KONTAKETA TAILERRA - TALLER DE RELATO 2018/2019

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TALLER DE RELATO BREVE Kultur Leioa 2018-2019

CUENTOS BREVES PARA TRAYECTOS CORTOS


Cuentos breves para trayectos cortos TALLER DE RELATO BREVE Kultur Leioa 2018-2019

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Leer es un viaje lento a travĂŠs de los capilares que vinculan una obra literaria con el tiempo (el suyo y el nuestro) con la tradiciĂłn. Martin de Riquer

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PRÓLOGO CUENTOS BREVES PARA TRAYECTOS CORTOS Mónica Crespo.................................................................................................................................... 9 LA ÚLTIMA SONRISA Mabel Andreu.................................................................................................................................... 10 LA BUHARDILLA Javier Abad Presa............................................................................................................................ 16 EL VIAJE María Jesús Sánchez Tellaeche........................................................................................... 19 EL VUELO DEL CÓNDOR Elvira Alonso Lasen..................................................................................................................... 27 FICCIÓN VS. REALIDAD Patxi González Montoro.......................................................................................................... 38 RETORNO Isabel Basurto..................................................................................................................................... 43 TODOS ME LLAMAN ANGELITA Alejandra Vallejo............................................................................................................................ 46 DOS PUNTAS TIENE EL CAMINO Miguel Parra......................................................................................................................................... 54

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UNA HABITACIÓN EN EL LADO DEL JARDÍN Eva Rivas................................................................................................................................................ 58 LA ESENCIA DE FRANK Carme Albert..................................................................................................................................... 62 HÉROES ANÓNIMOS Juan Iturbe............................................................................................................................................. 63 TRANSFIGURACIÓN Feli Cruz Jiménez............................................................................................................................ 74 LA BODA Isabel Bilbao Ortiz de Guinea............................................................................................. 78 ENCRUCIJADA María José Bebia............................................................................................................................... 83 LA LUNA Y LA BESTIA Poli Moro................................................................................................................................................ 84 ABRAZADOS BAJO LA LLUVIA Ana Francia Iturregi.................................................................................................................... 90 EL VIAJE Itziar Elexpuru................................................................................................................................... 94 EL RECUERDO José Manuel Rodríguez.............................................................................................................. 97

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Cuentos breves para trayectos cortos

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CUENTOS BREVES PARA TRAYECTOS CORTOS

Viajas. Lees. Escribes. Viajas. Lees. Miras por la ventana. Abres un libro. Pasas las hojas. Recuperas un punto de lectura. Conversaciones ajenas. Levantas la mirada y observas: una mujer joven, un anciano, un niño que juega. Bajas la mirada. Lo eliges: el libro es un itinerario que despliega un trayecto sobre hojas suaves que tus dedos acarician. Inicias otro viaje. El metro avanza sobre una línea imaginaria. Tú avanzas sobre un carril de sintaxis veloz. Tus dedos se detienen sobre la palabra justa, el verbo preciso, el momento de mayor intensidad de un cuento del que no quieres descender. El vagón de metro se detiene: la parada. Lees el rótulo con fastidio. La imposición de otro viaje que termina y el sonido del libro que se cierra con un golpe de abanico impetuoso. Sales. Subes las escaleras. Alcanzas la calle. El sol te ciega. Una voz te dice: escríbelo. Tú también puedes, si te atreves… En este libro recogemos los cuentos escritos a lo largo de un curso lleno de propuestas, de viajes compartidos, lecturas y escritura. El taller de relato breve publica esta antología de cuentos breves para leer en trayectos cortos, en viajes, en tránsito, en un viaje que propone otro viaje. Esperamos que lo disfrutes. Feliz trayecto, feliz lectura.

MÓNICA CRESPO DOVAL Profesora del Taller de Relato breve Kultur Leioa 2018-19

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LA ÚLTIMA SONRISA Mabel Andreu

Gabriela Veo cómo te alejas empujando la pequeña maleta hacia la puerta de embarque y siento el sabor a almendra amarga en el fondo del paladar. Cuando ya casi vas a incorporarte a la cinta del escáner, todavía vuelves la cabeza, me buscas y esbozas una sonrisa triste. Pienso que quizá acabo de ver tu última sonrisa. No es aquella radiante que te iluminaba el rostro en los encuentros de nuestra juventud; ni la otra, más cincelada por los surcos de la vida de nuestros reencuentros, ya tan mayores. La de ahora ha sido la última, la del adiós definitivo. Comprendo que ellos te podrán cuidar mejor. Que te pueden ofrecer un lugar confortable para terminar, atendido por el hijo doctor y con asistencia en casa las veinticuatro horas. Es verdad. Nada de eso te hubiera podido ofrecer yo. Solo mi compañía de trasto viejo con sus achaques. Pero lo que yo sí te hubiera podido desplegar, y ellos no, es el caudal de los recuerdos compartidos, de tantos momentos con significado cosidos a la memoria. Y mi mano arrugada y cubierta de manchas para estrechar la tuya, para recorrer tu cuerpo dolorido en caricias eternas. Adiós, amor. Ramón No he olvidado la primera imagen de ella cuando entró palpitante en aquel portal. Aprovechó que una vecina había abierto la puerta para precipitarse dentro como un ciclón. Yo ya estaba allí. Cuando vi que la cosa se ponía fea busqué cobijo. Nunca he tenido madera de héroe. Las pelotas de goma empezaron a silbar demasiado cerca. Aguanté el primer vergazo (cuando ella llegó, todavía me quemaba la

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espalda) así que decidí esperar a buen recaudo a que aquello se disipase. Lo que no he conseguido recordar es cuál fue el motivo: si fue por el juicio 1001, por la huelga de Bandas o porque se reclamaba amnistía. No lo recuerdo. En aquellos tiempos siempre había una buena causa para correr delante de los grises. En esta ocasión, valió la pena. Allí estaba ella, mirada fiera y cuerpo tembloroso. En estos últimos tiempos, muchas veces hemos intentado ponerle fecha a nuestro encuentro. Gabriela sostiene que fue por lo de Bandas, que por aquel entonces era cuando se estaban creando las comisiones obreras y ella estaba metida hasta el cuello. Aunque, la verdad, no sé qué podía tener Gabriela que ver con la huelga de Bandas si lo suyo era la enseñanza. Aunque sí, tenía madera de activista. Mucha pasión. La misma que le ha arrastrado durante toda su vida a correr riesgos, a romper con lo cómodo, a entregarse sin medir las consecuencias. Si lo sabré yo. Muchas veces me ha reprochado que me aprovechara de su ardor para entrar y salir de su vida cuando me parecía. Tampoco era eso. Mi existencia era complicada: la familia, la profesión tan absorbente, la distancia… Es verdad que nunca la olvidaba. Aprovechaba cualquier oportunidad que me acercara a su puerta. Benditos congresos. Eran una buena excusa para volar a Bilbao. La suerte es que había muchos congresos de medicina y procuraba no perderme ni uno. De regreso a Málaga, no es que la olvidara, pero sí es verdad que la intensidad de su recuerdo se apagaba. Su rostro y sus manos. Había veces que no era capaz de recordar si tenía el pelo largo o media melena; ni si sus ojos claros eran de color miel o tirando a verdes. Gabriela Me casé con Martín porque me recordaba a Ramón. Había algo en su manera de contar las cosas (siempre exagerando); en su sentido del humor; en la facilidad para dar vuelta a las situaciones tensas haciéndolas bascular hasta dejar expuesto su lado ridículo. También por su optimismo, más aparente que profundo. Era como una decisión de mostrarse en positivo más que una manera sólida de vivir la vida según ese principio. Luego resultó que en el fondo era un tipo triste,

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fácilmente abatible cuando surgían los problemas. Pero en el primer momento, sirvió para dejarme engañar, para hacer lo que tocaba, lo que ya era la norma entre los amigos de nuestro entorno. Boda, hijos, familia… Vestidos de jipis, eso sí. Aunque de aquellos aires de cambio que soplaban en otros lugares del mundo, aquí en la España de Franco, se copiaban los pantalones campana y los adornos florales. Lo del amor grupal, los canutos y la vida en comunas lo practicaban solo unos pocos. Me pone mala recordar mi boda. Una farsa de arriba abajo, con aquel cura obrero, repartidor de butano. Una ceremonia de cinco minutos, sin misa ni nada. Justo la fórmula de «yo Gabriela, te tomo a ti Martín…y prometo serte fiel hasta que la muerte nos separe». El juramento se rompió por las dos partes mucho antes, sin que la muerte hiciera su aparición. Si de verdad hubiese sido coherente con mis principios, jamás tenía que haberme prestado a esa ceremonia religiosa con aquel cura que parecía un personaje del cine de Berlanga. Pero en aquellos lejanos setenta, el matrimonio civil era todavía algo complicado y muchos optamos por el paripé. También cabía la posibilidad de no casarse y afrontar el disgusto de los padres y el que en el trabajo te señalaran con el dedo. En mi caso, era maestra y ya tenía bastantes manchones en el expediente. Aquello duró quince años y dejó una familia arrasada con dos hijos adolescentes. Les costó aceptar la realidad y mis decisiones posteriores. A Ramón todavía hoy no lo tragan. Curiosa la reaparición de Ramón al de poco del divorcio, como si hubiera tenido un espía para avisarle de que ya estaba libre. No me resistí. Yo sabía desde bien joven que era el amor de mi vida y no es fácil que ocurra el milagro más de una vez. Cuando pasaban largos períodos sin saber nada de él, me esforzaba en borrarle del pensamiento, hasta en cogerle manía. A veces, me hubiese gustado odiarlo. En esos paréntesis, hubo algún sucedáneo llamado a mitigar la soledad de mi alma, pero en cuanto Ramón llamaba el enfado era imposible. Ramón Murió Cristina y dejé Málaga. No me costó. Tuve bien claro con quien quería compartir lo que me quedara. Es verdad que allí viven

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mi hijo y mis dos nietos. Pero a Málaga hay vuelos directos y, cuando me agarraba la nostalgia, me escapaba unos días. Gabriela no me acompañaba. Sabía que no era bien recibida. Ha sido estupendo estar, al fin, juntos. Y la suerte de haber encontrado un piso cerca del de ella. Porque una cosa es tener proximidad y otra convivir. No son ya edades para tolerar tantas manías acumuladas por las dos partes. Cada uno con las suyas y solo a ratos compartidas. Ha estado bien este amor de invierno. Ha sido revitalizador y ha conseguido dar sentido al final del camino. Por fin, viajar juntos, lo que más podía gustarle a ella. Yo no tenía tantas ansias. Accedía porque siempre sentí que estaba en deuda y que ahora tenía la oportunidad de darle todo lo que pudiera hacerla feliz. Aquellos cruceros por el Mediterráneo y por el Báltico; la escapada a Nueva Orleans a escuchar jazz… De la mano por el barrio francés, una pareja mayor a la que todavía les asomaba el brillo a los ojos. Nos hemos reído mucho y también discutíamos por recuerdos que no coincidían. Estuvo bien la norma no escrita de no hablar de los hijos y tampoco hacer planes a largo plazo. Hemos sabido vivir el día a día. Las ocurrencias de cada momento, si se podía, a por ellas. Hemos conocido días felices. También la fugacidad de ese estado tan perseguido. Tuvo que aparecer esto. Rabia y dolor a partes iguales. Sí, se acabaron las perdices. Solo queda intentar suavizar el final. En el hígado y en un estadio avanzado. Lo vi con claridad desde el primer momento (como no iba a saberlo si era mi especialidad) El tiempo se acaba. Otra despedida. Esta vez la definitiva. He querido hacerle creer que me falla la cabeza; he intentado que se lo crea. Así pensará que mi sufrimiento será menor. Qué recorrido tan curioso el de nuestras vidas. Qué relajante esta vista desde la ventanilla. Parece como si flotáramos sobre un colchón de nubes espumosas. Me siento en paz y agradecido. Me acuerdo de Cristina, una buena compañera y la mejor madre para mis hijos. Vivió entregada a mí, sin ambición personal. Gabriela siempre fue diferente. Quizá si hubiese compartido toda la vida con ella, no habría funcionado. Lo vi claro cuando acabé la carrera. Gabriela nunca hubiese aceptado un segundo plano; renunciar a su activismo; a su desarrollo profesional para permitirme a mí crecer sin cortapisas, sin tener que compartir la responsabilidad de los hi-

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jos. La plaza en Málaga ayudó a la ruptura. Claro que una ruptura a medias. Las escapadas a Bilbao me aportaban el estímulo que no había en mi vida cotidiana, pero volvía a casa y todo seguía en orden y sin sobresaltos. Gabriela Me he vuelto a desorientar. Me va a costar encontrar el coche en este aparcamiento tan enorme ¿por qué no habré hecho una foto del número si siempre lo hago? ¡Qué difícil este adiós! ¿Cómo voy a seguir ahora? A ver qué me invento para encontrar un motivo por el que levantarme cada mañana. Era fácil cuando tenía que pensar en Ramón, qué hacerle para comer, ¿se dejará hoy ayudar a duchar? Cada día tenía algo distinto dentro de las rutinas y, sobre todo, estaba conmigo, podía cuidarlo. La maldita manía de las mujeres y los cuidados. ¿Quién nos programó para esta misión? Hijos, padres viejos, amantes también acabados…Y a mí, ¿quién me cuidará? Nadie. Los hijos repartidos por el mundo, las amigas, peor que yo… ¡Qué pinto aquí! Nada, en realidad ya no pinto nada. Estoy agotada de dar vueltas por este laberinto, creo que he pasado tres veces por delante de esta furgoneta de Ikea… Mi coche, tan pequeño y vulgar, sin nada que llame la atención, pero ha sido un fiel amigo. Ya va para veinte años y sigue sin fallarme. No lo saco mucho, la verdad, y hoy no ha sido una buena idea. Ramón insistió en coger un taxi, pero el pobre tampoco quería contrariarme. En realidad, no tiene energía ni para discutir. Estaba tan triste ¡Qué sonrisa tan triste! Él también sabe que no volveremos a vernos y a mí, al menos, me quedan los recuerdos. A él…, no sé, creo que se le está yendo la cabeza. ¡Quizá sea mejor! Puede que así le resulte más fácil aceptar tantos cambios. Veremos en casa del hijo. Yo de él me fío, seguro que le facilita un final digno, pero de su mujer… Nunca me ha gustado. Qué mirada tan turbia. Nunca me ha mirado de frente ¡Qué raro era lo del teléfono! Siempre sabía cuándo eras tú, aunque me llamases a horas distintas. Había algo en el sonido que me hablaba de ti. ¡Qué demonios pintos aquí! Al fin. Aquí está, casi oculto por ese cacharro tan enorme. Cada vez los hacen más altos. Cuando yo era joven, estaban los

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haigas, esos Dodge o Cadillac largos y bajos, de aletas puntiagudas. Estos parecen tanques, fortalezas para ocultarse de algo. La manía de los cristales oscuros. Ahora a la autopista y sin confundirme de carril. Siempre en el derecho. Llegar cuanto antes. Ya estoy enfilada. Ramón me llamará en cuanto llegue a casa. Tengo mala orientación. Siempre me despisto y lo de los mapas, ni te cuento. Me asusta llegar a casa. ¡Qué pinto yo aquí! Qué ganas de llorar, tengo ganas de acabar. El vuelo de Thelma y Louise. Si yo tuviera valor…

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LA BUHARDILLA Javier Abad Presa

Nosotros no éramos así antes. Bueno, una vez matamos un gorrión. ¿Cuántos años teníamos? ¿Once, doce? Habíamos escuchado hablar a los mayores de lo fácil que era cogerlos, y dónde pasaban la noche. Qué tiempos... Las vacaciones de verano en el pueblo eran lo mejor, ¿a que sí? Nos dejaban a los niños jugar en esas horas nocturnas, desconocidas, llenas de posibilidades. Y lo de los gorriones era un juego de niños, como los oíamos decir. Planeamos el asalto con mucho cuidado, paso por paso, ¿te acuerdas? Dos niños preparando el golpe en un folio, en plan emboscada, como habíamos visto en las películas. Sí, es verdad. Qué bueno. Íbamos a matar solamente a uno, por nuestros códigos. Y quedamos en que, al llegar, haríamos allí mismo el sorteo para decidir un ganador: el encargado de llevar a cabo la misión. Pero cuando entramos en la cuadra abandonada en la que dormían los gorriones y enfocamos la linterna a aquella pared, viéndolos ahí, en los huecos entre las piedras con la cabecita metida debajo del ala, nos miramos y volvimos a salir. Las normas cambiaban. Ahora el encargado, el ejecutor, sería quien perdiera. Recuerdo muy bien ese momento. Pudimos irnos, pero sólo cambiamos la regla del sorteo. En aquella ocasión perdí yo. Me acuerdo de elegir uno mientras tú me aguantabas la linterna, cogerlo tan despacio que ni se despertó, y al apretarle el cuello empezó a batir las alas, y le retorcí el cuello más veces de lo que nunca pensé que fuera posible, y dejó de moverse, y tú me mirabas fijamente a la cara, serio. Ese recuerdo nos ha acompañado a los dos durante toda nuestra vida, pero de manera diferente. Joder. Muy diferente, por lo que veo. Y total, para nada, para tirar al pobre bicho nada más salir de la cuadra. El resto de aquel verano estuvimos raros, más callados; nos

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preguntaban por qué, y mirábamos al suelo, con la cara que pone un niño cuando algo le preocupa. Culpable y cómplice de asesinato, nos sentíamos. Jueces de nosotros mismos, como lo ha sido después, ¿eh, amigo? Pero en aquel tiempo éramos buenos chicos, y sentíamos culpa. No sé por qué te estoy contando todo esto, la verdad... Hemos seguido juntos muchos años, primero en el colegio, luego en el instituto, que lo dejamos casi a la vez, y después... después tuvimos nuestra única época de verdadera libertad. ¿Eh? ¡Esa edad fue la hostia! ¿Cómo se llamaba la buhardilla aquella en la que nos juntábamos los del barrio? ¿Cómo la llamaban? ¿La casa tomada, puede ser? Sí, ¿no? Una de ese grupo que me follé me dijo que era por algo de un cuento o de un escritor, no me acuerdo. ¡Sí, ese era, Cortázar! Gritaban al entrar ¡Casa tomada! ¡Casa tomada! Y nosotros, que no teníamos ni puta idea de qué cuento era ni nada, gritábamos también casa tomada, y nos uníamos a la fiesta. Hablaban mucho de libros, y tú y yo nos inventábamos todo. Qué bueno... Éramos libres, libres, sin dolor, sin miedo. Lo probamos todo, lo hicimos todo. Al menos lo hemos conocido, amigo. Hemos sido libres. Igual por eso estoy hablando tanto, por la buhardilla, porque estamos ahora en una buhardilla, y me habré acordado por eso. Aunque sea tan distinto. No sé. ¿Quieres una calada? Sí, claro. Toma. De nada. Después vino la mili, de voluntarios, y justo entonces la guerra... Sí, en la guerra... estuvimos juntos también en... Hablamos allí del gorrión, alguna vez, ¿verdad? La guerra que no era guerra, según la tele, que no sé qué cojones se pensaba la gente, que íbamos allí a plantar florecitas o algo. Esa mierda lo cambió todo, en nosotros mismos, por dentro. Sí... de los cinco colegas que volvimos, tres se quitaron pronto del medio, y quedamos tú y yo. Los únicos que habíamos aprendido a disfrutarlo, a informarnos. A mejorar, coño, a intentar ser unos profesionales. Se nos daba muy bien, y nos terminó gustando. Y una cosa llevó a la otra. Además, cuando volvimos nos dimos cuenta de que el cambio era en todo el país, ¿a que sí? Ya no se funcionaba con las mismas normas, había demasiada gente con las manos manchadas, nadie se sentía culpable a pesar de serlo, y encontramos un sitio perfecto para nosotros. Varios sitios, de

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hecho. Y elegimos éste. Cómo nos reíamos después de los gilipollas que pensaban que esta profesión no tenía futuro, que ya no éramos necesarios, o sólo en algunos países. ¿Pero en qué puto mundo vivirán? No nos ha faltado trabajo. Ni aquí ni en otros lugares. Hemos visto hacer y hemos hecho de todo. Y cuando nos juntábamos tú, yo y el Dani y hablábamos de qué era lo que más odiábamos de nuestro curro, los tres coincidíamos en lo mismo: los chivatos. Los delatores. La peor calaña entre los cobardes. No, no... No intentes decir nada. Los traidores. ¿No te acuerdas ahora? Lo peor el traidor, decíamos. No sólo por principios, es cuestión de inteligencia, ¿eh? ¿¿Verdad?? Un traidor pone en peligro la misión por completo y lo que es más importante aún: mi puta vida. Y los dos sabemos que “poner en peligro” es una forma graciosa de decir secuestrar, torturar, y matar. Eso es lo que más me jode de todo: que conoces las reglas, sabes cómo funcionamos, sabías lo que estaba en juego. Me jode también haber acertado, pero para ser sinceros he andado un poco lento. Tu gente creía que jamás desconfiaría de ti, como es normal, después de tantas juntos... han sido muchas juntos... Pero ellos no te vieron la cara cuando yo mataba al gorrión. Esa culpa cobarde, pero con placer. Despreciar al de enfrente, pero desear hacer lo mismo. Tarde o temprano, en una situación difícil, o si tenías beneficio, serías de los cobardes, y todos los cobardes esperan su momento para ser un traidor. No grites. ¡Cállate! Un traidor. No voy a ser demasiado carnicero, pero voy a ir a lo efectivo. Empezaré con las rodillas, y luego con las manos. Ya conoces cómo va esto, lo sabes de sobra: cuanta más información, más rápido; cuanta menos información, más lento. También sabes cómo trabajo, y que soy bueno. Y no chilles, y no supliques, que da igual.

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EL VIAJE María Jesús Sánchez Tellaeche

Hacía tiempo que su hacha estaba sin filo, ya no tenía que cortar la leña que le daba de comer, la huella de su uso quedaba guardada en sus manos. El último apego se fue con la muerte de Yorik, su perro. La mujer de Manuel, Dorita, iba para un año que había fallecido y ahora Yorik, su compañero, también le había abandonado. No tenía nada en que apoyarse, sentía que todo a su alrededor iba desvaneciéndose, que no tenía ningún sustento. Una urbanización de lujo con piscina y zonas deportivas iba a construirse en el terreno donde estaba su casa y esta debía ser derribada. Manuel esperaba… no sabía a qué. Fue la orden judicial la que le despertó del letargo mental. La realidad del desahucio le llegó por carta con membrete oficial. Después de coger el papel que le expulsaba, miró a su alrededor, pronto todo iba a estar tan desnudo como él, como su alma. ¿Qué tenía? El dinero con el que le habían compensado por dejar su casa era menos del que esperaba, mucho menos. Se sentía engañado por la promotora y estafado por el banco. El resquemor, la impotencia ante el implacable poder del que tiene la fuerza económica le había consumido el poco ánimo que le quedaba tras la muerte de su mujer. La soledad era su compañía y los árboles que rodeaban su casa su distracción, sus confidentes. El desespero iba minándole, vaciándole. La Muerte le seducía y, ya casi enamorado, increpó a sus únicos vecinos. – Ya me veis –exclamó dirigiéndose a las hayas que bordeaban su casa–, todo a mi alrededor se tiñe de amarillo. Vosotras vestís de amarillo y el viento os dejará desnudas cuando vuestro color sea pardo o marrón. Mi pena tiene color amarillo –siguió contándoles–. Yo, como vosotras, quedaré desnudo de pena, de amarillo, de color.

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– Hum… No es así –le contestaron las hayas–. Nosotras quitamos las hojas para poder sostener la nieve en las ramas, pero nuestra savia nos seguirá sustentando. – No tenéis esperanza –respondió Manuel–, vendrán las excavadoras y seréis desgarradas de esta tierra. – Algunas de nosotras dejarán su sitio para otros usos, pero otras estaremos aquí la próxima primavera. Tú te puedes ir, nosotras no. Tú no tienes raíces que te sujeten, todavía puedes vivir otras primaveras, conocer otros lugares. Vete y llévanos a todas en tu memoria –le contestaron las hayas. Manuel no quería escuchar, escucharse, no podía. La hojarasca densa y mojada por la reciente lluvia cubría el camino que llevaba a lo alto del desfiladero. Manuel tenía prisa por llegar, el viento de cara le golpeaba y ralentizaba sus pisadas. El crujir de las hojas aplastadas, el ruido caliente y rápido de dos conejos por huir a esconderse en su guarida rompía el silencio. Los árboles, hayas y robles, le susurraban por el camino vete y vive, el eco repetía: ¡vive!, ¡vive! El abismo estaba cerca, lo quería alcanzar…, pero el sonido, tenue primero, alto y ensordecedor después, fue llenando su cabeza y chilló en su corazón. La Naturaleza le hizo volver y Manuel tuvo que obedecer el imperioso mandato del bosque, de sus árboles, del macizo de hojas caídas que le pegaban a la tierra y le impedían avanzar hacia el precipicio, su última y añorada meta. Y Manuel volvió sobre sus pasos. El viento se transformó en soplo de vida que le empujaba a deshacer el camino emprendido. En su casa no tenía mucho que coger. Abrió su puerta y con paso firme se dirigió a su habitación. La cama matrimonial reinaba en la alcoba; a un lado y apoyado en la pared, el armario, su mejor obra. Sacó de su fondo la vieja maleta, miró la postal que Dorita pegó a un lado como recuerdo de su viaje de novios… tan lejano. También, ya medio ajada por los años, la que él colocó del cuartel donde hizo la mili. Metió la única muda nueva que tenía y la ropa que vestía para ir a las fiestas de la Virgen, en agosto: un pantalón azul y la camisa blanca. Pensó que la camisa le quedaría grande, pero le serviría para recordar los momentos felices que vivió vestido con

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ella. Los zapatos le calzaban bien, no servían para el monte por eso lucían nuevos. Abandonadas, a un lado de la cama, dejó sus botas que aún retenían las huellas de sus pisadas en las hojas caídas del último otoño. La maleta casi vacía y la cabeza muy llena. Entre los pensamientos y recuerdos que le inundaron al ver esas dos fotos ajadas y deslustradas por el tiempo emergió con nitidez la imagen el rostro de Simón, su amigo, y con ella los momentos vividos. Se conocieron haciendo la mili, eran de pueblos cercanos y les tocó el mismo cuartel. Rememoró con intensidad casi táctil las borracheras que, después de confidencias y risas, terminaban en lloriqueos necesitados de abrazos consoladores y reparadores de pesares. Tenía un amigo, tenía alguien en quien confiar, alguien a quien acudir. Con la maleta y el cansancio de una vida de más trabajo que dicha Manuel llevaba en su memoria algunos buenos recuerdos y por ellos el ánimo para dar un nuevo paso, hacer un nuevo camino, ahora sin Dorita y sin Yorik. Solo y con el paraguas para no tropezar, acometió la senda que llegaba a la carretera de la estación. Cogería el tren que le llevaría a Tardelcuende, a Simón, a su amigo. Su enjuta figura, el rostro curtido y arrugado eran huella de las largas jornadas al aire libre por el bosque. El trabajo cotidiano para encontrar y cortar los árboles que obstaculizaban caminos y luz o escoger y separar los que servían para madera de muebles le obligaba a un esfuerzo físico que mantenía su cuerpo delgado y musculoso. Su casa, su trabajo, su bosque, su vida quedaba atrás, él iba adelante. El tren le conduciría a Soria y de allí al pueblo donde Simón vivía y trabajaba de cartero, Tardelcuende. Instalado en su vagón, mirando por la ventana y pensando en las futuras sorpresas, un malestar nervioso le fue ocupando su cuerpo mientras que los pensamientos de añoranza y pérdidas se hacían una bola que oprimía su garganta. Manuel, con la mitad de la vida gastada y sin ánimo para vivir la otra mitad, se dirigía al encuentro del amigo y a cumplir el mandato de la Naturaleza: vivir. En el bolsillo de su pantalón, plegada y arrugada por las veces que la había leído, tenía la carta de Simón. En ella le informaba de que en su pueblo se iban a necesitar resineros y que tenía oportuni-

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dad de recuperar para él el oficio que había tenido su padre: resinero. Le ofrecía su casa para quedarse y probar una nueva ocasión de seguir trabajando en el monte y en su medio: la Naturaleza. La frecuencia de los encuentros con Simón no había sido mucha, pero en ellos revivían los estrechos lazos de su amistad. Ambos se casaron en el 1969. Manuel y Dorita, al volver del viaje de novios a Canarias, pasaron por el pueblo de Simón para visitarle y que su amigo conociera a su mujer. Había pasado tiempo, pero no se había borrado la emoción de aquel momento. Fue un reencuentro alegre para los amigos y festejaron que las mujeres congeniaron bien desde el momento de ser presentadas. Adela, la novia de Simón, les pidió que volvieran en agosto para su boda, como así hicieron. Simón y Adela devolvieron la visita, ya casados, para disfrutar con ellos en las fiestas de la Virgen de septiembre. Tres años habían pasado de aquel encuentro festivo. La última vez que estuvieron juntos los amigos fue el pasado noviembre y por un motivo bien distinto, fueron para asistir al entierro de Dorita. Al parar el tren en el apeadero de la estación de Tardelcuende, sin bajar del vagón, Manuel vio desde la ventanilla a Simón y cruzando sus miradas se dieron el primer saludo. Simón ya no tenía el cuerpo atlético que lucía cuando estaban en el cuartel, su mata de pelo espesa y brillante se había tornado en rala y entrecana. Se mantenía delgado y su carácter tranquilo se manifestaba en los movimientos de sus andares, pausados, sin prisa; de sonrisa franca, demostraba interés por todo lo que ocurría a su alrededor y era difícil verle enfadado. También en su rostro el tiempo había dejado señales, pero no en su forma de ser. Cuando Manuel bajó se fundieron en un emocionado abrazo y, tras las palabras de rigor en las fórmulas de bienvenida, entre ellos se estableció un silencio ensordecedor. Las emociones taponaban la boca y encendían el alma. Manuel, al abrazarlo, supo de inmediato que en su amigo los disgustos no habían modificado la bondad y generosidad que le caracterizaban. De camino a casa de Simón pararon en el bar del barrio. La celebración del encuentro regada con vino fue calentando la garganta para ir abriendo el corazón. Manuel contó su disgusto por la exigua

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indemnización recibida, sus escasos recursos, la desesperanza y el desvarío. Simón escuchó y ambos sintieron que el yugo de la amistad seguía indemne. Al llegar a la casa de Simón la mujer de su amigo, Adela, recibió a Manuel con expresión compasiva y acogedora, ofreciéndole su mejor hospitalidad. Adela era una mujer morena, de tez blanca, cara angulosa con un perfil como de diosa griega, clásico; tenía los ojos castaños, muy expresivos y brillantes que daban un aspecto risueño al conjunto de su cara; de baja estatura y tipo ancho, sin curvas. Su carácter afable se prestaba a las confidencias y simpatías de quienes la conocían. Después de la cena, culminada con dos copas de coñac, Manuel fue a mear. El baño estaba al final del pasillo y a él, ya medio aturdido, le pareció inalcanzable; además tenía que pasar junto a la puerta de la habitación de Miguel, el hijo de Simón. Procuró no hacer ruido, pero en el suelo estaba el camión de juguete. Tropezó con él, se tambaleó, pero no cayó. Por fin: el baño y la puerta abierta, solo tenía que entrar, buscar y pulsar el interruptor. Palpó un lado de la pared, allí estaba. Abrió la tapa de la taza, con mecánico movimiento se bajó la cremallera, una mano apoyada en la pared, otra sosteniendo el pene, gordo y pesado. La orina fluyó como géiser caliente y dorado chisporroteando esquirlas de oro al tocar el agua estancada en el fondo. Mientras sus pensamientos almacenados se fueron desembalando. La percibida armonía de la vida hogareña de Simón y Adela le trajo la suya con Dorita. Vio los ojos de su mujer demandantes de algo que él no lograba saber. Las silenciosas cenas acompañadas de la pregunta no formulada que siempre él leía en su mirada, la pregunta no contestada de por qué no se quedaba embarazada. Se sentía acosado y culpable. El encuentro sexual no terminaba de colmar el deseo de su mujer. Él terminaba relajado y empezaba para ella la espera ansiosa de la falta que nunca faltaba. Quería dejar de pensar, pero le seguían fluyendo los recuerdos a borbotones imposibles de parar. Los del Ayuntamiento con la propuesta de dejar la casa para construir en su terreno una urbanización. ¡Cabrones!, que les quiten a ellos su casa y ya veríamos, se decía. El árbol que me dejó sin

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alero en un lado del tejado al caer por el rayo de aquella espantosa tormenta. El cansancio, agotamiento que me llevaba a caer rendido y no poder satisfacer la soledad y los deseos de Dorita. Los otros, los del banco, que era terreno comunal y que no tenía derecho a indemnización; los del ayuntamiento, que sí; los de la promotora, que cuánto y él, ¡que era una miseria! Luego las cartas sustituyeron a los mensajeros. La última fue después de la repentina muerte de Dorita. ¿Por qué se murió? ¿Por qué se murió tan joven? ¿Por qué no me fui con ella? Soy un perdedor, se castigaba Manuel, la mujer, la casa, los árboles, el bosque, el hacha. Pudo, por fin, llorar y lloró, pero procurando que los sollozos no se oyeran, los ahogó. Más borbotones. ¿Por qué vine a casa de Simón? Yo quería acabar con todo de una vez —se decía, la angustia y melancolía me postraban hasta el día que decidí ir al precipicio y volar, pero no llegué a la cima, a mi meta. ¿Por qué no terminé el camino decidido? Fue por oír las voces por el camino, que, sin quererlo, escuché y que me mandaban volver, me ordenaban vivir –se contestaba y se gritaba–, ¡maldita sea! Ahora sin casa, sin dinero, sin trabajo, solo Simón y su apoyo. ¡Qué carga le he traído! Sumido en su congoja Manuel no oye que Simón toca la puerta preguntando si le pasa algo. – No, nada, estoy bien, ya salgo –responde. – Sí, estoy bien –contestó–. Con la vida en un hilo que tú sostienes sin saberlo, se dijo. A la mañana del siguiente día tenía que ir al Ayuntamiento de para presentarse al puesto del que Simón le había informado y recomendado. Era para sacar resina de los pinos y no había muchas solicitudes. Tardelcuende, el pueblo donde vivía Simón estaba situado en la parte central de la provincia de Soria y apenas sobrepasaba los quinientos habitantes. Cascajosa y Osonilla son sus pueblos vecinos. La extensión del pueblo es de 65 km de ellos el 96% son pinares. El Consistorio, con fondos de la Comunidad de Castilla-León, había iniciado un plan para recuperar el oficio de resinero, volver a cuidar los pinares y rentabilizarlos con la extracción de la resina. Necesitaba recuperar los habitantes que se habían marchado del pueblo en

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busca de un futuro mejor. Actualmente, cerradas las empresas donde algunos del pueblo trabajaban, su vuelta era una posible opción si en él había posibilidad de trabajo. Manuel había quedado en encontrarse con su amigo en la puerta del Ayuntamiento cuando éste terminara el reparto del correo. Su empleo de cartero tenía un horario bastante fijo: recogida de correo y entrega a las diferentes direcciones. Había días de más trabajo por certificados y entrega de paquetes que él prefería hacer en mano por las propinas y, además, los vecinos de más edad se lo agradecían por el trato y acercamiento personal. Después de despedirse de Adela y recibir de ella el ánimo para la entrevista con el alcalde, se dirigió por la calle principal del pueblo al Ayuntamiento. En su camino todo le resultaba extraño, en el aire un olor a tomillo dulce y agradable le envolvía, sentía una impresión de irrealidad al caminar, era como si el pueblo, a pesar de ser casi mediodía, no se hubiera despertado. En los balcones los geranios lucían sus flores encarnadas que daban color a las fachadas blancas y brillantes por el resplandor del sol. Las ventanas enrejadas separaban y protegían las ventanas de fantasmales enemigos. Por encima de alguna tapia glicinias sin flor se entremezclaban con enlucida hiedra. Al final de la calle principal estaba la escuela y enfrente el Ayuntamiento. Al pasar por la escuela la algarabía de los niños rompió el silencio que le acompañaba. Desde la pared que separaba la escuela de la carretera Manuel se quedó unos momentos mirando el edificio consistorial, le llamó la atención su torre, con una pirámide de pizarra por tejado le pareció demasiado alta para un edificio de planta baja y piso. En ella el reloj marcaba las doce y media. No tuvo duda de que era el Ayuntamiento pues en su balconada de tres mástiles colgaban las banderas de España, de la Comunidad y la Europea. El sol daba de plano en la fachada y solo la sombra esquinada de dos frondosos plátanos mitigaba su ardor. Antes de cruzar la calle vio que Simón ya estaba allí y le esperaba. Subieron al despacho del alcalde. Su aspecto de hombre fuerte y cuerpo orondo parecía mostrar un carácter bonachón. A Manuel le sorprendió su disposición de afable acogida.

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– Bienvenido –le dijo el alcalde alargando su mano para estrecharla con la de Manuel. – Te habrá informado Simón del proyecto de recuperación de los bosques y de la necesidad de resineros. – Sí –contestó Manuel– conozco el oficio por mi padre y por mi abuelo, aunque yo en los últimos tiempos me he dedicado al cuidado de robles y hayas por su madera para la industria del mueble. Mi vida es el bosque y el de pinos no me será muy diferente. – La recogida de resina empezará en abril, pero hemos formado una cuadrilla para limpiar antes los pinares de broza y maleza, hasta ahora habíamos dejado bastante abandonados los bosques del municipio, pero estamos en un momento de recuperación. Tú, por tu experiencia, serás el jefe de cuadrilla, enseñarás y dirigirás los trabajos de poda y desbroce. Te ofrezco un mes de prueba y, si te haces al trabajo y demuestras tu valía, un empleo fijo. – Estoy conforme –contestó Manuel. Cuando Manuel se despidió del alcalde, le estrechó la mano entre las suyas con una fuerza nueva y desconocida para él. El hombre que había entrado en ese despacho estaba hundido y sin esperanza; el que salía tenía el coraje para empezar una nueva andadura con esperanza e ilusión. Las preguntas y respuestas sobre materiales, horarios, zonas de trabajo, compañeros de cuadrilla ocuparon el resto de conversación que quedó cerrada con el compromiso de empezar al día siguiente.

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EL VUELO DEL CÓNDOR Elvira Alonso Lasen

Las parejas bailan en la pista formando un círculo alrededor de los novios. Ellos, ante la insistencia de los invitados, terminan por besarse largamente. Herminia no puede evitar que sus pies se muevan bajo la mesa siguiendo el ritmo. Aún ahora que el poso de los años enturbia la flexibilidad de su cuerpo se deja llevar y baila, en la soledad de su casa, cuando suena en la radio algo que le remueve las ganas. Sonríe acordándose de su propia boda. Entonces no hubo baile, pero por la noche, su marido y ella, fueron a un cabaret. Era la primera vez que tomaba champaña y las burbujas la hicieron sentirse eufórica y en comunión con aquel mundo de falso brillo, con aquel aire cargado de humo de cigarros y puros que titilaban en la oscuridad al apagarse las luces durante las actuaciones. Le deslumbraban las lentejuelas de los vestidos y el desparpajo de aquellas mujeres del escenario que hacían descomponerse en sudores a hombres de todas las edades. Se acercaban a ellos, juguetonas, bajando del escenario durante sus números para hacerles alguna broma o simplemente sentarse a cantar sobre sus rodillas para regocijo de los demás. Todavía le duraba el efecto del cabaret cuando al llegar a la habitación del hotel la noche de bodas a ella se le ocurrió salir del baño con el camisón nupcial de estreno y una toalla al cuello, simulando la estola de plumas que había visto a alguna vedette. Comenzó a caminar, contoneándose insinuante, mientras cantaba una de las canciones picantes que había oído aquella noche. La reacción de su marido la sorprendió tanto como antes lo había hecho la explosión del descorche de la botella de champagne que habían tomado. – Eso es cosa de furcias – le gritó– tú eres una señora desde que esta mañana te puse ese anillo delante de Dios. Mira como baila su nieta feliz y desinhibida, y se alegra de que Manuel, su marido, esté ya muerto. No le guarda rencor alguno, por-

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que en realidad nunca fue malo, solo severo y envarado, sin embargo, su muerte la hizo sentirse ligera. Su marido era un hombre elegante, siempre vestido de traje gris, impecablemente planchado, con los tres piquitos de pañuelo blanco asomando por el bolsillo superior de su chaqueta como el remate de una cordillera nevada. Cuando ella lo conoció acababa de instalarse en Zaragoza donde había obtenido una plaza en la fiscalía de la audiencia provincial. No se habría fijado en él si no hubiera comenzado a piropearla, en su forma siempre contenida y exacta, mientras ella le servía en la mesa del comedor del hostal. Al principio pensó que aquel hombre era muy mayor para ella, veinte años era una gran diferencia para una muchacha de dieciocho. Luego fue sabiendo por su tía, la dueña del hostal, más detalles sobre su vida, como el lugar donde trabajaba o la gente con la que se relacionaba y comenzó a mirarle de otra manera. Fue silenciando la voz que despreciaba a aquel hombre por su edad y prestando atención a la Herminia vieja, sabia y arrugada por el dolor que siempre buscaba quien pudiera prestarle ayuda para a encontrar a su hermana Eloísa. El último día que vio a Eloísa, fue el día que cumplió dieciséis años. Iban a celebrarlo en el río, almorzando con Elena, su hermana mayor, y con sus amigas. Ella era aún una niña de doce años, pero como la escuela estaba cerrada por la guerra su madre había consentido en que las acompañara. Irían a la playa secreta, que era como llamaban en casa a aquella pequeña ensenada que el río formaba cerca de San Cristóbal. Sus padres, bromeando, les decían a ella y a sus hermanas que era su playa privada, igual que tienen los ricos las suyas en la Costa Azul, y ella les creía y se sentía importante por ser la dueña de aquellos metros de guijarros. Salieron temprano, reían despreocupadas, desconocedoras al cerrar la puerta de que dejaban para siempre tras ella el rostro de su madre, de que aquel olor que sumaba la confitura de manzana y moras; el cabello de ángel, el membrillo y las siemprevivas; también la mermelada de fresa y pera; las nueces, el licor de guindas, el jabón de la Toja, el bizcocho recién horneado, los higos en almíbar, la infusión de hierba luisa y el digestivo de pétalos de rosas, jamás volvería.

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El almuerzo quedó a la sombra, junto a los árboles que estaban al borde del camino, y más allá, revueltos y a medio desatar, desperdigados zapatos y medias de lana que les estorbaban en la carrera por la larguísima campa que llegaba hasta la orilla del río. Era un mes de abril, pero por esas cosas propias de las estaciones medianeras, desde hacía un par de días, agosto había llegado. No tardaron mucho en sacar los bañadores que habían llevado escondidos en el fondo de las cestas de la merienda porque a su madre, a pesar de que aquello fuera un río, no le gustaba que se bañasen antes de que San Pedro, desde su barca celestial, bendijera las aguas del mar. Les costó entrar, porque el río bajaba tan cristalino como frío. Ella comenzó a jugar salpicándolas mientras insistía en que se bañasen y enseguida estaban todas tan empapadas que ya no tenían sentido no echarse al agua. Luego ya nadie veía el momento de salir. Estuvieron zambulléndose hasta que tuvieron los labios como caramelos de malvavisco y los dedos pellejudos e insensibles, y sólo entonces, vencidas por el hambre, salieron para almorzar. Todas menos Eloísa, que se quedó esperando hasta que tuvieran preparada su fiesta de cumpleaños, porque para eso era ella la homenajeada. Estaban extendiendo el mantel sobre la hierba cuando escucharon el sonido de un motor acercándose. Se asustó porque, aunque no comprendía bien lo que significaba la palabra guerra, recordó una conversación escuchada a hurtadillas a sus padres acerca de unos aviones que habían bombardeado Durango. Su padre le contaba a su madre que, al cura, Don Cipriano, una bomba le habían matado a dos sobrinas y a una hermana mientras estaban en misa en la iglesia de Santa María. Se puso a llamar a Eloísa a gritos, para que saliera del agua, pero ella ni le oyó ni pareció darse cuenta del ruido que se aproximaba, y seguía feliz sumergiéndose una y otra vez en el agua. Enseguida, como un pájaro gigante, apareció planeando sobre los árboles la enorme panza plateada de un avión. El ruido que le acompañaba era como el anuncio del fin del mundo. Los árboles, con las ramas encabritadas, parecían repeler el estruendo de los motores del aparato mientras que la hierba se rendía en abanicos levantados por el aire que movían las hélices.

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El sol lanzaba destellos sobre unas alas afiladas y curvadas como las de las gaviotas, devolviendo a los ojos de las niñas chisporroteos cegadores. Descendió la masa de acero con un ruido ensordecedor hasta detenerse por completo muy cerca de la orilla frente a la que Eloísa se estaba bañando. Su hermana Elena y ella corrieron a esconderse tras los árboles, mientras las amigas, despavoridas, salieron huyendo por el camino de vuelta hacia el pueblo. Cuando el avión paró los motores bajaron de él dos hombres vestidos igual que los aviadores de las películas: botas altas, casco con gafas y cazadora de cuero. Discutían a gritos en un idioma brusco y extranjero. El más alto de los dos fue hacía la parte delantera del aparato y, agachándose, desapareció por debajo del aparato desde donde aún podían oírse sus gritos cargados de ira. El otro aviador caminó hacia la orilla del río. Allí se detuvo y sacó del cinto una pistola con la que apuntó a Eloísa. Comenzó a hacerle gestos para que saliera del agua, entonces ella, temblando, comenzó a caminar hacia él muy despacio. Cuando estuvo a su alcance, el hombre, tirando con impaciencia de un brazo la arrastró hasta la orilla. Entonces reapareció desde debajo del avión el otro piloto, el más alto y se quedó callado mirándolos. Ha revivido la escena infinitas veces. Él trata de abrazarla y Eloísa forcejea, luego, la empuja, la hace caer en la orilla y se pone a horcajadas sobre ella apuntándole con la pistola en la sien. Herminia cerró los ojos y ahogó un grito. En un segundo, se oyó el disparo y después sólo un silencio denso y absoluto, como el vacío de una ausencia. Imposible calcular cuánto tiempo pasó hasta que se atrevió a mirar de nuevo. El aviador había quedado tumbado sobre Eloísa, ninguno de los dos se movía. De pie, detrás de ellos, el otro aviador, el más alto, empuñaba una pistola. Fue entonces, cuando un grito quiso de nuevo abrirse paso desde su interior, y Elena sintiendo el espasmo de su cuerpo la abrazó fuerte, por la espalda, tapándole la boca. El aviador guardó su pistola y se acercó hasta los cuerpos tendidos en la orilla. Comprobó el pulso en ambos y los separó. Regresó, entonces, al avión, de donde trajo una caja y una manta. Sacó unas vendas de la caja y con ellas apretó rodeando el hombro de Eloísa para hacerle un torniquete. Extendió la manta sobre la hierba y colocó a

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Eloísa sobre ella para después envolverla como a un bebé. Irguiéndose miró a su alrededor, como si sólo en aquel momento se hubiera dado cuenta de que quizás ella no estuviera sola, y al no ver a nadie, actuó con rapidez. La llevó en brazos para dejarla en el avión, luego regresó hasta el lugar donde yacía muerto su compañero. Lo desnudó, arrastró el cadáver hasta la orilla del rio, y luego, a empujones, lo arrojó al cauce. Se quedó un instante contemplando como la corriente comenzaba a alejar el cuerpo de la orilla y dejaba en el agua a su paso un tinte rojo. Recogió la ropa de su compañero y metiendo en el avión cerró las puertas. En seguida las hélices comenzaron a girar y el avión a moverse rodando sobre la campa hasta lograr despegar. Dejaron de verlo tan rápido como había aparecido, dejando, como única prueba de su visita, una tenue estela grabada en el cielo y en el aire un olor a gasolina, pólvora, humo y consternación. No se decidían a marcharse y estuvieron un tiempo que les pareció eterno mirando hacia el cielo, con la esperanza de que aquel piloto se diera cuenta de su error y la trajese de vuelta, hasta que Elena dijo que había que volver a casa y avisar de lo sucedido. Ella entonces comenzó a gritar entre sollozos que todo había sido culpa suya, que Dios la había castigado por desobedecer a su madre y haberse empeñado tanto en que se bañaran. Que era a ella a quien aquel hombre debería de haberse llevado y no a Eloísa. Su hermana la abrazó, apretándola fuerte para calmarla. En silencio, comenzaron a caminar. Apenas habían avanzado cuando escucharon las bombas. Al final del camino, donde se encontraba el pueblo, podía verse el humo. Seguramente el bombardeo ya había empezado horas antes, pero ellas, inmersas en su propio drama, no habían oído nada. Comenzaron entonces a correr y mientras avanzaban se cruzaban con gente que corría en sentido contrario. Todos llevaban el gesto descompuesto por el espanto. Muchos les gritaban que se dieran la vuelta, que los aviones estaban arrasando el pueblo. Ellas siguieron en contra de la marea, como hipnotizadas, sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, hasta que vieron a su padre venir hacia ellas. Supieron, entonces, la suma de todo lo que aquel 26 de abril se había llevado: una madre, una hermana, su hogar.

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No mucho después a su padre le requisaron el taller y viendo el rumbo que estaba tomando la guerra decidió enviar a sus hijas en un barco de niños refugiados con destino al sur de Francia. En cuanto vio a sus hijas partir hacia un destino que consideraba seguro él mismo partió hacia su propio exilio en Valencia. Lo paradójico de aquello es que tres meses después de llegar apareció muerto una mañana en la cama de la pensión donde se alojaba. Cuando su tía le contó lo que había sucedido dijo que seguramente el corazón se le había parado cansado de tanta pena. Después de una travesía cargada de mareos e incertidumbre llegaron las dos a una granja cerca de Burdeos; cada una con una pequeña maleta de cartón marrón que su padre había comprado a toda prisa. Llevaban dentro una muda completa, un cepillo para el pelo y un abrigo de invierno que su padre había insistido en comprarles por si para entonces la guerra aún no hubiera terminado. Francia olía a mantequilla, a humedad y a pinos, y la comida no era como la de casa. Todo se le hacía extraño, pero su conciencia le decía que tenía suerte y no se permitía la añoranza. La familia que las acogió eran personas cálidas y generosas, granjeros que trabajaban de sol a sol, y a esa vida tuvieron que adaptarse ellas. Ayudaban a atender a los animales, a trabajar las tierras, en las labores de la casa y también cuidando de los cuatro niños, más pequeños que ellas. Jugando con ellos aprendían sus canciones, y casi sin darse cuenta, con el paso del tiempo, terminaron hablando francés. Herminia pensaba constantemente en Eloísa, imaginándose que estaría haciendo o que le diría si estuviera a su lado. Era una continua voz interior, su yo interno, que ahora se llamaba como ella. Cada noche, en su cama, se contaba antes de dormir la misma historia. Imaginaba que Eloísa había llegado sana y salva a un país extranjero, igual que ella, donde se estaba curando de la herida provocada por la bala. El aviador que se la había llevado era bueno, solo se la llevó porque no quería dejarla sola y herida, y en cuanto la guerra terminase la llevaría de vuelta y todos se reunirían de nuevo. Pasó la guerra, y una nueva guerra iba cercando Europa avanzando desde el norte. Reclamadas por su tía desde España, subieron

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a un tren que las llevo de Burdeos hasta Hendaya, para a continuación subir a otros trenes y así hasta llegar a Zaragoza. Tras las ventanillas de todos los trenes de aquel viaje que se les hizo eterno se les hacían extraños aquellos paisajes tristes de miseria y de invierno, tan diferentes a aquello que ellas recordaban y tanto habían añorado. Llevaban las mismas maletitas marrones de cartón de hacía tres años, pero ahora las llenaban ropas de mujer. Poco tiempo después de su boda, a raíz de una cena en casa del secretario de la audiencia, su marido le dejó claro que no quería volver a oír hablar de Eloísa. La velada comenzó ya torcida al presentarse tarde porque Herminia se había encerrado en el cuarto de baño sin querer salir tras una discusión por haber quemado con la plancha la mejor camisa de su marido. El tener que comprar otra camisa similar era una afrenta para su tacañería. Cuando salió del baño tras cansarse de escuchar primero las amenazas y después las súplicas interesadas de Manuel desde el otro lado de la puerta, lo hizo con el rostro empolvado de Maderas de Oriente, los ojos delineados y los labios cargados de carmín. Caminó desnuda con sus rizos rubios recogidos en un moño alto camino del dormitorio. Iba envuelta en un aura de perfume, dejando a su paso los bufidos contenidos que su aspecto provocaban en su marido. Al llegar a la cena fue consciente de que todos la miraban y, confundiendo esas miradas con la admiración, se sintió tan poderosa como para romper los reparos que en ella causaban su inexperiencia. Por ser su presentación en aquel círculo le habían reservado el sitio de la mesa junto al anfitrión. Al principio se dirigía a él tímidamente, pero ya llegados los postres comenzó a sentirse envalentonada, capaz de aprovechar la oportunidad de ahondar en el camino que sin duda su marido ya habría abierto para ella. Era el momento de su historia. El secretario de la audiencia comenzó a removerse incómodo en la silla, oyendo hablar de aviones y de alemanes, de bombas y crímenes ocultos. De vez en cuando levantaba una ceja o hacía un gesto disimulado a su mujer queriendo indicarle que había llegado el momento de levantarse de la mesa para tomar el café en la sala. Pero su esposa, distraída en conversaciones sobre medias de estraperlo

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con la mujer de uno de los jueces, no se daba por aludida. Manuel, en la otra punta de la mesa, la miraba de reojo, intrigado, mientras conversaba con un compañero, incapaz de oír nada desde su sitio de la larga conversación que su mujer mantenía. Al día siguiente a la hora del almuerzo Manuel regresó a casa descompuesto. La vajilla temblaba al ritmo inquietante de sus puñetazos sobre la mesa, la furia parecía destilarse por todo su cuerpo y la voz, temblorosa y enrabietada, desgranaba insultos sobre una Herminia atónita. Terminó con el juramento de que si con sus locuras volvía a hacer peligrar su carrera el sabría cómo hacer para que la encerraran de por vida en un sanatorio. Después de aquello pasó mucho tiempo antes de volver a atreverse a hablar de Eloísa con alguien. Tampoco podía hacerlo con Elena, porque se había casado y se había marchado a vivir fuera. También a ellos, dos años después de casarse fueron trasladados a la audiencia provincial de Logroño, un paso atrás dijo Manuel queriendo mortificarla. Allí nacieron sus dos hijos, y aquello pareció dulcificar un poco el carácter de Manuel. Lo que no mejoró en absoluto fue su tacañería. Le administraba el dinero tan con cuentagotas que alguna vez tuvo que pedir prestado dinero a la criada para poder ir a la farmacia. Siempre la acompañaba a comprar ropa, vigilando que se vistiera con la calidad de su rango, pero sin despilfarros. Una mañana leyó en el periódico una noticia acerca de las obras que se estaban llevando a cabo para reacondicionar el aeródromo de Agoncillo. Decía el periódico que había quedado dañado después de la guerra y que además haría falta maquinaria pesada para retirar restos de aviones y de armamento alemán inutilizado tras la retirada de la Legión Cóndor. Fue la primera vez que sintió algo parecido a la esperanza, que se atrevió a pensar en una posibilidad real de que Eloísa estuviera cerca, aunque se resistía a creer en que si fuera así no hubiera tratado de volver a casa. A escondidas, como las malas criadas, estuvo sisado un tiempo del dinero de la compra. Pagó un apartado postal y un anuncio de búsqueda durante una semana en los dos periódicos de la región. con el nombre de su hermana, Eloísa Martínez, era el único dato que podía dar, no poseía ni una sola fotografía que mostrar y además ¿qué

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sabía ella del aspecto que con el paso de los años tendría Eloísa? ¿Sería gorda o delgada, tendría el cabello corto o largo, o quizás ya no era pelirroja y se lo había teñido? No obtuvo ni una sola respuesta. Su vida fue fluyendo a la par que su búsqueda quedó estancada. Después de Logroño fueron a vivir a una ciudad cerca del mar, y eso la hizo feliz. Tenía amigas con las que iba a la playa junto con los niños, mujeres que comprendían lo que era depender de un hombre toda la vida. Los niños crecían, la mayor ya iba al instituto y ella se pasaba el día ocultando al padre las pequeñas cosas de la vida de una adolescente que a él le ponían furioso. Con quien salía, la ropa que llevaba o si llegaba temprano o tarde a casa. Un día descubrió que estaba nuevamente embarazada y tuvo miedo. También de eso sabía que él diría que la culpa era sólo de ella. Era el comienzo del verano, a la hora de la siesta, y salió con la cesta de playa, como muchas tardes, hacia una cala rocosa donde le gustaba sentarse a leer porque apenas iba nadie. Estaba desierta cuando llegó. Trepó hasta al saliente en la roca donde su hijo Andrés solía tirarse de cabeza al agua y se arrojó procurando que su vientre impactara contra la superficie del agua. Repitió el salto una y otra vez hasta terminar extenuada. Se tumbó boca abajo en la arena, dolorida y comenzó a sentir el calor de su sangre fluyendo lentamente entre las piernas y unas pequeñas punzadas de despedida bajo su vientre. Nunca se arrepintió. Sigue mirando a su familia bailar y se mira después las manos que no dejan de tamborilear sobre la mesa. Son manos de vieja, piensa, llenas de pequeñas manchas. El tiempo ha hecho de ella, una vieja loca que aún sigue esperando que en cualquier momento aparezca por la puerta una muchacha que partió volando desde una playa de su infancia. La misma que, hace no mucho tiempo, se dejó llevar por su nieta y solicitó acudir a un programa de televisión para personas con familiares desaparecidos. Un hombre llamó después por teléfono, para una entrevista previa, y cuando comenzó a contar la historia de Eloísa pensó en lo irreal que sonaban sus palabras y colgó. Escuchándose se dio cuenta de que su historia era tan poco creíble como la de esas personas que cuentan que un ovni ha aterrizado en el jardín. Aquel día se rindió.

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Sabe que Eloísa sólo seguirá viva mientras la piense, mientras juegue a crearle una historia, que después será solo alguien revivido, y quizás escrito, a través de una mano guiada por un recuerdo ajeno. Pero mientras eso pasa, o no, retoma el cuento que se contaba en Francia para dormirse cada noche. El piloto no regresó a la base de la Rioja, si no que siguió volando y volando hasta las montañas del sur de Alemania, donde tenía su hogar. Allí, con gran pericia, igual que en la campa de la playa secreta, hizo que el avión enfilara un valle de cumbres nevadas, donde al fondo se divisaba una pequeña iglesia de tejados rojizos cuya torre remataba en forma de cebolleta. Aquel era el lugar donde su familia vivía en un hermoso castillo desde tiempos inmemoriales. Luego, en el mismo jardín del castillo, había aterrizado suavemente, como las hojas cayendo en otoño sobre un césped brillante y sedoso del color verde esmeralda de los prados del norte. Dejó a Eloísa al cuidado de su familia y regresó a proseguir con sus misiones. Eloísa se curó, pero descubrieron que había perdido por completo la memoria. Un caso grave, dijeron los médicos. Seguramente se debió al trauma de lo que había sucedido o quizás a la pérdida de sangre, imposible saberlo a ciencia cierta. El caso es que cuando volvió del desvanecimiento era como una recién nacida, todo era nuevo para ella, no había recuerdos dolorosos ni nadie a quien echar de menos. La familia la acogió como a la hija que no tenían, y cuando más adelante tuvieron la desgracia de que su propio hijo, el piloto, muriera en una acción de bombardeo sobre Londres, la adoptaron y ella se convirtió en la heredera y futura baronesa de Hohenhalen. Después de la guerra conoció en un balneario suizo a un americano. Era un multimillonario tejano propietario de infinidad de pozos de petróleo. Su historia fue un flechazo sin remedio. Ella tan dulce y clara, él igualito a Gary Cooper. Se casaron enseguida y zarparon en el Queen Mary rumbo a América para vivir en el rancho de Texas. Una tarde, mientras contemplaban desde el porche la puesta de sol sobre las grandes praderas, se dio cuenta, con gran extrañeza, de que entendía la conversación que mantenían las criadas mejicanas

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mientras ponían la mesa para la cena, y no sólo eso, sino que también era capaz de contestarles en perfecto castellano. – Un talento innato para los idiomas –dijo su marido–. Sin embargo –concluyó– es extraño, porque el inglés te sale con un acento alemán muy cerrado. Y a ella, cuando a veces, de forma inexplicable, le sube una tristeza desde el pecho hasta la garganta, baja hasta la cocina y se sienta a pelar frijoles con las criadas, mientras hablan de cosas sin importancia. Después, la invade una paz que tampoco sabe cómo explicar. Es como estar sentada junto a un río sobre un mantel a cuadros rojos y blancos, y sentir el sol calentándote el rostro; y los pies jugando con la hierba, atrapando hojas entre los dedos.

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FICCIÓN VS. REALIDAD Patxi González Montoro

Ellen Ripley no había tenido otra alternativa, era la única manera de deshacerse del alien; destruir la nave Nostromo con él dentro. Ahora, en el vehículo auxiliar en el que había escapado de la detonación, dio rienda suelta a sus emociones. A cada lado de su cara las lágrimas formaron afluentes que aumentaban el caudal de la catarata de baba que se precipitaba por su barbilla. Gritaba, lloraba y reía a la vez; tenía que soltar toda la tensión acumulada, sacudirse de encima toda la rabia, el miedo y la frustración de sentirse acorralada; pero a la vez celebrar que estaba viva. Cuando los afluentes se secaron e hizo desaparecer la catarata con el dorso de la mano, se sintió desinflada, flácida, aturdida; tuvo que sentarse en el borde del cuadro de mandos. Estaba mareada y le costaba introducir aire en sus pulmones. Poco a poco iba estabilizando su ritmo cardiaco, pero éste volvía a alterarse cada vez que pensaba en sus seis compañeros, todos ellos asesinados por el octavo pasajero. Sabía que esta experiencia le dejaría secuelas; la aparición del xenomorfo marcaría en su vida un antes y un después. Pero si quería que fuese lo menos traumático posible, tenía que dejar de sentirse culpable por la muerte del resto de la tripulación. Había sufrido el pútrido aliento de la muerte demasiado cerca, y sólo había una forma de borrarlo de su cerebro: hibernando. Metería en el ordenador de la nave auxiliar las coordenadas que le acercarían al campo gravitacional de su planeta. Activaría el modo ahorro de energía; con un poco de suerte quizá alguna nave se toparía con ella orbitando alrededor de la Tierra. Tenía que intentar alejarse de aquella experiencia tan crítica que acababa de sufrir. Para ello comenzó a despojarse de su maltrecho uniforme. En ropa interior se sintió libre, aunque vulnerable. Echó en falta el lanzallamas que usó en Nostromo, cuando buscaban al alien por las tripas de la

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nave. ¿Sentiría esa desazón el resto de su vida? ¿Necesitaría de aquí en adelante tener un arma siempre a su alcance? ¿Por qué seguía sintiéndose insegura todavía? Dio un respingo cuando sintió algo peludo rozándole los pies descalzos. Era Jonesy, el gato que también viajaba en Nostromo, lo único que pudo salvar antes que la nave se desintegrara en el espacio. – Jonesy, cariño… ¡qué susto me has dado! La teniente Ripley alzó al gato del suelo y lo acogió en su regazo. Acariciar y besar su pelaje tuvo el efecto balsámico de un opiáceo en su sistema nervioso. Lo necesitaba; por fin una sensación de familiaridad, de compañía, de refugio. El anhelo de llegar a casa le inyectó en el ánimo la energía necesaria para enfrentarse al cuadro de mandos. Introduciría las coordenadas que, en modo automático, guiaría la nave hacia la Tierra. Un largo viaje que ella y Jonesy harían hibernando. Una sensación reconfortante, que brotó desde lo más profundo de su pecho, llegó hasta sus labios en una especie de imitación de sonrisa. Introdujo a jonesy en una cápsula de hibernación y se dirigió al panel de control. Activó el cuadro de mandos, sonriente, optimista; consciente de que cada tecla pulsada era un paso que le acercaba a casa. Pero hubo algo que le hizo apartar sus manos del teclado; no sabía qué había captado antes, si el grito agudo del xenomorfo o su largo y nervudo brazo, que impulsado por un acto reflejo intentó atraparla por una de sus muñecas. No sabía si se lo había imaginado o era real. Por eso tardó en reaccionar. Pero aquel brazo siniestro era real, permanecía extendido, resurgiendo detrás de unas tuberías. Ella se quedó paralizada, su cerebro tardó en reconocer que el xenomorfo había escapado de la desintegración de Nostromo. Ella quería negar la evidencia de que el alien estaba allí, en la misma nave que ella estaba dirigiendo hacia la Tierra. Pero el extraterrestre seguía inmóvil, parecía que su brazo hubiera reaccionado autónomamente, iracundo porque le hubieran despertado, y que el resto del cuerpo siguiese dormido oculto entre tuberías. Con una sangre fría de la que la teniente Ripley se creía exenta, supo que tenía que expulsar al alien de su nave; y tenía que hacerlo ahora que parecía aturdido. Por muy agotada que estuviese no podía posponer aquella tarea.

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Tenía que actuar con cautela y resolución, con movimientos lentos para no alterar al xenomorfo. Pero sin demostrar el miedo que le estaba empezando a colapsar el sistema nervioso. Respiró profundamente a la vez que se acercaba a la carlinga donde estaban los trajes espaciales. Lentamente, conteniendo a penas la respiración, fue colocándose uno de ellos. El alien seguía oculto tras las tuberías. Tenía que expulsarlo al espacio exterior, pero para ello tenía antes que sacarlo de su escondite. Ripley comenzó a activar las purgas de vapor de una en una, hasta conseguir dar con la que estaba junto a él. El xenomorfo se retorcía de dolor resurgiendo indemne de su escondite, aunque notablemente alterado. La nave auxiliar era tan pequeña que él no tardó en localizarla. Comenzó a acercarse hacia la teniente. Ripley estaba aterrada, no se atrevía ni a mirarle. No necesitaba verle, sabía que antes de su ataque, el extraterrestre emitiría su grito aterrador. Las gotas de sudor resbalan por todo el cuerpo de Ellen Ripley, pero sabía que no podía permitirse que el pánico llegara a paralizarla. Entonces se produjo el temible pero ansiado grito de ataque del alien, que como una descarga eléctrica su introdujo en su cerebro abriéndose paso a través de sus oídos. Por acto reflejo, la mano de Ripley golpeó un botón; la compuerta de la nave se abrió y el espacio exterior succionó al alien, que extiende brazos y piernas para evitar salir por el hueco. Ripley estaba de suerte, justo al lado tenía un arpón de anclaje. Apuntó al centro del cuerpo del alien y… Un hombre con camisa hawaiana, pantalón corto y chanclas se cruza en su punto de mira. El hombre se dirige al alien, le sujeta por las axilas y lo introduce en la nave. El espontáneo, ya seguro de que el extraterrestre está fuera de peligro, lanza una mirada reprobatoria a Sigourney Weaver. El alien observa a Weaver y se encoge de hombros. – ¡Corten! Ridley Scott se levanta enérgicamente de la silla de Director y se acerca iracundo hacia el espontáneo; pero la sorpresa atenúa su ímpetu. – ¿Dan… Dan O´Bannon? ¿Qué… qué…? ¡¿Se puede saber qué coño haces?!

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– ¡¿Que qué hago?! –grita enfadado el hombre que solía ocupar la silla de Guionista– ¡Habéis cambiado totalmente el sentido de mi historia! – Bueno, totalmente es mucho decir… –contesta Scott sin rastro de enfado en sus palabras— los guiones siempre están expuestos a leves variaciones durante el rodaje. Eso es algo que ya deberías saber. – ¡¿Leves variaciones?! En mi guion, los humanos son personas capaces de superar el impulso instintivo de contraatacar la hostilidad de los extraterrestres. Humanos avanzados que deciden investigar los motivos del violento comportamiento de los alienígenas para entenderlos e intentar neutralizar su agresividad. Humanos y extraterrestres conviviendo en armonía. ¿Y qué he visto durante todo el rodaje? Un alien implacable; un perfecto organismo cuya perfección estructural sólo es igualada por su hostilidad. Un superviviente al que no le afecta la conciencia, los remordimientos, ni las fantasías de moralidad. Los actores y todo el equipo de rodaje, decepcionados ante un desenlace pacífico exento de morbo y violencia, desaparecen subrepticiamente para fantasear en el bar sobre los verdaderos motivos que han llevado al guionista a interrumpir el rodaje. La involuntaria soledad anima a Ridley Scott a sincerarse con el guionista, quien está jugueteando con la baba de alien que inunda el suelo de la nave. – Mira Dan… los productores me presionan mucho… y al final son ellos los que… ya sabes, los que ponen la pasta… Y ellos saben que el público quiere sentir miedo, angustia… Y dime, tú, ¿qué vértigo hay entre humanos y extraterrestres que se van juntos los domingos de picnic? – A ver Ridley, ya sé que el cine es espectáculo. Pero aparte de mi orgullo herido por los cambios de guion, lo que me preocupa es la responsabilidad; hay gente que se cree las películas. – Oooh, vamos, Dan… esto es sólo una película… es ficción… sólo los niños interpretan la ficción como si fuese real… todo lo que ves a tu alrededor es falso –asegura el director señalando el set de rodaje. La estrepitosa entrada en la nave de Sigourney Weaver interrumpe la charla entre director y guionista.

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– ¡Se están peleando! ¡Se están peleando! – ¡¿Quién?! –pregunta Ridley Scott. – ¡Kotto y Badejo! – ¡¿Otra vez?! –pregunta el director contrariado. – ¿Por… por lo mismo que la otra vez? –se extraña el guionista. – Sí –asegura resignada Sigourney– Kotto se niega a que su personaje muera. ¡Le está destrozando el traje de alien a Badejo! Ridley Scott y Sigourney Weaver salen corriendo de la nave espacial. Al guionista le desagradan tanto las escenas violentas en la realidad que prefiere admirar la recreación de la nave espacial auxiliar. Juguetea con la viscosa baba de alien esturreada por todo el set de rodaje. Luego se introduce en la nave auxiliar; nunca había estado dentro. Parece muy real; se queda hechizado por el tétrico ambiente del humo y las lucecitas parpadeantes del cuadro de control. Se acerca a los mandos y se sienta en el asiento del tripulante. Fantasea que dirige la nave atravesando el espacio; esquivando meteoritos y agujeros negros. Clava la mirada en un botón verde, el más grande de los que hay en el panel y lo aprieta con curiosidad. Los reactores comienzan a rugir y a echar humo por las turbinas; el guionista siente que la nave comienza a alejarse del suelo; traga saliva y agarra con fuerza los mandos.

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RETORNO Isabel Basurto Larrañaga

El barco había llegado a puerto sin retraso. El muelle estaba a rebosar de mujeres, hombres y niños ansiosos por poder abrazar a sus seres queridos que poco a poco iban desembarcando. Los recién llegados, muchas mujeres mayores, miraban nerviosas desde las pasarelas a tierra esperando encontrar entre la multitud a sus familiares. El descenso era lento, la edad les hacía dar pasos pensados, seguros y sin distracción. Temían caerse ante los gritos con nombre que llegaban desde el embarcadero en un día gris y lluvioso. Llegando ya al final de la escalera, Josefina respiraba con dificultad a cada paso que daba. La edad se había sentado sobre su enfermo corazón. El viaje por la vuelta a su tierra desde el otro lado del Atlántico le había alterado. Muchas emociones en poco tiempo y la persistente lluvia, añorada en años, le estaban sumergiendo en un cansancio que parecía vencerla. ¡Pero no! Continuaría su camino hasta llegar a la parte vieja de su ciudad, se dijo Josefina, y continúo caminando hasta que todo se nubló. – ¿Cómo se encuentra?, oyó Josefina, entre otras voces que no distinguía y abrió los ojos. Miró al techo, movió la cabeza a ambos lados y descubrió a pesar de estar medio adormilada, de que se encontraba en la cama de un hospital y que su anciano corazón no había soportado las emociones del viaje y los recuerdos. No contesta a quien le habla y vuelve a cerrar los ojos y ausente de todo y todos, se repite mentalmente que nada le va a impedir ver los paisajes de su infancia en su pequeña ciudad. Ajena a todos, que lentamente van abandonando la habitación, Josefina comienza un relato que solo ella oye. «El viaje no ha sido tan cansado ni tan largo como esperaba», se dice y revive interiormente cada momento hasta el embarcadero, después de cruzar el Atlántico y cómo saludó a los parientes que

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fueron a esperarla. La comida con ellos en un ambiente relajado y cariñoso, y cómo sola, se marchó a recorrer su ciudad, que ya no reconocía; la lluvia persistente y añorada desde la distancia, se volvía molesta, pero no le impidió seguir su andadura hasta adentrarse en las cortas y estrechas calles atravesadas por cantones aún más estrechos y cortos. En ese momento del recuerdo se tapa la cara porque revive lo que sucedió. Aquello que no quería que sucediera: verse de pequeña jugando entre aquellas estrechas calles y oyendo en su cabeza el grito repetido tres veces por semana: «¡Pan y bollos recién hechos!» resonando en las paredes de casas oscuras llenas de vida en su interior que oyó hasta los siete años. La evocación tan vívida en su mente se refleja en su rostro, que simula una mueca de dolor y continúa con los ojos cerrados. Parece que no estuviera en este mundo, pero el sube y baja de la respiración en su pecho la delata. La vida sigue en ella. Inspira suavemente como si oliera algo sabroso y mueve la cabeza como escuchando algo que sólo ella percibe y se sumerge de nuevo en sus recuerdos. Ella oye: «Ahora bajo» de voces desde las ventanas y el sonido del frufrú silbante de las faldas de algodón y lino basto repicándole, que le hace esbozar una sonrisa. Y sigue sonriendo al verse entre las mujeres en su calle, cuyo nombre pudo leer cumplidos los siete años, cuando las letras se ordenaron en su mente y coincidió con el día en que se le cayó el primer diente, que guardó para dejarlo bajo la almohada esperando a que el Ratoncito Pérez hiciera su magia. Josefina abre los ojos, se incorpora en la cama y acaricia un colgante de plata con un diente diminuto, y en la soledad de su habitación comienza a murmurar: «noche larga la de aquel día, con una pequeña maleta preparada con prisas y el cielo rojo de llamaradas de muerte y ruido, mucho ruido». Ausente de este mundo, mira hacia la ventana y a modo de salmodia repite «¿Dónde vamos ama?» y siente aquel fuerte abrazo y aquel último beso de miel amarga que se le clava en la piel como entonces. Se tumba, no parece que siga viva pero Josefina sacando fuerzas de su menudo cuerpo continúa su relato íntimo: «Aquellas señoritas amables, subieron conmigo al barco y me pusieron el cartoncillo

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con mi nombre prendido en mi abrigo rojo, me acompañaron junto con otros niños y niñas como yo, en la larga travesía a un país grande, distinto al mío. Un viaje largo, no deseado, donde el cielo fue tristeza y el barco una bañera silenciosa de lágrimas no vertidas y suspiros infinitos. Todo estaba bien organizado y siempre lleno de palabras con un tono que quería ser alegre, se dice entre suspiros y continúa recordando cómo fue la llegada a un puerto grande rodeado de gran vegetación frondosa y excitante por desconocida seguido del reparto de los recién llegados a gentes amables y cariñosas de aquellos niños y niñas, callados y obedientes por el temor a ser abandonados. Recibían abrazos y consuelo de personas desconocidas y lloraban por lo que nosotros no habíamos llorado en el viaje ni en el adiós a nuestras hadas protectora. Me acogieron en un hogar de gentes buenas y honradas que me dieron todo el amor que podían dar y se esforzaron para que no sufriera. Fueron cicatrizando, poco a poco y con el tiempo, los recuerdos de su infancia. He de decir por justicia, afirmando con la cabeza y dejando escapar una lágrima, que no me ha ido mal. He estudiado y he podido desde joven trabajar en lo que me ha gustado e incluso encontré el amor. Tengo a Begoña, mi hija que me quiere y ahora a mi nieta Mirentxu que, a pesar de su corta edad, descubre mi nostalgia cuando me dice con tono meloso: abuelita ¿hoy también quieres bollos recién hechos? Y la vida ha hecho el resto para ser quién soy, pero nunca sin olvidar de dónde vengo y quién soy». Se sumerge en un sueño reparador. El esfuerzo de tanto recuerdo la ha cansado. Son las ocho de una mañana que resplandece después de la tormenta. Josefina toca el timbre que tiene a la cabecera. Enseguida aparece una enfermera a la que Josefina en tono amable le confiesa: – Señorita, debo marcharme. No me queda tiempo. Se viste y sale de la habitación. No hay signos en ella que delaten fragilidad. A la salida del hospital, acaricia el colgante de plata. Su amuleto. Hecho a medida con su primer sueldo. Un camafeo que lleva incorporado su diente de leche, aquel que se cayó una tarde feliz de final de sangre y miedo. Camina con paso sereno, decidido: «El pan y los bollos me esperan», se dice.

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TODOS ME LLAMAN ANGELITA Alejandra Vallejo

Angelita notó que alguien le zarandeaba bruscamente el hombro izquierdo. Era su padre despertándola. Le murmuraba que se preparara rápido, y en silencio para no desvelar a sus hermanos. Esta agarró la ropa que estaba sobre la silla de mimbre, las alpargatas azules de debajo de la mesa del abuelo, y salió silenciosamente de la habitación, dejando atrás ese calor que se genera en un cuarto en el que duermen tantas personas. Se lavó con la pastilla de jabón desgastada y el agua gélida que había en el cubo de metal de asa oxidada. Cogió la capa que colgaba detrás de la puerta del baño y se fue hacia el establo. Esa capa era la prenda comunitaria que llevaba el afortunado al que le tocara salir a vender ese día. Era la primera vez que Angelita la vestía. Acababa de cumplir los dieciséis años y sus padres consideraban que ya estaba en edad de trabajar o de emparejarse, y de momento no había ningún candidato. Su carácter apático y la presión de la familia tampoco eran de gran ayuda. En la parte de atrás de la casa había un establo donde se dividían el poco espacio entre dos vacas, treinta inquietas gallinas, un burro y unos cuantos gatos de esos que no se sabe de dónde vienen. Desde allí hasta el pueblo más cercano había veintiocho kilómetros. Conocía el trayecto por ir alguna vez con su padre y hermanos a visitar a la tía, pero intuía que ese día el miedo se apoderaría de ella en cuanto escuchara el primer ruido misterioso. Resultó mejor de lo que pensaba. Se concentró en el sonido que hacían las pezuñas del burro al pisar las piedritas que formaban el camino, y funcionó. Una vez adentrada en aquella villa su labor consistiría en ir llamando de puerta en puerta hasta que hubiera vendido las cinco cajas de huevos con las que su padre, Cándido, le había cargado.

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Pero como las cosas nunca salen como se planean, la aventura de Angelita comenzó antes de lo que esperaba, sin tan siquiera haber aparecido en su destino. Nada más cruzar el puente de piedra tallada, en las afueras más cercanas a la entrada principal, se veían a ambos lados los campos de cultivo. Hectáreas y hectáreas de terreno parcelado en el que trabajaban mujeres variopintas de aquella zona. No todas, solo las que tenían un marido derrochador, se habían quedado viudas, solteronas, o con algún pariente al que mantener. Al ver pasar el burro y la capa de Candi, aquellas labradoras comenzaron a gritar y hacer señas con intención de curiosear en la mercancía. La joven intuía que tenía que parar, pero le impresionó tanto la situación que le costó más de lo debido. Se acercaban a ella más de una decena de campesinas corriendo con palos en la mano y gritando en un lenguaje que no llegaba a comprender del todo. Acortó las riendas y se detuvo en seco frente a aquel barullo. En ese momento las trabajadoras se dieron cuenta de que el jinete era una joven. – ¿Dónde está el Candi? ¿Tú quién ere? ¿Le has robao el burro? ¿Tiene dinero? –este tipo de preguntas llegaban a sus oídos una encima de otra. Angelita, aún más asustada las miraba sin saber responder. – Dejarla en pa, hombre, ¿no veis que la tenéis matá de mieo? –gritó la de la pañoleta de cuadros– tú ere su hija, la mayor. Seguro, ¿a que sí? Mírala, si tiene los mismo ojo. ¿Cómo te llama, criatura? Un sí casi imperceptible salió de su boca. Carraspeó y respondió algo más alto: – Mari Ángeles, pero todos me llaman Angelita. – ¿Y tú qué prefiere? –le volvió a preguntar la misma. – Ángeles, Angelita es de niños pequeños. –En realidad nunca se había planteado poder elegir. – Mu bien Ángeles, encantá, yo soy la Rupi, de Ruperta, pero nunca me llame así porque no me gusta ná. ¿Queda claro? – Sí, señora –contestó más tranquila. Las mujeres de aquella zona eran especialmente brutas, carecían de modales, pero la mayoría tenían el corazón tierno. No gozaban de medios ni oportunidades para hacer algo diferente a lo que hacían, aunque tampoco les importaba.

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– Entonse ara ere la vendeora, ¿no? Mira, es que nesesitamo una caja de huevo, pero no de los chiquiticos de la última vez, de los blancos esos grandotes. Es que er cumpleaño de mi niño y le había prometío una tortilla de papas. ¿Sabé? Él me ayuda en to´lo que puede el pobrecico. – Sí, señora, esos son los que traigo hoy. A cinco pesetas la caja, ¿cuántas quiere? – Ángele, cariño, te voy a sé mu sinsera, a tu padre siempre le dejamo las caja fias y se las liquidamo a primeros de semana, que es cuando nos llega el caudal. ¿Podemo hasé eso contigo? Tú sabe, es que no tengo el dinero –terminó la frase bajando el volumen de su voz hasta casi hacerla desaparecer. Angelita, que era introvertida pero bastante confiada, accedió. No sabía si lo que aquella campesina le estaba diciendo era cierto, pero esa cara rechoncha, llena de polvo, rematada con una enorme sonrisa falta de dientes, no podía estar mintiendo. Ruperta comenzó a dar saltos de alegría por encima de las minúsculas montañitas de tierra. La muchacha le había alegrado el rato. A ella y a todas, ya que el resto no paraba de reír escuchando las barbaridades que esta soltaba por la boca. Cuando se serenó, Angelita ya se iba, y la llamó otra vez. – ¡Ehspera! ¡Angeles! ¡Oye, niña, ehspera! Vente esta noshe a sená a casa y así prueba mi tortilla. To´el mundo dise que es de las meores del pueblo –el resto de campesinas afirmaban con la cabeza. La muchacha muy agradecida rechazó la invitación, ella a esas horas ya debía estar a otras cosas. La Rupi, que se imaginaba la respuesta decidió darle una lección que pensó, era lo mejor que podía hacer: Niña, solo va a vivir una vez, pero si la vives bien te será sufisiente. Y asimilando lo que acababa de escuchar, Angelita irrumpió en el pueblo. Con su burro deseoso de una pausa y sus cuatro cajas de huevos pendientes de nuevos dueños. No había conseguido ni una sola moneda, pero aún tenía tiempo. Al deshacerse de toda la mercancía era entonces cuando podría darse un paseo por el centro, disfrutando aquellos escaparates llenos de lazos y faldas almidonadas que tanto le privaban. Se tomaría una horchata, si le alcanzaban los cuartos, y acabaría en la panadería

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de Piedad, la prima de su padre. Allí reposaría el rucio mientras Carmela, su hija le contaba con detalle historietas de chavalas. Con 18 años que tenía ya había experimentado con muchos varones. Ahora que su madre la había castigado en la tienda tras catalogarla como una jovencita muy ligerona, pasaba los días aclarándoles a los mocosos que pasaban por allí esos asuntos de los que sus padres no les querían hablar. A cambio les pedía algo que en ese momento le apeteciera: telas, abalorios, chocolate... Así era como conseguía casi todo lo que quería. Carmela exhibía una larguísima melena negra que siempre llevaba al viento, como las crines de un caballo bien atendido. El rostro era proporcionado, pero tenía la piel castigada por la sequedad del ambiente. El clima en Extremadura es áspero a la par que caluroso, y eso no ayuda a las personas delicadas. Aun así, la chica destacaba. Crecida como una espiga, flaca de las más del pueblo, y con unos morros pulposos que parecían a punto de estallar. En aquellos años, por vivir en la España del hambre eran más pretendidas las mujeres voluminosas por considerarlo evidencia de salud. Sin embargo, en revistas y grandes ciudades ya despuntaba la delgadez como belleza internacional. Carmela no era como las otras chicas. No estaba hecha para criar niños y aguantar maridos, y aunque aún no tenía ni la más remota idea de cómo se las apañaría para llevar una vida diferente, intuía que lo conseguiría. Antes de las cuatro de la tarde Angelita debería empezar el camino de vuelta, ya que en su casa la aguardaban para recontar el éxito de sus ventas. Y ya podía ir bien, porque la comida de los días siguientes dependía de su labor como comerciante. Era una responsabilidad que la cría cargaba por primera vez. En esto estaba inmersa cuando escuchó: – ¡Inmortalice su momento! ¡Tenga un recuerdo de sus seres más queridos que le durará para siempre! Las palabras le llamaron la atención y decidió fisgonear que era lo que ofrecía aquella persuasiva voz. Según se iba acercando, iba entendiendo. Eran un clan de vendedores ambulantes. Ese que gritaba a destajo era el padrazo. Decía ser capaz de con solo presionar un pulsador, retener la escena presente de por vida en un papel.

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Angelita que por momentos iba desprendiéndose de esa ingenuidad, dudo de la franqueza de la oferta. En primer lugar, lo que aquel patrón prometía no parecía sencillo, y además recordaba las palabras de su tío Pedro cuando llegaron los gitanos a su pueblo: Nunca creáis lo que cuenta esta gente. Alguien que no tiene un lugar concreto, no es de fiar. – ¡Niña!,¡¿qué pasa con esa cara?! ¿Es que no piensas que sea posible? ¿Quieres probar? –Le interpeló a gritos la esposa sentada a la sombra al mismo tiempo que continuaba con su rutina: sacaba el puñado de aceitunas del jarro y se las metía en la boca haciéndolas desaparecer. Se escurría las manos en el delantal grasiento que llevaba atado al cuello, y vuelta a empezar. Angelita solo podía pensar en cómo no se había roto aún la minúscula silla de astillas que la soportaba. – ¡Oye, te estoy hablando! –volvió a gritar en un tono más arisco. – No, disculpe. No tengo monedas, pero gracias. – ¿Qué pasa, que no te fías de lo que dice mi marío? –la retaba, pues al ver la capa de buena piel, no creyó la excusa de la joven. – No, no es eso –mintió Angelita asustada– pero tengo que seguir trabajando. – ¿Trabajando? Anda la niña, trabajando, dice. ¿Y en qué trabajas tú, criaja? –le preguntó la mujer muy inteligentemente. Angelita se puso nerviosa por el cauce que estaba tomando aquella conversación, pero se relajó al darse cuenta de que estaba en mitad de la plaza y había más gente a su alrededor. Quiso responder de forma escueta y continuar adelante, pero los nervios le traicionaron y acabó exponiendo su historia con detalles. A la glotona se le hizo la boca agua al oír hablar de las sabrosas cajas de huevos, y le propuso un trato: – Intercambiar una por una. Una imagen perpetua por una caja –dijo mientras apartaba como si fueran moscas a los zagales que la rodeaban. Angelita intentaba evitarla, pero la mujer la convenció asegurando que si no le impresionaba lo que veía romperían el trato. La niña no creía aquellas palabras, pero tampoco veía otra alternativa. Se bajo del burro, al que amarró a uno de los palos de piedra que adornaban la plaza y se acercó al hombre esperando indicaciones: – Ponte ahí, sonríe y no te muevas hasta que yo te lo diga.

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Se colocó tal y como el marido le indicó. Aguantó en esa postura mucho tiempo, o eso le pareció. Los minutos se hicieron lustros, y cuando aquel señor de camisa le mostró el resultado, no podía creerlo. Era verdad. La escena presente: la plaza, sus puestos, las mismas gentes que estaba viendo, las verduras… y en medio de todo, ella. Con las alpargatas gastadas y su burro sujeto a la viga. No dejaba de mirar a todos lados buscando algo o alguien que le desvelara el secreto. – ¿Qué? ¿Sorprendida? Venga pues ahora danos los huevos esos ricos que decías. Pensó que debía interesarle mucho el intercambio, pues incluso se había levantado del taburete. Así que no le quedó otra que entregar su segunda caja a cambio de algo que tampoco era parné. Continuó su ruta y llegó a la campa de los perros, donde la sombre de los árboles le permitiría reposar un rato. La procedencia del nombre del lugar era indudable. Y ahí fue donde Angelita consiguió su primera peseta, pero no tuvo que ver con ninguna venta. La vio en el suelo mientras rascaba la panza de uno de los pulgosos. Se le habría caído a alguien, pero como revisó a ambos lados y no vio persona alguna, corrió a por ella del modo más disimulado que supo. Al menos tendría algo útil que llevar a casa, creyó. Al acercar la mano para apartar la moneda del suelo, uno de los caninos salvajes le atestó un mordisco en el dedo. El animal comenzó a ladrar y Angelita aulló de dolor mientras el índice le sangraba. Al segundo aullido salió del portón blanco de en frente un varón con gesto amodorrado que fruncía el ceño para mirar al frente. Se acercó lentamente hasta cerciorarse de que era una leve mordedura. Levantó una piedra cualquiera y de debajo sacó una telaraña que utilizaría a modo de apósito. De la mano perjudicada envolvió la herida impidiendo que siguiera sangrando. Tras agradecérselo y conversar un rato, se descubrió que él era herrero y ella estaba en prueba de mercader. Juanito, el Herrador, lo llamaban aprovechando el doble sentido de la palabra y lo indiscreto que había sido de joven. Juanito nada más ver las patas del burro le sugirió un trueque favorable para ambos. Él recortaría los cascos del animal, pues a la vista estaba que buena falta le hacía, y a cambio se quedaba con una de esas docenas de huevos.

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Angelita sabía que encontrar a un herrador para recortar los cascos podía ser muy difícil, y además era un gasto que su familia no podía permitirse. De no hacerlo, estos crecerían desiguales y acabarían causando gran incomodidad en el borrico. Le miró a la cara y pareció que este le suplicaba con la cabeza, así que por tercera vez aceptó. Ambos cumplieron su parte correctamente, pero al impulsarla para ayudarla a montarse en el asno, aquel hombre le puso sus manos en zonas que nadie le había tocado hasta ahora. Esta, sin querer mirar atrás avanzó hasta su último destino, quería contrastar con su prima si aquello había sido lo que ella pensaba. Iba disgustada y pensativa. El día de hoy había sido un episodio, descubriendo objetos, trucos y personas inimaginables ayer. Sin embargo, no había cumplido el encargo, y eso le mortificaba por dentro. Primero por su familia, y posteriormente por los golpes de escarmiento que iba a recibir. En la entrada del local le aguardaba Carmela con un ojo morado y una suculenta propuesta. Entraron dentro de aquella casa llena de harina y, tras repasar ambas las anécdotas de aquel intenso día decidieron que era la coyuntura perfecta para fugarse. Se querían muchísimo y se entendían a la perfección con solo mirarse. Ambas querían llevar una vida diferente y ninguna podría si se quedaban allí. Debían marcharse. Emigrar. Una gran ciudad, Lisboa. Aquello seguro que era un lugar con posibilidades, pues ya habían oído de otros que la escogieron como refugio durante la última guerra. Sin pensarlo dos veces organizaron una trama estupenda. Mientras Angelita se dejaba besuquear por la tía Piedad, su hija le robaría unas cuantas monedas del cofre de la encimera. Ahí estaban los ahorros más jugosos. Le hubiera encantado saber escribir poder dejar una nota explicando que algún día se lo devolvería todo. Confiaba en hacerlo. Después Angelita se despediría y la tía Piedad le llenaría la capa de sustentos y una tinaja con agua para el camino de vuelta. Carmela le había visto prepararlo por la mañana. Esas serían sus provisiones para la huida. Al acabar Carmela se encerraría en el establo a limpiar los corceles de los visitantes, como de costumbre, y su madre no sospecharía. Saldría trepando por el ventanal de abajo y se reunirían en la calle trasera. Ellas tenían lo que otros no,

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la apetencia y el coraje necesarios para arriesgar sus vidas por mejorar sus destinos. Y como el burro tenía los casquetes recortados tardaron mucho menos de lo calculado en llegar al límite. Gracias al capisayo de la familia, las cajas de huevos que quedaban y la ilustración, pasaron la frontera dando a entender que las dos eran una sola moza itinerante. Llegaron a la cuidad con precaución, confiando en el instinto y en los encantos de Carmela. Angelita entonces tampoco tenía un lugar concreto, pero sabía que era de fiar. Algún día regresaría con el dinero suficiente para liberar a su familia de aquellos apuros diarios.

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DOS PUNTAS TIENE EL CAMINO Miguel Parra

Juan de Dios Vargas es un arriero sufrido y animoso que ha pasado la mayor parte de sus cuarenta años en el camino entre Argentina y Chile, llevando mercancías. Desde que se casó, vive en una chacra en Calingasta, provincia de San Juan, Argentina. Después de trabajar durante años para Don Silvestre, el asentado del pueblo, decidió iniciar nuevas actividades. Así, decidió añadir a su costa, a las mulas que guiaba para su empleador, un par de mulas cargadas con yerba mate, con la intención de venderla en Chile y ganar unos pesos. Organizada la reata, con la ayuda de un huaso llamado Rubaldino que le sirve como mozo, se puso en marcha hacia Chile por el camino del paso fronterizo de Agua Negra que, aunque es muy exigente y duro, permite ahorrar dos jornadas con respecto al habitual, con lo que permite vender la mercancía antes que otros y a mejores precios. Durante diez días recorrieron las setenta leguas que separan Calingasta y Vicuña, soportando lluvias y vientos gélidos y acampando siempre al sereno. Cuando por fin llegaron, buscaron acomodo en una posada, guardaron la carga en el almacén y desaparejaron las mulas dejándolas en las caballerizas. Ya más descansados, cenaron juntos mientras Juan de Dios le explicaba a su mozo el plan para los dos días que tenía previsto permanecer allí. – Mañana, a primera hora, entregaremos la carga al consignatario de Don Silvestre; después, iremos al mercado de la plaza de armas para ver cómo anda el precio de la yerba mate y del pisco. Después de almorzar, cerraremos la venta de la yerba y la compra de diez arrobas de pisco y tú te cuidarás de que lo entreguen en nuestra posada, donde me esperaras a que llegue. Tengo que atender un asunto importante. Al día siguiente, los negocios se dieron bien: entregaron sin problemas la carga de don Silvestre y consiguieron buenos precios

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para vender su mate y para comprar un excelente pisco que doblaría su precio en Calingasta. Con el bolsillo caliente y mientras Rubaldino se ocupaba de la carga, Juan de Dios se fue a comprarle una ruana de alpaca a su mujer y, de paso, dar un paseo por las ramadas organizadas por las fiestas patronales de Vicuña. En una de ellas, que tenía orquestina, sacó a bailar a una lola del lugar, bien parecida y que no hacía ascos a sus homenajes. Después de unas cuecas, ya se habían hecho íntimos y él le regaló la ruana destinada a su esposa, por lo que ella le invitó a cenar en su casa y ya, metidos en harina, a dormir a gusto en una enorme cama de hierro forjado, llena de arabescos y con una piña de bronce en cada esquina y un colchón de plumas como Juan de Dios no había visto nunca. – Es un capricho de mi marido: quiere tener la mejor cama del país– dijo la mujer. A la mañana siguiente, temprano, el argentino y la chilena se despidieron felices y sin pena por ambas partes, ya que ninguno quería alargar el asunto, él porque tenía que atender su negocio y ella porque esperaba a su marido, también arriero, en los próximos días. De camino a la posada, Juan de Dios compró para su mujer otra ruana igual que la del día anterior y ajustando las cuentas con el posadero, aparejó con Rubaldino la reata y salieron de vuelta. Mediado el viaje, cerca ya de Agua Negra, al llegar a un recodo oyeron que alguien cantaba: Cuando pa’ Chile me voy, Cruzando la cordillera, Late el corazón contento, Una chilena me espera. Juan de Dios reconoció la canción, que él mismo solía cantar, y le siguió la copla: Y cuando vuelvo de Chile, Entre cerros y quebradas, Late el corazón contento, Pues me espera una cuyana.

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En esto se encontraron las dos caravanas y los arrieros se saludaron efusivamente: – ¡Compadre! Tal parece que seamos hermanos… – ¡Y lo somos! Hermanos arrieros, hijos de los caminos. Y al unísono, terminaron la cueca: Vivan la chicha y el vino Vivan la cueca y la zamba, Dos puntas tiene el camino, Y en las dos alguien me aguarda. – ¡Esto merece que lo celebremos! Trabaron las patas de las bestias y los hombres de las dos caravanas echaron unos tragos, compartiendo el pisco de uno y el vino del otro y hablando de sus negocios, de cuál era el mejor lugar para vender según qué mercancía y qué precio se podía pedir por ello. La conversación fue derivando a sus respectivas ciudades, las personas conocidas, amigos y familias. Juan de Dios le enseñó la ruana que llevaba para su mujer y le confesó que era la segunda que había comprado porque la primera la había regalado a una chilena muy cariñosa que encontró en Vicuña. El otro arriero soltó una carcajada diciendo que él lo había hecho mejor, pues había comprado dos ponchos iguales: uno para la cuyana y otro para su mujer, con lo que había sacado mejor precio. – Pues va a ser que somos hermanos ¡gemelos! Y ya, entonados por la bebida, cantaron juntos: Vida triste, vida alegre, es la vida del arriero, penitas en el camino, y risas al fin del sendero. Finalmente el chileno dijo: – Bueno, ya va siendo hora de despedirse que tenemos mucho camino por delante y sueño con llegar a mi casa, ver a mi mujer y descansar en mi cama. Seguro que tú no has dormido nunca en una

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cama igual, de hierro forjado, llena de arabescos, con una piña de bronce en cada esquina y un enorme colchón de plumas. El argentino le dio la razón mientras se reía por dentro y despidiéndose a su vez, arreó su recua. El resto del camino se les dio bien y aunque pasaron fatigas, terminaron el viaje felizmente. Cuando llegó a su casa, su cholita le salió a recibir con grandes carantoñas y muestras de alegría y le invitó a sentarse y descansar mientras ella preparaba unos suculentos guisos para él. Durante la cena, él habló de sus aventuras, de los trabajos del camino, de lo hábil que había sido en los negocios. Cuando terminó le entregó la ruana que ella recibió muy contenta y agradecida y de dijo que le venía muy bien para poder alternar con un poncho que había comprado en su ausencia: – Mira qué precioso. Y lo mejor es que me ha salido regalado… Juan de Dios se quedó pasmado un momento y siendo de buen genio, sonrió pensando: – ¡Pues resulta que vamos a ser gemelos también en eso!

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UNA HABITACIÓN EN EL LADO DEL JARDÍN Eva Rivas

Sentado ante una pequeña mesa de nogal de una lujosa residencia del Upper East Side neoyorkino, observaba al señor Charles Scribner servirme limonada con mano temblorosa. Por aquel entonces yo no era más que un estudiante de periodismo y me sentía intimidado y entusiasmado a partes iguales ante el que había sido el último editor de Ernest Hemingway. El sol de una radiante tarde de julio entraba por el gran ventanal que estaba a mi derecha y que daba a un jardín con un gran abedul, bancos y una fuente borboteante en el centro. Sonreí al darme cuenta de que estábamos en una habitación en el lado del jardín, que era, precisamente, lo que me había llevado allí. – ¿Prefiere sentarse fuera señor Gulli? –me dijo el editor. – No se preocupe, estoy bien aquí, y llámeme Andy. – ¿Para qué revista dice usted que trabaja? – Colaboro con la revista literaria de la universidad de Columbia, señor. Scribner, vestido con traje y corbata, cruzó las manos sobre el abdomen plácidamente. Conservaba la pomposidad de quien está acostumbrado a tener público cuando habla. – Así que viene por el trigésimo aniversario de la muerte de Hemingway ¿Y qué es lo que quiere saber exactamente? – Quería preguntarle por un relato inédito: Una habitación en el lado del jardín –conseguí despertar su curiosidad. – Vaya. Poca gente sabe de su existencia ¿ha tenido ocasión de leerlo, Andy? –me preguntó incorporándose en su sillón. – No. Me negaron el acceso en la biblioteca de Boston –admití molesto. No quisiera resultar impertinente, pero… me pregunto… ¿por qué no lo publicó usted cuando tuvo la oportunidad? – Porque así me lo pidió él. Como ya sabrá dejó mucha obra

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inédita –hizo una pausa y tomó el vaso haciendo tintinear los hielos debido a un persistente temblor en sus manos. – A mediados de la década de los 50 Hemingway era consciente de que su capacidad literaria estaba mermando. – Y aun así recibió el Pulitzer por El viejo y el mar en el 53 y el Nobel el año siguiente –puntualicé. – Sus amigos habían comenzado a fallecer: en el 39 Yeats y Ford Madox, le seguirían los miembros de la generación perdida: Fitzgerald en el 40; en el 41 James Joyce; en el 46 Gertrude Stein. Sentía que estaba llegando al final de su vida. Fue una época de gran nostalgia y depresión para él. Recuerdo con nitidez nuestro último encuentro en Praga, era octubre de 1.956. Yo estaba recopilando correspondencia de Marcel Proust y había ido para verificar unas cartas. Las campanas de la cercana iglesia sonaban de fondo cuando Ernest Hemingway llegaba a la absentería más concurrida de todo Praga, en la calle Jilska. A través de una ventana le vi dejar su bicicleta apoyada en la puerta y entrar con una carpeta bajo el brazo. Desde una mesa del fondo, agité la mano para llamar su atención. Cuando llegó a mi altura me dio una sonora palmada en la espalda a modo de saludo y tras lanzar una mirada despectiva a mi café llamó a un camarero para pedir que le sirviera un “muerte en la tarde”: una onza de absenta en una copa de champán y champán helado hasta que rebosar. Cuando el sorprendido muchacho se disculpó por no tener las copas adecuadas, Hemingway le contestó guiñándole un ojo: – No se preocupe amigo, lo más importante es el contenido. –recordó sonriendo. Su afición al alcohol era legendaria, vino, daiquiris, champán, cerveza, Martini… La absenta la descubrió cuando vivió en París durante su primer matrimonio. Yo observaba ensimismado como las burbujas doradas del champán le ganaban terreno al líquido verde adquiriendo una opalescente consistencia lechosa. – Seguro que lo inventó en España después de una corrida de toros –interrumpí a Scribner. – En realidad no. Fue a bordo de un buque de la Marina Real

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Británica, con tres oficiales, después de siete horas tratando de rescatar al capitán de un barco de pesca que había chocado contra ellos durante un vendaval. Todas sus historias tenían indefectiblemente alcohol y muerte. – ¿Por dónde iba? Ah, sí, Praga –retomó Scribner con su voz de barítono. Aquella última tarde se enteró de la muerte de Pío Baroja, al que admiraba profundamente. Al día siguiente volaría a Madrid para su funeral. Me dijo que le llevaría un ejemplar de Adiós a las armas, una botella de Johnnie Walker, un jersey y un par de calcetines. Una broma entre ellos que no se molestó en explicarme. Dio un buen trago al cóctel y abrió la carpeta que había traído poniéndome un taco de folios manuscritos sobre la mesa. Les eché un vistazo. Eran cinco cuentos. Yo esperaba que fuera la novela sobre África que había prometido terminar hacía siete meses, pero tras propinar un par de generosos tragos al combinado me confesó que seguía atascado. Tras apagar el último cigarrillo del paquete, lo estrujó y fue a comprar tabaco a la barra. Se entretuvo hablando con el dueño del local el tiempo suficiente para que me diera tiempo a leer el primero de los cuentos, de quince páginas, titulado Una habitación en el lado del jardín. La historia estaba contada en primera persona por un estadounidense en el hotel Ritz de París justo después de que los soldados aliados liberaran la ciudad de los nazis en 1944. El protagonista era claramente un alter ego de Hemingway, incluso conservaba el apodo con el que se le conocía a él en tiempos de guerra: «Papa». Cuando volvió a la mesa bromeamos sobre lo diferente de nuestras ocupaciones durante la guerra. Mientras él estaba bebiendo champán en el Ritz, yo desencriptaba mensajes de los nazis en la armada. Se burlaba de mí porque decía que en la retaguardia nunca había acción. Y acción era precisamente lo que le había sobrado a él tras participar en tres guerras. Le aconsejé que regresara a su finca de La Habana, “el vigía”, a tomar daiquiris al sol y vivir de las rentas del Nobel. Le sugerí que podía escribir sus memorias, que seguramente llenarían varios volúmenes, pero él no era hombre que aceptara consejos. – Espera a que me muera para publicar los cuentos –me pidió volviendo a ponerse serio. Lo que yo no sospechaba era que solo

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faltaban cinco años para su muerte. El señor Scribner detuvo aquí su relato y se deshizo el hechizo. Yo hubiera estado horas escuchando anécdotas sobre Hemingway. Aunque seguía mirándome, los ojos del viejo editor ya no me veían. Estaba a miles de kilómetros de aquella salita de Nueva York. De repente se levantó y se fue caminando lentamente. Al cabo de cinco minutos no sabía si marcharme yo también o seguir esperando. No se había despedido, pero tampoco había dicho que regresaría. Yo estaba de pie husmeando por los pasillos cuando le vi regresar con algo bajo un brazo. Volví rápidamente a mi asiento y esperé. Abrió la carpeta que había traído y me entregó una copia mecanografiada. Mi sorpresa fue mayúscula. – ¿Es para mí? – dije mientras cogía los folios con reverencia. – No podrá llevárselo ni hacer copias –me advirtió reteniendo los folios en su mano. – Se lo juro –y comencé a leer el relato con verdadero deleite. Me puse cómodo. A medida que pasaba las hojas amarillentas me iba olvidando de mi anfitrión dejándome engullir por el mullido sofá. Cuando terminé me sentí privilegiado. – No se imagina lo agradecido que estoy. Me ha fascinado. Aparecen todos sus viejos temas, París, la guerra, la muerte, la literatura… –dije atropelladamente. Es fantástico. ¡Debería publicarse! – Eso ya no está de mi mano. Usted es joven y tiene mucha energía y toda una vida por delante – me dijo antes de despedirse. Así nació una vocación. La de rescatar del olvido autores que influyeron en varias generaciones. Por supuesto, la sociedad Hemingway me negó el permiso para publicar el cuento en aquel momento. Yo no era más que un estudiante de periodismo imberbe. Terminé la carrera, y a través de muchos trabajos alimenticios durante años, he mantenido la pasión por rescatar obras inéditas. Superando obstáculos legales, pero respetando las voluntades de los autores para que sigan siendo relevantes hoy en día. Por fin hoy, 4 de agosto de 2018, como editor jefe de la revista literaria Strand, veintisiete años después de haber leído aquel relato, tengo la inmensa satisfacción de ver publicado por primera vez el cuento Una habitación en el lado del jardín. Que lo disfruten.

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LA ESENCIA DE FRANK Carme Albert

Frank nace en una casa donde se ama la música. La vieja radio Telefunken suena en la cocina. Su madre, Marieta, baila sin parar. Su alegría desbordante se cuela por todos los rincones. El la observa sentado siguiendo con sus pies el ritmo que no para. Comprende claramente lo que desprende su madre, amor por la vida. Se levanta y busca su saxo, lo aprieta contra sí. Con entusiasmo, lo contempla, es su amigo silencioso, fiel, cargado de encanto. Lo hace sonar, saboreando cada nota. El sol se desliza por las rendijas de la ventana haciendo presencia. Se levanta resuelto a darse una ducha. Las gotas de agua se deslizan por su cuerpo dándole bienestar. Se perfuma, colonia Lavanda. Marieta, su madre ha conseguido la mejor, cortando manojos y secándolos al sol. Su olor lo transporta, evocando recuerdos que abren pista en su cabeza: ¡Qué bien lo pasé ese verano! Los amigos, las chicas, interminables verbenas. bromas, tonteos, un tobogán de emociones. Ahora es otro tiempo. La calle espera para rendir homenaje al ritmo sensual de su saxo. Baja veloz por El Raval, lugar emblemático de su ciudad Barcelona. A esa hora se reunen los clientes en la taberna El Champanet. Es la hora del cava, cita por excelencia. Las notas estallan, gimen lo envuelven todo de magia. Tanto es así que la gente sale a la calle bailando al escuchar la inesperada música. Forman un cuerpo de baile. Pies, brazos, todos en movimiento vibrante. Un hombre con sombrero de ala, desde la esquina, observa curioso al joven. Se acerca a él y le dice: – Tienes mucho talento, desbordas swing. Llegarás adonde tú quieras. Desde ese día, Frank y su saxo son uno, unidos por el cálido latir del jazz.

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HÉROES ANÓNIMOS Juan Iturbe

1. El encuentro El hombre apretó el paso por la parte más oscura de la calle, intentando pasar desapercibido. No había sido buena idea pasar por esa parte de la ciudad cuando grupos de anarquistas y antisistema habían convocado una «okupación» del espacio público. Trataba de ocultar la bandera española que lucía en el anorak y apretaba contra el pecho el maletín con los documentos de la Fundación. Había pecado de optimista al no variar su itinerario. El hecho de que sus principios estuvieran muy por encima del de los de esa gentuza no lo hacía inmune a sus golpes. Rodeó los coches y contenedores cruzados y evitó la basura esparcida. Grupos de jóvenes vestidos de negro con las caras tapadas tiraban piedras a los escaparates de tiendas y sucursales bancarias. Le faltaba muy poco para salir de la zona más problemática y respiró un poco más aliviado. Torció por una calle que estaba prácticamente vacía. «Bien, Alonso, casi lo has conseguido». De repente, una voz gritó: – ¡Ese tío es un facha! Lo reconozco, es de la Fundación Francisco Franco. ¡A por él! Echó a correr, pero, con su edad, no podía competir con esos jóvenes llenos de adrenalina y cabreados. Diez o doce le rodearon, le insultaban y empujaban. Se le cayó el maletín y las revistas y propaganda de la Fundación quedó desparramada por el suelo. Aquellas fotos y colores les volvieron más violentos. Alonso recibió el primer golpe por detrás, a traición, y aquello lo sublevó. Se quitó el anorak y la americana, quedándose en camisa. – ¡Venid si tenéis huevos! ¡Veréis cómo os da de ostias un verdadero español! Aquella muestra de gallardía echó para atrás a los violentos,

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pero tras un momento de vacilación, se abalanzaron de nuevo sobre él. Alonso ya había recibido los primeros golpes cuando, de improviso, apareció otra figura que, sin miramientos, atacó a los asaltantes. Repartiendo puñetazos y patadas, dejó fuera de combate a la mitad del grupo. El resto se apartó. – ¿Por qué te metes tú? Estábamos dándole su merecido a este fascista de mierda. – Salid de aquí antes de que tengáis que recoger los dientes del suelo –dijo con voz serena y firme el recién llegado, de unos treinta años y porte atlético. La banda no se decidía. Cogió un bate que había dejado caer uno de ellos y, levantándolo con firmeza, dio dos pasos. Los encapuchados dieron media vuelta y salieron corriendo. Cuando no quedó nadie a la vista, el recién llegado se dirigió a Alonso y le ayudó a levantarse. – ¿Se encuentra bien? ¿Alguna herida? – Sí, gracias. No tengo nada roto. He recibido algún que otro golpe, pero sin importancia. Muchas gracias por su ayuda. Si no llega a ser por usted, lo habría pasado muy mal. – No ha sido nada, cualquiera hubiera ayudado … –se interrumpió al ver los folletos con la imagen de Franco, el Alcázar y el águila imperial esparcidos por el suelo– ayudado a un caballero español en apuros. Recojamos y vayámonos, antes de que vengan con refuerzos, que esos son muy valientes cuando van en masa. Alonso le miró de reojo mientras recogían el material y se ponía la americana y el anorak. Se fijó en que le sobresalía un tatuaje con el escudo de los Comandos Especiales del Ejército. – Alonso Martínez Lequerica, español y miembro de la Fundación Francisco Franco –dijo decidido tendiéndole la mano. – Ernesto García Pontedeume, español también, orgulloso de serlo sobre todo en tiempos oscuros como estos –se estrecharon la mano con fuerza. – Si me lo permite, me gustaría invitarle a una copa. No sólo para agradecerle su intervención sino también para celebrar el habernos encontrado. Creo que es el destino el que nos ha unido en estas calles.

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– Con mucho gusto. Precisamente tenía un proyecto en mente y no sabía a quién acudir. Quizás sea verdad lo del destino. Encontraron un bar y a la primera copa siguieron varias más. Alonso, exultante por haber salido entero de la escaramuza, sentía que podía confiar en Ernesto. Le repetía que eran hombres como él los que España necesitaba para volver a ser grande. El joven, por su parte, le explicó que hacía poco que se había licenciado del ejército y que, antes de trabajar con su hermano en una vaquería en Galicia, le rondaba una idea por la cabeza, una cosa que daría en los morros a los enemigos de la patria. – Por supuesto, Ernesto. Puedes contar con nosotros –dijo Alonso, pasando al tuteo con la familiaridad que da el alcohol. Le habló de la Fundación y de la labor que hacían, defendiendo el legado y la memoria del Caudillo. Ernesto se mostró entusiasmado, aunque algo reticente a la hora de unirse a ellos. – No me malinterprete. Usted es un caballero, don Alonso, pero hay elementos de su Fundación y entorno que, francamente, no parecen muy listos, si me permite la libertad. Alonso protestó vehemente, pero al final tuvo que reconocer que, en la cosecha de patriotas, había mucha paja y poco grano. – Escúcheme, don Alonso. En las noches de guardia se me ocurrió un plan que creo nos va a beneficiar a todos. – ¿Un plan? ¿A qué te refieres exactamente? –preguntó con precaución Alonso. – No a un golpe de estado, ni nada parecido, entiéndame, que no está la situación para ello. Algo simbólico, una operación que sirva para unir a los patriotas, hacerles sentir que tienen los líderes adecuados, ofrecerles una esperanza y una ilusión. Alonso escrutó con detenimiento a Ernesto. Sin duda, era un joven dotado de perspicacia, valor y buena cabeza. Merecía la pena escucharle. – ¿Qué tienes en mente? Explícamelo. Ernesto así lo hizo y Alonso quedó maravillado. – Es brillante –dijo levantando su copa–. Déjame que organice un encuentro con algunas personas. Te llamaré.

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2. El plan Al cabo de pocos días se citaron por la tarde en la sede de la Fundación. Allí coincidieron con Abascal, un político de un partido que parecía surgir con fuerza, al rebufo de la situación política. – ¿A quién esperamos? –preguntó Ernesto. – A quien debe dar el visto bueno. Al cabo de media hora, Ernesto estaba con el ceño fruncido mientras que Alonso y Abascal hablaban de nimiedades. Se oyó en el descansillo de la escalera el taconeo de unos pasos arrogantes y, seguido, unos golpes secos en la puerta. Alonso se precipitó a abrir. La figura que entró llevaba el abrigo sobre los hombros, el mentón arriba, la mirada desafiante y el pelo demasiado engominado. Abascal se levantó y Alonso y él levantaron el brazo haciendo el saludo fascista. Ernesto no se movió de su silla. – ¿Qué, no sabemos saludar como es debido? –preguntó con menosprecio el recién llegado. – Su abuelo se ganó con creces el saludo y todos los honores de España –respondió Ernesto–. Enseguida veremos de qué pasta está usted hecho, señor Francis Franco. El aludido le dio la espalda. –¿Por qué me has hecho venir, Alonso? ¿A que se me insulte, a que no se me respete? –recriminó con acritud Francis Franco. –No se deje llevar por las apariencias, excelencia. Ernesto, a pesar del tono, es un patriota bregado y probado en todo tipo de acciones. Es inteligente y tiene a España por encima de todo. Quiere exponerle una idea que le ronda por la cabeza, que a mí me ha maravillado, y usted decidirá. Francis Franco se volvió hacia Ernesto y le lanzó una mirada escrutadora. Ernesto no vaciló ni torció los ojos. –Bien, confío en ti, Alonso. Veamos qué tiene que decirnos, Ernesto. Todos se sentaron alrededor de la mesa. Ernesto se inclinó, apoyando los codos, y se dirigió directamente a Francis Franco. –¿No está harto de que estos socialistas lleven el tema del descanso eterno de su abuelo el Caudillo como bandera para hacer

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daño a España? ¿No le gustaría darles en los morros, tomarles el pelo, hacerles quedar en ridículo? ¿No estaría bien que los restos del Caudillo reposen en un lugar donde los patriotas de verdad puedan presentarle sus respetos, su devoción por la causa, sin que nadie pueda echarles nada en cara? – Explíquese –Francis Franco se había envarado ligeramente y le miraba con suspicacia. – Esta es la situación. No cabe duda de que estos rojos conseguirán su propósito tarde o temprano, y llevarán los huesos del Caudillo a un sitio que les convenga a ellos, en contra de los intereses de la familia. Ustedes litigarán en los tribunales y podrán esperar ayuda del Vaticano, pero ellos hacen las leyes y llevan las de ganar. Propongo adelantarnos a ellos. – ¿Qué exactamente? – Dar un golpe de mano, que seamos nosotros los que nos llevemos a escondidas los restos del Caudillo. Los depositaremos en la catedral de la Almudena, camuflados, en el nicho que su familia dispone. De esta manera, el Caudillo reposará en la cripta de la familia, los patriotas sabremos dónde están y podremos visitarle las veces que queramos sin que nadie pueda decir nada o impedirlo, y, lo que es mejor, los rojos separatistas creerán que nos han ganado, pero nosotros tendremos el triunfo: cuando nos convenga, podremos sacar a la luz que los restos que dejemos en el Valle de los Caídos no son los verdaderos, para vergüenza y escarnio internacional del gobierno. Ernesto calló, los ojos encendidos. – ¿Qué le dije? ¿No es una idea brillante? –preguntó con una amplia sonrisa Alonso. – Y sin duda, un escándalo de esas proporciones nos daría alas en las urnas, hundiendo a los socialistas –señaló Abascal. Francis Franco le miró con respeto. – Realmente es una idea brillante, es difícil verle inconvenientes para la familia o para la causa. Aunque no sé si su materialización resultaría demasiado compleja para llevarla a cabo. – Nada de eso –Ernesto fue levantando los dedos–. Solo necesitamos, uno: un ataúd vacío; dos, que los dominicos del Valle nos

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permitan pasar y trabajar con la lápida, pero sería una cosa rápida y limpia; y tres, lo mismo en la catedral de la Almudena, ponemos el ataúd en el nicho, hacemos una mampara para esconderlo detrás y listo. – ¿Cuánta gente se necesitaría para todo? – Me basta con un ayudante. He trabajado de albañil, de pintor y de enterrador, entre otras cosas y sé levantar losas o mamparas. – Mi sobrino es adecuado para ayudar –apuntó Alonso–. Es de fiar y fuerte como un toro. – Perfecto, yo me ocupo del material y del vehículo. Dentro de una semana podemos hacerlo. Solo quedaría que usted, señor Franco, hablara con los dominicos del Valle y con los rectores de la Almudena, pero me consta que tiene partidarios en ambos sitios, gente que haría lo que fuera por usted y la causa. Francis Franco se quedó pensativo unos instantes. Abascal y Alonso le miraban expectantes. – No sé, la idea parece buena y eso de darles bien dado en los morros a los socialistas me atrae, pero los riesgos son muy grandes. ¿Qué pasaría si nos pillaran? Mi familia se vería sin duda comprometida. Además, los fondos necesarios pueden ser muy altos. – Yo me ocuparé de todo el material necesario –repuso Ernesto–. Usted sólo ha de encargarse de que los curas y los monjes nos franqueen el paso y no molesten. – A pesar de eso … Ernesto se echó para atrás, con gesto frío. – Entiendo –dirigió una mirada de menosprecio a Francis Franco–. No hay lo que hay que tener. Su abuelo mostró una y otra vez, en la guerra y en la paz, que a huevos no le ganaba nadie. Este es un golpe que requiere de audacia y un poco de planificación, y están en nuestra mano. Nadie se lo espera. Todo puede estar terminado en una noche. El riesgo es poco y los beneficios, enormes. No sé qué le puede ver de malo. Usted llevará el nombre de nuestro Caudillo, pero no su valor. Está claro que los huevos no se heredan. Un silencio espeso cayó sobre la sala. Francis Franco respiraba con fuerza, los labios apretados y la mirada fiera. Se fijó en los cuadros que decoraban la sala. Su abuelo aparecía en todos ellos:

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sonriente, seguro de sí mismo, triunfador. Sentía que le miraba directamente a él. «¿Te atreverás, nieto?» parecían decirle todas las imágenes. – Lo haremos. ¿Cuándo podría ser? Todos sonrieron ampliamente. – La semana que viene, la noche del miércoles al jueves –dijo Ernesto. – Yo también participaré –dijo Francis Franco. Finalizaron la reunión con vítores a Franco y a España. 3. La ejecución A medianoche del miércoles, una furgoneta con el logo de la funeraria Los Ángeles Custodios conducida por Ernesto recogió en una calle de Madrid a un joven. «Luis, sobrino de Alonso», se presentó. Era alto, mandíbula cuadrada, pelo rapado al cero por los costados y muy corto en lo alto. Vestía una cazadora bomber, pantalones vaqueros claros y botas de combate. «Y eso que tenía que ser una misión de camuflaje», pensó Ernesto. Luis intentó entablar conversación, pero Ernesto le atajó con respuestas secas y cortantes. Al llegar al Valle de los Caídos, un monje les abrió un camino lateral, utilizado para trabajos de mantenimiento. Llegaron a una puerta abierta y aparcaron delante, al lado de un Mercedes todoterreno negro de alta gama. Ernesto le pasó a Luis un mono de trabajo con el nombre de la funeraria. – Póntelo, por si acaso alguien nos ve. Luis obedeció de mala gana. Ernesto abrió la caja de la furgoneta. Contenía dos ataúdes. – ¿Por qué dos? –preguntó Luis. – Es lo más normal en una furgoneta de estas –respondió Ernesto–. Oficialmente, trasladamos dos ataúdes vacíos al hospital de La Paz. Tengo los papeles en regla para eso. Además, si nos paran y solo llevamos uno, es muy fácil que nos la hagan abrir. Con dos, nunca lo hacen. Cogió el de la izquierda y lo depositó en una camilla. A continuación, sacó herramientas y se las pasó al joven.

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– ¿Qué es esto? – Para levantar la losa. No querrás hacerlo con los riñones, ¿verdad? El monje los guio hasta llegar a la sala donde estaba la tumba de Franco. Allí les esperaban Francis Franco y Alonso. – ¿Algún problema? –preguntó nervioso Alonso. – Ninguno. Tenemos la furgoneta y el material. – Tiene los papeles en regla –intervino Luis. – Pues venga, a ello. Con presteza, Ernesto y Luis montaron un pequeño torno y una grúa. Engancharon la lápida, la levantaron con cuidado y la depositaron a un lado. Un olor pútrido les echó para atrás. Ernesto sacó unos botes de ambientador con olor a flores y pulverizó con generosidad el lugar. Cuando el aire se hizo más respirable, todos se asomaron a la tumba. Ernesto y Luis saltaron al hueco, aseguraron el ataúd y lo sacaron a la superficie. Francis acarició la madera y los demás le imitaron. – ¿Quiere usted verlo? –preguntó Ernesto. Alonso, Luis y el dominico le miraron atentos. Francis Franco, con un ligero temblor, asintió. Ernesto se acercó y destrabó los cierres. La mitad de la tapa superior se abrió y Ernesto se hizo un paso atrás. Francis se acercó lentamente y los demás lo imitaron. Allí estaba, el cuerpo de Francisco Franco. El ataúd y la losa habían asegurado la estanqueidad y se le veía apergaminado, transformado en una momia. Francis acercó la mano al rostro de su abuelo, pero sin atreverse a tocarlo. Por fin, se retiró. Alonso y Luis adoptaron la posición de firmes y levantaron el brazo derecho, tiesos como postes. El dominico rezó un padrenuestro. Al terminar, Ernesto cerró la tapa y la aseguró. – Venga, es hora de dar el cambiazo –dijo Ernesto. Luis y él cogieron el ataúd que habían traído y lo bajaron a la tumba. Antes, Francis lo abrió. Dentro solo había unos pocos sacos de arena, para hacer peso. Sacó del bolsillo de la chaqueta un sobre y lo depositó dentro. – Es una declaración de principios –dijo Francis ante la pregunta sin palabras de Ernesto–. Cuando los rojos lo lean, se van a cagar. Lo que vamos a disfrutar.

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Ernesto y Luis volvieron a poner la lápida como estaba. Lo comprobaron con cuidado, nadie notaría nada. El dominico los acompañó a la salida y se despidió de ellos. Metieron el ataúd en la furgoneta. Francis Franco sacó una cajetilla, ofreciendo a los cuatro, pero solo él fumó. Miraron el cielo estrellado. – Ernesto, no sé cómo darle las gracias. – No hay por qué darlas, señor. Su abuelo se sentirá orgulloso de usted. Francis Franco recibió el elogio con satisfacción. – Pero el trabajo no está completado. Yo no puedo acompañarlos a la Almudena, tengo que ir a mi finca de Toledo, a fabricarme una coartada. Confío en ustedes. – Por supuesto, señor –dijo Alonso–. Siempre por el Caudillo y por España. Francis Franco dio la mano uno por uno a los tres hombres y, visiblemente emocionado, montó en el todoterreno y se alejó. Luis, Alonso y Ernesto subieron a la furgoneta y condujeron a la catedral de la Almudena. Tal como estaba previsto, les esperaba un sacerdote, que les abrió la cripta y les dijo que lo llamaran al terminar. Ernesto hizo que Luis se adelantara con el material de obra para levantar una mampara y, con ayuda de Alonso, sacó el ataúd de la derecha y lo llevaron a la cripta. Allí, lo metieron en un nicho vacío, levantaron una mampara de pladur con rapidez y lo pintaron del mismo color que el resto. Examinaron el trabajo y quedaron satisfechos. – En un par de días se seca y nadie va a notar nada –dijo Ernesto. Alonso dio un paso adelante, se puso firmes y con el brazo en alto, dijo en voz baja pero rotunda: – ¡España! – ¡Una! –respondieron Luis y Ernesto. – ¡España! – ¡Grande! – ¡España! – ¡Libre! Emocionados, salieron, montaron en la furgoneta y se fueron. Al llegar a la plaza de Colón, Alonso y Luis se bajaron.

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– Ernesto, amigo, camarada, hoy has hecho un gran servicio a España y a la causa española. Sin duda, eres un héroe, uno de esos héroes anónimos de los que no salen en los libros de historia y que tampoco quieren salir, pero sin cuyo trabajo, abnegación y sacrificio no se hubiera podido construir este magnífico país. Hoy quedamos en deuda y mis oraciones están contigo. Gracias. Ernesto estaba visiblemente emocionado. – Gracias, Alonso. Siento que he servido a mi patria, lo mismo que sirvieron mi padre y mi abuelo, al igual todos los que antes que ellos se esforzaron por Dios y por España. Me voy con la satisfacción del deber cumplido y sabedor de que el futuro, sin duda, nos pertenece. Se abrazaron. En el cielo, alboreaba un nuevo día. «Todo un símbolo», pensó Alonso, todavía con los ojos empañados por la emoción. Ernesto subió a la furgoneta y buscó la carretera de La Coruña. Paró en una gasolinera a repostar y desayunar. Al acabar, encendió el móvil y escribió: «Voy para casa. Paquete entregado y paquete recogido. Todo bien». Al cabo de unos días, Ernesto abrió un hueco rectangular con la excavadora, de dos metros de profundidad y en la cuneta de un camino forestal, al lado de unas alambradas. A continuación, aseguró con cinchas el ataúd que había traído de Madrid y lo bajó con cuidado. Rellenó con tierra los huecos y alisó con firmeza la parte superior. Después puso una bañera blanca encima y, con ayuda de una manguera, la llenó de agua. «Las vacas estarán contentas», y respiró con satisfacción. Si están leyendo esta carta, es que han abierto el ataúd donde pensaban que yacían los restos de Francisco Franco. Pero ya ven, el caudillo no está aquí. Estos huesos son los de mi abuelo, fusilado por las tropas franquistas por ser un simple maestro de escuela y enseñar las letras a los niños. O tal vez sean los del pastor de mi pueblo, acusado de rojo por un vecino para quedarse con sus animales y tierras. O quizás sean los de cualquier fusilado y enterrado en una cuneta, sin más recuerdo que los lamentos de sus familiares. Cualquiera de ellos, ya que no es posible que en este ataúd quepan

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todos, son tan dignos de estar aquí, en esta cripta de la Almudena, como el dictador, o incluso más. Mi respeto y solidaridad para ellos. Y también para sus familias, héroes anónimos que consiguieron salir adelante a pesar de todo y de todos. Los llevamos en nuestros corazones y en nuestra memoria. Y si se preguntan dónde están los restos de Franco, vayan mirando por las cunetas, a ver si buscándolo acabamos encontrando a todos los demás, que va siendo hora.

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TRANSFIGURACIÓN Feli Cruz Jiménez

Úrsula permanece inmóvil en el catre de la celda con los ojos abiertos hacia la pared desnuda y fría, a los barrotes de la puerta, a la prisión. Han sido meses sin dormir, angustiada por el juicio. El cuerpo se convulsiona como si recibiese pequeñas descargas en sus músculos, desencadenando movimientos erráticos. Las horas transcurren, pesadas, lentas, sin reloj que pueda marcar la intensidad de ese tiempo. Los párpados sucumben al cansancio, el cuerpo se vuelve laxo, no hay resistencia. Úrsula coge del brazo a su madre, le acaricia la mano mientras caminan calibrando cada paso hacia la sala de espera del notario. La anciana sonríe, se deja hacer dando palmaditas a la mano que la reconforta. ¿Seguro que quieres firmar, mamá? le pregunta Úrsula mientras la acomoda en el inflexible sofá notarial. Que sí, hija, que sí. Mira que eres pesada. Firmar ese poder será una liberación para las dos. La conversación fue interrumpida por una señorita de traje de chaqueta impecable: El notario las está esperando, pasen ustedes, por favor. El banco se quedó con una copia del poder notarial escaneada por el director. El poder que la permitía administrar los bienes de su madre. Llevaba años haciéndolo, pero ahora era legítimo. Todo correcto, Úrsula, todo en orden. Bien, aquí tienes el poder, y la responsabilidad le dijo el director del banco extendiendo el documento hacia ella. Gracias, lo sé. Úrsula salió de allí incómoda. Supo que el desasosiego se debía a la prisa por volver al trabajo: era lo que las ayudaba a pagar la hipoteca. Le hubiese encantado volver a casa para sentarse junto a su madre, y escuchar una de aquellas hechiceras historias familiares

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color sepia consumidas en los bordes. Colmarse de las ráfagas de luz intermitente que emitían los ojos de la anciana, de luminiscencia opalina a punto de extinguirse. Reconoció ese temor a la pérdida al no recibir el saludo acostumbrado de la anciana al oírla entrar, al ver el cuerpo de su madre, pálido, inerte. Después, la misa, los pésames, la formalización de la herencia, el vértigo. Los mismos paisajes rutinarios de personas y cosas no mostraban el dolor cobijado en ella. Humanos corriendo riesgos como inmortales: la vida hipotecada. Ella misma no había sido consciente de su caducidad, de que se jubilaba. Podría haber sido un hecho para celebrarlo, pero carecía de interés: fue como cumplir todos los años de golpe. Mientras iba recogiendo los enseres de su escritorio observaba a sus compañeros de la oficina, con la certeza de que todo se consumiría por los bordes. Todos nos convertimos en fantasmas pensó En algún momento alguien preguntaría: ¿te acuerdas de aquella que trabajó aquí? Sí, hombre, a la que se le murió la madre, y poco después se jubiló. Volvió a casa con una pequeña bolsa colgada del brazo. El ruido metálico de las vueltas de llave en la cerradura retumbó hueco en el descansillo. Entró con un suspiro: en cada rincón la presencia evidente de su madre, el aroma a jazmín. La forma del cuerpo de la anciana en su sillón favorito, objetos con la apariencia de haber sido usados. El jersey de punto que su madre dejó inconcluso había seguido avanzando, hasta que una mañana estuvo terminado. Úrsula se lo puso, y se abrazó a sí misma. La hipoteca devoraba la pensión: cerró las habitaciones de la casa que no utilizaba, y colocó un pequeño radiador en su dormitorio, que encendía en casos extremos, y con remordimientos. A pesar de sus esfuerzos, se vio obligada a ir al banco para pedir una ampliación y modificación del préstamo. Se limitó a firmar los documentos donde señalaba el dedo índice apresurado del director. Firma aquí, y ahí, y aquí también. Bien, una más aquí y terminamos y le retiró los documentos tan rápido como quien hace un truco de magia.

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Úrsula palideció al ver sus manos vacías sobre la mesa, le hubiese gustado detenerse a leer antes de firmar. Por cierto, lamento lo de tu madre. Fue una ceremonia muy emotiva le dijo mientras revisaba, sin alzar la vista, cada página de los documentos. Úrsula iba caminando de regreso a casa buscando una respuesta, una luz, una salida a esa sensación de vacío en el estómago, de nausea, de vida hipotecada. El paisaje se tornó húmedo, espeso, y gris. Las personas huían ante la amenaza de la tormenta, sonidos de pasos ligeros en el asfalto, rostros desconocidos, todos separados, todos juntos. Escuchaba trazos de conversaciones que iba atrapando sabedora de que cada frase pertenecía a una vida, aglutinándose como una sola: «Sí, ya me acuerdo». «¿Nos vamos a casa?» «Le hubiese matado». «¿Por qué no se lo has dicho?». «Me temo que no». «Mañana, iremos mañana». «Pues debería estar». «Nadie es perfecto». «Es su estilo». «Vale, tú ganas». «¿Cómo es que no lo vio?». Mensajes sin respuesta. Úrsula abre los ojos, la pared sigue ahí frente a ella, nada ha cambiado, la celda, el juicio, el fiscal. El fiscal se empleó a fondo. El banco debía pagarle muy bien, piensa Úrsula, las manos hacían volar la toga como un batir de alas de murciélago. Ella miraba espantada, con asco, como en las comisuras de los labios se le iba acumulando una sustancia blanca y viscosa. La mordida fue mortal: devoró a la defensa, un abogado de oficio que no creyó en ella: siempre mirando al brillo de sus propios zapatos mientras hablaban. Durante el juicio tuvo que escuchar cómo el director del banco afirmaba que su entidad desconocía el fallecimiento de la anciana. Y que ese dato había sido omitido por la acusada con conocimiento de causa. El juez dictaminó la sentencia: cuatro años de prisión por estafa, y una cuantiosa indemnización para el banco perjudicado. Úrsula suda copiosamente, quiere derribar esa pared, que la priva de libertad, sentir de nuevo a su madre. Por qué tuvo que pedir la ampliación de la hipoteca, por qué no le avisaron en el banco de que el poder ya no era válido. Y por qué se lo concedió el director si no lo era. Escucha un susurro, se sienta en el catre, proviene de la

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pared que respira, la palpa, la reconoce, una brisa de luz la atraviesa y, Úrsula hunde sus manos en la pared de aroma a jazmín. El día comienza para las presas con el chirriar de las puertas automáticas de las celdas al abrirse. Una a una, van saliendo como un ejército vencido hacia el corredor. De la celda de Úrsula no saldrá nadie: está vacía. Un coche se dirige hacia la cárcel, los rayos de sol inciden en el metal transfigurándolo en una masa de luz: el abogado de Úrsula encontró la firma del director en el libro de condolencias.

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LA BODA Isabel Bilbao Ortiz de Guinea

Avanzaba hacia el altar y Pablo pensaba «es el día de mi boda». Sí. Qué palabra tan larga: matrimonio. Sentía sobre su espalda las miradas de los pocos invitados y algunos vecinos del pueblo que no querían perderse el acontecimiento. Sentía también la mirada de Juana. La había visto al entrar. Ojos negros, duros, que no pestañearon cuando se cruzaron sus miradas. Él la retiró, mientras avanzaba por el pasillo hasta el altar y durante el recorrido, sintió punzadas en la espalda. Cuando se volvió para ver entrar a la novia, ya no lo miraba a él; la miraba a ella. Sintió angustia, pero su futura esposa, nada sabía de Juana, ni de sus ojos negros llenos de envidia. No sabía que le había estado esperando sin comprometerse con nadie porque lo quería para ella. Él, nunca le dio esperanzas, pero tampoco la rechazó. No, la novia no sabía nada de todo eso. La ceremonia fue corta; solo el sacramento del matrimonio. El cura se retiró y los recién casados hicieron el camino en dirección contraria. Pablo no buscó los ojos negros, pero al pasar por su lado los presintió como un mal agüero. Dos pasos más y el suelo se volvió resbaladizo, los techos se movían y los bancos de la iglesia quedaron por encima de su cabeza. Pensó que sus zapatos nuevos de suela de tafilete le habían hecho una mala pasada, un tropezón inoportuno, provocando tan gracioso como tener a su mujer encima. La había arrastrado en la caída. Entre lamentos y suspiros ahogados oyó: —¡Jesús, Jesús! Sonriendo abrazó a su mujer y le dio un beso. Las reacciones fueron distintas. Algunos suspiraron, otros reían a carcajadas, algunas manos se extendían para ayudarle a levantarse; pies que se arrastraban por el suelo y exclamaban: —¡Garbanzos! ¿Quién ha tirado garbanzos? Pablo consiguió levantarse y sin soltar a la mujer que amaba, buscó a Juana, y solo llegó a ver su silueta, que como un humo negro salía por la puerta de la iglesia.

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Juana salió de la iglesia llena de furia. Se paró en el pórtico, sacudió el bolsito negro y salieron disparados media docena de garbanzos que rebotaron sobre las losas de piedra. Su mirada siguió los saltos y con un suspiro amargo murmuró: -Ojalá te rompas una pierna. Nada salía como ella quería, todo se torcía. El pueblo entero estaba en contra de ella. Pablo, su chico de toda la vida, se había casado con una… Una don nadie. Una tenderilla de quincallas con un puesto en la Plaza del Mercado. Con lo que era él, el hijo del terrateniente. Ella siempre había estado a su lado. En las excursiones, le llevaba la merienda. En las fiestas, siempre los bailes más bonitos eran con él. Había desdeñado a otros chicos que la pretendían por él. Lo había esperado cuando se marchó a navegar. Se quedó en casa sin querer salir con las amigas. Fue la primera en enterarse de que volvía y una hora antes estaba en el muelle esperándolo. Al bajar por la pasarela del barco, fue a ella la primera a la que miró y saludó con la mano. ¡Era su chico! ¡Su amor! Se hicieron arrumacos, se besaron y hubiesen llegado a más si él hubiese querido, porque ella sabía que su Pablo, era un caballero. Los recién casados salieron al pórtico bajo una lluvia de pétalos de rosas. « Virutas de fuego deberían ser», pensó Juana y poco faltó para dar un traspié con ese pensamiento, pues las amigas por detrás la empujaron para que avanzase a felicitar a los novios. Las dos mujeres se miraron frente a frente. La novia con ojos chispeantes, llenos de ilusión, con la confianza que da la seguridad de sentirse amada y protegida. Juana, con mirada afilada, negra y profunda; si hubiesen sido rayos, la habrían atravesado en ese momento. Pero los momentos, son eso, instantes que pasan sin detenerse y las mejillas se cruzaron en un leve roce. Pablo la sujetó por los brazos con cariño, pero su mirada preguntaba. En ese momento, le hubiese gustado desmayarse, abrazarse a él, decirle lo que él ya sabía, que lo quería, que lo esperaba, que era su vida, que sin él nada tenía sentido, que lo seguiría esperando, que… que. Le miró. Acercó su boca a la altura del oído y le dijo: – Maldito, ojalá sufras –y sonriendo giró con una vuelta llena de gracia, coquetería, y sensualidad, de complicidad hacia las personas que estaba mirando. Alzó la barbilla, levantó los brazos y gritó:

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– ¡Vivan los novios! Todos aplaudieron y vitorearon. No se necesitaba mucho para que la alegría brotase. Hasta los perros de caza del novio ladraron con ganas al ver a su dueño. Un amigo los tenía sujetos con una correa y parecía que esperaban su turno. Juana se sintió orgullosa de su grito. El pueblo la había visto. Ella era joven, guapa y lista. El pensamiento se quedó cortado por una ráfaga de viento que le dio de frente e hizo que su cuerpo girase perdiendo así de vista a los novios saliendo del pórtico hacia la explanada. Cuando se volvió apartándose el pelo de la cara, tuvo que entrecerrar los ojos. La visión le llegó como un foco de luz blanco, tules que flotaban, lazos que culebreaban, una cara sonriente y una corte a su alrededor que se sumaba al color con tonos rojos, verdes, amarillos, trajes negros, azules, y el viento, con la brisa, con ráfagas, les hacía bailar a su antojo, a la cadencia de cada prenda, todo hacía resaltar el foco de luz blanca que desprendía la novia. Juana pensó con amargura que a la novia todo le venía bien. En ese momento la novia levantó los brazos y el hechizo en el que Juana estaba inmersa, le hizo ver las ágiles alas de un cisne que aleteaban enfundadas sus puntas en unos guantes blancos y una de ellas, sujetando el ramo de azahar lo lanzó con un suave movimiento y salió volando por encima de las cabezas. Solo podía ver y esperar. Ver como una de sus amigas recogía al vuelo el ramo enganchándolo por los pétalos, disputándoselo con las de alrededor, chicas gozosas y alborotadoras. Ni se había dignado a mirarla a ella. «Me las pagarás todas juntas», pensó. Pablo y su mujer avanzaban por las losetas del pórtico de la iglesia. Ella tiraba del velo que sujeto a la cabeza se negaba a seguirla, unas veces porque alguien lo pisaba, otras por el impulso del viento empeñado en lucir todo aquello que fuese suave y vaporoso. En ese momento, tres perros de caza se hicieron paso entre las piernas de los asistentes. Se lanzaron sobre Pablo, sobre la novia. Las patas a la altura del pecho del hombre lo rodearon brincando. Con voz imperiosa Pablo dijo: –Ahí –sin mucho éxito. Juana alisó la falda de su vestido con un gesto mecánico, como

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de rechazo de alguna porquería y esperó. El velo ya no estaba sujeto a la cabeza de la novia y los brazos le caían a lo largo del cuerpo. Aún le quedaba la sonrisa, pero Juana pensó que era por puro orgullo. El viento levantó a sus anchas el suave tul que los perros se habían encargado de desprender definitivamente de la cabeza de la novia. Lo desplazó hasta engancharlo en la rama del árbol y allí quedó balanceándose como una ola de mar que va y viene. Los perros en posición de sentados miraban sin entender. La novia se agachó para acariciarles la cabeza y el gesto huraño que se había formado en la cara de Pablo, se transformó en una sonrisa dulce y mirada acariciadora hacia el cuadro que se representaba a sus pies. A Juana, un poco alejada del bullicio, le rechinaban los dientes; «todo le viene bien» seguía pensando. – ¿Qué es un vestido? –le decía Pablo. – Nada. Si lo voy a guardar en una caja –le contestó su mujer. Todos los de alrededor la oyeron y sus caras se transformaron en amplias sonrisas. Así, fueron alejándose hacia la finca donde les esperaba el banquete. Los entendidos miraban al cielo que se había llenado de nubes que se desplazaban rápidas. El amigo de Pablo le dijo a Juana que era viento del norte y si paraba, posiblemente traería agua. Juana pensó entrecerrando los ojos y mirando al cielo: «¡Ojalá!». Y el agua llegó con los postres. Con la algarabía final. Con los brindis, la música, el vals. Cuatro gotas grandes y esparcidas que no asustaron a nadie, pero cuando los novios salieron a bailar el vals, el eterno Danubio Azul, las nubes abrieron sus bolsas y cayó un auténtico aguacero. Todos corrieron hacia la carpa de los novios. Allí, apretujados, por lo reducido del espacio, entre sonrisas cómplices, empezaron los primeros arrumacos. Pablo acariciaba con el dorso de la mano la mejilla de su mujer, apartando cualquier gota de agua que hubiese quedado en su rostro. La miraba con devoción y recibía su recompensa. Ella le acariciaba la coronilla y los dedos jugaban sobre su cuello y nuca. Escondió la cabeza bajo el mentón y Pablo la levantó para darle un beso, la estrechó entre sus brazos, nada imposible porque era lo que el espacio le permitía, a la par que le tarareaba el Danubio Azul.

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Juana también estaba en la carpa. No quería mirar, pero lo veía todo. Estaba pendiente de los novios, sus gestos, sus impresiones ante el contra tiempo de final de boda, y no daba importancia a los arrumacos que recibía por parte del amigo del novio. La lluvia azotaba racheada por el viento, y a pesar de los entendidos, no había desaparecido del todo. La tormenta se lució con toda su grandeza amenazadora de rayos y truenos. Cada uno de ellos rebotaba en los cuerpos ardientes de los que estaban bajo la carpa. Las mujeres, solo por coquetería, se estremecían en los brazos de los hombres y estos, por adulación, protegían con el calor de sus cuerpos los de ellas. Así se vio Juana de repente, abrazada, apretujada, cubierta de besos en el cuello, orejas, cara y labios. Unos dedos que recorrían su espalda con la delicadeza del pianista que mima las teclas del piano. Y le gustó. Se sentía bien, pero miró a los novios, le hubiese gustado que Pablo la mirase también. Que supiese que ella podía tener a otros. Tú como yo, pensó, por hoy, ya has tenido bastante. Un relámpago se siluetó rasgando el cielo. Todo el espacio quedó de un blanco plateado, cálido, fantaseado por el espíritu de la boda, por la belleza de los novios, por la felicidad del día. Y no fueron más que unos segundos y desapareció. Pablo y su mujer aprovecharon para marchar cogidos de la mano bajo la lluvia incesante, que les cubría como chispas de luz y así dejando una estela de burbujas vaporosas, desaparecieron en la distancia.

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ENCRUCIJADA Mari Jose Bebia

El niño sale del bosque que está en la encrucijada de caminos, junto a una calzada romana. Sale con los ojos llorosos, no termina de creer lo que ha visto. Contempla esa soga hipnotizado, como si aún viese el cuerpo que, hasta hace poco, estaba allí balanceándose. Aún retumban en sus oídos los gritos del hombre que pataleaba y se negaba a morir. Aún ve a la mujer y a los hijos llorar y suplicar por la vida del ahorcado. Lo que nunca podrá olvidar es el crujido del cuello cuando le quitaron la carreta bajo sus pies, o ¿quizás, fue la rama la que crujió? El niño está vestido con harapos. Una casaca sin cuello, que tal vez algún día fue blanca, de una tela muy tosca que ahora está llena de agujeros y sin una manga. Sus pies están casi desnudos. Unas cuerdas atadas al tobillo sujetan unas sulas muy gastadas. Su pelo cortado a trasquilones y con calvas en gran parte de su cabeza. Está sucio todo su cuerpo, al menos el que su escasa ropa deja ver. Sus ojos son negro intenso, ojos que ya han vivido muchas vidas. Se quedó totalmente solo ya hace medio año, cuando empezó a morir tanta gente en el asentamiento, junto a la necrópolis. Su madre fue la primera en fallecer. Acabando de dar a luz y tras el parto, murió. Al día siguiente fue su hermano recién nacido. Su padre entre el dolor y la debilidad se fue a la semana siguiente. Se quedó con su hermano dos años menor que él, y los dos solos, sin saber qué hacer y sin nada de comida, empezaron a deambular por las calles de Lugnaro. Pasaron mucha hambre, y sobrevivieron de la caridad de alguna gente que se compadecía de ver a dos niños tan pequeños, solos Una noche oscura, bochornosa y sin estrellas, se acercó al cementerio de los niños para llevar, casi arrastrando, a su hermano. Se había muerto en sus brazos después de días con mucha fiebre.

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Por el camino de la calzada venía un padre con una caja de madera muy tosca, sin lijar, en las manos. Llevaba lágrimas en los ojos. Alrededor iban sus hijos y su mujer, que llevaba una antorcha en una mano, y un niño pequeño en la otra mano. Enterraban solos a su hijo, nadie los acompañaba. Se sabía que eran pobres porque no enterraban a su hijo en un ánfora como la gente pudiente. Pusieron la caja en la tierra y taparon con dos grandes tejas que había sobre la pared. Cuando se fueron, el niño sepultó a su hermano en la fría tierra, sin ánfora, ni siquiera una caja. Le puso unas piedras sobre la tumba y no pudo ni llorar. Ahora, bajo la soga mecida por el viento, recuerda al hombre que hace poco gritaba y pataleaba y lo recuerda en el cementerio enterrando a su hijo. Y a la mujer que lloraba y pedía clemencia para el hombre, como a la mujer que llevaba la antorcha esa oscura noche. Ese árbol. Esa rama está crujiendo. Aún suena en los oídos del niño. Los ojos ahora sí lloran. Tiene su cuerpo ya cansado. Mira la soga. Se balancea, le llama Mira la encrucijada. ¿Seguirá andando hasta el otro pueblo? La soga le llama: Ven, descansa, todo se acabará. Un padre que intenta dar de comer a unos hijos, un padre que entierra a otro. Ven descansa. Todo se acabará. La rama se balancea.

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LA LUNA Y LA BESTIA Poli Moro

La mujer que vivía conmigo se fue. Ni el mismísimo Dios, pudo impedirlo. Cuando le pregunté el motivo, me contestó: – Esa es una de las razones, que ni siquiera lo sabes. – Entonces, ¿si supiera el motivo, no te irías? – le pregunté. – Claro que sí, pero sería distinto. Tal vez algún día regresaría. – Pues explícamelo antes de irte, para dejar la puerta abierta – le sugerí. – No. Descúbrelo por ti mismo – concluyó. – No te preocupes que lo haré. Después de una larga borrachera de dos días me desperté en el sofá de mi casa. La noche se desperezaba en el exterior. En pocos minutos distinguí a la perfección cada rincón de la estancia. También su foto, que reposaba insultante en una de las baldas colgadas en la pared. Me levanté y miré a través de la ventana. Una luna blanca y redonda iluminaba un cielo sin fin, profundo, como el dolor que sentía en el estómago, recuerdo de días felices que ya no volverán. Dolor que presagia una soledad infinita. De repente abro la puerta, bajo la escalera y salgo a la calle. No hay nadie. Mejor. No soporto ver a ninguna persona que no sea ella. Miro al cielo y contemplo de nuevo la luna llena. Y me preguntó si será verdad que la luna es mágica. Sin pensarlo le pido que me devuelva a esa mujer. Creo que me contesta. Me dice algo así como que no lo deseo lo suficiente. Y yo me río en su brillante cara. La desafió a que me ponga a prueba. Mi risa la ofende. Y me responde que me lo piense mejor. Y suelto una carcajada que rebota en el cemento de los edificios produciendo un eco fantasmal. Y entonces sí escucho su respuesta. Me la traerá de vuelta. Pero tendré que pagar por ello. Le pregunto el precio. Seguro de que sea cual sea lo pagaré con desprendido placer. Y entonces suena atrona-

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dor en mi corazón. Una noche cada mes; una como esta, me transformaré en bestia y le entregaré todas las almas que pueda cosechar. Sé que voy a equivocarme. Lo he comprendido enseguida. Pero le contesto que sí mirándola directamente a los ojos. Y comprendo que el pacto está sellado. A la mañana siguiente ella vuelve. Más hermosa que nunca. Más libre que nunca. Y me dice que sabe que lo he hecho por ella. Que sabe que ahora soy mitad hombre, mitad bestia enamorada. A mí me sirve, si le sirve a ella. En la noche se asombra el mundo con una luna llena y blanca como la espuma de un mar salvaje rompiendo contra el acantilado. Me estoy preparando para recorrer la ciudad bajo su mortal luz despidiéndome de ella con un silencio cansado, cómplice, rodeado de un torrente de disculpas mutuas, cuando de súbito siento una descarga eléctrica romper mi columna vertebral. Corro hasta nuestra habitación para mirarme en el espejo. Siento a su vez como un duro pelo brota por todo mi cuerpo. Pero nada se refleja en el espejo. La transformación continua con un dolor intenso convirtiendo mis manos en garras de animal rematadas en largas garras, pero el espejo tampoco me lo devuelve. Lo mismo percibo de mis dientes. Hasta que comprendo que esta noche la transformación es metafórica, interior. Y me río. Y entonces me doy cuenta de que soy parte de ambos mundos. Tengo el instinto, la fuerza y la determinación de un animal, creo que de lobo, y los sentimientos de un hombre imperfecto. La luna es mágica. Ahora lo sé. Pero porque me ha elegido a mí. Porque a mí este regalo. Hasta que la respuesta me golpea en las tripas. Todo esto tiene que tener un coste. Me asomo a la ventana y le pregunto a la luna qué quiere. Y me vuelve a responder que almas. Quiere que le consiga almas o se quedará con la mía. Y entonces la transformación no será simbólica. Lo acepto. Le doy un beso a ella como toda explicación. Y me voy a la calle dispuesto a cazar. Soy consciente de que me he convertido en un mero instrumento. Camino sin rumbo. No pienso como antes. Ahora me guía el instinto. Olfateo el aire. Jamás hubiera imaginado que este sentido pudiera guiarme en la vida. Pero ahora sé que se desvela más sabio que ningún otro. Y de lo lejos me

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llega el rastro de una presa. No sé en qué consiste, pero me aproximo como un depredador. Veo un casino y comprendo que está allí. Así que entró. Y veo a la presa. Es un jugador. Me colocó a su lado y compruebo que no hace otra cosa que perder. Me parece una tarea simple y sencilla en extremo. Pues que no estará dispuesto a dar un jugador para ganar. La respuesta se me antoja sencilla: todo. ¿Y qué es el alma para alguien como él? Nada. – Hola, buenas noches. Yo soy lo que tú necesitas –le digo. – ¿Cómo? ¿Tienes dinero? ¿Quieres que juegue con tu dinero? – No. Pero vayamos a la barra. Allí te lo explico –le sugiero mientras le clavo la mirada, cuya fuerza percibe. – Muy bien. – ¿Qué quieres tomar? –le pregunto. – Whisky. – Dos whiskys –le pido al camarero. – Quién eres? –me pregunta. – ¿Qué estás dispuesto a ofrecerme por ganar? –le contesto. – ¿A quiénes? – A la luna, al más allá. – Estoy flipando. Hablas en serio. Te creo. Los jugadores sabemos distinguir a las personas. Tú tienes una misión –afirma. – La tengo, compro almas. La tuya parece fácil de adquirir. Véndemela, a cambio de ganar jugando el tiempo que quieras. – No me interesa. Mi pasión, mi vida, es jugar, no ganar. Si jugara sabiendo que voy a ganar que placer obtendría. Ninguno. Así que no me interesa – me dice– se levanta y se vuelve a la mesa. Vuelvo a la calle sin comprender muy bien lo que ha ocurrido. Y camino sin rumbo. Hasta que percibo otra víctima. Me aproximo a un parque donde hay demasiada gente para la hora que es. Deben de ser las dos de la madrugada. Veo una pareja que contempla la luna entre beso y beso. Un grupo de adolescentes ruidosos en botellón. Y un hombre sentado. Solo. Con la mirada perdida. Esa es mi presa. Solo tengo que ofrecerle compañía. Al llegar a su altura me mira con desprecio. No lo entiendo. Y me grita: – No te acerques. No quiero estar con nadie. Y menos contigo. No quiero compartir mi soledad con nadie.

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Me alejo. No puedo comprender lo que está ocurriendo. ¿Nadie desea nada? Me pregunto. ¿Todo el mundo está satisfecho con su vida? Me voy a un bar, pido una cerveza y pienso. Miro alrededor. Nada. Pido otra cerveza y lo veo. ¿Dónde están los que sufren de verdad? ¿Los doloridos de cuerpo y mente? En un hospital. Me encamino hacia allí. Estoy seguro de que allí me sobrarán almas. No encuentro un taxi. Nunca los hay cuando los necesitas o tal vez hayan ido a la huelga. No me importa. Corro. Me gusta correr; me traslada a una época primigenia de la humanidad, cuando corríamos para cazar o para huir de los depredadores. En media hora, llego. Entró y voy a la sala de espera. Y observo. Miro los paneles informativos. Oncología está en la cuarta planta. Allá voy. No me encuentro con ningún celador ni enfermera. Mejor. Estarán es sus salas de fiesta. Por fin mi instinto me indica una habitación. Entró. Veo una mujer tumbada en la cama. Más bien la sombra de lo que fue una mujer. Esta delgada en extremo. Y un pañuelo tapa su cabeza. Me aproximó para poder susurrarle al oído la buena nueva. – Hola. ¿Cómo está usted? –digo torpemente para romper el hielo. Apenas me mira, y no articula palabra, no puede. Así que hablo yo. – Puede salvarle la vida. Si me vende su alma, la salvaré, puedo hacerlo. Si pestañea tres veces el trató estará sellado. Pero no se mueve, no gesticula no dice nada. No sé qué hacer. Pero entra otra persona. Me mira. Y percibe mi fuerza animal. Y me pregunta qué quiero yo de mi madre. Y me llama loco. – Puedo salvarle la vida a cambio de su alma –afirmo mientras la miro a los ojos para que vea mi interior. – Gilipollas, me llama. Mi madre solo quiere morir en paz. Y es tan creyente que la sola idea de vender su alma la horrorizaría. Y grita pidiendo una enfermera. La cual llega enseguida, no sé de dónde ha podido salir. Y me pide que me vaya fuera del hospital. Y me voy. Una vez en la calle. Pienso que no tengo más tiempo. La luna está a punto de volver a su letargo de semanas atemorizada por los rayos de luz del prepotente sol. Así que me voy a casa. Sin poder entender lo que ha ocurrido.

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Al llegar abro la puerta procurando deslizar la llave suavemente por la cerradura para no hacer ruido. Y aunque creo que lo consigo, escucho la voz de ella. – ¿Qué tal la noche? – Aciaga –pronuncio, sin saber muy bien porque utilizo una palabra tan rebuscada. – ¿Qué ha pasado? – No he conseguido ni un alma. Así que la próxima luna llena me transformaré físicamente en una bestia que arrancara las almas de los cuerpos, sin ofrecer nada a cambio. – Eso no puedo ser. Te condenarías para siempre. Yo te vendo la mía –me dice con una voz suave como la brisa–. Todavía estamos a tiempo. Todavía veo la sombra de la luna. – No –digo con firmeza. – Sí –responde ella– tendremos luego toda la vida para conseguir romper el trato, encontraremos la manera. Di que sí. No hay tiempo. – De acuerdo. Pero a cambio de qué me la vendes –le pregunto. – Acaso no lo adivinas. De un amor eterno, mágico, entre tú y yo.

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ABRAZADOS BAJO LA LLUVIA Ana Francia Iturregi

Diakaridia vestido con una camisa blanca y un pantalón vaquero pisaba su tierra africana con los pies descalzos. Había dejado atrás Bamako, sus calles ruidosas, los mercados llenos de gente, las motos y los coches circulando sobre el asfalto, se encontraba cerca de su aldea, levantaba un polvo rojizo al caminar mientras el tiempo se iba deteniendo a su paso. En los prados cubiertos de cereales divisó a sus familiares agachados cultivando la tierra. Y a lo lejos las chozas rectangulares de adobe donde vivían. En el patio su madre bañaba a uno de sus nietos en una palancana de plástico, mientras las otras mujeres molían el grano de mijo necesario para preparar la comida. Todos decían que se parecían mucho. A su padre le gustaba recordar la primera vez que vio a Magna, la mujer que su familia había elegido para él: ¡Era tan bella! Diakaridia había heredado su porte, su altura, su nariz chata, sus pómulos marcados y el brillo de su piel. Esa sonrisa simpática que a su madre las necesidades y el sufrimiento le estaban robando. Ella lo parió entre las verdes plantas de algodón en flor. Desde el día en que su llanto rompió los sonidos del atardecer, hasta que pudo sostenerse en pie, lo cuidó y lo amamantó. Lo llevaba sujeto a la espalda cuando iba a trabajar en el campo y le enseñó a recoger con las manos la preciada pelusa blanca que cubre las semillas de esta planta que es el sustento de su familia. Cuando le llegó la edad de aprender a leer y escribir, su padre vigiló los pasos de Diakaridia para que recorriera los seis kilómetros que le separaban de la escuela y no se quedara a jugar en la selva. En clase, mientras escuchaba la lección en francés, soñaba que algún día, construiría una carretera para que los niños no tuvieran que ir andando al colegio o mejor, una escuela en Beleko y un hospital para que las mujeres no tuvieran que parir solas en el campo.

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Cuando cumplió los catorce, le llevó a la capital a estudiar contabilidad: ¡Si dais cama y comida al chico, durante todo el curso, os traigo trescientos kilos de arroz! Propuso a unos amigos, que aceptaron el trato. Después de tres años de sacrificios, se vio obligado a pedirle que volviera a casa porque no podía seguir costeando sus estudios. ¡Es Diakaridia! Gritó uno de los niños y todos interrumpieronsus tareas para saludarle. Diakaridia pasó la mañana hablando con su madre y después de comer se unió a su familia en las tareas del campo. Al día siguiente, acompañó a las mujeres al mercado. Ellas llevaban las nueces, el arroz, las cebollas y especias en cestos que sostenían sobre sus cabezas, poca cosa, la falta de agua era un grave problema, las cosechas eran escasas, a penas suficientes para mantener a la familia. – Mi marido va a tener que emigrarle dijo su cuñada con tristeza. Si alguien tiene que marcharse ese soy yo, pensó Diakaridia, no tengo mujer, ni hijos que dejar, quiero tener una oportunidad de cambiar mi vida y la de mi familia. Al día siguiente habló con su padre. Me marcho a Europa Le dijo. Tendrás que cruzar el Océano en una patera y puedes morir le contestó. No quiero quedarme en África, en un país tan pobre y corrupto como el nuestro le respondió. Cuando su padre se dio cuenta de que no había manera de disuadirle, fue al banco y poniendo sus vacas como garantía consiguió un préstamo, después, buscó dos hombres de confianza que se veían en la necesidad de emigrar como su hijo, para que no tuviera que hacer el viaje solo. Lo más difícil fue decírselo a su madre. ¿Qué valor tiene un hijo que deja sola a su madre? Le espetó, cuando recibió la noticia. Tienes otros hijos que te apoyen respondió él.

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Magna lloraba y le pedía a Dios que cualquier mal que pudiera acaecerle a su hijo se lo enviara a ella. Diakaridia estaba asustado, mientras daba vueltas a la decisión de partir, una gota de agua cayó sobre su pecho y le trajo un recuerdo: una noche, el entramado de madera y hojas que hace la función de tejado, no pudo evitar que el agua entrara en la choza mientras dormían. Él y sus hermanos se acurrucaron en una esquina. Abrazado a su madre que le protegía con su pecho y sus brazos, con apenas tres años y la ropa mojada, sentía a la vez un gran amor y una gran tristeza, tenía frío, la humedad hacía que les resultase difícil respirar en aquella chabola estrecha, sin apenas ventilación. Aquel recuerdo le hizo ver claro que por duro que fuera, tenía que marcharse. Cuando un bambara se va de la aldea en busca de aventura, solo los más allegados lo saben, es su costumbre, así iba a hacerlo Diakaridia, no quería que nadie impidiera sus proyectos. Su padre había insistido en que pidiera permiso a su tío Soumalia, el jefe del clan, pero él se negó; era un egoísta y un envidioso, necesitaba sus manos para recoger la cosecha y no podría soportar que su sobrino encontrara un buen trabajo que le diese dinero. Con la disculpa de que hacía tiempo que no celebraban una reunión familiar invitaron a los tíos y primos, que desconocían el verdadero motivo de aquella fiesta. Los más lejanos llegaron en bicicletas que aparcaron cerca del cobertizo de palos y paja a cuya sombra iban a cenar, los mayores se sentaron en sillas y los jóvenes en el suelo haciendo un círculo. Cuando la comida estuvo preparada extendieron sus manos para coger: el cuscús, el maíz, los plátanos y el karité que las mujeres habían cocinado. La música de la radio atrajo a los vecinos y al final se reunió todo el pueblo, bailaron y cantaron hasta que la lluvia les obligó a retirarse de madrugada. Diakaridia salió de la choza cuando aún era de noche, su madre, su padre, sus hermanos se habían levantado para despedirle, le abrazaron llorando. Salió del pueblo envuelto por las sombras, en algún momento se vio tentado a abandonar su sueño de llegar a Europa, deseaba darse la vuelta para regresar a aquel abrazo que había dejado atrás, pero no lo hizo. Decidido a triunfar o perecer, después de atravesar el desierto

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y cruzar el océano en compañía de la muerte, en su séptimo intento aprovechando su experiencia reunió a siete amigos, compraron una patera, contrataron un guía para que les ayudara a llegar hasta la costa sin ser vistos por las patrullas fronterizas y después de remar durante tres horas, llegaron a la playa de Melilla. Le llevaron a Madrid y le tuvieron encerrado cincuenta y cinco días. Yo entonces, trabajaba como voluntaria para Caritas, me llamaban Sakhira, intentaba ayudarles y los escuchaba. ¿Por qué nos pegan, nos roban y nos encarcelan, si no somos delincuentes? ¿Por qué no nos conceden un visado, para viajar con libertad? Intento aceptar lo que sucede, tirar hacia adelante, pero siento rabia y dolor. Mi país no me defiende, a nadie le importa si vivo o si muero, solo a mi familia, pero ellos son pobres como yo y no pueden hacer nada me dijo mientras esperaba que el periodo de internamiento terminara y decidieran que hacer con él. Le llevaron a Bilbao en un autobús de Cruz Roja. Estaba en Europa, pero los obstáculos continuaban. No había sitio en los pisos de acogida. Tenía que buscarse la vida. Dormía en la calle. Se cubría con cartones. Algunas veces, cuando se levantaba por las mañanas su mirada se cruzaba con la de algún vecino que parecía sentirse desconcertado. Por eso os animo a que leáis su historia para qué sepáis quién es ese chico que os vende un paraguas u os pide un bocadillo. Diakaridia ahora trabaja de panadero. ¿Cómo lo ha conseguido? Muchos piensan que es un fenómeno, pero él dice que, si no fuera por mí, por Youssef, Mamalou, Cristina, ahora no estaría aquí, en el aeropuerto, esperando el avión que le lleva de vacaciones a Mali. Es de noche cuando llega al poblado, la temporada de lluvias ha comenzado, en el interior de la casa que sus hermanos están levantando con el dinero que les envía de Europa, protegida de la lluvia, le espera su madre. Su madre a la que no ha podido abrazar desde hace diez años.

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EL VIAJE Itziar Elexpuru

La policía me llamó anoche: ¿Conoce a Clara Angona Muro?, ha fallecido. No he pegado ojo. Me he puesto en camino al amanecer para llegar lo antes posible. He quedado con el inspector de policía en la que fue nuestra casa. Hace más de dos años que no subo al Norte y como siempre a medida que me acerco, una bruma húmeda me envuelve. Pequeñas fumarolas ascienden del verde intenso de los montes que rodean la carretera. Una lluvia ligera y sorda pone en marcha el limpiaparabrisas que ronronea. Grandes casas aisladas se asientan en los cerros con sus chimeneas humeantes, madrugadoras. La proximidad a la capital aumenta el tráfico. El bloque de pisos está en la parte alta de la ciudad, pero «muy en el centro, con unas vistas espléndidas y desde donde, algunas veces, se puede oler el mar»; las entonces alegres palabras de Clara suenan nítidas en mi mente, pero ahora me llenan de tristeza. Todo está como siempre, hago el cambio de sentido, dejo la basílica a la derecha y busco el aparcamiento, una cadena y una placa avisan de la propiedad particular, solo vecinos. Aparco y veo las cintas del cordón policial delimitando el pequeño jardín que rodea el edificio. Vivíamos en el séptimo. Clara se quedó allí, con sus crisis, sus altibajos, el ruido y las voces en su cabeza. No supe o no pude ayudarla. El inspector estrecha mi mano y me acompaña al piso. Abre la puerta y se queda detrás dejando espacio. Adelante, dice animando mi duda. Tengo la sensación de que Clara está en casa, su olor a flores blancas, azucenas. El sofá revuelto con la manta azul de lana arrebujada. Las zapatillas vacías y un libro abierto en la alfombra. En un pequeño cenicero de cristal dos colillas de sus largos y finos cigarros, rosadas

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con el carmín de sus labios. En el aparador un jarrón con tres rosas frescas, dos rojas y una blanca. Marcos con fotos: Los dos sentados de espaldas, subimos al monte en el funicular y desde allí miramos la ciudad abajo. Mi mano recorriendo el pelo rubio y ondulado de Clara, tan suave al tacto. La emoción del día de mi graduación con el birrete de medio lado. Los padres de Clara, bronceados y sonrientes de vacaciones. Una silueta embarazada en el contraluz del atardecer que camina descalza por la playa. Clara y su hermana dos niñas rubias de piel muy blanca. Un niño que gatea por la alfombra. Mi presencia sigue viva en la casa. Mis ojos se llenan de lágrimas que recojo con un gesto en mi barba semanal, tengo que quitarme las gafas. Me vuelvo al inspector y le pregunto si no han llamado a sus padres, a su hermana. Me dice que sí, que estuvieron ayer, pero que hay una carta, una disposición especial a mi nombre en la Notaría que debe entregarme. No hay prisa, tómese su tiempo, añade. En la pared el tríptico de sus manos nervudas, de dedos largos, como palomas asustadas, abiertas hacia arriba, juntas en oración y una sola tendida amistosa. Otro cuadro de nuestros pies desnudos pisando el verde del parque, los míos de dedos anchos y chatos y los de ella huesudos con las uñas pintadas de rosa palo. Siempre la quise, pero no podía seguir viviendo con ella, por eso me fui, casi quinientos kilómetros no fueron distancia suficiente para olvidarla, pero sí para no sufrir sus constantes cambios de humor. Psicólogos, yoga, terapias naturales, tratamientos para controlar la angustia, la ansiedad, y un día de repente todo se rompía, su trabajo, sus pinturas derramadas, lienzos emborronados, rasgados. Los planes de los dos también rotos. Hay otro cuadro en la pared de un niño pequeño que no conozco. Su mirada dulce y curiosa parece seguir mis movimientos. El balcón está todavía abierto y el fino visillo blanco ondea con la brisa de la mañana. El inspector me acompaña a la Notaría. En el despacho, el notario da lectura al testamento de Clara, a la que no conocía, pero sí recordaba el día que fue a hacer el testamento, se notaba que lo había meditado mucho, su convicción era fuerte, ella estaba segura de lo que quería, aunque tristemente no fue capaz de afrontarlo en vida.

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En el viaje de vuelta me acompaĂąa mi hijo: Unai, tiene aĂąo y medio, duerme detrĂĄs en la sillita de seguridad, mientras yo no dejo de mirarle por el espejo retrovisor, temiendo que pueda desaparecer.

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EL RECUERDO José Manuel Rodríguez

El recuerdo: un golpe en la cabeza para que no chillase. Lo sangré y lo abrí en canal, tengo experiencia. «Mañana que está más tieso paso para descuartizarlo» En la vida Hay recuerdos que no se olvidan, aunque queden muy alejados. Yo recuerdo cuando regresó mi padre de la guerra. Tenía cuatro años. Estaba en el corral de casa, con mi madre poniendo de comer a los pollos. Llego un señor con gorro con una borla y polainas de cuero. Yo me asusté un poco, pero mi madre se abrazó a él y empezó a llorar, y un perro lobo que teníamos, que se llamaba Trosqui y guardaba la casa, no ladró, se puso muy contento intentando lamer la cara a aquel señor. Allí me di cuenta de que era mi padre, porque algunas noches el perro se subía a un arca que estaba entre la ventana y la mesa en la que se sentaba mi padre a comer, se asomaba a la ventana, y emitía unos ladridos como si llorase. Decía mi madre que lo hacía desde que llevaron a mi padre a la guerra. Llamé a mi hermana: ¡Que ha venido padre! Y llegó corriendo, él nos cogió a los dos, uno en cada brazo, nos dijo que estábamos muy crecidos, que todos los días nos imaginaba así. Cuando se juntaba con algunos vecinos el tema siempre era el mismo, hablando de la guerra. Un día nos dijo que no pensó que los niños fuesen tan preguntones, mi hermana que es mayor le preguntó que si en la guerra se mataba mucho. Nos dijo que sí que demasiado, y casi siempre sin razón, porque a los que se mata, no se les conoce ni te han hecho nada. Le preguntó si también él tenía fusil, dijo que sí, pero, ni siquiera sabía si disparaba, porque a los que tenían más edad como mi padre, que estaban en zona republicana, los llevaban para hacer trinchera, fortificaciones, refugios y trabajos de mantenimiento, en una zona muy batida por los Franquistas en los límites de Burgos y Cantabria.

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Un día les notificaron que los tenían que llevar al frente de Asturias donde los combates eran más duros. Mi padre y otro señor del pueblo se tiraron del tren en marcha a una tierra de maíz en Jibaja, y se vinieron para casa. Pero les duró poco la libertad porque no sabían que sus casas habían pasado a zona Franquista. Sin llegar a casa les dieron el alto. Los metieron en un camión y los llevaron a Santander donde los encerraron en la plaza de toros, donde pidieron informes a las autoridades de su municipio, las que aseguraron que nunca se habían metido en política. Como desertaron de la república sin armas, eran de fiar. Mi padre nos contó: «En poco tiempo nos volvieron a enrolar en el ejército de Franco. Recorrimos muchos lugares de España, como centinelas en las caravanas de camiones, siempre vamos varios armados en los primeros camiones. Más adelante los que éramos de zonas de montaña, nos pusieron a hacer guardia por una zona de monte que dividía la zona republicana, donde no nos dejaban fumar por la noche para que no nos viese el enemigo. Allí comprobé yo que no sabía quién era el enemigo, porque frente a mi más abajo había otro centinela de la república fumando. Le llamé: rojo, ¿tienes tabaco? Sí, pues no ves que fumo. ¿Me das? Sí, pero baja sin fusil. Allí pasamos un buen rato fumando y lamentando que era tiempo de cosecha y nuestras mujeres no se sabe cómo se las iban a arreglar y nosotros aquí haciendo el indio… Me dijo que pensó marcharse a casa cualquier día, le dije que no se lo aconsejaba, que yo lo hice una vez y lo que conseguí fue que me cambiasen de bando; porque no sabemos en qué zona están nuestros pueblos… Lo único que el arma que me dieron pesa menos. Otro de los días me acerqué a una casa sola, que está en la zona republicana. Allí estaba una señora con un chico y una niña de unos quince años más o menos. Les pregunté si me podían dar cerillas, me dijeron que sí, pero que no pidiese de comer que pasaban hambre, que tenían un cerdo para matar que les solucionaría mucho, y a ver si yo sabía matar un cerdo... Le dije que sí, pero no de un tiro porque se enterarían los del pueblo. Si preparan todo, a la noche me paso por aquí que esta semana tengo guardia por esta zona. A la noche siguiente pase por allí, con la ayuda de los chicos y la señora, le dimos un golpe en la cabeza para que no chillase. Lo sangré y lo abrí

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en canal, tengo experiencia. Mañana que está más tieso paso para descuartizarlo, les prometí. El chico me dijo que tenía miedo de que se enterasen de que les había ayudado. Le dije que no se preocupara, lo único que me podían dar era una medalla por matar un cerdo republicano. Aquello al chaval le hizo tanta gracia que me pidió la dirección de mi casa y me dio la suya, que, si algún día se terminaba todo aquello, que nos pondríamos en contacto, que era tan bueno como su padre y que a él le gustaría conocerme cuando volviera. Aquella fue mi última guardia, terminó la guerra, y cuando mi hija me preguntó si había matado a alguien, le contesté la verdad: que solo maté un cerdo republicano».

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