Kontaketa tailerra - Taller de relato 2016/2017

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KONTAKETA LABURRA TAILERRA TALLER DE RELATO BREVE Kultur Leioa, Curso 2016-17

Antología colectiva de relato



Prólogo: Más que palabras Aquí, hay más que palabras… En un principio parece que son sólo palabras en línea sobre un papel formando oraciones salpicadas de signos ortográficos que recorren y llenan la hoja. Cuando terminamos de escribir, las escrutamos, las pensamos, las leemos en voz baja, en voz alta, las reordenamos, eliminamos unas y añadimos otras, elidimos, parafraseamos. Y las palabras siguen ahí, resistiendo los envites. Son como hormigas tozudas en formación, donde una sigue a la otra avanzando por el bosque, sorteando piedras, ramas y charcos, separándose para esquivar los escollos y reagrupándose una y otra vez, en un baile colectivo donde todas siguen la misma melodía. Salen del hormiguero con un único propósito, conforman una mente colectiva que las provee de un código que las vincula en una búsqueda conjunta, hasta que llegado el momento, las hace regresar al hormiguero con la misma organización de fila de a uno en un lenguaje silencioso que solo ellas escuchan, y que si se manifestara en voz alta alcanzaría las copas de los árboles en un clamor insoportable. Una voz anuncia que regresan, todas ellas lo saben, y se mueven como un solo cuerpo, portando algún bien valioso sobre su pequeño y trabajador organismo de insecto. Cuando abrimos un libro, vemos las páginas recorridas por líneas negras de palabras que en una sucesión ordenada lo llenan de comienzo a fin: cada una de ellas, junto con la anterior y la siguiente, son como hormigas laboriosas que portan un sentido, un significado, y todas ellas, si se da produce el milagro de la creación, una historia. Así se nos pasan las horas en el Taller de Relato breve, juntando palabras, una tras otra, en un línea continua que sea lo suficientemente intensa y emocionante como para que ninguna hormiga se nos escape. Las organizamos y las enviamos a explorar el bosque del lenguaje con el propósito de componer esa sucesión de palabras que produzca el chispazo creativo y la idea para contar una gran historia. Decía J. L. Borges que escribir es poner una palabra tras otra y que es la única manera de escribir, porque aunque el pensamiento es simultáneo, el lenguaje es sucesivo. Componer un relato consiste en ir poniendo una palabra tras otra con perseverancia y pasión. Este es nuestro propósito año tras año, con la esperanza de que quien lea estas páginas, vea través de las líneas negras sobre el papel cómo un mundo se despliega y cobra vida como una ventana abierta en su imaginación. En este libro recopilatorio presentamos algunos de los relatos elaborados por las personas participantes en Taller de Relato breve de Kultur Leioa durante el curso 2016—2017, donde hay palabras, mucho más que palabras. Mónica Crespo Doval

KONTAKETA LABURRA TAILERREKO IRAKASLEA PROFESORA DEL TALLER DE RELATO BREVE Kultur Leioa, 2016-17 3



AURKIBIDEA / ÍNDICE Prólogo: Más que palabras

Mónica Crespo 03

El milagro alemán

Elvira Alonso 06

Los peces voladores

Eva Rivas 10

La boda

Isabel Bilbao Ortiz de Guinea 16

La boda que cambió mi vida

Miguel Parra

19

Ya no más

Borja Rodríguez

22

La presentación

Marian Izquierdo

28

Rozas lo indecente

Itxaso García Jarabo 30

Historia de Noé

Juan Iturbe 38

Hora de vivir

Ana Torrecilla 44

La hija de todos los hombres del mundo

Carmen Camiruaga 45

Cicatrices

Francisco Ruiz 49

Un día de perros

Itziar Elexpuru 52

La casa verde

José Manuel Rodríguez 54

El cerezo

María Jesús Sánchez 56

Un peinado con personalidad

Laura García Marcos 57

P.J.

Begoña Gallego 59

La fuente de toda fuente

Aurelio Gutiérrez Cid 62


El milagro alemán Elvira Alonso Lasén

Al regresar del almuerzo revisé el expediente que la secretaria había dejado sobre mi mesa. De nuevo se trataba de un español, un joven ingeniero: excelentes calificaciones, un par de masters e idiomas. Más de cuarenta años después España enviaba de nuevo a sus jóvenes a Alemania, pero ahora ya no eran inmigrantes analfabetos, como el que yo había sido. El chico entró en el despacho. Tenía ese aspecto de llevar un disfraz incómodo que tienen los jóvenes las primeras veces que usan traje. La cara seria, aunque con un punto descarado en su mirada. Permanecí sentado tras mi mesa y, en alemán, le pedí que tomara asiento. Inicié una charla trivial para ver qué tal se desenvolvía. Le pregunté por el viaje y por su alojamiento. Él me entendía y era capaz de responder a mis preguntas, aunque sin fluidez. Erguía el cuello, como intentando despegarlo de la camisa y la corbata que lo cercaban. Pequeñas perlitas de sudor comenzaron a aparecer en sus sienes. No quería que pensara que mi intención era acorralarle, por lo que comencé de nuevo a leer su expediente para darle un respiro. Hasta entonces no había reparado en el nombre que aparecía en la cubierta de la carpeta, y necesité leerlo tres veces para dar crédito. El castellano brotó entonces instintivamente de mis labios — ¿No serás hijo de Gabriel Cañavate y de Cati Setién? — Sí, ¿Los conoce usted? –Me contestó sorprendido. — Hace muchos años conocí a tu padre aquí, en Alemania. Por favor, cuando hables con él no dejes de darle recuerdos de mi parte –le dije hablándole lentamente para que no notase el temblor en mi voz, mientras, en sus ojos, comenzaba a asomar la esperanza de que con este giro el puesto fuera suyo. Cuando conocí a Gabriel yo era un paleto de apenas veinte años. Él, aunque sólo tenía seis años más que yo, ya había pisado puertos de los cuatro continentes; yo, aparte de los campos de olivos de mi niñez, el único mundo que conocía era el que pude atisbar durante el tiempo que pasé como voluntario en la marina. Nací y me crie en un cortijo remoto de la provincia de Jaén. Vivíamos en las habitaciones destinadas a los trabajadores: un cuarto en el que hacíamos la vida y que también servía de dormitorio para mis padres y otro, situado junto al lugar donde se guardaban los burros, en el que dormíamos hacinados mis cuatro hermanos y yo. Allí no había escuela, ni forma de llegar hasta ella. Mis padres tampoco podían enseñarnos, porque además de trabajar de sol a sol, no sabían leer ni escribir. En aquel lugar, la niñez se te iba casi sin vivirla, pasabas sin tregua de niño de teta a cuidar los cerdos y luego ya a ayudar en las faenas del campo. De todo aquello algo se iba quedando bien arraigado en los genes, porque las familias se habían perpetuado generación tras generación en los mismos lugares y con los mismos oficios. Yo fui el primer rebelde conocido de la mía. Mis hermanos me llamaban el señoritingo por no resignarme con aquella vida que decían que era la que el Señor nos había enviado, como si estuviéramos encadenados a ella sin remedio. A mí me comían las ganas de marcharme, así que en cuanto pude me marché voluntario a la mili. La primera vez que escuché hablar de Alemania fue en el cuartel de marina donde me destinaron. Algunos contaban que allí se podía ganar en unos pocos años más que en toda tu vida en España. Me las apañé para librarme de las clases de alfabetización, que yo veía como una pérdida inútil de tiempo, e invertí todo mi esfuerzo entre la instrucción y los talleres de máquinas donde quería aprender el oficio de mecánico que me abriría las puertas de ese futuro próspero que me esperaba en Alemania. 6


Una tarde de permiso, aburrido de dar vueltas por la ciudad, entré en un bar y allí estaba Cati, sentada en un taburete alto al otro lado de la barra, frente a la caja registradora. Muy seria, con una cola de caballo alta que se movía al compás de su cabeza al inclinarse a marcar los números en la máquina o cuando se estiraba para devolver las vueltas a un cliente o al camarero. No sé cuántas tardes pasé en compañía de un refresco en la mesa del fondo, junto a la máquina de discos de aquel bar de su tío, contemplándola, hasta que ella reparó en mí y comenzamos a intercambiar miradas disimuladas que me envalentonaron para que una tarde, a la hora de más jolgorio en el bar, me acercara a la barra y, con la excusa de querer pagar, preguntarle a qué hora salía y si me dejaba acompañarla hasta su casa. — Vale, a las ocho frente al estanco, pero que no se entere mi tío, que no le gustan los marineros –me dijo. Aquella misma noche, casi sin mediar palabra, al llegar a lo oscuro de su portal se colgó de mi cuello y me dio mi primer beso, largo, muy largo y dulce. Luego, después de soltarme un “qué guapo eres, chiquillo”, salió corriendo escaleras arriba. Así era ella, impredecible, atrevida e inteligente, una mujer difícil de amarrar. Comenzamos a quedar los martes que yo no tenía guardia, pues eran los días en que ella libraba en el bar. Casi siempre nuestras citas consistían en pasear arriba y abajo junto al mar compartiendo unos cacahuetes o un cartucho de pipas, aunque algunas veces íbamos al cine de verano. Una de aquellas noches, en la puerta del cine, un hombre repartía propaganda sobre una academia donde se daban cursos de taquimecanografía. Cati cogió el panfleto, hacía tiempo que quería apuntarse y había estado ahorrando, el folleto, me dijo, prometía precios imbatibles. Aquello me costó nuestra primera, y única, discusión. — ¿Qué te parecen? Quizás podría apuntarme, aunque no entiendo muy bien la diferencia entre el curso que anuncian por delante de la hoja y el de la parte de atrás ¿Tú que entiendes? —Y o de secretarias y esas cosas no entiendo nada. — Ya, pero léelo despacio, es sólo que no sé si quizás con tres meses y menos horas a la semana veo un poco más de taquigrafía, pagando algo más también, o no compensa y es mejor el de dos meses No sé, míralo otra vez, a ver si entiendes tú lo mismo que yo. de tema.

— El primero está bien ¿Vamos a la barra a por un refresco? –Respondí rápidamente queriendo cambiar — Pero ¿Por qué? Si ni siquiera lo has mirado.

— Ya te he dicho que no entiendo de estas cosas, vete a preguntar y que te lo cuenten despacio –contesté cortante, cada vez más a la defensiva. — Hombre, gracias por tu ayuda, ya veo lo que te importo yo a ti. No me dirigió la palabra en toda la noche, y esperé a llegar hasta su casa para pedirle perdón y suplicarle un beso, por miedo a que volviera a sacar el asunto del dichoso curso y el papelito. Me enamoré tanto que casi perdí de vista mi objetivo alemán. Fue ella la que finalmente me animó a cumplirlo cuando le pregunté si me esperaría mientras llevaba a cabo mi plan. Me dijo que tenía que intentarlo y que ella claro que me esperaría hasta que volviera para casarnos. Luego, los dos trabajaríamos en Alemania, y volveríamos todos los veranos conduciendo un Mercedes descapotable, como esos turistas que se veían por Torremolinos. Con un retrato de Cati dentro de la maleta, monté en el tren sin saber que emprendía un viaje sin retorno. Cometí un error: no haber sido capaz de confesarle que era analfabeto. Tenía un contacto en Frankfurt, Fernando, el hermano de un compañero de la Marina, que llevaba años trabajando en una fábrica, incluso tenía a su familia viviendo allí con él. Me presentó a Gabriel, un tío muy espabi7


lado, que había llegado hacía poco más de un año de Santander y ya hablaba alemán casi como los de allí. Trabajaba en la Lufthansa, en los hangares y además hacía de traductor para los encargados con la gente que llegaba desde España a trabajar. Gabriel no solo me ayudó a encontrar trabajo, sino que me ofreció una habitación que acababa de quedarse libre en el piso que compartía con otros tres españoles. Todo parecía venir rodado. Gabriel escribía las cartas para la familia de uno de los compañeros del piso que tampoco sabía leer. A mí me daba vergüenza pedírselo, en Alemania pasaba casi desapercibido mi problema. Al fin y al cabo el no saber alemán nos hacía a todos los españoles un poco analfabetos. Pero el teléfono era carísimo y además tenía que llamar al bar porque en casa de Cati no había, y para ella era violento hablar con su novio delante de todo el mundo. Tuve que recurrir a Gabriel para que le escribiese y para que me leyera todas sus cartas, así ella seguiría sin darse cuenta de que yo era analfabeto. Siempre que Gabriel le iba a escribir me pedía que pusiera la foto de Cati sobre la mesa. Era importante, decía, para escribir cosas del corazón poder ver o pensar en los ojos de quien se ama. — ¡Pero Gabi que eso no vale para la novia de otro! -le decía yo entre risas. — Qué sabrás tú de escrituras -me contestaba- mira si no qué cosas tan bonitas te dice ahora tu novia. La verdad es que las cartas de Cati me hacían sonrojar al tener que compartirlas con él, y después, ya sólo, moría de pena por no poder recrearme en ellas en la intimidad de mi cuarto. Sin la ayuda de Gabriel eran sólo papeles en los que yo era incapaz de ver su alma. Me odiaba a mí mismo por ser quien era y no haber sabido calibrar todo lo que mi ignorancia podía costarme. Entonces la envidia hacía que viese a Gabriel con otros ojos. Los cambios de sus favores por los quehaceres diarios en el piso ya no me parecían tan justos ni naturales. Tampoco que en la fábrica pidiera dinero o parte de la comida que enviaban en paquetes las familias desde España como pago a sus gestiones con el casero o con los jefes, al disculpar un retraso o explicar una enfermedad. Luego, de nuevo, cuando llegaba otra carta, olvidaba esos pensamientos y recurría otra vez a él. De pronto las cartas de Cati comenzaron a escasear, y la voz detrás de ellas se fue transformando, se distanciaba. Un día, cuando Gabriel me leía una de sus cartas paró en seco y me dijo: — Hay una mala noticia, Cati está con otro. dido mal.

Como loco, le pedí una y otra vez que leyera de nuevo la carta, que se asegurase de no haberla enten-

— No seas terco, es una carta de despedida, tanto tiempo y ella tan lejos se habrá cansado de esperarte, es normal -contestó, zanjando así el asunto. Son incontables las veces que intenté hablar con ella por teléfono, pero nunca estaba o nunca quiso ponerse. Quería marcharme, ir a por ella, estaba desesperado, pero Gabriel me lo quitó de la cabeza. Me decía que cuanto antes comenzara a olvidarla, mejor sería para mí. Me consolaba como un hermano, y yo sentía que se preocupaba por mí. Me convenció para que me apuntase en una escuela de alemán para inmigrantes, porque decía que tenía que pensar en otras cosas y también aprender a valerme sólo en este país. — ¿Qué pasa, es que tú también te vas a ir? -le pregunté la tercera vez que insistió con lo de valerme por mí mismo. — Sí, a Dusseldorf, me han trasladado, pero en cuanto esté instalado te mando la dirección y algún fin de semana vienes a verme, a ver qué tal es aquello, igual luego acabas tú también por venirte a vivir allí. Unos meses después de que Gabriel se marchara fui después del trabajo con unos compañeros a tomar unas cervezas para celebrar el cumpleaños de uno de ellos. Era una noche larga de invierno, de esas que en Alemania 8


comienzan a las cuatro de la tarde. El alcohol me dejó una vez más en brazos de la nostalgia, y al volver a casa y ver en mi camino una cabina iluminada, sentí la necesidad incontenible de intentar de nuevo hablar con Cati. Esta vez fue su tío el que de bastante mal humor me contestó al teléfono. — ¿No le parece que ya está bien de molestar? Además, Cati ya no está aquí. Se casó el mes pasado y se ha marchado con su marido a vivir a Alemania. — ¿Cómo dice usted? ¿A Alemania? ¿Adónde en Alemania? ¿A qué ciudad? — Sí, sí, a Alemania, a Dusseldorf. Se casó el mes pasado y se fue con su marido para allí. Entonces, con un hilo de voz le pregunté si el marido de Cati se llamaba Gabriel. — Sí, ese es su nombre, Gabriel Cañavate, y por si quiere saberlo le diré que parece buena gente, y muy listo también. Mi primer impulso fue montarme en un tren a Dusseldorf para matarlos a los dos, pero cuando llegué a la estación me di cuenta de que ni siquiera sabía aún cómo pedir el billete, que no podía leer la información de las vías ni de los trenes en el panel de salidas, y que si un hombre usando solo un papel y una pluma me había podido arrebatar la mujer de mi vida, de qué servían entonces mi rabia o mis puños. Continué asistiendo a la escuela nocturna y aprendí alemán, y también a leer y a escribir. Después, vino una maestría industrial y así, poco a poco, progresé en la empresa. Creo que a eso también podría llamársele el milagro alemán. Me construí una vida, me casé con Birgit y tuvimos tres hijos, y aunque la herida cerró dejando una fea cicatriz, he sido capaz de olvidar. Levanto la vista de los papeles y me doy cuenta de que el chico me mira expectante, no soy consciente del tiempo que llevo callado, absorto en mis pensamientos. Le miro y esbozo una ligera sonrisa. — ¿Echa usted de menos algún documento? Creo que he aportado todas la evidencias que ustedes requerían, pero quizás…. -me dice. — No, todo está correcto, no echo nada en falta -le contesto mientras me levanto y le tiendo la mano a modo de despedida-. Tendrá usted noticias nuestras, señor Cañavate -continúo diciéndole mientras le acompaño hasta la puerta. Me devuelve una mirada confusa, seguramente no esperaba un final tan brusco para la entrevista; acabo de darme cuenta de que no puedo darle el trabajo a este chico que tiene los mismos ojos negros de Cati, y su sonrisa también. Qué pena que los hijos paguen por pecados que no son suyos, y qué fallo dejarle a uno en herencia el nombre de su padre: Gabriel Cañavate, el nombre de quien me hizo comprender el valor de las palabras.

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Los peces voladores Eva Rivas

Génova, año 1.678 Quiroga, agachado en un recodo del muelle, se frotaba las manos en el agua helada mientras trataba de eliminar la sangre de debajo de las uñas. Había esperado a su víctima en una callejuela que daba a la Taberna Paradiso donde sabía que el barón, tahúr redomado, volvería a gastarse los cuartos que no eran suyos. Debía 10.000 florines y el prestamista le había contratado para saldar la deuda. Le salió al paso haciendo un último intento por recuperar el dinero. Plantado frente a él, apartó la capa de su hombro derecho descansando la mano sobre su espada toledana a modo de advertencia pero el insensato lejos de amilanarse desenvainó su hierro y se lanzó hacia Quiroga que detuvo el ataque sin problemas. Tras un rato dirimiendo sus diferencias a base de estocadas el español decidió que aquello se estaba alargando más de la cuenta. Se acercó a su oponente, aferró con más firmeza la cazoleta de la espada y trabó la hoja de su rival inmovilizándolo, momento en que con la otra mano sacó su daga vizcaína y se la clavó en el corazón mientras le miraba fijamente a los ojos. La mirada de Quiroga buscaba la confirmación de que el mundo no perdía gran cosa con esa muerte. Cuando no era así, los ojos de su víctima poblaban de pesadillas sus sueños. Le parecía un precio justo. En el envite se había llevado un rasguño en el brazo, que le dolió más por el destrozo en la prenda que por su propia herida. Se echó el cuerpo al hombro y lo cargó en su caballo hasta la bocana del puerto. Se apoderó de su bolsa de dinero y lo lanzó al mar. Sacó un trapo impregnado en aceite, que iba necesitando un agua, y limpió con pulcritud la hoja de su espada, su bien más preciado. La envainó de nuevo y se dirigió al centro de la ciudad. Tomó como referencia la iglesia de la Santa Croce y en una calle paralela encontró la posada en la que llevaba viviendo las últimas semanas. En la puerta una cara conocida a la que estaba tomando cariño le salió al paso mendigando, como siempre. — Hola Bruno. — Buenas noches, señor -contestó con una mirada anhelante y la mano alargada a modo de petición. — ¿Quieres ganarte la cena? -el muchacho asintió con vehemencia abriendo mucho los ojos. La mención de la comida hizo que le sonaran las tripas-. Pues encárgate de mi montura -le dijo al tiempo que descendía con agilidad del caballo, cogía las alforjas y le tiraba una moneda que atrapó en el aire-. Llévalo a la cuadra y asegúrate de que tenga comida y agua. Llevado por los rumores de venganza que la muerte del barón había extendido por la ciudad en los días siguientes, Quiroga decidió abandonar Génova lo antes posible. Mientras saldaba la cuenta con el dueño de la posada se percató de que alguien le observaba con atención. El recién llegado contrastaba la información que le habían dado con el sujeto que tenía delante: alrededor de treinta y cinco años, bastante alto, con el pelo húmedo hasta los hombros, vestido con ante y cuero de calidad, ojos color coñac de largas pestañas que le sostenían la mirada fijamente mientras se pasaba los dedos por el bigote. Bastante seguro de haber dado con quien buscaba se acercó a Quiroga y le preguntó: — ¿Maese Quiroga? ¿Héctor Quiroga? — ¿Quién lo pregunta? 10


— Soy Álvaro Espinosa pero mi nombre no es relevante. Vengo desde Japón en nombre de una organización muy poderosa llamada Jano que requiere de sus servicios -dijo bajando la voz. — ¡¿Japón?! -repitió Quiroga incrédulo. ¡Si ni siquiera sé dónde diantres está! Y se giró de nuevo hacia el posadero dando la espalda al recién llegado. y le dijo:

Lejos de amilanarse, Espinosa depositó una bolsa rebosante de ducados de oro en la mano del español — Un anticipo para el viaje.

La maniobra funcionó y Espinosa consiguió toda la atención de Quiroga, que le llevó a un rincón apartado de la taberna. — ¿Qué es eso tan importante que os obliga a recorrer medio mundo para encontrarme? — Hace unos meses llegó un barco mercante a Japón y varios miembros de la tripulación nos dieron referencias vuestras. A uno de ellos le llamaban “el piojo”. Quiroga sonrió al recordar al tipo. — No deberíais creer más que la mitad de lo que ese desgraciado os haya dicho -dijo sin dejar de sonreír. — Si la mitad de lo que me contó es verdad entonces estoy en lo cierto al pensar que sois el hombre indicado para un trabajo que requiere destreza y discreción. Quiroga pidió al tabernero unas jarras de cerveza y un trozo de queso y ahora sí, escuchó con atención cuanto aquel forastero tenía que contarle. — La organización Jano fue creada hace treinta años por un grupo de comerciantes europeos pioneros en Asia. Se dedicaban principalmente a exportar plata de Japón y seda y especias de China. Con el monopolio del comercio exterior Jano consiguió cotas de poder insospechadas para unos extranjeros. — ¿Y el gobierno se quedó de brazos cruzados? -preguntó Quiroga incrédulo. — El gobierno percibe una parte de los beneficios así que hace la vista gorda pero entre los nobles japoneses ha surgido un movimiento para derrocar al emperador vigente y sustituirlo por Nakamura, joven heredero de una antigua dinastía, defensora de los valores tradicionales y partidario de echar a todos los extranjeros de Japón. Cuando esto llegó a conocimiento de Jano vieron peligrar su próspero negocio y decidieron que la mejor manera de acabar con la amenaza era eliminar a Nakamura. — ¿Y no hay nadie allí que pueda hacer el trabajo? — Es una cultura compleja y muy estricta en determinados aspectos. Allí las lealtades de los dos bandos están muy definidas. Jano no puede verse implicado o traspasaría la delgada línea roja que le permite permanecer allí. Espinosa le prometió una importante suma por el trabajo y la verdad era que necesitaba cambiar de aires. Tanto le daba un sitio que otro. Nada le ataba a ningún lugar. Su espada estaba al servicio del que mejor pagara y aquello era una cantidad considerable. Tres meses después, un galeón atracaba en la costa oeste de Honshú, la principal isla del archipiélago de Japón. Quiroga saltó a tierra detrás del contramaestre, ansioso por pisar suelo firme. Si hubiera pensado lo que tardaría en llegar no habría dicho que sí tan alegremente. La compañía de Espinosa durante la travesía había sido lo 11


único que le había sacado del tedio de las largas jornadas. Gracias a él se había hecho una idea de lo que le esperaba en aquel recóndito país. Gente cruel, anclada en el pasado y que hablaban una lengua imposible, como había podido comprobar oyendo hablar a algunos pasajeros. Espinosa tenía que ocuparse de resolver algunos asuntos antes de partir hacia Matsué, pero le dijo que se encontraría con él en el castillo. Su destino se encontraba a unos cinco días cabalgando hacia el norte. Una niebla ligera ascendía desde el agua, casi como humo, humedeciéndole la ropa y el pelo. Se embozó la capa y se fue a comprar un caballo y víveres, experimentando sus primeras dificultades con el idioma. Los días siguientes de tranquila cabalgata solo, al aire libre, serenaron el ánimo de Quiroga después de tanto tiempo recluido en el barco soportando la compañía indeseada de desconocidos malolientes. El paisaje era muy verde por lo que no le sorprendió encontrar aquí y allá granjas con pequeños huertos y árboles frutales. Qué pacífica parecía la existencia de esas gentes. La rodilla derecha volvía a dolerle, uniéndose así a un sinfín de viejas heridas de guerra que le recordaban, cada vez más a menudo, que no podría seguir llevando ese tipo de vida indefinidamente. Eso en el caso de que no le mataran en aquel remoto país. Con el magnífico espectáculo de la puesta de sol sobre el volcán Fuji, jinete y montura agotados después de una larga jornada se dirigieron hacía la única granja que se veía en los alrededores. A medida que se acercaba a la vivienda le llegaron los gritos agudos y carcajadas de un niño que era lanzado al aire repetidamente por una mujer delante de la casa. A su lado un hombre con un pequeño subido sobre sus hombros, que se le aferraba a la cabeza para no caer, alzó la mano a la cara, a modo de visera, mientras le observaba acercarse. Cuando no tuvo ninguna duda de que se dirigía hacia ellos se giró y dejó al niño en el suelo apremiando a la mujer para que se metiera dentro de la casa mientras él se afanaba en cerrar puertas y ventanas. Cuando Quiroga llegó a la puerta por donde había visto desaparecer a la familia descabalgó. — ¡Hola! No voy a hacerles nada. Lo único que necesito es un lugar donde pasar la noche -dijo levantando la voz-. Eso es todo. Les pagaré -dijo mientras agitaba un pequeño talego de cuero de modo que se oyera el tintineo de las monedas. No hubo respuesta. Inspeccionó la propiedad. Parecía próspera. Cogió unas cuantas manzanas de un árbol y entró en un pequeño establo con animales de tiro y unas cuantas ovejas. Ató al caballo a un poste junto a un montón de heno y una tina con agua y dejó que se saciara. Después cogió de las alforjas algo de mojama y se dejó caer sobre la paja apoyando la espalda en la pared. Devoró la carne seca y un par de manzanas con fruición. El primer trago de sake que bebió a punto estuvo de escupirlo pero a falta de aguardiente se conformó con lo que tenía y después de dar buena cuenta de la mitad de la petaca se quedó dormido. Con las primeras luces del amanecer abandonó la granja dejando unas monedas en la puerta. Continuó viaje hasta llegar al castillo de Matsue donde le esperaban. Le abrió el portón principal un guardia que tanto su aspecto como su postura dejaban a las claras que era un guerrero. En la empuñadura de marfil de su katana tenía tallado un pez volador. Siguió al guardia por el interior del recinto y la vista le dejó boquiabierto. Un jardín lleno de cerezos en flor rodeaba una edificación que no se parecía a nada que hubiera visto con anterioridad. Sobre una profusión de pequeños tejados a dos aguas de un blanco níveo resaltaban las ménsulas en madera negra con remates lobulados. Al pasar junto a una pagoda de tres plantas toda ella de madera en cuya puerta principal había un gran pez volador tallado, congelado en un imaginario salto sobre el agua, con sus grandes aletas pectorales extendidas, igual al que tenía su acompañante en su espada. Quiroga le preguntó por su significado. Toru, que así se llamaba, le contó una leyenda según la cual, los ancestros de esos peces fueron unas carpas que habían salido volando del estanque y al llegar al cielo se convirtieron en dragones. «La evolución por la supervivencia» resumió Toru. También podría ser el resumen de su vida, pensó Quiroga sintiéndose súbitamente identificado con el animal. 12


En el patio un grupo de guerreros ejecutaba secuencias de movimientos impelidos por un solo grito emitido al unísono mientras las katanas rasgaban el aire en un alarde de sincronización. Quiroga, que había luchado con el ejército español en los Países Bajos, reconoció admirado la disciplina de aquellos hombres. Con el transcurrir de los años Jano sintió la necesidad de proteger sus envíos y formaron aquel eficiente escuadrón de guerreros que acababan de ver entrenando: los Peces Voladores. Cuando los observó de cerca, notó que sus ojos no eran tan rasgados y eran más altos que la mayoría de los japoneses que había conocido hasta entonces. Toru le acompaño hasta un salón presidido por un gran tapiz de seda de intenso azul imperial sobre el que destacaba el delicado bordado de unas grullas japonesas en hilo color marfil. En el interior le sorprendió ver a Espinosa junto a un letrado que le amplió la información que ya sabía. — Tendréis que encargaros también de la esposa de Nakamura -le dijo el letrado. — ¿Tan peligrosa es? Se mofó Quiroga. — Está encinta. Queremos evitar que más tarde aparezca alguien reclamando los derechos del heredero de Nakamura. Quiroga miró a Espinosa con una mirada cargada de reproche -se os había olvidado esa parte, Espinosa. — Es posible -admitió éste quitándole importancia con un gesto de la mano. — ¿Algún problema con eso, maese Quiroga? Le dijo el letrado observándole atento. — Ninguno, señor. Es solo que no me gusta que me cuenten las verdades a medias. — Aquí tiene la mitad del dinero. Como puede ver es una cantidad generosa, maese Quiroga. Tendrá otro tanto cuando termine su encargo, pero si le atrapan nosotros no le conocemos. Para que no haya mal entendidos, le recomiendo que ponga especial cuidado en que nadie relacione estas muertes con nosotros o no cobrará el resto. Y si piensa que puede desaparecer sin más con el dinero es que no conoce a nuestro pequeño ejército. Todos clavaron la mirada en Toru que se limitó a asentir con la cabeza. Acto seguido Quiroga abandonó la estancia seguido de Toru. El joven, que no le quitaba ojo a la espada de Quiroga, se dejó llevar por la curiosidad y en un vacilante portugués le preguntó: — Así que tú también eres un guerrero -dijo señalando la espada toledana. La sorpresa de Quiroga fue auténtica: — ¿Cómo es que sabes portugués? — Por mi padre -no parecía con ganas de dar más explicaciones al respecto-.¿Puedo ver tu arma? Quiroga extrajo su espada de la vaina y se la tendió orgulloso. Al japonés le llamó la atención la cazoleta frente a la sencillez de la empuñadura de su katana. El descubrimiento de que podían entenderse lo suficiente chapurreando en portugués y de vez en cuando alguna palabra suelta en francés abrió una vía de comunicación entre ambos guerreros que los dos exploraron movidos por la curiosidad de lo diferente. Pernoctó en el castillo y al amanecer, descansado y con víveres de sobra, Quiroga abandonaba Matsué. Durante las jornadas de camino a su destino en Kioto su mente era un hervidero: organizaba su estrategia de cara al trabajo pero también pensaba en la situación tan comprometida en que se había colocado; desconfiaba de Espinosa y se sorprendía de la extraña afinidad que había surgido con Toru. 13


Cuando llegó a Kioto no le costó encontrar el palacio de Nakamura. Estudió la rutina de sus moradores durante varios días y por las noches frecuentó las casas de té de la Avenida de las Flores gratamente sorprendido al descubrir que las geishas no eran ninguna leyenda. Incluso asistió a una representación de kabuki y aunque no entendía una palabra de la lengua, la intensidad de la interpretación de los actores le dejó impresionado. Finalmente descubrió el patrón de horarios del palacio y decidió que el mejor momento para actuar sería la noche. La mañana elegida traspasó las murallas del palacio camuflado en una carreta, entre sacos de arroz y barriles de sake y permaneció escondido en un almacén hasta que oscureció. Al llegar la noche todos los sirvientes se retiraban y solo permanecía un centinela en la entrada y otro frente a su dormitorio. Sigilosamente llegó hasta este segundo por su espalda. El destello del acero de su daga era lo único que delataba su presencia en aquella noche estrellada. Con un movimiento rápido tapó la boca del centinela con una mano mientras con la otra le degollaba. Dejó el cuerpo entre unos arbustos y se ocultó al advertir movimiento con el rabillo del ojo. No eran más que los farolillos de papel de colores suspendidos de las vigas del porche que se habían agitado con la brisa. Cuando se aseguró de que nadie le había oído se dirigió hacia los aposentos de Nakamura. Una lámpara de aceite iluminaba de forma tenue un rincón, lo suficiente para ver que su esposa no se encontraba con él y aunque eso le facilitaba la tarea le preocupaba que apareciera de repente. Cayó sobre su presa inmovilizándole e impidiendo que gritara con una mano sobre su boca y sostuvo la mirada aterrorizada de Nakamura mientras le rebanaba el cuello. Después, le tapó con la manta hasta el cuello, le cerró los ojos y esperó de pie pegado al panel de madera que hacía las veces de pared. La esposa entró poco después. Quiroga se abalanzó sobre ella para inmovilizarla y procedió igual que con el marido. Cuando el cuerpo dejó de oponer resistencia y lo estaba depositando en el suelo le pareció que algo se escurría entre los brazos de la mujer. Acercó la lámpara para identificar el bulto que se movía y cuando separó el lío de telas que allí había, su sorpresa fue mayúscula al descubrir que un diminuto cuerpo envuelto en un suave tejido de seda agitaba sus extremidades y protestaba al verse desprovisto del calor que le envolvía antes. Miró a la joven madre, en realidad casi una niña, con unos ojos tan rasgados que su mirada resultaba sumamente triste. ¿Qué demonios iba a hacer con aquel niño? Si lo dejaba ahí más tarde o más temprano alguien se enteraría y enviarían a liquidarlos, a él y al niño. El pequeño giró la cabeza hacia la luz y pudo verle la cara. Apenas tendría unas semanas de vida. A la memoria de Quiroga acudió sin invocarlo el recuerdo tantas veces enterrado de los orfanatos en los que pasó su infancia en Madrid. Y evocó a Diego veinte años atrás, lo más parecido a un hermano que había tenido jamás. Cuando llegó era poco más que aquel niño y contra todo pronóstico salió adelante. Él le cuidó y le defendió una década entera, hasta que la tuberculosis se lo arrebató. Oyó ruido en el exterior. Tenía que tomar una decisión. Separó al niño del cuerpo de su madre y lo envolvió en una manta. Apartó su capa, abrió el coleto de ante y la camisa y puso el bulto contra su pecho. Volvió a abrocharse y huyó. Subió a su montura y salió al galope sin dirección. El niño lloraba, él maldecía para sus adentros. El trote rítmico y el calor del cuerpo de Quiroga terminaron por dormir al pequeño lo que le proporcionó la calma suficiente para tomar una decisión. Aunque la paz no duró mucho. Un par de horas después llegó con el niño berreando a la granja donde había pasado aquella noche y aporreó la puerta sin ningún resultado. Se dirigió al establo, intuyendo que el niño tendría hambre, se sacó a la criatura de entre sus ropas y ordeñó a una de las ovejas con una técnica que a todas luces necesitaba depurar pero suficiente para salir del apuro. Acercó un pequeño cuenco con la leche a los labios del niño y trató de que la bebiera sin demasiado éxito, pues su ansia era tal que se atragantaba y derramaba la mayor parte. Rebuscó en sus alforjas hasta encontrar su cuchara y con infinita paciencia le ofreció pequeñas cantidades al bebé que poco a poco fue tragando y calmándose. Cuando vio que no quería más lo apoyó contra su pecho para darle calor y se recostó en un rincón sobre la paja. Ambos se quedaron dormidos pero Héctor despertó poco después sobresaltado por una pesadilla con unos ojos rasgados de niña. Envolvió a la criatura que aún dormía en otra manta y lo dejó sobre la paja fuera del alcance de los animales, junto a una bolsa con monedas y se marchó. 14


Cabalgó durante días hasta volver al castillo de Matsué para reclamar el resto del pago por su trabajo. Aquel paisaje tenía el don de serenarle. Mientras le interrogaron sobre el éxito de su misión su semblante no se inmutó al asegurar que todo había salido sobre lo previsto. Unos días más tarde saldría un cargamento de seda muy valioso que habría que proteger hasta el puerto de Okinawa. Para no hacer el camino de regreso solo, acompañaría al grupo en su viaje y hasta entonces podría quedarse en el castillo. Deambulando por los jardines reconoció a Toru. Esta vez no iba uniformado sino que llevaba un gastado pantalón de sarga verde oscuro y una sencilla casaca clara pero el color castaño claro de su pelo recogido lo delató y se acercó a hablar él. A pesar de la ferocidad de sus rasgos sentía que había logrado una conexión con él. A través de sus peculiares conversaciones diarias advirtió que tenían un arraigado concepto del honor y el esfuerzo. La mayoría no superaba los veinte años. Descubrió que eran hijos de padres occidentales y madres japonesas, de ahí que Toru conociera otras lenguas y que sentían el rechazo entre su propia gente por ser diferentes. Algunos de ellos eran hijos de miembros de Jano, otros habían venido de otras prefecturas. El joven Toru interrogaba a Quiroga sobre la vida en occidente. Sentía curiosidad por todo lo que ocurría fuera de aquel archipiélago pero el español desdeñaba la relevancia de cuanto ocurría fuera de Japón. Quiroga no profesaba ninguna religión pero algo en aquella cultura tan mística de tradiciones tan arraigadas le reconfortaba y su fascinación no hacía sino aumentar con el paso de los días. Al alba los observaba saludar al sol con reverencia y meditar antes de comenzar la jornada. En sus entrenamientos luchaban entre ellos con una ferocidad que amedrentaría a cualquier enemigo pero al finalizar, la camaradería reinaba entre ellos. Quiroga nunca había pertenecido a ningún sitio. Nunca había sentido que formaba parte de nada más grande que él mismo y en el fondo los envidió. Quería saber más de aquella cultura enigmática, aprender su forma de luchar, contar con la lealtad de un igual. Ansió ser uno más de aquellos guerreros pero no le terminaba de convencer la idea de someterse a Jano. La ambición de aquellos hombres no se detendría en lo meramente comercial, los últimos acontecimientos lo habían dejado claro. — Sabes, Toru, me cuesta entender que tú estés del lado de Jano -le confesó el español cuando decidió que podía sincerarse con el joven-. Al fin y al cabo ellos, nosotros -rectificó- somos una especie de invasores, extranjeros, pero tú has nacido aquí y por lo que me dices te sientes japonés. — Nadie nos ha preguntado nuestra opinión, ni podemos negarnos a cumplir órdenes o nos echarían y tampoco tengo muchas opciones, ¿no crees? Pero si quieres saberlo, no; no me parece bien lo que están haciendo. Durante un buen rato le inició someramente en la historia de Japón y en lo que simbolizaba Nakamura en ella, y por primera vez desde que pisó tierras niponas se cuestionó si su paso por aquel país no habría inclinado la balanza hacia el lado equivocado. Sintió una punzada de culpabilidad al pensar en el pequeño que había dejado huérfano, y decidió que se quedaría una temporada por allí hasta asegurarse de que el último heredero de la dinastía Nakamura estuviera en buenas manos.

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La boda

Isabel Bilbao Ortiz de Guinea Avanzaba hacia el altar y Pablo pensaba «es el día de mi boda». Sí, qué palabra tan larga: matrimonio. Sentía sobre su espalda las miradas de los pocos invitados y algunos vecinos del pueblo que no querían perderse el acontecimiento. Sentía también los ojos de Juana. La había visto al entrar. Ojos negros, duros, que no pestañearon cuando se cruzaron sus miradas. Él la retiró, mientras avanzaba por el pasillo hasta el altar y durante ese recorrido, sintió punzadas en la espalda. Cuando se volvió para ver entrar a la novia, ya no le miraba a él, la miraba a ella. Sintió angustia pero su futura esposa, nada sabía de Juana, ni de sus ojos negros llenos de envidia. No sabía que le había estado esperando sin comprometerse con nadie porque lo quería para ella. Él, nunca le dio esperanzas, pero tampoco la rechazó cuando se le acercaba. No, la novia no sabía nada de todo eso. La ceremonia fue corta; solo el sacramento del matrimonio. El cura se retiró y ellos hicieron el camino en dirección contraria. Pablo no buscó los ojos negros, pero al pasar por su lado los presintió como un mal agüero. Dos pasos más, y el suelo se hizo resbaladizo, los techos se movían y los bancos de la iglesia quedaron por encima de su cabeza. Pensó que sus zapatos nuevos de suela de tafilete, le habían hecho una mala pasada, un tropezón inoportuno, pero le pareció gracioso tener a su mujer encima. La había arrastrado en la caída. Entre lamentos y suspiros ahogados oyó «¡Jesús, Jesús!». Sonriendo, abrazó a su mujer y le dio un beso. Las reacciones fueron distintas. Algunos suspiraron, otros reían a carcajadas, algunas manos se extendían para ayudarle a levantarse; pies que se arrastraban en el suelo sin espacio y exclamaban: «¡garbanzos! «¿Quién ha tirado garbanzos?». Pablo consiguió levantarse y sin soltar a la mujer que amaba, buscó a Juana y solo llegó a ver su silueta, que como un humo negro salía por la puerta de la iglesia. Juana salió de la iglesia llena de furia. Se paró en el pórtico de la iglesia. Sacudió el bolsito negro y salieron disparados media docena de garbanzos que rebotaron sobre las losas de piedra. Sus ojos siguieron los saltos y con un suspiro amargo murmuró “Ojala te rompas una pierna”. Nada salía como ella quería, todo se torcía. El pueblo entero estaba en contra de ella. Pablo, su chico de toda la vida, se había casado con una… «una don nadie». Una tenderilla de quincallas, con un puesto en la Plaza del Mercado. Con lo que era él «el hijo del terrateniente». Ella siempre había estado a su lado. En las excursiones, le llevaba la merienda. En las fiestas, siempre los bailes más bonitos eran con él. Había desdeñado a otros chicos que la pretendían porque su chico era él. Le había esperado cuando se marchó a navegar. Se quedó en casa sin querer salir con las amigas. Fue la primera que se enteró que volvía y una hora antes estaba en el muelle esperándolo. Al bajar por la pasarela del barco, fue a ella la primera a la que miró y saludó con la mano. ¡Era su chico! ¡Su amor! Se hicieron arrumacos, se besaron y hubiesen llegado a más si él hubiese querido, pero ella sabía que su Pablo, era un caballero. Los recién casados salieron al pórtico bajo una lluvia de pétalos de rosas. «Virutas de fuego deberían ser» pensó Juana y poco faltó para dar un traspié con ese pensamiento, pues las amigas por detrás la empujaron para que avanzase a felicitar a los novios. Las dos mujeres se miraron frente a frente. La novia con los ojos chispeantes, llenos de ilusión, con la confianza que da la seguridad de sentirse amada y protegida. Juana, con mirada afilada, negra y profunda, si 16


hubiesen sido rayos, la habrían atravesado en ese momento. Pero los momentos, son eso, instantes que pasan sin detenerse y las mejillas se cruzaron en un leve roce. Pablo la sujetó por los brazos con cariño, pero su mirada preguntaba. En ese momento, le hubiese gustado desmayarse, abrazarse a él, decirle lo que él ya sabía, que le quería, que le esperaba, que era su vida, que sin él nada tenía sentido, que le seguiría esperando, que… que. Le miró. Acercó su boca a la altura del oído y le dijo “Maldito, ojalá sufras” y sonriendo giró con una vuelta llena de gracia, coquetería, y sensualidad, de complicidad hacia las personas que estaba mirando. Alzó la barbilla, levantó los brazos y gritó: ¡Vivan los novios! Todos aplaudieron y vitorearon. No se necesitaba mucho para que la alegría brotase. Hasta los perros de caza del novio ladraron con ganas al ver a su dueño. Un amigo los tenía sujetos con una correa y parecía que esperaban su turno. Juana se sintió orgullosa de su grito. El pueblo la había visto. Ella era joven, guapa y lista. El pensamiento se quedó cortado por una ráfaga de viento que le dio de frente e hizo que su cuerpo girase a tiempo de ver a los novios. Apartándose el pelo de la cara, tuvo que entrecerrar los ojos. La visión le llegó como un foco de luz blanco, tules que flotaban, lazos que culebreaban, una cara sonriente y una corte a su alrededor que se sumaba al color con tonos rojos, verdes, amarillos, trajes negros, azules, y el viento, con su brisa, con sus ráfagas, les hacía bailar a su antojo, a la cadencia de cada prenda, pero todas haciendo resaltar el foco de luz blanca que desprendía la novia. Juana pensó con amargura que a la novia «todo le venía bien». En ese momento la novia levantó los brazos y el hechizo en el que estaba inmersa, le hizo ver las ágiles alas de un cisne que aleteaban, enfundadas sus puntas en unos guantes blancos y una de ellas, sujetando el ramo de azahar que con un suave movimiento, salió volando por encima de las cabezas. Solo podía ver y esperar. Ver como una de sus amigas recogía al vuelo el ramo enganchándolo por los pétalos, disputándoselo a las de alrededor, chicas gozosas y alborotadoras. Ni se había dignado a mirarla a ella. «Me las pagarás todas juntas» pensó. Pablo y su mujer avanzaban por las losetas del pórtico de la iglesia. Ella tiraba del velo que sujeto a su cabeza se negaba a seguirla, unas veces porque alguien lo pisaba, otras por el impulso del viento empeñado en lucir todo aquello que fuese suave y vaporoso. En ese momento, tres perros de caza se hicieron paso entre las piernas de los asistentes. Se lanzaron sobre Pablo, sobre la novia. Las patas a la altura del pecho del hombre le rodearon brincando. Con voz imperiosa Pablo dijo: — Ahí. Juana alisó la falda de su vestido con un gesto mecánico, como de rechazo de alguna porquería y esperó. El velo ya no estaba sujeto a la cabeza de la novia y los brazos le caían a lo largo del cuerpo. Aun le quedaba la sonrisa, pero Juana pensó que era por puro orgullo de quedar bien. El viento levantó a sus anchas el suave tul que los perros se habían encargado de desprender definitivamente de la cabeza de la novia. Lo desplazó hasta engancharlo en una rama de árbol y allí quedó balanceándose como una ola de mar que va y viene. Los perros en posición de sentados miraban sin entender. La novia se agachó para acariciarles la cabeza y el gesto huraño que se había formado en la cara de Pablo, se transformó en una sonrisa dulce y mirada acariciadora hacia el cuadro que se representaba a sus pies. A Juana un poco alejada del bullicio pero sin perder detalle, le rechinaban los dientes; «todo le viene bien» seguía pensando. — ¿Qué es un vestido? -le decía Pablo. 17


— Nada. Si lo voy a guardar en una caja -le contestó su mujer. Todos los de alrededor oyeron y sus caras de duda se transformaron en amplias sonrisas. Así, fueron alejándose hacia la finca donde les esperaba el banquete. Los entendidos miraban al cielo que se había llenado de nubes que se desplazaban rápidas. El amigo de Pablo le dijo a Juana que era viento del norte y que si paraba, posiblemente traería agua. Juana pensó entrecerrando los ojos y mirando al cielo: «¡ojalá!». Y el agua llegó con los postres. Con la algarabía final. Con los brindis, la música, el vals. Cuatro gotas grandes y esparcidas que no asustaron a nadie, pero cuando los novios salieron a bailar el vals, el eterno «Danubio Azul», las nubes abrieron sus bolsas y calló un auténtico aguaduchu. Todos corrieron hacia la carpa de los novios. Allí, apretujados, sin casi poder moverse por lo reducido del espacio, entre sonrisas cómplices, empezaron los primeros arrumacos. Pablo acariciaba con el dorso de la mano la mejilla de su mujer, apartando cualquier gota de agua que hubiese quedado en su rostro. La miraba con devoción y recibía su recompensa. Ella le acariciaba la coronilla y los dedos jugaban con su cuello y nuca. Escondió la cabeza bajo su barbilla y Pablo la levantó para darle un beso, la estrechó entre sus brazos, nada imposible porque era lo que el espacio le permitía, a la par que le tarareaba el «Danubio Azul». Juana también estaba en la carpa. No quería mirar, pero lo veía todo. Estaba más pendiente de los novios, sus gestos, sus impresiones ante el contra tiempo de final de boda, que de los arrumacos que era objeto por parte del amigo del novio. La lluvia azotaba racheada por el viento, que a pesar de los entendidos, no había desaparecido del todo y la tormenta se lució con toda su grandeza amenazadora de rayos y truenos. Cada uno de ellos rebotaba en los cuerpos ardientes de los que estaban bajo la carpa. Las mujeres, solo por coquetería, se estremecían en los brazos de los hombres y estos, por adulación, protegían con el calor de sus cuerpos los de ellas. Así se vio Juana de repente, abrazada, apretujada, cubierta de besos en el cuello, orejas, cara y labios. Unos dedos que recorrían su espalda con la delicadeza del pianista que mima las teclas del piano. Y le gustó. Se sentía bien, pero miró a los novios, le hubiese gustado que Pablo la mirase también. Que supiese que ella podía tener a otros. «Tú como yo» pensó, «por hoy, ya has tenido bastante».

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La boda que cambió mi vida Miguel Parra

La mañana del día de la boda de Isabel estaba con mis compañeros, expectante ante todo lo que ocurría en la cocina, porque sabía que mi vida estaba en juego. Aunque yo había llegado en el último paquete sabía, por un veterano del fondo del tarro, que tarde o temprano nuestro destino era morir en caldo de zancarrón hirviendo. También me dijo que Juana, nuestra ama y futura verdugo, se había vuelto muy malhumorada desde que Pablo, el guapo chico que sonreía junto a ella en la foto de la pared, había suspendido sus visitas, antes tan frecuentes. Cada vez que Juana entraba en la cocina, un escalofrío nos atravesaba los cotiledones, temiendo que quitara la tapa, cogiera un par de puñados de nosotros y nos pusiera en una cazuela con agua, porque aquello era como entrar en capilla. Y no es que sea desagradable estar a remojo; los de mi especie nos sentimos bien allí, nos hinchamos de gusto, pero lo grave es que estar a remojo es el paso previo a escaldarse en la olla. Llamaron a la puerta y Juana abrió; era una vecina: — Hola Juana. Qué, por fin ¿vas a ir? — Sí. — ¡Más te valdría olvidarle de una vez!— dijo señalando la foto de la pared. — Ya le olvidaré... después… — Bueno, tú sabrás. ¿Quieres que te acompañe? — No, Piedad. Gracias. Esto lo tengo que solucionar yo. — De acuerdo. Toma: la mantilla y el bolso que me habías pedido...Y que te vaya bien… Juana dejó las cosas en la cocina y desapareció, volviendo unos minutos después, vestida con un conjunto de encaje negro de ceremonia, precioso. Yo suspiré aliviado pensando que con esa ropa, comería fuera de casa y que, por lo tanto, ese día nuestra vida no corría peligro. Sin embargo, se dirigió a la alacena y agarrando el tarro, lo abrió y cogió un puñado de nosotros: me dio un vuelco el corazón y creí que había llegado mi final, sobre todo cuando caí en su mano en un segundo tiento. Pero al final resultó que lo que hizo no fue echarnos en la cazuela, sino en el bolso que le había dado Piedad, que era de esos de mano de fina malla dorada. Yo me espabilé para situarme en la parte exterior para así poder ver a través del enrejado metálico. Juana se dio los últimos toques del maquillaje y lanzando una mirada asesina a la foto en que estaba con Pablo, se puso la mantilla, cogió el bolso y salió a la calle. Fuimos andando hasta la iglesia del Amor Misericordioso, donde nos metimos en una capilla lateral, encendió una vela y, a su luz, vimos la imagen de un santo que sonreía beatíficamente desde el altar. Allí, arrodillada, levantó la mirada, diciendo —Bendito San Valentín, recuerda las misas que te he encargado, las limosnas que he dado. Tú, que todo lo puedes en el amor, haz que Pablo no venga hoy y se case conmigo. Amén. — Mientras, vi que iba entrando en la iglesia gente que, sonriente y elegantemente vestida, ocupaba los bancos delanteros de la nave central. Cuando los murmullos subieron de tono, Juana notó que algo pasaba y salimos de la capilla justo a tiempo de ver a Pablo que, elegantísimo y un poco nervioso, avanzaba con paso firme por el pasillo central. Ella le lanzó 19


una mirada llena de resquemor y sarcasmo, que él aguantó impertérrito continuando hacia el altar. Juana se volvió hacia San Valentín —¡Traidor! -dijo, y de un manotazo le apagó la vela. Salimos de la capilla y fue a sentarse junto al pasillo central, justo detrás del último banco ocupado y con el bolso fuertemente asido sobre su regazo, desde donde pude observar perfectamente todo lo que ocurría. Instantes después, empezó a sonar la Marcha Nupcial y Pablo se volvió hacia la puerta, mientras se oían voces de ¡Ya viene la novia! ¡Ya viene Isabel! y ésta hizo su entrada. Estaba radiante, luciendo su serena belleza envuelta en un fino encaje blanco que permitía admirar sus torneados brazos y su delicado escote. Pablo y todos los presentes posaron complacidos su vista en ella, menos Juana, que más bien le echó mal de ojo, aunque sin que lo advirtiera Isabel, que no tenía ojos más que para su prometido y que siguió avanzando hasta reunirse con él. La ceremonia resultó muy vistosa. Los novios contestaron a las preguntas del cura, se intercambiaron los anillos, recogieron las arras que se habían caído —llevó su tiempo encontrar las trece— lloraron la madrina y alguna más, se firmaron papeles y, finalmente, los novios se besaron e iniciaron la salida, cogidos del brazo y en procesión, seguidos por los padres de ambos y los parientes. Yo estaba embelesado, viendo tanta magnificencia cuando, inopinadamente, Juana, que estaba de rodillas, abrió el bolso y echó a voleo su contenido -o sea, nosotros- encima de la alfombra. Aquello fue una masacre de garbanzos: la pareja -sobre todo el novio- empezó a trastabillar pisando a mis compañeros y destripando a muchos de ellos, hasta que en un último traspiés arrastró a la novia y cayeron sobre los padrinos. Se formó un amasijo de familiares que, sin embargo, no produjo heridos y resultó muy instructivo: no me podía imaginar yo la de cosas que tenían las señoras debajo de las faldas. Creí morir, pero un manoteo del novio con el que intentaba evitar un mayor daño, me lanzó al aire con tal fortuna que fui a caer dentro del escote de la novia. Conmocionado como estaba y al verme rodeado de puntillas blancas y reposando en una piel tan suave, tibia y olorosa, creí haber muerto y encontrarme en el Paraíso. En esto, Pablo atrajo amorosamente a Isabel y los tres nos fundimos en un tierno abrazo. Mientras ella se levantaba ayudada por su marido, pude ver cómo salía del templo Juana, con la aviesa sonrisa de quien se ha cobrado una vieja deuda y su silueta, negra como la noche, se desvanecía en la luz de la mañana. Acompañé al nuevo matrimonio hasta el coche bajo una lluvia de arroz que, en parte, vino a hacerme compañía. Cuando nos sentamos y cerraron las portezuelas, fue nuestro segundo -y último- momento de intimidad.

— ¡Estás preciosa, cariño! Pero...¿Qué te pasa?

— ¡ Que no sé qué se me ha metido por el escote y me está picando! —dijo Isabel mientras trataba de expulsarnos a todos de su acogedor seno.

— A ver... Déjame ver... ¡Ah! Tienes el sujetador lleno de arroz... ¡y hasta un garbanzo!

Traté de esconderme entre los recovecos del encaje y la piel, pero acabé por caer, resbalando entre Isabel y su vestido, yendo a parar al regazo, que ya conocía por el suceso del pasillo, donde encontré amparo, gozo y consuelo. Sin embargo, mi alegría duró poco porque enseguida apareció, acercándose desde las rodillas, la mano de Pablo que empezó a rebuscar metiendo los dedos por todos los rincones, pero sin dar conmigo, porque, a decir verdad, parecía un poco distraído. Estuvimos jugando al escondite un ratito hasta que oímos la voz de la novia:

— ¡Pablo, saca ya la mano de ahí!

— Sí, cariño. Mira, lo he encontrado -le contestó, mostrándome en la palma de su mano- Lo tiro por la ventanilla y aquí no ha pasado nada. Y efectivamente, así lo hizo, con tan buena suerte que vine a caer en una zona herbosa desde donde les vi alejarse, rumbo a su nueva vida. 20


Yo, por mi parte, conseguí germinar y arraigar. Hoy llevo una vida plenamente feliz en mi cuneta; estoy esperando familia y sueño con contarles un día a mis garbancitos, lo que pasó en la boda que cambió mi vida.

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Ya no más

Borja Rodríguez Clara se frotaba el muslo con la palma de la mano mientras miraba la carretera. El polvo, iluminado por los faros del coche, parecía nieve rompiéndose contra el suelo. otra vez.

— Te preocupa algo –dijo Ángel con frialdad, bajando la mirada hacia su rodilla–. Estás haciéndolo

Eso solo lo hacía cuando algo le rondaba la cabeza. El color carne artificial de la pierna ortopédica se diferenciaba con claridad de la piel blanca de su mano. Nunca le había importado. Jamás se la había cubierto, así no olvidaba cómo la perdió… pero ese fin de semana era distinto. Miró a Ángel, apretó los labios tratando de reprimir la tensión que le producía oír la voz de su marido. Por su cabeza pasaron todas las ocasiones en las que había conseguido decirle que ella no estaba de acuerdo, todas las veces que logró enlazar las palabras que mejor expresaban lo que sentía. Pero esta vez no arrancó. Los ojos de Ángel la observaban con seriedad y alternaban la atención entre ella y la carretera. — Joder, Clara, no empieces otra vez con tus caras. Lo hemos hablado cientos de veces y aún parece que no quieres entenderlo. Estos días son importantes para la madurez de nuestro hijo. Pisó el acelerador a fondo involuntariamente. Notó la mano de Clara sobre su hombro y vio de reojo que ésta giraba la cabeza hacia atrás para asegurarse de que Julián dormía. Cuando ella volvió a mirar hacia delante, continuó: — Aprende que la vida es jodida desde joven. Que sólo los más fuertes permanecen vivos –hizo una breve pausa para suspirar- Y espero que esta vez te relaciones con toda la familia y no seas la rarita. Ángel no esperaba una respuesta, pero Clara agachó la cabeza y replicó: — No digo que no sea importante, pero hay otras formas de enseñarle lo que dices. ¿Qué necesidad tienes de hacernos pasar por esto? Lo que hacéis en Casa Antigua es… Se interrumpió al oír un gruñido que venía del asiento de atrás. Era Julián. Se había despertado y miraba la oscuridad de la noche a través de la ventana. No parecía estar escuchando. Aun así, bajó el tono de voz hasta el susurro: — Y si no me relaciono con tu familia es porque me tratan como a una intrusa. Ángel escuchaba cada palabra que salía de su boca y trató de mostrar indiferencia concentrándose en el volante. El retrovisor reflejaba la imagen de su hijo aburrido, apoyado sobre la palma de la mano y esto le cabreaba aún más. Era un puto cervatillo y él necesitaba un depredador. — ¡Julián, atiende! Éste no reaccionó. Sabía que cuando sus padres discutían, él debía permanecer callado. — Ángel, por favor -Clara odiaba las malas maneras de su marido. — Mírame cuando te hablo –Julián movió la cabeza y vio el semblante tenso de su padre- Quiero 22


que mañana seas tú el que atrape al conejo, ¿me oyes? Demuéstrame que ya no eres un niñato. Clara cerró los ojos y apretó los puños ocultándolos entre las piernas, impotente ante tanta violencia. El coche subía por las últimas curvas de la carretera de montaña cuando la casa apareció ante sus ojos, iluminada por los focos del exterior. Bajaron del coche y avanzaron hacia la puerta principal, cargados de maletas. La entrada daba directamente a la cocina. El bullicio de las mujeres hablando alrededor de los cuatro fuegos hizo desaparecer el mal humor de Ángel. La alegría y los abrazos con que lo recibieron contrastaban con el saludo a Clara. Malas sensaciones. Miró hacia arriba tratando de distraer su mente y observó el caos ordenado de las ollas y cazos colgados por encima de su cabeza. Sintió la mano de su marido sobre su espalda dirigiéndola hacia el comedor, donde hombres y jóvenes charlaban alrededor de una gruesa mesa de madera, que llegaba hasta el final de la sala. Los que tenían una copa de vino la levantaron, señalando directamente a Ángel. Ella hizo lo mismo que en la cocina: mirar hacia otro lado. La decoración con colores rojo y negro hacía todo tan oscuro… Clara aprovechó la efusividad del alcohol para desaparecer con Julián, atravesando el salón repleto de lámparas de pie y una chimenea que crepitaba cuando los copos de carbón saltaban contra el cristal separando un infierno del otro. Los escalones que los llevaban a la segunda planta crujían de viejos. Ella evitaba mirar los cuadros que formaban figuras extrañas tapando las humedades de las paredes. Sentía como si la estuvieran observando de la misma manera que la familia de Ángel lo hacía. Se sucedían las habitaciones con paredes perdiendo su color original. Al final del pasillo estaba el dormitorio más grande de la casa. Lo odiaba. Odiaba la foto que tenían encima de la cabecera de la cama. Un Ángel de trece años sonriente en el rito de iniciación. A su lado, el padre de Ángel lo abraza pasando el brazo por el hombro a su hijo, orgulloso. Esperó a que Julián se acostara en su cama y se tumbó en la de matrimonio, vestida, sintiendo que el miedo y la angustia iban apoderándose cada vez más de ella. Clavó la mirada en el techo, cogió aire y poco a poco el silencio de la habitación la abrazó hasta que se durmió. Ángel agitaba su copa de vino y hablaba a la audiencia reunida en el comedor con la mirada centrada en el líquido que lanzaba diferentes matices del color rojo cuando la luz lo atravesaba. — Estoy harto. Harto de tener que ocultar lo que pienso o de tener que justificarlo ante esa gente que ahora se cree tan moderna. Hablan de respeto, de igualdad, cuando lo que nos hace superiores es precisamente la diferencia. La diferencia de razas, de fuerza. Hablan de individualidad, cuando la fuerza está en el grupo. Afortunadamente en Casa Antigua tenemos un refugio. Un refugio frente a esta sociedad que nos ahoga y en el que podemos hablar sin tapujos de los verdaderos ideales que deberían mover el mundo. Estoy orgulloso de pertenecer a esta gran familia, una familia de cazadores. Aquí no caben los recolectores o los vagos, nunca los ha habido y nunca permitiremos que los haya. Tendríamos que acabar con ellos si los hubiera -dio un trago y sintió el calor del alcohol bajando hasta el estómago. Al día siguiente Clara y Julián se mantuvieron separados del grupo, a unos metros de la casa. A sus espaldas se podía oír el zumbido de la familia hablando y los niños corriendo. Él observaba agachado cómo las hormigas superaban las raíces de los árboles. Parecían cordilleras que éstas escalaban fácilmente en fila, como si la pisada de la compañera anterior fuera una huella en la nieve y esto ayudara en algo. Le gustaba acercarse mucho apoyando las rodillas en la hierba, clavando los codos con firmeza, notando cómo se movía la tierra; así las hormigas, al mirar hacia arriba, descubrirían un gigante encima de ellas. Sentada en uno de los bancos de madera, Clara miraba a su hijo. Era tan tímido y maduro para sus trece años… Se levantó deslizándose por el banco hasta apoyarse en el suelo y mantuvo la mirada clavada en él, que seguía jugando con las hormigas, hasta que Ángel la llamó desde la casa. — Ven, rápido. 23


Clara asintió y mientras tomaba el camino de piedras para volver, se fijó en las diminutas amigas de Julián: éstas sostenían el ritmo que se las exige por ser quienes son. Si la primera de ellas muriese, el grupo se descompondría. Cuando se alejaba, y como si ese pensamiento fuera la causa, el pie de Jon apareció por detrás de Julián y aplastó a esa hormiga, la líder, y el resto corrió buscando refugio. — ¡Eh! Pero ¿qué haces? ¡Idiota! -Julián enrojeció de rabia contenida, no sabía bien cómo actuar. Se incorporó para enfrentarse a su primo, pero éste le sacaba una cabeza a pesar de tener la misma edad. Jon, mientras tanto, se agarraba la tripa riéndose a carcajadas. Con una sonrisa sádica, le dijo: — Mira, yo mato hormigas así. Me encanta cómo huelen a quemado —sacó una lupa enorme y la inclinó para que el sol las hiciera arder –y en un segundo se convierten en pelotitas negras que casi desaparecen. Julián no se explicaba cómo su primo disfrutaba tanto con esto. Desde que podía recordar, su padre siempre lo había comparado con él, destacando entre otras muchas cosas lo bien que se desenvolvía a la hora de abusar de todos los niños que se le acercaban. A Julián lo trataba especialmente mal, con desprecio. Con ese aire de superioridad tan desbordante que odiaba cuando las familias se juntaban en Casa Antigua. Le venía a la cabeza el zapato de Jon sobre su cara, pisándolo con fuerza contra el asfalto, a pesar de que Julián trataba de levantarse y pataleaba pidiendo clemencia, ahogado entre gritos de auxilio. Lo recordaba bien porque su tío avisó a su padre golpeándole en el hombro con los nudillos mientras se cubría la boca para que no se le viera reír. Ángel gritó con sorna a su hijo para que se defendiera y dejara de parecer un paleto. Y cuando eso volvía a su mente, sentía cómo el resto del cuerpo se sometía a la tensión propia de la ira y el abandono. — ¿Va todo bien? La voz grave del padre de Jon, que vestía una chaqueta de cazador con detalles de lana en las hombreras y unos enormes bolsillos en el pecho, retumbó en los oídos de su hijo. Inmediatamente, con entusiasmo militar, mostró a su padre lo que estaba haciendo. Éste se había encargado de enseñarle cómo matar a cualquier ser vivo. Parecía orgulloso de ello. Julián se volvió para buscar a sus padres, tratando de evitar a los dos grandullones. Cuando vio a su madre acercarse a la puerta de la casa con leña en los brazos, inició la retirada. Mientras iba andando miraba hacia atrás, asegurándose de que no lo seguían. No le gustaban ni Jon ni su padre. Clara miró por instinto hacia la arboleda donde estaba Julián, vio su cara y se detuvo. Algo le pasaba. Malas sensaciones. Como anoche al llegar. Esperó a que su hijo la abrazara sintiendo la intensidad del miedo. Eran las once cuando alguien hizo sonar la campana colgada en la puerta principal. Todo el mundo empezó a prepararse para la caza. Los más pequeños se quedaban en casa con uno de los padres, preparándolo todo para la cena. Los demás, según iban vistiéndose, pasaban al porche y esperaban ahí, comentando el buen tiempo que hacía ese día y apostando por el tamaño y la edad del conejo de ese año. Ángel y el padre de Jon entraron en el sótano silbando una canción de cuna que resonaba en las vacías paredes de ladrillo. Untaron al animal con sangre de cerdo mientras éste se sacudía de miedo. Cuando salieron al exterior todos se frotaron las manos levantando la voz. Los perros, encadenados a la fachada, ladraban casi en el aire, tirando de las correas. Aprovechando que toda la atención iba dirigida hacia la presa, dos de los jóvenes de la familia les fueron poniendo las correas eléctricas que usaban desde “lo de Clara”: una descarga al máximo de su potencia tumbaría al animal de inmediato. Clara podía sentir de nuevo el dolor de aquel día, cuando se acercó por primera vez a la zona de caza. No tenía intención de quedarse, solo dejaría la comida y se iría, pero todo ocurrió con rapidez, justo antes de soltar al conejo. Los perros se agitaban por lo que llevaba en las manos y dos de ellos lograron soltarse. La atacaron destrozándole la pierna desde la cadera. Agitó la cabeza cuando notó la 24


mano de Julián sobre la suya, deteniendo el masaje que volvía a hacerse en la pierna mutilada. Se incorporó al ver que el grupo avanzaba detrás del conejo hacia la campa. Julián no entendía por qué llamaban conejo a un tipo encogido y teñido de rojo que gemía debajo del disfraz, por qué llamaban conejo a algo que se sostenía a duras penas a dos patas. Tampoco entendió por qué sus primos lo escupían y le tiraban piedras. Por qué gritaban como animales. Ángel iba delante del conejo tirando de la cuerda que le rodeaba el cuello y dificultaba su respiración. Se alejaron lo suficiente de Casa Antigua y Ángel lo soltó dándole una patada para meterlo en el corral. El padre de Jon pidió silencio y empezó a repartir las armas, una para cada uno. Llegó el turno de Clara, su cuerpo no le respondía. Las manos le sudaban cuando su cuñado se dirigió a ella. — Cógela. No hagas el ridículo y cógela. No avergüences a tu marido. La miró fijamente desde arriba, con la fuerza de alguien que siempre consigue que los demás hagan lo que él quiere. Como si tratara de enterrar a la persona que tenía delante a un metro bajo tierra, pero Clara se resistía, negándose a poner la mano, cruzándola con la otra apoyada en su estómago. Pero él la cogió de la muñeca, apretando con sus dedos hasta que acabó abriendo la palma de la mano. — Eso es. Buena chica. Con esto se mata. Ahora tenía una pistola. Al sentir su peso un miedo aterrador le enfrió todo el cuerpo. El siguiente en la fila era Julián. Su madre cerró los ojos. No quería verlo. Su tío lo intimidaba y se dejó hacer mientras le daba instrucciones sin decir una sola palabra. Primero levantó el cuchillo mostrándole el tamaño y su filo lentamente. Lo guardó en una funda que colocó alrededor de la cadera de su sobrino mientras tarareaba la canción que había silbado en el sótano. Después, vino el fusil. Le quitó el seguro delante de su cara, lo cargó e hizo el gesto de apuntar. Se lo entregó y dirigiéndose a Clara le dijo: — ¿Ves? No era tan difícil. Jon reía abiertamente al ver aquello. Su primo era un mierdas. Ángel sonreía satisfecho y comenzó el discurso: — Generación tras generación, Casa Antigua nos ha acogido entre sus muros, aislándonos del mundo en el que vivimos, tan diferente a nosotros. Aquí podemos volver a la esencia del hombre, del cazador. Este año es especial. Julián y Jon cumplen trece años y celebran su rito de iniciación. Sobre ellos recae toda la responsabilidad de que la caza del conejo sea un éxito. Dejó de hablar hasta que los comentarios de los demás se desvanecieron espesando el aire, sonrió y continuó explicando dónde debía de ponerse cada uno, además de las precauciones que se debían de tomar. Los adultos se quedarían en la zona donde se solía practicar tiro, al lado del corral, y los más jóvenes correrían hacia el bosque al oír la señal. Todos se animaban deseándose una buena caza. El padre de Jon lanzó un silbido agudo. — Que empiece la caza –gritó Ángel al ver desaparecer entre los árboles al último de sus sobrinos. El silencio ahora sólo lo rompía la respiración entrecortada del conejo. Movía la cabeza del disfraz de un lado a otro, observando asustado a los hombres y mujeres que sostenían con firmeza las armas. Abrieron la puerta y el conejo estuvo unos segundos sin entender qué tenía que hacer. Intentó gritar, pero con la boca tapada por la cinta adhesiva solo se oían aullidos ahogados. El padre de Jon se colocó detrás con los perros. Eso siempre había sido efectivo. El conejo echó a correr hacia los árboles, aun sabiendo que le quedaba una distan25


cia larga por recorrer. Los perros ladraban con más fuerza desgañitándose y al oírlo el vello se le erizó como el de un gato. El primer disparo vino del grupo de adultos que observaba la escena. Rozó el aire cerca de él. Se tiró al suelo y la tierra saltó hacía todos los lados. Estaba tan débil que le costó apoyarse en las extremidades para lograr levantarse. La cabeza del disfraz seguía sujeta y, por las cuencas de esos ojos, vio lo que venía detrás. Los perros tiraban como bestias. El padre de Jon contó hasta veinte y avanzó con ellos lentamente. Se repetían los disparos y entonces el conejo se dio cuenta: no lo disparaban a él. Solo trataban de que avanzara hacia el bosque. No sabía qué se iba a encontrar. No sabía quién estaría allí oculto. Una enorme nube oscura se había plantado encima de Casa Antigua como esperando ese momento para empezar a regar el campo. La lluvia intensa caía sobre los árboles casi desnudos por el otoño y calaba a Julián que estaba sentado con la espalda apoyada en uno de ellos y sosteniéndose con las manos sobre el suelo embarrado. Levantó la cabeza, intentando despertar de esa pesadilla de disparos y ladridos y pasó sus manos por el rostro, pintándolo de marrón. Las lágrimas caían marcando dos surcos blancos entre la suciedad. Se había meado encima y ni se había dado cuenta. No quería estar ahí. La empuñadura del cuchillo se le clavaba en el costado, así que se incorporó como pudo. Entonces vio a sus primos agazapados, riendo como hienas entre los arbustos y esperando impacientes. Clara miraba hacia el bosque junto al corral, empapada, detrás del resto de adultos. Se apretaba el estómago. Tenía ganas de vomitar y se sentía sola. Lloraba en silencio. Algo le decía que Julián iba a necesitar su ayuda. El conejo atravesó los primeros árboles, sorteando a saltos los arbustos y apartando con las manos las ramas más bajas. Se paró agotado sintiendo el movimiento acelerado en su pecho. Con el peso del disfraz mojado el esfuerzo era el doble. Agachado, apoyando los brazos en sus muslos, trató de recuperar el aliento y escuchar. Buscaba algún ruido que identificase a los cazadores, pero la lluvia apenas le permitía oír los ladridos de los perros a lo lejos. Había dejado de oír disparos. Aunque tal vez su cabeza le estuviera jugando una mala pasada. Pensó por un segundo que se había salvado. Julián lo vio desde su posición y un movimiento delante de él, a su izquierda, hizo que dirigiera su mirada hacia allí. Era Jon, a escasos metros, justo entre el conejo y Julián. Sonreía firmemente apoyado en el árbol y con el pulgar quitaba el seguro del rifle que sostenía en sus manos. Su primo iba a disparar. Tenía la misma sonrisa sucia de la mañana que le enseñó cómo mataba hormigas. Julián sintió el desayuno subiendo desde el estómago hasta su garganta. No quería que su primo hiciera más daño. Si su madre estuviera ahí le habría dicho que lo ignorara, que mirara hacia otro lado, pero de esa manera el conejo moriría por su culpa. No se lo pensó más y apuntó a Jon. Disparó y el retroceso lo empujó haciéndolo caer sobre el barro. La bala entró en el costado de su primo que gritó de dolor, aunque consiguió mantenerse en pie. Julián vio lo que había hecho y comprendió que no podía parar. Sintió el poder que salía del fusil y siguió disparando, mientras avanzaba hacia él, hasta que acertó y la cabeza de Jon acabó golpeando contra el suelo encharcado haciendo un ruido sordo. El padre de Jon vio aquello y cogió la radio: — ¡Julián ha disparado a Jon! ¡Matad a ese maldito cabrón o lo haré yo mismo! En el corral todos mantuvieron ese silencio que no permite un solo movimiento. Ángel miraba la radio, enfurecido, y sintió la obligación de resolver aquello. Julián la había cagado. Éste dejó de mirar con ojos vacíos el cuerpo sin vida de su primo cuando algo lo empujó. Fue entonces cuando oyó a sus primos gritando que no se quedara quieto, que lo atrapara. Enfrente de él una cabeza de conejo sonreía en el suelo, con la oreja hundida en el barro. No le dio tiempo a mirar hacia atrás y descubrir que era el conejo el que lo había tirado al suelo porque vio de frente a los perros que galopaban hacia él. Los dientes aparecían y desaparecían con el movimiento de sus hocicos. Pánico: un escalofrío le subió por la columna. Su cuerpo giró ciento ochenta grados y las piernas se movían torpes como si fuera la primera vez que corriese. Su corazón quería ir por delante de él. El conejo saltaba por encima de los arbustos, lejos. Julián volvió la cabeza un segundo, solo un segundo, para mirar hacia atrás y vio a los perros a menos de cinco metros de él en el aire. Sus piernas chocaron contra algo duro, cayó contra la mezcla de hojas y barro espeso 26


e instintivamente se cubrió la cabeza. Las bestias pasaron por encima de Julián y continuaron la carrera hacia el siguiente animal. Esperó inmóvil unos segundos. Primero se mezclaron con la tormenta los ladridos de los perros y los gritos de dolor del conejo al desgarrarle la carne de la cara. Después le pareció oír los aullidos del padre de Jon que abrazaba a su hijo muerto. Se asomó por encima del tronco con el que había tropezado y pensó que lo único que quería era ir con su madre. Un aguacero los separaba como si cada uno estuviese al otro lado de un río ancho y bravo. Ángel se volvió hacia Clara y dijo: — Lo siento. Tengo que hacerlo. Julián lo había traicionado. Disparar a su propio primo. Las reglas eran claras. Ahora debía pagar por ello. Ángel bajó el cuerpo, clavó la rodilla, cargó el arma e inclinó suavemente la cabeza sobre el lado izquierdo apuntando hacia los árboles. Aparentemente, el conejo ya no era un problema y buscó a Julián entre la espesura de la tormenta. Ajustó el visor y apareció como el cervatillo que había imaginado en el coche. Levantando la cabeza, tenso, después de oír un ruido. Fue entonces cuando se vio realmente preparado para disparar. Clara sintió un pinchazo profundo en su vientre al ver a su marido en esa postura. Sabía bien lo que iba a pasar ahora, así que tomó una decisión. Levantó la pistola. Ardía de frío. La acercó a la nuca de Ángel y no pensó más. Éste estrelló lo que le quedaba de cara contra el barro que se mezcló con la sangre formando una masa viscosa y extraña. Clara dejó caer el arma. Abrió y cerró la mano un par de veces magullada por la tensión y, al levantar la mirada del suelo, se encontró las caras de terror de sus familiares. Sonrió y pensó que ya no habría más ritos de iniciación. Ya no más conejos. No más hormiga líder.

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La presentación Marian Izquierdo

Yang se azoró cuando le enseñé en mi pantalla la invitación que me había llegado por email. — Por fin se va a dar a conocer el proyecto, la presentación será el pistoletazo de salida -comenté convencido de que él habría recibido la suya. — No creo que vaya, no me gustan esos eventos. — ¡Hombre, no todos los días se presencia algo así! -le dije para que se animara-. Te vas a perder algo único, el inicio de una nueva era. Yang no respondió y ya no hablamos más en toda la mañana. Él siguió trabajando frente al ordenador, tan poco comunicativo como todos los días, sin que apenas se percibiera su pequeña y taciturna figura el resto de la jornada. Llevábamos cinco años trabajando juntos y sólo sabía de él que era de origen chino y que había llegado a Israel porque tenía una gran experiencia como ingeniero informático, era uno de los pocos que conocían el funcionamiento de nuestras máquinas, por eso el resto del departamento estábamos a su disposición. Creo que fue la misma empresa la que buscó a Yang y le preparó apresuradamente para que se hiciera con el idioma, aunque jamás le oí hablar en hebreo, siempre nos hablaba en inglés. Desde el principio se encargó de la configuración informática de las impresoras, y por supuesto firmó el contrato de confidencialidad como todos los que trabajamos en la empresa. Cuando empezamos, no sabíamos mucho sobre el producto, sí que era algo innovador, que apenas estaba emergiendo, pero no que iba a cambiar la medicina y la arquitectura tal y como las conocíamos. Las primeras impresoras 3D eran muy pequeñas comparadas con las que habíamos perfeccionado en los últimos meses y que se iban a presentar el viernes. Se trataba de un acontecimiento mundial, la primera vez que se mostraba en público cómo se podía construir un edificio con una impresora 3D.Tenía información de que en otro sector de la fábrica ya estaban preparadas las enormes piezas que lo conformarían y que, además se había logrado un gran avance ecológico porque estaban construidas por completo con materiales renovables. A la salida le comenté a Yang que se pensara mejor lo de no asistir a la presentación. No me contestó, me dio la espalda y se apresuró a entrar en uno de los ascensores que se cerró ante mis narices. Tuve que esperar al siguiente y me perdí el pequeño revuelo que había ocurrido en el vestíbulo del edificio unos segundos antes. Los de seguridad subían a buscar a Yang cuando se toparon con él al salir del ascensor. Yo llegué a ver cómo lo empujaban al interior de un coche de la empresa estacionado junto a la puerta principal que salió de allí a toda velocidad. Pregunté a la azafata que se encontraba en recepción qué había sucedido y no me supo decir nada. Luego hice varias llamadas pero no conseguí ninguna información. Al llegar a casa mi mujer me notó preocupado y empezó a conversar conmigo mientras preparábamos la cena intentando relajar la tensión. — Acaban de dar una noticia sorprendente -me comentó-. En China ya no sólo son capaces de 28


copiar cualquier cosa, sino que pueden crear órganos humanos para trasplantes con tecnología 3D, y además, empleando unas grandes impresoras, han construido un edificio entero. Caí derrumbado en el sofá y al minuto entró un nuevo correo en mi móvil: la presentación había sido cancelada.

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Rozas lo indecente Itxaso García Jarabo

Wendy intentaba con desesperación no hacer ruido para evitar que su madre la viera marcharse. A pesar de sus esfuerzos, la voz de Madeleine desde la cocina le confirmó que no había sido suficientemente silenciosa. — ¿Ya te vas? Espera, quiero verte. palabra:

Su madre se quedó mirándola de arriba abajo con desprecio y le dijo, poniendo énfasis en cada — Rozas lo indecente. — Mamá, no empieces por favor, solo quiero salir un rato con mis amigos.

— ¿Crees que voy a permitir que mi hija se pasee vistiendo así? Sube ahora mismo a tu habitación y cámbiate de ropa. Se quedaron quietas, una frente a la otra, mientras Wendy decidía cuál debía ser su siguiente paso. — Hoy no quiero discutir, mamá, voy a salir así te guste o no. Madeleine miró a su hija con furia y le agarró del brazo arrastrándola escaleras arriba. — Mamá, suéltame, me haces daño. Wendy ya no lloraba. Era como una coreografía que se repetía una y otra vez. En ocasiones intentaba rebelarse, aunque sin éxito. Se quitó la falda y el jersey ante su madre, que esperaba en el umbral a que terminase de vestirse de una manera que ella considerase decente. Después se limpió el maquillaje y bajaron a la puerta de entrada: — ¿Puedo irme ya? -susurró Wendy. como tú.

— Sí, ya puedes irte. Vuelve a las nueve en punto, después las calles son peligrosas para una niña

Con dieciséis años, Wendy no se consideraba una niña sino una anciana, con el alma envejecida por la sobreprotección de Madeleine. Para Wendy, la casa donde vivían era un reflejo de su propia madre: vieja y oscura. El papel de las paredes, áspero al tacto, de rosas púrpuras y blancas que en algún momento habrían dado un color alegre a las estancias, pero que ahora estaba amarronado. Desde que su padre las abandonó cuando ella tenía sólo cinco años, no había vuelto a ver la sonrisa de su madre. Parecía como si la vida para ella se hubiera detenido en aquel momento. Y lo que era peor, ejercía sobre Wendy un control insoportable. Poco a poco, se había convertido en una de esas personas que vive entre dos mundos y que tiene perfectamente aprendido su papel. De puertas hacia afuera, su apariencia y comportamiento era el de una chica desenfadada y abierta, pero cuando volvía a casa no le quedaba más remedio que escuchar las quejas de su madre, que trataba de aleccionarla a todas horas sobre los peligros del mundo y sobre por qué hay que desconfiar de los demás. Y cada día, antes de salir, le repetía la misma frase: “rozas lo indecente”. Siempre lo mismo. Wendy asentía sin hablar, mientras se transportaba a los mundos imaginarios de sus cuentos. Escribir era su gran pasión y la 30


única manera de alejarse de aquella casa claustrofóbica. Últimamente la situación se había vuelto tan tensa que sus relatos eran cada vez más oscuros. Se sentía como Emily, la protagonista de su relato titulado Pecadores: Emily se sumergió en el lago, cerca de la casa que odiaba desde que la pisó por primera vez hacía dos años. Era joven, pero se sentía cansada de vivir. A pesar de formar parte de una de las familias más pudientes de Londres, todos habían manejado su vida desde que era una niña. Creció en internados donde apenas había hecho amigas y desde muy corta edad le dejaron claro quién sería su marido. La boda fue como un cuento, pero en esta versión, el príncipe era en realidad el villano, el amor no estaba presente en aquel desconocido al que lo único que le interesaba era las influencias que podría obtener gracias a la unión. Tampoco le preguntaron dónde quería vivir, un día fue llevada a esa enorme casa aislada en medio del campo, y Howard le dejó claro que no se le ocurriera abandonarlo. Aunque él viajaba mucho por negocios, el personal de servicio la vigilaba día y noche. Nadie iba a visitarla ni se preocupaba por ella. Emily no era capaz de explicar cuándo había tomado aquella decisión, simplemente era lo que tenía que hacer y ese día surgió la oportunidad. Estaba sola en la salita que daba al jardín, no había nadie vigilándola así que, sin tiempo para pensar, se levantó, agarró con fuerza los pomos de las puertas y las abrió. La niebla y el frío conferían un aspecto lúgubre al poco terreno que aún era visible. Se soltó la melena y comenzó a correr, el camisón de seda se le pegaba al cuerpo, pero no quería parar porque por primera vez se sentía libre. Todas las personas de su entorno habían decidido siempre sobre su vida, pero ella elegiría cómo morir. Llegó al lago, sus pies descalzos notaron la humedad de la orilla. No tenía mucho tiempo antes de que se percataran de su ausencia, así que llenó de piedras un bolsillo frontal de su camisón y comenzó a sumergirse, primero los pies… el agua era tan heladora que pinchaba como alf ileres. El frío hacía que retumbasen en su cabeza los pensamientos acerca de lo que podía haber sido su vida y nunca sería, todos sus sueños y su posibilidad de ser feliz, pero no se detuvo. El agua le llegaba a las rodillas, a las caderas, a su vientre. El camisón comenzó a inflarse a su alrededor. La tierra que pisaba era blanda y a la vez hería sus pies, y las ramas parecían los brazos de fantasmas que la invitaban a que formase parte de su mundo. El agua tocó su barbilla y le entró en la boca por primera vez. Era como ácido quemando su lengua y cuando le cubrió el pelo, fue como si se le deshiciese. Aún sumergida podía sentir sus lágrimas calientes y saladas. Instantes después ya no hacía pie, estaba flotando como en el vientre de su madre, era su renacimiento y sonrió. Por un instante se sintió en paz, hasta que de repente pisó algo, una piedra, estaba descendiendo por lo que parecían escalones mientras continuaba aguantando la respiración. En un momento aterrador, notó en su pierna sensaciones conocidas: la sequedad y una mano agarrando su tobillo. Emily gritó y trató de tirar las piedras del bolsillo y subir a la superf icie con el poco aire que le quedaba, ¿estaría muerta? ¿Serían los brazos de Satán los que la abrazaban? Luchó, pero tiraron de ella con fuerza mientras miraba hacia arriba sin perder de vista la claridad que se iba desvaneciendo a la vez que descendía más y más. Hasta que todo su cuerpo quedó fuera del agua, pero dentro de aquello. Era un túnel y estaba sola. Miró hacia arriba y vio el agua, pero no caía, era como si el mundo hubiese girado y el lago fuese ahora el cielo. Caminó por aquel pasillo que solo conducía a una puerta negra de madera humeante. Giró el pomo y entró. Conocía aquel lugar, era la salita de su casa, de la que había huido, tenía sentido: había ido al inf ierno y para ella el inf ierno era esa casa. Se preguntaba si tendría que vivir allí eternamente. Pero eso no era lo peor, Howard la esperaba junto a la chimenea. La miró y dijo: — Has vuelto. Con los ojos muy abiertos, Emily anduvo hasta donde estaba su marido, que siguió hablando: — Tu camisón está mojado, ¿tienes frío? Puedes encender la chimenea. — No tengo frío -le contestó Emily. — Es buena señal, si lo tuvieses querría decir que algo ha ido mal, no me mires con esa cara de estúpida ¿acaso no sabes qué está pasando? 31


— No -la voz de Emily temblaba. —Estás muerta, te has suicidado, y como eso te convierte en una pecadora, has vuelto aquí, que es donde debes estar. Emily permaneció quieta unos instantes, miró al exterior, era de noche. —¿Y tú? ¿Por qué estás tú aquí? -preguntó sin atreverse a f ijar sus ojos en los de su marido. —Yo también estoy muerto, llevo así mucho tiempo, pero he conseguido formar parte de los dos mundos. Por cierto, ¿sabes que me has sorprendido? Siempre te he menospreciado, pero esto que has hecho…, nunca pensé que fueras capaz. Tu destino es estar conmigo, en este mundo y en cualquier otro, asúmelo de una vez. Pobrecita Emily que pensaba que todo era tan fácil como morir. Wendy buscaba un final adecuado para su relato mientras se vestía, a escondidas, en el cobertizo del jardín. Siempre guardaba allí ropa para cuando su madre le obligaba a cambiarse. De camino al pueblo, no paraba de darle vueltas a los posibles desenlaces para Emily y Howard. Deseaba terminarlo porque quizá le daría una pista de cómo podría escapar de su propia vida. Solo necesitaba tener paciencia y la solución aparecería sola en su cabeza. Su relato la tenía tan ensimismada que Wendy dejó encendida la luz del cobertizo y cuando Madeleine se dio cuenta y fue a apagarla, descubrió el engaño de su hija. Sin perder un minuto salió a buscar a Wendy. La encontró en una hamburguesería del pueblo cenando con sus amigos del instituto. Permaneció unos instantes observándola a través de la cristalera, negando con la cabeza mientras apretaba los puños. Después entró con paso firme y se dirigió directamente adonde estaba su hija: — Wendy, me has mentido. Te dije que no podías salir vestida así. Todos se quedaron en silencio. Wendy se ruborizó, no estaba preparada para aquella situación. — Mamá, ¿qué estás haciendo aquí? Vete por favor. — Eres como ellos, pareces una puta con esa cara pintarrajeada. — ¿Podemos hablar en casa? -una lágrima recorrió su mejilla. — Wendy, ¿es tu madre? Nos dijiste que vivía fuera. -Sus amigos parecían extrañados. Wendy nunca les llevaba a su casa, no entenderían el comportamiento de su madre así que les había dicho que vivía con su tía. Madeleine se quedó sorprendida: — ¿Qué? ¿Por qué has dicho eso sobre mí? Todos miraban a Madeleine de arriba abajo. Su peinado y su vestido parecían sacados de una película de los años cincuenta. Wendy quería desaparecer, su cerebro intentaba de mil maneras y a toda velocidad salir del paso con una nueva mentira que pudiese explicar todo aquello, pero mientras lo intentaba, los acontecimientos seguían sucediendo fuera de su control. Llegó un momento en que todo le saturó, se puso en pie y, tras unos segundos de indecisión, se fue corriendo. Madeleine la siguió, pero sin conseguir alcanzarla. Horas después, cuando Wendy volvió a casa, su madre la esperaba en el salón ya dormida así que subió las escaleras sin hacer ruido. No deseaba hablar más con esa mujer. Fue a su cuarto, pero al pasar por la habitación de su madre, vio un vestido sobre la cama al que estaba arreglando las mangas. Entró sin saber muy bien para qué y vio que entre los útiles de costura había una tijera. La cogió, abrió el armario y cortó todos los vestidos que antes llegaban a los tobillos hasta dejarlos a la altura del muslo. Después, con la tiza de costura, escribió en la puerta del armario: “¿quién va a rozar ahora lo indecente?”. Cuando se calmó, entendió que había cometido un grave error, su madre la mataría. Retrocedió varios pasos cerrando los ojos con fuerza, esperando que todo hubiese sido un mal sueño, pero los jirones estaban por todas partes, no había forma de arreglarlo. 32


Bajó al sótano procurando no hacer ruido, se acurrucó en una esquina, cerró los ojos e intentó tranquilizarse pensando en Emily y continuó con su relato: Mientras recorría las habitaciones, Emily se dio cuenta de que ahora la casa era tenebrosa. Y los sirvientes, criaturas deformes que seguían vigilándola. Sospechaba que su existencia sería aún más horrible que cuando estaba viva. Sin embargo, ella tampoco era la misma, se sentía fuerte. Abrió las puertas de la biblioteca, donde había pasado tanto tiempo transportándose a mundos de fantasía. Observó que los libros se habían convertido en tratados de brujería, historias de torturas y libros de profecías perversas. A pesar de ello, una sonrisa apareció en la comisura de sus labios, estaba segura de que en esos libros hallaría lo que estaba buscando. Pasó los siguientes meses estudiando la manera de cruzar al mundo de los vivos. Sin embargo, además de eso, encontró algo mucho más valioso para ella: cómo acabar con Howard. Descubrió que para morir por completo había que sumergirse dos veces en el lago: una, que te hacía vagar por ese mundo en el que ahora se encontraban, y otra para desaparecer para siempre. Por un momento Emily tuvo la tentación de sumergirse de nuevo acabar con su sufrimiento. Pero enseguida desechó esa idea, no se merecía ese f inal. Pero él sí, terminaría con Howard para pasar después al mundo de los vivos a través de la puerta humeante que la había llevado hasta allí. Ahora era una mujer poderosa, se sentía tan libre como cuando había escapado de su casa a través de la niebla. Elaboró un plan y un día cualquiera decidió ponerlo en práctica. La luz que entraba por las pequeñas ventanas del sótano despertó a Wendy. Con esfuerzo se puso en pie, subió las escaleras que conducían a la planta principal y abrió la puerta. Parecía un día corriente, podía oír a su madre batiendo huevos en la cocina, con la radio encendida. La miró de manera despreocupada: — ¿Hoy no vas a clase? -le dijo- sube a vestirte o llegarás tarde. Wendy no dijo una palabra. Al pasar por la habitación de su madre, vio el vestido que estaba arreglando sobre la cama y la cesta de costura junto a él. El armario estaba cerrado. Todo parecía normal. Empezaba a pensar que quizá había sido sólo una pesadilla, hasta que abrió su armario y quedó horrorizada, Madeleine había cosido los trozos de sus vestidos a los suyos, sus vestidos cortos eran ahora largos hasta los tobillos, toda su ropa estaba transformada en una vestimenta espantosa. Gritó mientras los arrancaba de sus perchas, hasta que su madre la sujetó impidiendo que lo destrozara todo. — Cállate, para quieta, vas a vestirte e ir al instituto, ¿entiendes? Así aprenderás a ser decente. — No, no voy a ir, prefiero morirme a llevar esta ropa. — No saldrás de esta casa hasta que te vistas. No te molestes en mirar en el cobertizo, ya me he encargado de limpiarlo. Madeleine cerró la puerta de un portazo. Wendy se quedó tirada en el suelo sin saber qué hacer. Se sentía furiosa, necesitaba desahogarse así que decidió terminar con su relato y con Howard, que tanto le recordaba a su propia madre: Emily dejó una nota para Howard en la que le contaba su intención de sumergirse de nuevo en el lago ya que había descubierto que de esa manera moriría del todo. Fue hasta allí levitando a través del jardín. Se había vuelto poderosa y con la cola de su vestido negro arrastraba los insectos que se pudrían sobre la tierra y a su paso, salían a la superf icie los huesos de los muertos que habían vivido en esa casa por siglos. En el lago, que en este nuevo mundo no era de agua sino de lava, esperó a su marido. Él acudió en cuanto vio la nota, no quería quedarse sin su juguete, no había sido fácil convencer a una familia para que le entregara a su única hija. Al acercarse vio a Emily tumbada sobre la lava, con los ojos cerrados. Él pronuncio su nombre y ella los abrió, ahora tenían la pupila de un color rojo intenso, su mirada era tan profunda que hizo que él sintiera miedo por primera vez. — Hola Howard, has venido a por mí —Emily hablaba con voz dulce y aniñada. — Sal de ahí ahora mismo, la lava te consumirá para siempre. 33


— No puedo salir, necesito tu ayuda. — Quieres engañarme. — Ven a por mí, querido Howard -en este punto se incorporó y continuó con una voz oscura que helaba la sangre- así no tendré que matarte yo misma. Howard se dio la vuelta e intentó huir, pero comenzó a hundirse en la tierra blanda que se había transformado en arenas movedizas. Hormigas rojas comenzaron a subirle por las piernas y a morderle. Gritaba de dolor. Emily se dirigió hacia donde estaba, observando orgullosa cómo sufría y luchaba por salir. Sin piedad le cogió del cuello levantándolo y arrojándolo a la lava. Solo su cabeza quedó a flote. Howard lloraba, pero Emily no sentía pena, le molestaban aquellos alaridos así que puso su pie sobre la cabeza de él y la empujó al fondo. Después regresó a casa. Era el momento de volver. Cruzó la puerta negra humeante, recorrió el pasillo por el que había llegado allí y después atravesó el lago de abajo a arriba, hacia la superf icie. La vida le esperaba. El final de su relato hizo que Wendy se sintiera mejor. A pesar de todas las dificultades, Emily había conseguido renacer. Se preguntaba si ella podría hacerlo también. Con una tijera, deshizo el añadido que su madre había cosido a uno de sus vestidos y tras maquillarse, bajó con la intención de salir de casa siendo ella misma. Cuando su madre la vio, le dio una bofetada. — Estás loca mamá -le dijo Wendy sin titubear un segundo. Madeleine levantó la mano de nuevo con la intención de abofetear, por segunda vez, a su hija, pero Wendy la sujetó a tiempo y forcejearon hasta que ambas oyeron un ruido que provenía del piso de arriba. Se quedaron quietas. En la parte alta de la escalera apareció una mujer que comenzó a descender hasta donde ellas se encontraban. Llevaba un vestido negro, igual que su pelo. Si no fuera porque carecía de sentido, Wendy hubiera jurado que se parecía a la imagen que había creado en su cabeza de Emily. La mujer se dirigió directamente hacia ella. Wendy estaba aterrorizada. Afortunadamente, su madre también la veía, sino hubiese pensado que se había vuelto loca. — Wendy, ¿quién es? -preguntó Madeleine- ¿estaba escondida en tu cuarto? Sabes que no quiero que traigas a nadie a esta casa. A saber las habladurías que luego va contando por ahí de nosotras, te lo he dicho mil veces. — No es lo que piensas, ella es… es… Wendy no era capaz de continuar, así que la propia Emily tomó la palabra: — Soy Emily, su… profesora de literatura, he venido a hablar con Wendy del relato que ha escrito, ¿lo ha leído usted? — Debería haber llamado antes de venir -dijo Madeleine con desagrado. — Discúlpeme, pero creí que le gustaría saber que su hija es una gran escritora. Su último relato es magnífico, pero para que sea perfecto, debería cambiar el final y por eso he venido, quiero ayudarle. Creo que puede llegar a ser una historia digna de estar en cualquier biblioteca… sea del tipo que sea… — Mamá, por favor, -interrumpió Wendy con nerviosismo- ¿podrías preparar un poco de café mientras habló con mi profesora? — Hay algo aquí que no encaja -dijo Madeleine tras unos segundos en silencio que a Wendy le parecieron horas.- Prepararé café, pero te advierto de que si es alguna artimaña para librarte del castigo, ya 34


puedes ir olvidándolo. Cuando se vaya, tú y yo tenemos una conversación pendiente, no creas que te saldrás con la tuya porque esté aquí ella. Madeleine se dirigió a la cocina, no sin antes mirar con desconfianza a Emily, que seguía de pie junto a la escalera. Wendy intentó disimular frente a su madre el terror que estaba sintiendo. Era impensable para ella intentar explicarle lo que estaba pasando en realidad. Cuando desapareció tras la puerta de la cocina, Wendy apenas era capaz de hablar de la impresión. — ¿Cómo es posible?, no puede ser que estés aquí, ¿cómo?... -Wendy retrocedía a la vez que hablaba. Se preguntaba si sería de carne y hueso, si podría tocarla, pero se mantuvo en su sitio, no tenía el valor de comprobarlo. Tenía miedo de que le hiciera daño y a la vez barajaba la posibilidad de que no fuera real nada de lo que estaba viviendo. — Wendy -dijo la mujer con tono firme- me he visto obligada a contactar contigo porque necesito que cambies el final de Pecadores. — ¿Qué? ¿De qué estás hablando? ¿Cómo… cómo es posible que estés aquí… frente a mí? -Wendy alargó el brazo con la mano muy abierta hacia Emily pero seguía sin atreverse siquiera a rozarla. Sin esperarlo, Emily hizo un movimiento rápido y agarró su mano con fuerza. — Ayúdame y me marcharé -dijo la mujer con la voz más grave que Wendy había oído nunca. Wendy consiguió zafarse rápidamente y se tapó la boca para evitar gritar mientras seguía retrocediendo hasta quedar arrinconada junto a la puerta de entrada y las escaleras. — No tengo mucho tiempo… -Emily volvía a hablar con voz dulce- Este no es mi mundo, he incumplido las normas viniendo aquí, y no podré permanecer mucho más, ¿ves? -Emily le mostró como sus manos eran casi transparentes, estaba desapareciendo —Ayúdame para que pueda volver cuanto antes. Wendy pensó en huir, pero se sentía exhausta por la tensión del momento y, además, a pesar de todo, no quería dejar a su madre con un personaje que ella misma había convertido en un ser perverso. Contarle lo que estaba pasando a Madeleine tampoco era una opción, pensaría que se había vuelto loca o peor, que era cosa de brujería. — ¿Qué es lo que quieres de mí? -acertó a decir Wendy con un hilo de voz- he hecho que acabes con Howard, eres libre… — ¿Libre? -Emily estaba furiosa y comenzó a recorrer la habitación de un lado hacia otro gesticulando mientras hablaba- He matado a mi marido… yo no soy así, no hago daño a las personas solo porque me lo hayan hecho a mí. Simplemente quería irme lejos y comenzar una nueva vida, ¿crees que voy a poder ser feliz teniendo en cuenta el tipo de persona en que me has convertido? Poderosa, pero siniestra y maligna… continuamente vienen a mi cabeza ideas macabras, deseos de hacer daño, se están llevando mi verdadero yo, casi no recuerdo como era antes… Wendy avanzó lentamente hasta el centro de la habitación. Intentaba desesperadamente encontrar la manera de calmar a Emily para que volviera su versión más dulce. — Emily, yo te creé como un reflejo de mí misma, de mi sufrimiento y a Howard como mi madre. Cuando escribí el final estaba furiosa con ella y deseaba vengarme, ¿entiendes? No sé si te diste cuenta, pero cuando nos interrumpiste, estábamos peleándonos. Con ese final simplemente quería desahogarme, destruir a Howard… — ¿De verdad serías feliz acabando con tu propia madre de una manera tan siniestra? Podríamos 35


comprobar ahora mismo si de verdad no te importaría… —dijo Emily con mirada sádica. Antes de que Wendy pudiera contestar, Emily se desvaneció levemente y quedaron al descubierto sus piernas pálidas que prácticamente ya no se veían, eran translúcidas. Cuando se recuperó, era de nuevo la mujer amable del comienzo del cuento de Wendy. — Yo no conozco los problemas con tu madre —continuó Emily— pero te aseguro que la venganza no es la manera de solucionarlo. Debes mirar más allá y comprender que ese no es el camino. ¿Querrías reescribir el final? Si, como dices, soy un ejemplo para ti, haz que pueda huir de Howard y comenzar de nuevo. Y después úsalo como inspiración para tu propia vida. — De acuerdo, lo haré- Wendy accedió. Tenía la esperanza de que así Emily se fuera. Temía por su vida y por la de su madre. — No tenemos tiempo que perder. Si no lo haces ya, tendré que irme y la versión más oscura de mí será la que prevalezca. -Mientras decía esto, avanzó con gran esfuerzo hasta una mecedora que había junto al ventanal del salón, se sentó y comenzó a balancearse mientras miraba al exterior, como queriendo absorber la vida de aquel mundo nuevo para ella. Un rato después, Wendy había acabado. Madeleine salió de la cocina con una bandeja y tres tazas de café. Sin decir una palabra, regresó por el mismo camino. Entonces Wendy leyó en voz alta el nuevo final: Emily dejó una nota para Howard en la que le contaba su intención de sumergirse de nuevo en el lago ya que había descubierto que de esa manera moriría del todo. Fue hasta allí levitando a través del jardín. Se había vuelto poderosa y con la cola de su vestido negro arrastraba los insectos que se pudrían sobre la tierra y a su paso, salían a la superf icie los huesos de los muertos que habían vivido en esa casa por siglos. En el lago, que ya no era de agua sino de lava, esperó a su marido. Él acudió en cuanto vio la nota, no quería quedarse sin su juguete, no había sido fácil convencer a una familia para que le entregara a su única hija. Al acercarse vio a Emily tumbada sobre la lava, con los ojos cerrados. Él pronuncio su nombre y ella los abrió, ahora tenían la pupila de un color rojo intenso, su mirada era tan profunda que hizo que él sintiera miedo por primera vez. — Hola Howard. — Sal de ahí ahora mismo, la lava te consumirá para siempre. — Ya no, ahora soy poderosa, más que tú y nada puede hacerme daño. Te he hecho venir para despedirme. Me voy, regreso al mundo de los vivos y ya no podrás retenerme. — No te lo permitiré, eres mi esposa y tu lugar está aquí, conmigo. — No, Howard, voy a irme y si intentas impedirlo, te mataré. — ¿Tú vas a matarme? -dijo Howard con voz burlona- no sé cómo has conseguido entrar en el lago, puede que sea algún tipo de ilusión, pero no conseguirás engañarme. — ¿Ah no? -Emily cerró los ojos y la tierra bajó los pies de Howard se transformó en arenas movedizas. Hormigas rojas comenzaron a subirle por las piernas y a morderle. Gritaba de dolor. Emily se dirigió hacia donde él estaba, observando cómo sufría y luchaba por salir. — No te molestes en buscarme porque la próxima vez que nos encontremos, no tendré piedad —dijo mientras sacaba a Howard de la tierra y lo lanzaba a una zona segura. Howard quedó tendido en el suelo, no intentó ir tras ella. Emily regresó a casa. Era el momento de volver. Cruzó la puerta negra humeante, recorrió el pasillo por el que había llegado allí y después atravesó el lago de abajo a arriba, hacia la superf icie. La vida le esperaba. — ¿Es esto lo que querías? –dijo Wendy. 36


— Sí -contestó Emily con aparente emoción- Este sí es mi verdadero yo. Ahora debo irme. Wendy observó con alivio como Emily subía por la escalera y enseguida se dejaban de oír sus pasos. Todo se había acabado. Al rato, Madeleine salió de nuevo de la cocina. — ¿Ya se ha ido tu profesora? Dile de mi parte que en esta casa no nos gustan las visitas inesperadas. Y sube de una vez a cambiarte esa ropa, te dije que no saldrías de esta casa hasta que no te pusieras uno de esos vestidos que he cosido para ti. — Basta mamá, te repito que no voy a… Wendy no pudo acabar la frase porque se desplomó sobre la mesa, junto a su taza de café medio vacía. Madeleine, alarmada, solo pudo acercarse a su hija en un acto reflejo, porque de inmediato cayó sobre el sofá. La casa quedó en silencio de nuevo, pero solo unos segundos, enseguida comenzaron a oírse pasos procedentes del piso de arriba. Howard y Emily bajaron a la planta principal. — ¿Están muertas? -preguntó Emily con frialdad. — Creo que sí -contestó Howard- el veneno ha actuado rápido. — Compruébalo -le ordenó Emily y miró a las dos mujeres que yacían sobre el sofá- Pobres infelices -susurró. No tenía remordimientos por lo que acababa de hacer. Era cierto que Wendy la había creado pero una vez que descubrió la manera de acceder al mundo real, solo necesitaba convencerla para que reescribiera la historia e hiciera que ella y Howard pudieran pasar a través del lago al mundo de los vivos. Después simplemente tenía que matar a su creadora para poder ocupar su sitio. Así eran las reglas, si eras ideado por la imaginación de un autor, vagabas en ese mundo alternativo de los personajes ficticios. Solo algunos afortunados descubrían cómo suplantar a su creador. Solo unos pocos elegidos eran capaces de cruzar a la realidad y ella lo había logrado. Pobre idiota, la dulce Wendy y su estúpida historia sobre el sufrimiento, no tenía ni idea de lo que era sufrir. Sin embargo, gracias a su inocencia, ella y Howard podrían existir normalmente entre los vivos. En cuanto a Madeleine, había sido un daño colateral. Howard también necesitaba un cuerpo en este mundo. Todavía tenía una deuda con ella, haría que pagase por todo el mal causado, sería su sirviente. Había llegado el momento de su venganza. Su muerte no podía ser tan fácil como la había escrito Wendy, se merecía sufrir más, por eso le había pedido que reescribiera el relato para que Howard no muriera. Tendría un final mucho más lento y doloroso. — Están muertas -dijo Howard tímidamente. — Bien… Emily le indicó la manera de despegar las caras de los cuerpos inertes de Wendy y Madeleine, lo mismo con la piel. Después las usaron para convertirse en ellas. Era la única manera de poder permanecer en el mundo real. Ahora que ya tenían una identidad humana, podrían habitar en aquella casa. Emily estaba emocionada, todos sus objetivos se habían cumplido: vengarse de Howard y permanecer en el mundo de los vivos ocupando el lugar de Wendy. — Y ahora Howard -continuó Emily- o, mejor dicho, Madeleine, ya puedes empezar a quitar ese asqueroso papel de la pared. Con las uñas.

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Historia de Noé Juan Iturbe

Nació en la aldea de Arpad y le pusieron el nombre de Ardu-Inini, que significa “fiel servidor de Marduk”. Enseguida destacó por su impresionante fuerza física y con cinco años empezó a ayudar en el taller de carpintería de su padre. Con ocho, ya era más fuerte que la mayoría de los hombres y muy buen carpintero. Como era tan vigoroso, le enredaban en muchos desafíos de fuerza. Uno le decía: «¿A que no eres capaz de llevar este tronco hasta mi casa?» y aunque no le apeteciera hacerlo, tanto le incitaban que al final siempre acababa por decir «¿No, eh?», y lo llevaba a cabo. El que lo había provocado se deshacía en elogios pero se estaba riendo de él, ya que había conseguido lo que desde un principio deseaba, hacer el trabajo sin pagar por él. Así, todos aprendieron a aprovecharse de su fuerza y de su poca inteligencia. Tanto lo repitieron que le empezaron a llamar Noé y el apodo fue tan bien recibido que incluso su familia le llamaba así. Todos menos su madre, que sufría lo indecible por lo ciego que era su hijo ante la burla que escondía. Con el tiempo su destreza como carpintero fue progresando hasta ser considerado el mejor aunque era más famoso por sus exhibiciones de fuerza y apuestas de feria. Se le consideraba el hombre más fuerte de toda la región de Nasibina y a punto estuvo de ir a la lejana Nínive primero y a la aún más lejana Babilonia después para presentarse ante el mismísimo rey Nabónido. Este era un honor que nadie de la aldea había conseguido nunca, pero el monarca suspendió los actos al retirarse al desierto, al templo de la diosa lunar Sin, dejando a Noé sin alcanzar la fama que la atención del rey otorga a sus elegidos. Cuando contaba dieciocho años tuvo un sueño en el que la voz del dios Marduk le decía que la primera mujer que viera era la que había elegido para él. Al despertar, quiso la suerte que pasara una mujer de la aldea de Harran, de la cual se enamoró perdidamente, siguiendo la consigna divina. Tenía de nombre Sippar, era varios años mayor que él, de estatura corta, nariz grande y un genio tan agrio que había espantado a todos los pretendientes que se le habían acercado. Por mucho que su familia le insistió y suplicó, Noé estaba decidido. Ni siquiera la intervención de un sacerdote del templo, pagado por su familia, pudo convencerle de lo contravenir la orden que Marduk le había dado. Sippar pensó que era un hombre al que podría manejar a su antojo y le aceptó por esposo. Todo fue bien entre ellos y tuvieron tres hijas muy seguidas. En ese momento Sippar, harta de la simplicidad de su marido y aburrida de su compañía, dijo que ya era suficiente, no yacería más con él. Noé sintió que le desgarraban el corazón: su anhelo más profundo, la petición más apremiante de sus oraciones era tener un descendiente varón. Creyó que su mujer cambiaría de opinión y se volvió aún más servil con ella, haciéndole todo tipo de regalos: ungüentos, peines de caras maderas, telas de bellos colores…, pero todo fue en vano. Si bien al comienzo del matrimonio a Sippar le complacía que Noé le obedeciera en todo y no replicara a sus pullas, empezó a darle cachetes de vez en cuando, la mayoría de las veces con la mano abierta, y no muy dolorosos. Era la falta de respuesta por parte de él lo que más la enfurecía, no podía soportar la idea de que Noé fuera un hombre sin temperamento, que no la replicara. Además, desde que se casaron, Noé había dejado los desafíos y eso, a los ojos de Sippar, lo volvía aún más pusilánime. Tomó el trato obsequioso y solícito de Noé como una muestra de rendición, y cobró hacia él una repugnancia que fue degenerando en inquina y odio. Utilizaba la escoba o cualquier cosa que tuviera a mano para impedir que se aproximara a ella. Incluso le mandó a dormir al taller para que no se acercara a la casa y puso a las hijas en su contra. Noé no se atrevía a replicarle porque no se fiaba de controlar su fuerza si alguna vez se dejara llevar por la ira y porque, obedeciendo a Marduk, aún la amaba. Pero cada vez dudaba más de sí mismo y, por muy fervorosamente que rezara, el dios no le enviaba más sueños ni ayuda. El día que Sippar estrelló la jarra de agua en su cabeza y le echó a patadas de casa gritándole que no servía para nada, 38


Noé cogió la primera borrachera de su vida. Hasta entonces había entrado en la taberna únicamente para llevar a cabo algún desafío, nunca para beber, ya que pensaba que Marduk no veía con buenos ojos esos lugares en los que pecar y perderse era tan fácil. Esa primera embriaguez fue épica, tragó vino y otros licores tan rápido que en cuanto el tabernero ponía una jarra encima de la mesa ya le pedía la siguiente. Al final de la séptima, o quizás fue la octava, Noé se irguió todo lo alto que era y soltó un “¿No, eh?” desafiante y se desplomó. Estuvo durmiendo cuatro días y cuatro noches, todos en la aldea estaban preocupados, nunca nadie había dormido tanto. Incluso Sippar se acercó el tercer día, temiendo por su sustento. Pero Noé no era un hombre normal, ni siquiera en su embriaguez. Cuando al final se recuperó, todo pareció volver a la normalidad y aunque Sippar seguía sin querer yacer con él, al menos le permitía dormir en casa. Sin embargo, esa situación no duró mucho y en cuanto su mujer consideró que había pasado un tiempo prudencial, le envió de nuevo al taller. Noé volvió a emborracharse y todo empezó de nuevo, hasta que acabó durmiendo más en la taberna que en su casa. Era habitual verlo derrumbado sobre la mesa del fondo, la más oscura y maloliente, la cara sobre los tablones y los brazos colgando a lo largo del cuerpo. Nadie quiso avisarle cuando sus dos hijas mayores se casaron con gente de fuera o cuando Sippar se fue a vivir con la menor, casada con un pastor de cabras de su misma aldea. Fue su trabajo de carpintero el que evitó que cayera en la tristeza más profunda y mantuvo su cordura. Todavía era feliz al sentir la caricia de la madera, el olor del serrín, al convertir unos simples tablones en un mueble hermoso y duradero, transformar un taco en la figura alegre de una bailarina o en la imagen de un dios. Marduk le había dado un don muy preciado y Noé se sentía orgulloso. Pero la enemistad que su mujer y sus hijas le profesaban le entristecía, había perdido el brillo de los ojos y caminaba abatido, y cuando reunía unas monedas de cobre, iba a gastárselas en la taberna. Después de dormir la borrachera, era frecuente verle salir con las vetas de la madera de la mesa marcadas en su rostro. Aun así, la gente no sentía lástima por él sino que querían seguir aprovechándose de su trabajo. Ya no les funcionaba el truco de los desafíos y urdieron otra forma. Mientras Noé permanecía semiinconsciente en la mesa, le decían a la oreja que hablaban en nombre del dios Marduk, quien le ordenaba que levantara una cerca o cualquier otra necesidad que tuvieran, para ensalzar su nombre. Cuando se despertaba, y como hombre piadoso que era, Noé iba donde se le había mandado y trabajaba de manera frenética hasta cumplir el encargo divino. La gente estaba encantada y Noé creía que Marduk le había convertido en su instrumento para hacer el bien, y eso le reconfortaba, aunque seguía anhelaba que el dios ordenara que su mujer regresara y le diera un vástago. Un día de finales de otoño, llegó a la aldea un sacerdote de alto rango procedente del templo de Babilonia. Llevaba a cabo una labor encomendada por el propio rey Nabónido: quería saber si los habitantes de la región eran lo suficientemente piadosos, si habían erigido algún monumento al dios Marduk y seguían fielmente sus enseñanzas. La aldea era próspera sin llegar a ser rica, con campos de trigo, rebaños y bosques, y hacía tiempo que habían descuidado los ritos y sacrificios a su dios, hasta caer en la complacencia e incluso la desidia. Sin embargo, sus habitantes eran conscientes de que si el sacerdote determinaba que eran reos de impiedad, los soldados del rey les venderían como esclavos. Por ello, le convencieron de que estaban a punto de construir un gran templo para Marduk y que si volvía más adelante, le enseñarían el mejor de toda la región. El sacerdote prometió que regresaría con ocasión de la siguiente fiesta de la recogida de la cosecha, al cabo de un año. Lo dijo en un tono seco y cortante y todos entendieron que si a su vuelta no encontraba algo magnífico, las cosas pintarían muy mal para ellos. La aldea estaba sin duda en un aprieto, ninguno de ellos tenía la más mínima idea de construir nada que no fueran modestas casas o sencillos establos. Alguien dijo que una empresa de tal envergadura necesitaría de alguien igualmente colosal, y que ese alguien podría ser Noé. Nadie recibió la idea con alegría. Era verdad que Noé era el más fuerte y hábil pero hacía mucho que vivía en una borrachera continua. No tenían alternativa e idearon la mejor manera de convencerlo, no solo de que les ayudara a levantar un templo sino de que mientras lo hacía, no bebiera ni una gota de vino. Se acercaron mientras dormitaba en la taberna y el vecino con la voz más profunda le susurró. 39


— Noé, soy Marduk, tu dios todopoderoso -Noé aspiró el hilillo de baba que le caía por los labios entreabiertos, esbozando una sonrisa bobalicona-. Me dirijo a ti con el encargo más importante que te he confiado jamás. Escúchame bien, vas a levantar una gran obra para complacerme, hecha con toda la fuerza y habilidad que te he dado. Será un gran zigurat -en ese momento, Noé dio un gran ronquido que sobresaltó a todos-, algo soberbio, digno de un rey. Quiero que esté listo para la fiesta de la cosecha del año que viene sin falta. Pero te lo advierto: no lo hagas bajo el influjo del demonio de la bebida, pues no me gusta una obra levantada por un borracho. Confío en ti, Noé, muéstrame de lo que eres capaz y seré generoso contigo, te daré eso que tanto ansías. Noé abrió y cerró la boca, como si la tuviera seca y agitó su mano ahuyentando unas moscas imaginarias. Nerviosos, todos se retiraron al exterior de la taberna y esperaron. Al cabo de un momento, Noé apareció en la puerta, tenía los ojos encendidos con una pasión ardiente. — Oídme todos: Marduk, nuestro dios, me ha visitado en sueños. Me ha elegido para levantar algo grandioso en su honor -los vecinos asintieron con satisfacción, su plan había funcionado. Con Noé de su parte, podrían llevarlo a cabo-. Me ha ordenado que, para la siguiente fiesta de la cosecha, haga una nave digna de Él. Todos se quedaron de piedra. — ¿Estás seguro, Noé? -dijo el que le había transmitido las supuestas órdenes del dios- ¿No habrá dicho un gran templo, un zigurat? — Por supuesto que no. ¿Qué sabrás tú de lo que me ha dicho Marduk a mí en mi sueño? Me dicho un zeburat, esa nave que algunos llaman arca y que es la utiliza Él, tal y como se le representa en las imágenes de los templos. Y ahora que nadie me moleste. Noé se abrió paso a empujones entre la multitud ya entregado en cuerpo y alma a la tarea. Los vecinos estallaron en un gran lamento, mesándose los cabellos con desesperación. A lo largo de un año Noé no conoció el descanso. Durante el invierno preparó toda la madera que iba a necesitar: taló robles, encinas, castaños, fresnos, alerces, cedros y pinos, y los convirtió en tablones, vigas y cuadernas. En primavera armó la estructura de la nave, hasta que tuvo la apariencia del esqueleto de un monstruo marino varado entre los pastos de la aldea. En verano vistió de tablones toda la superficie, calafateó la quilla y talló imágenes que distribuyó por toda la nave. Cuando terminó, la víspera de la fiesta de la cosecha, cumpliendo el plazo que le había señalado Marduk, Noé estaba completamente agotado y se tumbó a dormir satisfecho. La nave se apoyaba contra cuatro grandes cedros por el lado de estribor, mientras que por babor se sostenía en seis gruesos tocones de roble. Por ese mismo lado, una pasarela conducía al interior, donde se abría una gran sala de oración, presidida por la imagen de Marduk. En los laterales, pequeñas estancias con los demás dioses del panteón asirio. Esculpida en la caña del timón, otra imagen del dios lucía perfecta, otorgándole el destino de la nave. Era una labor magnífica, increíble para ser el trabajo de un solo hombre. Mientras, la aldea se había dedicado a construir un zigurat, pero como no tenían nociones de arquitectura ni dominaban el trabajo de la piedra, se les derrumbó tres veces; la última, a falta de un mes para la fiesta de la cosecha. Tuvieron con conformarse con levantar un solo piso, hecho todo con ladrillos de adobe mal horneados y que se resquebrajaban con facilidad, sostenidos con vigas endebles y maderas mal ensambladas. El conjunto daba la impresión de que se vendría abajo con la más ligera brisa y nadie se atrevía a permanecer mucho tiempo dentro. La adornaron con flores y telas pero, en lugar de mejorarlo, parecían hacerlo más repulsivo. Pero la fiesta iba a tener lugar al día siguiente y no había tiempo para nada. El sacerdote regresó tal como había prometido y le acompañaba una compañía de soldados. Los habitantes intentaron halagarle invitándole a las mejores viandas y bebidas, pero se negó a probar nada hasta no ver lo que habían construido en honor de Marduk. La comitiva se dirigió al zigurat y el sacerdote pasó de largo, diciendo entre dientes que a quién se le ocurría adornar así una cuadra tan fea. Al oírlo, los habitantes de la aldea se echaron 40


a temblar y ya veían asomar la codicia en las miradas de los soldados, deseosos de venderles como esclavos. Llegaron al final de la aldea, cuando de improviso, el sacerdote se detuvo. Justo enfrente se veía la nave construida por Noé. Con los ojos abiertos de par en par por el asombro, corrió hasta él. Acariciaba cada madero, cada veta, cada remate con la incredulidad reflejada en su rostro: — Esto es una obra magnífica. ¿Lo habéis hecho vosotros? — Sí, eminencia -respondieron- toda la aldea ha colaborado. El sacerdote entró, impresionado por lo que contemplaba. Cuando vio la disposición interna, sus alabanzas no parecían tener fin, anonadado por la sencillez y la piedad de la obra. Cada imagen, cada representación era perfecta, todo de acuerdo con la más estricta ortodoxia. Recorrió la nave de arriba abajo varias veces y allí mismo hizo una ofrenda a Marduk. Cuando al día siguiente se disponía a partir, el sacerdote proclamó delante de todos: —En verdad os digo que estoy muy satisfecho de vuestra piedad y trabajo. Habéis logrado honrar a Marduk de una manera que no se ha visto en ningún otro lugar del reino, rememorando su origen en las aguas primigenias del cosmos. Es un gran homenaje que invita a la devoción. Recomendaré muy vivamente al rey que venga a visitar esta arca. La aldea entera prorrumpió en gritos de alegría y alivio, y celebraron la mejor fiesta de la cosecha que se recordaba. Nadie se acordó de Noé, profundamente dormido en un lugar retirado. Pasaron los días, la gente volvió a sus ocupaciones y Noé no se movía de su nave, oteando el cielo. Oraba pidiendo a Marduk que cumpliera su promesa y le concediera su deseo de tener hijos varones. Esperaba y los días pasaban sin respuesta. Como la nave estaba en una gran explanada cercana al río, los animales que los pastores dejaban sueltos se acostumbraron a considerarlo su refugio, entraban dentro a pasar la noche y salían de día a pastar. Como Noé, atento solo a recibir contestación, no se quejaba, los pastores estaban contentos porque tenían a los animales a buen resguardo, sin tener que pagar nada. Al final del otoño llegó la peor de las tormentas que se recordaban en la región. Los montes cercanos se cubrieron de las nubes más negras que hubieran visto y los rayos eran tan brillantes que parecían romper el cielo y los truenos tan atronadores que empujaban hacia atrás. Las fuertes lluvias hicieron crecer al río mucho y muy rápido, y por su cauce arrastraba troncos y cadáveres de animales. En pocas horas, las nubes invadieron el cielo de la aldea, lloviendo cada vez con más fuerza. Los habitantes, aterrorizados, buscaron cobijo en el cercano monte Ararat, abandonando todas sus pertenencias. Justo a tiempo, pues los campos se anegaron y las riadas ya entraban en las casas. Los pastos donde se alzaba la nave se inundaron y las aguas no paraban de subir. Noé se apresuró a quitar la pasarela y a cerrar la puerta, asegurándola con clavos y remaches. Únicamente entonces se dio cuenta de la cantidad de animales que se habían refugiado dentro de la nave. No solo había vacas, burros, bueyes, caballos, gatos, perros y todo tipo de animales domésticos, sino que también habían entrado tejones, comadrejas, camellos, linces, antílopes o ciervos. Aquello era un pandemónium de relinchos, gruñidos, coces, mugidos, bramidos y todo tipo de sonidos. El terror que tenían a la tormenta hacía que se mantuvieran muy juntos, buscando protección. Cuando Noé comprendió que los animales se estarían quietos, subió y se puso a la caña del timón. En ese momento la nave se soltó de sus ataduras y flotó a merced de las corrientes. La tempestad arreciaba, los rayos caían muy cerca de la nave y el viento azotaba sin piedad a Noé. Agarraba con fuerza el timón, sintiendo que la imagen tallada del dios daba energías a sus músculos. La sensación de que era el propio dios el que pilotaba la nave a través de sus brazos le dio fe para enfrentarse a las enormes olas. Las horas fueron pasando, las aguas eran cada vez más salvajes y las fuerzas abandonaban a Noé. Exhausto, se rindió abandonando el timón a su suerte. Cayó de rodillas y, mirando al cielo, clamó con amargura: «¿Para esto haces que construya esta nave? ¿Para divertirte conmigo? ¿Tan mal te he servido?». Se desplomó sobre la cubierta y perdió el conocimiento. Como por ensalmo, la furiosa tempestad se convirtió en una débil lluvia hasta desaparecer 41


por completo y el viento huracanado dejó paso a una ligera brisa. Las olas se deshicieron y el sol se asomó con timidez entre las nubes. En la nave, derrengados después de la angustia y el miedo sufridos, todos cayeron en un sueño profundo. Cuando Noé despertó, rodeado de agua por todas partes, no sabía dónde se encontraba. Rezó dando gracias a Marduk. Sin embargo, pasaron algunas horas y la nave no se movía. El nivel de agua bajaba en las llanuras y ya se distinguían algunas colinas y bosquecillos. Volvió la vista al cielo: «Si has permitido que sobrevivamos, no dejes que perezcamos aquí, lejos de todo». De entre los animales, se oyó el graznido de un cuervo, que aleteaba enredado en unas cuerdas. Lo liberó, rezó una breve plegaria y lo soltó. Vio cuál era la dirección que tomaba y, ayudado de una suave corriente que atribuyó a la voluntad de Marduk, guió la nave en pos de él. Al cabo de poco, llegó a la aldea y pudo posicionarse de la manera que estaba antes, contra los mismos cedros que le habían servido de apoyo. Las aguas se retiraban con rapidez y por fin Noé pudo posar la nave. Los habitantes de la aldea regresaron de su refugio, llorando con angustia al ver los destrozos que habían sufrido sus casas, llenas de barro y despojos. Sin embargo, al oír los sonidos que procedían de la nave de Noé, comprendieron que sus rebaños se habían salvado milagrosamente y eso les ofrecía una esperanza para su futuro. Rodearon el arca, gritándole alabanzas y loas cada una más grande que la anterior. Cuando Noé se asomó, estallaron en aplausos y vítores. Proclamaban que, salvando sus animales, les había salvado a ellos y sus hijos, y que aunque hubieran perdido sus casas, los animales serían su sustento y fortaleza para recuperarse. Intentaron abrir la puerta pero los clavos que la sujetaban no cedieron. Reclamaron a Noé que abriese la puerta y dejara bajar a los animales, pero no les hizo caso, impasible en su contemplación del cielo, en la misma pose que antes de la tormenta. Poco a poco, los cumplidos se tornaron quejas e insultos. A ellos se les sumó los gritos que los animales, impacientes, lanzaban desde dentro. Las bestias gruñían y se revolvían, pues notaban que el peligro había pasado y querían salir. Pero Noé siguió sordo a todos ellos. Esa actitud enardeció a la aldea, que le insultaron y le tiraron piedras, pero nada cambió. Algunos ya hablaban de quemar la nave, hacer un agujero a hachazos o incluso llamar a los soldados pero esas ideas eran rápidamente rechazadas. Entre los presentes se encontraba Sippar, que había venido junto con su hija y su yerno a recoger su rebaño de cabras, resguardado también dentro de la nave. Habló con él, sabiendo que él aún la quería. — Noé, abre la puerta. Si los animales no salen enseguida, se morirán y estaremos en la más absoluta de las ruinas. Tu trabajo no habrá servido de nada. — Marduk me prometió una recompensa. Estoy esperando recibirla. — Es verdad que Marduk hizo que construyeras la nave y también nos envió esta tormenta que casi acaba con nosotros. Fue voluntad suya traerte de vuelta. ¿No crees que eso es señal de que quiere que liberes a nuestros animales? ¿No oyes que ellos también te lo suplican? Noé escuchó los lamentos de los animales y durante un momento vaciló. Sin embargo, dijo empecinado: «No». Pero Sippar sabía bien lo que Noé deseaba. — Quería decírtelo a solas cuando bajaras pero no me dejas otra elección. Marduk me ha hablado. Sí, Noé, me ha visitado en sueños y me ha dicho algo muy importante para ti -Noé se asomó, intrigado- Me ha dicho, escúchame bien, que si vienes, he de dejarte yacer conmigo y de esa unión nacerán no uno sino dos hijos varones. Todos contuvieron la respiración. La cara de Sippar, aun sonriente y zalamera, no podía ocultar sus verdaderos sentimientos hacia Noé. — ¿Dos hijos? — Sí, dos. Incluso me ha dicho cuáles han de ser sus nombres. Te los diré en cuanto bajes. Pero no tardes. 42


Noé dudó pero al fin se encaminó hacia la puerta. Empezó a desclavarla con fuertes golpes mientras la gente aguardaba expectante. Cuando por fin se abrió, los animales salieron en desbandada. Los salvajes se dispersaron con rapidez y los domésticos se quedaron junto a sus amos, que les abrazaban y lloraban de alegría. Sippar y su hija habían conseguido reunir sus cabras cuando Noé llegó hasta ellas. Con la sonrisa más grande que un hombre haya podido tener jamás, se acercó hasta Sippar pero esta le dio un golpe tremendo en la cabeza con su cayado. — Fuera, aléjate de mí. Casi nos buscas la ruina. No quiero verte nunca más. — Pero Marduk te ha dicho… -balbuceó Noé sin comprender. Intentó de nuevo acercarse a Sippar pero ésta volvió a alzar el cayado, con cara de odio. Alrededor, los demás habitantes rodearon a Noé con cara de pocos amigos. Sin dejar de lanzarle miradas furibundas, Sippar se alejó y poco a poco la muchedumbre se disgregó, dejando solo a Noé, incapaz de comprender que alguien desobedeciera a Marduk. Volvió a la nave. Paseó la mirada por sus estancias, vacías salvo por los deshechos que todo animal deja a su paso. Así sentía su alma, solitaria y perdida. Levantó la mirada al cielo, implorando ayuda, buscando un camino y vio que un rayo de luz atravesaba las nubes e iluminaba la cara más agreste del monte Ararat. Noé decidió lo que iba a hacer. Los siguientes días, mientras la aldea era reconstruida, él se dedicó a trasladar algunas vigas y tablones del arca hasta aquella cima y levantó un modesto santuario con las imágenes que había tallado para la nave. Allí, ante la indiferencia de la aldea, se consagró a la oración y recuperó el nombre de Ardu—Inini que le había puesto su madre y que ahora reconocía como suyo. Recibía de cuando en cuando la visita de curiosos que preguntaban por un tal Noé, que al parecer gozaba del favor divino y cuya fama como constructor de un arca de proporciones colosales se había extendido por todo el reino. Pero él siempre negó con firmeza conocer a nadie con ese nombre y echaba con malos modos a los que insistían. Dedicaba los días a rezar con devoción pero siempre le atormentó la inmensa pena de que Marduk no le volviera a hablar ni cumpliera su promesa de darle un hijo varón. Cuando le llegó su hora, con el último suspiro, preguntó por qué dios le había abandonado. Pero la muerte no da respuestas y le acogió entre sus brazos.

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Hora de vivir Ana Torrecilla

Un día dejó de ser interesante levantarme por la mañana, sucedió sin más. La noche se me hizo interminable, no encontré un momento para el descanso, empecé a pensar en las cosas que me habían ido mal y una tras otra se fueron sucediendo. Primero las del día, luego las de la semana, luego las del año y finalmente, las negatividades de toda mi vida se dispusieron a acompañarme en esa noche sin sueños ni glorias. No encontré un solo motivo por el que valorarme, cuando sonó el despertador, solo quería romper con la vida, dormirme hacia la muerte. Aun siendo nuevo en mí, no me era extraño del todo aquel pensamiento. Creí que se me pasaría, siempre había seguido el ritmo social, volvería a intentarlo. Imposible, ya no me servía nada. Tratamientos con medicamentos y conversaciones vacías no lo arreglaban, mi ánimo no volvía. Recordé que nunca lo había tenido, ¿qué podría traer lo que nunca estuvo? Nadie lo comprendía, me explicaba inútilmente. Mi vida era una mala interpretación. Nunca había hecho salir el sol, si salía, era cuestión de azar, yo no participaba. Sin embargo, sí atraía los chubascos y las ventiscas, siempre estaban ahí, solo el azar podía hacer que alguna vez el sol les quitara su sitio preferente. Y decidí que no dormir sin sol, no merecía un segundo más de respiración. Lo tuve claro, era hora de salir de aquel cuadro gótico de penas e infortunios. Una tarde entré en casa y me tomé todas las pastillas, me dormí por fin, se acabó, pero no. Me despertaron en el hospital: hora de vivir -dijo la doctora. Vecina del rellano, hacía dos días que se había mudado. Tenía prisa y olvidé cerrar la puerta. Entró y me encontró en la cama con los envases vacíos de los fármacos, delatándome. Desde entonces soy su reto personal, tal vez era una forma de atraer al sol sin esperar a la suerte. Bien pensado, ¿por qué no? Ahora duermo y sueño. Quizá me quiera. Cada despertar, me recuerdo que es mi tiempo de vida.

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La hija de todos los hombres del mundo Carmen Camiruaga

Caminaba de prisa, junio estaba más que mediado, hacía calor y a ella le sobraban algunos kilos. La cartera le golpeaba la pierna con cada paso. Contenía los exámenes de sus alumnos de Historia y el dietario con las anotaciones del curso que estaba a punto de terminar. Un sobre de tamaño folio asomaba en el bolsillo lateral, lo tendría que doblar para introducirlo por la ranura del buzón de correos al que se dirigía. Un par de semanas antes mientras hojeaba un ejemplar de «Lectores que escriben y escritores que leen», se encontró con la entrevista y el reportaje fotográfico que le hacían a León Valle, director de la publicación y último premio «Planeta Marte». El escritor, animaba al envío de relatos breves, que tras ser seleccionados por el equipo editorial aparecerían publicados en la revista. niña»:

Y allí estaba ella, a pocos metros del buzón de correos, decidida a enviar su relato, «Historia para una

«Mamá y yo vivíamos solas, quizá fue esa la razón por la que en mi primera infancia tuve una amiga imaginaria con la que hablaba sin cesar; después, preferí conversar con mis muñecos a los que podía ver y tocar. Con la que más hablaba era con Margarita, mi muñeca preferida, que lucía unos bucles rubios estupendos y tenía unos ojos verdes maravillosos; era la hermana mayor de los gemelos: Juan y Tonchu, dos muñecos idénticos de raza negra, algo que nunca me había parecido una rareza hasta que Inés, una vecinita con la que jugaba, me dijo que nadie se creería que eran hermanos de Margarita. Hablé con mi madre sobre el asunto y me propuso la adopción de Juan y Tonchu para que pudieran ser hermanos de Margarita. Yo, para entonces ya me había ocupado de que mi hija mayor supiera de su padre, un piloto del ejército del aire, muerto cuando su avión se estrelló tras intentar un aterrizaje forzoso en un claro de la selva de Guinea. Aproveché aquella dramática circunstancia para explicar a Margarita la razón por la que sus hermanos eran de raza negra. Resultó que el avión que su padre pilotaba, al estrellarse, hizo huir al león que estaba a punto de devorar a los niños que alguien había abandonado; esto lo supimos gracias al copiloto que sobrevivió al accidente; al conocer aquella asombrosa casualidad yo decidí adoptar a los bebés. Margarita me miraba con sus enormes ojos verdes y sin pestañear mientras yo le contaba la historia una y otra vez; siempre recalcando que la muerte de su padre había sido igual que la del mío con la diferencia de que, en el caso de mi padre, no hubo bebés a punto de morir devorados ni compañero superviviente. Procuraba emplear las mismas palabras y el mismo tono quejumbroso que usaba mi madre conmigo cuando me contaba cómo el avión de papá se estrelló en unas maniobras «cuando tú estabas en mi tripa», «dijeron que tu padre no sufrió porque murió al momento», «estábamos muy enamorados…», entonces, yo abrazaba a Margarita igual que mamá me abrazaba a mí y le mostraba a la muñeca las únicas tres fotos borrosas que tenía de mi padre, en las que jamás pude distinguir con claridad los rasgos de su cara. En una de las fotografías, un joven alto y corpulento, de pelo claro, vestido de soldado aparecía con mamá y en las otras dos, junto a una avioneta, se podía ver al mismo joven con dos compañeros uniformados como él. Cuando me faltaba poco para cumplir doce años, ya casi no hablaba con Margarita y tenía bastante abandonados a mis hijos, pasaba más tiempo jugando en la calle o en la casa de Inés, pues le empezábamos a encontrar el gusto a hacer cosas de mayores como conversar, jugar a cartas y escuchar música con letras de amor. Mamá empezó a atreverse a dejarme sola en casa cuando en el cole había vacaciones y ella se iba a trabajar. Bastaba con seguir las instrucciones: no abrir la puerta a nadie bajo ningún concepto, subir a casa de Teresa, que era de muchísima confianza si necesitaba algo o llamarla por teléfono a la oficina si el asunto no se resolvía. De todas maneras, mamá siempre llamaba cuando calculaba que yo ya había desayunado para comprobar que todo iba bien. 45


Tengo unos recuerdos bastante precisos de aquella mañana del primer día de vacaciones de Navidad. Mamá llamó hacia las once y después arreglé mi habitación. No me gustaba hacer la cama pero estirando convenientemente la colcha y colocando un cojín sobre la almohada, como había visto a Inés poner en la suya, quedaba perfecta. En un rincón, junto al armario estaba el coche de muñecas pero el instinto maternal se me había agotado y ya ni siquiera lo miraba. Debió de ser entonces, al salir de mi cuarto, cuando me encontré ante la habitación de mamá, en la que se guardaban tantas cosas. Todavía me veo detenida en el umbral de la puerta, como si nunca hubiera estado allí. Era la primera vez que aquella habitación se me ofrecía sin la presencia de mi madre. Tuve que vencer algo en mi interior antes de decidirme a entrar. Lo primero que hice fue tumbarme en la cama grande de mamá. Frente a mí, se alzaba el armario enorme, de tres cuerpos. A la izquierda, la ventana, con las cortinas de encaje. A la derecha, la cómoda, de una madera que era muy buena, decía mi madre, porque era de cerezo. No tardé mucho en abrir el armario. Persiste en mi nariz aquella vaharada densa y dulce que desprendía al abrirse; era el mismo aroma que envolvía a mamá cuando se vestía elegante. Blusas, faldas y vestidos pendían de las perchas en un orden perfecto en el que mi madre había tenido en cuenta incluso la manera de agrupar los colores. También estaba el abrigo de piel en su funda especial y las bolsitas de lavanda en las baldas perfumando los jerséis. Me entretuve un rato paseándome envuelta en las pieles y me probé unos guantes negros de seda, de esos largos, hasta los codos, que solo se los había visto puestos a mi madre en la foto de la boda de una prima suya y que ella guardaba como un tesoro. Siempre me he preguntado si los habría usado alguna vez más. Registré también los cajones de la cómoda pero volví al armario donde me quedaba por explorar la balda más alta, la que está sobre la barra horizontal de la que cuelgan las perchas, donde mi madre guardaba “los papeles”. Arrastré una silla, que siempre estaba allí, junto al armario, y no me costó llegar hasta la balda superior. Había tres cajas y, en efecto, cuando abrí las dos primeras, encontré muchos papeles a los que no presté atención. Sin mucho interés abrí la tercera, más pequeña que las otras dos, contenía un cuaderno de pastas de cuero con sus páginas manuscritas con la caligrafía de mamá que yo conocía tan bien. Aún me veo sentada en la silla con el cuaderno abierto sobre las rodillas. Las notas eran de hacía mucho tiempo por las fechas que pude ver en los escritos, que eran anteriores al año de mi nacimiento, de cuando mamá vivía en el pueblo con las tías y los abuelos. Me empezó a latir muy rápido el corazón, si por casualidad, mi madre aparecía de improviso, no le iba a gustar encontrarme allí con el cuaderno aquel entre las manos. Lo cerré y lo guardé en la caja. Coloqué la silla en su rincón habitual y alisé la colcha de la cama. Intuía que en aquellas páginas se encontraba la historia de amor de mis padres. Esperaba saber del apuesto piloto que fue mi padre, el mejor hijo que una madre viuda y sola, como me había dicho mamá que fue mi abuela paterna, podía desear. La existencia del cuaderno me perturbaba, tenía que volver a hacerme con él para leerlo despacio. El momento propicio no tardó en llegar, cogí una fuerte bronquitis y mamá me dejó en casa sin ir al colegio, como siempre, al cuidado de Teresa, la madre de Inés. Aquel día entré en su habitación y no dudé ni un momento. Me subí a la silla, cogí la caja, saqué el cuaderno y me puse a leer. La caligrafía de tinta negra de mi madre mencionaba a personas a las que yo no conocía, a mis tías y a mis abuelos, pero del piloto, ni rastro. Recuerdo mi impaciencia al no encontrar ningún indicio de mi padre en los escritos. No me llevó mucho tiempo la lectura del cuaderno porque las notas del diario de mi madre no eran muy extensas. Mamá escribía unas veces con referencia al lugar y la fecha, otras sin datar. Mis ojos recorrían veloces las hojas del cuaderno hacia delante y hacia atrás, ansiosa por encontrar al piloto o al menos bonitas palabras de amor, las menciones a los defectos de gente desconocida o a las discusiones de mamá con sus hermanas no me interesaban. Por fin, en las últimas páginas descubrí algunos párrafos de significado confuso pero que a mí me parecía que se trataba de asuntos de enamorados. En las dos o tres últimas hojas, mi madre repetía muchas veces la misma idea en frases como ¿por qué te escondes? no es necesario. Yo no te pediré nada. Nunca te dije que te quedaras en este pueblo, que sé que odias… sabes que te dejaré marchar. Mamá escribía: qué vergüenza pasé cuando después de un largo peregrinar 46


conseguí llegar ante el capitán de la escuela de aviación que me dijo que no insistiera porque la procedencia y el destino de un miembro del ejército eran secretos. Luego añadió: debe olvidar a ese muchacho, señorita; a esta edad los hombres son muy pillos, están sin hacer… tal vez tiene una novia formal en su ciudad. La última anotación en el cuaderno tenía fecha y parecía formar parte de una carta que mi madre pensaba escribir o que quizá ya había escrito pues así lo manifestaba ella misma. Cualquier respuesta me servirá a la que será la última carta que te escribo. Me bastará con saber que una vez fui alguien en algún lugar de ti. Solo regálame el momento de ver mi huella en la arena de tu playa. Después, la infinitud de las olas no dejarán de mí el menor vestigio. En algún tiempo, te decía: es como si contigo, cada vez, me habitaran todos los hombres del mundo. ¿Recuerdas? Y tú fingías una modestia que estabas lejos de sentir. Ahora mi vanidad es infinita ¿sabes que seré la madre del hijo de todos los hombres del mundo? Leí varias veces las tres últimas páginas. Dejé el cuaderno en su caja, junto a las otras cajas y después me invadió un desasosiego que me impidió concentrarme en nada. No recuerdo tampoco cómo pasé el resto de la mañana hasta que mamá vino a comer. Desde aquel día dejé de hacer de hacer preguntas sobre papá y me tapaba los oídos para no oír a mi madre repetir cada año: “hoy es el día que tu padre tuvo el accidente”. Por cierto, el accidente de mi padre coincidía con la fecha de la última anotación en el cuaderno de mamá. A las hermanas de mi madre solo las veíamos durante los veranos, porque ellas seguían viviendo en aquel pueblo donde había una base militar aérea, a la que iban hombres jóvenes que querían ser aviadores, algo que entusiasmaba a las chicas. Muchas de ellas, veían un día cómo la estela blanca, que el avión que pilotaba su amor había dibujado en el cielo azul, se desvanecía lentamente, igual que sus ilusiones de enamoradas. A mis tías nunca les pregunté nada sobre mi padre, por pura cobardía, y ellas tampoco me contaron nada a mí. Supongo que por lo mismo. Eran mujeres sensatas que jamás siguieron el juego a mi madre cuando pretendía que glosaran para mí la figura de mi padre; guardaban un silencio prudente o cambiaban hábilmente de conversación. A medida que fui creciendo, la historia sobre papá se convirtió en un muro invisible entre mi madre y yo. Un muro que nunca quise derribar porque me encontraba cómoda manteniendo a mamá con su historia al otro lado. Mi madre, con el tiempo, fue moderándose en las menciones a mi padre, aquella historia fantástica para una niña ya no le hacía falta. Yo me había hecho mayor. Llegaron las vacaciones, la novela del premio «Planeta Marte» en un escaparate atrajo mi atención, su título me encandiló, era como si lo hubiera escrito yo: “Mi huella en la arena de tu playa”. Recordé que había dejado a medio leer la entrevista al autor. Compré la novela y me fui unos días a la costa. Y fue una tarde, en la playa, junto al ligero ir y venir de las olas en la bajamar, con un ejemplar del premio «Planeta Marte» en mis manos, cuando la letra de aquel libro pareció adoptar la forma de la caligrafía de mi madre: «saber que he existido en algún lugar de ti», «la infinitud de las olas no dejarán de mí el menor vestigio». Y, sobre todo, la voz de la protagonista en la penúltima página: «En algún tiempo, te decía: es como si contigo, cada vez, me habitaran todos los hombres del mundo. ¿Recuerdas? Y tú fingías una humildad que estabas lejos de sentir. Ahora mi vanidad es infinita, ¿sabes que seré la madre del hijo de todos los hombres del mundo». *

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Estimado señor Valle: Aquella tarde, el muro empezó a resquebrajarse y al otro lado ya no estaba mi madre sino usted, señor Valle. Volví a leer entrevista y me detuve en las fotografías del reportaje; la primera vez que la leí no reparé en el título de su novela pero cuando lo vi en la portada de su libro tras el cristal del escaparate de la librería, una secreta alarma debió activarse en mi interior porque no podía dejar de pensar en el título de su novela. En la entrevista, se lamenta de que el oficio de escritor es demasiado sedentario por lo que debe obligarse a hacer ejercicio y dar largos paseos. He reparado en sus rodillas como pegadas una a la otra dando como resultado unas piernas en X, algo que afea la silueta en las fotografías si no se adopta una postura adecuada. Yo tengo el mismo problema. Usted es un tipo grandullón. También yo tengo mi buena altura para ser mujer y me obligo a hacer ejercicio y a cuidar mi dieta. Seguramente, tiene pecas repartidas por todo su cuerpo, lo digo porque es pelirrojo. Yo tengo la piel muy blanca y estoy llena de manchitas marrones, como granos de arena, entonces pienso en una playa y ¿sabe? me pongo a buscar huellas. El color de mi pelo es cobrizo. «La escritura nos dota de potentes alas con las que poder escapar de la jaula de nuestro yo». Dice usted en la entrevista. A mí también me gusta escribir. Yo también me pongo alas cuando escribo. Tenemos mucho en común. ¿Cómo explicar lo que he sentido cuando dice al reportero que sus ansias de volar le llevaron en su juventud a una escuela militar de aviación? Tengo treinta y tres años, vivo en su misma ciudad, soy profesora de historia y aunque lectora incansable a usted lo conocí hace dos meses escasos. Imperdonable no haberlo conocido antes. No aspiro a ver publicado mi relato «Historia para una niña» en su revista, al contrario, soy yo quien aguarda una historia. Le acabo de regalar los personajes, el tema y el argumento, ahora solo tiene que escribir un relato para mi madre y para mí, es verdad que a ella no podrá devolverle el hueco de su ausencia ni las palabras que le ha robado pero a mí al menos me podrá entregar unos instantes de la vida que no tuve junto a usted.

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Cicatrices

Francisco Ruiz Moreno Qué sensación tan extraña, pasear por mi pueblo de toda la vida con un guardia civil a cada lado, con toda la parafernalia de atalajes que llevan encima, tricornio, pistola rifle… Mis amigos miraban con cara de espanto, otros bajaban la persiana cuando dirigía la mirada hacia ellos, intentando comprender por qué el tiempo es como una moneda, con la vida en una cara y la muerte en la otra, pero todos unidos por el silencio. No estaba lejos el cuartel, lo primero que se veía en la entrada era el lema, que todos conocíamos: «el honor ha de ser la principal divisa», recibía a modo de saludo en aquella vieja casona, blanca de encale y tejas de moho y musgo. Antes, el cuartel debió haber sido una gran mansión, ya que ahora vivían allí ocho familias. La celda del cuartelillo era blanca, un poco oscurecida por el paso del tiempo, con manchas de humedad en paredes y techo y telarañas en los vértices. La ventana, con hermosos barrotes de hierro oxidado, daba al patio, empedrado con chinas pelonas. Algunas veces, las herraduras de los caballos hacían saltar chispas con los cascos cuando pisaban el pedernal, en medio había una aljibe, con su brocal, que recogía el agua de lluvia. Decían que era muy buena para el guiso de legumbres. La comunicación ancestral de esta forma de convivencia, con todo el cuartel mirando al patio, hacía que costase más extraviar a nadie. Los habitantes de aquella casona antigua te hacían sentir su calor. Aquel día en la piscina, ella miró de refilón a Rafael y agachó la cabeza, con las mejillas encendidas, después de mirarme a mí, también de reojo; una forma de ser y estar que yo, en ella, desconocía. Empezamos la partida y pensé que un mal día lo tiene cualquiera. Eran las siete de la tarde, con aquella hermosa luz plateada, cuya intensidad te hacía ver chiribitas, cuando salimos de la piscina. Los lados del camino de vuelta estaban protegidos por pitas, protegidas, a su vez, por unas hermosas púas negras, también, moreras, acacias y algún limonero y naranjo. Solo los rayos de sol que pasaban entre los árboles decían: ¡No salgáis de esas sombras! Yo gustaba de llevar mi brazo izquierdo por su espalda y mi mano abierta acariciando su hombro desnudo y redondo, suave como cualquier brisa del mundo. Ella con su brazo derecho enredaba mi cintura, apoyando su cabeza sobre mi pecho, su cara redonda, color duna de arena. Aquellos labios, tan cerca de los míos hacían que nada fuese tan duro como decían. Ese día, ella no me había cogido la cintura. A las ocho y media, quedamos en el bar «Daniel» para tomar unas tapas en la terraza. — Hoy no voy a salir, estoy cansada y tengo mucha plancha -dijo ella. Todo muy raro, pero mi fe en ella era indestructible, entonces. Yo diría que lo único que mantiene la fe es el amor al diferente, de otra forma regularíamos la población como las ratas, si es que no lo hemos hecho siempre. Fui a casa, me di una ducha y estuve viendo la vivienda que para nosotros había tenido a bien construir mi madre. Salí ya de noche a tomar algo con los amigos. Iba a entrar al bar cuando me llamó mi amiga María. padre.

— Francisco, tu novia se casa el sábado que viene con tu amigo Rafael, está embarazada, y Rafa es el — Venga, María, deja esas bromas para el 28 de diciembre -le dije.

— Es verdad, ¿te acuerdas el día que se vinieron solos de la almazara porque tú tenías que trabajar de noche? Pues las haraperas de los olivos de Zamacón son testigos y dan fe de lo que allí ocurrió. 49


Volví a casa, soy hombre abierto, de cara transparente, yo diría que se me ven las entrañas. Cogí la botella de brandy de la cocina, me fui a mi habitación y me dejé caer en la cama; no podía ordenar y mandar parar la virulencia de mis pensamientos. Así, en aquella cama, quedó secuestrada mi voluntad por mis pensamientos, que intentaban conducir mi corazón a algún sitio más tranquilo que el de los celos: pasión, navajas sangre y cante grande, también, venganza. En el camastro del cuartelillo iba recordando uno a uno todos los minutos pasados junto a ella, pero el escobón que todo lo barre, el escobón de Cronos, no solo barre los recuerdos, también alarga la distancia temporal entre un nuevo amor de deseo. Me tomé media botella de brandy, que mi madre solía usar para sus salsas y mirando mi escopeta, siempre colgada en la pared de enfrente, con su canana llena de cartuchos, a modo de cuadro, me quedé adormilado; pues, dudo que en el desamor pueda nadie dormir o descansar. Todavía no había amanecido cuando me levanté, hice café y lo tomé con una aspirina. La cabeza me dolía, estaba cansada. Me fui al campo, a la nave donde estaban los aperos que mi padre dejó antes de morir. Los había de los años cincuenta, cuando se labraba con bueyes y mulos. Allí, colgados en las paredes había ubios, colleras, tiros, jáquimas y, también, la faca y el cuchillo de matanza, tan limpios, tan brillantes, tan cuidados. Parecían tan nobles como la causa para la que estaban destinados en mi delirio, pues siempre había pensado que las armas blancas, realmente peligrosas, son las que tienen filos de indiferencia. Les limpié la grasa que se les ponía para protegerlos del óxido, cogí aquella piedra negra de afilar, y sentado en la vieja silla de anea, muy despacio, empecé a frotarlos en su filo; nunca pensé que fuese tan placentero. No salían de mi cabeza la escopeta y la canana, pero esa putada era merecedora de una muerte más humana, más de navaja, más Lorquiana. Me levanté del camastro, me llamaba el guardia de puertas. Era mi madre, había venido a traerme ropa limpia y algo de comida, ensaladilla rusa y las borrachuelas que tan ricos hacía. Vestida de negro, con la única luz de aquellos pequeños lunares blancos en su usado delantal. Me cogió las manos, me dio un abrazo y me dijo al oído: — Por favor, hijo, no me mates más veces. Mientras afilaba, salivaba mi boca y rumiaba mis pensamientos, convirtiendo todo en una especie de bilis que me atormentaría de por vida. Pasaban por mi cabeza aquellos momentos en la reja de su patio, cuando el único lenguaje que se usaba era el contacto con su dulce y suave piel; de sus besos sin prisa; la suavidad de sus manos, que activaba todo lo bueno que había en mí; sus esplendorosas mejillas, siempre templadas; aquella piel morena, morena de luz, morena de duna…También me solía preguntar si yo la querría siempre, yo le contestaba que siempre no, pero hasta un día después de la eternidad, sí. Ella se enfadaba y me pellizcaba: «ya estas con tus chorradas», decía. Todo esto lo disfrutaría ahora aquella rata inmunda que yo creía mi amigo. Guardé aquel cuchillo y aquella faca como oro en paño, bien envueltos, no quería que aquel orgulloso filo, cuando truncase el camino de venas y arterias, se atascase. Qué señorío tiene un filo bien afilado cuando de desamor se trata. Me fui de la nave a eso de las doce, despacio, discutiendo con esos impulsos que parecían decirme «mátalos, mátalos», sus voces, que solo oía yo, parecían venir de un mundo todavía más brutal que el nuestro, donde su Dios era la supervivencia. Llegué a casa, fui a mi habitación y debajo del colchón guardé la faca y el cuchillo. Si los encontraba mi madre sabría para qué estaban allí, me conocía demasiado bien. Qué quietud en el catre del cuartelillo, la mirada perdida en el techo, sin pestañear ¿Me preocupaba dormirme? No lo sé, solo me apetecía rumiar pensamientos. Veía los caballos, los críos y aquella armonía social y familiar en el patio empedrado. Después de comer con mi madre me dormí una siesta, de esas largas, de las que no quieres despertar, pues la realidad a veces tiene caras satánicas. Cuando me levanté cogí el pijama y me fui al salón, solo para sentir el silencio y la quietud, hermosos amigos y cómplices. No sé para qué, a mí nada me podía ayudar ya. 50


Eran las seis de la tarde cuando me arreglé un poco, la boda era a las siete, no era una boda multitudinaria como se acostumbraba, solo los familiares más allegados. Me puse la faca en el cinto, con su funda. El cuchillo, lo llevaba en el bolsillo interior del traje con su punta para arriba. Cuando entré en la iglesia, para disimular, unté mi dedo índice en la pica de agua bendita y me santigüé. Luego, cuando me acerqué al altar me hinqué de rodillas e hice la señal de la cruz. Todos estaban pendientes de mí, me puse de pie como los demás y en cuanto el cura impartió la bendición subí los tres escalones que me separaban del altar, saqué la faca del cinto y en el cogote le clavé el pico de alimoche y tiré hacia mí haciendo caer la cabeza de Rafael hacia su hombro derecho. La sangre, aspersada caía sobre la cabeza de la novia y su vestido, dejando un gotelé rojo violáceo. Ella se volvió y yo le clavé el cuchillo de matanza. Su marido ya estaba dando los últimos estertores, la sangre, cual salto de agua caía por los escalones del altar hasta el pasillo que separaba las bancadas. Todos se quedaron sin reaccionar, paralizados, cuando yo salía por el pasillo dejando las marcas rojas de sangre en las losetas. Entonces, sentí una mano en mi hombro, me volví, era el padre de ella, el mismo que había tirado el paredón, la linde que separaba nuestras fincas, para agrandar la suya, aprovechándose del amor que yo sentía hacia su hija. Instintivamente le clavé el cuchillo que todavía llevaba, calentito de sangre en mis manos. Ya no se veían las marcas rojas de mis zapatos en el pasillo, era un caudal de sangre. Justo cuando entraba la guardia civil, salía yo. Cogieron la faca y el cuchillo, me esposaron y se me puso uno a cada lado. Abrieron la puerta del cuartelillo, mi madre traía ropa nueva y las señoras de los guardias agua caliente. Había de ponerme presentable, teníamos que ir al juzgado. Siempre me ha gustado este sitio, nunca te obligan a ir en ayunas, pero ya es otra historia.

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Un día de perros Itziar Elexpuru

7 a.m. Suena el despertador. Levanto la persiana. El día amanece nublado y frío, pero ellos ya están allí, en la campa detrás de mi casa. El San Bernardo camina lento y pesado de la correa de su amo. No entiendo cómo alguien puede tener un animal de semejante tamaño en un piso. Un pitbull blanco recién liberado en la campa se estira y hace sus necesidades. Al salir de casa en el portal coincido con la señora mayor que vive arriba, va acompañada con su impecable caniche blanco al que habla como si fuera un niño. ¡Perros! Cada día ganan terreno, conquistan hogares, calles y parques. Se crean normas de convivencia y se establecen espacios para que puedan ir sueltos, correr a sus anchas. Ellos, a cambio, dicen, dan un cariño inmenso a sus dueños del que los demás no somos partícipes, pero sí nos llevamos alguna mierda olvidada y olemos las esquinas que marcan con su pis. Al volver a casa, al mediodía o a última hora de la tarde, siempre me encuentro con algún chucho más o menos grande o peludo y, en cualquier caso, oloroso que entra o sale del portal; claro que teniendo en cuenta que tienen que sacarles al menos tres veces al día y que hay uno o dos perros en cada piso, las posibilidades son muchas. Los perros siempre suben y bajan en el ascensor, los pobres lo pasan mal por las escaleras, así que cada vez es más frecuente compartir ese reducido espacio con ellos. El dueño le dirá: «quieto, siéntate» dándole una palmadita en la cabeza o el lomo, pero en el mejor de los casos te dejará pelos en el pantalón del traje mientras te mira jadeante con la lengua fuera. El ascensor se llena con el tufillo del animal, algo que su dueño ya no nota, en cambio yo salgo impregnado de una esencia de la que tardaré un buen rato en desprenderme. 11 p.m. Bajo la persiana para acostarme y ellos siguen allí. Se ha formado una cuadrilla de vecinos con perros que charlan, fuman y ríen en animadas conversaciones perrunas. Antes de dormir leo un rato en la cama, pero hoy los pasitos rápidos del perro de la señora que vive arriba en un constante ir y venir, acompañados de ladridos cada vez que se para a un lado u otro, hacen que no me pueda centrar en la lectura. Apago la luz e intento dormir. Imposible. Golpeo el techo con el mango de la escoba. El perrito sigue corriendo de un lado a otro sin parar de ladrar. Llamo a los municipales. Llegan en diez minutos. Oigo como tocan el timbre y golpean la puerta del piso de arriba. Llaman también por teléfono. Se oyen los insistentes tonos sonando pero nadie contesta. El perro ladra cada vez más. Por fin entran haciendo palanca en la puerta. En unos minutos oigo la sirena de una ambulancia. Llaman a mi puerta. Es uno de los municipales con el caniche blanco en brazos. — A su vecina le ha dado un infarto. La hemos llevado al hospital. ¿Puede hacerse cargo del perro? La noche se me hace muy larga. He dejado al perrito en la cocina encima de una toalla y he vuelto a la cama. Desvelado me levanto a tomar un vaso de leche templada. El perro me mira desde su rincón, parece triste, le pongo un poco de leche en un plato y vuelvo a la cama. No sé en qué momento me he quedado dormido, me despierto y noto un agradable calorcito en los pies. Enciendo la lamparita de la mesilla y le veo tumbado encima del edredón. Será la costumbre. Me mira expectante, tiene los ojos de un negro líquido y las orejitas alerta. 52


7 a.m. Apago el despertador, me levanto y voy al baño. El perro corre hasta la puerta de entrada y me mira insistentemente, tengo que sacarle a hacer pipí. No le suelto la correa, me da miedo que se escape. Llaman al timbre. Es la hija de la vecina, su madre está bien, gracias a los dos, dice, y llora mientras acaricia al perro cogiéndolo en brazos. Gracias otra vez por hacerse cargo de Blas. — ¿Te has portado bien Blas? ¿Sí? Seguro que sí. Se marchan. Me quedo solo.

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La casa verde

José Manuel Rodríguez La casa verde llevaba muchos años deshabitada, las yedras ya cubrían sus fachadas. Nadie se acercaba a aquella casa, algunos hasta daban algún rodeo para no pasar cerca. Los más ancianos dicen que desaparecieron algunas personas de las que nunca se volvió a saber nada.En aquella casa habitó un señor muy raro. Dicen que se las comía, porque las que desaparecieron estaban algo gruesas. A algunos chavales del pueblo, después de ver películas de monstruos y extraterrestres, aquello les parecían cuentos de viejas. Tres amigos, el Orejas el Chato y la Trepamuros, un día se acercaron a la casa verde y decidieron que de alguna forma tenían que entrar a ver qué había allí dentro. La Trepamuros era una chavala a la que no se le resistía ninguna tapia. Ella fue la que le quitó las peras al cura, y en su huerta dicen que no entraban ni los bomberos. El pastor, a quien llamaban el abuelo, era un señor mayor que tenía ovejas y conejos, les dijo que no le gustaba que se acercasen por allí, pero ellos ni caso. Dijo la Trepamuros que entrar era fácil, que por una yedra gruesa que subía cerca de una ventana que estaba rota, ella se colaba, y así fue. Ya dentro, vio un bando de golondrinas, bajó por unos escalones que chirriaban, se fue a la puerta, que estaba cerrada con una gran llave. Aquello le hizo pensar que si estaba cerrada por dentro con llave el que vivió allí nunca salió. Al abrir la puerta tantos años cerrada chirrió tanto que se asustaron los murciélagos que estaban en el techo y se le enredaron en el pelo. Los tres subieron al piso, en una habitación solo había una cama destartalada, y en otra que estaba cerrada, se encontraron un esqueleto con ropa de hombre, colgado de una cuerda y una silla en suelo. Se asustaron mucho. En el esqueleto había un nido de ardillas, dos pequeñas salieron saltando por la habitación, eso les alegró un poco. Bajaron a la planta baja donde había un gran salón con una mesa y sillas apolilladas, abrieron una puerta que daba a una habitación grande con una cama y una mesa con vajilla para comer. La madera del suelo también estaba apolillada y, al entrar la niña, se hundieron dos tablas y se coló para abajo. Cayó encima de una mesa de lo que era la cocina con una ventana que daba al río. Había un fogón en una esquina con chimenea y una olla grande colgada de una cadena llena de huesos. Encima de la mesa dos claveras y un montón de ratas que corrían por el suelo con mucha hambre: una sandalia que se le cayó a la niña, se la disputaban entre varias para comérsela, y algunas saltaban intentando subir a la mesa. La Trepamuros lloraba y gritaba, uno de los chicos avisó al pastor y le contó lo sucedido. El chato se quedó consolando a Tere, pues la Trepamuros tenía nombre. El pastor llego rápido, con una cachava larga que tenía para coger las ovejas por el cuello. Puso una mesa de revés, pisó en ella para no hundirse, le alargó la cachava a la niña, que se agarró fuerte y la subió. Dicen los amigos que temblaba mucho. Es de suponer el revuelo que se armó en el pueblo cuando contaron lo que había allí dentro, alguna señora mayor dijo que existió una bruja que no tenía escoba, pero era muy mala. La abuela de Tere le echó una bronca, que eso le pasaba por trepadora y por entrar en casas ajenas. Los vecinos del pueblo tenían olvidada la casa verde, pero a partir de aquello hubo muchas opiniones: unos decían que había que derribarla, otros que darle fuego, por lo tanto se convocó una asamblea para ver qué se 54


hacía. El alcalde propuso que como ellos tenían la llave, aquella casa podía ser una fuente de ingresos: dejándola tal como estaba, con poco gasto, reparando la escalera y abriendo la trampilla que acede a la cocina y una buena propaganda de la casa del caníbal, llegaría mucha gente que le gusta ver cosas de miedo. Los niños que la descubrieron se encargarían de enseñarla los fines de semana acompañados del pastor, que no le importaba, que él había vivido cerca muchos años y nunca pasó nada. Como llegaba gente a visitarla y dejaba ingresos, la familia de la casa verde dijo que aquello les pertenecía por parte de un familiar muy lejano. Presentaron un papel muy viejo que nadie entendía. Solo el cura que sabía latín, dijo que aquello estaba en griego. Una simple carta en la que decía que sus bienes serían de la familia, pero no decía qué bienes, firmaba el griego. Aquello solo le dio problemas a la familia, nadie les miraba de frente, les rompieron algún cristal de alguna pedrada, les llamaban los verdes, a los que la gente siempre tuvo miedo más en la ciudad que en los pueblos.

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El cerezo

María Jesús Sánchez Tellaeche En mi habitación, a través de la ventana, me fijo en que el parque cercano va cambiando, ya sus jardines tienen flores, prímulas. En la lejanía los montes se desperezan. Miro, veo y… recuerdo. Fuera todo bulle, dentro también. En la naturaleza el ocre va cediendo al blanco. ¡Por fin, la primavera! Llega marzo, el blanco. Los frutales engordan de blanco y prometen, tras larga espera, abundante fruto. El blanco siempre espera el color, ser esperanza de algo le otorga un aire de mandato, un susurro de complicidad con el observador. Sí, también de él dependerá que prosperen a fruto las corolas rosas de sus flores blancas. Y llegará abril, el amarillo. Se inundarán las colinas y oteros con floridas árgomas y los prados con meacamas y flores de san José, que, como lucecitas, compiten con las modestas chiribitas. Sí, la intensidad del amarillo acerca más el sol y le obliga a calentar el aire y la tierra. Ese coqueteo de acercamiento con el sol, que comienza en marzo y que en el estío se convertirá en alianza, tiene antes que pasar por mayo y junio, cambiará el blanco de los frutales, el amarillo de las flores por el rojo de las fresas y cerezas. Hay en mí, como en la naturaleza, un despertar de recuerdos dormidos que me produce inquietud y añoranza de otras primaveras. De entre los recuerdos uno se aviva, me ensaliva la boca y me encoge el corazón. En marzo el cerezo de la huerta de mi abuelo estaba majestuoso, imponente con su manto de rey, el de armiño moteado. Sus flores que, con ayuda del viento esparcían sus pétalos, dejaban sus corolas para transformarlas en jugosas cerezas. ¡Otra vez tu camiseta llena de manchas de cereza! ¡Ten cuidado!, me reñía mi madre. Esas manchas se van muy mal, tengo que frotar mucho para poder quitarlas. Mi abuelo recogía las cerezas. Un día de principio de junio, cuando las cerezas están más dulces, mi abuelo quiso alcanzar las ramas más altas del cerezo, pero no llegó. Se cayó del árbol y el golpe, aparte del dolor, le hizo una brecha en la cabeza. No se arredró y, aunque dolorido y renqueante, llegó hasta la cocina cogió un puñado de sal y con él tapó la herida; también, de paso, pilló el hacha y volvió al cerezo. Con brío y rabia comenzó a dar hachazos, golpes certeros y alocados, en el tronco del árbol, casi a ras de suelo, zas, zas. El último llegó a su eje, la médula. Craasss. El árbol tembló y cayó. La tierra tembló y lo acogió. Por unos instantes tordos, vencejos y gorriones quedaron suspendidos en el aire al verse sin su área de descanso. Silencio. Yo me quedé sin cerezas y el árbol sin raíces. mi abuelo.

Tengo ese recuerdo que, primavera tras primavera, florece en mí como florecía el cerezo en la huerta de La ley del Talión: ¡Ojo por ojo y diente por diente!

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Un peinado con personalidad Laura García Marcos

Avanzaba el mes de marzo y el olor a pólvora sofocaba la ciudad. Los ojos de Amalia brillaban de emoción al compás de las lentejuelas del delantal del traje de fallera, que a través del plástico de la tintorería reflejaban la luz del sol que entraba por la ventana. Amalia tenía nueve años, era la primera vez que se iba a vestir de fallera. El año anterior, su hermana mayor, ya se había vestido con el traje de su tía y le llenó de envidia, a ella aún le venía grande y tener un traje propio era impensable. Para ese año, una amiga de su madre le había prestado uno para vestirse en la fiesta del colegio y soñaba con disfrutarlo. Ahora el vestido colgaba de la puerta del armario esperando el cuerpecillo de Amalia para lucirse. Su madre tenía que peinarla y estaba un poco nerviosa, no era valenciana y se estrenaba en esta ocasión, pero quería que sus hijas estuvieran a la altura de sus compañeras y haría todo lo posible para montarles los tres moños típicos con unos mechones postizos para aumentar el volumen de la coleta. Amalia aguantó con entereza los tirones de pelo y los pinchazos en las orejas de las horquillas que le colocaba su madre para mantener firmes los moños repitiéndole una y otra vez que no se moviera tanto en la silla. Al terminar, Amalia se miró en el espejo confiada en su madre y descubrió que los moños laterales estaban bastante más prominentes que lo que ella había visto en las falleras de la calle. Pero le quitó importancia y se fue directamente a meterse en el vestido. Por fin llegó el rito del vestuario; tras las enaguas, se puso la pesada falda de tela de seda verde adamascada con dibujos de flores de vivos colores. Luego el corpiño, de la misma tela que la falda, y después, se colocó el delantal de tul con lentejuelas plateadas atado a la cintura con una cinta de raso, con la que su madre le hizo un lazo por detrás. Se echó sobre los hombros la manteleta, a juego con el delantal y se volvió a mirar en el espejo. Se sintió satisfecha, aunque aún le faltaban los aderezos. Mientras, su hermana también se había vestido y a su lado en el tocador, comenzaron a sacar de la caja las joyas regodeándose en cada pieza; las peinetas de metal dorado con grabados, una para cada moño. Las horquillas doradas, el collar de perlas, el broche para cerrar la manteleta y los pendientes largos con racimos de pequeñas perlas. Amalia se había empeñado en ponerse los pendientes a pesar de que llevaba tiempo sin llevar ninguno y los agujeros de las orejas se habían empezado a cerrar. El primero entró sin problemas, pero el segundo se enganchó en el agujero de la oreja. Empezó a ponerse nerviosa y tirar, pero el pendiente, ni entraba ni salía. Las lágrimas se le escapaban de rabia. Su madre intentaba calmarla e intervenir en la operación, pero entre el enfado, el dolor de oreja y los nervios, Amalia no se dejaba. Una vez más tiró del pendiente con todas sus fuerzas y por fin se desenganchó. Decidió que no iba a intentarlo de nuevo, así que se quitó el otro y pensó que aún sin pendientes, iría vestida de valenciana. Sólo le quedaban los zapatos. La última moda eran los zapatos de tacón forrados con la misma tela del traje, pero los suyos, eran discretamente blancos con una borla verde a juego del vestido. Se puso los zapatos y se sintió elegante. Empezó a pasear por el pasillo para practicar con los tacones y volvió a recuperar la serenidad. Miró a su hermana; las lentejuelas de la manteleta y del delantal hacían brillar el traje, llevaba uno parecido al suyo en tonos azules con las borlas de los zapatos a juego. Los moños, prominentes como los suyos, empezaban a despelucharse en pequeños mechones de pelo que su madre no había conseguido fijar. Su hermana sí llevaba pendientes e imaginó lo que podrían comentar sus compañeras de clase al verla a ella, pero siguió decidida a ir vestida al colegio. 57


Amalia y su hermana se despidieron de su madre, iban con el tiempo justo y bajaron rápido las escaleras del portal manteniendo el equilibrio. Amalia dio un traspié y se le rompió un tacón. Intentó recomponerlo pero era inútil, comenzó a andar, pero el desnivel era muy pronunciado. Sin dudarlo, se arrancó el otro tacón y se fue al colegio entre risas. En el colegio sus compañeras de clase y las de otros cursos iban impecables; trajes a medida, moños de peluquería o de madres con mano para peinar. Comenzó a sentirse ridícula. De pronto, se fijó en tres niñas que eran hermanas, notó algo raro en sus moños, miró bien y se dio cuenta de que llevaban peluca. Aquello sí que no lo había visto nunca, le pareció mucho peor que sus moños. Aunque aquellas niñas no parecían sentirse ridículas, más bien parecían orgullosas de la originalidad de su madre. Amalia las volvió a mirar con curiosidad y se quedó muy a gusto disfrutando de la fiesta con los petardos y la música de fondo.

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P.J.

Begoña Gallego Merino — ¡Polly Jean! —gritó otra vez mi madre desde el salón. Dios mío, cómo odiaba mi nombre. Y qué importante me parecía, en ese momento, algo tan nimio, aparentemente, comparado con lo que iba a ocurrirnos aquel mismo día. Me miré por última vez en el espejo y decidí bajar de una vez al salón tal y cómo estaba. — Los botones están en la espalda -le respondí a mi madre, desde las escaleras-. No puedo ponerme el vestido nuevo yo sola. — Hoy es mi fiesta por mi dieciséis años -dijo mi hermana, que estaba de pie junto a la entrada- pero la pequeña de la casa siempre tiene que llamar la atención. Los demás estamos listos desde hace media hora. — ¿Y qué? -le respondí- Papá ni siquiera ha llegado y los invitados puede que se pierdan por el camino. Ahora vivimos en un rancho en medio de Nuevo Méjico, más vale que te acostumbres. — ¡Polly Jean, Sally, callaos las dos! -nos ordenó mamá, mientras se acercaba para abrocharme el vestido. La decisión de irnos a vivir a un rancho había sido cosa de mi madre y Sally era quien peor lo llevaba, aunque no protestara por ello. La fiesta de cumpleaños era su recompensa. Justo, entonces, el teléfono empezó a sonar en el despacho de papá. — ¿Puedes cogerlo tú, Pete? -le pidió mi madre a mi hermano, que estaba sentado leyendo el último ejemplar de «Barras y Estrellas» de papá. A pesar de que sólo tenía un año más que Sally, se creía mucho mayor que nosotras desde que le habían admitido en la academia militar. Cuando mi madre terminó de abotonarme, me pasó la mano por la espalda para alisar el vestido y luego se colocó delante de mí para darle un par de tirones desde la falda. — Estaba pensando que ya soy demasiado mayor para llamarme Polly Jean -le dije cuando empezó a pasarme las manos por el pelo para intentar arreglarlo a su gusto- Preferiría que me llamarais P.J. Inmediatamente mi madre dejó mi pelo en paz y se puso las manos en la cintura. — ¿Qué tiene de malo Polly Jean? Es el nombre que elegimos tu padre y yo y... ¿qué te pasa ahora? — Este maldito vestido pica -respondí, rascándome todavía más exageradamente. — Cuida tu lenguaje, Polly Jean -dijo mi madre. Mi madre era la orgullosa descendiente de tres generaciones de colonos, algo que siempre recordaba y nos recordaba a los demás de forma más o menos sutil. Iba a responderle que estábamos en 1947 y no en tiempos de la conquista del oeste, cuando mi hermano volvió al salón. — Han colgado cuando iba a cogerlo -dijo Pete. — Podría ser vuestro padre, ya debería estar aquí -dijo mamá.- Será mejor que le llame a la base por si 59


ha surgido algún imprevisto. La acompañé para que viera que seguía rascándome y mis hermanos nos siguieron. — Más vale que te acostumbres -me dijo Sally- Polly Jean. Entramos en el despacho y mamá marcó el número de la base de Roswell. Esperamos en silencio hasta que mi madre colgó. — No lo cogen -dijo. — No puede ser, tiene que haber alguien de guardia. Habrás marcado mal -contestó mi hermano, quitándole el auricular. Otra vez esperamos en silencio. Al cabo de un minuto colgó y descolgó el teléfono un par de veces y volvió a marcar. No respondió nadie. — Voy a encender la radio, a ver si ha pasado algo -dijo Pete. Estaba a la altura de la puerta cuando el teléfono volvió a sonar. Mamá estaba más cerca y fue a cogerlo, pero justo cuando iba a poner la mano en el auricular colgaron. — Seguro que es una avería en la línea -le dije. — Y los invitados estarán a punto de llegar -añadió mi hermana. — Sally, tú vete a encender la radio -le respondió mamá. Pete volvió a entrar en el despacho y cogió la guía para buscar el número de la compañía telefónica. En el salón empezó a sonar «Stardust» de Glenn Miller. — Busca otra emisora -gritó Pete, mientras descolgaba el teléfono. Al momento lo volvió a colgar y descolgar varias veces- Ahora no hay línea. Stardust.

Desde el salón llegaron primero ruidos estáticos y luego, otra vez, Stardust. Ruidos y Stardust. Ruidos y Ruidos y Stardust.

Nos quedamos callados. Papá y los invitados deberían haber llegado ya. Estábamos aislados a kilómetros del rancho más cercano y no había forma de saber lo que estaba ocurriendo fuera. El teléfono sonó una vez y se quedó en silencio antes de que Pete fuera capaz de cogerlo, como si quien llamaba nos estuviera observando y jugara con nosotros. Mi hermano empezó a descolgarlo y colgarlo para comprobar si había línea, primero nervioso, después con rabia. Desde el salón, Stardust llegó al final y, tras unos segundos, volvió a empezar desde el principio. Sally apareció en la puerta del despacho y se quedó mirando a mamá. Entonces reaccionó Pete. Cogió el rifle del abuelo, que estaba colgado entre el cuadro de Remington y la foto de papá saludando a Eisenhower, y empezó a cargarlo. — ¿Qué estás haciendo? -le pregunté. — Defendernos -respondió. — ¿De quién? — De un ataque comunista, por ejemplo- Pete dejó el rifle sobre la mesa, cogió la pistola de papá del 60


escritorio y se puso a cargarla también. — ¿En Roswell? ¿Cómo crees que han llegado hasta aquí? — ¿No sabes lo que es la quinta columna? Ya están aquí - Pete ofreció a mamá la pistola cargada. — ¡Mamá! -le grité. Pero mamá cogió la pistola y fue entonces cuando empecé a tener miedo. Nosotras bajamos al sótano y Pete se quedó arriba con el rifle. Era como vivir una de las viejas historias del abuelo, cuando los hombres y las mujeres sabían de antemano lo que tenía que hacer cada uno si atacaban los indios. Mamá sujetaba la pistola a la altura del regazo con las dos manos, la empuñadura con la derecha y el cañón con la izquierda, pero no le temblaban las manos mientras nos miraba fijamente en silencio. De pronto me sentí muy, muy asustada.

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La fuente de toda fuente Aurelio Gutiérrez Cid

En la ciudad de Vilva-hó, todas las rutas conducen a una fuente de la que nadie bebe, salvo para pedir perdón, pues su agua no es ni fría ni caliente, ni dulce ni amarga. Si alguien descubre, un buen día, que gritó por su mal pan a la perfumista y que no se atrevió a decirle nada a quien le vendió sal cuando quiso comprarle -de malos modos- azúcar, no espera a que caiga la noche, sino que se cubre los ojos unos instantes dejándose llevar por sus caminos hacia el pasado, que ya sólo existe dentro de sí. Y entonces, como ama Vilva-hó, sin su pesada armadura recorre a pie la distancia exacta hasta esa fuente que tiene tantos nombres como habitantes tenga Vilva-hó. El primer impulso es el correcto, aunque haga falta equivocarse para descubrirlo, pues sólo si se llena una copa de algo sin valor alguno y se paga como aliento de vida, la plenitud y el vacío de un sencillo vaso de agua colma de inspiración los lienzos de los pintores y las hojas en blanco de los poetas. Si el arte florece en Vilva-hó es porque esa fuente existe. Y, creedme, convierte las flores –incluso las más reticentes– en auténticas adictas a la primavera.

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