapas? –interrumpió Javier con la boca llena. — Representa un brujo que está explicando a su tribu viejas leyendas y la existencia de un mundo mejor más allá de las penurias de éste –Javier se había quedado embobado–. ¿Les gustaría ver las figuras que fabrico con arcilla? Los dos hombres asintieron. Cuando la mujer salió, Armando se levantó y se sirvió más sopa. Curioso, abrió un bote de metal, olió y sacó una mezcla de hierbas que echó generosamente en su plato. Javier hizo lo mismo, seguía teniendo hambre. Comieron hasta no dejar nada. La abuela volvió con unas figuritas en el brazo pero antes de empezar a hablar, se fijó en el bote metálico que había quedado abierto. Lanzó un grito de susto y se abalanzó sobre el bote, las figuritas cayendo al suelo en mil pedazos. — ¿No habrán comido las hierbas de este bote? — Pues sí –respondió Javier como si fuera la cosa más natural del mundo–. La sopa estaba un poco sosa, si me permite decirlo, y esas hierbas le dan un toque muy agradable. — Desgraciados, esa mezcla de hierbas contiene beleño, mandrágora, estramonio y belladona. La uso en cantidades muy pequeñas cuando quiero estar en paz con el mundo. — Pues creo que vamos a sintonizar con todos los mundos posibles –dijo Armando riéndose de su propio chiste. — ¿Es grave? –preguntó indiferente Javier. — Depende de la cantidad que hayan tomado. Se sabe que provocan alucinaciones pero también se usaban como veneno. 43


— Pues vamos bien –concluyó filosóficamente Javier–, con las setas de antes y estas hierbas, nos espera un buen viaje. — Ay, Dios mío, tengo que avisar a mi hija, antes de que sea demasiado tarde. Vendrá enseguida y ella sabrá que hacer –y la señora salió de la sala apurada y nerviosa. Ninguno de los dos hombres le hizo caso, sentados en sus sillas y absortos en sus propias visiones. Armando estaba atrapado en las tres espirales, salía de una para caer en la siguiente. La señora había dicho que representaban el tiempo y así se sentía él, aferrado en sus garras, incapaz de salir de ese remolino. Entendió que por eso le dominaba la pasión por la velocidad, quería vencer al tiempo y sintió el ansia vital de escapar de esa tela de araña que le tenía atrapado. Extendiendo las manos, trataba de asir esos pequeños puntos de luz que en realidad eran los minutos y segundos que se le escapaban una y otra vez de entre los dedos. Sintió que su única salida era huir de este mundo, ir a otro donde esa angustia no existiera. Javier por su parte sentía que el brujo y la tribu despegaban de la pared y se sentaban junto a él, reunidos en asamblea. Sabía que todos le consideraban el mejor cazador por tener las manos y pies enormes. El brujo, y toda la tribu le apoyaba, había decidido que él debía ser el primero en adentrarse por el camino a otra dimensión, un sitio al que le seguiría el resto y donde serían felices, tal y como cantaban las viejas canciones. El brujo conjuraría un rayo de luz y él sería el explorador. Javier, emocionado, aceptó la misión. Toda la tribu, alborozada, le felicitó efusivamente. Nunca en la vida se había sentido mejor. De repente, un haz de luz blanca intensísima inundó la estancia. Una voz metálica les conminó a salir con las manos en alto. Javier y Armando no se lo podían creer, iban a hacer realidad sus sueños. Con una sonrisa beatífica hicieron lo que se les pedía. Fuera, un artefacto del tamaño de un todoterreno les estaba esperando con el motor en marcha. En sus esquinas, poderosos reflectores les cegaban. Dos figuras delgadas, de apariencia humana pero con la cabeza algo deformada, quizás por la presencia de un casco, y vestidas de verde se acercaron lentamente. — Por favor, llévennos con ustedes –rogó Armando. — Sí, queremos ir y que nos enseñen su mundo –corroboró Javier, ambos con una sonrisa esperanzada. Las figuras se miraron entre sí. La más cercana, que lucía unos galones en las mangas, asintió. — Vengan por aquí –dijo con una voz de mujer, con ligero acento gallego que a ellos no les extrañó–. Les prepararemos para el viaje. Siéntense aquí detrás, y pongan las manos dentro de estas manillas. Es por su seguridad. Armando y Javier, felices, se dejaban hacer. Al terminar, la figura al mando entró en el chalet y dio dos besos a la mujer, que esperaba nerviosa. — Gracias a Dios que has venido, Ana María. Han tomado una mezcla de hierbas y creo que no están bien de la cabeza. Habrá que llevarles al hospital. — Tranquila, mamá, yo me encargaré ahora. — No te olvides de las mochilas. — Gracias, mamá –respondió y después de echar un vistazo dentro, añadió–. Quizás tarde un poco en venir a cenar. La mujer la saludó con la mano desde la puerta mientras su hija montaba en el todoterreno de la Guardia Civil, daba media vuelta y se perdía en la noche. 44


ELLA Y LA COSECHA TXEMA FERNÁNDEZ Conocí a Felipe hace cinco años trabajaba como enfermero de rayos en Vitoria, su puesto de trabajo era una habitación sin ventanas junto a unas máquinas enormes que eran las que producían rayos X. Era feliz en su trabajo y en su forma de vida, era una vida normal, trabajar, salir con los amigos, ir al cine y comer en algún restaurante. Así transcurría su vida, hasta que un día empezó a interesarse por dibujar, primero dibujó una casa, después una figura humana, y así, poco a poco, empezó a reflejar todo lo que le rodeaba. Esta nueva faceta de dibujante fue ocupando todo su interés y su vida, que llamábamos normal, dejó de interesarle lo mismo que su trabajo, hasta tal punto llegó su interés por la pintura y el dibujo que dejó todo lo demás, dejó de ir a trabajar, dejó de estar con amigos. Estaba todo el día dibujando llegó a vender su casa y compró una vieja furgoneta Renault que acondicionó para vivir en ella y dedicarse a buscar su obsesión que era “Ella”. Ella era la mujer ideal. Era una mujer con un cuerpo esbeltísimo, pero él no podía ponerle cara, no encontraba en ninguna otra mujer las facciones de ella y Vitoria le quedó pequeña, se marchó un día camino del Algarve, que fue el lugar donde decidió empezar la búsqueda de Ella. Recorrió, desde Faro al cabo San Vicente, todos los pueblos que aparecían ante sus ojos. En Portimao, un pueblo grande de la costa, encontró en un bar mugriento una mujer de perfil que le hizo soñar con ella, pero su cara no era lo que él estaba buscando. Siguió viajando y en uno de sus trayectos encontró un pueblo riojano que se llama Anguciana, en el pueblo estaban festejando la fiesta de la cosecha, habían puesto en el centro del pueblo, en la plaza, un escenario y en el momento que Felipe entró en la plaza y vio encima del escenario a una mujer vestida de blanco, se puso a gritar y a encaminarse corriendo hacia la mujer que se llamaba Helena. Él estaba desencajado, gritaba: ¡es Ella!, ¡es Ella! Los vecinos del pueblo, al ver que un hombre se acercaba corriendo a Helena, que era la reina de las fiestas, le pararon, sujetándole hasta que quedó inmóvil en el suelo. Llamaron a la ambulancia y le llevaron al hospital. Él iba continuamente diciendo «es ella, es ella…» muy alterado. Cuando llegó al hospital le curaron los golpes y mataduras, pero, además, le ingresaron en psiquiatría. Le estuvieron observando varios días y le diagnosticaron una psicosis obsesiva que se hacía patente en su búsqueda desaforada de Ella. Le pusieron tratamiento farmacológico y le llevaron a un pabellón muy agradable donde fue a visitarle Helena, que repuesta del susto, sintió lástima por el pobre hombre. Felipe, ya mucho mejor, pidió perdón a Helena por su entrada violenta en la plaza del pueblo. Pasaron los días y las semanas y Felipe cada día que pasaba estaba mejor, él tomaba su medicación y su obsesión por ella desapareció. Volvió a ser el hombre de antes, regresó a Vitoria, volvió a vivir en un piso convencional y recuperó su trabajo en radiología del hospital Txagorritxu, todo parecía ir bien pero a Felipe los que estaban a su lado en el trabajo le oían decir: ¿Dónde está Ella? ¿Qué ha sido de Ella?

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SEPULTADO AMOR, SEPULTADO DOLOR FELI CRUZ Ante una tumba sin nombre dos figuras negras rezan ceñidas por el mismo dolor, no hay lágrimas, hace tiempo que lloraron su ausencia. Madre e hija son acompañadas por el zumbido del viento que hace estremecerse a los cipreses de un pueblo desconocido para ellas. Brígida se ha escondido al verlas llegar. Su cuerpo queda oculto detrás de las alas del ángel que custodia la entrada al mausoleo familiar. Aparta la mirada sobre ellas, se abraza para frenar el temblor de un escalofrío, quiere que se marchen, no soporta su presencia, no quiere recordar. Se queda sola y contempla cómo el ocaso va robándole la luz hasta convertirla en una sombra más. La ornamentación de las tumbas transmite la riqueza o la pobreza de las vidas extintas, pero es en el recuerdo de las personas que convivieron con ellas donde se encuentra la esencia de las almas, de lo que fueron sus vidas. La multitud gritaba como una sola persona: — ¡Tíralo ya! ¡Duro con él! Matías es golpeado sin tregua: su adversario le sacude un directo en la boca, se tambalea, es alcanzado de nuevo, esta vez en la nariz. El puñetazo que recibió en el ojo izquierdo en el quinto asalto presenta un corte profundo y sangrante que le impide la visión, la carne fue machacada contra el hueso desfigurándole de inmediato. Procura protegerse el rostro tras los guantes pero descuida el abdomen y recibe un impacto que le hace desplomarse. El juez comienza la cuenta: uno, dos, tres, cuatro… La muchedumbre sudorosa se levanta enfurecida: El boxeador es dinero ganado o dinero perdido. Pero algo parece tirar de él, se apoya en un brazo y logra ponerse en pie antes de que acabe la cuenta provocando un bramido ensordecedor en el recinto. Suena la campana, ha terminado el octavo asalto de doce. En el siguiente round Matías sale al cuadrilátero danzando los acordes desacompasados de un réquiem, intenta encontrar un hueco en el cuerpo del enemigo pero los golpes quedan en el aire una y otra vez. — ¡Dale! ¡Mátalo! –aúllan en la sombra. Se engancha a su contrincante que le tiene contra las cuerdas, el juez le separa, su rival le lanza dos ganchos a derecha e izquierda: uno le tritura el oído derecho, el segundo la mandíbula y el protector sale disparado, Matías cae como un títere al que le hubiesen cortado los hilos. Mientras yace noqueado el juez alza el brazo del vencedor. Matías recordaba su último combate sentado en el camastro de una pensión situada en una calle donde cualquier atisbo de honradez sería delito. Con los codos clavados en las rodillas aprieta el dolor de la derrota entre las manos, hundiendo sus dedos en el cráneo en un intento de arrancar las visiones que le atormentan. En el delirio se pregunta qué podrá hacer ahora que sólo escucha y ve la mitad de la vida que le rodea: ciego del ojo izquierdo y sordo del oído derecho. 46


— Debo sacar dinero de donde sea, por ellas, siempre lo he hecho por ellas – repetía como un mantra. Pero sabe que no es así: su madre y su hermana nunca se lo pidieron. Matías había sido un niño de pandillas callejeras y peleas, de barrio de tascas, borrachos y broncas. Acunado por llantos de mujeres y niños. Calzado con zapatos que ocuparon otros pies con más suerte que los suyos, y que su madre rellenaba de algodón para que no se le saliesen, los utilizaba hasta que el dolor de los dedos le decía que se le habían quedado pequeños. El padre solo era un vago recuerdo, una imagen difusa de la que nunca hablaban. En la casucha de la loma dejó a una mujer joven y desdentada y a dos pequeños casi de la misma estatura: Matías y Berta. El chico crecía haciéndose preguntas que contestaba con sueños para ayudarle en un presente injusto. En las noches sofocantes, sentado sobre la hierba se ensimismaba viendo las luces de otros pueblos que imaginaba ricos y felices. Hasta que los suspiros de la madre se escapaban por las rendijas de la casucha de madera, afanada junto a su hija en limpiar los cuatro cacharros que poseían, como si en ese acto intentase dar algo de luz a su vida. Y el chico corría hacia la taberna donde estaban los hombres. Escuchaba sus bravuconadas cuando hablaban de trifulcas, aprendía de ellos, y entrenaba en la calle a golpes. Cuando le preguntaban qué iba a ser de mayor respondía con rapidez que boxeador, contradiciendo los anhelos de la madre para el único hombre de la casa. En la turba de machos exaltados que menudeaban aquel antro despuntaba el embetunado Osvaldo, perro de caminar trasnochado y viciado, rodeado de mujeres vestidas de aromas inquietantes que perseveró en el muchacho llenándole la cabeza de grandezas. — ¡Toma, mira lo que te traigo! –le dijo al chico giñando un ojo y arrojándole un gran paquete que casi lo tira. Matías lo rasgó con manos inquietas y con la ansiedad de quien no posee nada, y desprendiéndose de la pobreza que cubría su cuerpo se quedó desnudo plantándose la ropa y el calzado nuevo, antes de que el orgullo materno le hiciese devolverlo. Osvaldo le enseñó a no ser blando: a beber, a ir de putas, a ganar dinero en peleas clandestinas y en peleas amañadas. Durante años fue el mal padre que nunca tuvo, y hubiese seguido con él de no habérselo encontrado aquella mañana en una cuneta acribillado de agradecimientos. La madre vio marchar a Matías en una noche cerrada, no le retuvo, como tampoco retuvo a su padre porque con él se fueron los golpes de cariño y sus dientes, sin embargo, la ausencia del hijo le desgarró las entrañas. Matías ha dejado atrás la mísera pensión, con barba de varios días deambula sin rumbo, siente que la penumbra cae sobre él, y lo atrapa en pensamientos oscuros guiando sus pasos hacia un pueblo rodeado de abruptas montañas. El día despierta bañándolas de un rojo sangrante. Agazapado en un alto observa las casas como un zorro al gallinero. Desliza su ojo de cíclope entre las calles estrechas y se detiene en la gran casona de piedra que se alza altiva entre las otras. Protegida por aquellos muros se encontraba Brígida, una mujer que no ve su pelo cano frente al espejo del robusto tocador mientras se peina, ella ha creado otra vida diferente a la que se le fue ajando al cuidado de unos padres que nunca encontraron un pretendiente adecuado a la grandeza de su única hija. Pasa el tiempo leyendo dramas de amores imposibles que hace tan suyos, que confunde lo real con lo imaginado. Alivia y reprime sus ansias de mujer y de madre entre los hilos de un ajuar baldío. Hoy es día de mercado, Brígida mueve su recia figura entre los puestos con el boato inculcado durante generaciones a su estirpe. Hombres, mujeres y niños la saludan con el respeto de quien está frente 47


a un altar esperando la bendición. Con un sutil gesto de su mano da o quita la palabra a quien se le acerca. Mientras, los niños esperan a que se cumpla el ritual: recibir algunos de los dulces que ha comprado, las madres agradecen su generosidad con humildad heredada. Brígida se siente satisfecha, le gusta ser generosa, lo fue con sus padres, lo hizo por ellos, se miente. Primero durmió a la madre, bastaron unas gotitas, todo el pueblo coincidió: era muy mayor y con muchos achaques. Dormir al padre le costó dos meses más, de éste dijeron que por la pérdida, de pena. Nadie se atrevió a dudar de la abnegada hija, ni entonces ni cuando la escucharon decir esa mañana que en un pueblo cercano habían entrado a robar en la noche degollando al dueño de la casa por negarse a contar dónde guardaba el dinero. Los rumores invadieron las calles, y las casas que antes se mantenían abiertas ante la monótona tranquilidad de lo conocido; ahora echaban las trancas, y la gente creía ver las siluetas de los ladrones en las sombras de los árboles, se sobresaltaban por el crujir de una rama seca al ser pisada, por el ladrido de un perro o por las reyertas enceladas de los gatos. Brígida también lo cree, no sabe que su mente lo ha inventado, y duerme con el arma de su difunto padre sobre la mesilla. Matías irrumpe como un espectro en la inquietud del pueblo. Esa noche Brígida oye un ruido en el piso de abajo, no lo duda, coge el arma y va descendiendo las escaleras, se mueve segura entre las sombras de su propiedad. Matías ha estado comiendo algo en la cocina, cree ser sigiloso pero su sordera le engaña. Ahora, frente al gran aparador del comedor abre el primer cajón, y los cubiertos de esmerada plata bruñida iluminan su futuro, no percibe la presencia a su espalda. El silencio nocturno es quebrantado por la detonación, se lleva la mano al costado que le quema, en la huida tropieza con los muebles, la pesada silla retumba como una maza al golpear el suelo que cruje por la embestida. Brígida enciende la luz, él la mira desconcertado: — Cómo he podido caer vencido por una anciana. Intenta aproximarse a ella con movimientos torpes mientras retiene la vida que se le derrama a borbotones, quiere pedirle clemencia pero no le salen las palabras. Brígida ve a un ser de cara deforme, aún más por el gesto de dolor, que se acerca con el brazo extendido hacia ella, que balbucea, que la aterroriza, y dispara otra vez. Los perros se convierten en mensajeros tenaces anunciando la muerte de un desconocido de casa en casa, el pueblo entero escucha, se agita y se levanta.

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MI SOMBRA ANA TORRECILLA — Buenos días, soy el doctor Tarrés. Bienvenido a mi consulta. Siéntese y cuénteme, por favor. — Buenos días, doctor, como le dije ayer por teléfono, me llamo Javier. He de confesarle que estoy bastante extrañado, no solo de lo que me ha sucedido, sino de que existan profesionales que se dediquen a estas cosas. Soy una persona normal, ¿sabe?, al menos lo era antes de que me ocurriera todo esto. — Estese tranquilo, en lo que respecta a mí, usted sigue siendo normal. Cuénteme los detalles. — Le cuento, siempre he tenido una buena relación con mi sombra. Ella me ha seguido a todas partes desde que tengo uso de razón. Ya sabe, depende de las circunstancias se muestra más o menos alargada, más o menos oscura, más o menos ancha, y siempre ha cumplido la misma función: anunciarme que hay un haz de luz enfocándome. Aunque sé que forma parte de mí, no suelo pensar en ella. Creo que nunca le he prestado atención hasta hace dos días, que se ha convertido en la gran protagonista de mi vida. Ese día había sido como otros, después de cenar me dispuse a ver un rato la televisión antes de ir a dormir. Recuerdo que estaban dando una película que me interesó, era de dibujos animados, trataba sobre una casa que estaba encantada y unos niños que entraban en ella para recoger una pelota. Cuando llegó la publicidad, me distraje mirando a la pared, algo hizo que me fijara en mi sombra, allí quieta. Estaba más definida que de costumbre, ocupando el fondo lateral del salón. Me llamó la atención porque parecía haber otro yo, ahí, enfrente de mí. Mientras ponían los anuncios, me dio por saludar. Me resultó gracioso ver a mi sombra repitiendo el saludo. Así que, seguí haciendo gestos de todo tipo hasta que empezó de nuevo la película. Una vez que terminó, miré la pared y vi que mi sombra seguía haciendo un gesto de saludo, cosa que yo ya no hacía. Pensé que era porque estaba cansado así que me levanté pero la sombra no me siguió. Entonces encendí una luz más potente y desapareció. Creí que aquello iba a hacer que todo se pusiera en su sitio, volví a apagar la luz y, para mi sorpresa, la sombra seguía con el mismo gesto de saludo con el que se quedó cuando retomé la película. Se me ocurrió saludar y, como si se hubiese quedado satisfecha, volvió a seguir mis movimientos. Esa noche hice varias pruebas más y, cada vez que no terminaba la acción, se quedaba inmóvil en la posición que supuestamente había quedado una función sin cumplir. Antes de acostarme, empecé a hacer el gesto de flexión y no lo terminé, ella se quedó ahí, flexionada. Aquello no me dejó pegar ojo, cada vez que encendía la luz de la mesilla, mi sombra se mostraba más oscura que nunca esperando a que terminara la flexión. Sé que parece de locos, pero llevo dos días fijándome en las sombras de los demás, y están como siempre. Hacen lo mismo que sus dueños. No sé si es que la mía quiere cambiar las tornas y ser ella la jefa, porque es una sombra, no habla. No se me ocurría qué hacer para solucionarlo hasta que mirando en internet encontré que había terapeutas de sombras. Saqué sus datos de un anuncio y le llamé. — Pues sí, Javier, hace ya unos años que me dedico a las sombras y, como ha comprobado, no soy el único. No se puede imaginar la cantidad de problemas que tienen las pobres sombras, claro, nadie las atiende y se sienten desoladas. Sé que la gente cree que su sombra le corresponde pero eso ha 49


cambiado de unos años para acá. Ellas se han cansado de no ser valoradas y están empezando a romper las normas para pedir atención. Tampoco es que exijan gran cosa, tan solo eso, atención. — Entonces, ¿lo de mi sombra no es más que una llamada de atención? — Claro Javier, ahora que ya se ha hecho notar, solo tiene que atenderla de vez en cuando y terminar las acciones que comience hacia ella. Como una forma de respeto que se tiene con alguien que está en nuestra vida desde siempre. De hecho, ustedes dos han sido inseparables hasta ahora. — Pero, ¿esto está pasando con más sombras? — Si yo le contara. Imagínese, estaba recién licenciado en medicina, donde, he de decir que, jamás oí hablar de enfermedades de sombras. Cuando tuve que atender a mi primer paciente, mi propio padre, su sombra se quedaba en casa, había decidido no volver a acompañarle más. Hice lo que pude por reconciliarles, a duras penas si pude comprender lo que sucedía. El asunto tiene más enjundia de lo que puede parecer porque algunas están realmente enfermas de tristeza. Cuando conseguí sanarles y que hicieran las paces, me di cuenta de que iba a necesitar una formación más exhaustiva y me fui a China a estudiar. Ya sabe que los chinos están preparados para todo. Conocía que había asociaciones médicas secretas que trabajaban todo tipo de medicinas pero no me fue fácil encontrar lo que buscaba. Estuve más de un año hasta que di con ellos, era una asociación que solo se dedicaba a las sombras. La formaban los descendientes de antiguos grupos que se dedicaron a ese trabajo, por lo visto, hacía unos quinientos años que había habido una pandemia relacionada con las sombras. La erradicaron, pero se mantuvieron unos pocos miembros que enseñaron el arte de curar las sombras a sus hijos y a los hijos de sus hijos por si volvía a ocurrir. Y como en esta vida todo se repite, estaban preparados para lo que empezaba a suceder. Hacía unos cuarenta años que se daba, de nuevo, el proceso. Estudié todo tipo de casos, aprendí muchísimo. Desde entonces, habré tratado a más de doscientas personas y sus sombras. Algunas relaciones están tan deterioradas que hay que hacer mucho esfuerzo para arreglarlas. — Pero, doctor, ¿una pandemia con las sombras? ¿Puede ser un poco más explícito? — Claro, Javier, perdone. A veces se me olvida que ustedes, los normales, no tienen contacto con algunos aspectos de la vida. — Verá, las sombras empezaron a enfermarse por desatención. La gente se pasaba la vida en las guerras, en los barcos tratando de conquistar la parte salvaje del planeta y de peleas unos con otros por conseguir unas monedas. Ellas no pudieron soportar tanto conflicto, también tenían que hacer lo mismo que las personas, pero era tan cruenta la vida que empezaron a ponerse muy enfermas. El caso se agravó tanto que la gente comprendió lo importante que era vivir conciliados consigo mismos y con sus sombras, así que empezaron a tratarlas y a tratarse mejor. Esto sucedió en el planeta, aunque, como le he dicho, la sabiduría procedía de China. Aquellos sabios viajaron por todo el mundo, enseñando sus conocimientos y ayudando a curarse a miles de seres. Con el tiempo, otras culturas han ido olvidando los métodos porque las sombras parecían estar en sus sitios. Afortunadamente, los chinos son muy tradicionales y poco dados a abandonar cualquier forma de sabiduría que dominen, así que mantuvieron viva la enseñanza. — ¿O sea, que esta es una profesión vieja que ha resurgido porque nos hemos olvidado de atender a nuestras sombras? — En realidad, nos hemos olvidado de nosotros mismos, y las sombras se manifiestan para mostrarlo. — Ah, pues me alegro de esto que me cuenta por lo que a mí me toca. Perdone que le pregunte esto doctor, pero ha dicho que ha tratado a más de doscientas sombras, ¿ha conseguido curarlas a todas? — Bueno, no le voy a engañar, algunas estaban tan mal que han fallecido, esas personas las han perdido para siempre. — Doctor, no sé si esta conversación está ocurriendo realmente o estoy dentro de un sueño. ¿Me está diciendo en serio que las sombras se enferman y que se pueden morir? — Pues sí Javier, algunas se mueren. Afortunadamente, las menos. La mayoría se recupera y 50


retoman la relación como las buenas amigas que son. — Pero, ¿no se supone que somos sus dueños? — Yo no lo vería como una relación de poder, sino de amistad. Su sombra le ha hecho saber que no es propiedad sino compañera suya. — ¿Y ya no vamos a poder volver a lo de antes? — Si se refiere a no hacerle caso, me temo que no, a partir de ahora, ha de prestarle la atención que se merece. Si sigue las pautas que le voy a ir dando, en unas semanas estará solucionado. — ¿Y si no lo hago? ¿Qué pasaría? — Yo de usted no lo dudaría. Ayer acudí al funeral de un buen amigo mío, empezó como usted y decidió que no necesitaba a su sombra. Ella dejó de avisarle de los focos de luz, estuvo muchas horas trabajando al sol y se murió de una insolación. Yo haría caso a su sombra, ella está indicándole que debe prestarse más atención en todos los ámbitos, incluido en su manifestación en el plano físico.

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EL PESO DE LO TRIVIAL CARMEN CAMIRUAGA Me las he arreglado para vivir de trivialidades y mi mujer me ha seguido el juego. Yo le cuento cada día anécdotas sin importancia, algunas verdaderamente estúpidas, y ella finge que le alegran. Con este procedimiento empezamos de nuevo hace cinco años, tres meses, una semana y dos días; y así, hemos llegado hasta la bancada de asientos de plástico azul, en la sala de espera de la sección de urgencias de este hospital. He querido recordar el color de los asientos, en los que, como hoy, esperábamos, uno junto al otro, hace cinco años, tres meses, una semana y dos días. Lo he olvidado, naturalmente; o ni siquiera reparé en semejante trivialidad, de esas que no se retienen porque no importa olvidar. Al apoyar mis manos sobre las rodillas, para detener el baile al que mi nerviosismo las obliga, he reparado en los puños sucios de mi camisa sobresaliendo por las mangas de la americana. Una vaharada agria y caliente ha ascendido hasta mi nariz por la abertura de la ropa desgarrada. A pesar de que mi aspecto revela la causa de mi presencia en la sala de espera de la sección de urgencias, yo sé que lo que me ha traído hasta aquí es una infección. Aún más: conozco el momento preciso del contagio. El virus que me infectó viajaba en el aroma, como de cítrico, que rasgó el aire reposado de la oficina cuando Lily recorrió el par de metros, desde su mesa de trabajo hasta la mía, en el acto intrascendente y cotidiano de entregarme la documentación a revisar. El único documento que vi aquella mañana, al que di mi absoluta conformidad, se hallaba impregnado del aroma a limón que las manos de Lily habían dejado en él y que hablaba de la oportunidad de volver a llevar una existencia verdadera, en la que las palabras y los gestos significan aquello que se quiere significar. “No, no es mi esposa. Si, viajábamos juntos. Bueno… por trabajo. Ya sé que es sábado ¿pues qué está usted haciendo hoy aquí, entonces?” –he respondido, en un tono de voz demasiado alto mientras introducían en la ambulancia la camilla sobre la que Lily yacía inconsciente, la cara casi cubierta bajo la mascarilla, desvanecido ya por completo su aroma a cítrico en el tufo del soplete de los bomberos. Los rostros de las personas que esperan en las comisarías suelen ser poco expresivos, se contienen los gestos y apenas se habla. El ambiente se agita de vez en cuando con explosiones de llantos o gritos, a menudo mezclados con blasfemias e insultos. Hoy, la que insultaba era la madre de Lily. Me insultaba a mí. Los documentos estaban en regla pero he sobrepasado, solo muy ligeramente, los límites de alcoholemia; no sé qué consecuencias legales va a tener este detalle. La mujer policía me ha hablado lo justo, he notado que se esforzaba en mantener inexpresivo el rostro; tal vez para preservar su neutralidad. El hombre policía me ha parecido que me daba ánimos. Hace cinco años, tres meses, una semana y dos días monté en el coche a los gemelos, los llevaba a la cabaña que teníamos en el lago. Aquel fin de semana mi mujer tenía que trabajar a seiscientos kilómetros de casa. Eso dijo. Yo conducía cegado bajo el aguacero de lo que ya era una certeza. En aquella ocasión, la mujer policía me dio ánimos y el hombre policía preguntó lo estrictamente necesario, sin obligarme a entrar en detalles y no hacerme sentir humillado. Cuando mi mujer llegó los gemelos estaban en el quirófano. Esperamos durante cinco horas en una sala muy parecida a ésta en la que ahora nos encontramos. En ese tiempo hablamos de todo aquello sobre lo que jamás hubiésemos hablado si aquel desastre no habría sucedido. Lo dijimos todo. Todo lo que uno no debe olvidar que le han dicho y tampoco debe olvidar que ha dicho. La conversación se interrumpió cuando aquellos seres vestidos de blanco, que se habían llevado en volandas a los niños, descendieron de su Olimpo para anunciarnos, sin palabras, 52


que los habían perdido. Después, nos dijeron muchas cosas, algunas de las cuales no hemos conseguido olvidar: como que, transcurrido el tiempo suficiente, dada nuestra juventud, deberíamos volver a intentarlo. — Voy para allá –ha dicho mi mujer cuando le han avisado desde la comisaría. — Su esposa viene a buscarle –ha dicho alguien. Nada más entrar al coche, le he dicho que estoy bien, que la ropa sucia y hecha jirones se debe a lo complicado que ha sido sacarnos del amasijo de chatarra en que ha quedado convertido el auto. Ella se ha lamentado de que la empresa no gaste más dinero en la seguridad de los vehículos que pone a disposición de sus trabajadores: “si hubieras llevado el nuestro, esto no habría pasado”. Por primera vez su comentario no ha sido trivial. Hemos buscado un lugar discreto en la sala de espera del hospital al que han traído a Lily, resguardados de la vista de su hermano y de su madre. Nos hemos sentado entre otras personas que nos han mirado sin demasiada curiosidad a pesar de mi lamentable aspecto, pero en lugares como éste, a cada momento, llegan personas accidentadas con esta apariencia. Sin embargo nadie diría que estoy aquí por una infección. Tampoco los médicos podrán detectarlo. Llevamos un buen rato en los asientos de plástico azul, esforzándonos por ser obedientes a la bonita cara que desde un cartel, sobre la puerta de entrada de la sala, invita al silencio, colocado el dedo índice sobre el mohín de sus labios. Cuando mis rodillas han dejado de temblar me ha parecido que era el momento de decir a mi mujer que tenemos que hablar de muchas cosas. — Habla, si eso te ayuda, pero no lo hagas como aquella vez. Cuéntame cosas que no me importe olvidar. De lo contrario, creo que no podré quedarme. En un acto automático, por la fuerza de la costumbre, he empezado a hablar del nuevo servicio de atención al cliente de la empresa. He continuado con otras curiosidades alejadas del trabajo que a ninguno de los dos nos importará olvidar, como el momento oportuno para desplegar el spinnaker o el material más adecuado para ascender “ochomiles” aunque ninguno de nosotros ha regateado jamás, ni ascendido siquiera dos mil metros. No he tardado en sentirme infinitamente cansado. Se trata de un cansancio que nada tiene que ver con el impacto que ha supuesto el accidente. Es el cansancio que me produce el peso del enorme saco que llevo a la espalda, repleto de trivialidades. No cabe una más. Me he negado a continuar por el camino que venimos transitando hace cinco años, tres meses, una semana y dos días, simulando que nuestra vida juntos es posible y he optado por el silencio, a sabiendas de que ella no lo iba a tolerar. Me ha mirado como si nos separara una gran distancia, como se mira a alguien que se aleja, como se mira por última vez a aquello que se va a abandonar. Al rato, un desconocido ha ocupado el asiento de plástico azul a mi lado.

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EL DESPERTAR FRANCISCO RUIZ Habíamos consensuado el sitio donde quedar después de pasar la noche de feria, para volver en el autobús, la feria de Montalbán, la de agosto. Unos se fueron en cuadrilla, otros se habían ido en pareja, yo me fui con mi compañera de pupitre, Margarita, pues no solo compartíamos materias, también despertares. Los dos éramos hijos de ultramarinos. Empezamos andando por el real de la feria, la espectacular Margarita me sacaba media cabeza, con su precioso vestido estampado, de seda, largo hasta el tobillo y las mangas a medio brazo, recogido por un cinturón de la misma tela, que dejaba a la vista una cintura de avispa. Sus ojos negros amarronados, pintados con el corcho quemado eran tan hermosos que debía tardar en cerrarlos el doble que unos estándar, las mejillas pintadas con colorete, sonrosados como una sandía no madura, los labios parecían un bosque rojo para besos furtivos, aquella nívea dentadura, testigo de una risa clara y alegre como un salto de agua. En el instituto la miraban con deseo, dispuesto a competir si fuera necesario, ellas de reojo, buscando algún defecto en sus zapatos, en el vestido, en su pelo negro y suelto que bamboleaba al ritmo del solano, ya que en su belleza era imposible encontrarlo. Yo con un corazón abierto y de una complicada sencillez era un poco más dejado, pero no menos capaz de amarla, ella lo sabía. Después de pasar por las barracas, instaladas en el llano, rozándonos nuestras manos, nuestros brazos desnudos, también por las casetas, en la principal, donde actuaba un conjunto musical, Los Sonix, creo, volvimos por el mismo camino. Al pasar por los autos de choque la dije de subirnos, era la atracción más demandada, había cola para sacar las fichas, al final conseguí llegar a la taquilla, ella me esperaba con cara de abandonada en medio de aquel gentío. Saqué diez fichas, no sólo ahorraba en cada viaje, también alargabas el tiempo de estar tan cerca de aquellas dos mitades, una tentación, otra más fuerte, atracción de amor. Todo había empezado en aquella mañana de agosto, con nuestro baño en el pilar de atrás, en aquel día tan luminoso que más que la luz de una estrella parecía la explosión de una placenta estelar, pues brillaba como la misma vida, su rotura de aguas eran la cantidad de chiribitas que dejaba en el horizonte. Llamé a Margarita, que encantada se vino a mi lado, esperamos un coche vacío y cuando nos tocó subimos en él, qué ajustados, qué prietos los dos. Ella dijo que lo había pasado mal en medio de tanta gente, yo también, contesté, por eso y porque me gustaba no había dejado de mirar hacia ella. ¿Cómo lo estás pasando? Le pregunté, muy bien, mejor que en el insti ¿Y tú? Yo sabes que a tu lado no me preocupa el futuro, ni me preocupan los demás, a tu lado puedo cruzar océanos y cielos. Pusieron en marcha los coches y con los primeros choques, caímos uno encima del otro, ella se reía y parecía iluminar más todavía El Real de la feria. Aquella nube negra como la parca, que habíamos visto por el sur la teníamos en la cabeza, era una tormenta de verano, aquel rancio y agobiante calor hacía que nuestras hormonas y feromonas empezasen a ocupar la tierra de nadie y formasen un electroimán capaz de atraer nuestra masa corporal, al cual nos dejábamos arrastrar, ya que nadie nos había hablado nunca de esas nanopartículas, por eso cuando nos dieron un chocazo y con la tormenta se fue la luz yo caí sobre 54


ella apoyando mi mano en sus rodillas, la otra en su cintura, me acerqué y la besé en la mejilla ahora más sonrosada que nunca, también más tersa, como si la emoción y el deseo se hubiesen instalado abrazados en el pómulo, no dijo nada, no hizo aspaviento, ni retiró la cara, noté que me estaba tensionando, en largo y ancho, cuando descubrí la suavidad de aquella piel que parecía viva, poblada de delicados filamentos e invisibles estambres que parecían las barbas de una nube de algodón. La mano que había caído en la rodilla se movió por debajo del vestido hacia aquel bosque de afrodita que tantas veces nos habían dicho que era légamo de perdición, todo mentira, era deslizarse por el edén, cuando mis dedos, con sus yemas alerta se deslizaban por aquellos muslos, Margarita los apretó, todavía no sé si para que no siguiese o para que nunca los sacaré de allí. La tensión había alcanzado niveles levíticos, como si Yavé te hubiese prohibido lo que más deseabas en tu vida, la primera vez que se te ofrecía el paraíso. Volvió la luz y no nos atrevíamos a hablar, las nubes sólo tiraron cuatro gotas de agua, parecían haber venido a ser testigo de nuestro amor. Quedamos el lunes en la puerta del instituto, con la esperanza de volver a sentirnos de nuevo dueños y señores del universo.

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EL POZO ITZIAR ELEXPURU Nadie vio caer al niño al pozo. Nadie oyó el grito que se ahogó en el fondo. El pozo está en el centro del patio. El patio forma un cuadrado tapizado de losas irregulares entre las que asoman hierbajos amarillentos. La parte principal de la casa tiene una altura más que el resto de la edificación que recorre el patio en tres de sus lados. Un muro bajo encalado cierra el recinto con una gran puerta de barrotes de hierro coronada con las iniciales doradas del dueño de la hacienda JB, Juan Belmonte. Un leñoso tronco de buganvilla crece junto al pozo. Pequeñas flores rosas cubren el arco de hierro y alcanzan la polea de la que cuelga un pesado balde que descansa vacío en el brocal de piedra caliza. A esta primera hora de la tarde el sol abrasa y no hay nadie en el patio. Don Juan Belmonte y su esposa, después de comer, se han retirado a las habitaciones más frescas de la casa, donde pasan la modorra en la penumbra de ventanas cerradas y postigos abatidos. *** Cuando Juan Belmonte se casó con la hija del alcalde, Blanca Iturriaga, la hacienda vistió sus mejores galas. El patio se llenó de amplias mesas redondas, con manteles blancos y ramilletes de flores que marcaban el puesto de cada invitado. Una gran orquesta de vihuelas, jaranas, arpas y guitarrones tocó hasta bien entrada la noche. Las dos familias se felicitaron por aquella unión que les haría más fuertes. Mariana, la cocinera, aprovecha la fruta demasiado madura para hacer mermeladas. Todo está reluciente en la amplia cocina, los cuchillos en formación, las cacerolas y sartenes colgadas en sus ganchos brillan salpicando de reflejos la estancia. Pedro, el hijo de Mariana, lee en voz alta, y ella le corrige cuando se atasca. También a ella le enseñaron a leer. Un mundo mágico aparecía ante sus ojos a medida que recorría las líneas juntando las palabras que daban sentido a frases nunca antes escuchadas. Mariana tenía trece años cuando la llevaron a la hacienda a aprender el oficio de cocinera. Madrugaba mucho y trabajaba toda la mañana en la cocina, pero a primera hora de la tarde el maestro pasaba por la casa y reunía a los jóvenes de la hacienda que por orden del señor aprendían a leer y escribir si tenían disposición para ello. Antonio, el hijo de la entonces cocinera, era un par de años mayor que Mariana, juntos asistieron a las clases. Antonio no tenía mucho interés en los libros pero le gustaba estar cerca de Mariana y mirarla. Su larga melena oscura resbalando por la espalda de piel morena, los ojos negros brillantes de emoción a medida que avanzaba en la lectura y el rubor que encendía sus mejillas cuando se equivocaba. Cuando Mariana cumplió dieciocho años, el maestro le habló a Juan Belmonte de las ganas por aprender de la muchacha y a partir de aquel día la puerta de la biblioteca en la parte alta de la casa se abrió para ella. Durante las tardes de lectura pocas veces habló con la Señora, a veces sentía su presencia como una sombra silenciosa que se deslizaba sin ruido a sus habitaciones. Blanca Iturriaga era una mujer hermosa, de tez muy clara, salía poco de casa y nunca cuando hacía sol. Tenía un rostro de porcelana, grandes ojos claros y una boca pequeña de finos labios que rara vez esbozaba una sonrisa. Mariana sabía 56


de su tristeza, la felicidad de los primeros años de matrimonio se apagó con el primer aborto en el tercer mes de embarazo y con el segundo el médico confirmó los peores presagios cerrando la esperanza a una futura familia. Sin embargo, las visitas del señor, “a su refugio de papel” como él lo llamaba, coincidiendo con Mariana fueron cada vez más frecuentes. Antonio y Mariana crecieron juntos, él esperando acariciarla y ella soñando con aquellos nuevos mundos que dormían en anaqueles de madera oscura y olían a cera y vainilla. Los domingos por la tarde la madre de Antonio les daba permiso para que fueran al pueblo o a alguna feria a divertirse. Así lo hacían, pero en aquellas salidas Mariana notaba que en el fondo anhelaba lo que dejaba en la casa: el amo, sus conversaciones, su mirada cálida en la que se disolvía y los casuales roces al pasar una página o coger un libro, ávida de cualquier pequeño gesto que le acercara a él. De la mano de Juan Belmonte, Mariana descubrió a Octavio Paz, Emmanuel Carvallo y Carlos Fuentes autor de Las buenas conciencias. Este libro donde el protagonista se debate entre la moral cristiana y los impulsos físicos de su ardiente juventud, marcaría su adolescencia: «No he tenido el valor. No he podido ser lo que quería. No he podido ser un cristiano». Cuando Mariana se quedó embarazada, el amo llamó a Antonio, el capataz, y le explicó la situación, pidiéndole que se casara con ella y prometiéndole que su hijo heredaría la hacienda. Antonio aceptó y aunque sabía que Mariana nunca le podría querer como al amo, se contentó con respirar a su lado. Por aquel entonces su madre ya había fallecido y era Mariana la encargada de la cocina de la hacienda. Mariana no volvió a subir a la biblioteca y alguna vez que se cruzó con la señora en el patio notó el frío de su mirada recorriendo su cuerpo deformado, pero alegre con la vida que latía dentro. *** Antonio, que había salido muy temprano en busca del ganado extraviado, entra en el patio a lomos de Canelo, su caballo pardo. Ata al sudoroso caballo en el arco del pozo y pone el balde lleno de agua fresca a su lado, el caballo bebe y sacude crines y cola de moscas. Antonio entra en la casa y besa a su mujer y al niño que interrumpe su lectura y sale al patio. Mariana atiende al hombre sofocado que se quita el sombrero con un cerco de sudor y el pañuelo anudado al cuello. Antonio mete la cabeza bajo el gran chorro de agua fresca que corre en el amplio fregadero y se jabona las curtidas manos y cuello. Cuando levanta la cara, Mariana está a su lado, extendiéndole un paño tan blanco que intimida. Siempre le ha pasado lo mismo, él tan valiente, tan fuerte, desarmado solo con una mirada con un gesto de ella. En el patio el caballo se mueve inquieto. Las moscas le cierran los ojos. El niño humedece un paño en el balde y le refresca el lomo, con gran esfuerzo levanta el balde ya vacío hasta el brocal y luego sube él, lo empuja hacia la boca del pozo, pero el balde es pesado y se agarra a la piedra, otro empujón más y, con el impulso, el niño cae. Mariana y Antonio todavía no se han dicho nada, ven el libro en la mesa, la puerta entreabierta y se apresuran juntos al patio. El caballo cabecea, el balde vacío se balancea en la cuerda. Ambos corren y se asoman al pozo. El niño yace de espaldas en el fondo; flores rosas de la buganvilla flotan en el agua. Al día siguiente la casa se vistió de luto. Juan Belmonte que apenas lucía sus primeras canas, amaneció con el cabello blanco enfundado en un traje negro. Blanca Iturriaga confirmó entonces lo que alguna vez intuyó pero temió preguntar, abandonó la hacienda y regresó a la casa de sus padres en la capital. 57


EL CUCURUCHO JOSÉ MANUEL RODRíGUEZ Haciendo una reflexión de la vida que nos ha tocado, la comparo con un cucurucho de base pequeña con recuerdos que a medida que vamos creciendo también crece, y se ensancha. Algunas veces se desborda. Los primeros recuerdos de mi niñez son de mi casa, sentado en un banquito comiendo sopas de leche con pan, mientras mi madre barría con una escoba de palmas, no había aspiradoras. Y el polvo que se levantaba, con un rayo de sol que se filtraba por una esquina de la ventana, se convertía en una línea recta y blanca en la que el polvo parecía que bailaba. Otro de los recuerdos que no olvido es cuando mi madre me cortaba las uñas, sentado en las rodillas de mi padre; para mí aquello era un suplicio. Nunca me gustaba cortarme las uñas, ya de más mayor alguna vez me dijo mi madre: “con esas uñas algún día vas a sacar la carne del puchero sin quemarte”. Con mi hermana me llevaba bien, solo teníamos pelea cuando no me dejaba acariciar el gato, decía que era suyo. En aquellos años, por el cuarenta y algo, se empezaba a asistir a clase con siete años. El primer día me acompañó mi hermana, ya me hacía idea, ella me había contado cosas de la escuela, iba contento con una pizarra con marco de madera y una cartilla con letras grandes, ya me sabía muchas. La maestra me pareció menos mala de lo que decía mi hermana, decía que ponía muchos castigos. A mí me enseñó cuál era mi sitio y me pidió que les dijese a los demás cuál era mi nombre, la mayoría ya nos conocíamos de la calle. Me llamó la atención un niño que siempre estaba sentado al lado de la maestra. Pregunté si era su hijo, me dijo mi hermana que no, que era algo retrasado, eso yo no lo entendía, siempre se ponía primero para todo. En aquella época no nos ponían deberes, ya teníamos en casa, cuando veníamos de clase todos colaborábamos en las tareas de la casa, a veces a recoger las ovejas o recoger castañas en la época, las niñas no tenían privilegios sabían hacer de todo. En los recreos jugábamos a los mismos juegos chicos y chicas, algunas nos ganaban jugando al hinque o la picota. Algunas veces bajaba la maestra y les enseñaba juegos más de chicas, como al corro, y cantaban una canción que decía así: «estaba la pájara pinta sentadita en el verde limón, con el pico picaba la hoja con pico picaba la flor, ¡ay, mi amor! cuando le veré yo». A nosotros nos parecía una tontería la canción, pero bien mirábamos cuando jugaban a sus cosas. Yo siempre había oído “que te vas haciendo mayor y pierdes el encanto”, pero aquellas compañeras de clase ya no jugaban con nosotros, nos íbamos haciendo mayores y cada vez tenían más encanto. Sobre todo Raquel, yo siempre la perseguía con la mirada, la perseguiría hasta su casa, es guapa y viste bien, pero cuidado con ella; es la que parte la leña en casa y ayuda a su madre en todas las tareas de casa, su padre murió en la mina. Éramos buenos amigos, a veces con las amigas me miraba y hacían comentarios, yo me hacía ilusiones. Ya con dieciocho años uno de mis trabajos era ordeñar las vacas. Un día me dijo mi padre que me gustaba mucho hacer monadas, porque teníamos un perro pequeño de nombre Revuelo y yo le tiraba 58


un chorro de leche presionando la teta de la vaca a la cara y le gustaba, abría la boca para pillarlo y era capaz de ponerse en dos patas si le subía el chorro. En el verano al recoger las vacas las ordeñaba a la puerta de casa en la calle, mi madre vendía leche a algunas de las vecinas que la recogían allí. Algunos de los chavales decían: enchufarle al perro a ver si lo pilla. Uno de los días pasaba por allí Raquel, se quedó mirando y no se me ocurrió otra cosa que enchufarla un chorro de leche a la cara apuntando con la teta de la vaca, y sin palabra me pegó una bofetada que allí me entere que los oídos tenían música propia, me estuvo silbando la oreja más de una hora. No había vuelto a encontrarme con Raquel desde el tortazo, hasta un día que se acercaba por la calle, me tapé la oreja con la mano con gesto de dolor y ella se tapó los ojos, la agarré por la cintura y le dije “hay un bache” y ella con guasa me acarició la oreja y dijo: ya no la tienes muy caliente. Me disculpé, le pedí perdón y le expliqué que fue una broma de mala leche, ella dijo que también lo sentía mucho que aunque no lo creyera le dolió más que a mí. Allí sellamos una amistad con una mirada de esas que enganchan. La invité a un teatro que organizaba un grupo de comediantes. La función se titulaba Chicharro y yo, en un pueblo era todo un acontecimiento. El local más apropiado era la escuela, nosotros nos colocamos en el último banco donde la gente estaría más pendiente de chicharro que de nosotros. Allí tan juntitos la fui a dar un beso, me dijo: besos no, que dice mi madre que son como el pegamento y no te los puedes quitar de encima y luego pasan cosas, yo me pasé imaginando las cosas que podían pasar. Al final la dije: uno sin pegamento aunque sea en el papo, y allí se lo di pero no sé por qué miró para mi lado y tropecé con sus labios, aquel sí que tenía pegamento, no se despegaba ni empujándola. Seguimos saliendo juntos, la gente comentaba: Raquel ya tiene novio, van en serio que cuando llueve sólo llevan un paraguas. Yo me tuve que ir a la mili. Desde allí le escribí una carta para mandarle mi nueva dirección, me temblaba el pulso porque nunca escribo cartas, pero no me salió tan mal, en el trozo que me quedó en blanco hice un hueco en forma de corazón y le dije que aquello no es nada comparado con el vacío que siento en mi vida al estar alejado de su cariño. Al de un tiempo que se me hizo largo, en una carta me comunicaba que su madre había vendido la finca y se habían ido a Madrid donde tenían unos tíos, que ya me mandaría la nueva dirección, y así fue. En la carta con la nueva dirección me decía que lo nuestro no tenía futuro que le costaba lágrimas decírmelo, que así de lejos era mejor, que de cerca no tendría valor para decírmelo. Firmaba: te quiero, la Raquel que fue tu amor. Aquello me pilló desprevenido y la verdad que me sentó muy mal. Lo comenté con el más amigo de mi compañía y le dije: le voy a escribir una carta que la voy a poner morada por engañadora y si se puede blasfemar por carta, mejor. El amigo me dijo que no blasfemara, que lo borraban. Me dijo que mejor que no la contestase, como que no me importaba, que chicas hay muchas, que son como los hongos, que te las encuentras por cualquier sitio y muy guapas. De regreso a casa, ya licenciado, les conté a mi madre y mi hermana lo de Raquel y que algunos amigos ya se fueron del pueblo y no sabía qué hacer. Dijo mi madre que allí no tendría problemas, que alguna chica del pueblo bien me miraba y con el ganado y la venta de leche vivíamos bien, pero que si no estaba contento que buscase una vida mejor. Todavía sigo buscando. 59


EL COLLAR DE JUANA MARÍA JESÚS SÁNCHEZ Juana acariciaba su collar y, al tocarlo, se le despertaban los recuerdos y la llevaban lejos, muy lejos, a otro tiempo y a otro lugar. Dormía y vivía. Sus ojos entornados, su aparente ausencia de todo lo que la rodeaba la convertían en “la abuela bien, gracias, sigue en su sillón y en su mundo“. Eso decía su hija, María Pilar, cuando por la calle o en el mercado le preguntaban por su madre y ella contestaba con media sonrisa y buscando la conmiseración de su interlocutor “ya sabes, màs que uno de la familia es una tarea que obliga a un ritual de aseo, alimentación y cuidado”. Sí, Juana sabía que ya no participaba de la cotidianidad de la casa: las broncas de su hija con Cristina, su nieta. Ella la había criado y mimado. Ahora, ya veinteañera, la miraba y le resultaba extrañamente extraña, incluso cuando esta se le acercaba y le decía “¿Qué tal, amama?” y, sin esperar respuesta, seguía su atribulada vida. Su yerno, Lucas, siempre ocupado en sus paseos matinales y ,muchas veces, malhumorado, bien por los resultados de los partidos de fútbol y los desaciertos en las quinielas, bien por la organización de comidas con los amigos en el txoko que terminaban con acaloradas discusiones sobre las nuevas modas gastronómicas o sobre la alineación equivocada de la selección de fútbol. Para Juana el collar, su collar de perlas era su talismán, el trampolín desde el que saltaba y se sumergía en la vida ya vivida para vivirla más. El collar… Ah… se lo regaló Ignacio, allá por el año 49, cuando se fue de gudari para frenar el avance del nazismo, que ya estaba cerca, en Francia y con gobierno en Vichy. Se lo trajo de Burdeos, escondido en el macuto entre balas sin utilizar y con ropa para lavar. Se lo había dado una mujer de la resistencia a cambio de comida para su hijo, comida que él se quitaba del alijo traído desde el caserío familiar y que su madre se había ocupado de llenar. Ella no había tenido muchas joyas: el escapulario de oro que le habían regalado entre todas las vecinas de su madre cuando hizo la primera comunión, ese anillo que su madre le había comprado cuando se curó de una neumonía que casi se la lleva por delante, esa pulserita que, con gran esfuerzo económico, sus padres le entregaron al terminar el curso de corte y confección en el taller de costura de la señorita Elvira. Ese fue su único collar. “Un collar de piedras preciosas traído desde Francia y pasado por las trincheras antinazis es lo que te ofrezco”, le había dicho Ignacio cuando se lo dio. Pero también acariciándola y despertándola con el tacto, le había susurrado que el brillo de sus ojos era más intenso que el de todas las perlas del mundo. Y, en esos momentos, se sintió preñada, sin estarlo, de alegría y felicidad. Era alguien importante. Era el amor para su amor. Se sintió querida y deseada como mujer, agradecida y orgullosa de su hombre. Cuando Ignacio le puso el collar, comprendió que también la ataba a su corazón. Fue el lazo que anudó sus vidas. Juana se alimentaba del pasado viendo pasar el presente. Ese aparente sosiego se rompió la tarde en que, mucho antes de su horario habitual, su nieta 60


regresó a casa. La miró y sus miradas se encontraron. Los ojos de Cristina, verdes amarronados que desprendían siempre un brillo especial y tornasolado, ahora tenían el color del azufre. Sus lágrimas parecían querer expandir esquirlas punzantes y acabar con la paz que reinaba en su rincón. Sus miradas se cruzaron, sus sentimientos también. En ese momento supo que su nieta, alegre y despreocupada, acababa de conocer el dolor y el engaño. No se dijeron nada. No hizo falta. La mirada de Juana fue un imán que la atrajo hacia ella para fundirse en un abrazo cómplice y compasivo. A través del abrazo supo que esa tarde su nieta había dejado de ver para mirar, había dejado de soñar para vivir y que había aprendido que vivir era también sufrir. Juana se quitó el collar y, rodeando con él el cuello de su nieta se lo abrochó. Para ella había sido el regalo que dio amor a su vida, para Cristina sería el regalo que la sacaría del sueño y la llevaría a la realidad. Y recordó al poeta que decía: Entre el vivir y el soñar Está lo que más importa El despertar.

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EL COCHE ROTO ISABEL BILBAO ORTIZ DE GUINEA Lo imprevisto y el futuro, son dos palabras que encierran un todo. Que el tiempo no se detiene. Que el presente es efímero. Que el futuro es ya. Si a todo esto le añades un viaje sin rumbo. El resultado será una aventura más o menos interesante o un espacio de tiempo tranquilo. Clara y Ander no tenían muy claro hacia dónde querían ir. — Sin rumbo fijo –comentó Clara risueña. — Sin prisas –le contestó Ander con una medio pregunta, medio duda. La sonrisa de la chica le disipó la duda. Morena, con el pelo recogido en una coleta, orejas pequeñas que adornaba con unos pendientes de los que colgaban diminutos colorines. Los ojos marrones le brillaban de entusiasmo. En las manos tenía unas gafas de sol que se las colocó encima de la cabeza. —¿Para qué las quieres? ¿Vamos a la playa? –preguntó Ander frunciendo el ceño. Clara palmoteó las manos, se acercó a él, le rodeó la cintura con los brazos. —Vamos allí donde nos lleve el coche. Vamos a la aventura. Vamos juntos. ¡Jo Ander, se un poco romántico! –Ander la besó. Ella pensó que teniéndole a él a su lado, nunca le pasaría nada, estaba segura, protegida. Todo fue rápido a partir de ese momento. Cogieron los neceseres y el coche arrancó. Disfrutaron del paisaje. Montes llenos de árboles, matorrales en los bordes de la carretera. Ríos con abundante agua por la lluvia que había caído durante toda la semana. Casonas esparcidas que rompían los verdes del paisaje con sus paredes blancas y tejados rojos. Vacas en las cercanías y corderos en las laderas. El otoño acababa de empezar y el verde aún lo cubría todo y el viento se encargaba de darle protagonismo moviendo las copas de los árboles y desprendiendo de aquí y de allá hojas al azar. — Cómo ulula el viento. Da gusto estar metida aquí adentro. — No sé, no distingo bien pero creo que el coche mete un ruidito raro. — No fastidies. — El que nos fastidia es él si le pasa algo. Cuando paremos a comer echaré un vistazo. ¿Tienes hambre? –Clara soltó una carcajada que hizo sonreír a Ander. — No me acordaba que comes por horario. Para cuando quieras. Venga, en un sitio que veamos muchos camiones. — Estamos en carreteras secundarias… Clara seguía riéndose y mirando a Ander con despreocupación. Él lo podía todo. Grande y fuerte, compensaba sus cien kilos sin decir que fuese un chico gordo. Simplemente era macizo. El ruidito cada vez se hizo más nítido. Ander pensó que alguna correa le estaba dando una mala pasada. Apuró lo más que pudo en reducir la brusquedad de las curvas. Cambiar poco las marchas. Quería bajar el puerto, llegar a tierra llana. Fueron diez minutos en los que no hablaron, Clara distraída, tamborileaba los dedos sobre su rodilla, mientras seguía disfrutando del paisaje. Él trabajaba con la segunda marcha. Los hombros se le relajaron cuando vio un llano e hizo lo que no había querido hacer en la bajada, 62


meter punto muerto. El coche se deslizo por la pequeña pendiente y se paró orillado a la carretera. Clara despertó de su ensimismamiento. — ¡Cómo baja el río! Es precioso. ¿Por qué has parado? — Ha parado él –le comentó Ander pegando con las palmas de las manos sobre el volante. — ¿Se ha roto? — Se ha parado, ha dicho “hasta aquí hemos llegado”. — ¿Y ahora? — Ahora, “Canta y no llores, corazón…” –le tarareó Ander mientras bajaba del coche. Clara se sentó en una piedra junto al río y metió los pies. Le hablaba sin parar de lo fría que estaba el agua. De lo bien que estaba. De la cantidad de bichitos que veía. Ander, solo veía que se habían roto unas correas y que estaban deshilachadas. Con las dos manos apoyadas sobre el coche, miraba impotente el motor. — Clara, coge tus cosas que nos vamos. — ¡Vamos! –Contestó Clara– ¿Qué cosas? — Tu bolso. Vamos a buscar una casa para comer y que nos digan quien nos puede ayudar con este trasto. Se dieron de la mano y empezaron a andar. Pasos alegres y despreocupados que les llevaban hacia una meta. El terreno era ondulado y el río, se iba separando del camino. Ander tiraba de Clara y el andar ya no era tan alegre. El viento sur, les azotaba la espalda y las piernas con pequeños terrones de tierra y palos. Que no lloviese, era una ventaja pensaba Ander. Llevaban dos horas andando y no se habían encontrado con nada ni con nadie. En una de las ondulaciones, la vista les enseñó un montículo que estaba edificado. Sonrieron los dos. El llano engañaba la distancia, pero no sería más de lo que habían andado. Según se acercaban, se tiró una niebla que como un anillo rodeo el montículo, dándole un halo de misterio. Y una hora más tarde empezaron a subir por la suave pendiente que era como una colineta y estaba sin asfaltar. La tarde declinaba cuando salieron del anillo de bruma y se encontraron con, la edificación y la gente. Eran cuevas bien cuidadas. — Cansados venís –fue el saludo de un hombre. — Ya lo creo. Hemos dejado el coche –Ander señalo con el brazo– ¡Puf, ni sabemos dónde! Pero lejos. — Seguro que habéis subido por el cañón de las tres colinas y mal tiempo hace para los coches. Viento sur, se quema el radiador. ¿Tiraba humo? — No. Han sido las correas. — Mal. Las correas esas y el ventilador del radiador. El hijo del Paco irá mañana a buscarlo. Buen chaval. Y mañoso –terminó diciendo dando así la vuelta y haciéndoles un gesto con la mano para que les siguiese — Aquí dormiréis, si es que queréis, sino, al raso. Algo de comer también os darán. Buena casa es esta. –Entró en la casa y dio una voz– PACOO, aquí te traigo parroquia. Cenaron a gusto y bien. Clara se sintió contenta pero no hablaba. Ander, le sujetaba las manos sobre la mesa. Les estaban preparando la habitación. porque se oían pasos precipitados, movimientos de las sillas, el chorro del agua, voces de ordeno y mando, Y un sin cesar de subir y bajar por unas escaleras laterales cavadas en la misma montaña. Pero estaban cansados y sudorosos. Nada les molestaba. 63


— ¿Estás bien? –le dijo Ander. — Cansada. Me metería en la cama ahora mismo –le contestó. — Un buen remojón nos vendría bien. –sugirió Ander — Si no hay agua caliente, conmigo no cuentes –dijo ella mientras se desataba el pelo y se esparcía la melena por sus hombros. Ander se sintió primitivo. Clara coqueteó con su melena, con los pendientes bailarines de sus orejas, con las manos que revoloteaban, con una sonrisa que insinuaba, con sus ojos, que inquietos miraban hacia un lado y otro sin detenerse, hasta que Ander sujetó una mano entre las suyas, los ojos se cruzaron y subieron las escaleras hacia el piso superior en la ladera de la casa. La habitación envuelta en la negrura se descubrió amplia al dar la luz. Una única bombilla oscilaba en el techo. La cama en el centro, un armario contra una pared y enfrente, en uno de los ángulos, un cortina de tiras de plástico que daba privacidad a una ducha con mamparas transparentes. — ¡Me encanta! –dijo Clara– pero todo para ti, estoy derrotada. –Se tumbó en la cama. Ander, esto es muy romántico. Esta cama no es del todo normal. No creas. Algo le pasa a este colchón. No es nuevo. Se me está clavando en la espalda. ¡Ander! ¿Me oyes? ¡Que me vas a oír! Tengo frío. Es que esto es todo de piedra. El suelo está helado. ¿Cómo viven aquí? Seguro que esto es una mazmorra. ¡Ander! ¿Estás bien? No te oigo, pero ese chorro parece una cascada del ruido que mete. ¿A quién se le ocurre poner una cortina con tiras de plástico?... Clara seguía con su monólogo. Ander la miró con una medio sonrisa porque ya no entendía nada de lo que decía, pero movía la mano de un lado a otro entre murmullo y murmullo. Al meterse en la cama se dio cuenta que el interruptor de la luz estaba en la puerta. Suspiró. Al posar los pies descalzos en el suelo sintió agua. La mampara no había sido dique suficiente para contenerla y un hilillo de agua corría a sus pies. Dando saltitos fue hasta el interruptor. Calculó donde estaba la cama y con dos pasos, saltos sobre ella. Sintió una caída libre. Los brazos se le abrieron en cruz, las piernas se recogieron hacia arriba por las rodillas. Sintió que Clara se aferraba a él como las cinchas de un paracaídas se sujetan al cuerpo. Oyó palabras, gritos, lloros. Consiguió entrelazar las manos para rodearla. Darse la vuelta, resbalar sobre su espalda. La presión del abrazo de Clara, le soltó al entrar en contacto con el agua. Los oídos se le hicieron sordos a palabras y lamentos. Intentó sujetarla pero se escurrió hacia arriba. “Agua, estoy en el agua” pensó. Las piernas por pura supervivencia le impulsaron y en su chapoteo tocó una verja e intuyó una cavidad. — ¡Clara! –gritó en cuanto sus pulmones recibieron un poco de aire. Clara había tenido su periplo particular. Casi dormida como estaba sintió como Ander se lanzaba sobre ella para protegerla de una fuerza que la arrastraba hacia abajo. Se sujetó a su cintura en un abrazo desesperado. Fue consciente de que Ander la rodeó protegiéndola. “No me sueltes. No me sueltes” gritaba, aunque pensó que teniéndole a él a su lado, nunca le pasaría nada, estaba segura, protegida. Su mente también fantaseaba con pasadizos, puertas ocultas, pozos… “agua”. La boca se le llenó de agua, se soltó en su abrazo, pateó. Saltaron los resortes del abrazo de Ander. Sin dejar de mover los pies salió del agua como un pollito con la boca abierta. Sobre su cabeza descubrió las estrellas y como un dragón de fuego, emergió Ander gritando su nombre. Le hubiese gustado llorar pero ya había demasiada agua. Ander se le acercó y solo se le ocurrió una caricia con la mano para quitarle el pelo que le caía por la cara. Le abrazó. 64


— Ander, eres una roca, no me gusta el agua, quiero salir de aquí. ¿Qué ha pasado? — Vale, vale. Suelta. Tenemos que movernos los dos. — No hago pie. No me gusta el agua. — Estamos en un pozo. ¡Esto es un pozo! –matizó– tranquila. Ya hemos salido. Creo que el suelo se ha hundido. Ahora solo hay que buscar el modo de subir. — ¿Subir? ¿Subir por dónde? –Clara hablaba a borbotones, el agua se le metía por la boca. — He sentido que había una verja ahí abajo… un hueco. — No me dejes… –y Clara agarró los hombros de Ander. — No te dejo princesa, solo voy a mirar lo que creo que he detectado. Tú quieta aquí. Estás cansada. Agárrate a los salientes de las piedras y así descansas un poco, pero no dejes de moverte. ¿No querías aventuras? –Se estaban mirando con una dulzura que les hacía daño –“¡Princesa!”, –dijo Ander con teatralidad– espérame que vuelvo y si tienes miedo “silba” –le guiñó un ojo, con el dedo índice le mandó un beso y se zambulló. Clara iba de susto en susto porque antes de darse cuenta de nada, la cabeza de Ander subió para coger aire y volver a sumergirse. Ya solo contaba. Unas veces llegaba a treinta, otras se quedaba en diez. Pero siempre le sorprendía su llegada y su nueva inmersión para empezar a contar. — Cuarenta y cinco, cuarenta y seis, Ander… cincuenta y cinco, cincuenta y seis… Anderr… estás tardando mucho. Ochenta y cinco, ochenta y seis. Ander, ven por favor. Ahora tengo miedo, no soy valiente. Con el agua al cuello no me encuentro bien. Si me dedicase al deporte, la última disciplina que elegiría sería la natación. ¡Ander!, ya te vale, ¿no? Estoy segura que has entrado por ese barrote, verja, puerta. Estoy segura. Sí, desde luego. Ahora me tirarás una cuerda por el alto de este pozo o lo que sea. Sí, vas a venir. ¿Sabes lo que te digo? Que no tengo miedo, sí, un poco, pero sé que vas a venir. Y yo voy a subir por esa cuerda. ¡Al revés que el cuento! Ya sé que tú dices que son tonterías, pero en el cuento, la princesa tira las trenzas y el príncipe trepa. Aquí tú tiras la cuerda. Ander, tira la cuerda por favor. Ya sé que esto no es un cuento. A ti te gustan más las películas, dices que son más reales. Sí, pues, ale, voy a silbar… Clara hacia sus monólogos particulares para quitar el miedo. Para crecerse en confianza. Ahora quería silbar y no podía. — Claro, luego me dirás que no has venido porque no he silbado. No me deja el agua. –Se pasó la mano por la cara para quitársela de la boca, pero el sonido no quería salir. Miró hacia la boca del pozo. Estaba claro, preferiría escalar por las piedras antes que sumergirse. Dio varias vueltas sobre sí misma. Extendió los brazos para ver si tocaba las paredes. No, el pozo era ancho, le faltaba lo menos un brazo para llegar. Las estrellas le hacían guiños. — Os veo. ¿Y qué? Sí, encima os escondéis; no, creo que rotáis. ¿O roto yo? ¿A que subo? Pues igual puedo subir y le doy una sorpresa a Ander. ¡Ander! ¿Dónde estás? Por favor que no le haya pasado nada. Voy a subir. ¡Voy a subir! Se centró en conseguir sujetarse entre las piedras que sobresalían y las juntas de una contra otra. Se despegó del agua pero no quería ser consciente ni mirar, solo seguir. Se resbaló un par de veces y una de ellas se hizo daño. Al tocarse la rodilla sintió dolor y chilló. El eco retumbó por todo el pozo y poco faltó para que se soltase. — Clara, Clara –inició nuevamente un monólogo –cálmate. Mira todo lo que has subido –instin65


tivamente miró hacia abajo y fue incapaz de ver el agua –¡Dios mío estoy muy arriba! Lo voy a conseguir. Además me parece que esto se estrecha. Anda que como me caiga. Sí, claro, me dirán “has caído sobre blando”. ¿Blando? Aquí quisiera yo ver a esos. No soltaba una mano hasta que el pie encontraba una buena piedra para sujetarse. La cabeza le chocó contra algo grande que la paralizó. Estuvo un rato quieta respirando hondo y recuperando un poco de fuerza en los brazos. El pozo se estrechaba haciendo un anillo más pequeño. Sintió pánico. Palpó buscando algo, cualquier cosa a la que poder agarrarse y encontró un hierro. Tanta alegría y seguridad le dio que soltó la otra mano para agarrarse y se quedó suspendida en el vacío. Gritó — ¡Socorro! –El eco le devolvió las dos últimas sílabas “corro, corro, corro” y murió con el “ro, ro, ro…”. Pero sus sentidos también escucharon “Clara, Clara, ra, ra, ra…”. Se dio cuenta de que los pies rozaban ligeramente la pared del pozo. «Puedo, puedo hacerlo. Estoy cerca y esto es una escalera. ¡He encontrado una escalera! Tranquila Clara. Lo has conseguido. Piensa, luego existes. ¿Qué suelto primero? ¡Dios mío qué golpe! Una mano, arriba. Un pie… Ya está». –¡Ya está!” –gritó. Y el eco le devolvió “ya está, está, tacla, clara, ra, ,ra…” “Clara, ra, ra, a, a…” repitió el eco con nitidez. – ¡Ander, der, der derrrr! –repitió ella –estoy arriba. “Arriba. Esriba, riba, ba, ba…” El eco, las voces, el pozo, el agua. La luz de las estrellas que a Clara le parecía que casi podía tocarlas. Se pinchó y arañó para salir del pozo. Miró lo primero al cielo y descubrió que estaba repleto de estrellas y que cada puntito le hacía un guiño y que todo a su alrededor era argoma. Le pareció que la capacidad de actuar había desaparecido, se le había escapado. Se abrazó ella misma porque sentía frío «¿Ander, dónde estás?» Se frotó las manos y palmoteó un par de veces. Silbó. — Clara, Clara, ra, ra… –salió una voz por entre las ramas de la argoma. — Ander, Ander, tienes una escalera de hierro, ahí donde el círculo se estrecha. Sube por favor. –Sintió que los cuentos son copias de las realidades. Ander subía no con su trenza, ella tenía melena solo. El árgoma se desplazó hacia un lado y la cabeza de Ander apareció. Ander se sumergió aprisa hacia las profundidades del pozo. No quería seguir escuchando a Clara, le parecía una niña abandonada y si él se marchaba, aún peor, abandonada, sola y con el agua al cuello. Fue un error porque no cogió suficiente aire y tuvo que subir y encontrarse de nuevo con la cara de susto de Clara. En veces sucesivas no le fue fácil, pero si aguantó lo suficiente, para conseguir que los barrotes que formaban una verja, se desplazase. Tuvo que subir nuevamente, pero ya no miraba a Clara, no quería ver su cara angustiada porque si no, no lo conseguiría. La verja le dio paso a una galería que tenía peldaños y el nivel del agua iba en disminución, llegó a un espacio más abierto. El agua no llegaba hasta allí y se notaba por los utensilios, cacerolas, tinajas, cuerdas enrolladas, herramientas varias, todo esparcido. Siguió más adelante por la galería que cada vez se estrechaba más hasta tener que andar a gatas. Decidió volver, para mirar mejor la sala e ir a buscar a Clara. Una segunda mirada no le dice mucho más sobre lo visto. Recorre la vista por las tinajas, da pequeños golpecitos, pero piensa que tirarlas o romperlas no le aportaría nada, pero en su precipitación, una da vuelta y rueda dejando al descubierto arena, cristales y unos trozos de cuerda. Se paró en seco. Tiró de las cuerdas que estaban atando un pequeño saco de cuero. “Esto tienen que ser piedras preciosas” fantaseo Ander. Lo recogió y se lo colgó al cuello. Su prioridad era Clara y creía que ya había tardado 66


bastante dejándola sola. Entró en el agua, se zambulló e impulso hacia arriba. Cuando su cabeza asomó a la superficie le dejó con los brazos extendidos sobre el agua. Giró en redondo. Se percató que no llegaba a tocar las paredes del pozo. Pero siguió sin ver a Clara. — Clara –gritó a todo pulmón. El eco devolvió sus palabras hasta perderles el significado. Palpó las paredes, recorrió todo el corro intentando buscar un orificio, una cavidad, algo por donde Clara hubiese tenido una salida. En su búsqueda creyó escuchar la voz de ella que le llamaba. “Clara” gritó de nuevo para que el eco propagase la voz. Y cuando todo se calmó el eco se impuso nuevamente llamándole. “Arriba, arriba, rriba, riba, ba, ba…” Se abrazaron con fuerza, sin pasión, por necesidad de contacto. Así permanecieron un rato sin decirse nada. Ander le acarició la cabeza que reposaba sobre su hombro. — Pareces un pollito –le susurró– tienes una cabecita de ajo que me gusta. — ¿Si? Sabes, en el pozo esperándote solo quería que tu estuvieses arriba y me tirases una cuerda. — Fantasiosa. Todo esto nos ha pasado porque eres una bruja maléfica, me has encantado y mira el resultado. Se separaron para mirarse. Ella vio a su chico, él a una chica que más parecía una sirena. Y los dos estaban medio vestidos. Clara en pijama de pantalón corto. Ander camiseta y calzoncillos. Los dos hablaron al mismo tiempo. — ¿Qué te ha pasado? — ¿Qué es esto? — Me he resbalado un viaje y me he pegado con un saliente. ¿Y esto? –Ander tenía colgando el saquito. — Luego miramos, vamos a salir de aquí. No sé a ti, pero me están machacando los arbustos con tanto pincho Lo pasaron mal bajando la ladera del monte, pero no pararon de hablar, de reírse. No se veían casas ni cuevas por ninguna parte. Llegaron al llano. Seguían andando cuando el cielo comenzó a aclararse. Cuando despuntó, intuyeron más que vieron el río. Sufrieron hasta que llegaron, pero con los pies dentro del agua volvieron a reírse y hacer comentarios de la aventura. –El saco Ander, el saco… — Sí, porque ya me está pesando y me hace daño, estoy de él hasta el gorro. Tiene monedas. Las he visto y las he sentido sobre mi pecho todo el tiempo. — ¿Son de oro? — Espero que sí. Siguieron el curso del río pensando que por lo menos llegarían al coche y fue una camioneta quien los encontró en la carretera. Les llevó en dirección contraria hasta el pueblo. No quiso saber nada de sus explicaciones, aunque les escuchaba con una sonrisa. Les dejó frente a unos almacenes para que comprasen ropa. Las cosas se precipitaron. Las tiendas estaban cerradas. Ander se quitó la camiseta y se la puso Clara, así pasaban más desapercibidos aun llamando la atención el torso desnudo de Ander. Cuando Clara dijo: — Vamos a robar una camiseta –Ander no tuvo nada que decir. Estaba seguro que robarían una 67


camiseta. Todo se estaba desmoronando. No era dueño de sus actos. Quería ir al coche y le llevan al pueblo. Quiere ir a un taller mecánico y le falta ropa. Quiere comprar ropa y no tiene dinero. Tiene unas monedas… — Un banco. Un banco, Clara necesitamos un banco –cogió a Clara por el brazo y la arrastró tras él. — Calma, calma, un banco ¿Qué banco? ¿De qué? — De dinero. Vender una moneda –Clara le miró, pasó de la sorpresa a la admiración, luego a la duda y entrecerrando ligeramente los ojos dijo: — ¿No sería mejor una joyería? –Ander se paró en seco. ¿Qué le estaba pasando? No podía ni pensar. Claro que lo que necesitaban era una joyería. — Bien por ti. Claro que sí. Una joyería nos dirá si esto es oro o … — Ander, es oro…– le cortó tajante. — Mejor, pero una joyería tienes razón, es perfecta. Vamos a sentarnos y hacer un plan. Yo no puedo entrar. Mira qué pinta. Tú estás mejor. Lleva una… ¡algo ya te darán! Espera, vamos a sacarlas… una solo, no vamos a llamar la atención. Son romanas. Tienen que valer un pastón. — ¿Son nuestras? –preguntó Clara poniéndose las manos en la boca. — ¡Jo Clara! De todas las preguntas la que menos esperaba es esta. Pues claro. ¿Quién las ha encontrado? No hemos visto a nadie y eso que hemos buscado a los de anoche. Piensa, piensa en lo que vamos hacer. Tú vas a la joyería y les cuentas la verdad, pero solo un poco. Se nos ha estropeado el coche, quieres vender esta moneda o dejarla en prenda, pero que te den dinero, ya la rescatarás luego. Lo que veas que a ellos más les gusta. No sé lo que te darán, pero… ten en cuenta que tenemos que ir al taller, comer algo… no sé. Tú verás. Clara, no cuentes nada del pozo por lo menos hasta que vallamos a la policía. Eso sí hay que hacer –terminó desinflado con tantas decisiones y propósitos. Se sintió mal esperando a que Clara llegase. Quiso desviar sus pensamientos al tiempo que ella le había estado esperando en el pozo, pero de todas, todas, volvía a la moneda y el dinero. Clara llegó sonriente con una bolsa. Una camiseta, pantalón corto y sandalias para él. Ella llevaba un bolsito de bandolera sobre la camiseta de Ander, pero tenía pantalones cortos nuevos y sandalias. — Venga, a la conquista del mundo. Ander, estas monedas valen un pastón. Me han dado un montón de dinero, pero les he dicho que igual vengo a recogerla en quince días. Están de acuerdo, les he dado pena con lo del coche y todo. En la carrocería tuvieron que dar más explicaciones. No tenían llave. Hablaban de unas “casas cuevas” donde se habían quedado sus documentaciones. Que habían salido a dar un paseo y se habían perdido. El carrocero les miraba sonriente y no se creyó ni una palabra. — ¿El coche existe? –les preguntó. — Por favor, coja la grúa y llévenos. Es bajando un puerto, un poco lejos. — Vamos a por el coche, sobre ruedas las distancias son menores. Lo encontraron. Estaba donde lo habían dejado. — Y decís que una casa, una casa entre la ladera de la montaña… — Sí, vamos a ir hasta allí. Pensarán que estamos durmiendo. — Iban despacio. Ahora quien dirigía era Ander. Había que separarse del río, ir hacia la izquierda y enseguida verían el montículo. En la distancia lo descubrieron tal cual ellos lo habían explicado. Y en menos de media hora llegaron al pie. Subieron los dos, el mecánico no quiso dejar su furgoneta sola. — Mirar chicos. Es muy raro todo lo que contáis, pero resulta que todo existe. Yo os espero y si no venís, directamente a la policía. 68


— No se preocupe, ahora vamos de expertos. Espérenos que bajamos enseguida. Fue menos de lo que ellos esperaron. Llegaron a lo que habían creído que eran casas. En realidad eran puertas que cerraban las concavidades de las cuevas. Buscaron hasta encontrar una medio abierta. Una estancia que aún conservaba mesas y sillas. Unas escaleras que escalaban sobre la ladera hasta un piso superior y allí estaban sus ropas y la mochila. — ¿Ander, qué ha pasado? –dijo Clara con un susurro de voz. Pero Ander estaba mirando las paredes, palpándolas, buscando la cortina, la ducha, la cama, pero allí no había nada. Solo su mochila contra la pared. — No te acerques mucho Ander. ¿Si te caes? Ander se aceró a ella, la abrazó, recogieron sus cosas y bajaron por la colina. Poco antes de llegar donde les estaban esperando, Ander comentó: — Princesa, no tengo explicación. No tenemos que dar explicaciones. Lo hecho, hecho está… Cuando nos calmemos, volveremos a buscar lo que ahora ya no nos interesa encontrar.

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ARCILLA Y BARRO LAURA GARCÍA Érase una vez un alfarero que hacía vasijas de barro, cada una era particular e irrepetible. Modelando cuidadosamente la masa de arcilla que giraba sobre el torno, traía a la existencia la idea que había diseñado en su imaginación. Después de cocerlas en el horno las colocaba en baldas y las contemplaba una y otra vez, regodeándose en sus obras. Las cambiaba de sitio de vez en cuando, les quitaba el polvo y hablaba con ellas. Un día de inspiración fabricó un magnífico botijo regordete y gracioso. Mientras esperaba para meterlo en el horno, entró una ráfaga de viento y una tabla, que estaba mal apoyada en la estantería, resbaló y cayó encima del botijo aún fresco, quedándose deforme y feo. Pero el alfarero en vez de tirarlo, lo miró y le descubrió una gracia especial, le cogió aprecio y pasó a ser su botijo preferido. También hizo un jarrón alto y esbelto con cenefas y grecas de bellos colores. Y después modeló un recipiente singular; más hondo que un plato, pero más bajo que un cuenco, aunque no llegaba a ser tampoco un vaso. Vamos, una vasija multiusos sin finalidad concreta. Y lo coció junto a las otras vasijas. A los pocos días entró en la tienda un cliente con intención de comprar un recuerdo para llevar a su familia, y después de observar todas las vasijas detenidamente, se decidió por el colorido jarrón. El alfarero se despidió de su jarrón deseándole lo mejor mientras lo envolvía cuidadosamente para entregárselo a su cliente. Cuando ya salía de la tienda vio el cuenco y pensó que le haría buen papel a su mujer en la cocina y también lo compró. El botijo miraba a sus compañeros con envidia y pena. El alfarero al ver a su pobre botijo le dijo al cliente: — Como me ha comprado dos vasijas le regalaré este gracioso botijo. — ¡Pero si está deforme! –contestó el hombre. — Sí, pero es especial, no hay otro como este. — Bueno, como dice el refrán: “a caballo regalado no le mires el diente”. Bien, me lo llevo –y salió de la tienda con las tres vasijas. El jarrón quedó colocado sobre la mesa de la cocina con unas preciosas flores. El cuenco iba cambiando de un lugar a otro según lo utilizaban para poner frutos secos, recoger las migas de la mesa o las peladuras de las patatas. Y el pobre botijo quedó arrinconado en una esquina de la alacena, pues no servía para mucho; era deforme y no podía mantener fresca el agua. El jarrón se sentía orgulloso, era bonito y lo habían colocado en el lugar más destacado. Dirigiéndose al botijo que miraba tímidamente hacia el suelo, le dijo con hilaridad: — Oye, botijo, ¿cómo se ve la vida desde ese rincón? Yo desde aquí lo contemplo todo estupendamente ¡Qué pena me das! No sirves para nada y eres muy feo. Mírame a mí. Soy muy colorido y me han engalanado con flores. Esto sí que tiene mérito. El botijo se encogió aún más intentando defenderse, pero sabía que el jarrón tenía razón y que el único que le miraba con afecto era su alfarero, que ahora ya no estaba presente. El cuenco salió en su defensa: — Oye, no te metas con mi amigo. Tú serás colorido pero eres un vulgar jarrón, en cambio mi amigo es único. Mira qué hendidura tiene en el lado derecho. No creo que encuentres otro como él. Si vuelves a insultarle, te las verás conmigo. 70


El jarrón se calló enfadado y el botijo agradeció al cuenco que le hubiera defendido con una media sonrisa, pues hasta eso le salía torcido. Pasaba el tiempo, el jarrón se hacía cada vez más engreído pensando en las cualidades que tenía, sólo hablaba de él y lo bonito que era. Llegó a hacerse insoportable y los otros ya ni le escuchaban. El cuenco se empezó a cansar de que le utilizaran para casi todo y de no tener, según él, una función digna de una vasija. Llegó a la conclusión de que lo que le gustaba de verdad era llevar la contraria y ser libre; poder elegir su propia misión. Así que, cuando le dejaban con un puñado de almendras sobre la mesa, se daba la vuelta y las almendras quedaban debajo. Lo peor era si le ponían algún líquido, pues aparecía desparramado y el dueño de la casa se enfadaba porque lo tenía que limpiar. Pero el cuenco se divertía y le hacía reír al botijo que le miraba desde su esquina sin decir nada. Un día el botijo le preguntó al cuenco: — ¿Por qué no dejas que te utilicen para poner cosas? — Porque quiero ser yo mismo, estoy harto de que me usen para lo que quieren los demás. Yo quiero hacer algo original. — Pero si ya eres un cuenco original. ¿No te das cuenta de que así no sirves para nada y se van a cansar de ti y te abandonarán como a mí en un rincón? Pues a mí ya me gustaría que me llevaran de aquí para allá y me tuvieran en cuenta. De mí ya no se acuerdan ni para quitarme el polvo. El cuenco escuchando las palabras de su amigo decidió cambiar y dejarse usar sin poner resistencia, así llegó a convertirse en el utensilio más imprescindible de la casa. El jarrón no tuvo tanta suerte; un día, el perro de la familia entró con tanta furia a la cocina que tropezó con la pata de la mesa y lo hizo caer al suelo rompiéndose en varios trozos. Los dueños pegaron las piezas, pero se quedó desportillado. Pensó que ya no iba a servir para nada y lo tirarían a la basura, pero le pusieron unas flores y lo colocaron en la alacena con la grieta y la muesca del borde hacia la pared, cerca del botijo. Este gesto le hizo reflexionar y cambiar de actitud. Desde entonces se le bajaron los aires de grandeza, se volvió más discreto y agradecido y comenzó a tratar al botijo con más simpatía. Pasado el tiempo, invitaron a comer a un amigo de la familia que tenía una galería de arte. Se fijó en el botijo y se interesó por él, le pareció maravillosamente único. Ofreció una alta suma de dinero para exponerlo en su galería, donde la gente podría admirar su original belleza, y se lo llevó con él. En la galería de arte el pobre botijo se sentía muy solo sin sus compañeros. Un día, entre la gente que le contemplaba, descubrió los ojos de su alfarero que le miraban con la ternura de siempre. El alfarero sonrió y orgulloso de su obra maestra, comenzó a visitarlo a diario, lo que alegró profundamente al pobre botijo defectuoso.

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EL FRÍO EN LOS HUESOS POLI MORO Sentados a la vieja mesa de madera de la cocina de su casa yo le dije con entusiasmo a mi abuelo José: — Estaba muy rico el cordero. — Ya puede, Miguel: no llevaba ni una semana comiendo hierba. — Vale, pero además estaba bien asado. No hay nada como un horno de leña artesano. Ahora un café. No te muevas, abuelo. Ya lo preparo yo. — Haz para ti. A mí acércame la botella de orujo suave, el de miel, ya no soporto el orujo de verdad, está en ese armario de la esquina, al lado de la chimenea. Y aprovecha para echar otro leño al fuego. — Ahora mismo, abuelo; pero no hace nada de frío. Estamos en primavera. — Yo sí tengo. El frío una vez que se ha metido en los huesos ya nunca sale. — Vale. Echaré un par de leños grandes, que puede que se alargue la tarde. — Quieres que empiece ya, ¿verdad, Miguel? Llevas horas esperando sin protestar. — Cuando hay que ser paciente, hay que ser paciente. No tiene más misterio –dije con arrogancia. — Claro. Como creo que ya has adivinado, te he llamado para contarte una historia. Cuando eras niño y no tan niño, y venías los veranos, a todas horas me decías: “Cuenta algo de la guerra, abuelo José, cuenta algo”. Y yo no abría la boca, solo quería olvidar. Pero ahora sé que me queda poco tiempo de vida. Y hay una historia que tiene que saberse. Lo he pensado mucho, mucho, y debo confesar antes de morir. Tú abuela ya no está. Así que es el momento. Como tú quieres ser escritor, y listo ya yo he visto yo que lo eres, te la voy a contar a ti. Espero que seas lo suficientemente hombre como para aguantarla. — La soportaré, abuelo. Si tú puedes contármela yo puedo escucharla. Sabía que me habías llamado para algo como esto. — Me gusta que te lo tomes así... Voy a empezar. — ¿Te sirvo otro orujillo, abuelo? — Bien. Allá voy –dijo mientras bebía otro orujo de un trago–. Pues, como ya sabes estuve en la División Azul después de ganar la Guerra Civil. Nos mandó Franco a Rusia para luchar junto a los alemanes contra los rusos, que eran comunistas. Antes ser comunista era lo peor que se podía ser. Yo también lo creía entonces. Ahora es distinto, a los jóvenes como tú les gusta decir que son comunistas. ¿Igual tú eres comunista? — A veces sí lo soy, abuelo, cuando me interesa. Otras soy lo contrario, más capitalista que un banquero. — Eso está bien, nieto, eso te ayudará a sobrevivir. Sigo contando. Un día, de madrugada, cuando empezaba a salir el sol y podíamos abandonar los refugios para salir a la nieve, cuando ya quedábamos muy pocos y la guerra estaba perdida y lo sabíamos, nuestro teniente, el único hombre bueno de toda aquella guerra, nos ordenó, sin que ningún otro mando pudiera oírle, sobrevivir, nos ordenó volver a casa como pudiéramos, por nuestros propios medios, sin mirar atrás. Algunos le obedecimos. Eso era lo único que yo quería. Tenía que saber que pasaba con tu abuela. Yo le escribía cartas cada poco tiempo desde aquel matadero de hombres, pero no había respuesta. No sabía si es que no le llegaban o es que no me contestaba. Tenía que sobrevivir para saber si la Manuela me seguía queriendo o no. Aquí mi abuelo se detuvo. Tomó aire y bebió un sorbo de orujo. Yo le miré con detenimiento y vi otro hombre que no había visto nunca. Un soldado en Rusia, en la nieve, disparando; esquivando la metralla de las bombas en mitad de ese país que de un modo u otro me ha fascinado siempre. 72


— ¡Qué interesante! Sigue abuelo. — Bueno. El frente se hundía. No dejábamos de retroceder, la mayoría de las veces sin el orden preciso. No importaba cuantos rusos matáramos, siempre llegaban más y con más ganas de matarnos a nosotros. Los alemanes eran buenos soldados, aunque nosotros los españoles éramos mejores. Uno de nosotros valía por tres alemanes. Pero había que salir de allí. Y acordé con un compañero, un soriano, que aguantaba el frío como los caballos, que cuando volvieran a atacarnos les robaríamos los uniformes a algún alemán muerto y después de herirnos a nosotros mismos –cada uno dispararía con cuidado sobre el otro –intentaríamos llegar a un hospital, que ojala estuviera lo más lejos posible del frente, y desde allí volver a España, juntos o cada uno por su cuenta. Era un mal plan, ya lo sé, era el que se no ocurría a todos, pero no teníamos otro; era eso o morir allí, en la nieve, sin que ni siquiera te enterrasen. Yo pensaba mucho en eso, en que no tendría una tumba. Y Manuela nunca podría venir a verme. ¡Qué tontería! — ¿Preparo café? — No. Presta atención. No ocurrió así. La suerte me sonrió. Corríamos por una carretera asfaltada, en retirada, y nos tropezamos con un grupo de los alemanes que corrían en la misma dirección indigna que nosotros y la metralla alcanzó a un capitán alemán. Me pidió ayuda. Lo cogí y me lo cargué sobre los hombros. Y corrí con él hasta que un camión nos recogió. El capitán me obligó a subir con él para que presionara su herida y no sangrara. Nos dejaron una hora después en un aeropuerto improvisado en una explanada donde tenían que quitar la nieve todos los días. Allí todo el mundo corría de un lado para otro dando gritos en ese idioma del demonio. Depositaron al capitán en una camilla al aire libre al borde de la pista de aterrizaje después de vendarle. Y yo allí con él, porque daba órdenes para que no me alejarán de él. Y me ordenó con palabras y gestos que subiera con él al avión. No sabía que pensar, pero tampoco tenía alternativas. Le miré a los ojos. Y vi en el azul de ellos el mismo cansancio que debía de haber en los míos. Y me quede con él. Consiguió que los dos subiéramos al avión, era grande, y había algún médico dentro. No hable nada. Yo calladito, al lado del capitán. Ya más tranquilo me quede dormido, y cuando desperté estaba en Ucrania. Pero incluso allí, no me alejé del capitán hasta que llegamos a un hospital. Tenía miedo, así que aunque hubiera podido hablar en alemán, no hubiera podido pronunciar ni una palabra. Me quedé por allí. Hasta que el capitán me consiguió un salvoconducto para moverme libremente. No sabía que hacer, quería ir a casa pero hubiera significado desertar. Y cuando ya buscaba un modo de volver con la División Azul, me informaron de que Franco había ordenado la repatriación de los supervivientes. Así que decidí volver a casa desde allí mismo, yo solo y como fuera. No me fue difícil moverme con la documentación de soldado de la División Azul y el salvoconducto. Es más nadie quería nada conmigo. — De todos modos, qué valiente fuiste y qué suerte tuviste, ¿no?, abuelo. — Todos los que volvimos vivos, los que logramos sobrevivir, tuvimos suerte. O fue porque Dios no dejo nunca de protegernos. O porque seguíamos teniendo ganas de vivir. En la guerra mucha gente pierde las ganas de vivir y solo mantienen las ganas de matar, y eso acaba contigo. — Ya. Creo que lo entiendo, abuelo. Aunque sin vivirlo es una comprensión limitada. Tal vez solo imagino que lo hago. — Mejor que no lo hayas vivido. Ojala que nadie nunca más tenga que vivir algo como aquello. — Por supuesto, abuelo. Pero me ha gustado escucharlo. — No. Todavía no te he contado lo quiero contarte. Pero vamos a descansar un rato. Luego seguimos. — Por supuesto. Mi abuelo se levantó y se sentó frente a la chimenea. Yo salí a la calle. El sol brillaba con esa luz débil de principios de Abril. Me senté en el banco de piedra apoyada sobre la fachada de la casa e imaginé la gran novela que podría escribir. Lo primero era sin duda documentarme sobre la División Azul. Una estampa de nuestra historia que parece que todo el mundo quiere dejar enterrada en la nieve. Un motivo excelente para escribir sobre ello. Luego cerré los ojos apoyando la cabeza entre la pared y un tronco de vid que ascendía reptando, hasta que la voz del abuelo me trajo de vuelta de algún sueño bélico que no pude recordar. 73


— Vamos dentro. Sigamos. He avivado el fuego. Casi lo dejamos morir. La casa se había enfriado. — Lo siento, abuelo. Estaba en Rusia con mi imaginación. Bueno en la antigua Unión Soviética, madre de todas la revoluciones. Yo antes quería ser revolucionario, abuelo. — Todos los jóvenes quieren serlo. Luego se pasa. No te preocupes por eso. Volvimos a sentarnos a la mesa. Esta vez me armé con unos folios y un bolígrafo para no perder detalle. Estaba convencido de que faltaba lo mejor. — Bueno. Sigo entonces, Miguel. — Adelante. — Viajando a pie y subiendo en trenes de carga conseguí llegar a Alemania y atravesarla, lo mismo hice en Francia hasta la frontera con España. Allí me retuvieron casi un día hasta que comprobaron mis papeles. Y luego caminé hasta que encontrar otra estación de ferrocarril. Siempre me ha gustado viajar en tren. Y así llegué al pueblo. Pero no entré, mi instinto de soldado me aconsejó subir a un cerro con mucha vegetación. Nadie me vio. Sabía cómo ocultarme. Y desde allí vigilé las casas de mis antiguos vecinos. Especialmente la de Manuela, donde vivía con su padre, si es que seguía vivo este hombre, yo no lo sabía, y donde pensábamos vivir juntos para siempre. Cuando el sol empezaba a ocultarse la vi. Ella estaba bien. Y tan guapa como siempre o más. Me dieron ganas de salir corriendo y abrazarla. Pero no me moví. La guerra me había enseñado a esperar escondido hasta estar seguro de que no hay peligro. — Fliparías al verla, ¿no?, abuelo. — Yo no lo diría así, pero sí, casi me vuelvo loco de alegría y de pena. — Perdona, abuelo. Sigue. — Esa noche logré dormir entre unas rocas a pesar del frío hasta que el sol me despertó. Me levanté, y volví a vigilar la puerta de Manuela. Y poco después vi aquello que me terminó de volver loco, vi entrar un hombre a su casa. Creí reconocerle. Estaba seguro de que era el hijo mayor del Ramiro. No recordaba su nombre, aunque fui con él a la escuela unos años. No sabía lo que hacer, hasta que una media hora después le vi salir junto con Manuela, que le despidió con un beso en los labios. Pobre hombre, no podía adivinar lo que me juré hacerle en ese mismo instante. — Un momento, abuelo. Dime más sobre lo que sentiste al ver todo eso. — No lo sé. ¿Cómo decirte? Pues cómo si hubiera visto a un en enemigo, a un ruso al que había que matar. También sentí celos y soledad. Creo que fue eso. Ya no me acurdo muy bien. Solo recuerdo que estaba tan furioso que me lancé corriendo peñas abajo hasta alcanzarle en las afueras del pueblo en el lado contrario por el yo había llegado. Él llevaba una azada al hombro. Iba a algunas de las tierras de Manuela a trabajar. Le cogí por detrás y le puse la navaja en el cuello. Le dije que tirara la azada y que no abriera la boca, que si lo hacía le cortaba la nariz y las orejas, como hacíamos con los rusos. Y le obligué a subir al monte después de sujetarle con mi cinturón, que se lo cerré alrededor del cuello. Él temblaba de miedo. Creo que tardó en reconocerme. Y cuando lo hizo quiso hablar. Pero se lo impedí tirando del cinturón hasta que la hebilla se le clavó en el cuello. Gritó. Pero yo solo pensaba en Manuela y no me importó. — Lo entiendo. ¿Y no sentías lastima por él, abuelo? — No. Nada. Estaba convencido de que tenía razón. Eso me daba una fuerza salvaje. — Lo entiendo. Sigue, abuelo. — Entonces al llegar arriba le pregunté por qué había besado a Manuela, mi novia. Me respondió que llevaba trabajando para ella desde la primavera pasada. Que ella había dejado de recibir cartas mías hacía más de un año. Y que pensaba que había muerto, porque los rumores que llegaban al pueblo decían que allí todo el mundo estaba muriendo poco a poco. Entonces le pregunté si eran novios. Me dijo que sí. Y ese “sí” resonó en mí interior como los gritos de los rusos al correr hacia nosotros. Y antes de pensar en que la furia se estaba apoderando de mí, ya le había clavado la navaja en el cuello hasta la empuñadura. No pudo gritar, solo retorcerse, intentando desesperadamente tragar un poco de aire, pero la sangre que le brotaba se lo impedía. Aunque no me creas, me quedé allí mirándole sin hacer nada hasta que dejó de 74


patalear, hasta que murió. Era un buen hombre. Seguro que lo era. Pero era mi novia. Tenía que haberla dejado en paz. Cómo se atrevía a besarla mientras yo estaba en la nieve de Rusia, muerto de hambre. ¿Sabes que si no comes, el frío se te mete en los huesos y ya nunca sale de ahí? — No, abuelo. No lo sabía. Es una historia fuerte. Yo creo que tú hiciste lo que todo hombre hubiera deseado hacer en tu lugar. Y en todo caso hiciste aquello que llevaban años exigiéndote que hicieras, matar a tus enemigos, y ese, el hijo de Ramiro, sin duda era tu peor enemigo. — Supongo que lo era. Pero me he arrepentido tantas veces de lo que ocurrió aquella mañana. Tenía que haberlo afrontado de otra manera. Tenía que haberme presentado ante Manuela sin miedo, sin importarme que besara a otro. Tenía que haberla recuperado de otro modo, como un caballero. — Puede que sí, abuelo. Pero como tú has contado todo ocurrió sin que tú pudieras evitarlo, fue tú última víctima inocente de la guerra. Creo que deberías verlo así. — Gracias, Miguel. Pero antes de que sigas intentando que me perdone a mí mismo, voy a acabar la historia de una vez por todas. — De acuerdo, abuelo. Acaba. — Entonces, bajé del cerro para buscar la azada, la encontré y volví a subir. Cavé una fosa y le enterré allí mismo, y disimulé la tumba con piedras y palos. Volví a bajar y dejé la azada donde estaba. Para que todo el mundo pensara que se había ido o se lo habían llevado a algún sitio. Después volví a subir y vagué dos meses por los montes. Volviendo de vez en cuando a vigilar el pueblo, para comprobar cómo iban las cosas. Cuando me pareció que todo estaba en calma, me puse guapo y entré en el pueblo como si acabara de llegar y me fui directo a casa de Manuela. Cuando me vio, lloró, y me abrazó con todas sus fuerzas. Comprendí que seguía queriéndome. Volver con ella solo sería cuestión de tiempo y de mentiras. No tenía otro remedio. Qué iba a hacer. Esto es todo. He terminado. Mañana te enseñaré el sitio exacto donde están sus huesos. — Vale. No, espera. Tal vez. Acabo de darme cuenta de que no hace falta. Me dibujas un mapa. Seguro que sabes hacerlo. — Bien. Claro que puedo hacerlo, si lo prefieres. — Lo prefiero. Jamás hubiera imaginado que ibas a contarme algo así. Es tan radical. Tan irrevocable... Y ahora, ¿qué hacemos? — Contarlo. Pero no ahora. Quiero que esperes. Lo harás cuando yo haya muerto. Irás a la Guardia Civil, y les confesarás lo que hice. — Lo haré, ¿cómo se llamaba? Seguro que ahora sí sabes su nombre. — Pedro Rodríguez. — De acuerdo, será una conmoción para el pueblo y para el resto de la familia. Imagínate como lo verá mi padre, tu hijo. Y los tíos. Es verdad, supongo que es mejor esperar a que ya no estés. — Sí, será algo terrible al principio, pero la verdad debe saberse. Creo que con ello todos nos sentiremos mejor con el tiempo. — En eso estoy de acuerdo. — Y además quiero que hagas otra cosa, Miguel. Quiero que escribas una novela. Donde cuentes cómo fue nuestra guerra en Rusia, cómo algunos sobrevivimos. Lo que yo hice para recuperar mi vida. También escribirás cómo te lo conté en mi lecho de muerte, cómo la Guardia Civil encontró los huesos y la reacción del pueblo y la familia. — Ya te entiendo. Lo que pretendes es que la revelación de la verdad nos haga libres, ¿no? — Supongo que tiene que decirse así. Pero también quiero que Pedro, tenga por fin una tumba donde puedan ir a rezarle. — Eso está hecho, abuelo. Escribiré la novela. Y gracias por confiar en mí para esta misión. Creo que esa responsabilidad me obligará aprender toda la literatura que pueda y a buscar en mi interior todos los recursos que tenga. Creo que voy a estarte agradecido toda la vida. — Exagerado. Venga, nieto. Brindemos ahora con el orujo de verdad. Coge la botella, está allí, en el armario al lado del fuego. 75


EL HILO DORADO ALICIA REDONDO Llovía mucho y era ya de noche. Desde el interior de las tiendas fuertemente iluminadas los vendedores de Las Siete Calles miraban desolados a los pocos transeúntes que se apresuraban escondidos bajo sus paraguas. Víctor llevaba los pantalones mojados hasta la rodilla y los pies encharcados dentro de sus viejas playeras. Era un hombre joven, alto y fuerte que podría haber sido guapo de no ser por el gesto adusto y la mirada fiera. Llevaba en el bolsillo el poco dinero que le acababa de dar el jefe de almacén para que se fuera sin protestar. Habían sido tres meses en que en casa por fin entraba algo más que el sueldo de María. «¿Qué va a pensar cuando le diga que me han echado otra vez? Se lo dirá a sus hermanas. Les dirá que es ella la que me mantiene a mí, que soy un mierda. Aunque no abra la boca yo lo veo en sus ojos. Me pone de una mala hostia… Pero ayer me pasé, se me fue la mano...» — ¿Compra? Toma, para tu novia. Cinco euros. Desde la entrada de un portal sin luz se dirigía a él un hombre negro. Sólo el blanco de sus ojos era claramente visible en la oscuridad. El vendedor ambulante se había refugiado de la lluvia y dejado en el suelo una gran bolsa oscura. Con la mano levantada a la altura de su cabeza ofrecía a Víctor un surtido de pañuelos multicolores. «Después de lo de ayer a lo mejor si le llevo un regalo se pone contenta y esta noche tenemos fiesta. Aunque soy un poco bruto ella sabe que la quiero de verdad y me gusta que lo pase bien, como cuando éramos novios.» Víctor sacó un billete de cinco y alargó la mano para coger un pañuelo. El vendedor viendo su buena disposición para comprar sin regatear le dejó con la mano en el aire y se agachó a rebuscar en la bolsa. Dejando los pañuelos en el suelo levantó en alto un hilo dorado que unía unas pequeñas cuentas de cristal que destellaron como las gotas de lluvia que se descolgaban del paraguas de Víctor. — Toma, para tu novia. Diez euros. Muy bonito. Cinco y contento macho. Toma −dijo Víctor arrebatándole el collar de la mano y alejándose bajo la lluvia, dejando atrás las protestas del hombre en un idioma que no entendía. La escalera olía a aceite quemado, a ajo y a cebolla. Iba oliendo la cena de todos los vecinos según subía por las escaleras de madera. Eso siempre le revolvía el estómago. Más incluso que el olor a orines del portal. María también tendría la cena preparada pero él quería el postre lo primero. En la cocina enchapada en blanco zumbaba una fluorescente. Una mujer delgada, con una larga melena oscura, estaba fregando de espaldas a la puerta. — Hola mi vida −dijo Víctor acercándosele por detrás. Abrazándola por la cintura le dio pequeños besos en el cuello−. Vengo con ganas. Deja eso y ven conmigo. 76


Hizo girar a la mujer y entonces vio el moratón que recorría el lado izquierdo de su cara. Se sintió culpable. — Cariño, es que me obligas. No me hables de lo bien que les va a otros. Tampoco nos va tan mal. Tienes que cuidar de mí como yo cuido de ti. −Besó suavemente el moratón mientras las lágrimas empezaban a brotar de los grandes ojos castaños de la mujer. — Es el vino, Víctor −dijo ella suavemente. Cuando bebes no me quieres. — No digas eso. Claro que te quiero. Y no bebí mucho, sólo un par de vinos antes de venir a casa. Sé que no es culpa tuya, que son tus hermanas, que son malas y te meten cizaña. Lo mejor es que dejes de verlas una temporada. Yo soy tu familia ahora y mira cómo te cuido. Víctor buscó en el bolsillo y sacando el collar lo sostuvo ante la cara de María como el vendedor lo había sostenido ante la suya momentos antes. — Lo he comprado para ti. Las lágrimas se multiplicaron y la mujer se volvió e intentó seguir fregando sin decir nada. — ¿No te gusta? ¡Si es precioso! Es bueno ¿sabes? Con la ilusión que me hacíadártelo y mira qué caso le haces. Anda ven a la habitación− dijo arrastrándola por la cintura y apenas dejando que se secara las manos con un paño de cocina −quiero vértelo puesto con el vestido rojo… o sin el vestido… María había sido una muchacha alegre y despreocupada que iba con sus hermanas a la discoteca y esperaba encontrar un chico que la quisiera. Víctor era guapo y divertido y la hacía soñar con promesas de una vida en común y una familia feliz. Pero aquella María había ido desapareciendo durante el último año a la vez que se desvanecía el Víctor que ella había conocido. Ahora los días eran interminables y tristes. Ella trabajaba muchas horas fuera de casa haciendo la limpieza en diferentes sitios. Salía muy poco y sólo con Víctor. A sus hermanas ya casi no las veía y sólo se comunicaba con ellas por teléfono cuando estaba sola. Con el paso de los días el moratón de la cara había ido desapareciendo hasta quedar sólo una pequeña sombra amarillenta que se disimulaba bien con el maquillaje. Haciendo un esfuerzo tras la larga jornada se había arreglado después de preparar la cena y esperaba a su marido con el vestido rojo y el collar que le regaló. Era el primer aniversario de su boda. Había gastado el presupuesto de toda la semana es esa cena. Había abierto una botella de vino caro y estaba asando cordero porque a Víctor le encantaba. Sobre el mantel antiguo heredado de su madre había colocado los platos y los cubiertos, un par de copas, una vela y un pequeño ramillete de flores frescas. Lo miró todo. Esperaba que hoy Víctor no se retrasara mucho y sobre todo que no parara en el bar al volver a casa. Víctor no estaba contento. El amigo de su hermano había prometido cogerle en una obra pero al final resultó que habían cogido a otro. Se había pasado el día intentando hablar con su hermano y con el amigo y con el jefe de obra pero no habían querido verle y su hermano no le cogía el teléfono. Enfadado se fue a tomar un vino. Luego siguieron otros cuando se encontró con algún conocido que le invitó y finamente en el bar de debajo de casa le fiaron unos cubatas. No sabía cómo le iba a decir a María que no le habían querido contratar. Cuando atinó a meter la llave en la cerradura de la puerta el estómago le dio un vuelco y a duras penas pudo abrir y correr hacia el cuarto de baño. María lo miró desde la puerta de la cocina, arrodillado con la cabeza metida en el retrete. Los ojos se le llenaron de lágrimas y entrando en la cocina cerró la 77


puerta apoyando la espalda en ella y escondiendo la cara entre las manos. De repente notó cómo la puerta empujaba su cuerpo al abrirse y sin darle tiempo de apartarse la empujó de nuevo, esta vez, con tanta fuerza, que salió disparada hacia delante. — ¿Es que no quieres abrirme? ¿Así me recibes? Qué guapa te has puesto. Con ese vestido estás pidiendo guerra. Ven aquí que hoy quiero que lo hagamos a mi modo, ya verás qué bien nos lo pasamos. Ella lo miraba con los ojos muy abiertos caminando hacia atrás hasta tropezar con la encimera. Víctor avanzó hacia ella cubriéndola con todo su cuerpo y buscando su boca para besarla. El aliento nauseabundo de él la hizo apartarse con una mueca de asco. — No, Víctor, así no. Por favor. Hoy no. — ¿Qué pasa? ¿Ya no te gusto? ¿No soy lo bastante bueno para ti? La sujetó por el brazo y con la otra mano le dio un revés en la parte izquierda de la cara. — No te preocupes que no te voy a dar en el mismo lado. Ya sé que todavía te duele. Así con el otro compensamos. Víctor se rio y cubrió la cara de la mujer con su boca abierta sujetándola firmemente mientras ella intentaba escapar. Los forcejeos los llevaron hasta la mesa y él intentó tumbarla sobre ella. — ¿Qué celebramos hoy? ¿Que me han dado trabajo? Pues no hay nada que celebrar. Medio cuerpo de la mujer estaba ya sobre la mesa, rompiendo platos que se clavaban en su espalda. El florero cayó y después la vela, que se apagó en el agua derramada con un siseo que ninguno de los dos oyó. María, ignorando el dolor en su cara, el dolor en su espalda y las violentas manos de su marido que rasgaban su ropa asió de manera automática algo metálico que encontró bajo su mano. Cuando él estaba distraído rebuscando en sus pantalones ella se irguió y observó la trayectoria de su mano derecha que se dirigía al cuello del hombre clavando en él un cuchillo. Víctor levantó la cabeza y la miró con sorpresa llevándose las manos al cuello. Cayó de rodillas y después de costado. Ya no se volvió a levantar. María observó el charco de sangre que se iba agrandando en el suelo rodeando el cuerpo de Víctor. Se llevó la mano a su propio cuello. Allí encontró el collar que su marido le había regalado. Lo acarició, contó las cuentas con los dedos, dándole varias vueltas. Después se dirigió despacio a la ventana y con calma la abrió, respiró el aire de la noche cerrando los ojos, arrancó el fino collar de un tirón seco y lo lanzó al vacío.

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EN EL OCASO DEL OTOÑO JON MIKEL LARRAZABAL El entrechocar violento de las espadas rompía el silencio del bosque otoñal, teñido por el follaje de las hojas rojizas, marrones y amarillentas de los arces a los pies del monte Fuji. Dos hombres luchaban frente a frente; diferentes tanto por sus ropajes como por su forma de combatir. Uno de ellos era Sinzuke, un samurái corpulento y de tez blanquecina que estaba al servicio de un poderoso caudillo del lugar, y por ello, vestía unos ropajes elegantes y bien cuidados. Su rival, Ouchi, a pesar de tener un aspecto de luchador con gran experiencia, no daba imagen de ello, ya que su harapienta vestimenta y su semblante ennegrecido y mal cuidado llamaban más la atención. Nadie conocía la razón por la que estos dos hombres estaban luchando, solamente ellos lo sabían. El ritmo del combate seguía siendo intenso, gotas de sudor emanaban del rostro de Sinzuke, mientras que su rival, sin mucho esfuerzo, se defendía magistralmente de los salvajes ataques del enemigo. Cada uno tenía en mente sus propias estrategias para vencer al contrincante, pero ninguno había encontrado el fallo para tomar ventaja del rival. En un momento de gran tensión, Ouchi resbaló perdiendo el equilibrio, y Sinzuke cargó contra él aprovechando esa excelente oportunidad para poder así derrotarlo. La hoja de su espada suavemente cortaba el espacio en dirección a la cabeza del rival, mientras su enemigo no se percataba del ataque. El combate se detuvo por el sonido de ambas espadas. El humilde luchador detuvo como pudo el ataque, ya que se encontraba de rodillas. Ambos adversarios podían escuchar la respiración agitada del otro sin ninguna dificultad porque ambos estaban frente a frente, lo que hizo enfurecer a Sinzuke. — Por fin te veo arrodillado ante mí −bramó rabioso el bien vestido guerrero− aunque sé que no te rendirás fácilmente. Por eso, recuerda lo que pasó hace años, maldito bastardo. Huiste como un perro con el rabo entre las patas, demostrando tu cobardía porque no tienes honor. Ouchi alzó la mirada con el fin de analizar los furiosos ojos del rival. Tras ello pasaron varios segundos que parecieron horas, ambos contendientes intentaban indagar la siguiente acción del contrario; mientras estudiaban la mirada uno al otro, lo único que rompía el silencio imperante eran los latidos de los corazones de los allí enzarzados. De repente, una fresca y suave brisa inundó el bosque sacudiendo las ramas de los árboles y haciendo volar las hojas de hermosos colores que cubrían el suelo. Tras esto, Ouchi pegando un gran grito, se levantó con el impulso necesario para empujar a su rival varios pies de distancia y así poder adoptar una mejor postura para combatir. Los dos hombres se quedaron a unos siete pies de distancia, aunque su miraba se mantenía fija. Sinzuke apuntó con su espada a los ojos del harapiento rival, con gesto amenazador. — Te voy a patear como un… −mientras tales palabras salían de su brabucona boca, Ouchi adoptó una forma menos agresiva y envainó su espada, mientras su respiración se calmaba. 79


— ¿Me estas tomando el pelo, maldito? −gritó como un loco− ¿Cómo osas hacer semejante bravuconería delante de mí? ¡Qué se puede esperar de un vagabundo que duerme con perros apestosos y sucios! Tras esto, escupió dirigiendo el proyectil a su rival aunque no llegó a darle. Este último ni se inmuto, ya que estaba concentrado preparando su ataque. — Eres una verdadera escoria, ¿y te hacías llamar guerrero? −siguió− por llevar una espada no significa que… Antes de poder acabar su frase, Ouchi dibujó una leve sonrisa en su rostro, lo que encolerizó más al rival y, sin previo aviso, este último cargó con un grito ensordecedor y lleno de rabia con la espada en alto. Seis pies. La furia y el enojo del samurái bocazas aumentaban a cada milésima de segundo. Cinco pies. Ya había fijado el objetivo de su ataque y se dispuso a llevarlo a cabo. Cuatro pies. Ouchi dio un paso adelante con el pie derecho, adoptando una posición encorvada, mientras que la espada del rival empezó a moverse. Tres pies. Un gran susurro chirriante creado por la espada inundó la zona de combate. Dos pies. Un grito de inmenso de dolor estremeció el bosque. Desde aquel momento, el destino de uno de los luchadores ya estaba escrito. La gran ansiada venganza se había llevado a cabo bajo aquel dorado bosque.

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