Kultur Leioa Lehiaketak 2018

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LEHIAKETAK Concursos Leioa 2018

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LEHIAKETAK Concursos Leioa 2018



Eta hemen zaude. Eta ez dakizu zer aurkituko duzun. Ireki didazu, hori da guztia. Beharbada ez zaitut harrituko. Beharbada, orritxoak zure hatz lodiarekin limur­tzen utziko didazu ere, eta papereko tinta beltzaren akre usaina zure sudurrera igotzen. Jada ezagutzen duzun usain hori. Baita sentsazio hori ere. Orria irekiko duzu hemen, beste bat aurrerago. Eta ikusiko, edo sinistuko duzu aurretik ikusitako gauzak berriro ikusiko dituzula. Eta ez dizut errua botatzen. Aurreko gizakiak begiztatzen dituen gizaki txikiak gara eta. Nahiz eta. Zureak bakarrik diren gauzak daude. Eta horregatik minutu bat bakarrik eskatzen dizut. Lerro batzuk gehiago eta libre utziko zaitut. Begira ezazu. Zure aurrean dago. Nire orrietan zehar.

Y aquí estás. Y no sabes qué vas a encontrar. Me has abierto, eso es todo. Quizá no dejes que te sorprenda. Quizá dejes que mis hojas deslicen sobre tu pulgar, y suba hasta tu nariz el olor acre de la tinta impresa sobre el papel. Ya conoces este olor. También esta sensación. Abrirás una hoja aquí, otra un poco más adelante. Y verás, o creerás que ves cosas que ya habías visto antes. Y no te culpo. Somos pequeños seres humanos que otean sobre anteriores seres humanos. Aunque. Hay cosas que son sólo tuyas. Y por esto tan sólo te pido un minuto. Unas cuantas líneas más y te dejo libre. Observa. Está ante ti. A través de mis hojas.

Kaleak hutsik. Distira, autoaren txapa grisean islada­ tzen den argia. Euri-jasaz ekortutako horizontea. Horren gainean agertzen den tximinia. Heltzen ari den gaueko ilargi zaintzailera igotzen den ke bihurria. Bidea zeharka­ tzen duen ibilgailua. Txabolaren inunantzean lan egiten duen zeramikaria. Ahoa irekitzen ez duen kaltetutako ingudea. Higatuta dagoen mailuz behin eta berriz forman eman. Xirmendu, erramu, arrosa eta krabelin usaina dituzten hitzak. Bere obra zelatan dagoen izku­ tatutako idazlea. Espazioa zeharkatzen duen sirena­ ren uluka. Eraikinaren goikaldean itzaltzen den argia. Besteren istorio misteriotsua. Lo dagoen umea, musikaz kulunkatua. Gautxorien kale desertuan hedatzen den barrea. Eguna hausten duen laino gozoa, datorren beroa, alde egiten duen hotza. Itzalak argitzen dituen argazkilariaren kamera. Artista, margo bihurtzen duen likido itsaskorra. Elkarrekin topo egin eta batzen diren koloreak, mihisean habia egiten dutenak. Idatzitako hitza, deskribatutako egoera. Tinta osatua, bateratua eta laburra. Pentsamendua, zalan­tzan egon eta bere gordelekua jotzen duena.

Las calles vacías. El destello, la luz reflejada sobre la chapa gris del coche. El horizonte barrido por una cortina de lluvia. La chimenea que se recorta sobre ella. El humo que se retuerce y asciende hacia la luna vigilante que se asoma sobre la noche que llega. El vehículo que cruza el asfalto. El ceramista que trabaja en la penumbra de su choza. El yunque maltratado, que no abre la boca. El martillo desgastado que descarga una y otra vez sobre la forma. Las palabras, que huelen a sarmiento, a laurel, a rosa y clavel. La escritora escondida que acecha sobre su obra. El suave ulular de la sirena que cruza el espacio. Una luz que se apaga en lo alto del edificio. Una historia ajena y misteriosa. Un niño que duerme, mecido por la música. La risa que se extiende sobre la calle desierta de los noctámbulos. La suave niebla que quiebra el día, el calor que viene, el frío que se retira. La cámara del fotógrafo que arroja luz sobre las sombras. El artista, el pegajoso líquido que convierte en pintura. Los colores, que encuentran, unen, y en el lienzo anidan. La palabra escrita, la situación descrita. La tinta formada, unida y sucinta. El pensamiento, que vacila y golpea contra su guarida.

Eta hemen zaude berriro. Eta beharbada ezberdin ikusten nauzu, eta ondorioz, orritxoak zure hatz loditik irristatzen utziko didazu. Argazki horretan. Istorio horretan.

Y aquí estas de nuevo. Y quizá me veas diferente, y dejes que las hojas resbalen de nuevo sobre tu pulgar. En esa fotografía. En esa historia.

Orain zureak dira eta.

Que son tuyos, ahora.



aurkibidea índice MAITASUN GUTUNEN XIX. LEHIAKETA XIX Certamen de Cartas de Amor

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LVIII. BIZKAIKO AURRESKU TXAPELKETA LVIII Concurso de Aurresku de Bizkaia

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ONDIZKO EMAKUMEZKOEN XI. AURRESKU TXAPELKETA XI Concurso Femenino de Aurresku de Ondiz

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XVIII. JOTA TXAPELKETA XVIII Concurso de Jotas

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LEIOAKO XVIII. POP ROCK LEHIAKETA XVIII Concurso Pop Rock de Leioa

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POP ROCK LEIOA X. KARTEL LEHIAKETA X Concurso Carteles Pop Rock Leioa

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XXXII. ARGAZKI LEHIAKETA XXXII Concurso de Fotografía XXV. LABURMETRAI LEHIAKETA XXV Concurso de Cortometrajes

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MARGOLARI GAZTEEN XXI. SARIA XXI Concurso Jóvenes Pintores/as

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SAN JUAN 2018 KARTEL LEHIAKETA Concurso Carteles San Juan 2018

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“GAZTETAN” NARRAZIO LEHIAKETAREN XIX. EDIZIOA XIX Concurso de Narraciones “Cuando yo era joven…”

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maitasun gutunen XIX. lehiaketa XIX certamen de cartas de amor A KATEGORIA 1. saria - 1er premio “Voces nocturnas, Celia Carrasco (Tudela, Nafarroa)

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2. saria - 2º premio “Perfume kiratsa”, Olatz Martiartu (Lekeitio, Bizkaia)

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B KATEGORIA 1. saria - 1er premio “Katixa Kahlo”, Iratxe Etxebarria (Arantzazu, Bizkaia)

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2. saria - 2º premio “Amaiera baten hasiera”, Irati Bereinkua (Durango, Bizkaia)

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C KATEGORIA 1. saria - 1er premio “Locura por amor”, Juan Manuel Saiz (Jerez de la Frontera, Cádiz)

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2. saria - 2º premio “Frío”, Raúl Clavero (Madrid)

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D KATEGORIA

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1. saria - 1er premio “Otaku”, Julene Zenikazelaia (Leioa, Bizkaia)

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2. saria - 2º premio “Cómo odio esta guerra”, José Ignacio Señán (Madrid)

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Esta noche te escribo desde la oscuridad de mi habitación, mientras me acurruco entre las sábanas de mi soledad y me doy cuenta de que hoy hemos cumplido diez años juntos. Ahora sonrío al recordar lo asustado que estaba la primera vez que mi piel entró en contacto contigo de un modo similar al que ahora lo hace con la tela, mi respiración acelerada al sentirte tan cerca de mis labios, mis movimientos algo vergonzosos, y el tembleque de mis piernas al acariciar las curvas de tu cuerpo con unos dedos todavía harto rígidos e inexpertos. Recuerdo también que al comienzo me sentí muy fracasado, nada parecía salir como esperaba. Y después, todo iba demasiado rápido, todo fluía a una veIocidad de vértigo, y a medida que fuimos creciendo, nuestros actos se fueron tornando más grandes con la unión que supone el paso del tiempo. Más verdaderos. Ahora ambos conocemos los puntos débiles del otro. También los puntos fuertes. Me has enseñado a ser algo más delicado en mis movimientos, a sacar a la luz mis emociones cuando estamos juntos, a no avergonzarme cuando las cosas empiezan a salir mal, a enorgullecerme por cada nuevo éxito en pareja. Me has animado también a respirar entre silencios mayestáticos, entre sonrisas destiladas. Y me has acompañado en cada tropiezo, me has tendido la mano siempre que me has visto algo perdido, me has ayudado a levantarme por mi cuenta, a darlo todo contigo para después alzar el vuelo. No miento si aseguro que por eso en ocasiones pienso que es posible que a veces la vida a ti te sepa a poco, pues creo que no te he dado todo lo que mereces, que no te he correspondido como debería. No me pasaba al principio, pero a medida que van avanzando los días, tengo la impresión de que no lo hago demasiado bien. Ayer mismo parecía como si te hubiera dejado algo descuidada, pues mis movimientos eran lánguidos y fríos, y el calor de la chimenea me rehuía. De repente tenía la sensación de estar acercando mis labios a ti en un tambaleo peligrosamente silencioso, y mis comisuras no querían darlo todo, el roce de mi cuerpo no era igual de dócil que otras veces, y parecía como si mis huellas dactilares se hubieran tornado de pronto demasiado ásperas para ofrecértelas. Pero no te quejaste, y eso es lo bonito de todo esto: entiendes que estoy creciendo, sabes escanear cada nuevo amor en la intersección de nuestras miradas, sabes asegurar cuándo he bebido, cuándo no tengo ganas de nada; sabes que en verdad no he alcanzado la madurez que pretendo aparentar, que es normal que muchos días el sonido de nuestra voz parezca oxidado de repente. Pero no te engañas. Siempre esperas a que vuelva contigo, pues sabes que nunca te abandonaría. Has aprendido a seguir mis pasos, a perdonarme las meteduras de pata. Me has perdonado el haberte dejado descuidada durante esa época en que estaba enfadado conmigo mismo, molesto por mis repentinos cambios de humor; esa época en que ni siquiera me digné a dirigirte la mirada, sino que te dejé en aquel rincón oscuro, sombrío. Llena de Polvo. Abandonada. Y ahora lo lamento. Lamento haber dejado aquel tiempo muerto ahí en medio, me arrepiento de no haber aprovechado todo lo que tenía, aunque me reconforta el saber que todavía lo tengo, que no se ha marchado, que no he desaprovechado la oportunidad. O, al menos, no del todo. Porque me esperaste. Algo te decía que no era el final, que yo volvería, que la vida es demasiado breve para desperdiciar los mejores momentos. Y por eso aquella cálida mañana de julio, volví, y al ver que tú me habías esperado, que seguías en el mismo lugar de cada día, aguardando pacientemente a que yo estuviera preparado, juré que nunca más te descuidaría de nuevo de esa manera. Y desde entonces, lo he cumplido. Por eso, ahora, en la noche de nuestro décimo aniversario, me digo que ni siquiera merece la pena seguir escribiendo lo que ha sido, sino que voy a ir ahora mismo a contártelo todo, a gritar nuestro nocturno preferido a viva voz contigo. Pues poco me importa que

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sean las cuatro de la madrugada si sé que estarás esperando a que vuelva a colocar la cabeza junto a tu cuerpo; a que deje que por la persiana algo subida penetre un rayo de luna que bañe tu figura de ese color platino que siempre me ha gustado; a que yo ponga mis dedos en tus llaves y volvamos a encontrarnos en ese staccato firme de viento madera que tanto nos gusta, que impregna el aire de liviandad. Que me hace ver que esto no es un sueño, que la vida sigue y los detalles son lo más bonito. Que pese a mi carácter algo descuidado, siempre ha habido entre nosotros los mismos intervalos: uno de cuarta justa y otro de tercera menor. Pues durante estos años tú en todo momento has estado a mi-la-do y tu música ha bañado por siempre jamás de esperanza esta voz anteriormente desganada.

“Voces nocturnas”, Celia Carrasco

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2018ko otsailaren 14a, San Valentin eguna Maite(a): Laket dut bertsolaritzan kartzelako ariketan sexuaren adarra hartzeko duten joera. Laket dut fikzioz­ko eszena horretan zu protagonistatzat jartzea. Zu. Zeu. Zu zeu. Eta ni. Neu. Ni neu. Zu eta ni. Zeu eta neu. Laket dut zure logelako gortinen artetik burua azaldu, eta intimitate debekatua urratzea. Laket dut soinekoa ez-soineko bihurtzen doala so egotea. Laket dut pijama janzteko darabilzun dantza. Laket zure silueta. Laket bainuontzian ere testigu izatea. Laket bitsak ezkutatzen duenaren magia, laketago begi bistara dudana. Laket. Laket zaitu zu. Lorez lore ibiltzen diren horietakoa naizela esan ohi du jendeak. Banan-banan joko nieke atea, eta arrastaka ekarriko nituzke sotora. Bertan akabatuko lirateke gorpu multzoaren keruaz asfixiaturik. Barkatuko didazu halako atrebentzia, baina aspaldi gainditu nuen haragiaren gosea. Jada aingurak botatzeagatiko apustua egiten dut, pertsona bakarrak bete nazakeen usteagatikoa, maite dudanagatik borrokatzekoa. Sekula ez dizut aitortu... baina badakizu zer? Ederra zara, eta ederra da zutaz maiteminduta egotea ere. Ni denbora batez ahaztu nauzula lortu dut (kostata) digeritzea, baina esadazu oroitzen zarela pasaden urteko San Valentin egunaz, arren. A ze gaua hura! Izara artean izerdi patsetan zinen, musu gorri-gorriekin, adatsa zorabiatuta, eta oihu ahal bezain isilenak eginez, logelan jazotakoa logelako lau hormetatik at irten ez zedin, ama esnatzeko amesgaiztoa ekidinez. Ezpainei haginka eginez eta bularra zut. Oilo-ipurdiak salatzen zintuen plazeraz. Eta San Valentin egunean esan ohi den legez, belarrira xuxurla: maite zaitut. Barkamena eskatzen dizut merezi ez zenuen sagar posoiturik eskaini eta noizbait bihotza hau­ tsi badizut. Baina eskerrak ematen dizkizut intimitate debekatua urratzen uzteagatik, biluzik darabilzun dantzagatik, zure siluetak nire siluetarekin osatutako siluetagatik, bainuontzian testigutzat onartzeagatik, zu zeu izateagatik. Inork agintzen ez didalako dut maite maite dudan, Maite. Ez ditut, beraz, sekula ahaztuko maitasuna egin genuen hartako izerdiak, musu gorriak, garrasi kondenatuak, sukarra, zut bular bakarra, min bizia eta minbizia. Baina maitasun-gutuna eta lore-sortarekin agertu zen Bizitza jauna ere zure atarian. Gaur ez, ahaztu zaitu lotsagabe hark. Besarka nazazu eta goazen biok Ilargiraino eta bueltan (beno, bueltan ez agian). Heriotza

“Perfume kiratsa�, Olatz Martiartu

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Leioa, 29 de noviembre de 2017 Mi primera flor, Tus ojos fueron la claridad que necesitaban mis días. Tu sonrisa el camino a mis deseos más ardientes. Deseos que hice nuestros y que nunca compartiré con nadie más que contigo a través de esta carta. Éramos dos niñas que se encontraron de frente después de haberse encontrado tantas otras sin mirarse. Desde el corazón te diré que aquella noche, para mí para siempre mágica, te vi brillar. Brillabas de tal manera que me iluminaste y en mi interior sentí que entre toda aquella multitud estábamos solas las dos, tú y yo. Cuántas noches volví a soñar aquella primera. Cuántos días pensé en que yo estaba loca, que me imaginé aquella situación. Los días pasaron y te volví a ver en la que fue nuestra noche. Volví a sentirlo. Sin querer seguía tus pasos, dirigía mi mirada hacia donde tú estabas pensando que si te perdía de vista te perdería. Perdería la oportunidad de decirte, la posibilidad de mirarte para ver si tú también me veías. Nunca podré arrepentirme. Me besaste y me abrazaste y yo así te respondí. Fueron besos que me revivieron. Abrazos que me devolvieron la ilusión perdida y las ganas de volver a empezar. Poco a poco y aunque con muchos miedos y dudas nos cogimos de la mano. Me escribiste notas de amor por las que yo moría y alguna poesía que una y otra vez yo leía. Entre tus cuadernos vi algún dibujo que a mi se parecía. Sigo recordando que no tardamos mucho en agarrarnos como si fuéramos dos niñas abandonadas, y abrazadas la una a la otra formando un ovillo, aprendimos a respirar al tiempo. No sabría decirte si tú cambiaste mi ritmo o fui la culpable de que tú variaras el tuyo. Para mí te convertiste en una ilusión constante. Mensajes con los que iluminabas mi sonrisa. Horas de conversaciones. Menús al gusto de la cocinera. Infusiones a media noche que elevaban nuestra temperatura corporal. El verano se acercaba y en mi mente ya nos habíamos desnudado. Playas y calas vírgenes con montones de rincones por explorar. Mil y un secretos por escribir en todas esas orillas. Mil y una noches dedicadas a tu cuerpo como me pediste alguna vez. Aunque tú no lo sabías, tenía mi cuaderno de planes para las dos. Planes a los que llegué tarde. No por no querer, si no por no saber hacer. No supe mantener a mi lado a esa chica que tanto amé: esa chica con la que soñé una nueva vida. Podíamos haber escrito muchas más historias. Esas no vividas que ahora escribo. Te mentiría si te digo que ya no te echo de menos, o que sigo mi camino sin pensarte un solo día. Incluso que necesito tus abrazos para ahuyentar a los miedos que me visitan todas las noches. Tú has sido, hasta que has querido, la protagonista de mis días. La protagonista de “nuestra historia”, como tú le llamabas. Cuando mis sueños se cumplan, ese día, esta carta llegará a ti. Y es que, ¿cómo dejar de creer

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que los sueños se cumplen? Eso significaría para mí dejar de soñarlos, y como voy a dejar de soñarlos, si es el único momento en el que puedo abrazarte de nuevo. Katixa Kahlo P.D: Con todo mi amor para mi cosita, por siempre y como siempre, nos vemos en mis sueños. En nuestro escondite de aquellas madrugadas de insomnios.

“Katixa Kahlo”, Iratxe Etxebarria

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Zuri: Ezberdina izan zen gau hura. Tabernako argiak itzaltzean hurbildu zinen niregana, “behingoagatik, ordua izan da” esanez bezala. Txuma Muguruza zebilen kantuan tabernako bozgorailu guztietatik “maite zaitut zure bota altu eta gona beltz hoiekin”, zihoen, bai, atzo bailitzan dut buruan momentua. “Besarkatu nahi nuke zure larru goxua”. Zuri begira egiten nuen nik ere kantu, baina zuk ezetz zenion buruarekin. “Ezinezkoa da” zenidan begiradarekin. Txikitatik ezagutzen ginen, txikitatik elkarbanatu genituen gona, soineko, marradun leotardo eta guztiak. Aldagelak ere elkarbanatzen genituen gimnasiako klaseak bukatzean. Ez dakit gogoratuko duzun guzti hau, baina nik askotan galdetu oi diot nire buruari ia hauek izan ziren guztiari hasiera eman zietenak, edo beranduagoko gaia den eta nire buruan arrazoi eta seinaleak bilatzen besterik ez nabilen. Alkohola genuen gau hartako erregina nagusia. Lagunen algara hotsak atzealdean. Tabernako zarata hotsa gure elkarrizketarekin nahaspilatzen zen. Uhinak korapilatzen ziren alde batetik bestera. Esaten zenuenaren laurdena ere ulertzea zail egiten zitzaidan, urduri nengoen nonbait. Baina bertan geunden. Zu eta ni, bakoitzak haren edalontzia eskuetan kontu kontalari. Gure narrazioen kontalari ziren ezpainen hurbiltasunak zerioten lurrun ikusi ezina sumatzen nuen ate joka nire masailetan. Ukitu ere egiten ziren ezpainak, noizbehinka ukitzen ziren, bai. 11 urte genituen hilekoa jaitsi zitzaizun lehenengo egunean komunera laguntzeko eskatu zenidanean. “Hara, begira, nagusi egin naiz jada” esan zenidan gorriz zipriztinduriko zure kulero txuriak erakutziz. Banekien beldurturik zeundela, momentuan zer egin jakin gabe, besteek zer esango zutenaren beldur. Ni, nire barneko munduak guztiz irentzirik, isilik geratu nintzaizun begira. Agian, ando pentsatzen jarrita izan zitekeen hau hasiera. Erreakzionatu ezinik geratu nintzen. Edalontzia, alkoholaz itotako edalontzia, eusteko eskatu zenidan orduan zentzurik gabeko elkarrizketa hura eten nahian. Zure zorro handitik zigarro paketea atera eta ahoan jarri zenuen zigarroa libre zeneukan beste eskuarekin piztuz. Metxeroa gorde bitartean lehenengo zupada eman zenion zigarroari. Ondoren, atzamar artean eutsi eta kea ahotik leuntasunez, polikiro bota zenuen airera. Ni betilez begira. Zer esango pentsatzen. “Erreakzionatu” hitza zebilkidan buruan alde batetik bestera hitzaren oihartzunak beste ezer pentsatzen uzten ez zidalarik. Baina ezer. Hilekoaren egunean bezala, geldi, begira, isilik. 14 bat urterekin hondartzara joaten hasi ginen lagunok, guztiok ginen neskak gure taIdean. Guk bai zortea. Trenean edozein gairi buruz hitz egin genezakeen inork gu zirikatuko gintuenaren beldur izan gabe. “Ez al duzue nire ondoan esertzen den mutila gustuko? Pasada bat da!” Zioen batek. “Bai zera, nik nahiago altuak txikiak baino! Badakizue, badiote batzuek altueraren araberakoa dela, badakizue, zera...” Eta barre algarak. “Egin dezagun mutil guapoenen zerrenda eta gutako bakoitzari bat jarriko diogu ia nor heldu musu ematera uda amaierarako!” Eta lortu zenuen. Lagun guztiak harriturik utzi zenituen, eskolako mutil ezagun eta protagonistenari, neska guztien ahotan zebilenari, eman zenion zure lehen musua. Gogoan dut irudia. Beste behin edalontzia bueltatu nizun. Zurea zein zen banekien, ezpain gorrien markak uzten baitzenituen beti edalontzi ertzeetan. Zigarroa eskaini zenidan. Ezetz esango nizulakoan egin zenuen, eta nik ere ezezkoa emango nizunaren ustezkoarekin esan nizun baietz. Zu imitatzen hasi nintzen, ez nuen erretzeko ohiturarik, eta egia esatearren ere erretzen nuen lehenengoa zela uste dut. “Nagusi egi-

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ten zaitu” esan zenidan. Ez nekien zertaz zebiltzan hizketan. Zure aho xumea nire belarri are xumeagora hurbildu eta “erretzeak, zu erretzen ikusteak egin dit grazia. Nagusi egiten zaituela uste dut”. Eta horra hor lehenengo musua. Belarrian. Gorputzeko ile guztiak jarri zenizkidan puntan. Guztiak. 16 bat urterekin hasi ginen Euskal Herriko jai guztietara joaten. Jada bazegoen mutila zuena gure lagun taIdean, baita mutilik ez zuena baina jai bakoitzean berri bat ezagutzen zuena, bazegoen baita harreman sexualak izan zituena (garai hartako monotema genuena). Zuk ere aurrera egin zenuen nolabait esatearren, eta besteekin batera zirikatzen ninduzun inoiz musurik eman ez niolako inori. Zuk zigarroa bukatu zenuenerako erdia falta zitzaidan niri. Esku batez laztandu zenidan orduan aurpegia. Atzamar lodiaz ezpainak ere laztandu zenizkidan. Babestu egiten gintuen tabernako iluntasunak, noizbehinka fokoen argi-izpi arinek. Neguak hotz jotzen zuen, baina uda genuen jendez beteriko taberna hartako urtaro. Zerbait kontatuko zenidanaren keinu egin zenidan beste behin eta sama aldea musukatu zenidan. Bazenekien nola egin. lzotz bloke handi bat ematen nuen nik momentu hartan. Musikarik ere ez nuen entzuten. Guztia geldirik ikusi nuen momentu batez. “Erreakziona ezazu behingoagatik, mesedez” nire buruko ahotsak; hilekoa zer zen, nolakoa zen erakutsi zenidan egunean bezala; trenean hondartzara bidean mutilez hitz egiten genuenean bezala; zuk mutil hari lehen musua eman zenion gau hartan bezala nengoen. Erreakzionatu ezinik. lrudi denak bat-batean nire buruan, giraka-biraka, inolako zinkronizazio, inolako zentzu eta inolako ordenarik gabe. Erreakziona ezazu orain, mesedez. Baina ez, hor segitzen nuen guztiaren hasiera, arrazoia nonbait bilatuko nuenaren esperoan. 18 urterekin bakoitzak haren bidea hasi zuen. Etorkizuna prestatzeko unea heldu zitzaigun, oraina ahaztu eta etorkizunera begiratzeko unea. Zuk kazetaritza ikasketak hasi zenituen, nik, psikologiari ekin nion. Lagun berriak, egunerokotasun berria, interes berriak. Guztia aldatu zitzaigun. Seguruenik jakin ere ez duzu egingo baina, tira, nire lehen mutil laguna ere izan nuen garai hartan (hark ere zirikatu ninduen aurretiaz beste mutilik izan ez nuelako). Eta hemen gaude orain. Elkartu dira istorio guztiak. Alkohola dugu gaueko erregina nagusia. Lagunen algara hotsak atzealdean. Tabernako zarata hotsa gure elkarrizketarekin nahaspilatzen ari da. Uhinak korapilatzen dabiltza alde batetik bestera. Esaten duzunaren laurdena ere ulertzea zail egiten zait, urduri nago nonbait. Baina bertan gaude. Zu eta ni, bakoitzak haren edalontzia eskuetan kontu kontalari (jada izotzak urturik). Gure narrazioen kontalari diren ezpainen hurbiltasunak darioten lurrun ikusi ezina sumatzen dut ate joka nire masailetan. Ukitu ere egiten dira gure ezpainak, noizbehinka ukitzen dira, bai. “Emango zigarro bat nire etxera bidea egiten dugun bitartean?” erreakzionatu nuen.

“Amaiera baten hasiera”, Irati Bereinkua

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«El amor nace del recuerdo y muere por olvido». Pablo Neruda Saltapiedras. 1898 Hermano: Ha nacido el día entre nubarrones y hojas del color del azafrán que alfombran el suelo; una estera de hojas sin alma que parecen cobrar vida cuando el viento las alza en un revoloteo caprichoso. Madre oye mi llanto y viene al moisés a buscarme. Me coge en brazos y pone templada mi piel. Eso dice ella. Y yo no puedo contradecirle. Si no duermo murmura palabras que adivino dulces. Con los brazos me mece y me mira mientras se le escapan un par de lágrimas a la vez que susurra mi nombre. Padre aviva el fuego de la chimenea, observa a madre y le dice que tiene preparado el desayuno. Entonces me deja en la cuna, va a la mesa y da un sorbo a la leche mientras le cuenta a su esposo qué ropa va a ponerme hoy. Padre no atiende a lo que le dice; echa la vista al plato y con los dedos rebaña despacio las migajas de pan mientras madre sigue contándole que tiene que abrigarme porque la mañana está fría. Madre hace ya tiempo que no prueba otra cosa que la leche. Cuando termina se levanta y le pregunta a padre si no va a acercarse a verme. Pero él no contesta. Nunca contesta. Haga frío, caiga nieve o cellisca, siempre se marcha de casa. Se pasa fuera casi toda la mañana, partiendo troncos con el hacha o trabajando la tierra. Después vuelve agotado, con las manos encalladas y sin hablar. Madre no se separa en toda la mañana del moisés. A ratos me coge y me habla y me pregunta cosas mientras me acuna. Cuando se cansa se sienta conmigo en brazos, me pone con cuidado sobre su barriga hinchada y se balancea despacio, de forma casi imperceptible, en la mecedora que hay junto a la ventana. Es allí donde puedo ver su piel pálida de luna, sus ojos, los surcos en la cara que la avejentan a pesar de no haber cumplido aún los veintiocho años. A veces, desde donde está, le dice a padre que se acerque. Entonces el hombre se alza con mil trabajos, masculla algo y va a ver qué quiere su esposa. «¿No es hermoso?», le pregunta. Padre levanta un poco el brazo, luego lo deja quieto y al final, con la mano abierta, acaricia a madre la mejilla y después la barriga donde esperas desde hace siete meses para ver la luz del mundo. Luego se da la vuelta despacio y de nuevo se sienta junto al hogar, cuyos leños chasquean en el silencio del mediodía. Madre mira por la ventana y ve la desnudez de los chopos, sus brozas recortadas delante del cielo gris. Observa aquello en silencio y me canta una nana mientras fuera los árboles se siguen desnudando con sigilo.

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A veces madre se duerme mientras me acuna. La escucho hablar en sueños, llamarme a mí o a padre. Después se despierta, me lleva a su pecho y me aprieta suave contra él. Luego le llegan esas lágrimas que caen de sus ojos tan silenciosas como las hojas al camino. Al irse la tarde, hermano, le dice a padre que ardo otra vez de fiebre y que llame al doctor. «Ve, te lo imploro», habla madre, «ve», musita mientras moja un lienzo y me lo coloca en la frente. Padre se pone su viejo gabán y se marcha. Luego el silencio del anochecer, roto solo por el llanto desesperado de madre, toma la estancia donde crepita el fuego de la chimenea. Todo entonces se vuelve sombras, hermano: el bosque se torna un paraje inhóspito de sombras ceñudas, el aire que sopla son melismas y letanías metálicas. Al rato padre vuelve, pero no trae al médico. Viene solo. Da algún traspié y los ojos le brillan como dos fanales, aunque sé que no es por llorar. Padre se traga la congoja con los vasos de vino, a solas en un rincón de la taberna que hay cerca de casa. Pero no llora. Y si lo hace, yo no le he visto jamás. Madre me deja un momento en la cuna y se acerca a padre que huele a alcohol y a sudor viejo. Sin decir nada lo tapa con una manta, le besa en la frente y se le queda mirando un rato. Después madre se acerca al moisés vacío y ve solo las sábanas y mi toquilla, aquella que toma cada día imaginando que aún puede tenerme en brazos. Luego se acerca a la ventana y me busca entre las estrellas mientras te dice que aquel lucero que chispea en lo más alto soy yo, tu hermano.

“Locura por amor”, Juan Manuel Saiz

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Raquel, mi amor, te extraño. Te añoro tanto desde hace tanto tiempo que ni siquiera sé cuándo empecé a echarte de menos. Ahora hace frío en tus ojos cada vez que nos cruzamos en el pasillo, y mis palabras flotan cargadas de escarcha cuando te saludo, y bajo nuestros pies cruje la nieve en todos los rincones del salón, de la terraza, de este dormitorio que ya no es nunca escenario de batallas. Ha tenido que marcharse definitivamente de casa nuestra hija para que me diera cuenta, ¿tú ya lo sabías? ¿Eras consciente de que un iceberg se había instalado entre nuestros dedos? Quizá la culpa es de los dos. En algún momento dejamos de ser aquellos exploradores que cartografiaban territorios inexplorados en el cuerpo del otro, y las brújulas de nuestras pupilas nos susurraron traicioneras que ya sabíamos todo cuanto había que saber, y creímos que nuestras bocas ya no albergaban secretos, y nos retiramos, despacio, a los rincones opuestos del sofá. Hoy, sin embargo, has dicho mi nombre, y al girarme he descubierto en ti caminos cubiertos de maleza, rutas desconocidas, y he recordado de pronto el sabor de tu aliento en mi cuello, y las notas que yo dejaba en el bolsillo interior de tu antigua bandolera cuando empezaste a dar clase en la Universidad, y las primeras noches cocinando juntos, sin calefacción, sin dinero, pero con un futuro como un inmenso mar en calma. Al ver mi rostro, supongo, descompuesto, has caminado hacia mi, repitiendo palabras que no he podido escuchar porque yo ya estaba en otro tiempo, en otro espacio, y se ha apoderado de mi estómago el impulso casi infantil de aprender tu piel de nuevo, y de bailar torpemente para hacerte reír, y de observar durante horas, mientras lees ovillada en el sillón, ese movimiento leve de tus labios que siempre me hizo pensar que le susurrabas tus historias a algún fantasma. “Juanjo, ¿estás bien?”, has preguntado, con la preocupación calmada de quien ya sólo recibe malas noticias, y he sentido ganas de llorar, y entonces, por primera vez desde que volvimos a estar solos, nos hemos abrazado. Por eso escondo esta carta en el bolsillo interior de tu antigua bandolera, con la esperanza de que también a ti la nostalgia te empuje a buscar en el pasado, y de que prenda en tus manos como la primera llama que hubo entre nosotros, como la última llama que nos queda. Hazme una señal de humo si la encuentras. Estoy convencido de que todavía podemos derretirnos juntos, hacer que el fuego crezca, y arder, sin prisa, hasta que la vida nos consuma.

“Frío”, Raúl Clavero

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Onartzen dut gero eta hurbilago nengoela otaku bat izatetik, medikuak dixit. Tramankulu elektronikoez lepo, nire logela bilakatu zen nire unibertso birtuala. Gurasoak, ama, bereziki, astun baino astunago jarri ziren, ekin eta ekin ni gelatik ateratzeko; horregatik, euren mihia apur bat lotzeko asmotan, izena eman nuen Komunikabide Zientzietako fakultatean. Ziuraski ez duzu nigan erreparatu, nire maskor-betaurrekoak jantzita, nahiko ohargabe pasatzen saia­tzen naizelako goizero, unibertsitaterako autobusean, betiko bidea errepikatzen dugunean. ZURE BEGIAK Sare pelagiko baten antzera harrapatu ninduten. lkasle guztiek begiak mugikorrean iltzatuta edo musika entzuten ematen zuten bidaia, irlak bailira; zuk ez, burumakur zihoazen ikasle guztien artean zeu zinen bakarra leihotik kanpora begira zihoana. Ordura arte, gogaikarri, gastatu eta topiko hutsak iruditzen zitzaiz­kidan begien kolorearen gaineko metafora guztiak, tupustean etorri zitzaizkidan burura; ezti kolorea ez zen deigarriena, ordea, begietatik zerion ume jakinmin hura, mundua deskubritu berri duen haur baten harridura bukaezina izan zen txunditu ninduena, inoiz heldu ez bilakatzea deliberatu duen pertsona batena. Eguneroko bidai horrek dependentzia moduko bat sortu dit, sentitzen nuen giza nagikeria gainditzen baino, leuntzen lagundu didana. Zu ezagutu baino lehenago, alferrikakoak izaten ziren besteek: lagunek, gurasoek, auzokideek... niregana hurbiltzeko egindako ahalegin guztiak; zurrunbilo autosun­ tsitzaile baten murgilduta eman ditut nerabezaroko urte gehienak, edozein galdera nahiko zen nire erantzun eztenkarietako bat jasotzeko eta jendea uxatzeko. Borondate oneko hitz eta aholkuak pellokeria hutsalak iruditzen zitzaizkidan, ezin nuen jasan helduen hitz egiteko modu zirkular hura. ZURE AHOA Erlaxatuta sentiarazten nau, bruxismoak eragiten didan tentsioa askatzeko balio izaten dit zure ahoan pentsatzeak. Erdi zabalik eta irribarre izan litekeen horren esperoan jartzen duzu aurrean daukazuna. Zertan egongo zara pentsatzen lasaitasun hori trasmititzeko? Ze pentsamendu zoro, lizun, iradokitzaile darabilkizu ahoz trasmititzera ausartzen ez zarena? Noizbait konpartituko duzu nirekin? lzango al dut zorte hori? Udazkeneko egun arrunt batean izan zen, kalegarbitzaileen amesgaiztoa den udazkeneko egun haizetsu baten; beste aukerarik ez eta zure aurrean jesartzea egokitu zitzaidan autobusean. ZURE KARPETA Ezkutu baten antzera eraman ohi zenuen, bularraren kontra estu-estu eginda. Beltza, letra zuri handiz EHU eta hunkigarria iruditu zitzaidan Konata lzumiren pegatina. Nolabaiteko babesa bilatzen zenuela karpetarekin otu zitzaidan, nik, betaurreko eta txanoarekin egiten dudan moduan, gutariko bakoitzak bagenuela gure oskol babesle partikularra. Noizbait, zure baimenarekin jakina, karpeta hori kendu nahi nizuke, zuk karpeta eman eta nik trukean, txanoa eta betaurrekoak. Baina, zer gordetzen duzu karpeta barruan? Apunteak baino gehiago egingo nuke; begi ameslari horiekin ziur marrazkiz, abesti letrekin, poemekin daukazula ilustratuta: zure ilusio, desira eta ametsen zati bat karpeta horretan barna daudela gordeta esango nuke, eta ni, zure amets horiekin guztiekin maiteminduta, kateatuta naukazu.

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ZURE ESKUAK Ez nuke esango bereziak direnik, ez dituzu kontserbatoriora joaten direnen eta etxean orduak, atsedenik gabe, pianoa jotzen eta auzokideak torturatzen ematen dituztenen hatzamar luzexkak. Ez txiki ez handi, artega zaudenean atzazalak marruskatzeko ohitura duzu; hala ere, natural-natural erakusten dituzu karpeta eusterakoan, inolako apaingarririk gabe. Erpuru eta hatz erakuslea elkartzen diren punttuan tatuatuta daramatzazun izartxoak dira orijinalena, eta edonoren begirada erakartzen dutenak. Nire manga guztiak oparituko nituzke zure esku-ahurren laztana sentitzearren. ZURE ILEA, ZURE AZALA, ZURE... Sortu berriko sentimentuei haize emateko hasi nintzen gutun hau idazten, ez neukan pentsatuta zurekin konpartitzea, jasaezin egiten zitzaidan ni bezalako manga eta anime zale zoroa, play-stationeko borrokalari sutsua, unibertso onirikoaren txapeldun garaiezina, hainbat bider maitasun kontuak “kursikeria”tzat jo zituena, honelako tenorean aurkitzea; baina, gaur, estreineko aldiz, karpeta altzoan utzi eta zuzen-zuzenean begiratu didazunean, nire irlatasuna inbaditu duzu.

“Otaku”, Julene Zenikazelaia

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Paco, mi amor, por qué no terminas con esto de una vez y te entregas, hombre. Ya verás como las cosas van a ir a mejor, que llevas demasiado tiempo escondido en los montes. Te mando con Lucio, además de esta carta, dos ristras de chorizo de la matanza, un queso, dos calzones y un jersey de lana para que te abrigues bien. Dicen que a los que se entregan ahora no les hacen nada malo. Algunos, a los dos años los sueltan. ¿Por qué no te entregas, Paco? Me dice Lucio que andas tosiendo mucho últimamente y que por ahí arriba hace bastante frío por las noches. Me ha gustado mucho tu carta. Me la he leído ya tres veces y lo que más me gusta es cuando me dices que te acuerdas de mí. Si pudiéramos estar juntos las cosas serían de otra manera, Paco. Los días se me hacen larguísimos porque en el pueblo no hay nada que hacer. Cuando cae la tarde, las mujeres se meten en sus casas mientras esperan que sus hombres terminen de tomar un chato en el bar de Andrés. Y yo, como no espero a nadie, me muero de pena, Paco. La casa se me cae encima, se me quitan las pocas ganas de comer que tengo y a oscuras te echo de menos mirando la puerta una y otra vez a ver si apareces. Y como no vienes, me meto en la cama sola, llorando, pensando en ti y en las cosas que podríamos hacer si estuvieras aquí. No sabes cómo odio esta guerra, y cómo odio a los nacionales y a los republicanos, a todos, Paco. Porque no nos dejan ser felices, llevar una vida normal, trabajando el campo, cuidando los animales y teniendo hijos. Ya sabes, porque te lo he contado muchas veces, las ganas que tengo de tener un chiquillo y mientras no te entregues no vamos a poder tenerlo. Serán solo dos años y luego podremos ser felices otra vez. A la Julia, la de la calle Real, le ha escrito su hijo desde América, y dice que allí las cosas están mejor, que hay trabajo para todo el que lo quiera. Dice que si eres un poco mañoso o si tienes oficio, trabajo no te falta. Paco, tú antes de la guerra trabajabas en la fábrica de maderas y además sabes manejar bien el ganado, así que podrías encontrar trabajo en América, como el hijo de la Julia. ¿Por qué no vuelves, mi amor? Dentro de dos años podríamos irnos allí, a empezar una nueva vida. Mira yo estoy intentando ahorrar de lo que saco de vender la leche, y ya tengo guardadas ciento cuarenta y seis pesetas. Dentro de poco tendré para los dos billetes del barco. Paco, no sabes lo que te echo de menos. No puedo vivir sin ti. Me muero de miedo pensando que te pueda pasar algo por esos montes o que cualquier día te cruces con una pareja de la guardia civil y te peguen un tiro. Ah, se me olvidaba decirte. La Trini se ha quedado preñada de la última vez que bajó Justino, y está más contenta que otra cosa. Yo le estoy haciendo una toquilla para cuando nazca el chiquillo. Antonio, el de tita Juanita, se ha comprado dos mulas y hace portes entre los pueblos llevando las cosas que pesan y así dice que está ganando unas perras. Te contaría muchas más cosas pero casi todas tristes porque, a pesar de todo, en el pueblo las cosas siguen como siempre y hay que andarse con cuidado de con quién se habla. Si por lo que sea no puedes bajar al pueblo pronto, mándame una carta con el primero que baje. Ya sabes que yo hablo con las otras todos los días, y si alguno baja siempre trae noticias de los demás.

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Bueno amor mío, si notas algunas letras corridas no te preocupes que es que se me ha caído encima de la carta un poco de agua que estaba bebiendo. Hazme caso, Paco. Te lo pido por favor. Hace ya tiempo que acabó la guerra y no merece la pena que os paséis media vida tirados por esos montes. Te quiero, mi amor.

“Cómo odio esta guerra”, José Ignacio Señán

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LVIII. bizkaiko aurresku txapelketa LVIII concurso de aurresku de bizkaia NAGUSIAK - ADULTOS 1. saria - 1er premio Lander Campos (Santurtzi, Bizkaia) 2. saria - 2º premio Rubén Pena (Bilbao, Bizkaia) 3. saria - 3er premio Iker Martín (Getxo, Bizkaia)

GAZTEAK - JÓVENES 1. saria - 1er premio Josu Marcos (Leioa, Bizkaia) 2. saria - 2º premio Gorka Granados (Sopela, Bizkaia)

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ondizko emakumezkoen XI. aurresku txapelketa XI concurso femenino de aurresku de ondiz NAGUSIAK - ADULTOS 1. saria - 1er premio Ibabe Beristain (Portugalete, Bizkaia) 2. saria - 2º premio Garazi Fernández (Sestao, Bizkaia) 3. saria - 3er premio Zuriñe Mendia (Bilbao, Bizkaia)

GAZTEAK - JÓVENES 1. saria - 1er premio Lierni Paul (Berango, Bizkaia) 2. saria - 2º premio Irati López de Vallejo (Leioa, Bizkaia)

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XVIII. jota txapelketa XVIII concurso de jotas NAGUSIAK - ADULTOS 1. saria - 1er premio Ane Urruzola (Billabona, Gipuzkoa) Iker Sanz (Lezo, Gipuzkoa) 2. saria - 2ยบ premio Laura Bastida (Azpeitia, Gipuzkoa) Ekain Uzkudun (Azpeitia, Gipuzkoa) 3. saria - 3er premio Maider Aginaga (Lezo, Gipuzkoa) Iker Belintxon (Lezo, Gipuzkoa) GAZTEAK - Jร VENES 1. saria - 1er premio Itziar Bastida (Azpeitia, Gipuzkoa) Anaitz Lizartza (Azpeitia, Gipuzkoa) 2. saria - 2ยบ premio Irati Saizar (Lezo, Gipuzkoa) Danel Serrano (Lezo, Gipuzkoa) 3. saria - 3er premio Irati Lรณpez (Sopela, Gipuzkoa) Gorka Granado (Sopela, Gipuzkoa)

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leioako XVIII. pop rock lehiaketa XVIII concurso pop rock de leioa Pop Rock saileko irabazlea eta Irabazle Orokorra - Ganador sección Pop Rock y Ganador Absoluto The Amsterdammers (Madrid) Metal saileko irabazlea - Ganador sección Metal The Flying Scarecrow (Leioa, Bizkaia) Euskarazko abestirirk onena - Mejor canción en euskera “Atera kanpora”, Haustura (Ispaster, Bizkaia) “Leioako Udala” Saria - Premio Sully Riot (Leioa, Bizkaia)

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X. kartel lehiaketa pop rock leioa X concurso carteles pop rock leioa Saritutako kartela - Cartel ganador Ziortza Alonso (Portugalete, Bizkaia)

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leioako XXXII. argazki lehiaketa XXXII concurso de fotografía 1. saria - 1er premio color “La siesta”, José Enrique Martínez (Leioa, Bizkaia)

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1. saria - 1er premio b/n “Misa ortodoxa 3”, José Beut (Valencia)

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Multzorik onena - Mejor Bloque “Desenterrados 1, 2, 3”, Diego Pedra (Cornellá de Llobregat, Barcelona)

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Herriko lanik onena - Mejor obra local “Invasión”, José Martín (Leioa, Bizkaia)

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Herri bozkaketa argazki saria - Premio fotografía votación popular “Amaraunaren lilura III”, Daniel Rodríguez (Sopela, Bizkaia)

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“La siesta” José Enrique Martínez

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“Misa ortodoxa 3” José Beut

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“Desenterrados (1)� Diego Pedra

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“Desenterrados (2)� Diego Pedra

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“Desenterrados (3)� Diego Pedra

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“Invasión” José Martín

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“Amaraunaren lilura III” Daniel Rodríguez

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XXV. laburmetrai lehiaketa XXV concurso de cortometrajes 1. saria (gaztelaniaz) - 1er premio “Stimulated simulation”, Jaime Venegas 1. saria (euskaraz) - 1er premio (euskera) “Areka”, Atxur Animazio Taldea 2. saria - 2º premio “Kid’s game”, Pablo Urrecha Herriko lanik onena - Mejor obra local “Alicia”, Gonzalo Quincoces

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margolari gazteen XXI. saria XXI concurso jóvenes pintores/as

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1. saria - 1er premio Leticia Gaspar (Bilbao, Bizkaia)

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2. saria - 2º premio Beatriz Marcos (Burgos)

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3. saria - 3er premio Silvia de la Cruz (Bilbao, Bizkaia)

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Aipamen berezia - Mención especial Maite Agirre (Getxo, Bizkaia)

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Tokiko lanik onena - Mejor trabajo local Borja Muñoz (Leioa, Bizkaia)

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Gazte saria - Premio joven Fátima Cochón (Sopela, Bizkaia)

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Leticia Gaspar

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Beatriz Marcos

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Silvia de la Cruz

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Maite Agirre

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Borja MuĂąoz

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Fรกtima Cochรณn

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san juan 2018 kartel lehiaketa concurso carteles san juan 2018 Saritutako kartela / Cartel ganador “Suzko begirada�, Esther Alonso (Leioa, Bizkaia)

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“gaztetan” narrazio lehiaketaren XIX. edizioa XIX concurso de narraciones “cuando yo era joven” A KATEGORIA 1. saria - 1er premio “Sobre fondo helado”, Celia Carrasco (Tudela, Nafarroa)

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2. saria - 2º premio “El bichito”, Aina Casal (Barcelona)

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B KATEGORIA 1. saria - 1er premio “Princesa. Dansk Bergen”, Patricia Fernández (Talavera de la Reina, Toledo)

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2. saria - 2º premio “Bitaminarik gabe”, Olatz Martiartu (Lekeitio, Bizkaia)

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C KATEGORIA 1. saria - 1er premio “Oriol. El mejor caballo de carreras del mundo”, Juan Manuel Sainz (Jerez de la Frontera, Cádiz)

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2. saria - 2º premio “El derrumbe”, Patxi Basurto (Vitoria-Gasteiz, Araba)

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D KATEGORIA 1. saria - 1er premio “La cajita de fósforos”, Ramón de Aguilar (Valencia)

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2. saria - 2º premio “El mundo y yo”, Emma García (Vitoria-Gasteiz, Araba)

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SOBRE FONDO HELADO Nunca he sido una persona segura. Cuando camino por la calle siento las miradas de las hojas de los árboles clava­ das en mis sienes, apretando, punzantes, y me vengo abajo sin saber muy bien por qué. Tengo la impresión de que mis pasos se alejan, a cada instante que pasa, un poco más de su camino; van virando a la derecha paulatinamen­ te, como si no me pertenecieran y navegaran a merced del viento, como si les costara más de lo que aparenta acarrear estos pesados años que se van arraigando en mi oblicua espalda; y, al mismo tiempo, siento cómo en mi fuero más interno las cosas más pequeñas empiezan a hacerse grandes, no sé si sólo para mí o también para el resto de idiotas melancólicos de esta incomprensible especie –si es que todavía queda alguno más– que se despeina con el latido del viento. De vez en cuando, cuando ya me he alejado demasiado de las zonas en las que hay luz a estas horas en las que la gente con cabeza y con una meta en esta vida está pasando la noche en vela, en su casa, calentita, veo en algún escaparate o en algún que otro charco helado cubierto de mugre y de fango ese fruncimiento del labio en la comisura derecha de un rostro apenado: la mirada vagamente dolorida de quien se siente al margen porque va siendo ya entrada la madrugada y nadie lo espera; de esa persona a la que se le han acabado todas las excusas para seguir viviendo y se arrastra, como consecuencia, entre los bares cercanos, con una copita de vodka en la mano, habiendo dejado un reconcomio de emociones desordenadas al cuidado de los dueños de un casino, por las cuatro perras que le quedaban en el bolsillo trasero del pantalón vaquero. Me siento, así, encerrado a la intemperie en una ciudad llena de cristales, desnudo y con una maleta vacía, pero antes de maldecir mi nostálgica situación me recuerdo a mí mismo que hay cosas que no son culpa de nadie. De nadie. Pero de unos menos que de otros. Y eso lo sé muy bien. Sé, uno: que la voz segura y épica de aquellos que han osado moldear los versos que nos rodean se muestra en esas líneas perfectamente trazadas, paralelas pese a difusas y sin sentido en ocasiones, que fluyen, que nos marcan, que nos prensan, que cobran vida sin brusquedad, con una presencia más que rotunda; dos: que en Berlín, en las tiendas de recuerdos que solíamos visitar juntos, habrán seguido vendiendo en estos últimos años, trozos de muro con certificado de validez como para dar una vuelta y media al mundo; tres: que los presentadores de noticias de la televisión siempre muestran el mismo semblante y la voz serena pese a que tengan, al igual que todos nosotros, sus días buenos y malos; y cuatro: que los fabricantes de tijeras, diga lo que diga, seguirán por siempre jamás poniendo plastiquitos a las que venden, para que cuando te compres una por no tener, necesites otra para abrirla. En esto estoy, en estas inmediaciones, cuando mi errático caminar entre los despojos de esa grava que se ha ido independizando del resto de la carretera, que se ha ido dispersando urbi et orbi con ayuda de los transeúntes, los coches y el viento, me conduce adonde ya sabía que iba a llegar si bien ni siquiera había prestado atención al cami­ no que iba siguiendo. Me topo, de este modo, con un edificio abandonado, anteriormente repleto de gente y hoy en mitad de ningún sitio. Un pabellón vallado, vacío, y de carácter un tanto lóbrego y siniestro, que lleva alrededor de cuatro décadas sin ser empleado ni tampoco derruido. Que permanece ahí, impasible: un cuadro desgastado, macilento, casi blanco, en memoria de una generación ya olvidada que poco a poco ha ido cayendo un poco más abajo de la escalera que un día construyó, y a la que apenas le quedan un par de uñas mordidas para perderse por completo. Pero es insólito, porque yo, compañero de los malos hábitos, sigo aquí, en el mismo lugar que aquel abril, y juraría que ese niño de semblante distante que escuchaba a The Beatles, se llevaba todos los palos del maestro y alguno más, y jugaba a la rayuela, acaba de acudir a prestarme su sincera mirada de perdición, pues constato, con algo de extrañeza y cierta sensación de desamparo, que todavía sigo cogiendo mal la pluma, que lo que antaño fueron lontananzas está en el mismo sitio de siempre, y la estructura helicoidal que da entrada al recinto ha ido, al igual que

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el resto, haciendo frente a la nieve, al deterioro, al hielo; a esa paradójica naturaleza que hace que los pocos que ahora quedamos de aquellos que lo conocimos en su época de esplendor veamos en su fachada, en ese techo abierto por la derecha sobre el que la brecha de la luna ya ha empezado a despuntar con un tono clarificador, una vasta inmensidad de voces quemadas, reflejo de que aquello a lo que tantos se aferraron estaba lleno de espinas, pues de esos pantalones de campana ahora tan sólo quedan cicatrices ahogadas que, como consecuencia de la regla del dominó, en estos últimos años han ido decayendo. Permanezco así largo rato, contemplando con el rabillo del ojo cómo el vasto edificio se yergue con eminencia, al tiempo que al otro lado el charco pantanoso con el que me he manchado me sigue esperando, para que meta la pata una vez más, pero no hago ni lo uno ni lo otro, sino que me quedo en medio de esas dos dimensiones que se van estrechando como quien no quiere la cosa, en un presente que no cesa entre el pasado que fue y el futuro que no será, pero que se aprecia cada vez más cerca. En tanto que ese yo que quiere enfrentarse a lo que dejó y el otro que prefiere volver a la carretera en la que estaba hace un instante mantienen una lucha, mientras siento que ninguno de los pensamientos es mío, que ninguno hace por ayudarme sino por adueñarse de mi ser, que en verdad no pertenezco a ninguno de los dos lados. Que podría, pero no quiero. Y a pesar de todo, a pesar de mis intentos por mantenerme sereno, de mi deliberada tolerancia conmigo mismo, a pesar de mis tentativas de ignorar esa realidad onírica manipulada por un dios borracho, al final mis labios acaban por perfilar una palabra entre esas sombras de la noche que forjan mi silencio mayestático. Shira. Un acorde de vaho, una pincelada melodiosa, un suspiro de afonía, una tenebrosidad de alivio, un aire que sobra por ese alguien que falta, que corta y amenaza; y cuando la primera lágrima se comienza a escurrir por mi mejilla, cuando llega al límite de mi mentón y se pierde por completo, cuando la siento por ende llegar al final del bruñido túnel, entonces empiezo a notar cómo esa copita de más está haciendo en mi cuerpo el efecto de una función exponencial con base inversa de e, inmerso en esta creciente anamorfosis que nubla mi cabeza muy a mi pesar, que no acostumbro a beber. Quiero pensar que dentro del pabellón las luces artificiales siguen encendidas como aquella noche, que todos los aficionados nos vamos a reunir a animar a los deportistas que se están preparando para la competición, que la música ya ha empezado a sonar: una Ballade pour Adeline de Paul de Senneville que ahora reemplaza al Intermezzo de la Cavalleria Rusticana de Pietro Mascagni que escuchamos aquel día, que perforó todos y cada uno de nues­ tros pechos, que se quedó por siempre jamás tatuado en nuestras venas, que además trajo a nuestra memoria a Giovanni Verga cuando no supimos apreciar en aquella ópera un canto cadencioso que desde el principio antici­ paba la tragedia, ya desde la entrada helicoidal ante la que me encontraba: desde aquellos guardas de seguridad que esa remota mañana vestían de gala, con tricornio y redingote todavía, pero que, al mismo tiempo, fueron los primeros en empezar a llevar los pantalones estrechos. Aquel día nevaba. Sí, nevaba fino, acolchado, pero nevaba, al fin y al cabo. Era un 19 de abril y en el interior del recinto, dentro de la pista de patinaje artístico que ahora se encontraba frente a mí con el agua que había enchar­ cada como consecuencia de las últimas tormentas helada como antaño, las patinadoras calentaban dando zan­ cadas por encima del hielo, con la mirada perdida, como si nada de lo que estaba ocurriendo tuviera nada que ver con ellas; por un recinto realmente amplio, lujoso y vistoso, pero al mismo tiempo, de una sobriedad y una austeridad tan reconfortantes que hacían sentirse como en casa. Recuerdo que Shira y yo nos habíamos dirigido a paso ligero hacia el pabellón en el que ésta había de prepararse para la actuación, pero ella mostraba una actitud esquiva, un tanto confusa, y eso, inevitablemente, hacía que yo me contagiara de esa especie de letargo, de esa variedad de burbuja, de coraza que la aislaba de todo y de todos, como si el estar cerca de la gente no le aportara nada nuevo. Como si en definitiva y pese a todo, esto hiciera que se sintiera más sola que nunca.

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Shira era una joven de pómulos hundidos y facciones marcadas que recordaban a la huella que a su paso dejaba por la pista de hielo. Habíamos sido compañeros de clase desde los dieciséis años y lo más sorprendente era que, al contrario de lo que ocurría con esas chicas a las que las conocías en una tarde y enseguida las aburrías con tus ideas, en los tres años que llevábamos saliendo juntos no había logrado averiguar mucho acerca de ella. Por eso me gustaba compartir con ella mi tiempo, mi silencio: porque era diferente. Porque lo que sabía no lo contaba y lo que no sabía, menos, pero yo siempre aspiraba a sacarle algo más, alguno de esos pensamientos que parecían revolotear por su cabeza cuando se quedaba parada mirando hacia adelante, como contemplando en el aire todo aquello que los demás no éramos capaces de ver. Hasta aquel tramo del camino, hasta aquel charco mugriento que siempre se formaba junto a la entrada de la pista de patinaje por algún que otro desnivel del terreno o por alguna filtración del hielo, había venido contándole las cuatro cosas que se me ocurrían cada mañana y que tenía la impresión de que iban a seguir siempre así, sin sucumbir a la moda y la tendencia, y entonces, presa de ese sentimiento que llega cuando eres joven y estás más que convencido de que pronto lograrás hacer algo importante y ser alguien en la vida, había dicho que quería pin­ tar. Quería ser pintor, pero para pintar cuadros humanos, verdaderos: plasmar mi interior en el lienzo sin utilizar como intermediario entre este y la pintura otro utensilio que mis propias manos. Y entonces le había preguntado a ella, que había dicho que quería ser una patinadora profesional. Pero, como si de pronto se hubiera acordado de algo que la hería en lo más hondo de su ser, había comentado que aquello no duraría eternamente, y se había callado en mitad de la frase, melancólica, como si las paredes del cielo se estuvieran estrechando paulatinamente y estuvieran oprimiendo su pecho; como si el aire hubiera cobrado un carácter plomizo de repente; como si, en definitiva, todo aquello estuviera haciéndole olvidarse de que había alguien junto a ella, asiendo su mano con suma delicadeza para evitar que se despedazara, escuchando con la sumisa sonrisa de veneración propia de un alumno ante un maestro al que admira y respeta por encima de todo lo demás, con la vista fija en su rostro, como un pintor ante ese cuadro que acaba de terminar, tratando de apresar su corva sonrisa para inmortalizarla en su memoria y más tarde evocarla en medio de la oscuridad. Toda ella en su conjunto, esos ojos que cambiaban de tono marrón a verde según desde dónde se mirara y que tan diferente la hacían parecer cuando se deslizaba desde una esquina de la pista de patinaje a la otra, ese matiz impa­ sible, su carácter reservado pese a risueño, el calor de sus mejillas rosadas... todo daba un poco más de dramatismo a ese etéreo silencio que la acompañaba por el bordillo de la acera cuando mantenía el equilibrio y se mostraba distante, como si no le importara mucho caer. Era entonces –y sólo entonces– cuando parecía un poco menos som­ bría, más sincera y humilde consigo misma, y yo creía ver cómo escanciaba el ¡lustre pese a lánguido sentido de su silencio; un silencio respetable del que ella ni tan siquiera parecía inmutarse, al tiempo que una mueca taciturna se iba fundando en torno a las arrugas de su frente cuando apretaba las mandíbulas, como si estuviera tratando de apartar alguna idea indeseada de su mente. Y acto seguido, con la mirada todavía perdida en el vaho de la distancia, suspiraba palabras ingrávidas en la línea del viento, con refinada coquetería, cual si estuviera inmersa en un dilema que no era capaz de resolver por sí misma, cual si estuviera tratando de decidir qué tono de carmín iba a escoger para la actuación... Palabras que, sin embargo, iban mucho más allá de todo aquello. *** A continuación entramos al pabellón y nos despedimos con un ligero apretón de manos, de tal modo que me fui a las gradas, a perderme entre la gente, mientras Shira se iba a los vestuarios a que su entrenadora acabara de prepa­ rarle el peinado y la maquillara. Y entonces, sumido en el hastío personal de encontrarme solo conmigo mismo, me puse a pensar. Pensé en la noche anterior, y recuerdo que nada más hacerlo un escalofrío recorrió toda mi columna vertebral, desde arriba hacia abajo, como una escala marchita que buscara poner fin al olvido de los tubos de un órgano abandonado. Pensé en el estridente sonido de un timbre en mitad de la noche. Pensé en cómo, conforme

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había ido aproximándome bacia la puerta de entrada de casa, el frío mármol del suelo había ido haciendo un poco más de mella en mis pies. En cómo había abierto la puerta y me había encontrado con una Shira que mos­ traba exactamente la misma mirada de perdición que aquella mañana llevaba pintada en la cara, con esos ojos decorados por la nieve o el miedo, y en cómo, al igual que alguna que otra vez, aprovechando que mis padres no estaban, habíamos salido como dos ninjas ocultos por las sombras a ver anochecer desde el tejado del garaje, justo a la salida de la ventana de mi habitación. Habíamos dispersado una serie de almohadones por encima de las tejas, como por azar, pero en realidad la posición de cada uno de ellos estaba debidamente cuadriculada en mi cabeza, y estos habían sido colocados tal y como había ido ensayando, con deliberada premura. Entonces, para conseguir un ambiente más íntimo había puesto en el tocadiscos The long and winding road, una canción que Shira adoraba, y junto a ella había sentido cómo aquella melodía enardecía mis mejillas al observarnos bañados por los primeros rayos de luna que iluminaban el adversativo horizonte, al tiempo que creíamos viajar a lugares remotos entre la vasta inmensidad de esos paisajes temporales que el manto de la noche poco a poco iba tejiendo tras nuestras espaldas. Entonces me había aproximado a ella, con delicadeza, manteniendo la vista fija en aquel vasto cielo de miles de millones de años que nuestros antepasados habían contemplado y que seguía refulgiendo en la lejanía, y había permanecido callado, dando pie a que fuera ella la que hablara. — Es extraño, ¿sabes? –había empezado–. Resulta confuso que se pueda llegar tan lejos, porque la verdad es que hasta ahora había pensado que esas cometas que llevaban tantísimos años sobrevolando mi cabeza eran completa y absolutamente nulas y superficiales, que en verdad no eran más que castillos en el aire que el viento iba a acabar por derribar. Y ahora me encuentro con que no, me siento aquí y veo que las nubes permanecen en el mismo sitio que el primer día, como en busca de ese intento de apego que nadie les ha dado, que la luna sigue bañando los pliegues desconocidos que ocultan esos detalles de perfección en las arrinconadas sombras de las cosas, aunque al mismo tiempo está todo milimetrado. Sé que en nada se encenderán las farolas por toda la ciudad, que en menos de ocho horas estaré compitiendo con todas esas a las que tantas veces he admirado y venerado, y me compararán con ellas, sin que quepa opción alguna al respecto. Y no es que no quiera seguir, pero hay algo que me dice que ese no es mi camino. Porque para mí el hielo es una forma de encontrarme conmigo misma, no de demostrar lo que valgo, sino de volar, de pasar de todo y de todos, de dejar que mis pensamientos fluyan a su aire, lenta y cadenciosamente, que mis ideas vayan a la deriva, sangre adentro, llegando incluso a permitir que mi razón se ahogue en ese altísimo porcentaje de agua que llevo en mi interior, haciendo ver, que sí, que en ocasiones deliro, que desvarío, que me emociono. Que a veces dejo constancia de que puedo parecer nada más y nada menos que un pepino con problemas de ansiedad; porque el umbral entre lo bello y lo pretencioso, entre lo luminoso y lo artificial, entre el deseo y la necesidad, entre el amor y el odio es tan sólo una fina capa de hielo. Es tan minúsculo que a veces no puedes eruzarlo sin cortarte, sin que parte de ti se quede en el otro lado, y sin querer un día vas y te das cuenta de que en realidad nada ha servido para nada, de que es demasiado tarde pero cada uno mira sus propios zapatos y nadie se entera, de que todavía y con todos los pormenores que has ido dejando por esos caminos cruzados, nadie ha logrado apreciar el último ademán de tus piruetas. Y es algo que duele y aprieta. Algo que hace que salgas de casa porque las púas del peine te atosigan, porque no sabes qué escribir. Porque has dejado de creer en la democracia. — Intentaré no tomarme eso como algo personal –susurré. Y era verdad. Pero el tono amable de mi voz no arregló las cosas, pues Shira desvió su mirada de la mía, quitó su reflejo de mis ojos, y perdió sus pupilas en el horizonte. Recuerdo que entonces pensé en sus palabras, en el tono ambiguo de aquella voz juvenil, la amargura de quien no sabe cómo seguir soportando el techo de un mundo que se le va cayendo encima, y en cómo la claridad de la luna en esos translúcidos ojos hacía que esas pupilas que yo veía en un ángulo ligeramente oblicuo parecieran más vacías que nunca. Más sombrías. Más perforadas por las bolsas que iban ensombreciendo su cansado rostro. Y eso me dolió como si fuera ahora. Recuerdo lo indefensa

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que parecía, allí, en el tejado, a oscuras, replegada sobre ella misma, con los brazos abarcando sus propias piernas, como si se estuviera viendo obligada a vivir a tientas. Recuerdo también la tensión que reflejaban esas manos que estaban frías, lánguidas, y en las que ya se aventuraban sus venas azuladas. Recuerdo cómo dejaba que su pelo castaño, algo más largo que el día anterior, formara olas desordenadas en la línea del viento; cómo sus labios esta­ ban apretados, el uno junto al otro, en una mueca que confundía y que quería decir algo. Recuerdo, en definitiva, la violencia con la que su infantil cuerpo temblaba cuando la aproximé junto a mí, para ayudarla a salir de lo que fuera que la atormentara. Y cuando una primera lágrima se coló, disyuntiva, entre sus pestañas, la apreté más fuerte que nunca contra mi pecho y dije: — No tengas miedo, que seguro que mañana te sale muy bien –lo dije con cariño y ella sonrió, o eso me pareció en aquel momento. En ese instante en el que sin embargo, y a pesar de tener todo frente a mí, no supe darme cuenta de lo equivocado que en realidad estaba. *** Cuando volví en mí estaba ya en la pista. El Intermezzo de la Cavallería Rusticana de Pietro Mascagni sonaba por los altavoces, y Shira empezó su coreografía sin tan siquiera mirar al suelo, de tan asimilada que la tenía. En apenas cinco minutos había cambiado completa y absolutamente, y nada de lo que estaba viendo me recordaba a aque­ llas veces en las que en chándal la había visto deslizarse entre sus pensamientos. Aquel día llevaba un moño tirante y tenía sobre los ojos un espeso maquillaje azulado que resaltaba sus facciones. Su disciplina, su constancia. Pero, ante todo, su tristeza. Toda ella iba en consonancia con la polifonía de la orquesta, y la música destacaba, ante todo, esa parte del cuerpo que llevaba al descubierto; esos hombros acabados en punta que recordaban a los pliegues per­ didos entre las sábanas; esas piernas, cubiertas por unas mallas que mostraban delicadeza, fragilidad, y hacían que diera algo más que pánico verla saltar por el aire, porque daba la impresión de que se le iban a partir por completo. Tal vez por eso aquella vez patinó algo más rápido de lo acostumbrado. Tal vez por eso vaciló en esa doble pirueta que tantas veces había hecho con los ojos cerrados. Tal vez por eso cayó con el peso del cuerpo apoyado en el pie izquierdo y no en el derecho, y empezó a realizar una coreografía improvisada para el deleite de uno y el desagrado del resto, que quería ver en ella la misma que en las demás... Podría describir como si fuera ahora todos y cada uno de los movimientos que hizo aquella noche, deslizándose liviana como una pluma, con un traje de un tono azulado que caía en degradados hasta alcanzar el blanco más puro, más sensato, más sincero; y ese contraste entre su piel y el vestido, esa tersa mezcla de texturas y brillos, esos movimientos que causaban el vaivén de la tela que llevaba un poco más suelta por la parte de detrás, todo en su conjunto era algo mágico, hacía que se me quedara la boca seca a pesar de la humedad, que me encontrara sencillamente petrifi­ cado ante lo que mis ojos me ofrecían, que me sintiera mudo, sin alcanzar a articular palabra alguna. Fue un momento extraño, porque fue entonces cuando el vaho de la chimenea que hasta entonces había estado nublando mi mirada me permitió ver un poquito más allá. Y a partir de ese instante todo fue demasiado rápido, porque al final de la canción empezaron a sucederse los pitidos que indicaban que Shira debía abandonar la pista, que debía dejar paso a la siguiente concursante. Lo vi todo así, al ritmo de aquellos sonidos, que marcaron un compás ternario, y a mi memoria llegó una sucesión de imágenes en blanco y negro que fue mostrándome todo lo que había tenido frente a mí. Aprecié, de este modo, la última mirada que me dirigió Shira, esa reverencia que hizo hacia el público pero que en realidad sólo se dirigía a quien estaba sentado en el tercer asiento de la segunda fila, como buscando en aquella inclinación cualquier intento de comprensión, y al encontrarme con lo que no había sabido entender me di cuenta de que todo había ido demasiado lejos. Traté, sin éxito alguno, de buscar en mi paralizado cuerpo un algo que pudiera permitirme abrirme paso entre la muchedumbre que vitoreaba a la siguiente concursante y lanzaba piropos al aire, ajena a todo lo que estaba sobreviniendo al pabellón. Y me sentí impotente. Porque tal vez debería antes haber

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sido capaz de leer el ademán último de aquella mirada airada, de aquellos suspiros bajo la blancura de esas luces artificiales; de comprender ese fruncimiento de labios que denotaba soledad, tristeza, pero, ante todo, arbitrariedad. Melancolía. Como si Shira hubiera sospechado ya, desde el primer instante, desde ese paso que había vaiveneado su ligero vestido hacia la derecha en la línea del viento, qué iba a suceder. Como si se hubiera percatado de que cual­ quier tiempo pasado había sido mejor que el que estaba por venir. Como si hubiera caído en la cuenta de que la vida le iba a arrebatar, paulatinamente, para acrecentar su sufrimiento, los instantes más hermosos que iban a tener lugar nunca –muchos de ellos todavía por llegar–. Por eso nada me sorprendió más cuando se quitó los patines y salió de la pista descalza, como si no quisiera estropear ni borrar las huellas que había ido dejando, como si por primera vez en mucho tiempo quisiera hacer hincapié en lo que había forjado sobre el hielo. Y sólo entonces entendí por qué se había saltado los pasos de la coreografía. Sólo entonces entendí por qué cuando patinaba prefería hacerlo sola y aseguraba que de este modo se encontraba consigo misma. Sólo entonces entendí por qué decía que nadie se daba cuenta de nada. Me dirigí de inmediato hacia donde se encontraba, pero sólo alcancé a ver cómo no había vuelta atrás. Cómo ya se había desmayado. Cómo quienes estaban a su alrededor aseguraban haberla visto deslizar la cuchilla del patín por encima de su muñeca, con decisión y sin ningún reparo. Cómo sólo entonces me fijé en las marcas que decoraban aquel cuerpecillo lánguido y huesudo: antinatural. Cómo al final entendí por qué nunca había querido ir a comer conmigo a un restaurante, o por qué se había negado rotundamente a ponerse la camiseta de tirantes de The Ramones que le había regalado en su último cumpleaños. Y lo último que hice antes de marcharme de allí y no tener valor de decir que yo había ido con ella y no volver a pisar aquel pabellón nunca más, lo último que hice fue desviar mi mirada hacia la pista de patinaje, hacia la explanada en la que todavía permanecía patente su poema suicida. Hielo. Un patinazo neuronal. Una mirada más allá del espejo. Un filo que corta el verso: la esencia. Una pista de sangre que se derrite en un poema. Y lo cierto es que no me quedó del todo claro. No me quedó claro si habían sido los versos del poeta los que la habían llevado al suicido, o si, por el contrario, la melancolía que conllevaba la presión de querer acabar consigo misma, de estar condenada a cadena perpetua por ese culto a lo antinatural, había hecho que se hiciera poeta. Pero el caso es que allí, en lo esencial, en lo verdadero, en el vicio que la había movido, en aquellas zancadas, en aquella manera de declarar lo que había hecho, de desnudarse ante el resto del mundo... ya sólo allí radicaba toda la poesía. En una chica que se había despeinado, presa del latido del viento, mientras, como una X que durante demasiado tiempo hubiera tendido a infinito, se había movido sobre fondo helado, entre los paisajes temporales de esas cicatrices, de esas privaciones, de esas mangas largas, y de esas palizas con las que, a su corta edad, había ido dibujando una muerte que nadie había sabido intuir en el mapa de su cuerpo.

Celia Carrasco

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EL BICHITO Cuando yo era joven (o más bien debería decir muy muy joven) me llamaban Bichito. El apodo cariñoso se debe a mí abuelo Pedro. “Hay un bichito que sube y sube, por este pantalón”, me hacías con tu dedo índice, ¿recuerdas abuelo? Yo escuchaba, atónita, historias de criaturas aterrorizantes que se escondían en el fondo marino, como la de aquel monstruo que vivía dentro de una cueva sumergida bajo el mar. Recuerdo que me decías “Si te haces a la mar, no te duermas nunca porque vendrá la Devoradora, una harpía seductora que vive en las profundidades, se te llevará y te devorará sin dejar ningún rastro de tu existencia. Ahora estás sentado al pie de la cama, de cara a la ventana, pero no miras a la mar que tienes frente a ti. Tus ojos me miran vacíos, llenos de soledad. Llevas un pijama de rayas como si fueses un marinero miedoso que está a punto de hacerse a la mar. Tú, que habías sido el mejor pescador de la villa, ya no eres el mismo desde que te encontraste aquel cuerpo atrapado en las redes de tu barca, ni tan siquiera me llamas por mi nombre, y aún menos te acuerdas de quien era tu Bichito. Cuando yo era muy joven, apenas tenía siete años, tú me enseñaste a atrapar pulpos y cómo tenía que coger una caña de pescar. Recuerdo aquellas noches de verano, con la caña nueva que me regalaste, el carrete bien engra­ sado, los plomos para tirar y los anzuelos con los lazos de nylon que yo misma había aprendido a hacer. Usábamos unas lombrices especiales que según los entendidos eran fluorescentes bajo el agua. Jamás lo comprobé, pero como tú me lo decías, tampoco nunca lo puse en duda. Me explicabas que primero tenía que situarme en el lugar idóneo para, acto seguido, tirar hacia el fondo desde tierra, pero vigilando deno enrocar. No podíamos hablar, solo lo mínimo entre susurros, porque si no asustábamos a los peces. Entonces solías coger unas cuantas sardinas que cortabas a pedacitos y me decías: “Toma, Bichito, tíralas tú con cuidadito”. Y yo las lanzaba lentamente allí donde rompían las olas contra la roca para atraer al pez pequeño, y así mirar de enredar alguna dorada. Y, poco a poco, llenábamos el cesto de anchoas, chicharrillos e incluso, si teníamos suerte, alguna lubina. Luego regresábamos a casa y la abuela Itziar me hacía sacar las tripas del pescado y a mí me daba un poco de asco. Les abría las barrigas y miraba a ver qué comía cada pescado. Luego les hacía fotos con una cámara Polaroid instantánea. Siempre fueron mis fotos preferidas, aunque nunca supe muy bien sí lo que más me gustaba era la calidad de sus colores o lo elegantes que se veían en su marco blanco. Con el tiempo creo que lo que más me fascinaba era que uno podía reproducir momentos puramente cotidianos, como aquel cangrejo que salió de dentro de la lubina, aún vivo. ¡Menudo susto me llevé! Entre esas instantáneas hay una que siempre fue mi favorita, en esa imagen se ve a un hombre con la pipa, sen­ tado encima de unas rocas. El hombre del retrato eres tú abuelo. ¿Te acuerdas? Tú mueves la cabeza, como si la cadencia de mis palabras despertase en ti un runruneo interno. Invento tus respuestas y hablo por los dos. Recupero tus palabras, esas que ahora eres incapaz de pronunciar, porque no se me ocurre qué más puedo hacer para recor­ darte que yo era tu bichito particular. Deslizo mi dedo índice sobre tu brazo y lo hago escalar, como si fuera una lombriz, y tú me sonríes. Te recuerdo la primera vez que me dijiste que me llevarías a la cueva del infierno. Yo estaba muerta de miedo. Esperaba hallar calamares gigantes o el mismo Leviatán, esa bestia marina relacionada con satanás. Tú me contaste que era un dragón marino que devoraba navios enteros con sus fauces y al que le encantaba devorar carne huma­ na. Y nosotros éramos apenas dos tripulantes en una pequeña barquita de madera. Fue entonces, casi entrando a la cueva, cuando me confesaste que su nombre se debía tan solo al color rojizo que se podía ver en el fondo de sus aguas cuando salía el sol y que evocaba la puerta del infierno.

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¡Ay, abuelo!, te explico mis recuerdos de cuando era joven, que a la vez son los tuyos. Son como las diapositivas que veíamos juntos en aquel viejo proyector tuyo. Unas imágenes se relevan a las otras, cambian sin guardar orden y es justo en este desorden cuando toman sentido. Miro la imagen del Olentzero, con su kaiku y txapela, y no entiendo cómo no me di nunca cuenta de que era imposible que entrase en casa bajando por la chimenea, con un saco de regalos más grande que el hueco de la chimenea. Y mientras yo recuerdo estas anécdotas contigo, me miras a los ojos, ajeno a la tristeza que me embriaga. “Pedro, te llamo, Pedro, que soy tu bichito”. Ahora ya no nos damos baños de agua helada antes de que suba la marea, ni salimos a buscar pechinas para hacer collares. El viejo pescador permanece mudo y tu cuerpo inerte me hacer pensar en esa tintorera que quedó varada en la playa el año pasado y no pudimos hacer nada para salvarla. Recuerdo los buenos ratos que pasábamos encendiendo la barbacoa en el jardín. Primero preparábamos el carbón y después freíamos alitas de pollo y costillas de cordero. Pero tú decías que te gustaba más el pescado y que aque­ llo apestaba toda la casa. Entonces te servías una copita de chacolí y argumentabas que era para digerir mejor la comida, pero que no había nada más rico en el mundo que un marmitako de bonito. Me explicabas que cuando los pescadores salían a la mar, con el pescado cocinaban este guiso en su propia embarcación. Y a mí me sorprendía que unos marineros guisaran con fuego dentro de una barca hecha de madera. “Un pimiento morrón rojo, dos pimientos verdes, una cebolleta picada, tres dientes de ajo y unas cuantas patatas hermosas. La pulpa de cuatro pimientos choriceros y no olvides el ingrediente imprescindible, un bonito del Norte bien fresco”, me decías. Siempre comentabas que un plato como este despertaba todos los sentidos. Así que deján­ dome llevar por una corazonada, me aventuro a preparártelo yo misma, siguiendo tu antigua receta. Aún está muy caliente, pero te sirvo tu plato favorito y te lo acerco a la nariz para que lo huelas. “Bonito, cebolla y ajito”, te susurro al oído mientras te acerco una cucharada a la boca. La cuchara saca humo y su aroma se expande por toda la habitación. Te lo tragas casi maquinalmente y me da la sensación de que algo pasa dentro de ti. De repente me coges la cucha­ ra y te sirves tú mismo, con caldo y patatas. El olor, el regusto o el amor con el que está elaborado, no puedo afirmar cuál ha sido la chispa, el pequeño catalizador de esta extraña reacción química, pero barboteas unas palabras casi ininteligibles. Después me miras y encuentro mis ojos reflejados en tus pupilas, grises e insondables. “Está casi delicioso. Será porque te has olvidado de la sal”, me dices. Y aquí estamos los dos, con el mejor mantel de la abuela. Intento guardar estos pequeños momentos de lucidez para mis recuerdos, para poderlos volver a traer a la memoria cuando yo ya no sea tan joven. Así que saco la antigua Polaroid de la alacena. Parece mentira, pero este trasto es tan robusto que aún funciona. No me extraña que haya vuelto a ponerse de moda. Luego te sirves una copita de chacolí y me dices, deslizando tú dedo índice sobre mi brazo: “cuando yo era joven conocí a un bichito que sube y sube, por este blusón”.

Aina Casal

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PRINCESA. DANSK BERGEN Cuando yo era joven quería ser princesa. De las que sueñan despiertas con una sonrisa bordada en la cara. De las que bailan con príncipes que prometen amor eterno. De las que comen perdices viviendo su cuento. Cuando yo era joven y quería ser princesa, me gustaba admirar cualquier página que oliera a letras. Rozar ese verso que brotaba de unos labios sinceros, de unas manos limpias, incluso de la piel. Me gustaba también reír, soñar, buscar deliciosos aromas musicales, voces tiernas con las que devorar canciones. Cuando yo era joven, me gustaba estar con él. Porque supuraba melodías, palabras y sueños. Porque transmitía la magia de la calma. Y, por eso también, cuando yo quería ser princesa, decidí juntar mis versos con los suyos. Aún sin tener pretenciosos vestidos, un albino rocinante o dos madrastras hechiceras. Escribiríamos nuestro propio cuento. Y, entonces, cuando yo quería ser princesa, nuestras vidas se fueron fundiendo. Y lo hicieron del todo. Tanto que, sin apenas darme cuenta, nos convertimos en uno. Y ese uno comenzó a llevar un solo nombre: el suyo. Ese uno fue dejando de esculpir vocales. Comenzó a desteñir canciones. A rebanar sueños. Su voz se fue tornando graznido. Sus manos se bañaron en acero. Y la princesa que yo quería ser cuando era joven mutó en costilla. En un anexo ahogado a su sombra. En una voz muda que ya no sabía cantar. En una sonrisa borrada a golpes. En una página en blanco que se consumía entre sus manos. En un sueño inerte que ya no bailaba, reía o amaba. Cuando yo era joven quería ser princesa. Ahora solo quiero escupir las perdices. Recomponer mis pedazos. Volar de ese cuento. Reescribirlo con mi nombre. En mayúsculas.

Patricia Fernández

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BITAMINARIK GABE Oroitzapenen kutxa ireki eta umea nintzeneko kontuak gogora ekartzeari ekin diot, igandetako neurosiari aurre egi­ teko asmoz. Baina ez al du iraganak orainean ere eragiten? Benetan iragaten al zaigu iragana? Umezaroaz pentsa­ tzeko makinaria martxan jarri arren, egunerokotasuna datorkit gogora, atzokoa naizelako gaur ere, nahiz eta atzo ez izan gaur naizen guztia. Beraz, duela bizitza erdi egindakoak, eta entzundakoak, eta bizitakoak, eta ahaztuak, eta guztioi gertatuak ekartzeko ahaleginetan nabil. Eta iraganak orainarekin etorkizunean bat egiten duenez, aditzei adi aritu naiz, “parkera joaten nintzen” esatearen ordez “parkera joan naiz” edota “parkera noa” aditzak aditzeak xarma gehiago duelako. Hemendik aurrerakoa gaurtik atzera gertatu zen arren, egunean bertan gisan dakusat. Ez dadila txikitako “Telefono Apurtuan” gisan mezurik distortsionatu. — Zelan egiten du txakurrak? – Uau. – Zelan egiten du behiak? – Muuu. – Zelan egiten du ardiak? – Beee. – Zelan egiten du oilarrak? – Kukurruku. – Zelan egiten du astoak? – Iiii ooo. – Zelan egiten du katuak? Ez diet erantzungo. Asperasper egin naute, eta ea isiltzen diren behingoz. Familiako bazkarira urreratu diren guztiak ditut niri begira, korruan bilduta, katu-belarri eta -isatsa neuri sortzen ariko balitzaizkit bezala. Eta badirudi katuak mihia jan diela. Badirudi mihia jan diedala. Deabru irribarretxo bat irten zait aingeru aurpegiaren katamaloaren atzetik, baina gudua neuk irabazi dudalakoan nengoenerako, amaren ahotsa entzun dut: “esan ba, zelan egiten du katuak?” Oraindik ez naiz ausartzen harramazka egitera, eta erantzun egin dut: “miau”. Amarengana aldatu da lehen nirea zen irribarrea. Aitortu beharra dut ama baten harrotasuna irabaztea lako saririk ez dagoela Eta aitortu beharra dut, baita ere, beragatik soilik egin dudala, familiakoei alabak animalien soinuak menperatzen dituela erakutsi nahi baitu. Azken aitorpena: helduen umetasuna eta umeen heldutasuna. Hori bai, ez dadila aitortzeke geratu sentituko duela beranduago ere ama ona izaten ari den sentsazioa, alaba beragandik ikas­ ten ari delakoa, egungo gatazka eta trumoien artetik egunari argi izpiren bat eskainiko dion eguzkia sortu zuelakoa. “Zelan egiten du tximuak?” entzun dut, baina gerora izeba gogokoena bilakatutakoak salbatu nau apurutik: “utz ezazue ume koitadua, zeuek zarete nahiko tximu eta!”. Umeen galderak entzutea trenaren bagoiak pasatzeari so egotearen tankerakoa da, baina helduen kasua ere ez da atzean geratzen. Batetik: “Ama, zer dago itsasoaren amaierako lerro horren atzean?”, “Aita, zer dago gaur bazkal­ tzeko? Eta afaltzeko? Eta bihar? Eta etzi?”, “Ama, noiz itzuliko da amona?, “Aita, lo egiten ez badut ez da Olentzero etorriko?”. Bestetik: “Zenbat urte dituzu?”, “Hartu duzu berokia?”, “Nora zoaz? Norekin? Noiz itzuliko zara etxera?”, “Zerbait bada deitu, bale?”. Ezberdintasuna non? Filosofatzeko momentuak ere bizi izan ditugu elkarrekin, beraz. Baina filosofatze gutxiko iskanbilez ere osatzen da ene gaurko nia, amak autoan indarrez sartu eta poliziarengana eramateko mehatxuez, ipurdikoez, esan behar ez nituenez. Zentzu larregirik ez duten esaldi mitikoez ere osatzen da ene gaurko nia, eta zure gaurko zua, eta bere gaurko bera. Gosaltzera zonbi aurpegi eta kilometro biko begi-zuloekin agertu, eta amak laranja-zukua aterata prest duenetakoaz ari naiz. Leihotik begiratzen dut, eta hodeien itxurak eta zeresanak ulertu nahian igarotzen zaizkit minutu luze batzuk. Goizetan iratzargailuarekin batera akabatuko nukeen euli zaratatsua pasatzen da gero. Pixagura sartu eta komunerako bidea hartzen dut atzetik. Eta azkenik amaren huila: “Edan zukua oraintxe bertan, bitaminak joango zaizkio eta!”. Sutsuki haserrarazten ninduen eta nauen amaren beste ikono batekin nator. Umeen imitatzeko instintuak gidatuta, ezker eskuin begiratzen dut alboetara (zebra bidea gurutzatu aurretik legez), eta albokoak nahi duena nahi dut neuk

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ere. Halaxe izan da, eta halaxe jarraituko du izaten aurrerantzean ere, zonbi izaki-jalearen pertsonaian murgiltzen baikara. Orduan akabo ene nia, zure zua, eta bere bera. Orduan akabo. Bizikleta berria baduzu (berak ere badue­ lako, noski), neuk ere eskatu egingo dut, katea ez apurtzearren bada ere. Ardi galdua artaldeari segika bezalaxe. Baina hor datorkit ama builaka: “Berak balkoitik behera botatzen baldin badu bere burua, zeuk ere hori egingo duzu?”. “Edan zukua oraintxe bertan, bitaminak joango zaizkio eta!” eta “berak balkoitik behera botatzen baldin badu bere burua, zeuk ere hori egingo duzu?”. Zer izango nintzateke bi esaldi txatxu horiek gabe? Ezer ez, zukua bitaminarik gabe edota balkoitik behera botatakoa bezala. Ezer ez. Noski, eta ez da atzean geratzen bankuan lapurtzera sartzen den pistoladun lapurraren mehatxua baino txarragoa deritzodana: “egin nahi duzuna”. Asteetan zehar ezetza soilik entzun arren errenditu ez, eta “egin nahi duzuna” aditu, eta atzera botatzen da plan oro. “Egin nahi dudana”-ren bikia. Hemendik eta oraindik barkamenak, gamera, biluztu ditudan belardi guztiei, txiribitak lapurtu dizkiedanei. Hemendik eta oraindik barkamenak, gainera, biluztu ditudan txiribita guztiei, petaloak lapurtu dizkiedanei. Eta hemendik eta oraindik eskerrak, gainera, txiribitadun eskumuturrekoak eskaini dizkidaten belardi guztiei, eta “maite nau” xuxurlatu didaten petalo guztiei. Hemendik eta oraindik barkamen eta eskerrak. Oroitzapenen kutxa ireki eta umea nintzeneko kontuak gogora ekartzeari amaiera eman diot, igandetako neurosiari aurre egitea lortuaz. Baina iraganak orainean ere eragiten du. Ez da benetan iragaten iragana. Umezaroaz pentsa­ tzeko makinaria martxan jarri arren, egunerokotasuna datorkit gogora, atzokoa naizelako gaur ere, nahiz eta atzo ez izan gaur naizen guztia. Beraz, duela bizitza erdi egindakoak, eta entzundakoak, eta bizitakoak, eta ahaztuak, eta guztioi gertatuak ekartzeko ahaleginetan nabil. Eta iraganak orainarekin etorkizunean bat egiten duenez, aditzei adi aritu naiz, “parkera joaten nintzen” esatearen ordez “parkera joan naiz” edota “parkera noa” aditzak aditzeak xarma gehiago duelako. Hemendik aurrerakoa gaurtik atzera gertatu zen arren, egunean bertan gisan dakusat. PD: Jada zuek ikusteko ahalmena galdu dudan arren, ez zaituztet ahaztuko Olentzero, Perez Sagutxoa eta Ohe Azpiko Munstroa.

Olatz Martiartu

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ORIOL. EL MEJOR CABALLO DE CARRERAS DEL MUNDO Rosa ayuda a su padre a sentarse delante de la ventana que da al parque de chopos. Luego le abre el poemario, pero el hombre apenas puede leer un par de páginas sin caer en el sopor y el cansancio de sus ochenta y siete años. A Sebastián el tiempo y la vida lo han despojado de sus hermanos, su esposa y también sus hijos, quienes, menos Rosa, anidan lejos de su casa y van a verle mucho menos de lo que él quisiera. Empieza el anciano a leer a Miguel Hernández; una manta sobre las piernas y la infusión de manzanilla que deja escapar hebras de humo que desaparecen en el aire de la estancia. Sebastián levanta la vista del libro y mira a través del cristal. El suelo de la calle es una moqueta de hojas amarillas que el viento peina, y la arboleda un centenar de cuerpos sin alma. Antes de que su hija se vaya del salón le pide que le baje de la repisa la caja de música. — Dale cuerda –le dice. Y toma el juguete entre sus manos, mientras el mecanismo de la caja, dócil, deja escapar sus notas metálicas. Al volver al pueblo he encontrado en la alameda el carrusel debajo de una lona gruesa y polvorienta, guarecido de los años y el olvido de todos. Si restauro el tiovivo quizá vuelva a funcionar en la plaza Quemada, donde jugué tantas veces siendo un chiquillo, después de ir con mi padre a la aceituna, la calabaza o el rebusco, para que el sustento no faltara nunca en casa. Así que aquí ando, de regreso al pueblo de mi infancia, el de las callejas de tierra y las paredes enlucidas; el de la espadaña de San Benito, que sustenta un nido de cigüeñas desde mucho antes de que yo naciera. Está todo como antes de marcharme. Es lo que tienen los pueblos que se niegan a despojarse de su quietud, de los que retienen el lento pasar del tiempo que se posa en los aleros y las ventanas. Sombrean aún las acacias la plaza de la iglesia, todavía están los bancos que fueron en su día barcos corsarios y tes­ tigos de algún beso furtivo y torpe, cuando la niñez se alejó de la orilla y la resaca de los años se la llevó mar adentro. No veo el momento de reencontrarme con Oriol; aquel caballo de ojos grandes y crines al viento. Llevaba el número 7, y al montarlo me sentía el niño más feliz de la tierra. Se me olvidaba, galopando sobre su silla de cartón piedra, el dolor de mi espalda, el cansancio y la fatiga tras horas agachado en el campo. Apenas pude montarme alguna vez en la atracción en marcha. No había en la familia dinero para dispendios o chucherías, y únicamente cuando el señorito Adrián quería, que no eran las más de las veces, daba a mi padre una moneda y decía: “Ahí tienes, Zoilo. Tómate un vino en donde Ramón, a mi salud. Luego ve a que el niño se monte en el carrusel, que se le va a ir la infancia en el campo, y eso no puede ser. Y que no me entere de que te gastas todo el dinero en beber, que ya nos conocemos”. Despacio y con trabajo retiro la tela. Allí aparecen los seis caballos, blancos en tiempos, pero que ahora se presentan ante mis ojos cansados con una pátina de mugre que les agrisa el pelaje. Son muchos los años de abandono, de manera que me queda trabajo por delante. Todas las figuras del carrusel parecen haber envejecido. Huelen a humedad y aparecen despintadas o mutiladas; también el caballito Oriol, que tiene las crines rotas y le falta una pata. Ya no hay en sus ojos brillo, porque la suciedad y la pintura deslucida han

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convertido sus pupilas en una mirada postrada y afligida. El número 7 apenas se ve en su montura, y cuando acaricio su grupa noto el tacto arenoso del polvo tras años bajo la sombra del telón. No hay nadie en la placita cuando llego. Solo un niño, al poco, toma asiento en uno de los bancos, los pantalones cortos, una rodilla apostillada, el pelo muy corto, casi rapado, y los ojos vivaces, sin perder detalle de lo que hago. No me ha dicho cómo se llama, pero me recuerda mucho a alguien del pueblo, el hijo de la lechera, quizá, el que murió de unas fiebres y vistió aquella casa de luto y silencio para siempre. —¿Va a arreglar el carrusel? –me pregunta mirando con asombro las figuras que aparecen en silencio en el centro de la plazuela. Yo le contesto que sí. Después, sin hablar, se sienta y observa desde su banco lo que hago. Antes, rodeo el tiovivo. Paseo junto a él y presto atención a las figuras hasta que me detengo en Oriol. La jaca parece mirarme con los ojos tristes. Entonces me acerco despacio y le acaricio la quijada y el pecho, como si fuera a espantarse. Luego, sin saber si aguantará o no mi peso, monto en él despacio, pongo mis pies sobre los estribos, que protestan con un crujido. Después cierro los ojos y creo que el carrusel se pone en marcha. Siento en el rostro el aire del pueblo y la brisa de una niñez nueva. Veo también a mi padre, enjuto, las piernas ligeramente arqueadas, la camisa vieja y las uñas sucias por la tierra de labor y el olor a vino en los labios. «Arre, arre», le digo a Oriol, y la jaca obediente, como siempre fue, relincha y corre en pos de la meta al galope, pisando con fuerza la hierba. Al abrir los ojos veo que el niño ya no está solo en el banco. Ahora ocupan el lugar dos críos más, mientras el carrusel da vueltas, soltando un cantinela de engranajes y tornillos herrumbrosos. Al poco me doy cuenta de que en el banco está también mi madre, que me manda besos. Lleva puesto el mandil y me dice hola con la mano. De pronto la atracción se detiene y compruebo al bajar que está como siempre, que relucen los jacos y Oriol, el mejor caballo de carreras del mundo, vuelve a tener sus largas crines al aire y las dos patas delanteras suspendidas, exhibiendo su pecho poderoso y el número 7 en la silla. El carrusel se ha parado, pero sigue sonando la musiquilla que a veces se confunde con el aire que agita las ramas de los árboles y chifla en las ventanas de las casas del pueblo. Mamá me ayuda a bajar la tarima que separa el suelo del tiovivo porque siempre me dio miedo bajar solo. Soy un niño y podría caerme, aunque cuando noto su mano cálida sonrío y dejo que me bese la mejilla. Rosa vuelve al salón. Hace casi una hora que dejó a su padre en la butaca, junto al ventanal. Lo encuentra con el carrusel de madera sobre el regazo. La música ya cesó hace un rato. La hija lo llama pero nada cambia en el rostro sereno, feliz, de Sebastián. El libro de Miguel Hernández está en el suelo, a los pies de su padre. Se ha quedado fría la manzanilla; parecen las manos del anciano.

Juan Manuel Sainz

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EL DERRUMBE Mi juventud se derrumbó hace años sobre sí misma. Hoy es un solar casi vacío, donde a lo sumo, quedan cascotes de lo que fui. Está entre dos edificios vetustos, aún en pie, de la calle Cuchillería. La puerta está atrancada, si no recuerdo mal, siempre lo estuvo. Es tonto entrar por ella pues no hay pared que la contenga. Dentro, huele a meados de gato y a ese olor indescriptible de las cosas vencidas. Paredes en pie, apenas quedan. En la de la izquierda, se adivinan las marcas que dejó una escalera, trepan sin sentido, no hay nada allí arriba. En la pared del fondo, una mancha de ollín delata dónde estuvo una chimenea fogosa, pero no tanto. En el suelo, las baldosas rayadas por los escombros; y sobresaliendo de ellos, vigas, en su día sostén del edificio, hoy rendidas como las certezas de aquella época. Sobre los cascotes, un orinal del perro Pluto lleno como la infancia de agua limpia de lluvia; también, viejas fotos arrugadas, mojadas y vueltas a secar como tristes ropas olvidadas. Repartidos entre los escombros paquetes de Lucky Strike, espachurrados, vacíos. Haría falta un sumiller especial. Si, eso es, un “sumiller de casas en ruinas”, que escrutara tras el intenso olor a meado de gato (gatos bufones que no respetan nada, se mean en lo que fue uno y nos bendicen con sus micciones qui­ tándonos importancia), que reparara en otros aromas más tenues, casi borrados y que sin embargo, siguen allí, ani­ dando. Un sumiller capaz de prender como un oscuro psicofonista el eco de las voces que tenuemente, resuenan escondidas y agarraditas en los huecos para no esfumarse hacia el cielo. Ese sumiller loco, allí, con su silla blanca, plegable, de tijera, entre los escombros, en profunda actitud meditativa, olvidándose de si mismo para dejar sitio a todo lo sutil que aún flota en el aire, en trance, grabadora en mano, tal vez murmuraría: “Solar cereza intenso con ribetes violeta, con sombras que evocan sueños y tragedias. En los sótanos se intuyen dos duelos: uno, evoca una tristeza adolescente; otro, una a pesar de todo, fresca e inocente infancia. Deja un sabor persistente y agridulce. Aroma con toques de tabaco, apio y maría, tiznados de pólvora y gasolina. Presentación sobria, casi adusta, con toques de misterio que retrotraen al romanticismo de otros tiempos. Susurros de placer carnoso y goloso, consignas rabiosas, confabulaciones a media voz y llanto contenido. Sin lágrima”. Amé tanto esa casa y amé tanto en esa casa, todo lo que pude. Teníamos la bañera en la cocina, y al lado, una preciosa planta de maría. La mesa la hice yo, y unas flores de escayola sobre las paredes del pasillo, y una falsa vidriera, y tantas cosas. Las escaleras crujían, teníamos goteras. Los ojos color miel de mi amor de entonces, su sana locura, y nuestro amor, lo llenaban todo, desde el suelo hasta el techo. La casa estaba en territorio comanche. Éramos indios rodeados por el séptimo de caballería. Creíamos y creábamos. Éramos tribu, nunca nos sentíamos solos. En vez de mezcalina, tomábamos adrenalina. No había rostro pálido bueno. Si eras indio y cobarde, más te valía irte al exilio. El barrio olía a humo de bote y gasolina. Las esquinas tenían pren­ didas confabulaciones. Los golpes nocturnos en las puertas hacían sonar las cisternas de los retretes y alimentaban las chimeneas. Un terremoto estaba en marcha, y aquel barrio, era en la ciudad, su epicentro. Yo me sentía parte de ello, y aunque siempre fui un escéptico y me vi como un chico “bueno” entre malotes, también tuve mi parte de creyente y nadé en esa ola que pretendía cambiarlo todo. Estaba rabioso, quería quemarlo todo, cada injusticia del mundo me hacía daño; leer el periódico era como comer cristales, y no podía simple y llanamente digerirlos. Mi casa de juventud se empezó a derrumbar un día en que mi miedo se cansó de esconderse. El parásito se dio cuenta de que, o se hacía presente, o peligraba el huésped, y lo hizo sin recato, descubriéndome que yo no era valiente sino temerario. Pasé de pavo real a gallina. Me volvió todo el susto de cuando era pequeño y temblé con miedo de verdad. Luego todo fue rodado: las grietas, el techo abombado, el derrumbe y la crisis que todo lo cues­

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tiona. Bendita crisis que hace que uno entienda y atienda lo importante, reabre la herida, hace reconocer el dolor y así hace posible verlo en el otro, también en el rostro pálido y no solo en el comanche. Me quedo con un recuerdo. Un atardecer en aquella casa, cuando sus vigas soportaban la estructura, cuando el tejado creyéndose inmortal daba a todo cobijo, cuando las escaleras subían a alguna parte o eso uno creía. Sentado en la cocina, y a través del mirador de madera acristalado, me deleitaba con los tejados del casco viejo, con su baile de antenas torcidas, cada una de ellas plagada de estorninos cantándole al sol rojizo que se despedía. Todo tenía sentido.

Patxi Basurto

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LA CAJITA DE FÓSFOROS Es curioso cómo en las tardes de primavera en las que, como en ésta, sopla una brisa suave con los aromas del trigo verde y la flor del almendro, el recuerdo que más nítido me llega desde los tiempos de la lejana niñez, no es el de mi madre ni el de mis abuelos, ni tan siquiera el de mi tío Daniel, que me enseñaba trucos de magia, me entrenaba para ser portero y dejaba que me encasquetara su gorro caqui de soldado cuando, siéndolo, venía de permiso... Más que a ninguno de los seres vivos o que al resto de los rincones de la casa, recuerdo la alcoba que había junto al pajar, la que primero fuera el dormitorio de Carolina y después, sólo por unos días, el tuyo. Aunque lo habrás olvidado (si es que alguna vez lo supiste), Carolina fue la “muchacha” que ayudaba a mi abuela en las tareas de la casa y que, a la vez, nos cuidaba a mis hermanos y a mí. Pasados los años y, para ser sincero, reconozco que ni siquiera yo podría describirte los rasgos de su rostro, de tan borrados como están en mi memoria... Y, sin embargo, la recuerdo porque aún veo, cerrando los ojos, su vestidillo de todos los días: un babi blanco con diminutas y multicolores fíorecillas estampadas; rememoro con un escalofrío el tacto cálido de su mano, con la que me cogía para subir las escaleras de la cámara donde estaba ese cuarto suyo, junto al pajar y los trojes, bajo los “cabirones” de los que pendían las uvas y los melones... Y recuerdo, sobre todo, la risa alegre que, como torrente, me llegaba a través del tabique de madera, cuando en el cuarto se encerraba con mi tío Daniel. La habitación tenía el suelo de yeso, enjalbegado como las paredes de tablas. Los palos del techo caían hasta casi tocar el suelo por el lado de la ventana: un ventanuco sin cristales desde el que se veían las últimas calles del pueblo, todavía sin asfaltar, y la carretera empedrada perdiéndose en el horizonte. Cuando, antes de conocerte, Carolina me subía con ella a su habitación, a mí me gustaba ponerme de rodillas junto a aquella minúscula ventana y ver, como en una película, todo lo que pasaba ante mis ojos. Ella, mientras tanto, me hablaba de cosas que yo no entendía y a las que no prestaba demasiada atención porque lo importante, en aquellos momentos, era sentirme allí, envuelto en los aromas de las frutas que pendían del techo, que emanaban de sus negros y rizados cabellos o que llegaban hasta mí, a través de aquel hueco sin cristales, desde los campos cercanos. Carolina se marchó un verano, después de las fiestas. Aquel año, junto a las barcas para mecerse y los titiriteros sin carpa, había venido al pueblo un buhonero que tenía seis dedos en cada mano y que se hospedó en la posada de nuestra calle; mucha gente iba a verlo porque decían que curaba los males de espalda con sólo pasar sus manos y Carolina nos llevaba, a mis hermanos y a mí, a mirar cómo lo hacía. Quizá por eso, cuando supe que nunca más volvería, se me dio por pensar que se había marchado con aquel hombre y la imaginaba cogida de su mano con seis dedos, sentada en una silla de anea a la puerta de cualquier posada y curando a toda clase de tullidos. Durante mucho tiempo, hasta que tú viniste, la alcoba permaneció vacía. Aunque cada mueble continuaba en su sitio y la cama seguía montada, el colchón de borra había sido enrollado y atado con una soga de esparto, en la zafa del palanganero se iba depositando una capa de polvo cada vez más tupida y las telarañas anunciaban la fortuna por cada rincón. Un día, sin embargo, la puerta volvió a abrirse de par en par, el colchón se bajó al patio para que lo sacudieran, el polvo y las telarañas se quitaron a conciencia, el suelo y las paredes se enjalbegaron de nuevo y junto a la zafa, “limpia como los chorros del oro”, se pusieron un jarro con agua y una toalla de hilo... La alcoba sería usada de nuevo: Ibas a venir y aquél sería tu dormitorio. Eras la novia de mi tío Daniel. Os habíais hecho novios en la ciudad, durante su mili, e ibas a pasar con nosotros las vacaciones. Llegaste con retraso, a las cuatro de la tarde, en el tren de las tres. Mi tío quiso esperarte solo y no permitió que nadie le acompañara a la estación, pero yo lo seguí, ansioso como estaba después de tantos preparativos. Desde el par­

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que os vi aparecer cogidos de la mano; con una maleta él y una bolsa de viaje tú. Entonces os salí al encuentro. “Este es Manuel –me presentó– mi sobrino”. Eras una mujer grande, mucho más alta que Daniel. Reías de una forma abierta y franca que se contagiaba fácil­ mente. Mirabas directamente a los ojos, con una mirada limpia que turbaba, y sonreías con ternura ante la turbación que provocabas. Durante los días que permaneciste en nuestra casa anduve lo más cerca de ti que me fue posible: Me gustaba verte y escucharte; me encantaba que te fijaras en mí, que me hicieras preguntas, que me alborotaras el pelo con tus grandes manos. Pensaba en ti constantemente y al acostarme me costaba dormir. Cuando comprendí que por primera vez me había enamorado, anhelé ser grande para poder abarcarte con mis brazos, protegerte, mimarte y cuidarte como a una niña... Pero sólo la última noche de tu estancia me atreví a subir hasta tu cuarto. La puerta estaba entreabierta y me quedé mirando desde la penumbra aquella habitación que ya me pareciera mágica cuando, tan sólo un par de años antes, la ocupaba Carolina. Me viste y me invitaste a pasar. Lo hice tímidamente y, como si aún fuera el niño de antes, me arrodillé ante el ventanuco, tratando de vislumbrar las últimas calles, todavía sin asfaltar o la carretera que más que en el horizonte se perdía en la oscuridad. Tú, sin embargo, me tomaste de la mano y me hiciste sentar a tu lado; luego sacaste la maleta de debajo de la cama y, entre tus ropas, buscaste un paquete de tabaco. Me ofreciste un pitillo que yo rechacé avergonzado. “Guárdalo para cuando seas mayor”, me dijiste, encendiendo uno para ti, antes de darme también la caja de cerillas. No recuerdo nada de lo que me dijiste aquella noche, ni de cuándo o cómo volví a mi cuarto, ni de qué ocurrió con el cigarrillo... Sin embargo, tantos años después, como el recuerdo del aroma de los melones y las uvas que pendían del techo, del trigo verde y la flor del almendro, todavía conservo como un tesoro aquella cajita de fósforos, en la que con mano infantil dibujé un corazón y con mi letra de niño escribí tu nombre.

Ramón de Aguilar

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EL MUNDO Y YO 1945

El 8 de mayo Alemania se rinde. El 9 de agosto despega de Tinian el 829 Bockscar, pilotado por el comandante Charles W . Sweeney, con la bomba Fat Man a bordo, ya armada. El objetivo es la ciudad de Kokura, pero las malas condiciones atmosféricas aconsejan a Sweeney descartarlo y dirigirse al objetivo alternativo, Nagasaki. La primavera lluviosa, los años de cárcel, la larga “mili”, no impidió a mis padres juntarse para crearme. Llegó el florido mayo yo creciendo en su vientre y Alemania de rodillas. Los largos silencios que, se extendieron sobre el país después de la Guerra Civil, me impidieron informarme si se alegró del final de la contienda o si le dolió la manera tan terrible de llegar a su fin. Si supe lo que ocurría en el mundo desde el interior de su vientre, o si fui creciendo ignorante, protegida por el calor de sus nanas y la ternura de sus sueños. Fuera como fuera, decidí nacer el mes de noviembre. Ya el frío en los tejados, los gatos al calor de la lumbre y la oscuridad dueña de la tarde. A pesar de todo y gracias a su valentía. Una grave enfermedad aconsejó no parir nunca más. El vestido de cristianar blancura y puntillas. Tardes de aguja e hilo. Camisitas, faldones, pañales... de algodón, por supuesto. La abuela tejiendo gorritos chaquetitas, zapatitos... Blancos por si acaso. Entonces no se podía saber el sexo de lo que “venía”. La bañera, el cubo de “lejiar” o el mismo fregadero. Mantas de Palencia para proteger del frío. Moises de mimbre, sábanas de media luna cuajadas de suspiros. ¡Una niña sana! Guadalupe, la comadrona, golpeó mis nalgas, luego envolvió mi cuerpo con toallas de nieve y me puso en brazos de mi abuela. Mi madre agotada, atendida por D. José María, nuestro médico. Mi padre abajo, atendiendo el Bar. No sé si me lo contaron o lo he imaginado. Manos acariciando mi piel, polvos de talco en la entrepierna. Agua hirviendo para los pañales, para los biberones, para las manos del médico, para desinfectar miedos. En los meses siguientes, dos mujeres alrededor de la cuna y el hombre aparte. El hombre recitando poemas en el Casino Artista Vitoriano. El 15 de agosto confirmada la rendición total de Japón. 1950

El 24 de febrero fusilan al anarquista Miguel Sabater. El 5 de noviembre la ONU revoca la condena a la dictadura franquista.

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¡Un, dos, tres, al escondite inglés! Las manos tapando la cara. Diez deditos de juguete. separados entre si Celosía carnal, dejando asomar la mirada que recorría ágil la habitación. La de mi madre. Mía cuando ella no estába. La cama estrecha, solitaria, el cajón de la mesilla lleno de secretos. El orinal de porcelana bajo la cama. Las medicinas sobre el mármol de la cómoda. El rayo de sol justo sobre el retrato de mi padre. Mi abuela tras las cortinas. El uniforme tapando las rodillas. Un sombrero enorme sobre mi cabeza y un abrigo con botones dorados. El colegio más cercano de mi casa. Privado. Entré con tres años y pronto conseguí mi primera decepción. “Esa niña es demasiado alta, queda mal”. La madre María señalándome con el dedo anuló para siempre mis posibilidades de ser una gran actriz. Me sacaron del escenario, en realidad una tarima con una cortina, ante la pasividad de las demás niñas, felices, supongo, porque el dedo acusador de la madre María no las señalara a ellas. La suavidad de la mirada de la hermana Pilar, al ayudarme a bajar los dos escalones que me alejaban de la fama, detuvo mi congoja. La nata grumosa, extendida sobre la rebanada de pan cubierta de azúcar. Una maravillosa merienda. Totalmente incorrecta hoy día. El pan con todo su gluten, la nata con toda su grasa y el azúcar... Ummmm. Mi padre no opinaba. Bastante tenía con mascullar su pasado y solventar su presente. Detenido por pertenecer a la CNT en julio del 36 salió de la cárcel en el 39. ¿Por qué él no? Una escoba con medio palo. Un taburete para auparme a la cama. Metía las sábanas hasta el fondo, en el lado que se ajustaba a la pared y al volver hacía el suelo la desbarajustaba. Poco a poco, mi madre y mi abuela fueron introduciéndome en las labores propias de mi sexo. Cuando llegaba la noche, con el calor apretando, salíamos a tomar el fresco. Me sentaba con mi abuela a la puerta de la casa, mi mano entre las suyas. Las estrellas arriba. La abuela no se sabía los nombres y yo preguntaba. Ante mi insistencia comenzó a nombrarlas. Con los años supe que, nombraba a sus muertos. Nos conocíamos todos. Los vecinos nos saludaban al pasar. Bueno, algunos no. De la acera de enfrente Candela, la del ultramarinos, voceaba hacia nosotras “Como está ya de crecida” “Si” “¿Que tal su madre?” Ante la pregun­ ta, mi abuela, sin darse cuenta, apretaba fuerte mi mano. Cuando volvía el silencio, me decía: “Mañana iremos al hospital”.

El 13 de enero la URSS restablece la pena de muerte. 1955

El 5 de mayo La República Federal de Alemania recobra su soberanía. El 10 de diciembre España entra a formar parte de la ONU. Dos vestidos. Me los hizo una prima, venida del pueblo, en busca de una mejor vida. Habían, ella y su padre, compra­ do un piso en nuestra misma calle, en la tercera vecindad. Uno era lila con dibujitos blancos, el otro completamente negro. La íntima amiga de mi madre torció el gesto al ver el que más me gustaba a mí. Dio su total aprobación al de luto intenso, menos mal que no fue eterno. En la boda de mi padre estrené uno azul con topitos blancos. No es bueno que el hombre esté solo. Génesis 2.18 Mi padre, que no creía en Dios, le tomó la palabra. Se casó a los 9 meses de la defunción de mi madre. ¿Es bueno que la mujer esté sola?

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En el colegio mimada, “pobre huerfanita”. Volví al curso siguiente ya como hijastra. ¿Qué motivó el cambio en mi? Me volví estudiosa. Continué con mi entrenamiento para ser mujer. Aprendí a bordar, hacer ojales, dobladillos, punto cruz, cadeneta... Aprendí a estirar el uniforme tapando mis rodillas, cuando me sentaba y conocí por Marta, compañera de pupitre, que la sangre que bañó mi entrepierna la semana siguiente a mi cumpleaños, no me iba a causar la muerte. A partir de ahí los hombres se convirtieron en un problema. Debíamos bajar la mirada ante un piropo. Ocultar los pechos con ropas holgadas. Cubrir los brazos con mangas hasta las muñecas. En definitiva, ocultar que éramos mujeres. Me fui encogiendo. ¿Cómo podía yo permitirme ser la provocadora del pecado de otro?

El 20 de febrero en Madrid comienza el Congreso Nacional de Moralidad y Familia presidido por el arzobispo de Sión. 1960

El 11 de mayo EEUU comercializa la píldora anticonceptiva. El 20 de enero se funda la Universidad de Navarra del Opus Dei. El Dúo Dinámico me dedicó una canción. ¿Cómo sabían que yo cumplía 15 años? Con la falda de tergal, plisada, ya por encima de la rodilla, estrenaba primavera y libertad. Terminados los estudios, no volvería al colegio. El uniforme escondido al fondo del armario, guardaba las zozobras de mis primeros años de vida. También guardaba el desgarrón que le hice en aquella tonta caída y que oculté en casa todo lo que pude. Tenía miedo de la bronca, de los gritos, de su enfado. Una simple carrera en las medias, me cosió mi colección de “tebeos”, un tesoro para mí, que vendí a bajo precio en la librería de la calle para pagar el desaguisado. Antes de salir del colegio ya nos dejó claro la hermana Mari Paz. “No sé qué veis en los chicos. Si van en pantalón corto parecen orangutanes y si van con pantalón largo, parece que vayan en pijama”. Yo no hacía distinciones. Me gustaban de las dos maneras. Y llegó el amor. Culpa en parte de Becquer. Alto, ojos azules, serio. “Por una mirada un mundo”. Él miró hacia otra parte, se enganchó en otros ojos y yo guardé para siempre el verso en ese lugar donde deposité mi zozobra cuando le regalé a mi madre aquel pajarito de porcelana, colorido y brillante y al abrir el paquete estaba roto, la primera y única bofetada de mi padre cuando se enteró de que me había paseado con mis amigas por el tejado de la casa, la tristeza en los ojos de mi abuela al no poder asistir a mi Primera Comunión, la decepción cuando “ella” tiró a la basura mi colección de cromos de artistas de cine. Algunos, me los había regalado ella misma, cuando andaba en “tratos” con mi padre. Las mujeres que miraron mi cuna ya no estaban. Él había vuelto, pero tampoco estaba. Yo disfrutaba de libertad condicional. Las mañanas de paso con el niño. Las tardes el cuerpo al sol, sola, en la piscina municipal. Mis amigas iban a la mañana. A casa a las nueve y media. Seguí practicando con renovado ímpetu las labores propias de mi sexo. Salvo cocinar. Nunca me enseñó a freír un huevo.

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“Muchacha, di que sí” magnífica frase que copié de la revista TELVA en el pequeño cuaderno de tapas de hule de color negro, que aún conservo. Y dije sí, a tirarme de cabeza desde el trampolín de la piscina, dije sí a subir a la noria de la feria, aunque fuese con los ojos cerrados, dije sí a conducir un auto de choque enterrando el recuerdo de mis llantos cuando, siendo muy pequeña, mi padre intentaba que me gustara. Dije sí al madrugón en la mañana para subir al monte, dije sí al viaje inesperado al pueblo con mi tía Luisa... Nadie me preguntó si quería exiliarme a Barcelona para siempre.

En Sri Lanka se nombra la Primera Ministra del mundo. 1965

El 3 de octubre Fidel Castro lee, oficialmente, la carta de despedida del Che Guevara. El 1 de enero en España, la lectura directa del evangelio y las epístolas en lenguas vernáculas, dejan de estar prohibidas. Abandonada la misa diaria, vacía de creencias, dándome igual la lengua en la que se celebraba. Atrás quedaban las guitarras acompañando la ceremonia con canciones alegres y modernas. Con novio, con trabajo, con proyec­ tos. La entrada para el piso, la mesa y sillas de la cocina, el dormitorio y las butacas para la sala. Los pantalones campana, camiseta con la efigie del Che, sandalias en vez de mocasines, el largo de las faldas para arriba y flores en el pelo. Nuevas lecturas bajo el brazo. Abandonado el “kempis” y la Biblia. No es que leyera a Marx pero, el mundo cambiaba a mi alrededor. En EE.UU. matan a Malcolm X. En Madrid se manifiestan 5.000 universitarios a favor de la libertad sindical. La URSS envía a caminar por el espacio a Alexei Leonov. El Reino Unido adopta el sistema métrico decimal. El Vaticano clausura el Concilio Vaticano II... Yo saliendo de la bruma del pasado. La mochila cargada con sus ideas, su manera de ver la vida. Admirando su valentía, su resignación ante la dictadura que oprimía sus sueños. Escuchando su voz rota declamando la desespe­ ranza. Escuchando historias de su paso a Francia por la Muga.

Resultando que el peligroso sindicalista de acción en la C.N.T. de esta localidad fue detenido gubernativamente el 27 de julio de 1936, en cuya situación se hallaba al iniciarse este procedimiento, habiendo secundado la huelga general que decretó la organización a la que pertenecía para oponerse al Movimiento Nacional. Dicen que el tiempo pone las cosas en su sitio. Algunas duelen. Resulta que el “peligroso sindicalista” que abandonó a las tres mujeres, dejándolas solas en la época del racionamiento, los silencios y la incertidumbre, no se fue a Francia porque fuera perseguido por motivos políticos sino, detrás de otra mujer.

EE.UU. utiliza napal en Corea del Norte.

Emma García


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