KONTAKETA LABURRA TAILERRA
Taller de relato breve 2013/2014
“El universo no está hecho de átomos, sino de historias.” Muriel Rukeyser
AURKIBIDEA / ÍNDICE Un vermut sin aceituna
Carmen Camiruaga 08
Piensa
Giovanni Pecoraro 11
Huele a chamusquina
Adelaida Otxoa 12
Pluma del camino
Jesus Mari Olano 17
Transiciones
Itziar Elexpuru
20
Que se pare el tiempo
Ana Torrecilla
23
Tres estaciones y el viento
Isabel Bilbao
26
La niña de la sima
José Manuel Rodríguez
31
Quemequeda
Miguel Parra
34
Mala suerte
Juan Iturbe 37
Desayunos “tranches de vie”
Erica Liquete
41
Mi pierna
Rita Molina
43
Panamá
Elvira Alonso
48
La marca
Vanesa Lázaro
52
Para ti, ama
Estela Puente
57
Desarraigo
Marian Izquierdo
58
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BOVRIL, EL PODER DE LAS HISTORIAS Un buen caldo es como un buen cuento: reconstituyente e intenso; se sirve en un recipiente cóncavo, media esfera humeante y misteriosa como un mundo partido en dos en el que, cuchara en mano, deseamos entrar para descubrir y conquistar los aromas más profundos, los secretos que custodia. Una alumna y compañera del Taller de relato breve dice que los buenos cuentos son como Bovril, y que ese es el secreto de un buen caldo. Yo me preguntaba qué era Bovril y me puse a investigar. Esta es la historia de Bovril: un extracto de carne sumamente concentrado y nutritivo, cuyo nombre, como muchas de las marcas registradas a finales del siglo XIX y principios del XX, proviene del latín, bos (buey), la terminación vril proviene del nombre inventado por el escritor Bulwer-Lytton que escribió la novela “The Coming Race” o “Vril, El Poder de la raza venidera”, publicada en 1871, que trataba sobre una raza humanoide superior que vivía en las profundidades de la tierra y que tenía un control mental y unas energías misteriosas y extraordinarias debido a un líquido que se las proporcionaba, y que se denominaba “Vril”: “Puede destruir como el rayo; en cambio, aplicado diferentemente, puede restablecer y vigorizar la vida, curar y reservar… Por medio del mismo agente atraviesan las sustancias más sólidas y abren valles al cultivo… Del mismo modo extraen la luz que les proporcionan sus lámparas.” Creo que esta compañera de Taller tiene razón y que un buen cuento es como Bovril, ya que es una sustancia concentrada y extractada; es un pequeño mundo lleno de sabores y voces; es el resultado de un largo proceso de depuración en el que evaporar todos los elementos volátiles, prescindibles, al calor de una lectura concentrada y un buen fuego interno que azuce la escritura, que desgrase el texto y deje nada más que la esencia, con el aroma, la textura y consistencia deseadas. A todo ello, por supuesto, nosotros le añadimos letras, palabras e historias. Os ofrecemos un caldo con el secreto de nuestros relatos, elaborados lentamente al calor del Taller en la olla hirviente de la creación literaria. Nuestro caldo no posee el poder extraordinario del “Vril”, pero esperamos que cada cucharada os llene el paladar y el ánimo.
Mónica Crespo Doval KONTAKETA LABURRA TAILERREKO IRAKASLEA PROFESORA DEL TALLER DE RELATO BREVE Kultur Leioa, 2013-14 7
UN VERMUT SIN ACEITUNA Carmen Camiruaga
Tres camareros se estorban tras la barra de apenas dos metros de largo. Los domingos, el barcito se pone imposible para todos, para camareros y clientes. Uno de los camareros es el dueño del local. Controla todo lo que ocurre en los veinte metros cuadrados de bar y los treinta de terraza. Ya se sabe que “el ojo del amo engorda el caballo”. El amo del caballo se llama Horacio, un hombre al que se intuye bien formado bajo la camiseta negra y ajustada, la misma que visten los dos empleados que con él comparten el espacio mínimo tras la barra. Los tres son atractivos y amantes del gimnasio a juzgar por sus cuerpos esculpidos. A la altura del pecho, en sus camisetas negras, destacan en blanco los trazos de un triángulo equilátero invertido, de cuyo vértice inferior desciende una línea recta perpendicular a una horizontal que es la base del conjunto. El dibujo representa la silueta de una copa que se remata por un semicírculo de color naranja que hace intersección con la base del triángulo. Sin duda, se quiere representar una copa de Martini decorada con su rodaja de fruta que, naturalmente, es una rodaja de naranja. Hace tiempo que el dueño del bar se ha fijado en la mujer delgada que acude cada domingo y pide un vermut; a veces dos, y entre el primero y el segundo fuma un cigarrillo. Nunca se come la aceituna. El vermut es de barril y lo sirven en copa de Martini, por eso ella acude sin falta, porque está delicioso. Aquel domingo, como otros, la mujer llegó a mediodía, se acercó a la barra y esperó paciente a hacerse un hueco desde el que atraer la atención de alguno de los atareados camareros. No le importaba esperar, disfrutaba de aquella suerte de espectáculo que los tres hombres vestidos de negro parecían ofrecer a su público en el pequeño escenario de la barra del bar. Observaba sus movimientos rápidos que tenían algo de juego malabar; en un instante, una copa, una botella, una bandeja con canapés o las monedas a devolver a un cliente aparecían en las manos de los hombres a una velocidad mayor que la de sus ojos; y como si de magia se tratara, en un rapidísimo movimiento, el jefe, que era el que más le gustaba de aquel trío de malabaristas, puso frente a ella una de aquellas copas triangulares en la que rebosaba la bebida oscura, todavía en movimiento, buscando el equilibrio. La mujer advirtió el ademán del camarero que dirigía su mano al bol repleto de aceitunas estoqueadas con un palillo, entonces, cubrió la copa con sus dedos largos y delgados y con una leve y educada sonrisa, le dijo: — No me pongas la aceituna. — Mmm, ¿no te gusta? — No están buenas. Saben a viejo. La respuesta de la mujer fue contundente. El jefe de barra haciendo uso de su condición de amo del caballo y de su atractivo, que no era poco ni él lo ignoraba, y con cierto aire de estar de vuelta en el manejo de situaciones como aquella, y mucho más complejas, sonrió seductor y quiso saber a qué se debía el conocimiento del sabor a viejo. Ella también sonrió y le respondió que probaba viejo todas las mañanas, a la hora del desayuno. La respuesta y el color de la mirada de la mujer, verde como las aceitunas, tuvieron un efecto paralizante en el guapo que no supo responder al envite; inclinó la cabeza en irónica reverencia y volvió a sumergirse en la vorágine de los aperitivos del domingo. 8
Aquello de probar viejo todas las mañanas había espoleado las fantasías del jefe de los camareros. La que más fuerza cobró fue aquella en que imaginaba a la mujer unida a un hombre considerablemente mayor que ella. Tal vez se había tratado del amor romántico de una joven ingenua y ahora, tras el paso del tiempo, solo quedaba la lastimosa y fea cara de una locura de amor. Seguramente, el marido se hallaba impedido, amarrado al duro banco de la parálisis, convertido en un viejo resentido y perverso que la sometía cada día, cada mañana, a prácticas muy desagradables y después, frustrado, la dejaba ir sin que le importara a dónde ni con quién y además… detuvo, Horacio, aquellos pensamientos y se sintió avergonzado al sorprenderse sumergido en aquella trama de mala novela. No iba a negar que aquella mujer siempre le había intrigado. Le gustaba verla llegar con el caminar seguro de quien no lo está, como si tuviera que cerciorarse de la solidez del suelo en cada paso. Tenía un lugar fijo en la terraza siempre que no lo encontrara ocupado y casi siempre estaba sola, a lo sumo conversaba brevemente con unos y otros pero permanecía solitaria en su mesa de la terraza del bar, con un libro en las manos del que levantaba la vista de cuando en cuando y se entretenía en mirar a las demás personas mientras saboreaba el vermut. La mujer tenía una sonrisa leve y doliente y los dedos largos, ocupados en dominar el mechón de pelo finísimo que el viento arrastraba a la comisura de su boca. A Horacio le gustaba también su voz, un tanto quebrada y apenas disfrutada en las breves frases que clienta y camarero intercambiaban cuando ella le pedía fuego para encender el cigarrillo que fumaba antes de pedir el segundo vermut. El jefe de la barra se prometió buscar la ocasión de devolver la respuesta a lo que consideró un desafío de la mujer aquel domingo en el que ella cuestionó la calidad de las aceitunas. Quizá un domingo cualquiera, en cuanto llegara, sin dejarla siquiera pedir su consumición, la abordaría para invitarla al vermut habitual así como a degustar un surtido de aceitunas con la explicación detallada de todas las que le serviría. Le ofrecería las de Sevilla, como la manzanilla y la gordal; carrasqueñas de Badajoz y hojiblancas de Granada, Sevilla y Córdoba. Estaba bien documentado. No fuese a pensar que era un ignorante. Y después, cuando la hubiese impresionado con todos aquellos conocimientos, le preguntaría abiertamente en qué consistían sus desayunos de sabor a viejo. Ni el domingo que siguió, ni otros, acudió la mujer al bar de los guapos camareros, su trabajo le había obligado a alejarse muchos kilómetros del bar coqueto de su pueblo y uno de aquellos domingos, mientras cumplía con el ritual del aperitivo comparó el vermut que degustaba con aquel delicioso del pequeño bar; entonces, recordó el comentario atrevido, y algo grosero, sobre el sabor a viejo, que había hecho al guapo camarero. No supo porqué dijo lo que dijo; sencillamente, le pareció morboso y le gustó mostrarse así. Fue un acto automático, una provocación a la que todavía no conseguía dar una explicación razonable, sobre todo porque la explicación, fuese la que fuese, no podía ser razonable; o al menos lo que se entiende como tal. Se preguntaba qué habría pensado de ella el camarero; que era una fresca o aún peor, una loca. ¿Y qué? Aquel tipo le gustaba. Había pasado el tiempo en el que lo educado era lo conveniente, tenía un largo historial de momentos en la vida que demostraban que, a menudo lo educado no solo no había sido lo apropiado sino muy inconveniente. En cuanto estuviera de vuelta le preguntaría con calculado descaro si había cambiado de proveedor de aceitunas. En los días que siguieron no dejaba de pensar en hombres musculosos vestidos de negro, en copas triangulares de Martini con rodajitas de naranja, en aceitunas con sabor a viejo. Y releía cada noche, a la luz un tanto escasa de la habitación de su hotel, el capítulo 68 de Rayuela: Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes… El taxi la dejó a pocos metros del local, ya veía la copa en brillante neón blanco, con su rodajita fosforescente en color naranja. Desde luego no era la hora del vermut. Se detuvo a mirar el bar a una distancia prudente; tenía que pensar, solo necesitaba unos minutos. 9
Le bastaron dos. El primero para afianzarse sin flaquear en su decisión de no revelar el secreto inexistente de sus desayunos con sabor a viejo. El segundo para afianzarse en su decisión de flaquear ante la primera insinuación. La puerta del bar estaba entornada, era muy tarde y ya no había clientes. Vio a Horacio trajinar disponiéndolo todo para el día siguiente. Empujó cautelosa la puerta, una vez dentro la cerró apoyando en ella su espalda; entonces, dejó caer las maletas al suelo y consiguió hacer el ruido suficiente. El aroma amargo y denso del brebaje delicioso que se sirve en copa triangular y se decora con media rodaja de naranja y una aceituna se coló por su nariz, alcanzó su cerebro y a partir de ahí todo transcurrió como debía. — ¿Qué te pongo? –preguntó él. — Un vermut. Sin aceituna –respondió la mujer, con la voz más quebrada que nunca. — ¿Estás segura? Y como era un malabarista hizo aparecer, al menos, media docena de platillos de aceitunas. Ella solo pudo entender algo sobre las de clase gordal, y las hojiblanca, pues en pocos minutos, cuando apenas él musitó el poema a ella se le agolpó el sentimiento y cayeron en un frenesí de salvaje intensidad, de inquietud exasperante. Cada vez que él procuraba relajar las tensiones, se enredaba en un gemido quejumbroso y tenía que posicionarse de cara al cielo, sintiendo cómo poco a poco las lágrimas se despejaban, se iban desparramando, resecando y quedaba tendida como el trigo tras la siega al que le han dejado caer unos filamentos de malas hierbas. Y sin embargo, era apenas el principio porque, en un momento dado, ella se mesaba los cabellos consintiendo que él aproximara suavemente sus dedos. En un leve contacto algo como un acorde los encrespaba, los abducía y transportaba; de pronto era la cima, la furiosa convulsión de las almas, la jadeante bocanada de un ahogo, los extremos del espasmo en una sobrehumana angustia. Evohe! Evohe! Confundidos en el zénit del éxtasis se sentían desaparecer, ligeros y veloces. Temblaba el planeta, se vencían las condenas y todo se resolvía en un profundo ardor, en llamas de delicadas gasas, en caricias casi crueles que los llevaban hasta el límite de las esencias. Después, exhaustos y felices, saborearon hojiblancas, carrasqueñas y gordal. La mujer reía y el hombre, fascinado, dijo: — ¿A qué clase de encantamiento me has sometido? No quiero que me digas tu nombre, solo te llamaré maga. La mujer rio todavía más. — ¿Has dicho “maga”, mi amado Horacio? Seguramente lo soy, no puede ser de otra manera. Solo Maga y Horacio pueden amar en el idioma de Cortázar. — ¿De qué idioma hablas? –preguntó Horacio, apenas musitando el poema, y otra vez se le agolpaban a ella las entrañas…
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PIENSA Giovanni Pecoraro Ruiz
Dos granos de arena fueron arrastrados por las olas hasta la orilla de una playa. — ¿Te das cuenta?, ¡es descomunal! — ¿El qué? — Ese trozo de concha. — Sí, la verdad es que es grande. — ¿Grande?, cuesta imaginarse que algo tan colosal exista, es inmenso. — ¿Inmenso?, tenías que haber visto la concha de caracol negro que vi hace unos años, eso sí que era grande. Al principio estaba confuso, lo tenía delante y por más que lo miraba tardé un tiempo en aceptar que aquello era real. Sumidos en pensamientos y reflexiones, los dos granos de arena permanecieron en profundo silencio... hasta que uno de ellos se atrevió a preguntar con voz pausada: —¿Tú crees que estamos solos en este mundo? —No te entiendo. —Piensa.
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HUELE A CHAMUSQUINA Adelaida Otxoa
— No, no me caso –dijo mi novio, meneando la cabeza de derecha a izquierda con movimientos rápidos, y salió del local con paso decidido. Faltaban tres meses para la boda y ese día habíamos quedado con nuestras familias en un restaurante para que se conocieran. Cuando llegué con mis padres, mi novio, con los suyos, ya estaba sentado esperándonos. Al vernos se levantaron sonrientes. —Hola, hija –mi futuro suegro desde el primer día me llamaba así. Él mismo se encargó de todas las presentaciones. Es un hombre afable y del mismo modo trascurrió la comida. Llegaron los postres y el champán y empezaron los brindis– ¡Por los novios! –chocamos las copas y bebimos– ¡Por los presentes! –otro choque y otro sorbo, así entre risas vaciamos la botella. Yo no paraba de hablar y la incomodidad del resto se iba haciendo palpable. Durante la comida, yo bebí todo lo que me ponían delante y en los postres bebí la copa de champán de un trago. Tenía sed y después creo que bebí otra, la que se me subió a la cabeza, porque a partir de ahí solo sé que me dio por hablar y debí contar toda mi vida. Tengo los recuerdos en una nebulosa, la única señal clara eran mis piernas llenas de moratones por los puntapiés que mi madre me daba por debajo de la mesa para que me callara y que lejos de conseguirlo me animaban a continuar. Fue una escena divertidísima, como en una película muda veía caras con gestos de estupor, de rabia, sonrisas forzadas, llantos contenidos que iban cambiando a cámara lenta mientras yo seguía y seguía hablando. —No, no me caso —dijo mi novio meneando la cabeza de derecha a izquierda con movimientos rápidos y salió del local con paso decidido. Cuando mi novio se levantó, sus padres, disculpándose, salieron tras él. Mis padres discutieron, era la primera vez que les oía hacerlo y no me acuerdo cómo pero me desperté en mi cama. Me tapé la cara con las manos, no entendía nada de lo que había pasado, pero por mi cabeza no paraban de pasar imágenes y voces de una vieja cinta de video: — Es una niña preciosa –decía mi abuela con los ojos llenos de lágrimas. Mi padre grababa y hablaba a la vez, enfocándome directamente–, después de tanto tiempo y tantos tratamientos buscándote, lo hemos conseguido, –le temblaba el pulso de la emoción–, somos tu familia, hija mía, –decía mi padre con voz llorosa. Mi madre, con cara asustada, me miraba; pero no decía nada. —Una sonrisa para la posteridad —–pedía ahora, enfocándonos a las dos. Mi madre no movía ni un músculo. —Es del shock –se oía la voz de mi abuela meneándose por la habitación. Se oye abrir la puerta y una voz grave: — soy el doctor Bengoa, salga un momentito, por favor. Se oye a mi abuela alejarse. Mi padre seguía grabando, ahora enfocaba a todos: a mi abuela abandonando el cuarto, al médico acercándose a la cama, a mi madre… 12
Parece una tontería lo de las grabaciones, pero ahora lo agradezco porque he podido ver el video una y otra vez y sé cuánto me querían, aunque demasiada protección conduce a cometer errores irreparables. — El parto ha sido sin complicaciones –y dándole unas palmaditas a mi madre, dijo en un tono de voz más bajo– ahora la enfermera pasará a recoger a la niña para llevarla a pediatría. Seguramente irá directamente al quirófano para abrirle los agujeros de la nariz y valorar si el interior... La imagen cae rápidamente, un ruido seco y ya solo se ve el mecanismo elevador de la cama mientras se oye a mi padre decir incongruencias — Doctor, ¿y no se puede quedar sin agujeros? Ya se los hará de mayor si quiere. Que respire por la boca, porque ¿respira, no? Bueno, claro, sino ya se habría muerto. Doctor, lo de los agujeros son como los de las orejas para los pendientes ¿no?, — Estén tranquilos, cuando termine la exploración pasará el cirujano con el diagnóstico. Y sin más explicaciones salió. — Solo son unos agujeros de nada; bueno, un poco más grandes que los de los pendientes, pero…–balbuceó mi padre. Mi madre le interrumpió, –esto no debe saberlo nadie, ¿me oyes? Nuestra hija no ha nacido hasta que no esté perfecta, y si lo que teme el doctor es que no tenga olfato, yo me encargaré de que nadie lo note. — Pero, pero… –y con estas palabras de mi padre se acaba el video. Con todo el jaleo de la preparación de la boda, mi madre decidió cambiar mi dormitorio y comprar otro con cama de matrimonio. Tuve que desprenderme de muchas cosas que me habían acompañado durante todos estos años, así que las más importantes las metí en cajas rotuladas y las subí al trastero. Casi no había sitio, así que tuve que reorganizar todo. Tiré cajas de libros de mis estudios y me desprendí de varios disfraces que colgaban de un viejo armario. Y allí, cuando estaba colocando la primera caja, noté un tope que no me dejaba empujarla hasta el fondo. Al meter la mano para quitar el estorbo, encontré la cinta de la grabación. Era una cinta antigua. Lo normal hubiera sido preguntarle a mi madre de quién era. En casa nunca había habido afición por grabar ni hacer fotografías; de hecho, yo solo conocía una foto de estudio mía, con un año, que colgaba en el cuarto de mis padres y dos álbumes con fotos pegadas sin ningún gusto ni orden tomadas por otras personas: una jugando con mi amiga en su casa, la del grupo de mi clase, una excursión del colegio... Y el álbum de mi primera comunión. No sé el porqué, pero tuve una corazonada, y dejando todo a medias fui a una tienda de fotografía y allí conseguí que me pasaran la cinta a formato DVD. Mi padre es un hombre de mirada limpia, pero triste y callado. Muchas veces le he preguntado a mi madre si no era feliz y ella me contestaba que era su carácter, siempre ha sido así, decía ella. Ahora sé el porqué. Mi madre, sin embargo, es una mujer fuerte. Tiene doble cara: una para los de casa, como dice ella, y otra para la calle. No vive más que para nosotros, pero es terriblemente estricta con mi padre y conmigo. Dirige nuestros movimientos y hasta nuestros sentimientos. Si algo no sale como lo ha planeado se cierra en banda y pasa de la alegría a la decepción. Por eso nos tiene dominados. Pasaron cuatro horas desde que entré en el quirófano hasta que salí con las perforaciones en la nariz. Las de mis orejas para ponerme pendientes, solo un minuto. Los otros agujeros, sin embargo, no 13
tenían más utilidad que la de aparecer ante los demás como cualquier otra persona, pero yo era diferente, no tenía pituitaria y eso, aunque no se iba a ver nunca, me condenaba a carecer de olfato. Mi madre no aceptó la realidad y se aferró a enseñarme un código de percepción de olores, no solo para ayudarme a suplir mi carencia sino, y sobre todo, para esconderla. Fui muy bien adiestrada, hasta tal punto que era famosa por mi sensibilidad para los olores. Cuando salía a la calle siempre hacía una profunda aspiración: — Huele a café –decía a la mañana temprano. — Apesta a comida –resoplaba al mediodía. La verdad es que yo me lo creía y es que la falta de algo, te agudiza los otros sentidos, incluida la lógica. También olía a humedad, rosas, jazmines, orines de perro, peladuras de fruta, polvo…con las comidas también había desplegado ciertas habilidades: la olía y la probaba, comentando la conveniencia de echar más o menos de un ingrediente para lograr el punto exacto y eso lo adivinaba por el color o la textura de un alimento. Pero mi exquisitez estaba en las colonias, no sé cómo lo conseguí, el caso es que no había amiga que no me pidiera consejo. Muchos chicos han querido salir conmigo, pero a mi madre todos le parecían poco para mí, así que me dediqué a tontear con unos y con otros mientras me preparaba en un centro de estudios para ser secretaria de dirección. A los veinte años empecé a trabajar en una auditoría y después de cinco años, un buen cliente me propuso trabajar para su empresa. Las condiciones del nuevo trabajo eran tan atractivas que ni me planteé los escasos inconvenientes que tenía. — ¿Ventajas del cambio? –le contesté a mi madre con su misma pregunta cuando llegué a casa a punto de estallar de alegría: — Primero, el doble de sueldo; segundo, viajes de promoción de la empresa; tercero, cambiar de estar bajo el control de numerosos jefes y jefecillos, la mayoría unos indocumentados trepas, a ser la secretaria del dueño de la empresa (por cierto un señor encantador con el que siempre el trato ha sido cordial y exquisito). ¿Quieres saber más ventajas? —No, está bien, está bien. Y ahora dime cuál es la empresa. Saqué el prospecto que me había dado. En la portada aparecía un gran caserón rodeado de jardines y árboles en medio del prado. A lo lejos se apreciaban los campos de vid, llenos de sarmientos de los que colgaban enormes racimos de uvas. En la siguiente hoja dos fotos en cabecera: la del dueño y gerente, mi jefe, y la de su hijo junto al reconocimiento internacional en Bruselas, premio de oro al mejor enólogo del año 2008. A continuación la historia y expansión de la empresa. Aquí se acabaron las preguntas. Mi madre empezó a hacer planes y a correr por la casa de un lado a otro. — Mañana vamos a comprar ropa. Tienes que ir impecable, se acabaron los vaqueros y esas pintas que llevas. Necesitas vestidos y trajes, zapatos con tacón, bolsos, unas buenas camisas –lo iba apuntando todo en un cuadernito que tenía para anotar los gastos de casa. Llamó a la peluquera, a un centro de belleza y a sus amigas. No paraba, así que aprovechando que pasó por mi lado, le dije. — Hay una gran desventaja. Se quedó lívida — ¿Cuál? –dijo casi sin voz. — Que durante la semana tengo que vivir en la casona con ellos. 14
Creí que le iba a dar un ataque, que se entristecería, pero cuál fue mi asombro al ver que siguió con la retahíla: — Tenemos que ir, lo primero, a una buena lencería, –sacó el lápiz del bolsillo– ropa interior, camisones, dos batas ligeras y dos de entretiempo, tres albornoces de ducha… –siguió escribiendo. Quince días más permanecí en la oficina, mientras por las tardes sufría una agenda preparada por mi madre que parecía que me iba a presentar a un concurso de miss bodega. Tiendas, tiendas y más tiendas, tratamiento de belleza, depilación, peluquería, solo la víspera me dio un respiro para juntarme con mis amigas. El domingo, mis padres me acompañaron hasta la que iba a ser mi nueva casa. Mi madre se empeñó en llevarme hasta allí a pesar de que la empresa me quería mandar un coche para el traslado. — Que no se te olvide. El paquete azul es para el padre, el verde para el hijo y el del lazo para la señora, –me repitió mil veces mi madre como si yo fuera tonta–, no vayas a cambiar las colonias, acuérdate. Yo no sabía dónde meterme, debían de estar muy atentos porque en el camino a la casa vi unas cabezas en una de las ventanas, así que sin llegar a la puerta, le dije a mi padre que parase el coche. Aprisa bajé las maletas y les despedí. No habían terminado de dar la vuelta al coche cuando el padre y el hijo ya estaban en la puerta. En ese momento conocí al que dos años después querría casarse conmigo. — Pero, ¡qué cambio! Si te llego a ver por la calle no te hubiera conocido, hija –me dijo sonriente mi nuevo jefe. Hija, así me llamó desde ese día. Al de dos meses, un viernes a la tarde, cuando el chofer se disponía a traerme a casa como todos los fines de semana, fue el hijo el que se apresuró a coger el volante, tenía que venir a Bilbao a recoger unas compras. Subió a mi casa con unas botellas de regalo y conoció a mis padres. — Este chico me gusta –soltó mi madre casi sin darle tiempo a salir de casa– ese chico te conviene. Ya lo tenía fichado desde que le enseñé el prospecto de la empresa. Durante los primeros fines de semana no me preguntaba por otra cosa. Yo contaba cómo me iba en el trabajo, la feria que había en proyecto, los tipos de vino que se hacían, los diferentes tipos de uva, el proceso de fermentación y embarrilado. — Sí, sí está bien, pero, ¿está casado?, ¿tiene novia?, ¿trabajas con él?, ¿te va a acompañar a la feria? A todas las respuestas sacaba una muletilla. — Se le ve formal y serio, es un chico muy trabajador, hija parece de película, ¡qué guapo! Buena es mi madre, le gustó antes de conocerle y, claro, yo ya no tenía escapatoria, así que se salió con la suya. Acabamos haciéndonos novios y ayer quedamos en un restaurante para que nuestras familias se conocieran. Dentro de tres meses nos íbamos a casar. Hoy la cabeza me da vueltas y tengo la lengua pastosa, pero me siento libre. Ahora soy yo, tengo veintisiete años y he vuelto a nacer. Intento guardar el equilibrio al ponerme en pie y voy directa al cuarto de baño dando tumbos contra las paredes del pasillo. Necesito una ducha larga, caliente, que me ayude a recomponer mi desvencijado cuerpo. No me atrevo a mirarme al espejo, sé de sobra que estoy hecha un guiñapo. Todavía tengo puestas las medias y el vestido del día anterior. Quién me mandaría comprar una prenda con la espalda cerrada por no sé cuántas presillas imposibles de soltar ni arrancar, es lo malo de la ropa cara, que está bien cosida, así que desisto y me meto en la bañera sin quitarme la ropa. Abro el grifo a tope y resisto debajo de la ducha la consecuencia de mi resaca. Por momentos me achicharro, otros me pelo de frío, ya que a pesar del esfuerzo no consigo ajustar la temperatura. 15
Debí de gritar porque al salir escaldada oí a mi padre aporreando la puerta y pidiéndome por favor que la abriera. La abrí, claro que la abrí y nos quedamos mirándonos con caras de asombro, pero al segundo rompimos a carcajadas mientras intentaba desabrochar sin éxito mi pobre vestido verde. Al final unas tijeras remataron el trabajo y sentados en el borde de la bañera, él en pijama y yo envuelta en toallas, fuimos recordando cada palabra del día anterior. Mi padre parecía más joven, soltaba frases y más frases sin conexión entre ellas: — ¿Te sientes bien?... no, si tenía que suceder, pobre chico le engañamos entre todos, estuviste genial…Y sus padres, buena gente, tengo que disculparme, el chico se quedó blanco cuando empezaste a contar lo de la grabación… Su padre encantador, cómo trató de quitar hierro…Yo, si a ti te engañan así, no soy tan generoso, tengo que disculparme… Le interrumpí, igual que lo había hecho mi madre hace veintisiete años: — Estoy contenta, sonreí, he vomitado toda mi mentira. Me disculparé con todos y les diré la verdad, que lo siento muchísimo, pero que estoy tranquila porque me he quitado un gran peso de encima. »¿Sabes lo que me avergüenza? Mi desfachatez. Podría haber mentido, eso sería disculpable, pero lo que no tiene perdón es el regodeo de mis mentiras. No me puedo quitar de la cabeza la cara de lerdo enamorado que ponía cuando le decía que me había enamorado de su olor, que podría reconocerle con los ojos cerrados aunque estuviera entre una multitud. » Me acuerdo del día en que me dijo si quería casarme con él, fue justo cuando en uno de esos momentazos de exaltación de mis facultades se me ocurrió enumerar la amalgama de olores que hacían el suyo único e irrepetible: —Hueles —y aspiré profundamente— hueles a una mezcla de limpio y de madera de roble —volví a aspirar suave, con lentitud, pensando cómo redondearlo—, con un toque de aroma como… —y aquí se me enciende una lucecita—, como el aroma que sale al descorchar una botella de Imperial Gran Reserva del 2008. »Eso le dije al enólogo, hijo del dueño de la mejor bodega de la Rioja alavesa, premio oro mundial, precisamente, por el Imperial Gran Reserva del 2008, y él, emocionado, me pidió en matrimonio.
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PLUMA DEL CAMINO Jesús María Olano
Volando sobre la sabana africana, Bella Ave disfrutaba del amanecer pensando en una fructífera caza para su necesitada familia. Distraída con esa idea no reparó en la presencia de un enemigo natural, que en una maniobra de rapidez y sagacidad había conseguido aproximarse, a punto de atraparla. Bella Ave, haciendo alarde de su experiencia, con un leve movimiento de sus alas consiguió salvar la acometida del atacante, aunque perdió en la acción una de sus más elegantes plumas que fue descendiendo lentamente en círculos, hasta posarse en un camino de la inmensa y roja llanura. Muy cerca de donde había caído se encontraba una aldea de humanos. Coincidió que uno de ellos había salido a cazar encontrándose en el camino con la asustada joven pluma. Al momento, sintió una inmediata atracción y decidió incorporarla a sus aderezos personales. Era tal su entusiasmo que había olvidado que tenía otra pluma regalada por los habitantes de su aldea y que, según las leyes de su tribu, no le estaba permitido llevar en su penacho dos plumas ni sustituir la que tenía por otra nueva, aunque fuera más joven y bella. La pluma regalada por la tribu era hermosa y, además, llevarla le aportaba reconocimiento de los familiares y amigos; pero la nueva pluma que había encontrado era perfecta, más joven que la que poseía y con unos colores y textura inigualables, por lo que no estaba dispuesto a prescindir de ella. Sin apenas reflexionar decide quedarse con Pluma del Camino. No la mostrará en público y solamente se la pondrá en su penacho cuando esté a solas con ella en la cabaña que tiene fuera del pueblo, adonde la lleva para esconderla. Transcurren los años en los que Joven Masai y Pluma del Camino viven un placentero idilio, aunque a ella le hubiera agradado ser la única pluma que él llevase en su penacho. El Tiempo sigue cumpliendo con su interminable trabajo de contar horas, cuando en uno de sus días, Nativo Bantú de una tribu diferente a la de Joven Masai, pasa cerca de la cabaña en donde se esconde la hermosísima Pluma del Camino y decide entrar para cobijarse del tórrido calor. Al principio, no distingue nada, todo el interior está oscuro. Poco a poco va acostumbrándose a la penumbra, percibiendo en uno de los rincones opuestos a la entrada una especie de arco iris que le asusta. Su curiosidad le incita a conocer el motivo de ese descubrimiento. Con cautela sobrepasa la puerta acercándose poco a poco hasta el lugar irisado en donde encuentra a la joven pluma que, también asustada, intenta ocultarse del extraño. El nuevo humano desconoce la razón de que esa pluma esté dentro de la cabaña pero siente un deseo irrefrenable de contemplarla a la luz del día, la coge con dulzura, la saca de la cabaña y descubre con asombro sus bellos e inigualables colores. Ensimismado con lo que está viendo, Nativo Bantú decide inmediatamente proponerle que le acompañe en sus excursiones por la sabana. A Pluma del Camino, que recuerda con añoranza sus vuelos por la naturaleza, le gusta la idea de salir de la cabaña y accede a su petición a condición de que no se la ponga en el penacho, sino que solamente la lleve expuesta en el zurrón que utiliza en sus desplazamientos y que al finalizar cada jornada la deje en la cabaña. Ella piensa que de esta forma, además de disfrutar de 17
la naturaleza podrá seguir poniéndose en el penacho del Joven Masai al que ama, pero decide ocultar a Nativo Bantú su relación con Joven Masai. Pasan los años en los que Nativo Bantú y Pluma del Camino disfrutan cada día más juntos. Se entienden muy bien, hablan mucho y ríen constantemente, han forjado una sólida amistad. En una de estas excursiones ella le cuenta a Nativo Bantú lo que presume con Joven Masai cuando se pone en su penacho. Al oír la noticia se queda en principio un poco desconcertado, pero alegre, ya que se preocupaba de que le pudiera suceder cualquier cosa cuando la dejaba sola al volver de las excursiones Pluma del Camino estaba un poco triste, ya que hubiera deseado que en lugar de ir con Nativo Bantú en su macuto, Joven Masai fuera quien la llevase en su penacho, a quien se lo había pedido muchas veces, pero él contestaba siempre lo mismo: — No puedo Pluma del Camino, sería mi mayor deseo, pero olvidas que tengo otra pluma regalada por la tribu y no permitirían que te llevase en mi penacho. Además, ello supondría perder el prestigio que me ha costado tantos años conseguir. Por otro lado no te entiendo, parece que has olvidado que yo fui quien te encontró en el camino de la llanura y te trajo a la cabaña, donde estás al abrigo de las inclemencias. Gracias a ello vives tranquila y yo vengo a menudo a ponerte en mi penacho por lo que no debieras de dudar de mi bondad ni de mi amor. Razones que Pluma del Camino le escuchaba con desengaño y tristeza. Después de varios años de recibir la misma respuesta empezó a pensar en la posibilidad de encontrar otro penacho en el que poder colocarse. Sabía que las plumas como ella no duraban eternamente ya que se iban secando y al final perdían sus colores, aunque era aún una pluma muy joven y tenía muchos años por delante para poder exhibir su belleza. Como no podía afrontar sola lo que había pensado, se lo comentó a Nativo Bantú, que comprendió las razones que ella le contaba. Para ayudarle se le ocurrió la idea de lanzar a Pluma del Camino a los cielos utilizando su arco. La ataría con un pelo muy fino a una flecha y la enviaría hacia lo más alto de los cielos para que pudiese volar al lugar que deseara y tener la oportunidad de encontrar un nuevo penacho, sin pluma, al que amar. Nativo Bantú estaba muy triste porque sabía que después de realizar lo que había pensado, no iba a poder estar más veces con ella, pero por su bien era preciso que surcara los cielos y que iniciara una nueva vida en busca de otro penacho. Un día en el que Joven Masai estaba de viaje, comerciando con otras tribus, Nativo Bantú llevó a Pluma del Camino a lo más alto de un montículo que había en la sabana. Aunque ella pensaba en Joven Masai, la idea de volar le entusiasmaba, estaba radiante y muy alegre. Desconocía qué podría encontrarse en su vuelo pero estaba convencida de que era la forma más adecuada para encontrar un penacho que no tuviera ninguna pluma. Después de despedirse con tristeza, Nativo Bantú cogió a Pluma del Camino y la ató delicadamente a una flecha que había preparado especialmente para esta ocasión. Puso la flecha en el arco y, tensando la cuerda lo más fuerte que pudo, la lanzó a los cielos justo en el momento en el que se le escapaban unas lágrimas de despedida y le dijo: — ¡Busca la felicidad joven amiga! 18
Pluma del Camino se encontró volando como había estado deseando durante mucho tiempo. Todo su armazón de pluma parecía a punto de estallar de alegría. ¡Volaba! Ese instante la devolvía a su verdadera vida, a su vida, únicamente suya, sin ataduras ni compromisos con humanos. Desde la altura veía la llanura africana y la cabaña en la que había pasado tan maravillosos momentos luciendo sus colores en el penacho de Joven Masai. Sería algo que recordaría siempre, pero ahora no quería pensarlo, le entristecía mucho y necesitaba aprovechar los vientos para poder mantener el vuelo y no caer de nuevo a la roja tierra africana. Ese pensamiento la distrajo de tal manera que para cuando quiso darse cuenta estaba sujeta firme pero suavemente por el pico de una preciosa ave macho vestida con bellísimas plumas similares a las suyas. Oyó una voz que decía con dulzura: — No temas preciosa pluma, tranquilízate que yo te estoy sujetando para que no caigas. ¡Qué hermosa eres! Te llevaré a mi nido y cuando lleguemos te propondré que seas la pluma que adorne mi penacho. Dirigió su mirada hacia la cabeza que la tenía prisionera descubriendo a un Bello Macho de ojos sinceros que la tranquilizó. Estaba muy feliz porque había conseguido realizar sus deseos así que se dejó llevar hacia el nido. Comentan algunas aves de la llanura que Pluma del Camino vivió muy feliz en su nuevo nido. Bello Macho la puso en su penacho como pluma única sacándola a cazar todos los días y disfrutando de la naturaleza que tanto le gustaba. Dicen también que son una pareja envidiada por la felicidad que demuestran en sus vuelos, aunque comentan que a veces Pluma del Camino se entristece cuando vuela sobre la llanura, acordándose con cariño de los humanos con los que estuvo durante tantos años y tan bien la trataron.
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TRANSICIONES Itziar Elexpuru
La antigua casa familiar lleva diez años deshabitada. “Edificio protegido. Ayuntamiento de Bilbao”, leo en la reluciente placa situada arriba de los timbres en el lateral del portal. Las obras terminaron la semana pasada y esta mañana han colocado los pocos muebles que he conservado durante todos estos años. Subo lentamente los cómodos peldaños de mármol hasta el cuarto piso exterior derecho. Los recuerdos, las voces y los pasos me acompañan. Junio, las clases han terminado. Subimos corriendo las escaleras echando una carrera al lento ascensor de madera con enrejado de hierro que ronronea y tiembla. Al entrar en casa huele a batido de leche con helado de fresa. El perchero de la entrada, desnudo de ropas y paraguas, me devuelve una mirada limpia en su nuevo espejo, sin las manchas oxidadas que antes lo salpicaban. Mi padre no era de Bilbao sino castellano, de tierra de dehesas y toros, seguramente por eso usaba sombrero. Su sombrero colgado en la entrada rodaba por el suelo con cada golpe de la puerta al cerrarse, hasta que un día dejó de usarlo. Más tarde supe que era un símbolo demasiado burgués para su gusto. El sol de la tarde se cuela impetuoso por el semicírculo que forman las estrechas y largas ventanas de finos visillos blancos que se agitan refrescando la estancia. Nos vamos de vacaciones. Cambiamos el gris del cielo y el verde de los montes por el azul y amarillo castellano. En el pequeño pueblo las casas de piedra y ladrillo se juntan formando calles. Los domingos suenan las dos campanas que se columpian en la espadaña. El resto de los días no hay horarios, nos levantamos muy tarde, salimos al campo, vamos de capeas y trasnochamos al frescor de cielos estrellados. Mi padre tenía una pequeña mina de piedras semipreciosas, tan escondida en aquellos parajes que era difícil de encontrar. Algunas mañanas le acompañábamos hasta la entrada y allí desaparecía con el Sebas, gran conocedor de las piedras, según decía, provistos de piquetas y linternas. Nosotras esperábamos afuera con mi madre que aprovechaba para recoger las moras maduras que caían de una gran morera cercana tiñendo el suelo. El Sebas era pequeño pero a mi padre, bastante más alto, creo que le costaba mucho enderezarse cuando salían de la mina, seguramente por eso tenía la espalda bastante curvada. A mediodía el sol ya en lo alto no daba tregua a la sombra y nos sentíamos aliviados al entrar en la fresca penumbra de la casa. Sebas y mi padre dejaban las piedras extraídas de la mina en el patio interior y se pasaban las tardes, después de la siesta obligatoria, limpiándolas y mirándolas con lupa para elegir las más puras que, de vuelta en Bilbao, mi padre enviaría a pulir a Madrid. Un topacio blanco, engarzado en oro, cuelga de una fina cadena de mi cuello. 20
Los últimos días de agosto el sol acortaba las tardes y alargaba las sombras. Volvimos a la ciudad. Mi padre regresó al instituto donde era profesor. Allí nos encontraríamos días más tarde al comienzo de mi primer curso de bachillerato. Entonces me di cuenta de que mi padre no era sólo lo que yo conocía de él, sino mucho más. Los cursos superiores del Instituto se reunían los viernes al terminar las clases y uno de esos días, un compañero me preguntó al salir cómo es que no iba a la asamblea la hija del “socialista”. Cuando se lo comenté a mi padre le sentó fatal y dijo que cada uno a sus asuntos. La lámpara que cuelga del techo ha cambiado sus amarillentas bombillas en forma de vela por pequeñas lámparas de intensa luz blanca. La tarde oscura nos va reuniendo en el salón. La lámpara está encendida y el cristal que cubre la mesa camilla brilla reluciente aprovechando el vacío de libros y papeles. Los faldones de la mesa son ahora más gruesos, cobijando el calorcito de un brasero eléctrico encajado en su interior que mis pies buscan al sentarme a hacer los deberes. El mueble de la máquina de coser de mi madre en la entrada del salón está abierto y se puede ver el gran pedal de hierro que mueve la polea y hace girar la bobina de hilo rápido, rápido, subiendo y bajando la aguja mientras la tela ya cosida se desliza hacia atrás. Al lado de la máquina hay una silla baja de asiento de paja con cojín blanco donde mi madre remata todo lo que sale de la máquina. Con la llegada del otoño las protestas en las calles se hicieron frecuentes. Casi todos los días había revueltas y manifestaciones que eran fuertemente reprimidas y terminaban en carreras y disparos de botes de humo y pelotas de goma. Decretaron el toque de queda. A partir de ese momento se acabaron los alegres corrillos a la salida del instituto o el ir a casa de una u otra compañera compartiendo meriendas, chismes y deberes. Enero, al entrar en casa huele a chocolate caliente. Mi padre siempre llegaba a casa el último, se ponía un jersey de lana viejo reforzado con coderas y se sentaba a la mesa que previamente llenaba de libros, folios y útiles de escritura. Primero se liaba un cigarro de picadillo de tabaco o caldo que saboreaba con un cafecito que le traía mi madre y luego se colocaba unas pequeñas lentes y, como él decía, trabajaba con las palabras. Estaba haciendo un diccionario más completo en cuanto a los distintos usos y significados. A mí me gustaba mucho jugar con las palabras y él todos los días me regalaba alguna. “Adolescencia”. Escribía en hojas sueltas para poder añadir e intercalar más fácilmente. “El vocabulario siempre está creciendo con nosotros”, decía, “no se puede estancar ni tampoco debemos olvidar las viejas palabras que ya no usamos”. “La memoria es importante”. Mientras tanto mi madre cosía y escuchaba un pequeño transistor que a ratos dejaba de oírse superado por el pedaleo de la máquina que recorría las paredes y rebotaba en los muebles uniéndonos más. 21
A mi padre no le molestaba el ruido de la máquina, pero sí la charla de las señoras que venían “a probarse” pues aunque mi madre no cosía “para afuera” siempre tenía compromisos de conocidas o vecinas que le pedían les hiciera algo distinto. Era entonces cuando mi madre desplegaba el biombo. El biombo ahora tapizado en fondo verde con dibujos de arbustos japoneses blancos, ocupa solitario el centro de la espaciosa y vacía estancia. Fue una de aquellas amigas de mi madre la que habló por primera vez en casa de registros nocturnos, papeles clandestinos, detenciones, torturas, pero su voz se hizo cada vez más baja hasta perderse detrás del biombo, silenciada por el rápido pedaleo de la máquina. Al acostarnos, mientras mi madre cerraba la máquina y recogía la alfombra de hilos multicolores que tapaban el damero de baldosas alrededor de su silla, mi padre nos leía un libro. Los de Julio Verne eran mis preferidos. A mi hermana a veces le daban miedo pero se dormía enseguida. “No hay que tener miedo”, nos decía mi padre, “el miedo paraliza, hay que moverse y espantar el miedo, y si es de noche y estáis en la cama ¡coged un libro! y leed, leed en voz alta, hasta que se vaya, hasta que se vaya”. Otra palabra: “Caleidoscopio”. Una fría noche de Febrero nos despertaron fuertes pisadas y golpes que sonaban por toda la casa, se encendieron las luces y mi madre se asomó a nuestra habitación diciendo que no saliéramos de allí. Mi hermana agarraba con las dos manos el embozo de la cama tapada hasta la nariz, solo se veían sus grandes ojos grises clavados en el techo. Entonces cogí el libro que estábamos leyendo, Veinte mil leguas de viaje submarino y empecé a leer en voz alta. El Capitán Nemo nos quitó el miedo, pero a mi padre se lo llevaron aquella noche. La casa no volvió a ser la misma. Me llevó muchos días ordenar las hojas arrugadas o rotas manuscritas por mi padre. El gran aparador de madera desprovisto del oscurecido barniz del tiempo muestra su madera natural clara de veteado rojizo. Después de aquello instalaron un teléfono negro de sobremesa encima del aparador, a un lado del reloj de péndulo que ocupaba el centro. Mi madre dejó de dar cuerda al reloj temiendo que sonara en el momento más inoportuno. Muchas veces, mientras comíamos o cenábamos, la vista de mi madre se quedaba fija en el teléfono como si lo convocara para que mi padre llamara. Fueron los tres meses más tristes de nuestras vidas. Tres meses que mi padre estuvo en los calabozos de Sol en Madrid hasta que le soltaron porque en realidad no había hecho nada, solo pensar y hablar. De lo que allí pasó tardé tiempo en enterarme, entonces solo supe que el que volvió no era del todo mi padre, una parte de él se había borrado. Ese verano con la esperanza puesta en el beneficioso cambio, volvimos a pasar del verde al amarillo, pero él no fue más a la mina, ni paseó por el campo sino que se refugió en la oscuridad de la casa. Tampoco encontró consuelo en las noches estrelladas. Le fue muy difícil seguir viviendo. “Misántropo”.
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QUE SE PARE EL TIEMPO Ana Torrecilla
Cuando me he despertado por la mañana tenía tal pesadez de cabeza que me he vuelto a dormir hasta que el despertador ha sonado a los ocho minutos. Ese tiempo me gusta aprovecharlo en la oficina pero hoy mi cuerpo lo necesitaba en descanso. Aun así, mi cabeza formaba una entidad aparte del resto del cuerpo, he necesitado agua fría en la ducha para hacerla reaccionar. Para cuando he salido de casa ya me encontraba mejor, así que he ido al metro pensando que todavía estábamos a martes y todo el trabajo que tenía pendiente. Me interrumpen tanto con reuniones y llamadas de teléfono que apenas si puedo terminar un par de expedientes al día. En un momento, la idea de que el tiempo se parara ha empezado a dar vueltas en mi cabeza. Recuerdo haberme dicho a mí mismo que sería algo estupendo porque podría terminar todo el trabajo que tengo sin hacer desde hace semanas. Y en esto estaba cuando, al salir de la boca del metro de San Mamés, sin querer, he tropezado con un hombre pidiendo limosna. No me ha dicho nada, sólo me ha mirado con sus enormes ojos azules y ha extendido el brazo hacia mí para que le metiera alguna moneda en el vaso de plástico que sujetaba. Normalmente no suelo hacerlo pero después del traspié, aunque me he disculpado, he sentido que era mejor darle algo. Él me ha sonreído y me ha dicho que mi deseo estaba cumplido. He de reconocer, algo bastante inusual en mí, que me ha llamado la atención el azul de su mirada, pero he salido corriendo, que esta mañana ya tenía demasiado tiempo perdido. Al entrar en la oficina, he ido directo a mi despacho y he trabajado sin interrupciones toda la mañana. Como estaba a gusto, he podido terminar todos los expedientes e incluso dejar preparados los del resto de la semana. Y cuando ya he notado algo de hambre ha sido cuando he mirado mi reloj: «qué raro», he pensado, «las nueve menos diez, se me ha debido de parar esta mañana.» Tenía el móvil apagado y al reloj del ordenador no le hago caso porque, a veces, se queda con horarios internacionales, así que como intuía que ya sería la hora de comer me he puesto el abrigo y he ido hacia la entrada. En el pasillo, Jorge me ha dado los buenos días y Carmen me ha preguntado si se me había olvidado algo. — ¿A qué te refieres? –le he dicho, pero ella ya no me ha escuchado porque le ha sonado el teléfono y ha entrado en su despacho. Al fijarme en el reloj de la entrada me he quedado realmente sorprendido porque marcaba las nueve menos diez y el hecho de que dos relojes se paren a la misma hora en la misma mañana me ha parecido demasiado casual. Además, sé seguro que ayer por la tarde marcaba las ocho y media cuando salimos porque como está encima de la puerta siempre me fijo antes de cruzarla. — Martes, y para todo el día –me ha dicho Jaime cuando me ha visto mirando el reloj–, ese reloj debe estar mal, ¿qué hora tienes? –le he preguntado y cuando me ha respondido: –— las nueve menos diez, exactamente –ha debido de notar que se me ha ido el color de la cara. —No puede ser, si llevo toda la mañana trabajando, –Jaime se ha limitado a sonreírme y yendo hacia su mesa ha dicho: –tú como siempre tan bromista. De repente, me ha dado por pensar que me ha jugado una mala pasada la cabeza y he vuelto a mi despacho, pero era cierto lo que yo pensaba, había terminado con todos los expedientes que tenía 23
sobre la mesa. «Esto sí que es raro, y ¿ahora qué se supone que tengo que hacer?» Me he quitado el abrigo y me he vuelto a sentar, he buscado el horario español en el ordenador y cuando he visto otra vez la misma hora que seguía marcando mi reloj y ahora también mi móvil he decidido dejar que pasara algo de tiempo para hacer una última comprobación. Después de leer un rato las noticias por internet le he llamado a Carmen por teléfono. — ¿Sí? ¿Qué quieres, Iosu? — Carmen, ¿me podrías decir qué hora tienes? — Las nueve menos diez, hoy he conseguido llegar a la oficina antes de las nueve porque los niños han ido al colegio con su padre. — ¿Pero no te parece que es como si llevaras ya un rato trabajando? — Pues ahora que lo dices sí, es algo raro, acabo de llegar pero me ha dado tiempo de leer toda la correspondencia. A veces me paso hasta media mañana antes de conseguir terminarla entre llamadas y atención a los clientes. Qué bien, tengo la sensación de que hoy voy a poder adelantar mucho trabajo. Si no necesitas nada más te dejo que tengo mucha tarea. He pensado que un café me vendría bien para aclararme y como los relojes seguían dando la misma hora he salido a la cafetería de al lado. — Buenos días Iosu, ¿no has tenido tiempo del café esta mañana? –me ha preguntado Carlos, el dueño. — Buenos días, ¿tienes hora? –aunque ya me sabía la respuesta porque la televisión estaba encendida y se veía la hora en la pantalla. — Son las nueve menos diez, ¿te pongo un cortado? Y mientras tomaba el café trataba de entender lo que estaba viviendo, una nube de ideas se arremolinaban en mi cabeza. He pensado que ayer antes de acostarme los relojes estaban en hora, también me he acordado del despertador, cuando ha sonado las dos veces estaba en hora, incluso he cogido el metro en hora, entonces me he acordado del señor de los ojos azules. Ha debido de ser sobre esa hora cuando me he tropezado con él. Y sus palabras han vuelto a mí: “tu deseo está cumplido.” Estaba siendo todo muy raro y tal vez ir a hablar con un mendigo no fuera una buena idea pero era la única pista que tenía, así que me he despedido de Carlos y he ido hacia la entrada del metro de San Mamés a ver si seguía allí, sin tener claro qué le iba a decir y cómo iba a reaccionar. Le he encontrado donde le he dejado y me he dirigido directamente a él: Hola, ¿tú tienes algo que ver con los relojes parados a las nueve menos diez? Y, me ha vuelto a sonreír. Nos hemos quedado mirándonos un momento hasta que él ha dicho: — Se ha cumplido tu deseo. Apenas sin entender lo que estaba sucediendo y sin pensarlo dos veces le he dicho con tono de exigencia nerviosa: –Quiero que todo vuelva a estar como estaba antes de encontrarte esta mañana. 24
Y, sin dejar de sonreír, como si realmente el control del tiempo estuviera en su mano me ha respondido: — Os pasáis la vida fabricando deseos, hoy has sido elegido para ver cumplido uno de los tuyos, se te han abierto infinitas posibilidades y, en vez de venir a agradecérmelo, lo que haces es ordenarme que te quite lo que te he regalado. En ese momento, le he dicho: — Tienes razón, lo siento, reconozco haber deseado que el tiempo se parara, aunque era un deseo sin destino, no he pensado bien lo que podría suponer que se cumpliera. Te pido disculpas y te agradezco la oportunidad que me has brindado pero no estoy preparado para los cambios que pueden venir de semejante deseo. Por favor, haz que todo vuelva a la normalidad. Él me ha guiñado un ojo y me ha vuelto a extender el vaso de plástico así que, tras echarle un billete de veinte, me ha dicho: — Tu deseo ha sido concedido. De nuevo le he dado las gracias y me he dirigido a la oficina con calma. El reloj marcaba las nueve cuando he atravesado la puerta y antes de llegar a mi despacho ya estaba sonando el teléfono como cada mañana. Jamás hubiera pensado que me iba a alegrar tanto volver a mi rutina. No sé muy bien lo que ha sucedido, si no fuera porque tengo los expedientes terminados pondría todo en duda. No hago más que pensar en qué es lo que habría pasado si hubiera dejado el tiempo parado, qué locura de deseo, ¿cómo se me ha podido ocurrir una cosa semejante? Pero, ¿ha ocurrido realmente o me lo he imaginado y dejé ayer terminados los expedientes? Me han llamado para una reunión así que voy aparcar este tema al que no consigo ponerle un punto de cordura. Una cosa es segura, a partir de hoy, cuando algún deseo me ronde, analizaré bien sus consecuencias.
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TRES ESTACIONES Y EL VIENTO Isabel Bilbao Ortiz de Guinea
OPERA - PARÍS Estoy en la capital del amor. He seguido el camino más recto. Digo, he seguido, por no decir que ha sido el viento quien me ha trasladado. Me he dejado guiar por su estela. He volado en sus rachas. Me he metido en sus brisas. Durante la noche el viento ha ululado sin parar. Chocaba contra las paredes de la casa sin producir mayor sonido que el de las puertas mal ajustadas: tac-tac-tacatac. Unos golpes discontinuos, que son los que te despiertan, los que por su rudeza, no te dejan dormir. No es culpa del viento. Él es suave y se mece. Mece los árboles, los bambolea, los agita, los hace rugir. Son los árboles al agitarse, los que al desprenderse del agua del rocío que está impregnada en sus hojas, chasquean unas contra otras. ¡Es bello disfrutarlo! ¡Pura magia! Aunque también sea magia estar arropada en la cama y acurrucarte un poco más mirando… ¿Qué? En la oscuridad de la noche, ¿qué? Nada. Porque es el sentido del oído quien tiene que percibir y el de la imaginación, describir. Pues al amanecer de este día voy, como es habitual al tren o metro o la unión, “metropolitano”. Llevo mi paraguas, porque es algo que va pegado a mí. El norte me da un sopapo que procuro soslayar, pero mi cabeza se ha convertido en un remolino de brazos que se extienden de un lado hacia otro. Vamos, que tengo cinco molinos en la cabeza y mis pelos son las aspas que bailan al capricho del viento. Con la cabeza ligeramente inclinada me tropiezo con un chico grande y fuerte. Ni nos miramos, ni nos disculpamos. Soy más baja, más menuda, más edad. No tengo gorro, ni cascos en los oídos, tengo paraguas. Él tiene mucha agilidad porque baja las escaleras del Metropolitain de dos en dos y desaparece por las galerías cuando aún yo, estoy en la mitad. Miro las paredes y la bóveda del túnel llenas de grafitis con colores chillones. El viento recorre las galerías sin que ningún sonido lo delate. Solo las faldas de las mujeres, las viseras de los hombres y el andar con los cuellos levantados de todos en general, hace percibir que algo te roza, te acaricia, te acompaña y guía por esos túneles que están pintados de grafitis y que tienen que tener salida y entrada, porque el viento… ¿hacia dónde va? El tren pintado de azul llega soplando, chirriando, acrecentando los murmullos del andén. Nos acercamos al borde, queremos entrar los primeros. Me siento frente a tres chicas, que con los móviles y auriculares en las orejas, ni me miran. Tres personas están apoyadas en la puerta, enfrente. Una de ellas, pasado el primer momento se sienta junto a mí. Le hace un gesto a otro posando la mano en el hueco libre. Las chicas levantan la vista, se miran, se medio sonríen y agachan la cabeza ensimismándose cada una con su móvil. El metro sigue con su traqueteo y nos hace movernos ligeramente de un lado a otro. En las chicas se nota muchísimo porque se chocan, se ríen y miran al chico. El chico a mí, ni me roza. Pone los codos sobre las rodillas y les dice “¿hacia dónde vais?”. Ellas se miran, las risitas inun26
dan el espacio abierto del vagón. Juntan las manos, se retiran el pelo de cara, se mueven, aprietan los labios, se los humedecen y como el susurro de la brisa contestan “hasta Opera”. Otro susurro dice algo que no entiendo, solo veo la espalda del chico como una gran muralla. Me he quedado en la esquina de un asiento de tres. Las manos del chico hablan cogiendo el móvil, rozándole los dedos. Al dárselo reteniendo la mano. Las risitas de las otras dos, son el canto de las hojas de los árboles movidas por la brisa. La chica se retira el pelo de la cara y se acerca. El chico la besa. Ya no es la brisa, es un viento fuerte que hace moverse las ramas. Que tintinean los roces que son las risas y… “Opera” digo y me levanto de un salto. Cuatro pares de ojos me miran. Una lluvia de sorpresas. “¡Eeeeehhhhh!” dicen a coro. Y como un coro que todos aúnan al mismo tiempo, se plantan en la puerta. Tengo al otro chico resoplando detrás mí. En cuanto salimos del vagón, se une al amigo y a las chicas. Les sigo porque llevo el mismo camino. Son un quinteto, unas veces armónico, desacompasado otras. Las chicas lucen las siluetas de sus piernas embutidas en unas mayas. Los chicos con vaqueros y gorros, intentan amoldar el paso. El teatro de Opera con su neobarroquismo, me deja ver, sentir y oír al viento que ajeno a todo, rachea la plaza y levanta las falditas de las chicas y aleja los gorros de los chicos, produciendo un vendaval de risas y grititos. Yo, a media escalera, me preparo para enfrentarme a la lluvia y al viento. VICTORIA - LONDRES Lluvia, viento, humedad, caras largas, hombres largos, pasos marciales, brazos al viento. Coches encapotados, trolebuses, perrazos, perros, perritos. Y cada uno, tanto personas como vehículos de cuatro ruedas tienen un destino. Saben hacia dónde dirigirse. Yo quiero un metro y no lo encuentro. Mi cabeza me repite “please! please!” y los latidos de mi corazón me responden, “ni plis ni plos”. El viento me pega en la cara insistentemente. Eso que llevo una bufanda que casi me tapa la nariz. Imposible abrir el paraguas. Es un adorno sobre mi brazo. Underground. Leo en un letrero. ¡Ya está! ¡Es mía! Y giro. Giro todo mi cuerpo para chocarme de lleno con un inglés, alto, delgado, con paraguas abierto y con unos pies como abarcas. Me descoloco del todo. Mi cuerpo retrocede dos pasos y los dos metros de sus brazos me sujetan. Nos miramos. Se lleva la mano a la cabeza e inclinándola ligeramente, da por terminado el episodio. Victoria es el nombre de la estación. Con su amplitud me acoge y los latidos del corazón se van acompasando. Las cristaleras del techo, azotadas por el viento, chirrían con las pequeñas piedrecillas y palos que se acumulan en los recodos. Todo queda amortiguado por el ir y venir de las gentes, las conversaciones, las telefonías, el arrastre de equipajes… los trenes. Me coloco junto a la puerta que no se abre. Estamos unos contra otros, tocándonos, casi sujetándonos. El tren se pone en marcha y nuestros cuerpos se desplazan ligeramente para volver a coger la posición. Las paradas se suceden, se abren las puertas, sale gente y entra nueva. Cada viaje, movemos los hombros porque tenemos mayor espacio. Un espontáneo con una guitarra en mano, se apoya junto a la puerta y empieza a entonar una canción. No es Chabela Vargas, pero si se reconoce la melodía. 27
Una pareja que está frente a mí, mira embobada. Él, etiquetado dentro de un traje que le cae un poco grande. Ella, juvenil y deportiva. Él, sujetando lo que cree de su propiedad. Ella, bebiendo las palabras de la canción que salen carrasposas, arrastradas, con cadencia sensual “…ponme la mano aquí Macorina, ponme la mano aquí…” El espontáneo, un chico grande y macizo, mira a la chica. Le canta. Le dedica la canción a ella, aunque esté destinada a la escucha de todo el vagón “…tu boca una bendición…” La chica sonríe y se gira hacia su chico con complicidad. Él, la estrecha en un abrazo. Yo miro. Ni una brisa corre, solo el rasgueo de la guitarra y la voz del espontáneo “…como guitarra en tensión, tu ibas temblando, temblando…” El último acorde de la guitarra da paso al tintineo del dinero que cae sobre el gorro del espontáneo. Y yo, testigo de la mirada fugaz que cruza con la chica. Cuando salgo por la boca del undergound me resulta gratificante el viento. Es un viento liberador de tensiones. No llueve, así que él se desata con brusquedad. Las marquesinas de los trolebuses están a rebosar de gente que se cobija. Quizás esperando, como en la canción, “…el amanecer que de mis brazos te lleva…” y yo con esa cadencia me dejo llevar por el viento. SAN NICOLÁS – BILBAO Ha vuelto a llover durante toda la noche, pero ha sido un sirimiri dulce, cálido, asustadizo. Con las luces del día, percibo cómo una ligera brisa le hace mecerse de un lado a otro. La gravedad se pierde mirando la racha de agua que me viene encima, mis ojos me engañan y me hacen ver minúsculas chispitas que se posan en mi chaqueta con una delicadeza exquisita. ¡Tanta! Que allí se quedan, quietas, chispeantes, movibles cuando otra, y otra, y otras muchas más se van juntando, uniendo, sin romper la cadena de esas pequeñas burbujas que no se rompen… que descansan hasta que consigo abrir el paraguas y empiezo a caminar. El tren se me escapa. Es una culebra lustrosa y silbante que sisea… sí, siempre sisea, llueva o no llueva. Me gusta mirarlo desde el puente que atraviesa las vías. Me gusta pensar el rato largo que va paralelo a la ría. El trecho corto que pasa de una orilla a otra por debajo de su lecho. El siguiente tren llega soplando, soltando agua por los laterales redondeados, al reducir la marcha. Los focos delanteros de la máquina que parece que miran. Y llegan como un viento huracanado para el endeble sirimiri. Mi paraguas también se bambolea un poco. Antes de entrar al vagón lo sacudo. Entro chorreando, porque si una cosa queda visible, es que estoy hundida. Me hacen un hueco. Intento posicionar el paraguas, que cerrado y en vertical, es un grifo con un hilillo de agua y mi zapato es el estanque donde cae. Coloco bien el bolso sobre mi hombro. Me agarro a la barra central de la entrada. El tren arranca y poco a poco, voy mirando a la gente que me rodea. Estamos unas siete personas de pie y ocho sentadas. Las que están de pie, hablan, se miran, sonríen, se mueven… los que están sentados, unos manejan el móvil, otros leen y dos chicas rebuscan en una mochila que tienen sobre sus rodillas. Nadie me mira. Yo estoy mirando a todos… ¡ZAAASSSSS! ¡ZAAAASSSS! El tren, convertido ya en metro se para en el túnel, nos pilla a tras bolillo y es gracioso. Resulta que todos nos hemos apiñado en el mismo sitio. 28
Los que estaban sentados han encogido las piernas, los que estábamos de pie, hemos extendido los brazos al caer sobre ellos y la mochila de las chicas nos ha descubierto sus secretos. Todos nos miramos. Todos estamos sorprendidos. Todos medio sonreímos. Todos nos volvemos a mirar. Todos… nos medio disculpamos. Se han cerrado los libros, los e-books, los móviles. Somos conscientes que estamos unos junto a otros y nos vamos separando, buscando nuestro espacio. La voz átona de los mensajes ferroviarios nos dicen que “…disculpen las molestias…” Cuando el metro vuelve a ponerse en marcha ya estamos preparados para el arranque. Entramos en la estación con suavidad. Se baja mucha gente. Entra nueva y las conversaciones empiezan. Comentan que el túnel se ha inundado un poco y por eso el metro lleva retraso. Que la lluvia es una “mierda”, tanto llover, tanto llover. Que los paraguas son un “trasto”. Un hombre dice entre risas que es un “instrumento infernal”. Un chico con una guitarra, le contesta que será un “elemento”. Y el hombre le dice que sí, que “qué más da”. El chico se ríe mirando a una chica y le guiña el ojo. El hombre se queda mosqueado. Un chico grande y macizo se revuelve un poco. Levanta los brazos molestando a los que tiene al lado y se pone unos cascos para escuchar una música que invade todo el vagón. Todas las conversaciones se paran. Todos lo miramos y él, no mira a nadie. Una voz de mujer, potente y enérgica le dice que baje el volumen, que está molestando. El chico la mira sorprendido. Por un momento la tensión se palpa. No pasa nada, pero es un cruce de miradas que impacta. El chico levanta los brazos y hay una pequeña reacción a su alrededor. Se apartan ligeramente. Se quita los cascos, los guarda con parsimonia en el bolsillo y apaga el MP3. Las miradas se vuelven a cruzar, pero esta vez, él retira la vista el primero y recorre todo el vagón. Volviendo a mirar a la señora le pregunta si está contenta. Nadie contesta y seguimos mirándonos unos a otros. En la siguiente estación el chico se baja. Es gracioso, me da la impresión de que ha dejado mucho espacio. El chico de la guitarra también lo percibe. Se la cuelga al hombro y comienza a cantar mirando embelesado a la chica. Acompañando sus palabras con pequeños gestos “…porque te quiero te quiero…” y los labios se fruncen mandando un beso. Ella, juvenil y desinhibida, lo atrapa con la mano y se lo lleva a la boca, “…llorona…” canta el chico mientras su cuerpo se inclina hacia ella. Una risa divertida y sofocada por la mano en la boca, hace que el compartimento se llene de sonrisas, “…quieres que te quiera más…”. Es tan bello y exquisito lo que está pasando que recorro el vagón. Sonríen. Que fácil ha sido pasar del disgusto a la alegría. Estoy llegando a mi parada. Miro a la señora que antes ha llamado la atención al otro chico y que ahora está junto a la puerta. Parece ajena a todo. Voy hacia la salida recorriendo los pasillos, las pasarelas y salgo por San Nicolás. El viento es huracanado. La dulzura del vagón del tren ha terminado en vendaval al salir a la calle. Los peldaños de acceso, lucen lustrosos con la limpieza del viento. El Arenal está despejado, ninguna caseta entorpece la fuerza de las ráfagas. Los adoquines del suelo brillan con el agua. Los árboles rugen como gigantes desnudos que piden sus trajes, que exigen la calma. La ría se agranda. Se crece. Se enerva. Se subleva saliendo del cauce, desbordándose a derecha e izquierda. Inundando los bajos de las lonjas, sin darse cuenta de que es el viento y no ella quien controla. El Teatro Arriaga, construido en memoria de un genio músico que murió a los veinte años, queda aislado con la marea. Rodeado por las aguas que agitadas por el viento le hacen aparecer como un risco inalcanzable. El viento arremete contra él y arremete contra las olas, las levanta, las frena en su avance y las rompe formando crestas espumosas que se diluyen 29
como una gran cola de encaje de un vestido de novia. Caen y lamen las bases, se retiran y acometen nuevamente; los canalones del edificio son pequeùos manantiales; los cristales de las ventanas lloran; los balcones, estanques. Y la arena‌ la arena que es la que ha dotado de nombre a la plaza, no existe, el viento se la ha llevado.
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LA NIÑA DE LA SIMA José Manuel Rodríguez
Las guerras, aunque hayan terminado, siempre traen secuelas sobre todo para los niños, y más si son hijos de perdedores. Tito se quedó solo con su tío. Su padre se fue al monte por miedo a que lo encarcelasen. Era del comité de barrio del partido comunista y a su mujer, como nunca quiso dar noticias del paradero de su marido y de algunos más que se fueron al monte por miedo a que los fusilasen, la llevaron presa a la cárcel provincial de Santander. Pedro, el tío de Tito, estuvo en el ejército republicano, dicen que fue sargento, pero no lo pudieron demostrar. Un día desertó con todo el equipo y lo escondió en el monte, en sitio seguro por temor a que registraran su casa y encontrasen indicios de su pasado, no tenía afiliación política pero como era un gran estratega y conocía el monte lo habían hecho sargento. A Tito, con frecuencia le llamaba al cuartel un sargento de la guardia civil, mala persona, la gente le llamaba el Malambre, quien dijo que mandaría al paredón a todos los renegados que habían colaborado con la república. Un día llamó a Tito, lo acompañó su tío. El sargento presionaba al niño preguntándole por el paradero de su padre y como Tito siempre decía que él no sabía nada aquel día intento asustarlo, le amenazó con colgarlo de una viga y como no se asustó le dio una bofetada. Su tío se lo llevó para la calle y Pedro le dio a Malambre con la puerta en las narices, un fuerte golpe que le rompió las gafas y lo dejó tendido en el suelo sin conocimiento. Entonces cogió al niño y huyeron para el monte a la carrera, un gran monte, el Saja, que conocía muy bien; sabía de todas las cuevas y guaridas de osos a los que perseguía cuando destrozaban algún colmenar. Eligió una cueva seca y protegida que ya conocía. Dejo allí al niño y regresó al escondite a recoger el equipo que había escondido: dos mantas, mochila con ropa y los cacharros de aluminio que usaban en campaña, pistola con munición y un hacha. Lo primero que hizo fue recoger hoja seca y helechos y preparar un buen lecho para el niño. El segundo día llegó una cierva a refugiarse, muy asustada, a la que perseguía un oso; estaba manchado de sangre. Lo mataron de un disparo y a la cierva no la dejaron que se fuera, la ataron con una cuerda. Tenía la ubre abultada como si tuviera leche que les podría venir muy bien. Al oso lo desollaron, la piel la guardarían para el invierno y la grasa fundida, para una lámpara con la que alumbrarse. Tito le traía ramas frescas a la cierva y la cuidaba, y al cabo de unos días ya no se quería ir esperando su ración de ramas frescas. Suponían que el oso le había devorado el cervatillo y por eso se dejaba ordeñar, y ya era un miembro más de la cueva. Los días de niebla hacían grandes fogatas porque no se veía el humo, y después apagaban las brasas con agua, dejándolas para carbón, que no hace humo, para poder cocinar de día. A Pedro le preocupaba la escuela de Tito, así que un día asaltó el estanco de un pueblo con la cara pintada para que no le conociesen; les extrañó mucho que solo se llevara cuadernos, lapiceros, cerillas y un parchís. En Cabuérniga, el pueblo de donde era Pedro, Juan, amigo de Pedro, vivía con Sabina, su nieta a la que la tuvo que recoger tras la muerte de sus padres. La madre salía a la mar en Liencres a coger mejillones y percebes para poder sobrevivir porque su marido falleció en el incendio de Santander, en el 31
huracán del cuarenta y tres. Y un día, a la madre de Sabina, una ola la llevó a la mar y la arrojó a la playa a los tres días. La señora Claudia vivía sola y le arreglaba la casa a Juan y a la niña, a la que quería mucho, tenía a Sabina como a una princesa. La niña era muy hábil para todo y acompañaba a su abuelo a pescar al rio Saja y algunas veces al monte. Juan se hacía una idea de por dónde se podía esconder Pedro con el niño, conocía el monte y quería informarle de que iban a trasladar al sargento a Zamora, así que cogió la caña de pescar para disimular y se fue para el monte con su nieta Sabina. Ya en la zona de las cuevas, encontró una sima que tenía una plataforma de madera con una polea y se metió a investigar por si Pedro tenía alguna relación con aquello, pero alguna de las cuerdas estaba podrida y cayó al fondo de la sima. Sabina empezó a dar gritos llamando a su abuelo Pedro que no estaba lejos al oír gritar a una niña llegó rápido, y cuál sería su sorpresa al ver a Sabina. Intentó calmarla, la estrechó en sus brazos y le dijo que ya sabía que era muy valiente, pero que de aquella sima nunca salió nadie, que era muy profunda y en el fondo había una corriente de agua que se los llevaba, y que aquella polea la pusieron cuando intentaron rescatar a un espeleólogo, pero fue imposible. Se llevó a la niña al refugio aunque Sabina no quería dejar a su abuelo en aquella sima. En el pueblo se preocuparon mucho por la desaparición de Juan y su nieta. Claudia dijo que los vio partir con la caña de pescar así que los buscaron durante dos días en el río Saja sin encontrar ningún rastro. Tito se quedó muy sorprendido al ver llegar su tío con la niña y se alegró porque podrían jugar al parchís y dibujar, le cedió su cama y empezó a recoger helechos para hacer otra para él. Sabina le dijo a Pedro que su abuelo tenía algo importante que decirle pero no sabía qué. Entonces, Pedro esperó el paso de un arriero que hacía la ruta de los Fara montanos al que le solía comprar cosas para Tito. Al arriero lo había amenazado con la pistola y había jurado que jamás contaría que lo había visto. Cuando se encontraron le pidió que averiguase algo sobre el sargento de la guardia civil. Cuando el arriero regresó hizo sonar una trompeta que llevaba para anunciarse y salió Pedro de su escondite. Le contó que el sargento se había ido a Zamora y que había venido un cabo que parecía buena persona, que algunos ya habían bajado del monte. Sabina era muy hábil en el monte, con la caña del abuelo y un cebo cogía alguna becada que se tragaba el anzuelo y daba para una buena cazuela. Mimaba tanto a la cierva que al final la montaba como si fuese un burro. Tito estaba celoso de la niña, un día pelearon y quedó encima pero Sabina le dio tal mordisco en el pecho que parecía que lo habían marcado con una herradura. Pedro, una noche, bajó al pueblo a casa de un amigo de confianza. Éste le contó que el cabo revisó una lista en la que estaban los amenazados del sargento y comprobó que nadie tenía delitos importantes, solo haber luchado en otro bando, y que él no tenía atribuciones para juzgar a nadie y que era mejor olvidar el pasado, que sería bueno para que el pueblo volviese a la normalidad. El amigo de Pedro le contó al cabo lo sucedido entre el sargento y el niño cuando huyeron del cuartel, y dijo que el sargento a lo mejor se lo merecía, y que él no tenía nada de la comandancia contra Pedro. Con aquella noticia Pedro se planteó regresar al pueblo, pero Sabina no quería abandonar la cierva así que es de imaginar el revuelo que se armó en el pueblo cuando apareció Pedro con los dos niños y Sabina montada en una cierva. Todos lamentaron la muerte de Juan, le apreciaban mucho. Claudia se volvió a hacer cargo de la niña, aunque Sabina tenía la casa de sus padres, pero 32
las dos juntas estaban mejor y la niña necesitaba protección. Claudia se lamentó mucho de que Juan la hubiese engañado de aquella forma. Los padres de Tito en poco tiempo regresaron, ella de la cárcel y él del monte. Los niños se fueron haciendo mayores y el tiempo pasaba sin poderse olvidar el uno del otro. Se los veía juntos por el pueblo y la gente decía que hacían una bonita pareja. Un día Tito le dijo a Sabina si no le haría ilusión volver a visitar la cueva donde vivieron un mal recuerdo. Sabina le dijo que para ella no era un mal recuerdo, que por eso lo conoce tan bien. Yo sola no sabría ir, encantada de que me acompañaras, contestó. Cuando llegaron a la cueva se dieron un abrazo como si hubiesen regresado a casa. Recordando cosas, Tito, bromeando, le dijo que ya no la vencería tan fácilmente en una pelea como aquel día tiempo atrás. Pues prueba, le contestó Sabina, yo también la recuerdo pero te prometo que ya no muerdo. Tito nunca ganó una pelea con más facilidad y con resultado más feliz. Allí sellaron un amor para toda la vida.
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QUEMEQUEDA Miguel Parra
Apareció en el pueblo como albañil de la contrata que se ocupó de las obras de adecentamiento del mercado y se sintió tan a gusto que terminó por quedarse. Decía llamarse Pietro y ser italiano. Se consideraba merecedor del título de geómetra, que era como decía que les llamaban en su tierra a los aparejadores y comenzó a ganarse la vida con las chapucillas que nunca faltan en los pueblos. Un tiempo después, sentó plaza en el ayuntamiento como “Operario de Oficios Múltiples”, lo que le dio una seguridad económica y una cierta autoridad ya que tenía estatus de funcionario, ocupándose de las pequeñas reparaciones del municipio como, por ejemplo, de sustituir las bombillas de las farolas, poner las placas con el nombre de las calles e, incluso, ejerciendo de enterrador. Era bien aceptado por la vecindad, aunque le consideraban un poco excéntrico. En las fiestas patronales era el factótum, resultando imprescindible en todos los actos, ya fuera la misa mayor (preparando el estrado de las autoridades), las verbenas (engalanando la plaza), el encierro de las vaquillas (montando las barreras), etc. todo lo cual aumentaba su popularidad entre los vecinos. Fuera de estas situaciones concretas, su vida era tranquila y más bien descansada y como no era amigo del juego ni de las tabernas, se dio al estudio de arcanos y misterios. Se declaraba seguidor de Fibonacci y a todo el que quisiera escucharlo le disertaba sobre la serie numérica que éste había descubierto y su relación con la “Proporción Áurea” y las leyes de la naturaleza que rigen, por ejemplo, la forma de la concha de los caracoles. Después, amplió horizontes estudiando numerología y de ahí pasó a la cábala, la gematría y el notaricón. Con el paso del tiempo construyó un laberinto mental que solo él entendía y del que su pensamiento no podía salir. El punto culminante fue cuando tuvo una revelación: La vida de todos los seres vivos, tanto animales como personas, tenían una cantidad tasada de acciones, ya sean pasos, digestiones, respiraciones, etc. La muerte no era sino la consecuencia de haber agotado el cupo de ellas. Entonces se empeñó en cuerpo y alma en el estudio de estas cantidades y terminó por descubrir –según decía– la fórmula de su cálculo, que se basaba en la historia particular de cada uno, su genealogía y su nombre, amén de un sinnúmero de otros condicionantes de menor repercusión. Conseguida esta ciencia, empezó a referirse a los animales domésticos con profecías más o menos previsibles: — María, a tu capón no le queda ninguna Navidad; no verá amanecer el día de San Silvestre. — Braulio, la mitad de estos corderos llegarán al invierno, que les quedan suficientes días de pacer; la otra mitad, no pasan de Pascua. Con el tiempo, su fiebre profética le llevó a aplicar sus dotes a sus convecinos, amonestándolos en relación con su futuro: — Ten cuidado, Casimiro, que sólo te quedan 173.635 golpes de azada. — Y tú, Remigio, vete pensando en traspasar la taberna, que nada más tienes que servir 3.134 frascas de vino más… y eso, si no juegas antes las 798 partidas de tute que aún tienes que jugar. Pasado el estupor inicial, los vecinos atribuyeron el asunto a una chaladura del buen hombre y 34
optaron por tomarlo a chirigota; los más atrevidos, se chanceaban y uno le preguntó: — A ver, Pietro, ¿Cuántas novias me quedan? Él se tomaba muy en serio estas cuestiones y, después de meditarlo profundamente, decía: — Novias, de las de casar, dos; la que tienes y otra, pero no vayas a por más, que te quedas por el camino. Tanto le siguieron la gracia que le pusieron el mote de “Quemequeda” y así era conocido por los vecinos. Con todo no es ocioso señalar que el guasón que le había hecho la pregunta se casó con la siguiente –y por lo tanto, última– novia. La vida del pueblo continuó sin sobresaltos hasta que un día murió inopinadamente Zenón, un vecino de mediana edad que parecía rebosar salud. En el funeral, alguien comentó que el verano anterior, Zenón le había preguntado a Quemequeda cuántas cosechas de Rioja le quedaban y éste le había dicho que sólo una, aunque no se le dio importancia al comentario y terminó por olvidarse. Un tiempo después, Joaquín, el Don Juan del pueblo, al final de una cena en la que se comió y bebió en abundancia, le preguntó: — Quemequeda, ¿Cuántos polvos me quedan? Y, tras meditarlo en silencio, éste contestó: — Dos, y no tres. A Joaquín se le mudó el color y se le quitó la borrachera de inmediato, dio un puñetazo en la mesa y se marchó a su casa sin despedirse. Dos semanas después se supo que no había salido de casa en todo este tiempo sino para ir de postulante a la Cartuja. Otro caso sonado fue el de Ramiro, que un día le preguntó a Quemequeda si tenía que preocuparse por el vino, ya que le gustaba mucho y lo trasegaba en cantidad. — No te preocupes –le contestó– que no te va a faltar vino; te queda más que de sobra. Sin embargo, Ramiro murió al cabo de unos meses y hubo quien le tomó cuentas a Quemequeda al respecto. — Yo lo que dije fue que no se preocupara por el vino y así fue; si me hubiera preguntado por los cortes de pelo, le hubiera dicho que tres, que son los que ha tenido. La situación cambió totalmente con el caso de la Mari, quien en el banquete de su boda le preguntó cuántos hijos iba a tener. Él le respondió: — Dos y medio. La novia se lo tomó a mal y dejó de hablarle pero la cosa no hubiera pasado de ahí si no fuera porque la Mari murió durante el tercer embarazo. 35
El suceso trajo consecuencias porque algunos vecinos empezaron a mirarlo con temor y ya nadie le volvió a hacer preguntas de broma. Incluso el párroco le sermoneó duramente, prohibiéndole que continuara con esas profecías. Él, rechazando sus palabras, le respondió: — No se meta donde no le llaman, reverendo; más le valiera sacar la cuenta de las misas de funeral que le quedan. — ¡Cállate! –contestó el cura, lleno de ira, sin dejarle seguir hablando– no te quiero volver a ver por la iglesia. El cura se marchó con expresión de dignidad ofendida, aunque también es verdad que, al poco, fue el coadjutor quien se ocupó en exclusiva de los funerales. Con todo, aunque nadie le hacía preguntas en público, sí sucedía que en ocasiones, había vecinos que recurrían a él en secreto para saber, por ejemplo, cuanto tiempo le quedaba de vida a un familiar enfermo del que pretendían heredar. Él contestaba siempre, sin prevención ni cálculo –y hay que reconocer que con bastante acierto– pese a lo cual, o quizá por ello, la animadversión de los vecinos fue aumentando. Un día, un vecino le increpó: — Ya está bien con tus profecías. Nos tienen hartos. ¿Cuántas te quedan? Quemequeda lo miró con expresión triste, se dio la vuelta y se marchó con la cabeza baja. Al día siguiente se supo que había muerto de un ataque al corazón.
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MALA SUERTE Juan Iturbe
Bradley Scott sacó el brazo del saco de dormir y miró la hora, la una de la mañana. No había dormido nada, dentro de poco se tendría que levantar y prepararse. De los cinco grupos que se habían reunido para coronar el Kanchenjunga, a él le había tocado salir el último, a las tres, a pesar de que iría solo. Se lo habían asignado sin sorteos ni posibilidad de discusión. Los responsables de los otros grupos no le miraron a la cara. No le importó demasiado, sabía que iba a ser así. Su fama de mala suerte traía consecuencias. Le llamaban Brad “Bad Luck” Scott. Y los sherpas, con su mal inglés, parecían decir “Bad bad luck” Scott, “mala-mala suerte” Scott, como si la diosa Fortuna le hubiese mirado mal no una, sino dos veces. Además, era pariente lejano de aquel Robert Scott que llegó segundo a la Antártida y eso no contribuyó a mejorar su fama, no después de todos aquellos fracasos suyos, como si la fatalidad fuera una característica hereditaria. Aunque al principio el mote le molestó, ahora convivía con él como algo inevitable. El hecho de que ahora tuviera que salir el último era la menor de sus preocupaciones. Y en el fondo, lo prefería. Convertía su expedición en una lucha entre la montaña y él, algo muy personal. Su compañero de expedición, el sherpa Nashwan Putt, se revolvió en su saco, sin llegar a despertar. Bradley le miró de reojo. Era un buen montañero y habían trabajado bien juntos, en este y en sus otros cinco intentos al Kanchen. Habían llegado a conocerse bien y se apreciaban. Nashwan le había advertido que no le acompañaría más allá de donde estaban ahora, el campo VI, a 8.100 metros. A partir de ahí Bradley iría solo. El sherpa esperaría doce horas antes de descender. Si Bradley regresaba en ese lapso de tiempo, bajarían juntos. Si no, cada uno por su cuenta. Era una condición dura pero la aceptó sin una palabra de protesta ni con la oferta de más dinero, habría sido inútil. Los sherpas son un pueblo supersticioso y Bradley le agradecía de corazón que le hubiera acompañado hasta allí. Ahora era cosa suya. Nervioso, se desembarazó del saco, se comió una barrita energética y bebió un trago de agua. Al meter la mano en la mochila sus dedos tropezaron con el cuaderno de viaje. Lo sacó, quitó la goma que lo cerraba y, a la luz del frontal, hojeó sus páginas. Se había prometido, hacía muchos años, completar uno por cada cumbre por encima de los ocho mil metros. Había escrito tres, los correspondientes a los dos Gasherbrum y al Sisha Pangma. Eran muy buenos y tenían de todo: un diario de escalada, algo de guía turística, otro poco de ensayo antropológico y una pizca de reflexiones propias. Únicamente se los había enseñado a Jerzy Golab, el polaco, una leyenda del Himalaya, y éste le había dicho, cojonudos, tío. Bradley, henchido de orgullo, decidió que completaría el correspondiente al Kanchenjunga, una de las cumbres más difíciles, convertida en diosa por los lugareños, y después las publicaría. Fantaseaba con formar parte de la élite, ganarse el respeto de la clase aventurera. Sacudió la cabeza con tristeza, aquel era otro Bradley y otros sueños, ahora caducos. Cogió un lápiz y en la última página del cuaderno escribió: “A Susan y Alberta, con amor. A veces, para conseguir tu sueño, el cielo tiene que darte su permiso.” No sabía muy bien lo que quería decir con eso, nunca había sido religioso, le había salido sin pensar. Ya lo averiguarán otros, decidió. Cerró el cuaderno y despertó a Nashwan. El sherpa abrió los ojos y se desperezó. Con rapidez, se vistió y salió de la tienda. Bradley terminó de equiparse y preparar la mochila. Fuera la noche era tranquila. No soplaba viento, algo realmente nada habitual a esas alturas, y las estrellas brillaban serenas en el cielo. Tampoco hacía un frío excesivo, consultó el termómetro de su reloj de muñeca: menos quince grados. Las condiciones óptimas para subir. Nashwan le hizo una seña, indicándole la dirección hacia la cumbre. 37
Bradley se giró y vio un pequeño reguero de luces diminutas, los frontales de las demás expediciones que ya habían salido, formando una línea discontinua hacia la cumbre. En la oscuridad, asemejaban pequeñas luciérnagas dubitativas, ahora hacia la derecha, ahora hacia la izquierda, atraídas inevitablemente por un punto del firmamento. Era el momento de salir. Encendió su frontal, me he convertido en una luciérnaga, yo también en busca del cielo, pensó, y se despidió de Nashwan. Éste, en lugar del habitual saludo con la mano, le abrazó con fuerza. Era algo tan insólito que tardó unos segundos en reaccionar y devolver el abrazo. Tiempo maravilloso, míster Bradley, esta vez sí, seguro, afirmó con convicción Nashwan. Se fijó en cómo el sherpa había hecho un esfuerzo en pronunciar bien su nombre y no decir “badley”. El gesto lo conmovió, sintió crecer un enorme sentimiento de gratitud hacia el sherpa, esto se llama amistad, se dijo. Agachó la cabeza para evitar las lágrimas. Lo último que Bradley vio fue que Nashwan sacaba las banderas de oración y las ataba a la tienda de campaña. Empezó a caminar. Los montañeros que le precedían habían dejado unas huellas claras y profundas. Las siguió con decisión tras comprobar la dirección en el GPS. Casi de inmediato, se levantó un poco de aire. Bradley lo estaba esperando y, sin pararse, repasó todos los cierres y cremalleras. Se ajustó los tapones de los oídos, las gafas y comprobó la máscara del oxígeno. La cuesta se hizo más empinada, sabía que delante de él le esperaba un largo corredor de nieve, la pared de hielo y piedra y después el espolón final. Los pasos se sucedieron uno tras otro, no muy rápidos. A esa altitud, ir despacio es un seguro de vida. Empezó a sudar ligeramente, el corazón le latía a un ritmo correcto, se sintió optimista. La brisa se hizo un poco más fuerte, suficiente como para levantar un poco de nieve del suelo y que los bordes de las huellas se empezaran a desdibujar a la luz del frontal. Bradley sintió que se abría un hueco en su ánimo, una pequeña duda se coló en su espíritu. Con decisión, la ahuyentó de su pensamiento. Esto no es nada, todavía han de venir cosas más fuertes, te has estado preparando para esto, ánimo. Avanzó cien pasos sin que el aire cobrara fuerza. ¿Ves?, acaso los dioses estén mirando para otro lado, y quizás, solo quizás, sean benévolos contigo hoy. Ojalá, se respondió a sí mismo, y siguió caminando con determinación. Las luces de la última expedición estaban ahora más cerca, les estaba ganando terreno. A este paso, entraremos juntos en la pared. Bradley sonrió para sí, iba bien, muy bien. Una fuerte ráfaga repentina casi le hace caer. Le había pillado con un pie a medio levantar y solo tras haber dado un paso atrás pudo afianzarse y resistir. Se inclinó hacia delante, preparado, pero la ráfaga desapareció tan rápidamente como había venido. Jugando, ¿eh? Apretó los dientes y siguió avanzando. La ventisca subió en intensidad, modulada por una mano invisible. En ese momento, se dio cuenta de que oía el viento. Se agachó y comprobó los tapones. Estaban en su sitio y bien colocados, profundos. A través de la capucha, los apretó aún más pero aún seguía oyendo ese silbido, enojoso y desquiciante. No hago caso, no existe para mí, concéntrate solo en lo tuyo, se dijo. La ventisca arreciaba y las huellas se difuminaban con rapidez. Si las pierdo, mal asunto. Apretó el paso, la cuesta se endureció. Ya estaba sudando a mares y cada vez sentía más frío, calculó que la sensación térmica era de unos treinta grados bajo cero. Cada vez soplaba con más fuerza, cada vez se inclinaba más para poder avanzar, cada paso más corto y más despacio. La pendiente aumentó y la ladera se convirtió en una pared casi vertical, la tenía delante de sus ojos. Se ayudó de los piolets para seguir, clavaba uno con fuerza y tiraba de él para avanzar, daba dos pasos cortos hasta afianzar las botas, clavaba el otro, tiraba de él y vuelta a empezar el ciclo. Le vino a la cabeza lo que su profesor de física del instituto le había explicado hacía muchos años, que el andar no era más que una sucesión de caídas evitadas al dar un paso. Seguir, debo seguir. El viento aumentaba su fuerza y el ruido era ya insoportable. El corazón bombeaba con desesperación y le dolía todo el cuerpo. Abría la boca para respirar pero el aire se negaba a entrar. Conectó 38
la bombona de oxígeno pero no funcionó. Bradley tuvo un momento de pánico, dio otra vez a la llave de paso, y otra más hasta que por fin, la llave dio paso y sus pulmones se llenaron de aire. Inspiró desesperado una y otra vez hasta que el corazón volvió a latir con normalidad. Sabía que no podía desperdiciar el oxígeno, solo llevaba una botella y debía racionarla. La nieve lo atacaba con saña, sentía que cientos, miles de agujas blancas se clavaban en el mono térmico y, como si éste no existiera, lo traspasaban hasta su piel una y otra vez, una y otra vez, al ritmo enloquecedor de un rugido que no paraba. Se limpió las gafas y se volvieron a cegar de inmediato. Visualizó al viento como un gigantesco guante que tenía ante él, impidiéndole continuar. Si tú eres un guante, yo soy un burro, cabezota y desesperado por seguir, veremos quién aguanta más. Otro paso, las huellas se habían borrado hacía tiempo, avanzaba por instinto. Otro paso más, el ruido no existe; alzar un pie, llevarlo adelante, bajarlo con fuerza y comprobar que está bien clavado, inspirar. El otro pie, levantarlo, llevarlo hacia delante, hincarlo en la nieve, inspirar. Una y otra vez. El universo se reduce a esta montaña, esta cuesta, el viento, la nieve, el ruido, seguir, no pararse, avanzar, vamos bien, otro paso, otro paso, otro. Entonces, como la sacudida de un rayo, se acordó. La primera vez que intentó el Kanchen, en el proceso de aclimatación, visitaron el monasterio de Pemayangk. Antes de salir, el lama les invitó a hacer girar los molinos de oración para honrar a los dioses y atraer la buena fortuna. Él fue el único que se negó. Lleno de ideas preconcebidas y con el orgullo de la ignorancia, dijo que eso era una tontería y que él no pasaba por el aro. Al día siguiente amaneció con unas fiebres altísimas y el mismo lama del que se había burlado se encargó de cuidarlo. Entre las brumas de la enfermedad, oyó una y otra vez la misma historia: «Hacía mucho tiempo, en el monasterio en honor a la diosa, un hombre ciego ejercía las labores de portero. Dejaba entrar a los peregrinos a cambio de un pequeño regalo para el templo y era tal su bondad y sencillez que se había ganado la simpatía de todos. Un día, unos ladrones disfrazados de peregrinos intentaron robar las ofrendas de valor pero el hombre ciego se apercibió de sus intenciones y dio la alarma, enfrentándose a ellos. Los habitantes de la aldea acudieron raudos y, tras una breve lucha, consiguieron hacerlos huir. Pero el hombre ciego yacía muerto a los pies de la diosa. Ésta, conmovida, decidió llevárselo al cielo en forma de semidios. Le asignó la tarea de vigilar su refugio, el Kanchenjunga, y hacer huir a todo aquel que se acercara con malas intenciones o no respetara su más íntima morada, la misma punta de la montaña, allí donde el cielo y la tierra se unen. Por eso, todos los montañeros han de respetar a la diosa y no pisar la cumbre.» Bradley, en cuanto se recuperó un poco, echó con cajas destempladas al lama. Pero presa de un último y violento acceso de fiebre, vio en sus delirios la figura de un hombre con los ojos ciegos que lo miraba con el ceño fruncido y le decía que no con la mano. Bradley sintió que un estremecimiento le recorría todo el cuerpo. El frío extremo le hizo volver a la realidad. Le costaba cada vez más respirar y los músculos le dolían con rabia y desesperación. Era momento de descansar, no podía más. Aprovecharía para ver cuánto había avanzado. La pared no debía estar muy lejos. Quedaba en una zona resguardada, el viento no pegaba tan fuerte y a partir de ahí todo sería más fácil. Se sentó con dificultad, de espaldas al viento y consultó el GPS. Incrédulo, se limpió las gafas y volvió a mirar. Había recorrido casi tres kilómetros, mucho más de lo necesario para llegar a la cumbre y volver, pero los había cubierto haciendo grandes eses, sin avanzar prácticamente nada. En las últimas cinco horas apenas había avanzado trescientos metros y subido menos de cien. Consultó el manómetro de la botella, vacío, se había quedado sin oxígeno. No lo conseguiría. Se vio a sí mismo, sentado en medio del torbellino, dentro de un ruido enloquecedor, toda la nieve bailando a su alrededor y arremetiendo contra él. Es la misma situación de las otras cinco veces; se repetía otra vez pero ahora se sentía más vencido todavía, sin ganas de luchar ni siquiera por su vida, vacío. ¿Sería verdad lo del dios guardián? ¿Estoy condenado a no pisar la morada de la diosa, a no poder 39
acercarme? No entendía nada, no le quedaban ya fuerzas, estaba totalmente agotado. Inclinó la cabeza sobre el pecho. Derrotado, ya está, ya lo he dicho, estoy derrotado, aniquilado. Sintió que el viento cedía un poco, la nieve ya no se le clavaba inmisericorde, el ruido se alejaba. Levantó la mirada y los copos que bailaban delante de él formaban figuras que le resultaban familiares. Vio a Susan, su primera novia. Ella solo quería formar una familia y visitar los montes en vacaciones. Lo siento, Susan, yo tenía otro objetivo. Se desdibujó y se formó la silueta de Alberta, a quien conoció en Alpes. Ella entendió mi sueño pero no mi obsesión con el Kanchenjunga, ahí la perdí. Entonces me dije que no me importaba pero me engañaba, no era verdad, te he echado de menos todas los días, todos, no importan los años transcurridos. Lo siento, Alberta. Después vino Jerzy Golab. Esto es increíble, ¿tú por aquí? Cojonudo, tío, le respondió el polaco. Esto es una alucinación, seguro que estoy desvariando ¿no es verdad, colega? Cojonudo, tío. Siempre das con las palabras adecuadas, Jerzy, pero la figura ya había desaparecido. El viento amainaba y los copos flotaban con menos fuerza, el cielo comenzaba a aparecer al fondo. Una última imagen se formó, algo desvaída. A Bradley le costó reconocerla, era Robert Scott, su antepasado. Se alegró. Hola, tío Bob, le dijo, como tú, no he cumplido mi objetivo, quizás mi destino no sea la tragedia de haberlo alcanzado sino la gloria de morir en el intento, si es así, no me importa, mi historia se contará en todos los refugios montañeros y me recordarán. Pero la figura adoptó el aspecto de un hombre con los ojos ciegos, le lanzó una severa negativa con la cabeza y se deshizo contra el cielo. Bradley oyó unos gritos lejanos. La imagen de Nashwan se materializó delante de él. Hola, amigo, me alegro de que me acompañes en mi último viaje, aunque te veo muy bien, no pareces de nieve, balbuceó mientras intentaba alzar la mano y tocarle la cara. Nashwan le agarró de las solapas y lo zarandeó con fuerza. No se rinda, le gritó, luche, saldrá de ésta, pero debe luchar míster Badley. Se lo echó encima de los hombros y lo bajó a la tienda, que se veía muy cerca. El sherpa repetía una y otra vez, qué mala suerte, todas las demás expediciones han logrado la cima, están de vuelta sanos y salvos y él, él… qué mala suerte. Al llegar a la tienda, le puso una nueva botella de oxígeno y llamó por radio para pedir ayuda. Mientras Nashwan se afanaba por bajar al campo base a toda velocidad, Bradley volvió la vista atrás y vio el Kanchenjunga recortado contra el cielo azul, imponente, perfecto, inalcanzable.
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DESAYUNOS “TRANCHES DE VIE” Erica Liquete
Café solo con cuatro galletas María. ¡Pi, Pi, Pi! —¡Mierda, la cafetera! Hoy no puedo llegar tarde, hoy no —exclama Xabi y coge una toalla de esas ásperas con las que casi te puedes exfoliar. Sale corriendo del baño y aparta la cafetera del fuego. Otra mañana más, los manchurrones de café de la placa de la cocina le dan los buenos días. Y por supuesto, el consabido “joder, cómo quema”, no tarda en acompañar al triste café solo con cuatro galletas María. Café con leche y dos mini napolitanas de chocolate. ¡Pi, Pi, Pi! —¡Cinco minutitos más! Amaia apaga la alarma del móvil y se da la vuelta para disfrutar de esos cinco minutitos que siempre se convierten en quince minutazos de más. Sin embargo, esa mañana, los nervios pueden a las ganas de remolonear en la cama y se levanta mientras busca las gafas catapultadas entre las millones de cosas que tiene en la mesilla. Se le hace la boca agua al pensar en las mini napolitanas de chocolate que desayunará y que solo se permite comer en ocasiones especiales. Hurrengo geltokia, Abando. Xabi abre los ojos con el sonido de estas tres palabras: Hurrengo geltokia, Abando. Se levanta del asiento, pisa a la señora de enfrente y sale a trompicones del metro. Como siempre, sigue a la masa de gente que se dirige a la salida de la plaza Circular y se da cuenta, en el último momento, de que su salida es la otra. Vuelve sobre sus pasos a ritmo de la frase popular “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”. En su caso, debe haber pisado un pedregal entero. Saldo insuficiente. Sube al autobús y saluda al chófer con una amplia sonrisa, de ésas que suele utilizar los sábados a la noche para conseguir copas gratis en los bares. Se le ha olvidado la Barik en casa y no quiere pagar el viaje con el billete de veinte euros. El conductor le dice que por un día no pasa nada y le deja colarse ante las miradas de desaprobación de las señoras allí presentes. Cuando llega a su parada, baja del autobús y se despide del conductor con un tajante y firme: Hasta mañana. 41
Pi, Pi, Pi. Tienes un nuevo email. — Egun on, Xabi. ¿Nervioso? –pregunta Amaia. — Sí, un poco, aunque los dos sabemos que te van a elegir a ti. Yo soy muy lento escribiendo los textos para la web, y además, son los artículos que menos visitas reciben. — Bueno, no te precipites que yo no lo tengo tan claro –le contesta, aunque está segura de que el contrato de ampliación de las prácticas será para ella. Se lleva muy bien con Manu, el gerente, y en las últimas semanas le ha felicitado en varias ocasiones por su trabajo. —Por cierto, ¿has visto a Manu? — No, supongo que llegará más tarde. Se sientan delante de los ordenadores mirando la pantalla con un ojo y con el otro puesto en la puerta por la que debería entrar Manu. Pasados cinco minutos escuchan una notificación que se muestra en los monitores: Pi, Pi, Pi. Tienes un nuevo email. De: Manuel Riaño Asunto: Gracias, ya os llamaremos Hola Amaia y Xabi: Me hubiera gustado poder deciros esto en persona, pero una reunión de última hora me ha impedido ir hoy a la oficina. Ya sabéis cómo funciona esto. Siento comunicaros que la dirección de la empresa ha decidido contratar a dos nuevos becarios para continuar vuestras labores. La razón es que el convenio firmado con la universidad que cubre vuestra seguridad social no se puede ampliar y deberíamos abonar nosotros estos costes y ahora no podemos asumirlo. Como bien sabéis, en este momento nos encontramos en una situación económica muy complicada y no podemos cubrir más gastos. De todos modos, os agradecemos la entrega y entusiasmo con el que habéis trabajado durante estos meses y guardamos vuestros currículums para futuros proyectos. Ya os llamaremos. — No me lo puede creer. ¡Después de todo lo que he trabajado! –exclama Amaia. Recoge las cuatro cosas de su mesa y sale corriendo de la oficina. — ¡Espera! No te ralles, son unas ratas explotadoras. No merece la pena cabrearse por esto, el hijo puta de Manu no ha tenido ni la decencia de decírnoslo a la cara. ¡Que les den! — La verdad es que pensaba que me darían a mí la ampliación de contrato. De hecho, había guardado veinte euros para ir luego a comer a un sitio chulo y celebrarlo. — Te propongo un plan: ¿vamos a Lanbide a inscribirnos en el paro y luego a tomar unos potes? Dicen que el alcohol ahoga las penas, ¿no? — Bueno, ya me he saltado esta mañana la dieta con el desayuno. Un día es un día. Los dos jóvenes caminan en silencio pensando en su futuro y preguntándose si el desayuno de aquella mañana se repetirá en su siguiente trabajo: ¿volverán a sufrir este “tranche de vie”?
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MI PIERNA Rita Molina
Madre había pasado un mal embarazo por problemas de riñón, según decían. Le habría convenido comer mucha fruta, pero como era un lujo que no se pudo permitir, así nací como nací. Era una mala época: hambre, frío, enfermedades, y en mi casa, embarazo tras embarazo. Vine al mundo en el último, el anterior había sido de gemelos, mis hermanos Ricardo y Basilio. Ramona, la comadrona que me trajo al mundo, después de tantas veces de atenderla ya era íntima de madre. — Ramona, ¿qué pasa? –le preguntó. — Nada, hija, nada. Descansa. Aprovechando que mi madre cayó en un sopor, y una vez que me limpió, llevándome en brazos salió de la habitación en busca de padre, que esperaba tras la puerta. Ni le dejaron, ni habría querido estar presente en mi nacimiento. — Qué, Ramona, ¿cómo ha ido? — Bien, señor. Pero la niña… Y yo lloraba, berreaba, me movía. Parecía que todo el hambre pasado por madre se había apoderado de mí. Quería teta y más teta. Ramona me puso en los brazos de padre mostrándole mi pierna derecha que era considerablemente más corta que la izquierda y que terminaba en una especie de masa informe donde no se distinguían claramente los dedos y las uñas. Padre no pudo ocultar su desagrado pero, al menos, no había muerto. Quizá más tarde lo hubiera preferido pero en ese momento, no. Ni una lágrima, ni un comentario. Era un buen hombre aunque muy anulado por una madre religiosa y autoritaria que había quedado viuda muy joven y que con mano dura sacó adelante a él y a sus tres hermanos. Me entregó a madre que me cogió en sus brazos, contó mis dedos de las manos y al intentar quitarme la toquilla, padre, no pudiendo contenerse, comenzó a llorar. Algo poco habitual en él. — ¿Por qué lloras, hombre? –le dijo cariñosamente madre. Balbuceando intentó decirle lo que pasaba pero, para entonces, ella ya había visto mis piernitas. Durante un momento quedó aturdida pero con su habitual valentía y sin soltar una lágrima, me puso al pecho y muy bajito, al oído, me dijo: — No te preocupes, pequeña, aunque tu pierna sea más cortita, juntas lo superaremos, ¡ya lo verás! Llamó a mis hermanos, les explicó lo que pasaba y… ¡La vida siguió adelante! Lloros, quejas, gestos repugnantes fueron mis primeras experiencias, quizá segundas, porque, 43
como he dicho anteriormente, la primera fue el hambre. Sin embargo, debo decir que también hubo cariño. Mi madre procedía de una familia también numerosa, era la mayor de doce hermanos. Quedó huérfana muy joven y aprendió a valerse dentro de ese caos familiar. Llamaba a las cosas por su nombre así que no dudó en contarme lo de la piernita. Solía decir: “Al toro hay que cogerlo por los cuernos, siempre de frente”, y así lo hizo. Nací hace muchísimos años, tantos, que los he olvidado. Hoy dicen que cumplo cien años. Estamos aquí, en la residencia, muchas mujeres de diferentes edades. Hoy somos tres las homenajeadas: Puri, la pobrecita ya ni oye pero su vista ya la quisiera yo para mí, a pesar de que, siempre que me ve me dice: — Te ha salido una barbita, quítatela que te hace feo. — Ya lo sé –le contesto airada. — Eh, eeeeh, háblame más alto. La Merche, Merceditas para nosotras, es un encanto, siempre sonriendo con esos bonitos ojos azules. No habla nunca y, a veces, se ríe como una niña tonta. Y, yo. Dicen que estoy la que mejor, quizá sea porque me quieren mucho ya que soy la más antigua de la casa. Es verdad que oigo, que veo, que puedo hablar, pero ¡esta pierna! Tarta, velitas, palabras dulces y cariñosas. Aunque no soy muy dada a las emociones, que siempre las contuve, en esta ocasión, cuando el alcalde me ha colgado del cuello la medalla de mis cien años no he podido reprimir una lágrima ¡Ah, la vejez! Me han venido al recuerdo mis padres. Sé que se querían, aunque, nunca lo demostraron delante de nosotros. Ni un beso, ni una caricia, ni una broma. Solamente recuerdo una en la que madre le dijo a padre: — Oye, Anselmo, ¿tú quién prefieres que muera antes? — Chica, aunque sabes que te quiero mucho, preferiría que fueses tú. Te quiero ¡Qué expresión más bonita y tan poco escuchada en mi familia! Hoy, sin embargo, me la han dicho muchas veces y me han dado muchos besos. No fui a la escuela hasta los siete años. Y madre, entre calzoncillos, sayas y vapores de la plancha, me enseñó a leer. — La “m” con la a, “ma”; la “p” con la a, “pa”... Más adelante utilizaba El Quijote, el único libro de la casa. Me gustaban las historias del caballero andante, de Dulcinea. Yo me soñaba como una hermosa dama de dorados cabellos que con sus largas faldas disimulaba mi defecto o un espigado Don Quijote que con su lanza mataba a todos aquellos que se metieran con mi pierna. Mi casa tenía un largo pasillo y hacia la mitad había un banco de madera oscura. Era muy alto y me daba mucha envidia cuando mis hermanos se subían en él, ya que yo no podía si no me ayudaban. A Basilio le gustaba esconderse debajo de él, y cuando íbamos con las luces apagadas desde el cuarto de jugar o la sala a las habitaciones, agarraba de las piernas a mis hermanos que gritaban y llamaban a mi 44
madre. Yo sentía envidia, pero Basilio no se atrevía a enganchar mi pierna, no sé si por miedo a que me cayera y ganarse una gran reprimenda o porque le daba cierta aprensión tocarme. Solía venir a ayudar en los trabajos de la casa una mujer que a mí me parecía mayor aunque no lo fuera. Se llamaba Hermenegilda. Era menuda, de poco hueso y mucho pellejo; de piel aceitunada y pelo encrespado recogido en un gracioso moñito. Su boca era pequeña y dejaba ver una dentadura maltrecha y con varios huecos. Vivía en un caserío por los montes cercanos y bajaba a la ciudad, acompañada de su burro, con varios objetivos: trabajar, recoger las peladuras para sus animales y, supongo que, por escapar de su casa y de su odioso marido. Tenía varios hijos y una niña de mi edad, Begoñita, a la que a veces traía con ella. Era una niña menuda. Llevaba el pelo recogido en dos preciosas trenzas rubias que eran mi envidia. Siempre con la piel enrojecida, decían que por los buenos aires de los montes. De pequeña había pasado la polio y también cojeaba. A mí me gustaba jugar con ella ya que era de las pocas ocasiones en que me sentía superior aun teniendo el mismo defecto, porque yo era más guapa y un poco menos pobre. Nos disfrazábamos. Jugábamos con mi gato Mimiau que se dejaba vestir con las ropitas de las muñecas y lo paseábamos junto con nuestra cojera por el pasillo de casa.
— ¿A qué jugamos? — A lo que quieras –respondía sin dudar.
Fue una gran compañía en esos años en que todos mis hermanos se iban al colegio y yo me quedaba en casa. Me hizo no sentirme sola y diferente aunque, a veces, me exasperaba su sumisión. Recuerdo su voz: “a lo que quieras, a lo que quieras.” Siempre que Begoñita venía, mi madre (continuamente hablo de ella pero es que padre poco significó en mi vida) se sentía liberada porque yo no demandaba tanto su atención. Llegó lo inevitable: ¡debía ir al colegio! Madre estaba preocupada, pero las monjas la tranquilizaron con que iba a ser muy bien acogida por todas y, sobre todo, por ellas. ¡Qué le iban a decir! Ingenuamente, se lo creyó y cada vez que yo iba con alguna historia siempre se ponía de su parte. La mayoría de mis compañeras me retaban a echar carreras, a subirme a los árboles, a jugar a campo quemado. Yo, con grandes dificultades, me esforzaba pero nunca conseguía sus mismos resultados. Lo que más me hacía sufrir era cuando las capitanas de los equipos elegían a sus jugadoras. Como es lógico yo era la última y, en muchas ocasiones, hubo grandes disputas diciendo que habían hecho trampa. No me atrevía a contárselo a madre y tampoco a padre cuando le veía sentado ante la radio. Sin embargo, a pesar de estas penas, al menos conseguí salir de casa, de ese largo pasillo, de Begoñita y de… Sentía no poder llevar al colegio a Mimiau, pero a la hora de mi llegada siempre estaba fielmente esperándome y me rozaba la pierna, haciéndome olvidarla por momentos. Quise ser profesora pero, ¿cómo me iba a presentar ante los niños con este defecto? Sería el hazmerreír. Me gustaba la arquitectura, eso sí que era imposible ya que no podían costearla y, además, debía vivir en Madrid y a mi madre no le parecía buena idea soltarme de sus faldas. Hasta se me pasó por la cabeza ser monja, suponía, aunque no había sido lo que experimenté en el colegio, que no se reirían de mí. Por fin, encontré mi profesión: enfermera. Y hasta los setenta años en que me jubilé fui sobrevi45
viendo como pude. Tuve buenas compañeras, pero de los médicos puedo decir de todo: quien me trató bien y mal; quien me valoraba por mi buen hacer y quien me detestaba por mi pierna ¡Parecía un insulto a su profesión! Llegué a coquetear con alguno de ellos, pero ahí quedaba todo. Les resultaba repugnante una novia coja. Mi madre había muerto cinco años antes de jubilarme y la pobre mujer no pudo cumplir su deseo de que juntas tomáramos el vermucito del mediodía. La echaba de menos. En el funeral recibí palabras de consuelo de los médicos que me rechazaban y de las amigas del cole que no me habían aceptado. Sé que he tenido muy buenas amigas aunque ya no estén presentes ¡Soy tan vieja! Al volver a casa y encontrarla desierta sentí que algo se abría en mis entrañas. ¡Hasta qué punto no había podido ser yo misma con tanta protección! La lloré, pero mi vida cambió. Comencé a viajar, a salir con amigas, a ir al cine… Sin embargo, una pena siempre me acompañó y me acompaña, el no haber formado una familia. Me gusta salir al jardín de esta residencia, mi casa desde hace varios años. Me siento en un banco al lado de la fuentecilla y entre el sol y el rumor del agua me quedo medio dormida. No sé si sueño o imagino que vivo en una preciosa casita al borde del mar, rodeada de mis hijos y nietos. Pero ensombreciendo este rato agradable, suelo recordar el día de mi décimo cumpleaños. Lo celebré en casa con algunas amigas del cole. En esa época no quería tratar con Begoñita, ya no la necesitaba. Comparada con las niñas de mi colegio me parecía un poco aldeana y, sobre todo, no me gustaba su pierna. Madre me obligó a invitarla y vino acompañada de Hermenegilda. Me trajo de regalo peras que había cogido de su árbol. Ya eso me pareció una ofensa porque nadie traía peras sino juguetes, libros… Begoñita estaba avergonzada entre esas niñas mejor vestidas que ella, y lo más importante, sin defectos, por lo que todo el tiempo se me pegaba como una lapa. — Niña tonta, déjame –le dije– vete con tu pierna a otra parte. — Y tú con la tuya –me contestó. Me sorprendió y quedé terriblemente avergonzada. Nunca se había atrevido a tratarme así y, esta vez, lo hacía delante de mis amigas. Nos enganchamos: le estiré de las trenzas, la insulté, y con un fuerte empujón, la tiré al suelo. Comenzó a llorar y vino madre. Como estaba fuera de mí, tuvo que recurrir a Hermenegilda para separarnos. El resto de las niñas enmudecieron y se fueron hacia la pared. A partir de ese suceso no volví a ver a Begoñita y su madre nunca hablaba de ella. Sé que se casó, que tuvo hijos… y que murió hace unos años porque vi su esquela en el periódico. — Despierta, Maritxu –me dice Puri gritando– que enseguida nos vienen a buscar y tenemos que pintarnos los labios. — Ya, ya, si estoy despierta, ¡qué pesada eres! Y no grites –se me olvida que no oye la pobrecita. Vuelvo a cerrar los ojos y los recuerdos siguen acudiendo a mi mente. Vuelvo a aquel desgraciado cumpleaños en el que perdí una amiga. Madre me hizo ver que no había actuado bien por lo que los remordimientos no me dejaban en paz, incluso no dormía, así que, al cabo de varias semanas me fui a confesar. Esa era la única manera de salvar mi alma. 46
— Dime, hija, ¿qué pecaditos tienes? — He tratado mal a una amiga aunque es muy buena. — Eso es cosa de niñas. Reza dos padre nuestro y tres avemarías –me dijo el cura. Me sentí redimida o, al menos, eso creí. Sin embargo no ha sido verdad y aquí, a mi edad, aún sigo pensando en ello. Espero olvidarlo en la tumba ya que, con el paso del tiempo, el cielo no me consuela. Amelia me despierta. Me resisto y le digo que no tengo hambre y que ya tomaré más galletas María en la merienda. Ella cariñosa me coge del brazo y me dice: —Vamos, Maritxu, que hoy es tu día y tienes tu postre favorito, tarta de chocolate y, además, debes soplar las velas. Se me había olvidado, pero me dejo llevar agarrada de su mano.
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PANAMÁ Elvira Alonso
Déjame que te cuente… como dice la canción, que te cuente mentalmente, mientras conduzco a tu encuentro, aunque tú ya sepas todo lo que te voy a contar. Que te cuente nuestra historia, como hago conmigo misma cuando no puedo dormir, y me vuelvo a recontar las cosas como si no fuese mi historia, hasta que al final, el sueño me vence y mi cabeza descansa. Esta vez será diferente, Ana. Tengo que decirte todo lo que he callado y estoy tan nerviosa como imagino que estarás tú, porque sabes que esto estaba pendiente, que no podíamos posponerlo más mirando hacia otro lado. Y prefiero que sea así, cara a cara, no con una llamada a miles de kilómetros, sin poder mirarte a los ojos. Cuando nosotros llegamos tú ya estabas allí con papá, llegasteis al comienzo del verano para montar el negocio y encontrar una casa donde pudiésemos vivir todos. Nosotros fuimos a finales de Agosto. Aún recuerdo a la abuela Antonia llorando en el aeropuerto y diciéndole a mamá que no nos fuéramos, que en aquel país de selva y monos a nosotros no se nos había perdido nada. Me entristeció mucho verla llorar así, pero para mi hermano y para mi pesaba más en la balanza la aventura que nos esperaba. América y el trópico. Panamá, qué bien sonaba en nuestros oídos. Ya nos veíamos con el salacot, machete en mano, como intrépidos exploradores, cazando animales y escapando de las trampas de los indígenas… ¡Qué poco nos duró la ilusión! Enseguida pudimos comprobar que la aventura no era tan divertida, no sólo no salíamos de safari, sino que nos teníamos que quedar jugando en la casa, o cuando la temperatura lo permitía, en el jardín, allí los niños no jugaban en la calle, al menos no en nuestro barrio. Cómo echaba de menos a mis amigas, mi vida en Barcelona, que tocaran al timbre de casa después de merendar y poder bajar a jugar a la calle. Al poco de llegar comenzó el curso. Papá y tú nos llevabais a mi hermano y a mí al colegio cuando ibais de camino al trabajo. Mamá se quedaba en casa. Los primeros días yo no conseguía ni entender el castellano que hablaban aquellas niñas que hacían “trips” a la costa los fines de semana, tenían “wachimanes” en sus urbanizaciones, vestidos “priti” y sacaban jugos del “refri”. Mi forma de hablar, a ellas les parecía seca y se reían mucho de las palabras que yo utilizaba, yo no entendía muy bien porqué, y a veces solían decirme que no me pusiese brava. Luego me explicó una profesora española que tanto imperativo aquí no estaba bien visto... Pásame la goma… Vamos a jugar a la cuerda… así que también tuve que intentar cambiar mi forma de hablar. Con el tiempo hice algunas amigas, la que más quería era Teresita, una niña rubia y mofletuda de piel muy morena. Su madre era panameña y su padre norteamericano, y ella en casa hablaba una mezcla muy graciosa de inglés y español, según a quién se dirigiese, ya que lo más curioso del caso era que su padre apenas hablaba castellano y su madre, el inglés sólo lo chapurreaba. Vivía cerca de nuestra casa y muchas veces me invitaba a su casa. Su mamá solía prepararnos zumo de guanábana en una gran licuadora americana, marca General Electric y tostadas untadas con peanuts butter que no sabía muy bien lo que era, pero a mí me sabía a gloria. 48
En el jardín tenían una gran iguana con comportamiento algo perruno, se te acercaba toda contenta, a su paso, claro, en cuanto te veía aparecer con algo de comida en las manos, y no paraba de rondarte hasta que conseguía algo que llevarse al gaznate. Al principio me parecía un bicho repugnante, pero con el tiempo llegué incluso a tomarle cariño. Después de un año, cuando ya las cosas comenzaban a rodar, nos llegó el desastre en forma de huracán, se llamaba Kate. Ciudad de Panamá quedó arrasada por el viento y el agua, y nuestra casa no corrió distinta suerte, prácticamente no quedó nada. Cuando todo hubo pasado y pudimos salir del refugio, al volver a casa, lo poco que encontramos fueron paredes destrozadas y muebles enfangados, casi nada pudimos salvar de entre el lodo. ¡Afortunadamente estamos todos a salvo!, no paraba de decir mamá para consolarnos, pero yo sentía que parte de mi vida y mis recuerdos se fueron con aquella casa, cosas que había traído de Barcelona y que me devolvían los recuerdos de cuando éramos una familia normal. Tú también llorabas en silencio mientras me dabas la mano, disimulando para que no te viese. No sé de dónde sacasteis las fuerzas para volver a comenzar de nuevo, la casa, el negocio, que casi se fue a pique por los daños del huracán y por el estado de destrozo en el que quedó el país. Tuvimos que recomenzar en todo: el barrio, la casa, el colegio. Tú estabas acostumbrada a los cambios. Llegaste desde Andalucía a Barcelona con dieciocho años, una de tus siete hermanas vivía allí. El pueblo se había quedado pequeño para tus ambiciones después de los cursos de secretariado a distancia, que a base de servir copas en terrazas a los turistas y de limpiar portales, habías conseguido pagarte. Encontraste trabajo de dependienta en una de las tiendas de ropa de hogar de nuestra familia. Al poco tiempo, todos comentaban con admiración o con envidia lo espabilada que eras; un lujo de chica, tan joven, tan lista y además tan guapa, o al menos eso me parecías a mí, con tu larga melena negra, pequeñita y con cara de muñeca. Te hiciste indispensable, lo mismo vendías unas cortinas, que negociabas con los viajantes o cuadrabas las cuentas al final del día… Las cuentas, que cada día cuadraban menos en aquellos ochenta de crisis y que, al final, nos llevaron a todos a Panamá. Tú tenías veinte años, y yo diez. Después de aquel desastre del huracán aún nos faltaba por vivir la Invasión de Panamá. Del huracán nos evacuaron a tiempo y sólo vimos los destrozos posteriores, pero en esta ocasión el miedo nos cogió a todos por sorpresa. Los bombazos comenzaron a oírse de repente, la noche del 19 de diciembre. Todos salimos al jardín y observamos el resplandor del fuego a lo lejos, algún vecino dijo que los americanos nos estaban invadiendo. Mi hermano comenzó a llorar, temblando de miedo, y permaneció por horas inconsolable, tapándose los oídos con las manos. Creo que después de aquello algo le hizo “click” en la cabeza, y ya nunca volvió a tener un comportamiento normal. Esta es mi teoría, claro, aunque cualquiera puede pensar, vista nuestra historia, que otros motivos tampoco le faltarían. Esta vez pudimos salvar la casa, pero fue mucha la gente que la perdió en aquella locura que los gringos llamaron “Operación Causa Justa”. También fueron muchos, cientos, los que perdieron la vida en los bombardeos indiscriminados del barrio del Chorrillo, lugar donde estaba el Cuartel Central de la Guardia Nacional. Durante días no nos atrevimos a salir de casa, no sabíamos qué era lo que iba a pasar. Había saqueos en los comercios y la comida escaseaba. Os oía a los adultos discutir, a mamá echar en cara a papá las odiseas que estábamos viviendo, a papá diciendo que él sólo quería una vida mejor para todos, pero no recuerdo lo que tú decías. ¿Qué conversaciones tendrías con mamá cuando nosotros no estábamos delante? Después de aquellos accidentados comienzos, las cosas fueron mejorando poco a poco. Yo seguí cumpliendo las expectativas de mi padre, acabé el colegio con unas notas brillantes y con cierto 49
acento panameño, y después comencé a estudiar derecho, tal y como él quería. Fueron unos años buenos para todos después de los sobresaltos del principio, o al menos yo los recuerdo como tales, quizás estaba muy metida en mi propia vida, como para detectar el ambiente que pudiese haber a mi alrededor, pero a mí me parecía todo en su sitio. La única nota discordante eran los continuos enfrentamientos de mi padre y mi hermano, bien por sus notas, bien por alguna gamberrada, y mi madre protegiéndolo y encubriendo sus historias para que mi padre no volviese a montar en cólera. No sé cuál de las dos cosas le hizo más daño. Entonces, un día, nos contaste que estabas embarazada. Habías tenido un novio, o eso dijiste, americano, un militar que trabajaba en la base. Nosotros no llegamos a conocerlo, pero bueno, tú tenías amigas, entrabas y salías a tu antojo, nadie tenía por qué no creer tu historia del novio, y su posterior espantada cuando supo que estabas embarazada. Yo lo sentí mucho por ti, lo del abandono del novio, quiero decir, pero la verdad es que no te veía muy triste. El niño nació y nos trajo mucha alegría a todos, yo ya andaba por los veinte años y poder disfrutar tan de cerca de todo el proceso del embarazo y del nacimiento de Andrés fue un privilegio. Lo adoraba, y aún ahora que el niño ya tiene casi dieciocho años, sigo queriéndolo de la misma manera. Mi hermano no pensaba lo mismo, desde el momento en que mamá se convirtió en su niñera, cuando tú volviste al trabajo, sus celos se hicieron más que evidentes. Se volvió aún más malhumorado y pendenciero. Dejó de estudiar, mi padre le buscaba trabajos con conocidos, pero le echaban al poco tiempo, la mayoría de las veces porque dejaba de presentarse o aparecía a las once de la mañana después de una noche de juerga. Cuando terminé la carrera surgió la oportunidad hacer un Master de Derecho Internacional en Barcelona. A papá le pareció perfecto para los planes de expansión de su empresa, claro que lo que él no había planificado es que en España conociese a mi marido y decidiera quedarme a vivir con él y no volver a Panamá. Papá desde entonces casi no me dirige la palabra. Tú me contabas que era la mayor decepción que alguien le había dado en la vida, pero que lo tomase con calma, que llegaría el día en que se le pasaría. Hace un año, más o menos, que tú decidiste comprar tu propia casa y mudarte con tu hijo. Mi marido ya me lanzaba insinuaciones sobre el tema, pero yo le decía que era normal que quisieras tener una casa propia para ti y para tu hijo. Él me decía que aquel niño ya era el heredero universal de papá desde hacía tiempo, aunque yo no quería entrar al trapo a sus insinuaciones. Un par de meses después papá se mudó a vivir contigo, su motivo era que no aguantaba a mamá, que se había vuelto muy rara, que le hacía la vida imposible y que mientras encontraba otro lugar se quedaría en tu casa. Mentiras, como siempre, aún sigue allí. Pobre mamá, me lo sigue negando, aunque sus actos la delaten. Recuerdo que me contabas en los últimos tiempos, cuando yo ya no estaba en Panamá y antes de que tú te marchases de casa, que organizabais cenas y no se arreglaba, o que decía inconveniencias cuando tomaba alguna copa de más. Este verano pasado, la tía Mila me habló de los años de Barcelona y de cuando papá dijo que se marchaba a Panamá. Me habló de cómo toda la familia le pidió a mamá que lo dejase marchar, que no podía arrastrar a los niños a seguir a alguien que se marchaba de la manera que él lo había hecho contigo. Ella les decía que ellos tenían la mente sucia, que papá quería que todos fuésemos con él. Me acordé de la abuela, de sus lágrimas en el aeropuerto, y pensé en lo inocente que había sido todos estos años, o que quizás, lo tenía todo tan cerca que no podía verlo. 50
Llego a la cafetería y estás sentada con un cigarrillo en la mano, tan guapa como siempre, aunque tu delgadez hace que los cincuenta años comiencen a verse en tu piel. Nos damos un par de besos y un gran abrazo, y noto tu tensión al apoyar mi mano en tu espalda. Sin apenas mediar palabra te digo: — No puedo comprender cómo hemos vivido así estos últimos treinta años. Agachas la cabeza queriendo hacerte cada vez más pequeña en la silla. Ni asientes ni niegas. — ¿Y sabes lo peor? Que tú has sido para mí como mi madre… la que has estado ahí en los peores momentos para apoyarme, la que siempre me aconsejaba, aquélla con la que siempre podía contar. La confidente de mis amores secretos y no secretos, la que me acompañaba a comprar ropa. La que me regaló mi primer perfume de mujer. Mamá estaba ahí, pero más pendiente de la casa, de mi hermano y de cuidar de tu hijo como si fuese suyo, tanto que siempre hablábamos de él como de nuestro hermano pequeño. El otro día, viendo las fotos de su graduación me di cuenta de cómo se parece a papá. Un marine, eso es lo que siempre contaste, que se marchó con la cuarta flota y nunca más volviste a saber de él. Sigues en silencio, encogida, con el cigarrillo en la mano, dejando caer la ceniza al suelo. Levantas la mirada y las lágrimas brillan en tus ojos, entonces hablas: — Se va de casa, ha encontrado a otra mujer.
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LA MARCA Vanesa Lázaro
Necesito respuestas, pero sólo encuentro vacío. El tiempo se agota. Son las nueve de la noche del martes 5 de noviembre y salgo del taller de relato breve envuelta en mi familiar abrigo de lana, intentando evitar que el frío se cuele entre los huecos que busca implacable el viento. Hoy hemos trabajado sobre el cuento titulado “Cara”, de la premio Nobel, Alice Munro. Al final de la clase nos han propuesto hacer un relato cuyo personaje principal, al igual que el de Munro, tenga una marca. Doy vueltas a las posibilidades, a los personajes en cuya piel puedo llegar a meterme durante el rato que dure este viaje, y se me ocurre un “yo pasado”, más joven, con toda la vida por delante. Me pregunto qué haría si pudiera volver a empezar. ¿Cuántos no querríamos hacerlo? Quizá más de los que imagino. Hoy no ha habido dolores, las pastillas los calman aunque me dejan muy cansada. Pronto acabará el suplicio, pronto descansaré. No hay cuenta atrás, cuando tenga que ingresar en el hospital, ya no habrá prórrogas, mi vida habrá acabado. Vuelvo a casa y me encuentro con Rufus, el mejor perro del mundo, el mejor acompañante que podría haber elegido. Siempre se alegra de verme y pese a sus catorce achacosos años siempre viene donde mí, moviendo su rabo de pointer y los cuartos traseros a ritmo de samba. Diría que me sonríe, a su forma. Tampoco está muy bien de salud, es como si fuera mi reflejo; aparentemente, no pasa nada, por dentro todo está perdido. La pregunta que da vueltas en mi cabeza desde la clase de esta tarde es: ¿Qué marca tengo yo? Todos tenemos una, la mía no es visible, sino algo enterrado en las marismas de mi ser. Imagino mi alma removiéndose y supurando como lo hace mi cuerpo. Y al personaje del relato, ¿qué marca le voy a dar? Si es un “yo pasado”, debería buscar allí; otra vez, a escarbar. Surgen las preguntas, se agolpan. Empiezo a despertar. Irónicamente me quedo dormida, pero antes de caer del todo en un sueño que no recordaré, una voz de niño que no reconozco, me concede la respuesta que busco: “tu marca es tu incapacidad para ser feliz.” Quiero apuntarlo para no olvidarme, pero no me da tiempo: caigo. Una puerta se ha abierto, el reloj corre y la explicación o el abismo espera al final del túnel. Dormida o despierta, lo sé. Me levanto de la cama como lo hiciera después de una noche de fiesta, con resaca, cubierta de abotargamiento y el estómago en compás de vaivén. Rufus se despierta de la misma forma, rezongando, pero contento, siempre lo está. Es durante su paseo matutino cuando recuerdo la voz del niño descubriéndome mi marca. No soy feliz. ¿Lo he sido alguna vez? Ayer llamó mi hermano y me preguntó si podía traer a mi sobrina Ara, de dieciséis años, a pasar conmigo el fin de semana. ¿Por qué no he dicho nada de mi enfermedad a mi familia? Porque no serviría de nada, sólo causaría dolor y les haría sentir lástima y estar pendientes de mí. No quiero nada de eso. Sólo, seguir con mi vida. Es entonces, durante el paseo, y como si abriese los ojos después de haber estado andando a 52
ciegas en la niebla de mis pensamientos, cuando me encuentro frente a un niño en pijama. ¿Qué hace en el Parque Pinosolo a las siete de la mañana? Hace un frío que pela y… ¡Está en pijama! No me da tiempo a averiguarlo, echa a correr y escapa de mi lado. Rufus ni le mira, está concentrado en su rutina, buscando sus rincones y olores. Quedo desconcertada, ¿qué ha pasado?, ¿llamo a la policía?, ¿estará bien? Es un parque tranquilo y una zona segura, pero aun así… ¿Qué puedo hacer? Seguir la dirección por donde ha escapado el niño. Mi cabeza me adelanta que a nadie encontraré, ni siquiera respuestas. Recordé un dicho que un buen amigo me regaló hace tiempo: “Sólo los peces muertos van a favor de la corriente.” Un paso más hacia la oscuridad del túnel. La siguiente vez que lo vi fue en un sueño, esa misma tarde. Seguía en pijama. Hizo que recordara un trabajo de historia del colegio, en el que dejarlo para el último minuto casi me cuesta el aprobado. Fue entonces cuando me preguntó, clavando sus ojos azules en los míos: “¿Por qué dejas todo para el final?” Sin pensarlo, contesté: porque parece cundir más, parecemos más aplicados, más inteligentes, más de todo lo que no somos. “No pierdas de vista lo que ya sabes”, añadió. Me desperté sobresaltada, bañada en sudor frío, pero Rufus estaba allí, con su aliento junto a mi cara, como si supiera que lo necesitaba. Pensé en llamar a la policía para informar del niño, pero me preguntarían por qué no había llamado antes y sólo tenía excusas, lo había dejado pasar, una vez más. Me levanté, me enfundé una sudadera y fui a la cocina, en busca de café y de algo dulce, siempre chocolate. Me senté en la mesa del salón y comencé a pensar sobre el relato. Siempre busco algo nuevo, retorciéndolo hasta complicarlo al máximo. Esta vez lo quiero sencillo, el principio de un cambio. Rufus necesita salir, yo más. Nuevamente vamos de peregrinación, buscando. Por la tarde, el parque está lleno de gente, de niños vestidos con ropa normal y no en pijama, a Dios gracias, y de animales que sacan a sus dueños obligándolos a hacer algo bueno para ellos. Hay tantas preguntas clavando sus aguijones en mí, que me siento aturdida. Una frase se revuelve en mi mente: “cuidado con lo que deseas, lo puedes conseguir”. ¿No esperarías obtener respuestas sin encontrar antes las preguntas, verdad? Sonrío, miro a Rufus y se produce un intercambio. Menuda pareja de vejestorios hacemos. No es verdad, tengo sesenta años bien llevados, por fuera, gracias en parte a la cantidad de deporte que he hecho toda mi vida. Continúo entrenando, pero desde que me dieron la noticia, he bajado mi ritmo. Al estar de baja, no tengo que preocuparme por el trabajo, ni por el dinero, ya no. Ahora el tiempo lo dedico sobre todo a leer y a pensar. Parece mentira que llevando tantos años estudiando psicología en la universidad a distancia me vaya a quedar sin el título a falta de unos meses. Nuevamente sonrío. No necesito el título, nunca lo he necesitado. Desde el principio estudié esta carrera porque disfrutaba haciéndolo. No me importa no terminarla, he obtenido lo que quería. Ese debería ser siempre el propósito cuando se estudia, aprenderíamos de verdad. Cuando llego a casa del paseo, me siento en la mesa y empiezo a escribir. Tengo una idea para el trabajo de clase, La Marca, y la llevo a cabo. El resultado queda como sigue: Mi marca es la peor de todas. Si eligieses no tener una, sería ésta. Y además, está el asunto de mis padres, el acuerdo al que llegaron y con el que redujeron mis posibilidades de vivir, aún más. Agárrate, que ahí va: ¡Mi marca es… que sólo tengo dos vidas! Pero no queda ahí la cosa, no, de las dos, debo una, la que hipotecaron mis padres cuando llegaron a un acuerdo con el Ángel de las Miserias. 53
Viviré y moriré, y esa será mi marca. ¿A que es lo peor que podías haber imaginado? Te lo advertí. No es esperanzador, lo sé. Es deprimente, lo reconozco. Me dejó triste y cansada. ¿Por qué el cansancio viene tan a menudo de la mano de la tristeza? No tardé en irme a la cama: mi refugio, el olvido. Esta vez no conseguí escapar, el niño del pijama volvió a atraparme, trayendo consigo miedo en estado puro y dolor en forma de opresión en el pecho. Llevo mis manos a mis oídos, queriendo protegerlos. Me doy cuenta de que éstas tiemblan. El ruido ha sido lo peor, se podría decir que su atronador desgarro era la propia pesadilla, la de un tren que lo consumía todo. Desperté y me negué a pensar, buscando el descanso que no había tenido durante la noche. En seguida me puse en marcha queriendo iniciar la rutina con el paseo matutino, pero no pudo ser. Lo supe en cuanto lo vi, Rufus estaba muy mal. Lo llevé al veterinario de urgencia y me confirmó lo que intuía. Mi amigo, mi reflejo, mi bastón, descansaría antes que yo. Convinimos que lo llevaría mañana para ponerle la inyección. Sería un día duro, mucho, tanto que no sabía si lo soportaría. Lo peor de mi vida lo iba a pasar sola, pero hasta mañana estaría con él. Me consuelo con algo que me repito cuando el dolor se hace tan fuerte que ahoga: “Dios no nos hace pasar por lo que no somos capaces de aguantar”. No quiero aguantar más. El jueves pasó entre tinieblas, como una exhalación, como siempre que no quieres que llegue algo y pararías el tiempo para siempre, si pudieras. El niño no se presentó, ni “con” ni “sin” pijama, como si supiese que no sería el protagonista por mucho que lo intentase. El viernes, llevé a Rufus a la clínica veterinaria a las nueve de la mañana. No quería que sufriese más, no soportaba verlo así. Necesitaba descansar y se lo daría, dejaría que se fuera. Su despedida fue un hasta pronto. No lloré hasta llegar a casa, como se lo había prometido. Una vez a cubierto, todo pareció sucumbir hasta casi ahogarme en mí misma. El agotamiento pudo y caí, trayendo consigo el sueño y el niño del pijama. Esta vez todo fue diferente, me tendió su pequeña y difusa mano, como si mi alma dependiera de ello. Eso me llenó de calma, de una calma que no sentía desde otra vida. Cuando desperté lo hice serena, sabiendo lo que tocaba y faltaba por cerrar. Dentro de unas horas llegaría mi sobrina y para entonces todo debía parecer lo más normal posible. Cuando Ara llegó, y se fue su padre, supe que todo estaba peor de lo que podría haber imaginado, y lo supe con sólo mirarla a los ojos. Sus preciosos ojos azules, normalmente cargados de vida, estaban hundidos, apagados. El estómago me dio un vuelco y el miedo se extendió por todo el cuerpo, como si de una explosión se tratara. Un par de horas después de su llegada, me acerqué a su puerta cerrada y, después de tocarla y no obtener respuesta, entré. Estaba dormida. Me acerqué y me senté en el borde de la cama, mirándola y acariciándole el pelo, recordando cuando era pequeña y su curiosidad asaltaba sin piedad en todas las direcciones. En ese momento, se sobresaltó e incorporó, apartando mi mano de un manotazo involuntario y haciéndome caer al suelo. El susto que provoca otro susto y todo se vuelve patas-arriba en un instante. Cuando se calmó, me acerqué y le pedí que me dejara abrazarla, que no me rechazara porque necesitaba tanto un abrazo suyo que moriría si no me lo daba. No sé si fueron mis ojos o ese sentimiento tan especial que compartimos, pero me lo dio, como los niños, sin pensárselo dos veces, sólo porque lo pides, sólo porque lo necesitas. En ese momento algo se rompió dentro de mí y no pude evitar echarme a llorar, por ella, por Rufus, por mí. Uno llora cuando siente lástima de sí mismo. En ese caso, en ese momento, mi lástima era absoluta y salía directamente, a borbotones, de lo más profundo de mí. Mi sobrina me abrazaba, sosteniéndome, sintiendo probablemente esa necesidad de no fallar 54
muy típica de los mayores. Y es que su edad es un período intermedio de la vida muy difícil de llevar. Fue, entonces, cuando me di cuenta de lo egoísta que estaba siendo y del susto que tendría encima al ver a su tía llorando desconsolada, por primera vez. Cuando conseguí tranquilizarme y adecentarme con más de tres pañuelos, le sonreí agradeciendo tenerla a mi lado. Me preguntó con mucho cuidado, bajito y suavemente, por Rufus, como si intuyera que le había pasado algo. Una vez se hubo secado las lágrimas, le conté lo sucedido. Cuando una persona se abre a otra, consigue el mismo efecto en la que escucha. Así sucedió. Fue entonces cuando me trasladó su tristeza, su falta de ganas de todo, incluso de vivir. Cuando dijo esto último fue como si un escalofrío recorriese mi cuerpo. Sus ojos y su rostro se transformaron en los de otra persona a la que quise con toda mi alma. Mi corazón recordó y terminó el encierro. La abracé con tanta fuerza que tuve que hacerle daño y cuando fui capaz, me aparté lo justo para prometerle que no permitiría que se fuera otra vez, y que nada conseguiría separarla nunca más de mí. Ara contuvo sus preguntas porque sabía querer. Como no podía ser de otra forma, el niño regresó esa noche, disfrazado de sueño y trayendo consigo el dilema del pasado en una cápsula de inmediata absorción. Esa noche se liberó la verdad, con todo el dolor camuflado durante años: ¡Fran, no, no lo hagas, noooooooo! Fran, mi amigo del alma, el primer bastón que tuve en mi vida, se tiró a las vías del tren. Contaba con dieciséis años recién cumplidos. Nada fui capaz de hacer entonces. Nada, salvo cerrar la herida en falso y cerrarme yo también, no permitiendo que nadie entrara hasta donde el dolor me aniquilaba. El grito atrajo a mi sobrina, que desde la esquina de la cama me pedía con esos ojos tan suyos, tan de Fran, que la abrazara y la ayudara, que le insuflara la vida que se le agotaba. Entonces lo supe, todo cuadró, porque se trataba de eso. La vida no acaba, la vida se transforma. Lograría transformarla para que mi sobrina la retuviera, ese sería mi viaje. A la mañana siguiente el sol lucía limpio y me desperté insuflada de una nueva energía. Empezando de cero, fui a la habitación donde dormía Ara para despertarla e ir juntas a comprar el desayuno. No protestó, creo que se contagió de mi fuerza. Nos vestimos con lo primero que pillamos y anduvimos los diez minutos que tardamos hasta la panadería de Leioa para comprar sus deliciosas madalenas, las rellenas de chocolate y las de frutas escarchadas. A la vuelta, nos sorprendimos las dos sonriendo, no se debía a nada en particular y era por todo en general, quizás por el día tan luminoso que hacía, aunque apenas fueran las ocho de la mañana, o quizás por el futuro que ahora veíamos con esperanza o un propósito. Al llegar a casa, preparamos chocolate caliente y salimos a la terraza a seguir disfrutando, untando las madalenas entre planes de las cosas que haríamos a lo largo del día: acercarnos a la playa de Sopelana, ir a Bakio a tomar pintxos, a la hora de comer alquilar una película para verla por la tarde… En Sopelana, mi sobrina me habló de sus compañeras de clase, con las que no tenía nada en común y que le hacían la vida imposible; de los estudios, que no le motivaban lo más mínimo. Le pregunté si seguía leyendo y me dijo que no. Apunté mentalmente prestarle alguno de los muchos libros que sujetan las paredes de casa. También le propuse que empezara a practicar deporte, aunque fuera ir a andar o a patinar un par de días a la semana, o apuntarse al gimnasio del centro cívico. Su madre siempre ha sido muy deportista, pero supongo que Ara ha salido a mi hermano, mucho más relajado. 55
A la vuelta de Bakio, nos acercamos al videoclub, donde alquilamos la última película de la saga de Perry Jackson y compramos unas txutxes para acompañar. Mientras esperaba que Ara llenara las alforjas con azúcar de colores y patatas varias, me vino a la cabeza un recuerdo que no tenía desde hace tanto que parece de otra persona: cuando Fran vino a casa a dormir y montamos en el jardín la tienda de campaña de mi hermano. Nos recuerdo en pijama, de noche, con frío, pero sin ganas de dormir, contándonos historias de miedo y aventuras, y planeando cómo sería nuestra vida. Hoy me doy cuenta que sólo yo hacía planes. Recordé el cuento del taller de relato breve: “En la vida tienes unos cuantos sitios, o quizás uno solo, donde ocurrió algo, y después están todos los demás sitios”, Alice Munro. Ese fin de semana lo fue para mí, porque juntas afrontamos el futuro. Yo la despediría, pero lo haría dejando el legado limpio en el alma de mi sobrina. Se lo debía a ella, me lo debía a mí, se lo debía a Fran. Reunimos a la familia el domingo por la tarde y juntas les hablamos de las dificultades por las que atravesaba Ara. Decidimos que mi sobrina recibiría ayuda psicológica. Sus padres se plantearon cambiarle de colegio a uno que eligieran entre los tres, perspectiva que ilusionó a Ara, sorprendentemente para todos. Los tres también buscarían algún deporte o actividad que le apeteciera hacer a Ara, quizás algún curso de natación o un grupo de ciclismo. Bromeamos diciendo que si empezaba a correr con su madre, podría empezar con los triatlones esa primavera. Cuando alguien quiere algo de verdad no hace falta demasiada fuerza de voluntad. Siempre recordaré la sonrisa de Ara a lo largo de esa tarde, pero sobre todo, me acompañarían sus ojos, esos ojos azules con toda la vida por delante. A veces, un poco es suficiente. No todo fueron sonrisas, también se derramaron muchas lágrimas. Les conté que tenía cáncer y que nada se podía hacer. Me preguntaron mil cosas y me plantearon mil opciones esperanzadoras, ninguna de ellas viable. Fue muy duro para mi hermano, para todos. Ara, más preparada que el resto, abrazó a su padre y le dijo que “ahora” era el momento, que no se perdiera entre lágrimas, que había que exprimir el tiempo que me quedaba para poder hacerlo infinito para ellos. No aguanté, lloré con ellos, nos consolamos. Un niño y una niña en pijama juegan y ríen sin parar junto a un perro pointer que sonríe aún más que ellos.
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PARA TI, AMA Estela Puente
Quiero que conozcas mi historia, la historia de una niña tímida, tez cálida, de ojos redondos y mirada intensa, una niña con vestidos de puntillas y cabellos largos. Una niña que ahora es una mujer, ante un folio en blanco con bolígrafo en mano, dispuesta a abrir sus sentimientos junto a un montón de recuerdos. Empezaré diciéndote: Cuando era un bebé, ama, me encantaba el olor de tu piel, esa tez blanca y suave que te caracteriza, con un olor fresco y limpio. Me serenaba oírte cuando tus palabras me susurraban que me querías, que era lo más precioso, lo más maravilloso de tu vida. Me gustaba cuando me cantabas tus canciones con esa suave voz, mientras me acunabas entre tus brazos. Cuando era una niña, tus manos eran mi refugio, por tus caricias, por tu fuerza, por tu sosiego. Recuerdo aquellas tardes en nuestro salón frente a la televisión en blanco y negro, tarde de rock and roll, cuando me enseñabas a bailar, ama, cogidas de la mano y moviendo nuestras cinturas con una enorme sonrisa en mis labios y un brillo de admiración en mis ojos, por ti, ama. En el cajón de mi niñez están aquellas tardes de chicas cuando las dos nos íbamos a pasar el día juntas, recorríamos tiendas, nos reíamos de tonterías mientras te tomabas uno de tus cafés “manchaditos”, como a ti te gustan, junto con un pastel, y para mí una caja de gajos de naranja, qué recuerdos… Nos contábamos secretos al oído, y luego en el autobús de camino a casa, abrazadas, mi cabeza sobre tu regazo, y un suspiro ponía el punto y final a aquellas maravillosas tardes juntas. Cuando era adolescente, todo se volvió un poco diferente, aunque yo te ocultaba cosas, tú no decías nada, callabas y estabas junto a mí, supiste entender cada uno de mis comportamientos, tú mirabas entre líneas y callabas. Tuviste tanta paciencia. Siempre dices que fue la etapa más dura, pero aun así, lo dices con una sonrisa. Tú lo sabías todo, ama. Ahora puedo decir, ama, que cuando era más joven te quería de una forma totalmente diferente a la que hoy te quiero, ni mejor ni peor, tan solo diferente… Cuando era joven, eras mi ama. Ahora, sin embargo, eres mi confidente, mi amiga, eres mi referente, eres mi joya, ama. Cuando era joven te veía y te oía, pero ahora te admiro y te entiendo. Me encantaría que algún día a mis hijos les pueda enseñar todo lo que tú me has enseñado en la vida, y estoy orgullosa de poder decir que tengo la mejor ama del mundo. Te quiero ama.
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DESARRAIGO Marian Izquierdo
Era tiempo de siega, el sol bañaba de calidez las espigas maduras mientras el aire de la tarde las hacía mecerse y formar olas. En esa llanura perfecta, tan solo rota por el curso del río, flotaba como en un mar amarillo, una pequeña isla compuesta por apenas cincuenta casas alrededor de una iglesia; un viejo pueblo nacido bajo la protección de un señor feudal y a la sombra de su castillo. Tras los muros de adobe de una de las casas, Casilda, una joven viuda, barría apresuradamente el suelo de las dos habitaciones del piso de arriba que, esa mañana, le habían ayudado a vaciar su padre y su tío. No tuvieron que sacar muchos muebles; la cama grande de hierro en la que habían dormido doce años ella y su difunto marido, la de los hijos mayores, las cunas de los dos pequeños y los baúles donde guardaba la ropa. Todo lo demás era del dueño de la casa, Fabricio, el boticario, que vivía en otra más grande en el centro del pueblo, con un cuartito al lado de la entrada para despachar las boticas. Pasaba la escoba a las escaleras arrastrando la suciedad hasta el piso de abajo. Se paró un instante y sus ojos húmedos se quedaron fijos reviviendo todo lo acontecido entre aquellas paredes, aunque enseguida se repuso y volvió a la tarea. Ya se había ocupado de dejar la cocina y la cuadra bien limpias, pero el olor de los animales y del puchero en la lumbre persistía en su cerebro. En apenas cuatro pasos llegó a la entrada, como siempre la puerta se resistió, la abrió y barrió la porquería hasta la calle inundada de rojo por el atardecer. Al cerrar, la puerta le pareció liviana, a pesar del cansancio acumulado por los preparativos de los últimos días, cuando tiró de ella no ofreció la misma resistencia al rozar con el suelo. Si Casilda creyera en fantasmas le habría parecido que alguno empujaba desde dentro ayudándola, pero no tenía tiempo para pensamientos absurdos. Había sido un día agotador, necesitaba descansar, mañana tenía que levantarse temprano para coger el autobús de las siete y media. Cerró la casa y llevó la llave al boticario. Todo el pueblo sabía que Casilda se marchaba a la capital para poder sacar adelante a sus seis hijos. Su hermana lo había hecho antes y, desde allí, le había escrito insistiendo que era lo que debía hacer ella en aquellas circunstancias. Había empezado a refrescar y la luna asomaba creciente en lo alto. Casilda se despidió de los vecinos que fue encontrando mientras se acercaba a casa de sus padres para pasar la última noche antes de emprender el viaje. Todos le desearon suerte, incluso los dueños de la tienda, que vivían al lado, salieron a decirle adiós. Los gallos no cantaron sólo al amanecer, Casilda los oyó una y otra vez acompañando las campanadas del reloj de la iglesia. La ansiada luz del día no la sorprendió dormida, eran pocas las cosas que le quedaban por hacer pero no pudo estarse quieta en la cama. Revisó la maleta, lo tenía todo: los dos vestidos negros, la chaqueta de punto, las medias y el abrigo. Sin embargo estaba segura de que le faltaba algo y siguió dándole vueltas mientras contemplaba sigilosa a sus hijos dormidos, llenándolos de caricias y besos silenciosos. A partir de entonces los dos pequeños se quedaban con la abuela y los cuatro mayores sobrellevarían la doble pérdida, repartidos al cuidado de sus tíos hasta que ella pudiera llevárselos. Bajo el cielo raso, los pasos cortos de Casilda cargada con la maleta la acercaron a la parada del autobús. Iba a ser un día caluroso para un viaje largo, el primero que hacía ella sola. Sentada junto a la 58
ventanilla siguió el paisaje con la vista hasta que se quedó dormida, era un sueño ligero, lleno de imágenes que se movían en su interior al igual que pasaban tras el cristal, desdibujados por el polvo, los campos y pueblos que el autobús dejaba atrás. Las nubes habían borrado el azul, empezaba a caer una suave lluvia y por fuera, sobre las ventanillas, pequeñas gotas resbalaban poco a poco hasta desaparecer. El olor a humo de las fábricas, atrapado entre las casas altas de la ciudad, se coló en el interior del autobús un rato antes de que llegase a la estación. Casilda bajó despacio a la vez que, desde la escalerilla, miraba inquieta a su alrededor. Esperó a que el conductor sacase todo el equipaje para poder recoger su maleta, que mantuvo sin perder de vista y que agarró decidida al oír que alguien la llamaba al otro lado de la estación. No le importó el peso, ni la distancia que tuvo que recorrer entre la multitud; en un segundo, se encontró con su hermana. Un aire blanquecino y asfixiante envolvió a las dos mujeres abrazadas en la estación. Para Casilda el tiempo pasó deprisa, asimilando todas las novedades que se le presentaban y sobreponiéndose a las dificultades. Como no tenía estudios las opciones de encontrar trabajo eran pocas, pero enseguida empezó como limpiadora en una escuela. Mientras fregaba las clases, su mente la llevaba a su último curso en la escuela del pueblo cuando quedó la primera en el concurso de cuentas. Siempre fue buena con los números así que se arregló con lo que ganaba para ayudar en casa de su hermana y mandar dinero a los familiares que cuidaban de sus hijos. En cuanto pudo ahorrar algo, buscó un piso de alquiler en un barrio de las afueras y los llevó con ella. Tuvo que hacer milagros para salir adelante, cuidaba mucho los gastos, doblaba turnos en el trabajo y en casa tejía jerséis de bebé para una tienda de lanas. Hacía punto y soñaba con los atardeceres rojos, la brisa fresca y limpia, el agua del río corriendo sobre las piedras y el sol de invierno penetrando por las ventanas de la casa del pueblo. No había cumplido aún los cuarenta cuando tuvo un pretendiente, parecía un buen hombre, pero le faltó valor porque al enterarse de que tenía tantos hijos salió huyendo. La vida continuó sin sobresaltos en el frío húmedo de la ciudad y, antes de que se diera cuenta, los niños se habían hecho mayores e independientes y se encontraba sola en una casa silenciosa. Cada uno tenía su vida, los hijos se habían ido casando o habían marchado al extranjero buscando un futuro como hizo ella, y las paredes de aquél pequeño piso, antes testigos de la bulliciosa vida de una gran familia, ahora se le venían encima. Llevaba mucho tiempo aguantando, pero al jubilarse se le agudizaron la añoranza y el dolor de huesos, había sufrido mucho desgaste y, además, el clima húmedo de la ciudad afectaba a su reuma. Era hora de volver. Doscientos kilómetros atrás Casilda había dejado un cielo gris y amenazador que fue cambiando según se acercaba al pueblo. Al llegar, el sol del atardecer le daba de frente y la sombra de las arboledas de chopos no podía protegerle, habían sido sustituidas por interminables campos de cereal recién cosechado. Rebuscó en la guantera las gafas oscuras y, nada más ponérselas, vio a un grupo de mujeres que paseaba por la orilla de la carretera. Levantó el pie del acelerador para sobrepasarlas a una velocidad y distancia prudentes. Cuando tenían el coche al lado todas dirigieron los ojos hacia ella y la escrutaron con gesto huraño, intentando reconocer a la conductora del coche que se acercaba, ella les hizo un saludo de cortesía con la mano que pareció intrigarlas más. Al llegar al cruce, antes de girar, bajó el cristal para sentir el aire y entró al pueblo conduciendo despacio. Dejó primero, a un lado, las escuelas y las casas de los maestros, convertidas ahora en centro de día para los mayores, las mismas acacias daban sombra a los columpios quietos y oxidados del recreo. Recordó los juegos con los otros niños en la escuela. Más adelante la pequeña fábrica de muebles que la crisis y la emigración obligaron a cerrar, el taller de Fede, que aguantaba gracias a que además de arreglar maquinaria agrícola hacía muebles de 59
forja que vendía en las ferias de artesanía de los pueblos grandes de alrededor. En la jaula, junto al portón, seguía teniendo perros de caza que ladraron hasta que se alejó. Casi en el centro del pueblo, se detuvo un momento en la plaza, unos cuantos hombres salieron del bar y entre bromas se despidieron a voces para irse a cenar. Miró el reloj digital del salpicadero, ya era tarde. En algún lugar estaban asando chuletillas y a Casilda se le encogió un poco el estómago. Recordó que no tenía nada para hacerse esa noche, ni para desayunar al día siguiente. No sabía si la tienda de Tomás estaría abierta después de tantos años pero se dirigió hacia allí. El ruido del coche entre las calles estrechas llamaba la atención y todos salían a mirar quién era, algunos que charlaban tranquilos, sentados a la puerta de sus casas, tuvieron que levantarse y meter las sillas para que pudiera pasar. En susurros se preguntaban unos a otros si alguien la conocía. Una mujer se atrevió a conjeturar que tal vez fuese la hija del difunto Pedro, “el carretero”, que venía a vender la casa. Se alegró de encontrar la tienda abierta, aparcó junto a la puerta y entró. Todo estaba igual: botes de cristal con golosinas en los estantes laterales, y en el frente, los corderos colgados en ganchos que de niña tanto le asustaban. Lo único diferente era el hombre que atendía tras el mostrador, aunque sus ojos le recordaron a alguien. Dio las buenas tardes y pidió de carrerilla varias cosas según le vinieron a la cabeza. El hombre exclamó que aquello no era el supermercado y que solo vendía carne, era lo único que podía ofrecerle. Casilda no comía carne desde que el médico le dijo que era malo para el reuma pero como el hombre parecía amable le preguntó si había alguna tienda abierta a esas horas. En la calle Fuenteperal había un BM que estaba abierto hasta las diez. Casilda, aseguró que, entonces, todavía llegaba, y además, le quedaba muy cerca de casa. Sorprendido por el comentario, el hombre le preguntó si la conocía de algo. El carnicero, no estaba seguro si era la pequeña o la mayor, hacía mucho que no las veía, pero creía que era una de las hijas del carretero. Fueron a la escuela juntos, ¡claro que se conocían!, era Tomasín, recordaba sus ojos verdes. Desde que murió su padre llevaba la tienda, aunque se había especializado en la carne de cordero. Ahí seguía, aguantando sin jubilarse por no cerrar. — Claro que me acuerdo, además éramos vecinos. — Y lo seguimos siendo, ¡a ver a quién le vendes la casa! — Todavía no sé qué voy a hacer. — Piensa que luego tú te vas, y para mí el muerto. Pero bueno, eso es lo que hacéis siempre los de la ciudad, venís, arrasáis y de vuelta al paraíso. — ¿De verdad piensas que aquello es el paraíso? –preguntó Casilda en voz baja, casi imperceptible, mientras salía. Ya era de noche, las estrellas empezaban a brillar en el cielo raso. Caminó por las calles, ahora asfaltadas, hasta el supermercado y al pasar delante de la casa de sus padres se fijó en el cartel descolorido de “Se vende” que colgaba de la ventana. Lo quitaría por la mañana, en cuanto se levantase. Tendría que arreglarla pero ahora era suya.
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