Kultur Leioa Lehiaketak 2017

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lehiaketak concursos LEIOA 2017



Zure esku dago

Lo tienes en tus manos

Inork gogoratu nahi ez duen izeneko unibertsitate batean ikerketa bat argitaratu zen. Horren arabera, astean batezbeste 5,2 aldiz pertsona bat asperduraz hiltzen da, eta arrazoi berberagatik krisi akutua jasaten du 3,1 aldiz, egunean! Nahiz eta inork ez zion jarraipenik eman ikerketari, antza, aspertu zirelako, kopuru horiek sinesgarritzat jo ditzakegu denok sentitu baitugu monotonia hori gure haragitan, «zerbait interesgarri egiten egon nahi nuke» hori.

En una universidad de cuyo nombre nadie quiere acordarse, se publicó un estudio según el cual una persona se muere de aburrimiento una media de 5,2 veces a la semana, y sufre un ataque agudo por la misma causa 3,1 veces ¡al día! Aunque nadie prosiguió con el estudio porque, al parecer, se aburrieron, podemos dar credibilidad a esas cifras ya que todos hemos sentido en carne propia esa monotonía, ese «me gustaría estar haciendo algo interesante».

Nekez sinesteko den unibertsitate bereko beste ikerketa gertagarri batek monje talde baten jardunbidean sakontzen zuen. Hauek, ikasbide epikurotarren eraginpean, «Orate labora» latinezko esakuneari jarraitzea erabaki zuten, bakarrik zoroek lan egiten dute. Horren arabera, bakoitzak benetan gogoko zuen gauzetan jardungo zuen: musika gogoko zuena, jotzen eta konposatzen; margotzea gogoko zuena, koadroak egiten; janaria prestatzea gogoko zuena, sutegian, eta horrela zereginak banatu zituzten. Lanaren madarikazioa entretenimenduaren utopiarekin ordezkatu zuten. Zoritxarrez, belarri gogorra zuen monje batek, Benito delako batek, goiburu hori berridatzi zuen “Ora et labora” esaldiarekin, horrela monje-bizitzaren historia aldatuz.

Otro probable estudio de la misma improbable universidad profundizaba en la trayectoria del grupo de monjes que, influenciados por las enseñanzas epicúreas, decidieron guiarse por la máxima latina «Orate labora», solo los locos trabajan. De acuerdo con ella, decidieron que cada uno se dedicaría a lo que realmente le gustara: el que a la música, a tocar y componer; el que a pintar, a hacer cuadros; el que a cocinar, al fogón, y así se repartieron las tareas. Sustituyeron la maldición del trabajo por la utopía del entretenimiento. Desafortunadamente, un monje duro de oído, un tal Benito, reescribió ese lema por el triste “Ora et labora”, cambiando así la historia de la vida monacal.

Denbora berriek asperraldi arriskugarrietara kondenatzen gaituzte, baina entretenimendu adimendun eta sormenezko baterako abaguneak ere eskaintzen dizkigute. Gure baitan baino ez dago horiek bilatzea; izan ere, senak esaten digu, arrazoiz, gure arimarako onak direla.

Los tiempos modernos nos condenan a peligrosos períodos de aburrimiento, pero también nos ofrecen resquicios para un entretenimiento inteligente y creativo. Solo depende de nosotros que los busquemos, ya que intuimos, con razón, que son buenos para nuestra alma.

Esku artean daukazun liburu honetan urrats hori egitea erabaki zuten gogotsu batzuen lan sarituak aurkezten dizkizugu eta beraiek bezain beste goza dezazuen espero dugu.

En este libro que tienes entre las manos te presentamos los trabajos premiados de un grupo de entusiastas que decidieron dar ese paso, esperando que disfrutes tanto como lo hicieron ellas y ellos.

Eta ziur gaudenez zuk ere gogoberotasun hori duzula, har ezazu parte, zure esku ere badago. Izugarri gustatuko litzaiguke, benetan.

Y como estamos seguros de que tú también posees ese entusiasmo, participa, también está en tu mano. Nos encantaría, de verdad.



aurkibidea índice

Maitasun Gutunen XVIII. Lehiaketa XVIII Certamen de Cartas de Amor

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LVII. Bizkaiko Aurresku Txapelketa LVII Concurso de Aurresku de Bizkaia

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Ondizko Emakumezkoen X. Aurresku Txapelketa X Concurso Femenino de Aurresku de Ondiz

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XVII. Jota Txapelketa XVII Concurso de Jotas

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Pop Rock Leioa IX. Kartel Lehiaketa IX Concurso Carteles Pop Rock Leioa

23

Leioako XVII. Pop Rock Lehiaketa XVII Concurso Pop Rock de Leioa

25

XXXI. Argazki Lehiaketa XXXI Concurso de Fotografía XXIV. Laburmetrai Lehiaketa XXIV Concurso de Cortometrajes

26 41

Margolari Gazteen XX. Saria XX Concurso Jóvenes Pintores/as

42

San Juan 2017 Kartel Lehiaketa Concurso Carteles San Juan 2017

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“Gaztetan” Narrazio Lehiaketaren XVIII. Edizioa XVIII Concurso de Narraciones “Cuando yo era joven…”

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Maitasun gutunen XVIII. Lehiaketa XVIII Certamen de cartas de amor A Kategoria 1. saria - 1er premio “La vida”, Leire de Bernedo Santamaría (Leioa, Bizkaia)

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2. saria - 2º premio “Luchadora”, Alicia Costa (Leioa, Bizkaia)

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B Kategoria 1. saria - 1er premio “La cola de tus lagartijas”, Amaia Barrena (Basauri, Bizkaia)

11

2. saria - 2º premio “Ene Maiteak”, Irati Saratxaga García (Santurtzi, Bizkaia)

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C Kategoria 1. saria - 1er premio “Corazón perdido”, Lourdes Aso Torralba (Jaca, Huesca)

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2. saria - 2º premio “Alas”, Alicia Thibaut Tadeo (Paterna, Valencia)

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D Kategoria 1. saria - 1er premio “Corazón, amor y letras”, José Luis Bragado García (Valladolid)

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2. saria - 2º premio “Teoría combinatoria del amor”, Amando García Nuño (Madrid)

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Querido Amor, Traficante de adrenalina. Dueño de “¿y si...?”. Tú. Que te revuelves, te rebelas, te vas y vuelves, siempre vuelves. Lanzador de flechas de Cupido, tantas veces erróneas como acertadas. Culpable de dejar al corazón en carne y vendas. De gramática singular y plural. Asignatura pendiente. No llevas apuntes ni chuletas, y de poco sirve la teoría contigo, la única manera de aprobarte es queriendo. No entiendes de géneros, razas, físicos, edades o distancias. Pese a que te intenten moldear, dominar, encarcelar. ¡Pobres ingenuos! Cómo pretenden comprimir entre barrotes de metal a una fuerza tan fuerte, tan libre, tan pura, tan primitiva. La única capaz de acabar con la guerra. Eres el billete al edén, fuego brotando desde las mismísimas entrañas del alma marchita y carcomida por la desconfianza, abrigo y cobijo en las noches de tempestad. Firmaría con sangre que no eres suficiente, que requieres de sudor, sangre y lágrimas para que dos personas logren permanecer unidas por encima del caos que yo puedo ocasionarles, cuando menos lo vean venir. Eres agridulce. Pero, joder, sí, vales la pena. Mariposas, abejas asesinas, nudos en la garganta, el tembleque de las piernas... Dicen que el verdadero tú es lo que sobrevive a la muerte de las mariposas. Pero, ¿y antes qué? Sé mi droga, dame caña, vuélveme loca o menos cuerda, haz que me duela el estómago de tanto reír, desnuda todos mis miedos, mátame a orgasmos. Y que no. Que me da igual que no seas eterno, que la química no deja de ser menos importante por ello. Ponles a prueba, demuéstrales lo idiotas que son jurándose “amor” eterno por un par de besos mal pegados, tres minutos entre las piernas y cinco embestidas. Blindando y cerrando a cal y canto cada compuerta y resquicio que pueda dar paso a sentir algo más que un simple revolcón, no vaya a ser que se enamoren. Enséñales la magia de la purpurina en las miradas, de caminar de la mano contra el viento, de abrazar, de sentirse a salvo, que no es necesario el “eres mío y yo soy tuyo” para poder amar, que ya son mucho por separado, solo que juntos son aun mejor, y que sí, que no cabe duda que para muchos yo sería mucho más sencilla sin ti. Pero si algo he aprendido, querido compañero, es que el miedo no los aleja de la muerte, si no de mí.

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Por favor, no te rindas. Aún queda esperanza en este mundo plagado de odio. Unámonos para combatir el olor a muerte que rezuma cada vez con más intensidad. Nací de ti. Te necesito. El ser humano nos necesita. Atentamente, La vida

“La vida”, Leire de Bernedo Santamaría

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17/12/16 Mientras poco a poco, con la misma lentitud con la que soltaba mi último aliento, te caías a pedazos, tenías fuerza para acogerme en tus brazos. La fuerza que a mí ya no me quedaba. Y el amor... De ese ya no nos quedaba. Veía a aquellos pájaros de los que me hablaste toda mi vida sobrevolar el cielo, y nos entró miedo. Tanto miedo que gritabas, tanto miedo que temblabas de nuevo. Una y otra vez, como cada día, como cada hora. ¿Y yo? Yo me estaba muriendo, me moría sin poder llegar a entender por qué los pájaros jamás se iban, me moría sin poder hacer nada para sujetarte, ni para sujetarnos. Tú, cuna de la civilización, lugar en el que fue escrito el alfabeto más antiguo, ¿por qué te vas? Me enseñaste que con el amor lo curábamos todo, que no había nada ni nadie a quien temer. Y yo te creía, juntos podíamos con todo. Entonces llegaron esos hombres, vestidos como sombras, con sus pájaros y sus ansias de romper lo que nos quedaba. ¿Por qué nuestro amor no pudo con ellos? ¿Por qué nadie hizo nada para salvarnos, o aunque sea recordarnos? Alzaste la bandera que te representaba, la bandera que nos representaba, a nosotros y a ese amor incondicional que sentíamos, y ellos la quemaron como si de un simple trozo de tela se tratara. Seguí luchando, no te quería hecho pedazos. Te quería vivo, fuerte, en pie. Allí fue cuando más pájaros aparecieron, pero éstos eran diferentes. Nos llenaron de esperanza unos hombres de traje verde, que resultaron ser más sombras traídas de tierras lejanas, con intención de hacerte caer más rápido. Te escribo esto mientras escribo nuestra historia en tus paredes. Mi amor por ti no ha cesado; jamás lo hará. Seguiré luchando por ti, hasta que la última llama de esperanza que a ambos nos queda encendida se apague. O hasta que llegue el día en el que el cielo sea azul de nuevo, y los pájaros nos canten en vez de lanzarnos bombas. A mi querido Alepo, siempre tuya.

“Luchadora”, Alicia Costa

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A ti, una vez más: ¿Qué tal si te doy mi teléfono en números rojos? Si lo anoto con carmín en algún lugar donde nunca lo pierdas. Tal vez así me llames, cuando no te apetezca hablar con nadie, y nos cortemos las penas en una bañera imaginaria. Ya sabes, en mi casa sólo tengo ducha y dicen que reírse de pie no es lo mismo aunque parece adelgazar el doble. Sí, está decidido. Voy a darte mi teléfono en números romanos, y así, al marcar la X sabrás que has encontrado un tesoro. Habrás encontrado a alguien que pelea por ser la sacamuelas de los cocodrilos que nadan en los pozos de tu café, el paraguas al que se aferran tus gremlins las tardes de lluvia en Bilbao. Puedo escribírtelo en el suelo con tiza en una rayuela hecha poema o contártelo mientras hago malabares para no tirar nuestras cervezas buscando mesa en algún bar. Yo quiero ser la cola de repuesto de tus lagartijas cuando el derrotismo las pisotee. Quiero afilarte los dientes de león para que mordamos juntos deseos, que la mitad de los míos empiezan por tumbarnos en cualquier parque y quedarnos alucinados sin tener que probar su hierba. Yo quiero curarte hasta las heridas que todavía no te has hecho con un amor a toda pastilla, de los que no pierden el tiempo preguntando qué ha pasado y simplemente lo pasan contigo. Te preguntarás por qué esta obsesión por darte mi teléfono en números irracionales y la respuesta es la más obvia. Me vuelves loca. Eres un enorme sofá de cuero para una mujer que lleva toda su vida perdiendo al juego de las sillas. Por favor, llámame. Llámame. Y si no lo haces, simplemente seguiré en pie.

“La cola de tus lagartijas”, Amaia Barrena

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Eguzkiaren ohean, 2017ko otsailaren 14an Ene maiteak: Lotsa eman beharko lidake hainbeste urteren bueltan inoiz esan ez dizkizuedanak gutun honen bidez aitortzeak eta etorriko dena aurpegira esan beharrean, idatziz jakinarazteak, baina noizbait garaia heldu behar zen. Egia esan ez dakit nondik hasi. Tira… zera… beno… ba hori… esatera nindoana… bekatu egin dudala demontre! Ufa! Listo! Bota egin dut! Bazen garaia! Hau pisua gainetik kendu dudana! Baietz! Ongi ulertu duzuela! Aizue! Barre gutxiago! Serioski mintzo naiz! Bekataria naiz, bihotza erdibituta daukat eta… nik… nik biak maite zaituztet… Ea ez didan lotsarik ematen? Ea ez naizen damutzen? Jakina ezetz! Edonori gerta lekioke, ezta? Ez naiz ni bakarra izango! Ikusi zintuztedanetik zuokin maitemindu egin nintzen. Zuek ezagutu aurretik, ez nekien maitatzeko era hau existitzen zenik. Zeuek erakutsi didazue benetako maitasuna zertan datzan, muga eta loturarik gabeko maitasuna, maitasun askea, librea, ederrena ederren artean. Zuek bihotza parez pare ireki zenidaten eta ni labirinto horretan joan nintzen murgiltzen. Zuen bihotzen esklabo bihurtu nintzen eta jada ezinezkoa zait bertatik irtetea, ez dut gura, zuek baitzarete ene droga. Zenbat urte iragan dira batera gaudenetik? Zuekin egonda denbora nola ez geldiarazi? Nola zuek gabe bizi? Une oro egon nahi nuke zuekin, egunero behar zaituztet ikusi, nire altzoan sentitu, oraindik ere bizirik nagoela nabaritu. Gure gorputzak banatzen dituzten zentimetroak gutxitu, burnizko dorrea txikitu. Estu-estu nahi zaituztet besarkatu, arnasa eten eta bihotz-taupadak arindu. Elkarri musu eman gozo-gozo eta urduritu. Zuen azalean gura dut galdu, orbanak ferekekin sendatu eta nire barneko izotza urtu. Elkar begiratu eta zuen begietako itsasoan barrena nabigatu. Nire magalean biak lo hartu eta hasperen bakoitzean nik zuen hats hezea arnastu, zuen esentzia xurgatu. Zuen gorputza den eskultura perfektua ikusmiratu, ikertu, pintzeladekin osatu, margotu, mila kolore ezberdindu, gozatu. Laztan amaigabeekin bihotzeko sua biziagotu. Lepoan musu eman, artegatu, mundua gelditu. Belarrira hitz politak xuxurlatu. Atzamarrak batu, lotu, korapilatu. Kilimekin barre algarak ugaldu. Zuen irriak dastatu eta isiltasuna hitzez hornitu. Musikaren erritmora gorputzak mugitu, dantzatu, astindu. Memento alaiak ez daitezela mugitu. Ametsak bete arte borrokatu. Itxaropenak utz ditzala zabalik hainbat zirrikitu. Elkarrekin muga guztiak gainditu. Hirurak bat bihurtu eta gure maitasuna ez dadila sekula baizik eta loratu. Zuek zarete nire bizitzaren muina, nire bizitzeko arrazoia, zuek ene artelan ederrena, ene aterpea, gela hotza epel mantetzen duzuena, orduak minutu eta minutuak segundu bihurtzen dituzuenak. Baina beldur naiz, oso, gure artekoa laster amaituko den beldur. Eta supituan egoera aldatuko balitz? Eta egun batetik bestera utzi beharko bazintuztet? Eta urrun joan eta berriro itzuliko ez banintz? Zer egingo nuke nik nire bihotzeko azukre-koskorrak gabe? Bihotza hamaika mila zatitan puskatuko litzaidake. Ezingo nuke jasan, ez baitago ez bizitza ez diru nahikorik mundu honetan zuen maitasuna ordezkatzeko kapaza denik. Betiko egon nahiko nuke zuekin, biekin, baina hori ezinezkoa izango da ordea, Eguzkiaren ohera bainoa, izararen sorterrira, hodeien lorategira, ostadarren erreinura, zeruan izar izatera, hori baita denon helmuga, ortzimuga. Lili zahar hau zimeltzen ari da eta nire argia itzaltzen doa, heriotza ate joka daukat, nire bila etorri da. Nire txanda heltzear da. Bederatzi hilabetez izan ginen hirurak bat, nire barrenean, zuek ene erraiak, nire bi txikiak, nire kuttunak. Zuek zarete sekula santan izango dudan altxorrik preziatuena. Etengabeko lehia eta borroka den bizitza honetan, zuek zarete egunetik egunera ureztatu behar ditudan bitxiloreak, memento on zein txarretan baitio legeak, espero dut nire papera ondo bete izana.

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Eguzkia sartzen den eran, bihar egunak argituko du ene maiteak eta zauriari odola badario ere, eroriz ikasiko duzue oinez. Nagoen lekuan nagoela, beti nirekin egongo zarete, beti amestuko zaituztet, ez da zuengan pentsatuko ez dudan unerik. Goizeko lehen eguzki errainuek zein gaueko izarrik argitsuenek ekarriko didate zuen irudia oroimenera eta haizeak laztantzen nauen bakoitzean zuen irribarre eztia izango dut gogoan. Maite zaituztet seme-alabak. Izan garelako oraindik ere bagara eta beti izango gara. Ama

“Ene Maiteakâ€?, Irati Saratxaga GarcĂ­a

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Estimada señorita de la Oficina de Objetos Perdidos: Es la nonagésima vez en lo que va de año que me dirijo a usted con objeto de interesarme por los trámites de mi reclamación. Perdí un trozo de corazón de color rojo con purpurina, muy hortera, eso sí, pero a fin de cuentas tenía para mí un gran valor sentimental y me gustaría recuperarlo. Se camina mal medio descorazonado ¿me entiende? Se nota un agujero en el pecho tan enorme que todo se me antoja cuajado de imperfecciones, por no decir que mi salud peligra y mucho, al menos, eso dice el doctor, que o me encuentro mi medio corazón o no responde de mi vida. Ya sé que me dijo usted, señorita, que no constaba en sus listas pues creyó que yo era una especie de lunático al que le falta el juicio, pero créame, nada más lejos de mi intención sería importunarla, con la de pesados como yo que le meten prisa. Lo malo, señorita, es que no se trata de un patuco de bebé, ni de un libro de poemas dedicado, ni un guante fácilmente reemplazable por otro, lo mío es cuestión de vida o muerte. ¿Dónde voy a comprar un trozo de corazón que encaje con el que he perdido? No hace falta que disimule, sé perfectamente lo que está pensando, que debería haber sido mucho más cuidadoso pues no es pieza para extraviar sino para tenerla muy presente todo el tiempo del mundo. Ya le dije que no sé cómo pasó, tal vez porque mi corazón entró en disconformidad con la razón (se había enamorado perdidamente) y en un arrebato de disgusto, pegó un salto y salió corriendo en busca de su amada. Ya sabe usted, señorita, que un corazón herido enseguida le da por enfermar y más cuando todavía no ha alcanzado el objetivo. Algo se me rompió por dentro y cayó en medio de la calle, eso sí, en silencio y prefiriendo mantenerse en el anonimato porque no soportaba la humillación, ni que nadie le apuntara con el dedo como un fracasado. Tampoco nadie le encontró utilidad a un pedazo suelto de corazón roto y quizá por eso no ha llegado a esta Oficina. Usted señorita ha debido de perder parte de su sonrisa. La he encontrado en la fuente del parque mientras bebía y se la he traído de paso que venía a preguntar por lo mío. También encontré un destello brillante saliendo de sus ojos y me dije que aunque podría guardármelo para alegrar mis días tristes, no estaba bien apropiarse de lo ajeno, así que antes de que lo eche en falta, aquí lo tiene todo envuelto en esta hoja de periódico. ¡Vaya, qué casualidad, si hoy es catorce de febrero y no me había dado cuenta todavía! Claro que ando tan obsesionado que no sé ni en qué día vivo. Creo señorita que en breve volveré a verla. Me temo que está a punto de perder un trocito de su corazón. No sabría cómo explicarlo (padece mis mismos síntomas) pero presiento que ocurrirá justo después de que nos despidamos. Debe ser señorita que tras años trabajando en esta Oficina de Objetos Perdidos ha visto el dolor que produce perder tantas cosas (incluso muchas veces lo ha hecho suyo, empatizando más allá de los límites de su trabajo) y ha decidido, muy acertadamente, no la juzgo, encontrarse de una vez. Le agradezco, señorita, la urgencia de su llamada (le confieso que más vale tarde que nunca, llevaba tanto tiempo esperando…), pues creo que una vez ha encontrado el medio corazón que perdí, encaja perfectamente en el otro medio que llevo yo en el bolsillo. ¿Es el suyo? Ajustar ajustan tan bien que, si le parece, podríamos dejarlos que sigan juntos, aunque para eso tengamos que citarnos contínuamente. ¿Le parece bien empezar ya mismo? Ni se le ocurra extraviar este día del

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calendario o tendrá que venir Cupido a colgarlo de nuevo con la chincheta del amor, pues señorita, ahora que la he encontrado, no voy a dejar que se me pierda nunca.

“Corazón perdido”, Lourdes Aso Torralba

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Hoy estoy asomada a tu universo, bajo mi cabeza miles de bombillas de Edison penden del cielo para mí, podría saltar desde mi planeta al tuyo de manera supersónica sólo para estar un instante contigo. Te estoy extrañando. Me faltan tus pasos de equilibrista de horizontes, los susurros acústicos en la medianoche. Anhelo esos broches de escarabajos irisados que me regalabas atravesando selvas. Quiero de nuevo el unicornio de origami en mi puerta y un sinfín de números imaginarios para calcular el infinito. Quiero tu tiempo en la clepsidra, inventar nuestra historia ucrónica en alguna luna de Plutón. He estado pensando y creo que estoy preparada para mi viaje a través de la Helioesfera, necesito el cohete de Zarkov o quizá el Nostromo sin su pasajero, o el zeppelín Hinderburg sin su destino final. ¿Recuerdas mis alas galácticas? He cosido en ellas el vuelo de la mariposa de cristal porque llegaré transparente, el poema “Namárië” para no decir adiós, sobrehilé la luz de las luciérnagas para encender la noche y una perfecta cinta de Moebius para recorrerte. Ahora llego vestida de otros mundos, hilvanando constelaciones en el viento. He construido el laberinto de Alicia tras mi rastro para que ya nadie pueda encontrate. Somos dos imágenes frente al espejo, dos puntos sobre un papel dibujado, tengo tus coordenadas y mi astrolabio preparado. Sólo me queda un instante en el borde de este precipicio para comenzar mi traslación. Despliego mis alas y vuelo. ¿Me esperarás al otro lado? ¿Presentirás mis aleteos?

“Alas”, Alicia Thibaut Tadeo

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paseos.

Escribo esta carta para leértela con el sosiego con que avanzan los recuerdos en cada uno de nuestros

Bajo esta escarcha blanquecina de enero, caminamos, como cada día de la semana. Y aunque tus piernas ya no soportan el peso de los años, a pesar también de que tus rugosas manos ya no aciertan a entrelazarse con las mías, y he de hacer rodar la silla en la·que te postras silente, sintiendo en cada pálpito el pesar de todos los ensueños que se fueron agrietando, de todos los anhelos que entre viejas brumas vagan, del agobio del haz de instantes, demasiados, que se han ido escapando por el paso de los años. A pesar de todo ello, amor, seguimos caminando juntos. Los viejos álamos, desnudos de hojas, nos observan con ternura, y agitan sus más jóvenes ramas al paso sosegado de nuestros cuerpos encorvados, como si quisieran disculparse porque ellos sienten hervir de nuevo la sabia de la primavera, mientras nosotros avanzamos con pesar por el duro otoño. Este parque, por el que ahora paseamos, ha sido testigo de nuestra historia, ¿recuerdas? Anochecía, sentados sobre la hierba, –aún niños– chicos y chicas contábamos historias de miedo. En la penumbra, tu perfil, tu silueta, pegada a la mía, parecía un cántico de lunas envuelto en el silencio. Y en el aire se me quedó muy adentro el calor y el temblor de tu cuerpo. Más tarde, adolescentes ya, en un banco de este mismo parque, escuchando tu respirar sosegado y armónico, al contemplar tu rostro, como un soplo de nieve en primavera, me hicieron precipitarme y nos besamos por primera vez. Y acaricié tu vientre inundado de lunas y de dichas, y tus senos en flor, casi volcanes. Ambos volamos sobre surcos de ilusiones mientras nos contemplábamos. Y años después, encima de este fresco césped, junto al parterre de pensamientos, me arrodillé para darte un anillo, ¿recuerdas? No, sé que ya no puedes recordar nada, porque fue también aquí, en un declinar ya amargo, donde me contaste que tu lucidez concluía, que ya no tardarías demasiado en replegarte dentro de ti misma, en desvanecerte despacio. Y mis manos aquel día temblaron de miedo, arrastrando los recuerdos más lejanos, y mis ojos recorrieron las veredas por donde pisaron nuestros amores hechos de juventud y de anhelos. Entonces te hice una promesa: escribir en mi corazón todo cuanto nos amamos, mantener como siempre las trémulas caricias que van creciendo hasta el confín más vivo del alma, y desde entonces seguimos caminando, caminamos siempre juntos, como cada día, hasta el próximo álamo, aquel donde grabados están nuestros nombres, hasta que roces con tu silla de ruedas su tronco. Y cuando estemos junto a su lado alzaré tu mano, y sentirás cómo tu piel, plagada de grietas insondables, de pronto se fundirá con su corteza, y tras deslizar tus dedos por su rugosidad, como surcos del camino, hallarás, ahondado en la corteza del tronco herida por el tiempo, el contorno amoroso de un viejo corazón en el que aún palpitan, cincelados para la eternidad nuestros dos nombres. Y soñaré creyendo escuchar tu risa, mientras dibujas con tus yemas cada una de mis letras. Y en callado y fugaz pensamiento, como son todos los instantes de felicidad, ansiaré creer que al hacerlo me reconoces. Y en ese gesto tan tierno, irá el resumen escrito de una vida de amor y de ti llena.

“Corazón, amor y letras”, José Luis Bragado García

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Mi ansiada incógnita en las ecuaciones del amor: Si la probabilidad, eliminando variables de incierta predicción, de que tú y yo coincidiéramos juntos en aquel semáforo, justo en el preciso momento en que una orquesta callejera interpretaba para los presurosos transeúntes una muy mejorable versión del Only you… Si esa probabilidad, repito –atrapado por los nervios propios de un alumno en vísperas de examen–, si esa probabilidad es de uno entre setenta y tres mil doscientos dieciocho billones ochocientos cuarenta y nueve mil ciento cincuenta y dos millones trescientas seis mil doscientas veinticuatro... ... y se produjo: ¿No deberíamos nosotros despejar la eqms del anhelo en la mirada, la alineación de un porvenir a dos con el dedo mágico del destino, la sonriente esquirla en la casualidad que nos acerca, el sesudo dictamen de esos especialistas en diseñar cupidos con vaqueros? ¿No deberíamos volcar nuestros sueños (también nuestra saliva por supuesto) en los torrentes desbocados del deseo, en las miradas furtivas sobre los ojos extraviados, en los vasos rebosantes de besos con crianza de roble americano, en las maletas donde nunca existe el cero como cifra donde solo gana el olvido? ¿No deberíamos, amor, airear las ventanas donde el futuro otea el retorno de la esperanza, diluir esa áspera rutina en la bechamel de lo intangible, tomar el autobús de las quimeras en la última parada, leer los extractos bancarios al trasluz buscando cifras donde anide algo parecido a eso que los filósofos han dado en llamar alma? ¿No deberíamos, amor, no podríamos al menos, arrullarnos bajo el rumor de esa sangre que transita por las venas a cuadros de un espejismo, de esa estadística que nos invitó a girar en el bombo del futuro, como bolas solitarias a la espera de emparejarse con ese premio gordo donde está numerado el tiempo del gozo a dos? Por eso te mando esta carta, ya ves, sin tu nombre, sin tu dirección. Ni mi remite. Contestarás, sé que contestarás, desafiando al cálculo de probabilidades. Y yo esperaré mañana tu respuesta en mi buzón amenazado de herrumbre ese que escondo al otro lado del desconsuelo. Esperaré tu respuesta como ese colegial frente a la soledad del encerado, como el bachiller de sentimientos que aún confía en la insólita confirmación de ese misterioso teorema donde dos se convierten en uno, sin dejar tampoco de ser dos. Esperaré, otra vez, como aquel día ante el semáforo. Esperaré, frente al patio de los suspendidos, de nuevo, hasta septiembre frente a las aulas donde se escucha el runrún de un imposible. Frente al laboratorio donde intentamos, tú y yo, experimentar la fórmula infinita de los días felices en una solución al noventa y nueve por ciento de ternura inyectada en vena. Esperaré, junto a esa estadística que recoge nuestra infantil osadía. Junto a esa teoría de orquestas

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callejeras y cifras infinitesimales donde transitan, como al descuido, todas, todas las combinaciones posibles del amor.

“Teoría combinatoria del amor”, Amando García Nuño

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LVII. Bizkaiko aurresku txapelketa LVII Concurso de aurresku de Bizkaia Nagusiak - Adultos 1. saria - 1er premio Diego Durán (Barakaldo, Bizkaia) 2. saria - 2º premio Eduardo Martín (Erandio, Bizkaia) 3. saria - 3er premio Asier Amorrortu (Erandio, Bizkaia)

Gazteak - Jóvenes 1. saria - 1er premio Josu Marcos (Leioa, Bizkaia) 2. saria - 2º premio Iker Martín (Getxo, Bizkaia)

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Ondizko emakumezkoen X. aurresku txapelketa X Concurso femenino de aurresku de Ondiz Nagusiak - Adultos 1. saria - 1er premio Haizea Hormaetxea (Leioa, Bizkaia) 2. saria - 2º premio Ibabe Beristain (Portugalete, Bizkaia) 3. saria - 3er premio Jasone Monasterio (Las Carreras, Bizkaia)

Gazteak - Jóvenes 1. saria - 1er premio Zuriñe Sánchez (Leioa, Bizkaia)

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XVII. Jota txapelketa XVII Concurso de jotas Nagusiak - Adultos 1. saria - 1er premio Ane Urruzola (Billabona, Gipuzkoa) Iker Sanz (Lezo, Gipuzkoa) 2. saria - 2ยบ premio Idoia Besada (Irura, Gipuzkoa) Xabier Artola (Billabona, Gipuzkoa) 3. saria - 3er premio Saioa Galarraga (Bergara, Gipuzkoa) Julen Murgiondo (Bergara, Gipuzkoa) Gazteak - Jรณvenes 1. saria - 1er premio Maider Aginaga (Lezo, Gipuzkoa) Iker Belintxon (Lezo, Gipuzkoa) 2. saria - 2ยบ premio Elaia Elorza (Azpeitia, Gipuzkoa) German Aranburu (Azpeitia, Gipuzkoa) 3. saria - 3er premio Enara Arrizabalaga (Azpeitia, Gipuzkoa) Iker Sarasua (Azkoitia, Gipuzkoa)

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IX. Kartel lehiaketa pop rock Leioa IX Concurso carteles pop rock Leioa Saritutako kartela / Cartel ganador Jaime Abal (Bilbao, Bizkaia)

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Leioako XVII. pop rock lehiaketa XVII Concurso pop rock de Leioa

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Pop Rock saileko irabazlea eta Irabazle Orokorra - Ganador sección Pop Rock y Ganador Absoluto Zazkel (Zeberio, Bizkaia) Metal saileko irabazlea - Ganador sección Metal Evil Seeds (Getxo, Bizkaia) Euskarazko abestirirk onena - Mejor canción en euskera “Eri”, Zazkel (Zeberio, Bizkaia) “Leioako Udala” Saria - Premio Dare to Blame (Leioa, Bizkaia)

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Leioako XXXI. argazki lehiaketa XXXI Concurso de fotografía

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1. saria - 1er premio color “Pecados”, Juan C. Hernández (Gijón, Asturias)

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1. saria - 1er premio b/n “Fugacidad”, José Ramón Luna (Tarancón, Cuenca)

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Multzorik onena - Mejor Bloque “Maroc 017 (1, 2, 3)”, Antonio Benítez (Algeciras, Cádiz)

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Herriko lanik onena - Mejor obra local “Sedas en el mar, Llueve, Soldados del agua”, Miguel Ángel Sánchez (Leioa, Bizkaia)

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Herri bozkaketa argazki saria - Premio fotografía votación popular “Guggenheim (20. Urteurrena): Museoa margotzen, Soineko loreduna, Ikuskizunaren bukaera”, Daniel Rodríguez (Sopela, Bizkaia)

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Aipamen berezia - Mención especial “De tiempos pasados 1, 2, 3”, Diego Pedra (Cornellá de Llobregat, Barcelona)

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“Pecados” Juan C. Hernández

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“Fugacidad” José Ramón Luna

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“Maroc 017 (1)” Antonio Benítez

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“Maroc 017 (2)” Antonio Benítez

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“Maroc 017 (3)” Antonio Benítez

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“Sedas en el mar” Miguel Ángel Sánchez

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“Llueve” Miguel Ángel Sánchez

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“Soldados del agua” Miguel Ángel Sánchez

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“Guggenheim (20. Urteurrena): Museoa margotzen” Daniel Rodríguez

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“Guggenheim (20. Urteurrena): Soineko loreduna” Daniel Rodríguez

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“Guggenheim (20. Urteurrena): Ikuskizunaren bukaera” Daniel Rodríguez

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“De tiempos pasados 1� Diego Pedra

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“De tiempos pasados 2� Diego Pedra

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“De tiempos pasados 3� Diego Pedra

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XXIV. Laburmetrai lehiaketa XXIV Concurso de cortometrajes 1. saria - 1er premio (gaztelaniaz - castellano) “Le vivre ensemble”, Jose Luis Santos (Santander, Cantabria) 1. saria - 1er premio (euskaraz - euskera) “Azken muxua”, Alex Tello (Usurbil, Gipuzkoa) 2. saria - 2º premio “El atraco”, Alfonso Díaz (Punta Umbría, Huelva) Herriko lanik onena - Mejor obra local “Déjà Vécu”, Anja Sobera (Leioa, Bizkaia)

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Margolari gazteen XX. saria XX Concurso jóvenes pintores/as

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1. saria - 1er premio Beatriz Marcos Garrido (Burgos)

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2. saria - 2º premio Gabriel Camino Rodríguez (Laredo, Cantabria)

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3. saria - 3er premio Leticia Gaspar García (Plentzia, Bizkaia)

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3. saria - 3er premio Yohana Soldevilla Agorreta (Viana, Nafarroa)

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Gazte saria - Premio joven Egoitz Gómez Luengos (Leioa, Bizkaia)

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Beatriz Marcos Garrido

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Gabriel Camino RodrĂ­guez

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Leticia Gaspar GarcĂ­a

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Yohana Soldevilla Agorreta

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Egoitz Gรณmez Luengos

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San Juan 2017 kartel lehiaketa Concurso carteles San Juan 2017 Saritutako kartela / Cartel ganador “Danzas”, Rubén Lucas (Torreaguera, Murcia)

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“Gaztetan” narrazio lehiaketaren XVIII. edizioa XVIII Concurso de narraciones “Cuando yo era joven...” A Kategoria 1. saria - 1er premio “El bosque”, Etna Miró Escobar (Lleida)

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2. saria - 2º premio “Cuando yo era joven el hambre nos acompañaba”, Gari Morgado (Sodupe, Bizkaia)

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B Kategoria 1. saria - 1er premio “Zerua ez dago horren goian”, Ivan Poyato del Río (Barakaldo, Bizkaia)

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2. saria - 2º premio “Desde la cabina”, Anna Oliveras Paré (Centelles, Barcelona)

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C Kategoria 1. saria - 1er premio “Lehio parean, Rodolfo”, Gotzon Plaza Jaio (Bilbao, Bizkaia)

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2. saria - 2º premio “Un temor infantil”, Ernesto Tubia Landeras (Lardero, La Rioja)

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D Kategoria

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1. saria - 1er premio “Mi madre, Paula”, Juan Carlos Somoza García (Bilbao, Bizkaia)

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2. saria - 2º premio “La mujer árbol”, Emma García de Diego (Vitoria-Gasteiz, Araba)

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EL BOSQUE Cuando yo era joven, mis amigos y yo acostumbrábamos a jugar en el bosque que rodeaba el pueblo. Denso, húmedo y muy frondoso, los mayores aseguraban que habitaban su espesura no sólo iratxoak, lamiak y un solitario jentilak superviviente, sino incluso, también, un terrible monstruo devorador de personas. Sin embargo, para nosotros, aquel bosque era el escenario más acogedor de nuestras fantasías, de nuestros juegos de pilla-pilla, de nuestras gallinitas ciegas... La arboleda, que rodeaba la aldea y la protegía del exterior con un amor posesivo y asfixiante, hasta el punto de que no dejaba vía fácil a su comunicación con el exterior, era, asimismo, cuna de nuestras ilusiones infantiles, de nuestros trotes y tropiezos, de nuestras risas, de nuestros secretos. ¡Cómo nos gustaba adentramos en el boscaje cuando amenazaba lluvia! Aquellas tardes, mientras avanzaban las sombras, una danzante neblina nos envolvía, cual fantasmagórica atmósfera, y proporcionaba, a todo el conjunto, una sensación tan inquietante como, a la vez, fértil para nuestras locuras más desbordadas. ¿Qué de dragones no habrían agonizado en aquel paraje abatidos bajo el hierro de arrojados caballeros?, nos preguntábamos con avidez, únicamente para conjeturar, al instante, las mil y una respuestas. ¿Cuántas princesas perdidas no habrían sido devoradas? ¿Se hallarían ocultas sus tiaras de piedras preciosas en las madrigueras de los animales?, nos interrogábamos con la inocente crueldad propia de la tierna infancia asilvestrada. Nuestros padres, cuando volvíamos tarde, mojados y sucios, nos reñían; maldecían nuestra imprudencia. Después, nuestras madres nos frotaban enérgicamente con esparto, antes de zurcir trabajosamente nuestras maltratadas ropas. No obstante, nunca renegaban del bosque. Nadie se atrevió jamás a hacerlo. ¡¿Cómo imprecar contra nuestro todopoderoso guardián?! ¡¿Cómo blasfemar contra aquel bosque legendario que nos había salvado de indecibles invasiones, enfermedades y bombardeos?! Gracias a él, habíamos sobrevivido. Los mayores contaban que nuestro pueblo había sido fundado por una mujer perdida. En medio de la nada, desesperada, había vendido su alma al diablo a cambio de que, en ese mismo lugar en que se hallaba, creciera un pueblo próspero y feliz. Y el demonio cumplió su promesa: emergieron del aire los primeros hogares. Mas, acto seguido, siempre indigno de confianza, cual Lucifer que era, convirtió a la extraviada mujer en el primer árbol de todo un bosque que, a la manera de anillo, velaría por la perennidad de su obra. Ahora, claro está, mientras recorro, para llegar al pueblo, la ruta que se abre paso entre el bosque, todas esas historias me parecen cosas del pasado, meros mitos. Si, de veras, el diablo hubiera decidido preservar intacto el pueblo, ¿hubiera consentido, acaso, que se construyera una carretera que lo atravesara? De camino a visitar, tras años, lo que fuera el nido de mi infancia, escucho la radio. De repente, empero, al adentrarme más en el arbolado, se pierde la señal y, con irritación, doy un golpe al aparato que, a su turno, me responde con un quejumbroso pitido de adiós. Avanzo lentamente a fin de sobrellevar mejor el afloramiento incesante de recuerdos que me evoca el paisaje y percibo que la lobreguez del lugar es incluso mayor que la que guardaba en mi memoria. ¡Qué de cosas no habrán visto esos troncos centenarios de formas tan familiares como hostiles! Seguramente –me digo–, ni dragones ni princesas, como solíamos imaginar, pero sí, sin duda, pérdidas de cordura y tragedias. Las sombras que proyectan los árboles se me hacen, por momentos, inquietantes. ¡Y pensar que aquí pasé horas tan felices junto a mis amigos! Éramos una pandilla que sabía cómo divertirse. No creo que nunca, nunca, ningún niño se lo haya pasado tan bien como nosotros lo hacíamos entre las umbrías humedades de esta montaña agreste. Entre los tamborileos de los picatroncos, se nos iban las horas imitando los fascinantes trinos de los colorines y, cuando veíamos cualquier ardilla, la perseguíamos, en tropel, entre las hayas, como si no existiera un mañana. A veces, incluso, nos tirábamos pequeñas piedras, en una guerra de todos contra todos, inconscientes de lo que podría haber sucedido si una de ellas, más grande de la cuenta, hubiera caído mal. Nos revolcábamos por la hojarasca y nos manchábamos con el barrillo del suelo, como un miembro más del bosque, antes de regresar a casa, derrotados, hechos unos zorros...

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La infancia es, innegablemente, el período más tenebroso y recóndito; donde el alma humana manifiesta sus instintos y comportamientos más atávicos. Nunca olvidaré los nombres de mis compañeros de esa época, lo pillastres que éramos Unai, Iñaki, Eder y yo. Mas, desde luego, a quien de ningún modo podré dar al olvido es a... Súbitamente, una silueta surge a pocos metros de mi coche. Asustado, en un acto reflejo, giro el volante; piso, a fondo, el freno y derrapo, en el asfalto, hasta casi perder el control. Cuando el vehículo se detiene, noto el olor a quemado de los neumáticos recién estrenados y aún resuena, en mis oídos, mi propio grito de indignación contra quien, plantado, en medio de la carretera, ni tan solo ahora se aparta. Unos segundos después, de manera automática, salgo del vehículo y me dirijo hacia la figura femenina que, imperturbable, a pies juntillas, luce una incomprensible sonrisa. — ¡Eh, tú, txoriburu...! –empiezo a vituperarla, mas, de pronto, mi lengua se congela y mi ademán se petrifica. — No puede ser. Estás delirando –me digo. Pero ella sigue allí, sonriente. — Estás loco, tontolapikoa –me musito mientras cierro los ojos, para intentar despertarme, por si fuera un sueño. No sirve de nada. Al parpadear de nuevo, la sigo viendo, a pie firme, a un metro escaso de mí. Ha inclinado la cabeza como si quisiera saludarme. La reconocería aunque hubiera pasado toda una vida. Es Enea Ubirru, el quinto miembro de la pandilla del bosque. La única chica que se atrevió a traspasar los límites de la aldea y la más atrevida de todos nosotros; la que desapareció una tarde y de la que no se volvió a saber. Lleva unos botines manchados de lodo y un pichi plisado de color siena. Su pelo, lacio, cae en una media melena y, de toda ella, destacan sus ojos, verdes como el musgo adherido en los troncos y las rocas que rayábamos con piedras. Va vestida exactamente como la última vez que la vi; me acuerdo perfectamente de aquella tarde. Nos lo pasamos fenomenal en el bosque y, con la caída del crepúsculo, regresamos a nuestras casas. A la mañana siguiente, supimos que ella no había llegado a la suya, aunque nosotros la dejamos a unos pocos metros de su portal. Durante semanas, los hombres del pueblo no tuvieron nada más en mente que ir en su búsqueda, en partidas de caza, hasta quedar afónicos de tanto gritar su nombre. Por toda respuesta, no hallaron más que el eco de las montañas. ¡Cuánto admirábamos a Enea Ubirru, la hija del maestro recién llegado de la capital, aquella apocada y reservada niña que daba la sensación de ser introvertida solo para poder ocultar su superioridad sobre todos nosotros! Aunque, al principio, nadie le hizo mucho caso, por ser, precisamente, de ciudad, pronto nos impresionó cuando, al ver que nos escabullíamos hacia el bosque, nos preguntó si podía acompañarnos. — No es sitio para niñas. Hay monstruos y podrías hacerte daño –le respondió Iñaki, nuestro cabecilla, siempre reacio a nuevas incorporaciones y completamente opuesto, en cualquier caso, a la de una fémina. — ¿Y sí que es lugar para vosotros? –nos desafió repasando, con su mirada, nuestros rostros, en los que intentábamos, en vano, no traslucir la turbación que su seguridad nos producía. — No es lo mismo –trató de rebatir Unai. — Eso lo decidiré yo –soltó ella, con media sonrisa, avanzando ya a nuestro ritmo. Los cuatro nos dirigimos miradas de interrogación. Sin embargo, la determinación de Enea parecía infundir respeto incluso al

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propio Iñaki, a quien jamás habíamos conseguido asustar, ni siquiera con nuestras bromas más macabras. Al cabo, no tardamos en aceptarla cuando nos enseñó a hacer tirachinas mucho más efectivos que nuestros rudimentarios palos y, sobre todo, cuando, ante nuestros atónitos ojos, capturó y, en pocos días, domesticó un txantxangorri, que la saludaba, cada día, con su alegre canto, al regresar a casa. Definitivamente, Enea era una chica distinta a las otras; más valiente, incluso, que cualquiera de nosotros. — Nos puede ser útil si nos ataca algún día un oso –tal fue el argumento con el que Eder propuso su admisión oficial en el grupo. Y así todos lo acordamos, y pasamos a ser cinco sin más dilación. La dura prueba de iniciación –trepar un grueso tronco– la superó con creces. Ahora, ya éramos cinco para cinco: Iñaki, Unai, Eder, Enea y yo. Todo cambió con su desaparición. Por la mañana, abrumados de preguntas, apenas acertábamos, con nuestra memoria confundida, a responder con monosílabos. ¿Habíamos hecho algo malo? ¿Había insinuado Enea alguna cosa sobre su marcha? ¿Había estado extraña durante la tarde? No, no y no. Y, así, pasaron los días sin que se diera con pista alguna de su paradero. Ni tan siquiera un mal jirón de su ropa. Sus padres yacían en la desesperación y todos parecían zambullidos en un estado de inconsciencia. Fue entonces cuando los más mayores de la aldea empezaron a decir que el diablo se la había llevado como pago por la protección del pueblo. Y circulaban historias e hipótesis a cada cual más descabellada. Nosotros, cuatro otra vez, nos volvimos a reunir en el corazón del bosque. No obstante, en esta ocasión, en vez de jugar sentados en círculo, hablamos largo y tendido sobre Enea y sobre dónde podría estar. Quizás se había perdido en la fosca. Quizás los iratxoak se la habían llevado a vivir con ellos. Quizás, temeraria, había osado robar un peine de oro a una lamiak. Quizás un jentilak se había enamorado de ella... Los cuatro la lloramos con un llanto silencioso, muy íntimo. Después, abandonamos el bosque, que ya no volvería a vernos nunca más en él. Su presencia nos parecía, ahora, turbadora, cruel y odiosa: nos había arrebatado a Enea. Avanzo un paso más hacia ella, hacia la niña de apenas doce años que sigue sonriéndome. Su rostro, fantasmal, tiene un aire real, aterrador. ¿Qué le pasó a Enea Ubirru? Puedo vernos a los cuatro a su alrededor pidiéndole que nos enseñe más trucos o dándole una palmada de leal amistad en el hombro. Es como si los años que han pasado Enea se los hubiera guardado en la lengua y, ahora, hubiera entreabierto los labios y me los hubiera soplado hacia mí. — ¿Qué te pasó? –murmullo yo, con voz trémula. — Nunca desaparecí. Siempre estuve en el bosque. Desde allí, os observaba cuando llorabais. Os vi crecer. Os sentí recordarme. Y yo también os eché de menos. — No lo entiendo. — Me convertí en un árbol más del bosque. ¿De dónde crees que salen los árboles si no de los que perdemos el miedo al boscaje y nos adentramos demasiado en él? Cuando el bosque, que es posesivo y celoso, que lo ve todo, se encapricha de nosotros, nos atrapa –y, con un gesto para cambiar de tema, Enea añade.– Diles que estoy contenta. Me quisisteis mucho y yo os quiero mucho. Siempre seremos la pandilla del bosque, ¿a que sí? Conteniendo las lágrimas, asiento. Alargo la mano para rozar su vestido, para volver a sentirla como un cuerpo cercano y se desvanece. Es lo que tienen los fantasmas: son dulces hasta que los intentas abarcar. — Sí, siempre seremos la pandilla. Y, rompiendo la calígine del bosque, Iñaki, Unai, Enea, Eder y yo volvemos a trepar por los árboles y a soltar chillidos de asombro y alegría. Etna Miró Escobar

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CUANDO YO ERA JOVEN EL HAMBRE NOS ACOMPAÑABA La postguerra de la guerra civil española, ¿qué tendría yo... doce años, trece? Lo único que entendíamos era que la guerra había acabado. ¿Algo bueno, no? Pero no sabíamos lo que nos esperaba... lo peor de todo aquello: el frío o el calor, dependiendo de la ocasión –¡claro está!– pueden ser buenos compañeros... ¿Pero cuándo lo es el hambre...? Nunca. Todos lo sabemos. — ¡Muchachos, todos a dentro! ¡Hora del coro! –efectivamente, tocaba cantar. Yo, como siempre, me sentaba al lado de mi amigo Ernesto, el cual siempre tenía algo que contar como, por ejemplo, la vez que encontró un arma mientras se bañaba en el río. — ¡Oye, Pedrito! –al ser menor que él, es como me llama. Tampoco es que me molestase– ¿Vienes esta tarde a casa de los poderosísimos terratenientes Hernández? — Jajajaja. — Jajajaja. Reímos los dos al compás debido a su comentario de “los poderosísimos terratenientes Hernández”, ya que no eran más que una familia con un huerto un poco más grande de lo normal. — ¡Claro! –respondí entusiasmado. Con tal de hacer algo fuera de lo normal... lo que fuese. — Me alegro, me alegro. También se lo he comentado a Juan. ¿No te parecerá mal, no? — No. Aunque tengamos nuestras diferencias, no somos enemigos –Ernesto puso un gesto de duda como si me estuviese preguntando: “¿Seguro, Pedrito?’’– ¿Pero me vas a contar a qué vamos, Ernesto? ¡No te quedes embobado! Pedrito ¡E...! Sí, sí..., ¡perdona! Teníamos pensado ir a casa de los Hernández a ayudarles a recoger su “cosecha”, las pocas verduras y trigo que tienen plantados. ¿Te apuntas, Pedrito? — Me has ofendido con esa pregunta –dije yo dramatizando– ¿Cuándo no me apunto yo a algo? — Jaja, cada día más gracioso, Pedrito –dijo Ernesto con una sonrisa de oreja a oreja y mientras me acariciaba el pelo. — ¡Silencio, muchachos! –dijo el cura Segismundo a la vez que daba tres contundentes golpes en la mesa cuales culminaron el barullo que había dentro de la iglesia. Al acabar la hora del coro, la cual era la última del día en el colegio, nos fuimos directamente a casa de los Hernández, ya que previamente le habían dicho a Ernesto que estuviésemos allí para las cinco de la tarde. — Buenas tardes –nos saludó la señora Hernández. — Buenas tardes, sí –respondió Ernesto. Juan y yo, que éramos menores que él, y más cortados, nos quedamos a su lado sin decir nada, solamente sonriendo. — Ahí tenéis las azadas. Así que... iA trabajar! –a ello nos pusimos, como la señora nos mandó. Al cabo de un rato trabajando, Ernesto me miró sonriendo, a la vez que se pasaba la mano por la frente para quitarse el sudor, y me dijo: — Mira Pedrito, coge una de estas –me señaló una batata–. — ¿Y qué hago con ella? — ¡Cómetela! –me ordenó. — ¿Así, sin más...? –dudé yo. — ¡No, hombre! ¡Lávala! –Yo me acerqué a una de las vasijas que teníamos para beber mientras trabajábamos y la lavé, la probé y... no estaba tan mal como pensaba... Al fin y al cabo, al verdadero hambre no hay pan duro. Cuando ya hubieron pasado un par de meses y se había convertido en rutina ir al huerto de los Hernández algo ocurrió.

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— ¿Hola, hay alguien? –llamó Ernesto a la puerta de los Hernández. — No parece que haya nadie –dijo Juan. — Vámonos entonces, ya volveremos mañana –sentencié. No estaban. ¿A dónde se habrían marchado los Hernández? Al volver hacia casa nos encontramos con un anciano del pueblo que era amigo de los Hernández y él nos contó que los Hernández habían marchado del pueblo la madrugada de ese mismo día. Y así se esfumó nuestro trabajo que era pagado en forma de meriendas a base de batatas, agua, y algún fruto salvaje. A decir verdad, esas meriendas nos salvaron durante un tiempo, ya que pasábamos mucha hambre a pesar de comer, eso sí, poco y mal, en el colegio. Unas semanas más tarde, a la hora del coro, los curas nos dejaron solos en la iglesia debido a que tenían que arreglar unos asuntos de la comida del comedor escolar. Como era de esperar, se armó mucho jaleo allí dentro. Compañeros míos corriendo de un lado al otro, gritando... y después de un corto periodo de tiempo... yo también me vi inmerso en aquella locura de descontrol. ¡Crashhhshhs! ¡Craaaacckk! –no podía ser verdad. La sillería de madera del coro se rompió. Era de madera y no aguantaba a mucha gente encima y menos si saltaban sobre ella. Acto seguido, los curas entraron en la iglesia. El primero, Segismundo: — ¿Qué ha pasado aquí? –preguntó. Pero como siempre que se pregunta algo así: silencio sepulcral. A los que no estábamos metidos en el problema del destrozo solo nos quedaba esperar callados. — Un momento... –dijo Segismundo a los muchachos mientras con la mano les hacía un gesto para que se quitaran de encima de la madera. — ¿Sacos? ¡Menuda sorpresa!–. La sillería del coro tenía un doble suelo y estaba relleno de sacos de lo que parecían... ¡Legumbre! –gritó el anciano cura con alegría–. ¡Sacos llenos de legumbre! Ernesto me miró sorprendido, al igual que yo a él. Ese día se hizo el mayor hallazgo de legumbres jamás hecho en la historia (hasta parece gracioso decirlo así). El caso es que la sillería tenía un doble suelo lleno de garbanzo crudo en sacos. Los debieron guardan en la guerra, cuando los ejércitos de ambos bandos ocuparon el pueblo. No volveríamos a pasar hambre. Al principio se hacía duro comer garbanzos todos los días. Además venían con algún insecto flotando en el caldo que dificultaba, mentalmente, por el repelús que daban el paso de los garbanzos por el esófago... ¿Pero, al fin y al cabo eran proteínas, no? De esa manera las clases se hicieron más llevaderas, todo se hizo más llevadero, ya que no pensábamos todo el rato en comida. Ya no teníamos hambre, lo que teníamos era ganas de comer. Iba pasando el tiempo y nuestros caminos se iban separando. Primero, Ernesto se marchó, no sabemos muy bien ni a donde, ni a hacer qué. Luego Juan, él se marchó al norte con su familia, a Galicia, creo; iba a ser pastor de cabras. Y al final yo. Pero esa es otra larga historia que ya contaré en otra posterior ocasión. — Joe, abuelo, ¡gracias! ¡Menudas historias tienes para contarnos! — ¡Ha sido un placer para mí contaros historias así, nietitos míos! — ¡Clink! ¡Clink! ¡Clink! –el sonido de una cuchara golpeando un vaso. — ¡A comer! — ¡Ya vamos, ya vamos! –vuelta al mundo real, pensé mientras trabajosamente me levantaba del sillón. — ¿Qué hay para comer? –preguntó Elvisa, mi nieta más mayor. — Cocido de garbanzos. ¿Hay hambre o qué?

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— No, solo ganas de comer. Elvisa y yo nos miramos mutuamente; y yo, sorprendido pero contento y a la vez orgulloso de mi nieta, le regalÊ un guiùo de ojo.

Gari Morgado Macho

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ZERUA EZ DAGO HORREN GOIAN Ni gaztea nintzenean ez nengoen bereziki nire sasoirik onenean: bederatzi urte bete berri zituen ile kizkurreko deabrutxo hari, txiki-txikitatik aldean zeramatzan amets gehienak lurrin bilakatu zitzaizkion egunetik egunera, eta pasteleko kandelei putz egiterakoan imajinaturiko desioek ihes egiten zioten, horiek bai, pixkanaka. Eskuartean metatutako harea bezalaxe: zurekin gelditzeko aukerarik bai, baina azkenean beti lortzen duena atzamarren arteko zirrikituetan barrena bide egitea eta pluf!, desagertzea. Horretara ohituta nengoen, masailak zeharkatzen zizkidaten orezten isla itzultzera ohituta dagoen gelako ispiluaren antzera. Astronauta izateko obsesioari, esaterako, ezin izaten nion aurre egin. Lortu ezinekoa iruditzen zitzaidan hor kanpokoa, izarrak, espazioa. Iluntasunaren beldur nintzen, baina. Horregatik, kolore biziz zipriztindutako marrazkiak neuzkan hormetan itsatsita, Merkurio han, Neptuno hemen, konstelazioak eta sateliteak non-nahi. Plutoi zen planeten artean nire gustukoena, Plutoi, eta horrek izaten jarraituko zuen betirako, nork esango zidan niri zer maite eta zer ez. Ez nuen maite bizi nintzen tokia, adibidez. Handiegia zen, zabalegia, sakoneraino sartzen zen usain zurbilekoa. Eta Grabitatearen Legearen diktaduraren menpekoa, nahiz eta hori beste maila bateko akatsa izan, jasan beharrekoa; ‘Isaac’ lehen izenez eta behin opari egin zidaten katuaren izen berbera abizenez zeraman tipo batek erabaki omen baitzuen, hego-haizea baino zaharragoa zen garai batean eta sagar-kolpe batek eragindako zorabioaren zorabioz, planeta urdin honetan lurrera ainguratuta egoteko kondena pairatuko zuela gizarte osoak, atzo, gaur eta betiko. Nire borondatearen kontra kristalezko kaiola batean atxikita nindutela sentitzen nuen, eta horrek ihesaldi baterako hutsezinezko plana diseinatzeko bonbila piztu zidan behin burmuintxo bihurrian. Komandante Gorenaren segurtasun neurri guztiak saihestea izango zen gaitzena, territorio osoa babesten zuen ejerzitoa baitzuen bere esanetara. Urdinez uniformatutako soldaduek, espioi-kodeak erabilita, txosten sekretuak biltzen zituzten puntualtasun zorrotzaz euren liderraren agindu zuzenenak beti betetzeko prest. Komandantea, ostera, zuriz jantzita paseatzen zen hara eta hona, gora eta behera, horixe zelako gorentasuna adierazteko zeukan modua; urdinak anitz, baina zuria... bat eta bakarra. Defentsa lerroak hautsi beharko nituen noizbait; ez nuen puntu horretara heldu nahi, baina denbora dexente neraman zegokidan askatasuna exijitzen eta hantxe inork ez zidan jaramonik egiten. Behin gutun labur bat ere helarazi nion Komandante Gorenari, letra borobilez idatzia eta hitzerdika ibili barik harira zihoana: ‘Komandante Goren Txit Agurgarria: Titan Saturnori lotuta dago, llargia Lurraren inguruan bizitzera moldatu da, baina ez dut uste zure orbitan ni bahitzeko erabakia onartu dizudanik’. Inoiz ez nuen erantzunik jaso. Planak, bikaina izatetik urrun, beltzuneak zeuzkala pentsatzen ohi nuen. Ezinezkotzat jotzen nuen asmo handiko proiektu hori laguntzarik gabe gauzatzea. Zer izango ziren ba, Robin gabeko Batman, Davidson gabeko Harley edo Aldrin gabeko Armstrong? Konfiantzazko adiskidea errekrutatu beharko nuen. Noski, Silbia zetorkidan burura. Harrikada batera bizi zen zeramikaren koloreko azala zuen neskatxa, eta gau askotan ibiltzen ginen elkarrekin, ezagunak genituen zeruko izarrak zerrendatzen eta ezezagunak izendatzen. Onartu behar dut gustatzen zitzaidala neska hura, orduan nire buruari onartu nahi ez nion arren; heroi batek maitasunaren amaraunetatik askatu beharra dauka bere burua, munduaren eta gizartearen salbazioaren erronkan hutsik egin nahi ezean, bederen. Horrez gain, gustura igaro egiten nituen orduak Silbiaren parean. Ez gintuzten kontu berdinek kezkatzen, ez horixe, baina bat gentozen irritsean gurutzatu ginen: mundu hits eta aseptikotik atera eta toki argitsu eta koloredunera ospa egitea, atzera so egin gabe, espaziora, zerura. Behin, Silbiaren gelara gerturatu eta hantxe aurkitu nuen, leihora itsatsitako euri tantek kristalean behera egindako ibilbide traketsaren mugimendua hatz txikiarekin laguntzen. Neskari albiste onak ekarri zizkiotela iruditu zitzaidan, ezpain-ertzak

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borobildurik erakusten baitzizkion munduari. Mahukatik heldu eta belarrira kontatu nion ezusteko agerraldi horren xedea, hau da, planaren nondik-norakoak, burutzeko epea eta beste detaileak. Irribarre leun batekin ‘baliteke, pentsatuko dut’ eman zidan ulertzera Silbiak. Zuhur jokatzen banuen eskarmenturik, eta kortesiazko lehenengo bisitaren ostean, walkie-talkie bat erabiliz hasi nintzen komunikatzen Silbiarekin. Luzeak ziren Komandante Gorenaren tentakuluak, misioaren sekretutasuna apurtzeko adina luzerakoak. — Gaur izango da eguna, Sil? –botatzen ohi nion Silbiari, une oro. — Ez zaitez zazpikia izan, Oskar. Hari-mutur denak lotu behar ditugu. Orduan bai, orduan jakingo duzu –itzaltzen zidan jakin-nahia Silbiak. Hari-muturrak lotzeak denbora pasatzen uztea baino ez zuela esan nahi, soberan argi neukan. Uniforme urdineko soldaduek markaketa estua egiten zidaten, eta ez zegoen adimenean errotutako ideiak errealitatean mamitzerik. ‘D’ egunak itxaron egin beharko zuen. Bitartean, aliatu gehiagoren hila ateratzen nintzen noizbehinka gelatik; hala eta guztiz ere, estaltzaileak eta konplizeak ongi etorriak ziren. Horretarako, gaueko isiltasuna aprobetxatuz, espedizioak antolatzen nituen, linterna bat lagun. Orduan, Komandante Gorenaren morroi urdinek gaueko guardia egiteko instalatuta zeukaten muga-postu baten antzekora heldu baino lehentxeago, Silbiak bidea hautsi eta nire gelara laguntzen ninduen. Gauero kontu berdina. Gau denak ez dira berdin, baina, eta gelara sartzerakoan ikusi nuen sinetsi ezineko panorama: han ziren nire gurasoak, maleta eta guzti, Komandante Gorenak eta beste soldadu urdinek inguratuta. Akabo. Akaso planaz jabetu ziren eta errepresalia garaia izango zen aurrerantzekoa. Heze sentitu nituen begiak momentu zehatz hartan, eta eztarriko korapiloa desegiten saiatu nintzen indar osoz. Komandante Gorenak arima epeltzeko moduko begirada bota zidan orduan, eta bere uniformearen kolore berdineko bandera zuria astinduz, errendizioa adierazi zuen hitz ulergaitzez jositako txosten baten irakurketa irmoaz. Libre, aske. Gurasoek, negarrari eutsi ezinean, airean hartu ninduten eta gela nazkagarri hartako markoa zeharkatu genuen, hirurok. Silbia atzetik lotu zitzaigun. Begi-ninietan antzeman zitzaion Eguzkia bera eklipsatzeko nahikoa distira, ‘oraintxe, Oskar, gaur bertan’, begiraden hizkuntzan erabat ulergarria. ‘Bagoaz’. Lekaio urdinak ez ziren zegoeneko, hainbeste lekaio. Igogailura zihoan pasiloa eta guzti ireki ziguten. Garaipenaren ereserkiak ozen jotzen zuen nire buruan. Hamar, bederatzi, zortzi... Silbia eta Oskar, Oskar eta Silbia. Gure eskuak korapilatuz, beheko solairurako botoia sakatu genuen. Zazpi, sei, bost... Ateak itxi eta bidai labur bati ekin genion, labur-laburrari. Lau, hiru, bi... Onkologia planeta atzean utzi eta Espaziorako jaitsiera hasi genuen. Bat, eta zero. Izan ere, ni gaztea nintzenean... zerua ez zegoen horren goian.

Ivan Poyato del Río

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DESDE LA CABINA Si hoy me pidiesen qué quiero ser de mayor, con total certeza me hubiese pedido ser el publicista de un Smartphone. Ellos han conseguido que todos necesitemos nuestro móvil cerca. En mayor o menor grado, claro está. Siempre hay un hueco reservado para los nostálgicos, o eso dice mi padre desde una residencia donde se empeña en escribir sus recuerdos. Y reconozco que a veces leo su diario, preguntándome si no estoy invadiendo su espacio personal. Pero luego me dice que busque un editor para ver si alguien está interesado en publicarlo y se me pasan los remordimientos. Me limito a corregirle alguna falta ortográfica, que para algo me pagó los estudios en la mejor Universidad del momento, que supongo ya habrá cambiado su posición en el ranking, pero sin duda fue la mejor para mí, ya que ahí conocí a la mujer de mi vida y madre de mis dos hijos. Estudié Filología. Y lo volvería a hacer, aunque quizás también me gustaría elaborar un ranking de las mejores universidades del mundo si los del Smartphone me hubiesen considerado poco adecuado para cubrir el marketing de su campaña. Y eso tampoco me sorprendería en exceso, puesto que yo soy un defensor acérrimo de las cabinas telefónicas. En mi barrio, tuve que presentarme ante el mismísimo alcalde para impedir que se llevasen la del final de mi calle, que precisamente es un callejón sin salida. “Hombre Paco, pero si aquí no viene nadie”, me dijo el buen hombre. “Ya lo sé, Benito. ¿Quién utiliza las cabinas? Quizás nadie, pero Tobi le tiene un aprecio a ésta que no he visto en mucho tiempo, hágalo por él, aunque sea”. “¿Me está pidiendo que conserve la cabina para que su perro esté contento? Porque le debo un favor, Paco, porque si no, ya tenía elegidas las jardineras para ocupar su lugar.” Reconozco que a Tobi le repele esta cabina, él es fiel a su árbol de toda la vida, que plantó mi bisabuelo junto con unos amigos del colegio. Pero yo me negaba a perder de vista la cabina que tantos buenos momentos me había dado. Cuando yo era pequeño, me gustaba perseguir la sombra y ahora, en cambio, busco huir a sitios con sol. Precisamente mi padre trabajaba de sol a sol y no le oí quejarse ni una sola vez, ni mucho menos destacar un ataque de ansiedad de alguno de sus colegas. Yo y muchos otros vivimos en una situación de estrés permanente y el consumo de pastillas para conciliar el sueño se ha disparado de manera alarmante. Dormimos menos y peor y, según un amigo que es especialista en el sueño (en eso de las especialidades también somos unos fenómenos), no sabemos descansar. Nuestra mente no es capaz de desconectar. Eso le preocupa, pero a la vez le sirve para ganarse la vida. Son esas contradicciones que nadie es capaz de explicar, ni siquiera el empollón del grupo, que no sé si se seguirá utilizando ese término, pero haberlos, haylos. Igual que pelotas o sabelotodo, celosos y metomentodo, aunque ahora se utiliza un término genérico que los engloba a todos: tóxicos. Que también. Carlos, el empollón, trabaja en Estados Unidos. Sacó notas brillantes y aquí le salieron muchos trabajos, pero consideraba que ningún sueldo estaba a la altura de sus necesidades, así que cruzó el charco y ahora está buscando junto a un equipo de expertos la manera de llevar personas a Marte. Él siempre dijo que había vida más allá y que lo demostraría. Nuestro amigo filósofo dice que antes nos abducirá el móvil que un OVNI, pero yo soy menos escéptico sobre el tema y creo que Carlos es capaz de todo lo que se proponga, aunque reconozco que echo de menos las partidas del parchís y las de la brisca que nos echábamos cuando éramos unos chavales, a pesar de nuestro empeño por crecer deprisa y formar parte del club que ansiábamos conquistar: el de los mayores. Aun así, cuando empezamos a formar parte de ese selecto club, casi sin darnos cuenta, decidimos por unanimidad que tampoco nos habíamos perdido nada excepcional, tras escuchar esas “cosas de mayores” que a nosotros nos parecían fenómenos paranormales o de buscadores de tesoros, y al final todo se reducía a “conflictos, quebraderos de cabeza y responsabilidades

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interminables.” Era lo desconocido, y lo desconocido atrae. Y hacerse mayor cuando eres pequeño, también, aunque entonces empiezas a echar de menos las canicas, el escondite inglés e incluso el fútbol, aunque siempre te toque hacer de portero. Porque antes, los ramos eran de rosas y los pétalos olían a jardín. En cambio, la última vez que un hijo me felicitó por el día del padre (otro invento reciente, intuyo que el gerente de unos grandes almacenes algo tendría que decir al respecto, ehem. El mismo que inventó la primavera anticipada, ehem), lo hizo con un emoticono y un ramo virtual. Casi me eché a llorar. Suerte que mi mujer entró con una caja de bombones, pero añoré el perfume que dejaban las rosas desde su jarrón en medio de la mesa del comedor. Apenas comemos ahí, ya. Las prisas han provocado que nos instalemos en la mesita que tenemos en la cocina. Las excusas me hacen considerar este hecho normal, aunque casi no paso tiempo con mi familia, ni siquiera cuando cenamos y estamos todos reunidos: nuestros ojos se fijan en pantallas y, de vez en cuando, en el brócoli que pinchamos con el tenedor de mis abuelos. “Las cosas buenas duran para siempre”, dicen algunos. Imagino que serán los fans de los cuentos de hadas y del final feliz y no-sé-qué de una perdiz. No deja de sorprenderme que lo digan por Twitter, donde el mensaje es efímero. Aunque, si lo dice la red del pajarito, queda grabado para siempre. En algún lugar, en alguna parte. Si Cervantes escribiese hoy el Quijote, quizás sería informático. No tengo tan claro qué serían los molinos. ¿El WI-FI? Antes, el espejo era tu Pepito Grillo, y no tu cuenta de Instagram. La gente opinaba a la cara o en el mercado, pero no desde cuentas falsas. Los cromos formaban parte de tu vida; completar un álbum era equiparable a la emoción de ganar un partido de fútbol o de ir al parque de atracciones, que suponía una odisea o una excursión en toda regla. Antes, bocadillos y macarrones con boloñesa. Y pomodoro de verdad. Sopa con receta de la abuela y croquetas increíbles con gusto de infancia y juventud. Ahora, sobres envasados y manzanas más brillantes que el firmamento. Antes, el maestro siempre tenía la razón. Ahora, incluso sus palabras se cuestionan. Con mi mujer decimos que quizás tenemos a nuestros niños entre nubes de algodón. Mira, las nubes también son un clásico entre las chuches de todos los tiempos. Porque el regaliz ya no es lo que era. Se inventó antes la fregona que el microondas, pero ahora se usa mucho más el microondas. Yo siempre defenderé el teléfono con cable, mi invento favorito: el que te mantiene arraigado a tus raíces. Un amigo médico también tiene en buena consideración muchos de los avances que ha habido y que nos permiten vivir más. Más y mejor, dice. Yo eso no lo sé, pero mi padre escribió en una de las últimas páginas de su diario que él consideraba que había vivido todo lo bonito de la vida porque siempre había mirado a los ojos de las personas con las que se había cruzado: con mi madre, con nosotros, con sus nietos, panadero, lechero y, más adelante, enfermeros y cuidadores. Ahora ya no nos mira tanto y a veces tiene la mirada perdida, pero nunca jamás lo he visto mirando un móvil, y no me coge el teléfono de la residencia a menos que le llame desde la cabina. Escritor y poeta con más antologías en el estante y menos en formato digital. Él dice que el libro existe porque se puede oler, y yo pienso que lo entiendo perfectamente. Me pasa lo mismo cuando tengo uno de sus libros entre mis manos: huelen a él, huelen a hogar. Lo mismo que con la rosa y el jazmín. No hay perfume en el mundo capaz de emular el olor que desprenden. Ahora hay pétalos de selfies, pero aún no sé precisar a qué huelen. En cambio, me vienen a la memoria y al corazón el olor de las ramas y troncos que sirvieron para construir nuestra primera cabaña en el bosque, que queríamos que fuese secreta pero dejó de serlo cuando se me clavó una astilla en el dedo y llorando le pedí a mi madre que me ayudase. Cuando me preguntó cómo me lo había hecho, le dije la verdad, aunque le pedí que me guardase el secreto: “Claro que sí, todos tenemos secretos”. Ella no me confesó el suyo hasta que estuvo muy malita, pero yo ya lo sabía. Que me quería con locura, me dijo. Y que había estado ahorrando toda su vida, me comunicaron los del banco.

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Decidí que ese dinero lo emplearía en una buena causa, y así lo hice. Lo guardé hasta que llegaron mis mellizos. Justo entonces, entre yo y mi mujer y unos cuantos vecinos, construimos una cabaña en el bosque para que nuestros hijos no se encerraran a jugar a la Play más de una hora diaria. Contra todo pronóstico, el proyecto entusiasmó a todos los niños del vecindario y tuvimos que ampliar la cabaña. Terminó teniendo dos plantas y un tobogán. La noticia salió en todos los informativos y algún reportero nos felicitó por la iniciativa. Nos dieron algún premio y en breve la declararán patrimonio o algo así. No esperábamos tanto revuelo, pero es verdad que hay grupos en Facebook que acumulan más seguidores que mi cantante de boleros favorito. Es que con el reggaetón, la competencia es feroz. Se está hablando de una subvención cuantiosa para exportar el proyecto a Europa y alguna promotora de madera se ha puesto en contacto conmigo para hablar de negocios. Yo me he negado. Con lo que me sobró de los ahorros de mi madre le compro un ramo de rosas mensual y se lo llevo personalmente a su lápida. A mi mujer le tocó una vez un número de la lotería y no lo pudo evitar: al final, les compró una PlayStation a los niños. Me asombra comprobar que ellos siguen prefiriendo la cabaña. Aunque alguna que otra partida en la Play siempre acaba cayendo. Gano yo. Las cartas ya son e-mails y las muñecas de ocho años son niñas que sueñan maquillarse y comprarse bolsos, además de formarse en la universidad para trabajar en lo que les apetezca, pero que les dé libertad, la misma que sienten cuando se columpian y tocan con los pies el cielo azul, que no tiene techo. Los niños siguen queriendo ser futbolistas y astronautas, aunque ahora alguno también elige ser youtuber. Y yo miro ensimismado la cabina de mi calle. Y me pregunto si es verdad que estamos en un callejón sin salida. Y la luz verde del móvil se enciende y yo me resisto a mirarlo, pero solo lo consigo durante un minuto. Después, cubro la pantalla de emojis, que aún me queda alguno por estrenar. Dentro de esa cabina llamé por primera vez a la niña que me gustaba. Y nos dimos nuestro primer beso. Y luego pasaron los años y ahí me encontré a Tobi, abandonado a su suerte, aunque tengo que decir que fue él quien me salvó a mí. Estaba pasando por un momento complicado: la niña del beso se fue al extranjero. Se fue sola. En ningún momento me pidió que la llamase. Me dio un beso frente a la cabina y se fue. La cabina perdía su influencia durante mi juventud y ya no tenía ninguna excusa para bajar, porque todos teníamos un móvil. Ahí dentro le pedí matrimonio a mi mujer. Primero me miró como si estuviese loco, pero luego me contestó que sí y yo pensé que el amor era inmenso, aunque ahora se expresase de forma abreviada en un mensaje de texto. Los besos, eso sí, tenían que darse en persona y con los ojos cerrados para considerarse verdaderos. Y es desde esta cabina también donde, con la excusa de bajar a Tobi, descuelgo el teléfono y hablo con mi madre. Le digo que no se preocupe, que todo está bien. Aunque no lo parezca, todo está bien. Le hablo del deshielo de los polos, de los ojos congelados que ya no se miran. De las palabras engullidas por letras y de los amigos virtuales que se acumulan a raudales, aunque la cotidianidad te demuestra cuales están y cuales solo existen para darle un like a la foto más elocuente que has colgado para mostrar la parte bonita de la vida. También echo alguna moneda y llamo a la residencia de papá para decirle que hoy tampoco puedo ir, que se ha hecho tarde y que el trabajo me absorbe todo el día, pero que pronto iré a verle. Y que, mientras tanto, escriba todo lo que le pasa en su día a día en esa libreta que le regalé para que no se sintiese solo. No aceptó el móvil de ninguna de las maneras. Con el dinero ahorrado de mi madre también compro bolígrafos. El otro día, la enfermera me dijo que estaba muy cansado y que le costaba respirar. También dijo que no se acordaba de ella y eso le preocupó. Yo le aseguré que pronto me pasaría por ahí. Justo hace siete días y aún no he ido. Cuando estoy a punto de silenciar el móvil, veo que tengo una llamada entrante y descuelgo: — Señor Juan, qué bien que esté despierto. No se asuste, pero su padre está en el hospital. Y yo me asusto, evidentemente, y la voz al otro lado me dice: — Se ha olvidado una libreta en la mesita de noche. En la solapa hay escrita una frase que quiero leerle: Parece que ha pasado mucho tiempo, y solo ha pasado un minuto de eternidad.

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Y yo me quedo pensativo, la vista fija en la farola centelleante, que ilumina con su luz tenue la cabina. Ahí nací yo, mi madre no pudo llegar al hospital ni tampoco subir a casa. Ahí me tropecé con la bicicleta la primera vez que me caí, porque iba ya sin las ruedecitas traseras. Ahí pedí matrimonio y ahí escribí mis iniciales y las suyas. También la de nuestros niños, aunque ahora también están inscritas en el tronco del árbol de la cabaña. Ahí rodó mi peonza y ahí conseguí hacer bailar al diábolo tras comprarlo en una tienda de juguetes. Ahí estaba ella siempre. La cabina. Impasible al paso del tiempo, presente. Aunque ahora que mi padre está en el hospital, ya no tendrá sentido utilizarla. Mañana a primera hora iré a ver al alcalde. Le pediré que retiren la cabina de mi infancia y juventud, aunque yo considero que sigo siendo joven. Por eso que dicen del espíritu y demás. Le sacaré una foto con el móvil y la colgaré en Instagram. No espero muchos likes. En una sociedad tan centrada en el futuro, no veo qué importancia se le puede otorgar a una simple cabina en un callejón sin salida. Aun así, más me vale sacar una buena foto. Al fin y al cabo, será el único recuerdo de mi vida cuando yo prosiga el diario de mi padre.

Anna Oliveras Paré

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LEIHO PAREAN, RODOLFO Joxe Inazio leiho parean eseri zuten. Seme-alabak zituen Joxe Inaziok inguruan gorputz zaharra zaintzen, etxeko zapatila beroak eta mantatxoa izter eta belaunak estaltzeko ekarriz, etxeko jakea ganorazkoa jantz dezan arduratuz, eroso izan dadin. Joxe Inazio zaharra zen, hirugarren adina ondo atzean utzita laurogeita hamabi negu eta uda pasa ondoren, baina ez horregatik babua edo ergela. Azken urteotan hamaika alditan izan ospitalean eta oraingoan aprobak egitera joan ondoren etxera bidali zuten. Ez zuen susmo onik, batere. Bihotza. Edo gibela. Edo giltzurrunak, birikak. Edo dena. Batek daki. Ordua ailegatzear, hori bai, hori bazekien Joxe Inaziok eta hobe guztiontzat etxean izatea itxaronaldi hortan. Joxe Inaziok ere nahiago zuen horrela, leiho parean azkenerarte. Ia itsututa, formak baino ez zituen dagoeneko ezberdintzen, entzumena ere gogortua eta adinak ekartzen dituen arazo guztiak gehigarri nahi bakarra zera zuen, leiho parean besaulkian eserita kaleko hotsak entzunez orduak pasatzea. Bazuen laguntzaile leiala, Rodolfo, berarekin azken hirurogeita bost urtetan jardun ari zena. Agian, Joxe Inazio baino zaharragoa zen, baina nola jakin hori? Papagaiek ez dute nortasun agiririk ezta pasaporterik, are gutxiago jaiotza ziurtagiririk. Joxe Inazioren ezkontza egunean lagun batek Brasiletik opari gisa ekarritako hegaztia. “Oso azkarrak omen dira papagai hauek”, bota zion Anselmok, “pazientziaz, hitz egiten ere erakus diezaiokezu. Bizitza luzea omen dute”. Hori bai, alajaina! Biak batera zahartu ziren-eta. Egun berriaren eguzkia teilatuen gainetik ateratzen zenean, Joxe Inazio leiho ondoan esertzen zen altzoan pipaz beteriko katilotxoarekin. Ezin zuen loaldi luzarorik egin eta nahiago zuen leiho parean eserita egotea. Rodolfo egurrezko zutabe antzerako baten gainean pausatuta zegoen (hanka batez lotuta, baina hamaikatxu urtetan halan izan ondoren animaliak ez zuen inora alde egiteko ez gogorik ezta behar izanik). Pazientzia izan zuen Joxe Inaziok, pazientzia eta urte ugari Rodolforekin izateko. Papagaiak ikasitako hitzak lagungarri zituen Joxe Inaziok kaleko errealitateaz ohartzeko. Goizero, herriko gazteak eskolara pasatzen zirenean Joxe Inazioren etxe aurreko espaloitik, “Rodolfo, Rodolfo” hasten ziren, jakin bazekiten papagaiaren erantzuna: “Pjiuu, pfiuuu, eskolara, eskolara, pfiuu”. Gazteek farrezka jarraitzen zuten bidea. Eta Joxe Inaziok, kristalaren bestaldean, bere burua ikusten zuen umeen artean eskolarako zidorretik. Hotz egiten zuen eskola egunetan, ezin ahaztu, edo beharbada soinean zeramatzaten arropak ez ziren nahiko neguko ifar haizeari aurre egiteko. Liburu bakarra eta koaderno marroiak larruzko zintaz lotuta, etxean ez zegoen dirurik zorrorik erosteko. Hiru mutil, Joxe Inazio gazteena, eta bi neskato: Paulo, Anton, Joxe Inazio, Begoña eta Andresa, Andresita gajoa panpintxoa bezalakoa lau urterekin zendu zena. Don Braulio maisua ondo gogoratzen zuen: bibote beltza eta gorbatarekin, lepo zabalak panazko jakean, betaurreko doratuak eta haserre zeinua kendu ezinik, ume sasi basati haiek domeinatzeko ahalegin ugari egin behar zituena, zaplastekoak han eta hemen ereiten zituen, txalokada haietatik goldatutako soroetatik lez jakituriaren uztak batuko zirelakoan. Uzta eskasak hainbeste zaplastekoren truke, baina halaxe zen eskola. Eskolako usaina dastatzen du Joxe Inaziok, egurrezko mahaiak, arbela eta klariona, nagusien tinta beltzarena, aldamenean esertzen den Joxe Manuelek etxeko sukaldean hartutako esnearen epeltasuna oraindik aurpegiru; zintzilik. “Suge bat hilik

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aurkitu dut, handia, gero joango gara ikustera, bai? –Zuok, Joxe biok, isildu zaitezte atoan, demonioko mukizuok! –Bai, don Braulio –Ergelkerietan zaudete ziurrenik, eskolara adi izateko etorten zarete eta ez denbora galtzeko! –Bai, don Braulio”. Eta negu gorriko egun izoztuetan, eguneroko ikasgaiak hasi aurretik, don Brauliok dei egiten die umeei berogailuaren inguruan bil daitezen, esku txikiak eta praka laburrez erdi estaliak edo erdi biluziak diren izterrak berotu ditzaten; umeak ikatza eta egurra irensten dituen burnizko berogailuaren inguruan berotzen dira, elkarri ukondoarekin sahietsetan kolpetxoak emateko aprobetxatzen dute, farretxoak eginez. Ke usaina itsasten zaie ileetan, anaia nagusitik oinordetzan harturiko arropa eta zapatetan, zulatuak edo zulo gabeak, ke grisak grisago bihurtzen dituela neguko zeruak maisuak une hartako magia moztu baino lehen, “nahikoa da semeok, eseri zaitezte zeuon tokietan”. Eguraldi hotzagatik-edo, don Brauliok epelagoa du bihotza eta “semeok” deitzen die, bestela “astokilo, artaburu, kaiku, basati, ergel edo txorropito” ezizenez bataiatzen ditu ikasleak. Eta bataiatzearekin batera, zaplastekoren bat kuadernoko letrak zuzenki ez dituztelako idazten. Leihoetatik antzarrak ikusten dira, hegoaldera iheska eta udaberrian itzuliko dira, geroxeago enaren dantzaldiek liluratu egiten dute umeen imajinazioa: orduak ematen dituzte plazako arkupeetan eserita edo etzanda zeruko dantzarien figurak miresten, isilka, beraien espiritua enaren gorputz ñimiñoetan sarturik zirimolak, goitik beherako jausiak, abiadura eroko iskintxoak eta hegaldi zeiharrak zeru oskarbian margozten dituzten bitartean, azkenik leher eginda, umeak altxatu egiten dira nekatuta baina pozik hegaka izan direlako. Enarak bezala aritu direlako. Enarak izan direlako. Kristalaren bestaldean Jon Madariaganeko semea, berandu dabil zapata denda irekitzerakoan. Agian, ez du Juanito aitaren nerbioa. Pertsiana altxatzerakoan Joxe Inazioren leihorantz begiratzen eta eskua altxatuz agurtzen du agurea. Joxe Inaziok ezin du ezer ikusi, baina Rodolfo adi da: “Pfiuu, Juanitooo, Juanitooo, pfiuuu, pfiuuu”. Joxe Inazioren lagun minenak Joxe Manuel Arkupenekoa eta Juanito Madariaganekoa dira. Don Braulioren eskolatik ateratzen direnean mundu zabala dute errekorritzeko eta ibai ertzetako saratsak jaiotzen diren tokian dute ezkutaleku planak asmatzeko eta bizi izango dituzten abenturak elkarri kontatzeko. Joxe Manuel hegazkin pilotua izango da: behin igandetako zineman ikusi zituen pilotu esploratzailearen abenturak eta aho zabalik subertatu zen. Bai, bera ere pilotua izango da, hiri galduak aurkitu eta ospea lortuko, bere izena egunkarietan hizki larriz agertuko da. Joxe Inaziok, ordea, nahiago du itsasoa aidea baino: itsasoan abentura handiagoak bizi litezke, sirenak eta bale erraldoiak edo pirata izateko beta. Juanito, arraroa da hain berritsua izanik, isilik dago. “Zer da, ba? –galdetu dio Joxe Manuelek– Ba, zera... ez dakit... neskak direla uste dut –Neskak? Zelako neskak? Nongo neskak? Joxe Inaziok –Ba, badakizue... neskak eta mutilak eta hori...” Lagunek ez dakite ezer neskei buruz, arrebak dituzte bai, baina zertarako balio dute? Ez dakite borroketara jolasten, ezta ziba tajuz dantza arazten, ez jakitearren ez dakite non dauden Domu-Santuko hormetako zuloetan txolarreek egiten dituzten kabiak ere. Juanito beste biak baino urte pare bat nagusiagoa da, ile hori finak hasi zaizkio goiko ezpainaren gainean. “Lagunak zaituztedalako esango dizuet, ba... , zera... , aah... , eeh... atzo iluntzean Margariri muxu bat eman niola ezpainetan, bale, esan dizuet eta kitto, ufffaa” eta haize purrustada botatzen du ahotik. Nesken gai hori nolakoa izango ote den galdetzen dio bere buruari Joxe Inaziok. “Eta, nobioak zarete?” –dio Joxe Manuelek– “Hori ez..., zera, oraindino ez diot ezer esan-eta...” piper gorriaren kolorea atera zaio Juanitori sudurretik belarri puntetaraino.

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Hiru lagunak ibaia behatzen daude; Juanito erdian, Joxe bana aldamenetan. “Eta... muxu horrek ez dizu naskarik eman, Juanito?” Joxe Manuelek jakin minaz. Leiho parean, Rodolfok pipak eskatzen dizkio Joxe Inaziori: “Pfiuuu, pfiuuu, pipak mokorraa, mokorraa, pfiuuu” eta aitonak banan-banan ematen dizkio hegaztiari. Ez du apenas ikusten, baina nahikoa du besoa luzatu pipak mokoratzeko txoriari. Joxe Inazioren leihotik herriko tren geltokia ere ikusten da. “Pfiuuu, pfiuuu, trrena datorr, trrena datorr, pfiuu” eta aitonak tren beltza ikusten du, lurruna ateratzen zaio tximinitik, balaztek burnizko gurpiletan egiten duten txirrioaz nahasten da lurruna. Joxe Inazioren aita, Paulo, tren gidariaren laguntzailea da, ikatza botatzen du trenaren labera. Noizbehinka, ikatz puxkak ekar­ tzen ditu amak sukaldeko txapako sua piztu dezan eta umeek zakutik ikatz koskorrak ateratzen dituzte: eskuak eta aurpegiak beltziturik kalera doaz auzoko haurrak ikaratzera. “Lasai ume, ez da ezer, ez egin negarrik, Anton eta Joxetxo baino ez dira. Eta zuok, ez duzue lotsarik haur txikiak izutzeagatik? Amarekin hitz egingo dut eta ikusiko duzue, halako bihurriok!”. “Bazkaltzerako eskuak garbitu behar dira, bestela ez du inork jango gure etxean” amaren oharra. Gure aita batzutan ez dago bazkaltzeko sasoian, baina gaur gurekin dago eta farrea eragiten digu trenetik jaisterakoan kapitaleko señoritoen manerak nolakoak diren erakusten dizkigunean; nik uste, halakoak egiten dituela mahaian dugun janari eskasaz konturatu ez gaitezen, farreek gosea itoko dutelakoa. Begoñak eta Antonek trenez munduari bira osoa ematea nahi dute eta gure aitak baietz, egin litekela diotse. Gure amak burua astintzen du halako erokeriak entzunik eta isilik egoteko esaten dio aitari “ez iezaiezu ideia txororik sartu buruan umeei, gero gerokoak dira-eta”. Gure aita isiltzen da, baina ama ez denean konturatzen, begi keinua egiten digu umeoi eta farre purrustadaka hasten gara guztiok, ama ere. Autobusa heldu da geltokira, baina apenas egiten du zaratarik berria delako eta brum-brum motela baino ez da nabaritzen. Ikasleak, helduak haurrekin, adinekoren bat, autobusaren sabelera sartzen dira bidaiari ekiteko prest. Rodolfok orduan: “Harrrtu autobusa, pfiuu, pfiuuu, autobusa, harrrtu autobusa, pfiuu”. Leiho paretik Joxe Inaziok ezin du autobusa ikusi, baina bere memorian Leandro txoferraren autobus zaharra ikusten du. Beti izan du probintziako hiriburura joateko ametsa eta amak berarekin etor dadila bendejea saltzen lagun diezaion, pozaren pozez bizitzako egunik hoberena dela uste du Joxe Inaziok. Joxe Inazioren familia kaletarra da, baina badute soro sailtxoa beste askok legez, indabak, patatak eta barazkiak lantzeko. Leandroren autobusean bai herriko eta baita baserrietako emakumeak sartzen dira larunbatero egiten duten hirirako bidaian. Autobusari gasoil usaina dario emakumeen bendejen usain freskoaz nahasirik: urazak, kipulak, tomateak, lur usaina eta latoiz­ ko kantinetan daramaten esne epelarena. Errepidean autobusak arnasa ozta-ozta hartzen du, batez ere aldapetan moteldu egiten du abiadura eta errepide ertzetako zuhaitzen hostoak laztantzen ditu Joxe Inaziok. Etxerako itzulian, emakumeak hitz jarioka saldutakoarekin lortutako etekinak gona gaineko amantaletako patriketan txin-txin eta Leandroren ahots kantaria entzuten da. Joxe Inaziok ikusitako eraikin handiak eta jendetza eta tranbiak eta automobilak buruan biraka ditu oraindino, “ez zaude ohituta laztana” diotso amak eta patrikatik hirian erositako gozokia ematen dio saritzat. Karameluzko zaporea du Joxe Inaziok autobusa herrira heltzen denean, lagunengana korrika eta hiri handian ikusitakoa azaldu begi borobil irekiekin, automobilen traka-traka-traka eta tranbiek jotzen duten ezkilatxoa jendea aparta dadin pasadizoekin harrituta dauden lagunen begi irekiak nabarituz.

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Egun batean, Leandroren autobus barruan ikusten du Paulo, anaia nagusia. “Nora zoaz Paulo? Gerrara noa, Joxetxo- Neuk ere joan nahi dut zurekin- Ez, txikia zara, etxean geratu behar duzu”. Eta Pauloren aurpegiak begi keinua egiten dio Joxe Inaziori. “Laster itzuliko naiz” oihukatu du Paulok, autobusaren brum-brum-brumen artean. Baina ez da laster itzuliko, gerra amaitu da eta Frantziara alde egin du, han ere beste gerrate bat omen dago. “Gustatu egingo ote zaio gerretan aritzea Paulori? Itzultzen denean galdetuko diot”. Pauloren eskutitza heltzen da etxera, Mexikon omen dagoela. Joxe Inaziok ez daki non dagoen Mexiko, eskolako mapa handian ikusi beharko du, baina orain eskola itxita dago: lau soldatu etorri eta don Braulio eraman dute beraiekin. Ez daki zergatik. Badaki gerratean Joxe Manuelen aita hilik izan dela, itzuli direnei ez zaiela gustatzen ezer kontatzea eta umeek galderarik ez egiten ikasi dute. Egun haietan apenas dago argirik sukaldean eta arrastietan kriseiluak eta argizariak pizten ditu amak. Tristeturik daude nagusiak eta beldurtuta ere, sukaldeko argi moteletan mahaiaren inguruan esertzen dira eta ahopeka hitz egiten dute eta buruak makur eginda dituzte. Leihotik begiratzeko burua altxatzen dutenean malkoak igartzen zaizkie masailetan. “Aita” –deitzen du Paulok, seme nagusiak– “aita, bazkaltzeko ordua duzu”. Joxe Inaziok semea begiratzen du apenas ezer ikusi gabe. Leiho paretik barrukalderantz iragana baino ez dago, oroitzapenak eta denbora gastatuak, doinuak, joandako usainak. Leiho parean, Rodolfo geratzen da Joxe Inaziorentzat oraina eta iragana uztartzen duen zubi bezala. “Bizitza luzea omen dute”, ohartu zion Anselmok ezkontza egunean. Paulo semeak besaulkitik altxatzen lagundu dio eta besotik eutsirik, astiro-astiro eta amoroski, sukalderantz eraman du Joxe Inazio, agurearen pausuetara bereak egokituz. “Pfiuuu, pjiuuu, bazkaltzera, bazkaltzera, pfiuuu”.

Gotzon Plaza Jaio

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UN TEMOR INFANTIL No hay nada más eterno en la memoria y los sentimientos que un temor infantil. Esos miedos irracionales y amorfos que toman cuerpo en nuestra mocedad y que arrastramos a la edad adulta sin remisión. Pánico a los roedores, fobias a la oscuridad o a la altura, miedo a los payasos, repulsa ante la presencia inofensiva de arácnidos... un sinfín de miedos que hacen que, incluso de adultos, nos comportemos como niños y sintamos que nuestros músculos se atenazan y el cerebro se bloquee, ante un temor pretérito pero vigente. En mi caso, el centro de todos mis temores tenía un escenario concreto, apenas cuarenta metros cuadrados, con suelo de madera y tejado a dos aguas, donde se hacinaban toda clase de muebles viejos cubiertos con sábanas empolvadas, antiguos aperos de labranza y un sinnúmero de objetos curiosos, a los que el desuso había confinado en ese lugar, el desván de la antigua casa de mis abuelos. Sólo el hecho de pensar en aquel breve espacio, iluminado con torpeza por un pequeño ventanal que revelaba siluetas en la oscuridad, como si fueran fantasmas murmuradores, hacía que una serpiente eléctrica recorriera con velocidad mi columna. Ahí fue donde le conocí cuando mi vida cambió súbitamente y un balón de baloncesto tuvo el precio más elevado que jamás pudiera pagar un niño: la vida de su padre. Tiemblo al recordarlo; posiblemente nunca haya dejado de hacerlo desde entonces. Apenas tenía nueve años cuando sucedió, la misma edad que mi hijo Bruno. Por aquel entonces pasaba los veranos en la casona de los abuelos en el pueblo. Una enorme construcción clásica de tres plantas, aunque la última de ellas era un oscuro desván donde casi nunca entraba nadie, ni siquiera yo. De hecho, sólo lo hice una vez, y fue suficiente como para que temiera ese lugar durante el resto de mi vida. Aquel día, después de una semana de tira y afloja, había discutido con mi padre. Un cuatro en matemáticas durante el último trimestre dio al traste con la intención de que me comprara un balón de baloncesto Spalding, con el que imitar a Magic Johnson en el patio trasero de la casa, donde un año atrás mi abuelo había instalado una canasta. Quería ese balón. Lo deseaba con toda el ansia con la que un niño puede anhelar algo, aún con mayor fuerza si se le es negado. Sabía que él quería que le acompañara ese amanecer al campo para levantar una cerca que impidiese el paso de las vacas de Sabino, que al rumiar no distinguían la hierba de la remolacha. Indignado, tanto como por no haber recibido el Spalding, como por además tener que ayudarle en esa tarea, decidí esconderme tras el desayuno en el único lugar en el que nadie me buscaría, en el desván de la casa. Tras una inspección inicial en la que descarté encontrar nada interesante, entre tanto mueble viejo, tamices sajados, corquetes herrumbrosos y hoces dobladas, me senté junto a la ventana que daba a las traseras y a través de la cual podía otear el camino que llevaba hasta las tierras del abuelo. Por lo que podría ver cuando se alejase mi padre, y regresar a las plantas inferiores sin obligaciones agrarias. Allí me encontraba, esperado ver partir el Nissan Patrol de mi padre, cuando escuché un sonido gomoso que rodaba hacia mí, bajé la vista y observé cómo un flamante y nuevo balón Spalding con el emblema plateado de la NBA, chocaba contra mis Converse. Lo recogí entusiasmado y giré la cabeza, deseando correr en busca de los brazos de mi padre, en agradecimiento por haberme levantado el castigo y comprarme aquello que más deseaba. Cuando me giré, sin embargo, contemplándome junto a una vieja alacena, donde aún dormitaban polvorientas copas de vino que rodeaban un decantador, en lugar de mi padre se hallaba un personaje insólito. Se trataba de un hombrecito que frisaría el metro de altura, vestido con sacos raídos y pies descalzos, que parecía tener un nido de cigüeña por mata de pelo y orejas picudas, como de lince. Poseía el aspecto de un roedor astuto, con los ojos muy juntos sobre el puente de la nariz. Era un ser

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extraño, pero la media sonrisa que me regalaba y el hecho de que me hubiera lanzado ese balón, hicieron que la desconfianza inicial se diluyera con rapidez. — Este balón... –dejé en el aire. — Es tuyo, si lo quieres, claro –me contestó en apenas un bisbiseo. — Mi padre no me lo ha querido comprar, es muy caro y suspendí matemáticas –razoné, dudando sobre sí debía quedarme aquel objeto de deseo en forma de balón de basket–. Además mi abuelo me dice que en esta vida no hay nada gratis. — Eso es cierto –añadió el hombrecito, mientras caminaba por el desván, sin dejar huellas sobre el polvo ocre que cubría el suelo–. Pero ese balón tiene un precio que te puedes permitir, poquita cosa –al ver que no respondía, continuó hablando–. Yo soy el enano roba alientos, un enano ricachón que puede complacer a cualquier niño a cambio del aliento de alguien a quien quiera. No te preocupes, sólo será un poquito de aliento, lo justito, nada más. Pero debes decirme a quién quieres que se lo quite, y tiene que ser a una persona a la que ames. Si no lo haces así no funcionará y volveré para llevarme de nuevo el balón y tu aliento, esta vez será el tuyo –concluyó, mientras me señalaba con el índice diestro extendido. No sabía qué decir. Mi ambición por aquel balón era más fuerte que el buen juicio que aún no le alcanza a un niño de tan corta edad. Además estaba furioso con mi padre, enormemente enojado. Las palabras salieron prácticamente solas, sin pensar. — Papá –susurré en un volumen tan bajo, que creí que no alcanzaría las orejas puntiagudas de aquel ser. Sin responder siquiera, el hombrecillo se desvaneció en un siseo, dejando disperso en el desván un extraño aroma a madera húmeda y barro. Consciente, súbitamente, de que lo que acababa de vivir no podía traer nada bueno, arrojé el balón a un costado y descendí las escaleras hasta la planta baja con prisas, entrando en la cocina donde mi padre, de espaldas, degustaba uno de esos desayunos a base de pan duro con leche fresca, que tanto le gustaban. — ¡Papá, en el desván había un...! –comencé a decir, mientras le tomaba del brazo, rezando para que el castigo por lo sucedido no fuera excesivamente severo. Pero mi padre no contestó, no podía hacerlo. La piel se le había adherido a los huesos, los ojos parecían hundidos en las cuencas y la boca, esa cavidad por la que un ser depravado le había robado el aliento hasta secarle el pozo donde se esconde el alma, tenía los labios contraídos en una extraña mueca que me ha perseguido, noche a noche, sueño a sueño, desde entonces. Jamás hablé a mi familia sobre lo sucedido en el desván. Ni cuando mi madre apareció chillando y llorando en la cocina, ni durante las exequias, ni mucho tiempo después. Tan sólo lo hice con Nerea, mi mujer, cuando ya se suponía que era un adulto centrado, y que sin embargo arrastraba la cadena de la culpa como un fantasma condenado a una eterna expiación. Ella me dijo lo que debía; que eran cosas de niños y su inabarcable imaginación, que seguro que las cosas no habían sido tal cual, o que probablemente hubiera elucubrado esa historia para narcotizar el hecho de haber sido el que descubrió a mi padre muerto en la cocina. Era lo que ella debía decirme, y yo le respondí lo que ese comentario merecía: que tenía razón, que probablemente fuera así. Aunque en realidad sabía que no lo era. Años después de aquella confesión, tras el deceso de mis abuelos, me veía otra vez allí, a pies de la escalera que ascendía hasta el desván, después de haber colgado el cartel de “Se Vende” de la fachada principal. Nerea, con la mano apoyada sobre mi hombro, dudaba entre seguirme o persuadirme de que intentara vencer a un miedo infantil, que como todos esos tipos de temores, suelen ser inmortales. — Bruno está jugando por ahí, si quieres que suba contigo sólo tienes que pedírmelo –se ofreció. Negué con la cabeza y comencé a ascender los peldaños, sintiendo como la mano de mi mujer se deslizaba por mi espalda. Debía hacerlo solo. Tenía que subir hasta ese lugar y comprobar si el balón seguía ahí, en el suelo junto a la alacena, en el

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lugar donde lo había dejado caer antes de descender hasta la cocina y comprobar el insondable pago que había tenido aquella pelota de baloncesto. Llegué al rellano superior y empujé la puerta con lentitud, haciendo que los goznes chirriaran, suplicando por una gota de aceite. Pasé al interior, transmutado en el niño de nueve años que había salido despavorido de ese lugar décadas atrás y entre la media luz sinuosa, que alumbraba con tibieza el desván, descubrí el balón de baloncesto que había dejado abandonado en mi mocedad. Lo esperaba, para qué negarlo, sabía que estaría allí. Lo que nunca hubiera imaginado es que fuera mi hijo Bruno el que lo tuviera en una mano, mientras en la otra sujetaba la caja de una consola, que me había negado a comprarle en más de una ocasión. Mi hijo tenía un mohín extraño en el rostro, como si acabara de cometer un gran error. Yo apenas tuve tiempo para musitar un “te quiero” a mi hijo y liberar una lágrima. Sólo una antes de rescatar del aire un extraño aroma a madera húmeda y barro, y sentir como si una mano etérea se introdujera por mi garganta y se llevara del interior mi aliento, el último soplo de vida a merced de un deseo infantil cuyo pecado arrastraría toda su vida.

Ernesto Tubia Landeras

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MI MADRE, PAULA Las personas, los juegos, las tareas, ilusiones... todo concatenado en el escenario de una víspera de navidad, conforma mi único recuerdo de infancia y juventud. Eran las siete de la tarde de aquel veinticuatro de diciembre y las sombras que caían sobre mi rostro tenían el sabor de la soledad. Como cada día, estaba con la mirada fija en la línea del horizonte, sosteniendo dos pañuelos en mis manos, uno rojo y otro blanco; no pestañeaba pero de reojo observaba a Lía, mi perra amiga que olfateaba al enemigo a muchas millas de distancia; su ladrido me confirmaría el avance de los soldados y en ese mismo instante, con energía, haría ondear el pañuelo rojo para avisar a los de mi Peña de Tremaya, otros soldados que habitaban nuestro bando. Corrían los días de la gran contienda incivil. Me llamo Paula. Tenía entonces doce años, el pelo rojo como una zanahoria recogido en dos trenzas que descansaban en mi espalda y, según mi madre, unos ojos vivarachos, inquietos e inquisitivos. Mi mejor compañera, Lía, era un bichón maltés de largas orejas, nariz chata y un pelaje que se confundía con la nieve de su alrededor. Nuestra misión era vigilar la llanura hasta donde alcanzaba la vista y avisar cuando el enemigo se acercara. Yo observaba el mundo desde mi adolescencia quieta. Mi vida estaba atrapada entre las escobas de pequeñas flores amarillas, ávidas de sol lleno, de luz, de suelos arenosos, y el enigma irreductible que se afincaba en mi mente, que no era otro que esa guerra que enturbiaba el recuerdo de una añorada nochebuena. Me escondía y vigilaba hasta que finalizara mi turno y, para soportarlo, permitía que mi memoria ejercitara el despotismo arrojándome los recuerdos. Pensaba en mi madre, Justa, de pelo negro como la pez, viuda joven que cuidaba de los hijos que le quedaban, Claudia, el pequeño Eloy y... yo que le ayudaba y devolvía sus cuidados. Todos me esperaban en la casa encalada, de suelo de madera de pino, ventanas altas y fogón ancho que acogía la leña. Tenía solo diez años cuando mi padre, Emiliano, hombre fuerte de pelo y bigote rubio como el trigo tremesino, murió en los yacimientos de carbón de hulla. El estado de excepción, las huelgas mineras apoyadas por parte del clero celebrando sus asambleas en las iglesias, el paternalismo de empresa imperante que extendía su poder desde la mina a la vida diaria... Fue a las puertas de la mina, contra una pared de insoportable reflejo, que una bala de destino inexorable segó su vida. De él aprendí a defender la duda que embargaba a las conciencias. Fue también un veinticuatro de diciembre. Después, mi hermano mayor, Emilio, siguió el camino de su padre estrellando las ansias, luchando la bravura. A mi otro hermano, Eleuterio, le rompieron las alas en una mañana tibia, en un camino pedregoso, angosto, por el que corría sin cesar con la espalda ensangrentada. Los tres se fueron con el puño cerrado del paria que sueña soledades. Sabía que como todas las navidades aquel veinticuatro de diciembre mi madre y mis hermanos me esperaban. Mi padre, con la vida atrapada en una foto que presidía la mesa, conversaría conmigo (cerraría los ojos y le vería fumando, sentado junto a la lumbre desbordante). Hablaríamos durante toda la noche en el lenguaje cifrado de las miradas y me diría que nunca perdiera la risa ni los sueños... Yo respondería con el grito mudo de mis labios, que nunca podría despedirme del adiós de sus manos ni de sus caricias... Cuando los recuerdos se difuminaban y huían volvía a la realidad y los pañuelos se estremecían entre mis dedos. Estaba presta al primer gemido de Lía para alzar el rojo del peligro o mantener el blanco de la tranquilidad. Nunca fui miedosa, siempre la necesidad me hizo valiente. En las noches en que mi casa, en el establo, los animales se inquietaban y se enfrentaban, bajaba a oscuras hasta ellos, llamaba por sus nombres a las vacas... ¡Morena!... Tasuga... ¡Sierpe!... Cachorra... Graciosa... Carbonera..., encendía una cerilla y golpeaba con un palo en los maderos haciendo que las vacas, apaciguadas, volvieran a sus lechos. En aquel entonces

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yo tenía ocho años. Después de aquello, ni el ruido de las bombas en la lejanía ni las sombras derramándose por los arrabales del anochecer me hacían titubear. Por eso, mi turno de vigilancia era firme en una guerra que, sin saberlo, siempre estaba esperando. A veces, para contener la angustia, dejaba que mi mente surcara el mar del sueño por dentro de la noche en busca del puerto de la imaginación... Aplacaba mis ansias convenciéndolas de que me encantaba preparar con mi madre, Justa, la cena de Nochebuena... Observar cómo se doraba a fuego lento, fuego de leña, la carne del cerdo sacrificado, las costillas, los chorizos... curados al frío de la noche y las heladas, aderezados de sal y cubiertos del color del pimentón rojo. Me enternecía recreando la unión de todos alrededor de la mesa agradecida... mi padre presidiéndola, enseñándonos a jugar a las cartas, a la mona, al perro... horas vacías de odio... la pandereta y el tamboril, los cantos, los bailes... la misa del gallo, a las doce en punto, celebrada por Don Gabino, un cura respetado y la ayuda de Gregario, un sacristán dispuesto... Era veinticuatro de diciembre. Nochebuena. Pensaba con firmeza en que tenía que llegar la noche... tenía que llegar... Regresando de nuevo a la realidad, subía las solapas de mi ajado abrigo protegiéndome la garganta y pensando que tenía que haber llevado el jersey de cuello alto pero sucedía que aún no le había acortado las mangas. Era así como ocupaba mi tiempo libre desde que Raimunda, la maestra, me había enseñado a tejer y bordar (guardaba todavía la primera toalla de piqué que mis manos bordaron). Todas las muchachas del pueblo sabían hacer punto, eran “madrinas de guerra”, las que se encargaban de hacer los jersey, calcetines, gorros... ropas de abrigo que luego se ocuparían de remitir a los soldados del frente. Algunas de ellas acabarían casándose con ellos. Ceñía mi bufanda al cuerpo aterido de Lía sujetándola con la cinta de su pelo; las agujas del frío se clavaban en mi piel en la noche inclemente y sentía el temblor cuando, agradecida, la perra lamía los dedos que se anunciaban entre los deshilachados mitones. Y al final, pañuelo blanco para mi turno de vigía. Había llegado el relevo. Volvía a casa serpenteando el Pisuerga. Observaba cómo la corriente traía el cuerpo de alguna vaca muerta, posiblemente robada por las aguas en el pueblo de Redondo de San Juan, o de Santa María, situados más arriba. Las vacas pasaban por encima del río helado, veían el agua a través del hielo y lo golpeaban para llegar a ella y saciar su sed; se resquebrajaba, se hundían, se ahogaban y luego, el río enfurecido que iba lanzando dentelladas a la orilla, les arrastraba. No era diferente en la guerra cuando, sin fuerzas y acuciada por el hambre, se presentía la muerte y se buscaba la sombra y la paz. Llegaba a mi destino. El lugar tenía un encanto caótico, rodeado de acacias, encinas centenarias, cipreses, adelfas y mimosas. Se apreciaba el tenue tacto de la brisa acariciando la piel, y el canto de asustados pájaros abandonando la maleza, canto que me recordaba a los vivas lanzados por mi padre, mis hermanos, por todos los mineros a coro en favor de la Revolución Social. Iniciaba mi labor recogiendo la ropa colgada que se había quedado tan rígida como los días que se iban precipitando de un calendario carente de futuro. Entraba en casa y la primera pregunta que hacía a mi madre era sobre las últimas noticias de la radio, de hasta dónde habían llegado las tropas enemigas, pero Justa siempre decidía no encenderla, gastaba demasiada corriente y los tiempos no permitían los dispendios. Acariciaba uno a uno a mis hermanos, besaba a mi madre y, sonriendo, me acercaba a la cocina, había que preparar la cena de nochebuena y eso me hacía feliz. Lía gruñía y yo le preparaba su ración y el agua, tranquilizándola. Justa daba gracias al cielo diciendo en alto que aquella muchacha menuda, de aspecto frágil, que casi no podía con el peso de sus albarcas, derrochara vitalidad y se convirtiera en su más firme apoyo. Justa recordaba cuántas veces, sentadas en el banco de madera carcomida, no había evitado el peligro de la curiosidad insaciable de aquella hija que le preguntaba una y otra vez por qué la guerra había dividido en frentes los corazones, por qué había hecho que muchas familias se rompieran... Durante muchas tardes había escuchado su voz, paciente, cariñosa, acoplada a mi ritmo; y compartido soledades, cuentos y sucedidos como aquella del ángel que convirtió copos de nieve en flores de almendro. Y recuerdo también cómo ambas nos recostábamos entre las páginas de los libros, esclavas del saber para ser libres. Eran casi las doce de la noche y mis hermanos, después de una abundante cena con sopa de ajo, torreznos, cecina, titos y piqués, y saboreando aún los higos y rosquillas, se habían ido a regañadientes a la cama. Mi madre y yo nos preparamos para

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asistir a la misa del gallo, parecía que quisiéramos desprendernos de nuestros cuerpos y levitar para invocar al terror, seducirle con las llagas de nuestra piel y perderle para siempre. Salimos muy juntas, tratando de que el frío no nos arrebatara todo nuestro calor, íbamos camino de la iglesia de torre abovedada donde todos los vecinos estaban reunidos; habían llegado trabajadores de las minas de Barruelo de Santullán, antiguos vecinos de Bañes el pueblo que se comió el pantano, los paisanos de la peña de Tremaya, los habitantes de los Llazos y de los dos Redondos... Aquel día, en el silencio previo a la llegada al altar de Don Gabino, el cura oficiante, y Gregario el sacristán, las miradas de todos los asistentes regresaron a la puerta de acceso a la iglesia. La sorpresa e incertidumbre viajaron por los rostros como preludio de un terror que amenazaba con manifestarse: un grupo de soldados estaba entrando con las manos aferradas a sus fusiles y los ojos enrojecidos; el silencio se multiplicaba por sí mismo y evitaba rendirse para que la mansedumbre no fuera invadida, mientras la vida quedaba atrapada en el instante. Eran los dos bandos encontrados dispuestos a despedazarse en el frente de una guerra fratricida pero... Sin palabras, sin ruido, fueron dejando sus armas reclinadas en las paredes cubiertas de grietas, resquebrajadas y ensombrecidas; habían decidido parar un momento de matarse y volver al abrazo de padres, hermanos, primos... familiares a los que una línea imaginaria y enigmática había situado en el lado opuesto, y les hacía preguntarse cómo el ser humano podía ir por delante de las bestias. Finalizada la misa del gallo, acostumbrada a leer la lejanía recuerdo que observé las miradas que se cruzaban, sentimientos que concentraban todo en un segundo arriesgando en él la eternidad; eran soldados y sabían que la alborada disiparía los despojos de sus mentes y volverían a enfrentarse en el campo de batalla; sus ojos trataban de penetrar en la amarga oscuridad, entre las sombras, para apurar la esencia de un pensamiento que les liberase al menos esa noche, noche de una navidad que le ayudara a no olvidar el olor a tierra en un jardín cubierto por la nieve. Se fueron. Cada uno recogió su destino y llenó la recámara con balas de esperanza deseando que sus caminos no se cruzaran. Don Gabino y Gregario permanecieron postrados desafiando con su fe los ojos de piedra de San Tirso, San Bernardo y San Antonio que, rodeando a la Virgen de la Concepción, les contemplaban desde el altar. Al regresar a casa, mi madre vigiló el sueño de mis hermanos. Luego, se dejó caer en la mecedora abandonando el cuerpo al balanceo casi imperceptible, mientras una sonrisa iluminaba su rostro y su mano acariciaba mis trenzas. Un leño que enrojecía en la lumbre alimentaba el vaho en la ventana sombría, y los alfileres del frío mantenían unidas las arrugas en la noche inclemente. Noté que mi madre encogía los hombros y trataba de controlar el ligero temblor que le asaltaba, ajustaba la toquilla al cuerpo y estiraba el vestido buscando protección. Yo permanecía sentada a su lado, tenía a Lía en el regazo, sujetaba con fuerza la toalla de piqué que me enseñó a bordar Raimunda, la maestra, y pensé que no tenía miedo, que la necesidad me había hecho ser valiente para todo y que añoraba aquel día... “Verdad... padre... no hay que perder la risa ni los sueños...”. Ambas nos quedamos adormecidas esperando la llegada de la navidad que regresaría un año más a lomos de la alborada. Sabíamos que al despuntar el día, a las seis de la mañana, volveríamos a descender a la honda galería del vivir. Ha pasado raudo el tiempo y solo permanece vivo de mi infancia y juventud este recuerdo porque los demás los he borrado de mi mente para poder existir. He sobrevivido a dos hijos y un marido. Vivo con la única hija que me queda y que me cuida con cariño, con todo el cariño que se merece alguien que ha dedicado su vida a los demás. La figura de la madre es sublime. En algunos momentos reclamo la presencia de mi madre Justa preguntando al aire dónde estará que no acude a mi llamada, y mi hija me contesta con la dulce mentira de que, en el pueblo, la nieve caída impide cualquier desplazamiento. Y yo me conformo y sigue esperándola, quizá algún día el tiempo permita que esa madre querida venga a visitarme y pueda abrazarla. La foto de mi padre Emilio no preside la mesa pero está grabada en mi corazón, junto a la imagen de Lía, de Justa, de mis hermanos... de todos los que ya se fueron. He cumplido noventa y cinco años, y este veinticuatro de diciembre recuerdo que hubo un día en el que me sentí desnuda de batallas, sudorosa, luchando denodadamente en contra de desabridos y violentos, heridas mentes, espectros de una noche sin salida. Pienso en los años que pasé percibiendo el vacío, los besos sin piel que

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pudieran aliviar mi dolor, las manos sin caricias que huían de las fosas para empapar las lágrimas secas de la ausencia... Y acabo una vez más llevando las flores del recuerdo al parapeto de la muerte. La niña que fui y que aún vive en mi interior hoy regresa para acompañarme en mi último viaje. Intento transformarme pero tengo los ojos sin visión, una mueca muda en los labios y las manos plegadas sobre mi pecho afligido. Por un instante me parece sentir unos dedos deslizándose temblorosos por mis cabellos recogiendo mi desvalimiento. Resbala por mi memoria cada gota de rocío que penetraba mis entrañas cuando, en los atardeceres, descansaba mis ojos en los restos de la mina y enviaba mis manos temblorosas a taponar las heridas que brotaban del corazón de mi padre. Aún sigo escuchando el silencio de muchos silencios más pequeños que me envolvían cuando alguien relataba cómo se veían los muertos de los combates, y no se podían recoger porque estaban en medio de las dos posiciones y te disparaban. Tengo la respiración entrecortada, sudor en las manos y mi tiempo parado en el segundo eterno del horror vivido. No quiero pensar, sólo espero, espero, siempre alerta. Desde el balcón de mis ojos se aventura un destello de esperanza que atraviesa el aire cargado de sombras amenazantes. Ahora sé que me está esperando, que ha venido a buscarme. Todo se ha precipitado y permanezco callada porque el silencio se ha hecho dueño de la situación. Noto la presencia del único creador de un mundo incomprensible del que el reloj ha desertado. Mi hija me está peinando, sabe que soy muy coqueta y me ayuda para incorporarme un poco y poder verme. Desvío un momento la mirada hacia el espejo, que me devuelve la imagen nunca olvidada, la de esa niña libertaria que invade mi interior, que siempre ha estado ahí, oculta, evanescente, esquiva a mis ojos glaucos. Venciendo el cuerpo y abandonando la espalda, paso la mano por mi pelo rojo encanecido, suspiro y recojo del espejo la imagen y mi sonrisa que se funden en mi interior. Regreso los ojos a la puerta y noto que se abre. No aprecio el viento helado ni el resplandor de la nieve, ya no son barrera infranqueable. Una luz intensa me absorbe y en su tránsito etéreo escucho el eco de unas voces entrañables que entonan su canción. Mi padre Emiliano, mis hermanos, mi madre Justa, mi marido, hijos, Lía... todos los que ya se fueron enarbolando la bandera de una libertad ganada con la revolucionaria sangre que discurre por sus venas. Voy a su encuentro. Esta vez la señora de los dedos de hielo parece que quiere permitirme hacer un quiebro a la soledad. Mi hija acaricia mi rostro, me dedica su mejor sonrisa y susurra en mi oído: “Todavía no, madre, aún te queda vida por delante para que yo pueda disfrutarte, recuerda... nunca perderás la risa ni los sueños”. (NOTA: Mi madre, Paula, murió a los ciento dos años)

Juan Carlos Somoza García

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LA MUJER ÁRBOL PRIMAVERA Hola Rosa: Recuerdas. Nos gustaba el viento. Nos golpeaba la cara y reíamos. El mismo viento que arrastraba las hojas arremolinándolas en rincones oscuros, agua cantarina para nuestros oídos. La sombra de los árboles desnudos, dibujaba sobre la tierra, caminos que, rasgábamos con nuestros pies. Púberes aún. Con el cajón de los sueños repleto. Nos contábamos los amores. Platónicos. Hechos de excitación y deseo. Pero no lo sabíamos y como decía la canción, soñábamos con “la main en la main” y con el ligero roce de los labios. “Si no me quiere me iré misionera” y yo creía realmente en ello. Mi primer hijo. Los hijos entonces eran un juego de palabras donde descargábamos nuestras frustraciones y quejas a la vida. “Yo nunca haré eso a mis hijos”. “No coartaré su libertad”. “Seré más generosa con el dinero”. “Nunca les chillaré, ni mucho menos pegarles”, etc. Creíamos que podíamos cambiar las cosas, hacerlas de diferente manera, con la “sabiduría” de nuestra juventud. Es rubito, de ojos grandes y no le gusta nada el viento. Cuando le da en la cara, cierra los ojos, arruga la nariz y crea una mueca con su boquita que le da un aspecto de viejo prematuro. No me quiso y no me fui. Tu sí. Caminos nuevos para las dos. Las distancias son más grandes si se alargan en el tiempo. No viniste a mi boda y yo fui, bueno, fuimos a tu ciudad. Fuimos él y yo. El nuevo, el que entonces sí me quería. En el que deposité los sueños de mi caja. Mientras te escribo, mi hijo duerme. No lo despierta un tractor que pase por su lado, pero el leve chirrido de la apertura de un cajón, lo alerta y se queja violentamente por la interrupción de su sueño. Ser madre es una sorpresa. Los hechos no se corresponden con el manual. Tengo miedo. Me alerta su llanto; ¿pañales sucios, hambre, dolor, sueño...? Si no llora me acerco a su cuna y observo su respiración no sea que la haya perdido. Me altera un grano, me angustia un ronquido en su pecho, me desquicia el calor en su frente. Duerme a mi lado. Arrastro su sueño por la casa en un capazo de colores. No he sido tan de nadie como de él. En el momento en que rompí aguas, comencé a temblar. Diente contra diente. El latido del corazón en la boca. ¿Serán cinco los dedos de sus manos y pies? ¿El pálpito de su pecho guardará una dulce melodía? ¿Vendrá preparado para mirar la vida? Preguntas recurrentes durante los nueve meses que, en ese momento, emprendieron una loca carrera hasta mi cerebro. ¿Y el dolor? ¿Lo soportaré? ¿Gritaré? Yo sin madre. Tú sin padre. A ti te lo arrebató la guerra. A mi la vida. No hablábamos de ello. Entramos en la juventud, inmersas en una dictadura llena de silencios. Compartíamos la misma fe. Las confesiones con aquel sacerdote que no preguntaba nada y nos bendecía desde la oscuridad del confesionario, con leves penitencias. Las misas en la iglesia de S. Pedro, la virgen tan bonita y triste, con aquella lágrima resbalando por su cara. Los acelerados rosarios, en la oscuridad de la capilla del colegio, dirigidos por una compañera. El horario de las clases no nos permitía asistir al rezo con las demás alumnas. La dictadura extendía sus ramas hasta la religión. En algún momento a mí me benefició. Se me perdonaban ciertas cosas por, ser hija de un “rojo”. Lo importante era salvar mi alma. Desconozco en qué orilla de la contienda murió tu padre. Quizás eran enemigos. Tu padre y el mío. Cuando llegó el dolor, estaba sola. Sin brazo al que agarrarme, me sujetaba al marco de la puerta. Cerrada mi respiración, avejentado el rostro, los músculos en tensión. Ni rezos, ni llantos. La atención puesta en el vientre. Una mujer más ante la llegada de la vida, con la misma soledad que acompaña a la muerte. El cantón de la Soledad, tránsito entre tu casa y la mía. Nunca dábamos por terminada la conversación. “Te acompaño”, “Te

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acompaño”... Subíamos y bajábamos. Recuerdo contarte mis novelas. Dos. Una de amor y otra de vaqueros. Las dos en mi memoria. Nunca te quejaste. Luis no subía el cantón de la Soledad hasta mi puerta. Nos despedíamos frente a la tuya, junto al muro de la iglesia. Tampoco nos daba tiempo a acabar la conversación y siempre llegaba a casa fuera del horario establecido. Fuiste una buena coartada. “He estado con Rosa”. Tu nombre apaciguaba los ánimos. Siempre la mejor. En todo. El balón lanzado a toda velocidad contra mi cuerpo, me aterrorizaba. Me encogía. Tú lo esperabas derecha, las manos en tensión, la mirada alerta. Lo atrapabas e inmediatamente lo lanzabas hacia el campo enemigo. Haciendo el pino, era dificil igualar la gracia de tus piernas al elevarse, una tras otra, para apoyarse en la pared, sin ningún esfuerzo. En matemáticas la primera. Fuiste también una buena Congregante. Ahí no te pude acompañar, no me sentía digna. Te fuiste a estudiar fuera de la ciudad. Bachillerato Superior, luego a la Universidad de Zaragoza. Visitas esporádicas. Comenzaste a vivir en otro mundo. Yo aprendí a coser y a escribir a máquina. Le canto bajito. Casi no salgo del “Eaaaa”, “Eaaaa”. Me da vergüenza cantar. Mi padre tocaba el violín y decidió que estudiara música. Las monjas decidieron que yo tenía “orejas de burro” y allí terminó para mí el mundo de AEDEA. Tiene los ojos negros y grandes. Mezcla de los dos. Me ha llegado el recuerdo de tus palabras aquel día, en medio de la acera, frente a la pastelería de Sosoaga. El viento, nuestro querido viento de otoño, había arrastrado hasta mis ojos la brizna de una boja y ante mi queja, te apresuraste a intentar sacarla. Luego te quedaste mirándome y dijiste: ¿Pero tú sabes lo que tienes? Nunca he recibido mejor piropo para mis ojos. Ella te perseguía. Tu mirada la encontraba en todas partes. Yo observaba. Era alumna de un curso inferior al nuestro. Sus ojos de gacela, temblaban cuando chocaban con los tuyos. ¿Crueldad? Nos reíamos de ella a sus espaldas. La palabra lesbiana no pertenecía a nuestro vocabulario. Su concepto apenas nos dejaba un misterio a descubrir. Su nombre perdido entre otros, el rostro difuminado en sepia, me queda la emoción de su mirar. ¿Y a ti? La lluvia golpea los cristales. Ya sabes, la primavera de nuestra tierra. Supongo que en Sevilla hará calor. Duro para un embarazo. Se ha hecho el silencio en la casa. La lavadora ha terminado con su cometido. ¿Tender la ropa fuera y taparla con el plástico? ¿Aguardar a que escampe? ¿Dejar que la lluvia la empape? Un abrazo. María

OTOÑO Querida Rosa: Tuve celos de ti. Las hojas de los árboles se han vestido de amarillo. El viento las zarandea, débiles, amenazan por caer. Cuando lo hacen, el sol que han ocultado durante el verano, se filtra por las ramas. Forma encajes en los manillares de las bicis, brilla en los ojos de los niños, denuncia la suciedad de los cristales. Los árboles han muerto y se han renovado muchas veces, desde que te escribí. Ahora me toca a mí. Han caído las hojas de mi vida. El que me quería ha dejado de hacerlo. Mis ramas endurecidas no sienten el calor del sol.

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Cuando el futuro era únicamente una promesa, yo bailaba al “Ritmo de la lluvia”. Sola en la casa, mi hermano dormido, ellos en el cine, la radio como compañera. Las dimensiones de la cocina no daban para mucho movimiento pero, la emoción era infinita. Éramos tan inocentes y nos creíamos tan listas. Cuando he vuelto a casa, los armarios vacíos hablaban de su ausencia. Ausencia pactada. “Me iré esta tarde”. “Vale”. Sin emociones. Aprovechando el sábado. He asistido a una reunión literaria, revistiendo mi piel, mi semblante, de normalidad. Cuando alguien al terminar la reunión ha propuesto el tema del próximo día, han saltado las alarmas y me he negado. “Podíamos hablar de la soledad”. Al volver a casa, la lluvia se deslizaba en silencio por las calles y no me he atrevido a hacerle preguntas. No sé qué será vivir sin él. ¿Renunciar a los silencios? ¿A la ausencia de caricias? ¿A la frialdad de la cama? ¿A los gritos? Ya renuncié a las risas, los paseos, los bailes, los murmullos... ¿Qué quedará? ¿Estaré ahí tras la hojarasca? En tu vida está el monaguillo y la niña. Así me hablaste de él, casi burlándote de aquel amor que empezaba. Fue duro para ti que no te dejaran subir al avión por tu embarazo. No pudiste ver enterrar a tu madre. ¿Como fue volver a ese piso vacío con tu hija a cuestas? No pudiste dejarla dormir en sus brazos, ni contarle que se llamaba como ella. Hay una soledad de los huérfanos que dura toda la vida. Luis hace años que murió. De repente. Dejó viuda a la mujer a la que sí quiso. Con tres niños pequeños. Pienso que, el vacío que dejó en ella y el que dejó en mi, son totalmente distintos. Yo imaginé su dolor, ella no supo del mío. De este cuerpo-árbol que yo tengo, van cayendo ramas, que se enfangan con la lluvia del invierno, desaparecen por las alcantarillas o se deshacen podridas sobre las aceras. ¡Qué poco sé de ti! No digo solo ahora, sino entonces. ¿Te gustaban los Beatles? ¿Bañarte en un río? ¿Tus lecturas favoritas? ¿Ver la luna? ¿Tu color estrella? ¿Comías cerezas? ¿Como se puede amar tanto a una desconocida? Ellos, mis otros dos hijos, se fueron antes. Queda la pequeña. Tiene en la mirada un dolor cerrado, que no quiere mostrar. Le dará suelta en la calle con sus amigos y amigas. Así lo deseo. Lo escupirá en su diario. Nos odiará. Nos amará. Espero que no se apoye en la bebida, en la droga, en el sexo denigrante... que lo que le contamos y enseñamos desde su infancia, le ayude. Sé fuerte, me grita mi naturaleza. Necesito al menos un día, un momento, para ser débil. Quiero gritar que es injusto, dejar caer las lágrimas hasta mis labios, mi ropa, las puntas de mis zapatos. Ser niña de nuevo para patalear sin medidas, sin normas, con los ojos cerrados y la boca abierta. Ya no tengo Dios que me consuele. Hace años nos vinimos a vivir al campo. El otro día tuve un sueño. Caminaba por el sendero frente al pueblo, cuando delante de mí, se creó una densa niebla que no me permitía pasar, me giré y a mi espalda, encontré otro muro nebuloso. Me angustié. Rápidamente decidí ir de frente, cara al pueblo. Debía atravesar un extenso campo de trigo y escalar unas rocas para llegar a él. Sentí que podía, que salvaría los obstáculos y llegaría a la meta. Llegaría a mí misma. ¿Te ha tratado bien la vida? ¿Como es esa hija que tuviste contra viento y marea? Sola, en el sur. Estudiando, trabajando ¿Cómo fue? No acudiste al aborto. En aquellos tiempos tampoco era fácil. Igualmente difícil no quedar preñada. “¡Qué valiente!” dijo mi padre ante mi asombro. ¿Qué hubiera dicho si la preñada hubiera sido yo? Si hasta le molestaba que mi novio me llevara agarrada por el hombro. El sexo encauzado por los curas y los militares. El deseo sepultado bajo montones de consignas, normas, maldiciones, infiernos. Tú te las saltastes. ¿Sentiste como castigo, no poder ver a tu madre muerta? Tuve celos de ti cuando os mirabais complacidos, cuando reíais a la vez, cuando conversabais atravesando mi presencia.

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Un abrazo. María

INVIERNO Rosa Sigo aquí. Tú, ¿dónde estás? Tengo el caminar lento y la mente rápida. La artrosis no ha llegado a mi cabeza. En esta época de mi vida, me ha dado por volver la mirada hacia los avatares que han ido dándome forma. Cosas de viejos y viejas. He recordado el crujiente sonido del cascar de los macarrones para la cena; el trepidante chisporroteo del choque del aceite con pimentón sobre las lentejas; la dulce emoción del contacto de sus labios con los míos, aquella primera vez; el doloroso picor de los sabañones en los inviernos de mi infancia; el tacón metido en los agujeros de las escaleras de caracol que me dejó colgando sobre el espacio; el miedo a los cangrejos; la vergüenza del primer pecado; la nieve saltando dentro de mis altas botas y la sintonía de “El silencio”. “El silencio”. Ascendía desde el río, por las rocas. La trompeta suplicaba amor. Se convirtió en nuestra canción. Le impuse la Inmaculada al cuello. Ni siquiera fue un abrazo, un ligero apretón de manos sobre mis hombros. Para mi, fue la primera vez que hicimos el amor. En este tiempo de silencio, he descubierto que me gustan los caminos, tanto de tierra como de agua o hierro. Al verlos siento el deseo de caminar sobre ellos, avanzar hacia lo desconocido, perderme en el horizonte. Si pudiera montar en un tren, en una barca... sin billete, sin conocer el destino y sorprenderme al llegar. Aún recorro caminos, cerca de casa. Cada primavera me asombran las flores, de nuevo a la orilla del sendero, el siempre lejano canto del cuco, allá en el bosque, la fila de hormigas afanadas en crear de nuevo el hormiguero... Me sorprende no encontrar el lagarto del verano pasado, ni el perro de Juan que murió en noviembre, ni a Juan que le siguió en enero. ¡Las ausencias! Dijo el poeta... “algún día mis dolores no tendrán más viudas”... Me fueron dejando viuda: amores, amigos, conocidos, ídolos, canciones, enemigos, caminos, casas... Niños que crecieron, los que ya no recordaron mi onomástica, el gato silencioso que decidió suicidarse una primavera, la orquídea blanca muerta en plena juventud. Tú. A mis noventa años sigo viva. Dejé de morirme a los ochenta. Cuando acepté que la vida es la compañera inseparable de la muerte. Antes, fallecí un sin fin de veces. Tuve infartos, caí por las escaleras, todo tipo de cánceres, me atropellaron coches y tranvías, rodé por agudas montañas, me arrastraron ríos, se secaron mis pulmones y se me paró el corazón todas las primaveras. Tomé magnesio para las articulaciones, nueces para el corazón, vitamina D por la oscuridad del sol, C contra los virus, Bl2 para mis nervios. Nada me libró de mis miserias y mis miedos. ¿Te ha pasado a ti lo mismo? Me gustaría saber si estás viva. El otro día, la lentitud de la tarde, me arrastró al pensamiento dañino y corrosivo de las cosas que no llegaré a vivir. Poner geranios en la ventana de la buhardilla de una casa en París; atravesar el mar en el Titanic; recolectar tulipanes en Holanda; bailar en la cima del Everest; ir en tranvía por San Francisco; ser “ella” en Casablanca; besar tu boca. Descubrir este amor al final de la vida, quema. Se escondió entre el agitar de las hojas de los árboles, tras los rincones de los ríos, en la sonrisa de mis hijos y tras la seguridad de lo establecido. No saber, no sentir, no afrontar.

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El cuerpo empequeñecido, los pechos caídos, el rostro, tierra labrada. Las manos plenas de carreteras azules, aún sujetan libros, escriben, zarandean sartenes, acarician las cortezas de los árboles. Nunca recorrerán los caminos de tu piel, ni descansarán en tus montañas. No cruzaré las fronteras de tu sexo, ni contaré los dedos de tus pies. Tus fragancias me serán extrañas. No viviré en tu cuerpo para escándalo de los cobardes, ni me quejaré en silencio por la fuerza de tu amor. Nunca sabré cómo será palpar el sudor de tu piel y evocaré en un tango la dicha no conocida. El otro día encontré este poema, escrito por una mujer, que refleja la naturaleza de mis sentimientos y deseos. Quiero conocerte en el silencio de mis noches otoñales amarte como aman las hojas mientras se deslizan acariciando por última vez el viejo árbol que no puede ocultar su tristeza al quedarse solo. En el silencio del invierno de mi vida dejo caer las hojas de este cuerpo-árbol que acarician y arañan mi tronco. Estas cartas, que nunca leerás, volarán en cenizas por el aire mientras no dejo de pensarte. María

Emma García de Diego

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Jose Ramon Aketxe plaza 11 48940 LEIOA (Bizkaia) tel. 94 607 25 70 faxa 94 607 25 71 infokultur@leioa.net www.kulturleioa.com


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