INFIERNO EN LA ETERNA PRIMAVERA

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Cocina, texto y cultura Recetario para una semiótica culinaria

Zuly N. Usme Pyquy, puyquy, cubum: pensamiento, corazón y palabra. Muiscas, performances e interculturalidad.

Pablo Felipe Gómez Montañez Diálogo académico: comunicación, medios y sociedad. Política en Colombia.

Haydée Guzmán Ramírez Edgardo Paz Yeilor Rafael Espinel Torres Edison Gómez Amaya Delsar Roberto Gayón Tavera Melissa Gómez Hernández La Investigación: una cultura en permanente construcción. Memorias y Reflexiones

Grupo de Investigación Institucional Fundación Universitaria INPAHU [compiladores]

Infierno en la eterna primavera: acercamiento a la novelística de Juan José Hoyos es, quizá, el estudio más completo que hasta ahora se haya presentado sobre la obra literaria del reconocido cronista antioqueño. Es un trabajo analítico serio, riguroso en la pesquisa bibliográfica y proverbial en cuanto a la relación entre literatura y ciudad. Me atrevo a afirmar que el interés del autor por esa relación comenzó hace un par de años con la provocadora cátedra de “Literatura y ciudad”, propuesta por la poetisa, ensayista y profesora Luz Mary Giraldo; desde entonces, los viajes del autor como transeúnte por la ciudad laberíntica tienen sentido evocador. Las calles, parques o lugares simbólicos forman parte de la memoria urbana, construida como una inmensa red tejida por sabores, olores, ruidos e imágenes que en una filigrana detonan la nostalgia, la pertenencia o el vacío. La literatura registra en la mirada de sus personajes una múltiple dimensión de la ciudad que pervive en el papel y salva al lector transeúnte del vacío producto de la crisis de sentido, cuando nota que su entorno de representación urbana fue destruido y construido en su ausencia.

Fabián Alberto Ramírez

FREDY LEONARDO REYES ALBARRACÍN Acercamiento a la novelística de Juan José Hoyos

PUBLICACIONES RECIENTES

Comunicador Social de la Fundación Universidad Central. Magíster en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana y Doctorando en Ciencias Sociales del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), Argentina. Fue investigador de la Universidad Pedagógica Nacional y del Sistema Universitario de Investigaciones de la Universidad Autónoma de Colombia. Autor del libro Ciudad y narrativa: representación de la figura del sicario en las novelas Las muertes ajenas de Manuel Mejía Vallejo, El cielo que perdimos de Juan José Hoyos, La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras de Jorge Franco Ramos (2008). En la actualidad se desempeña como director del programa de Periodismo de la Fundación Universitaria INPAHU.


Infierno en la eterna primavera: acercamiento a la novelĂ­stica de juan josĂŠ hoyos


Infierno en la eterna primavera: acercamiento a la novelística de juan josé hoyos

FREDY LEONARDO REYES ALBARRACÍN

Bogotá d.c., Colombia


Dr. Hernán Linares Ángel Presidente de la Fundación Dra. María Paula Linares Venegas Canciller Dra. Myriam Velásquez Bustos Rectora Ing. Jesús Antonio Peñaranda Bautista Vicerrector Académico (E) Dr. Jorge Humberto Rodríguez Martínez Vicerrector Administrativo Dra. Francesca Rivera Londoño Vicerrectora de Bienestar Universitario Dr. José Manuel Alarcón Villar Decano Facultad de Comunicación, Información y Lenguaje

Infierno en la eterna primavera: acercamiento a la novelística de Juan José Hoyos 1ª edición, 2010

Dirección editorial: Fredy Leonardo Reyes Albarracín Diseño y diagramación: Roberto Alejandro Morales Rubio Diseño de carátula e ilustraciones: Giovanni Parada Patiño Producción: Centro de Producción de Artes Gráficas, INPAHU Con el apoyo de la Facultad de Comunicación, Información y Lenguaje de la Fundación Universitaria INPAHU. Prohibida la reproducción total o parcial (electrónica, química, mecánica, óptica, de grabación o de fotocopia) sin previa autorización por escrito de la Fundación Universitaria INPAHU. Derechos de edición reservados en lengua española para todo el mundo. ISBN: 978-958-8657-04-2 Impreso en Colombia - Printed in Colombia Copyright © 2010


Antes era válido acusar a quienes historiaban el pasado, de consignar únicamente las «gestas de los reyes». Hoy día ya no lo es, pues cada vez se investiga más sobre lo que ellos callaron, expurgaron o simplemente ignoraron. «¿Quién construyó Tebas de las siete puertas?» pregunta el lector obrero de Brecht. Las fuentes nada nos dicen de aquellos albañiles anónimos, pero la pregunta conserva toda su carga.

CARLO GINZBURG El queso y los gusanos

***

Y cuando, andando el tiempo, habréis descubierto todo lo descubrible, vuestro progreso no será más que un progresivo alejamiento de la humanidad. Entre vosotros y la humanidad puede abrirse un abismo tan grande que a cada eureka vuestro correréis el riesgo de que os responda un grito de dolor universal. BERTOLT BRECHT Vida de Galileo


agradecimientos

En este trabajo es posible identificar aquello que Edgar Morin –retomando a Holton y a Sócrates–, reconoce como el thémata y el daimon, es decir, aquella idea obsesiva y aquel demonio que me persiguen, “porque ellos nos poseen mientras no comprendamos que son nuestras fuentes vivas”. Sin duda alguna el narcotráfico, el sicariato, la ciudad, la muerte y la vida, temas anudados a mi afición por el género negro como expresión literaria y cinematográfica, forman parte de las inquietudes que me motivaron a realizar este trabajo. En consecuencia, agradezco a los profesores y amigos Fernando Iriarte Martínez, Luz Mary Giraldo y Fabián Alberto Ramírez por su complicidad en tantas tardes que pasamos compartiendo lecturas, sospechas y proyectos. A mis padres, hermanos y tíos por su apoyo incondicional. Y, finalmente, agradezco a Ana Milena por su amor inconmensurable y sus susurros de aliento, su fe en mí me da la fuerza para continuar.


ÍNDICE

Página

PRESENTACIÓN

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PRÓLOGO

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INTRODUCCIÓN

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CAPÍTULO I LA CRISIS DE LA FAMILIA

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La organización familiar antioqueña La transformación de la institución familiar La descomposición de la tradición: el que peca y reza... empata

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La familia como esperanza social

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CAPÍTULO II EL CRIMEN COMO MANIFESTACIÓN SOCIAL DE LO URBANO

57

Crimen y ciudad El crimen como elemento transformador de la ciudad

32 35

58 65


Página

CAPÍTULO III RECORRIDOS POR LA CIUDAD DE MEDELLÍN Relación ciudad y literatura

91

A la deriva por la ciudad

94

Redes de afecto por Medellín Recorridos de muerte por Medellín

99 107

CAPÍTULO IV ENTRE EL CAMPO DE PODER Y EL LITERARIO

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93

La relación entre el autor y la obra Marginalidad y muerte El despiste de lo autobiográfico Un campo... tres frentes

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CONCLUSIONES

147

BIBLIOGRAFÍA

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124 129 144


PRESENTACIÓN

C

oncomitante a los retos académicos e investigativos que INPAHU se trazó en su Proyecto Educativo Institucional, me complace compartir con la comunidad universitaria y académica Infierno en la eterna primavera: acercamiento a la novelística de Juan José Hoyos, título que materializa las proyecciones de una institución convencida de que la calidad en los procesos formativos y educativos encuentra en la producción docente el mejor reflejo de lo que somos, de lo que estamos haciendo y del compromiso que tenemos frente a una sociedad inmersa en complejas realidades sociales. Más allá de los prestigios y reconocimientos que se puedan alcanzar en los ámbitos académicos, intelectuales o científicos, la producción y difusión de los hallazgos investigativos deben entenderse como un acto de responsabilidad. Los momentos que vivimos son aciagos, y nuestra misión como entidad formadora no puede ser otra que aportar estudios que contribuyan a la reflexión. 11


El trabajo del profesor Fredy Leonardo Reyes Albarracín de la Facultad de Comunicación, Información y Lenguaje, tiene como punto de partida la relación entre ciudad y violencia, para ahondar en la obra del periodista y escritor antioqueño Juan José Hoyos sobre la ciudad de Medellín, dando cuenta, entre otros aspectos, de la crisis de la familia en el complejo cultural antioqueño, así como del crimen como una manifestación social de lo urbano. El último título, es una compilación de artículos de carácter investigativo, cuyas temáticas pendulan entre subjetividades y saberes, teniendo como hilo conductor la comunicación. Anota el autor: las obras de Juan José Hoyos constituyen el umbral de una literatura que brindan luces en torno a unas nuevas formas delictivas y de violencia urbana, enmarcadas en la consolidación de un mafia relacionada con el tráfico ilícito de narcóticos y contrabando. El lanzamiento de este estudio (re)afirma el compromiso de INPAHU por promover miradas científicas, reflexivas, críticas y creativas como base para propiciar diálogos permanentes con pares y comunidades académicas. Sin más preámbulos, entonces, ponemos a disposición de ustedes este arduo y satisfactorio esfuerzo de nuestros profesores.

Myriam Velásquez Bustos Rectora Fundación Unviersitaria INPAHU

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PRÓLOGO

I

nfierno en la Eterna Primavera: acercamiento a la novelística de Juan José Hoyos es, quizá, el estudio más completo que hasta ahora se haya presentado sobre la obra literaria del reconocido cronista antioqueño. Es un trabajo analítico serio, riguroso en la pesquisa bibliográfica y proverbial en cuanto a la relación entre literatura y ciudad. Me atrevo a afirmar que el interés del autor por esa relación entre literatura y ciudad comenzó hace un par de años con la provocadora cátedra de «Literatura y ciudad», propuesta por la poetisa, ensayista y profesora Luz Mary Giraldo; desde entonces, los viajes del autor como transeúnte por la ciudad laberíntica tienen sentido evocador. Las calles, parques o lugares simbólicos forman parte de la memoria urbana, construida como una inmensa red tejida por sabores, olores, ruidos e imágenes que en una filigrana detonan la nostalgia, la pertenencia o el vacío. La literatura registra en la mirada de sus personajes una múltiple dimensión de la ciudad que pervive en el papel y salva al lector transeúnte del vacío producto de la crisis 13


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de sentido, cuando nota que su entorno de representación urbana fue destruido y construido en su ausencia. En este estudio el autor analiza dos novelas del maestro en crónica Juan José Hoyos: Tuyo es mi corazón, enmarcada en la década del sesenta, y El cielo que perdimos, ubicada en la segunda mitad del año 1978. Una mirada sagaz a una obra inexplorada por la crítica literaria colombiana, que ofrece en su narración el proceso de transformación de las instituciones verticales en la vida de los antioqueños. Sus personajes viven la crisis de sentido de la familia, la iglesia y la ciudad, esta última como espacio arquitectónico que crece con voracidad y engulle todos los grupos sociales. La narrativa de Juan José Hoyos hace parte de la geografía literaria inexplorada de nuestro país, que da luces sobre los procesos de crecimiento poblacional y urbanístico en Medellín durante las décadas del sesenta y setenta. Las dos novelas que eligió el autor reflejan un momento histórico de crecimiento y velocidad. Un espacio que exhibe lo “último” y que marcha hacia adelante con afán. Esta transformación arquitectónica, social y cultural es la motivación en la que el autor enfoca su análisis. Rastrea en la propuesta literaria del cronista antioqueño los elementos que se erigen como causa de la lectura que en la actualidad se le traza a Medellín. De ahí que no sea una preocupación la temática del sicariato o el surgimiento de los “combos” en las comunas. Por el contrario, se realiza una lectura crítica de la institución familiar en la vida cotidiana de los antioqueños que residen en Medellín; la flexibilización de la culpa en la segunda generación de migrantes y, en ellos, el permanente afán por encontrar la felicidad en la solvencia económica. El primer capítulo del análisis abarca la crisis de la familia en la organización social antioqueña. El autor es transeúnte vigilante; recorre las páginas de la obra literaria de Juan 14


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José Hoyos en compañía de perspectivas que desbordan el marco del análisis literario para abrevar de la sociología y la antropología. De ahí la importantísima referencia al clásico estudio de Virginia Gutiérrez de Pineda sobre la transformación de la familia nuclear. En ese contexto, los valores arraigados durante décadas en el complejo cultural entran en crisis cuando la violencia entre los dos partidos modificó la dinámica de los roles del hombre y la mujer al interior del grupo familiar. El análisis que traza el autor sobre la obra de Juan José Hoyos, rescata la visión esperanzadora de la estructura nuclear en la familia como una estrategia para darle solución a la problemática social que vive la ciudad. El análisis continúa explorando el crimen como “una manifestación social de lo urbano”, es decir, el crimen como elemento transformador de la ciudad, una lectura analítica de Medellín a través de los actos criminales. Vale la pena recordar que el periodista Juan José Hoyos, maestro de la crónica, fue un transeúnte “insomne” que deambulaba la ciudad en sus rincones más inhóspitos; allí reconoció la estridencia de la muerte, y en sus calles y avenidas leyó la ciudad escrita de los que vivieron la utopía del progreso. La ciudad laberíntica, la ciudad del miedo, tuvo su génesis en la oleada migratoria durante las décadas del cincuenta y sesenta en plena lucha bipartidista. Medellín fue una “ciudad aldea” que extendió sus fronteras bajo el encantamiento del progreso y el crecimiento industrial; era el espejismo de una vida de comodidad que atrajo a cientos de campesinos que vieron frisados sus sueños en las calles y sus códigos ininteligibles. El crecimiento incontrolado de la ciudad venía acompañado del crimen y el miedo. Expulsados de su terruño y luego de las calles céntricas en la ciudad, encontraron su “arcadia” en las montañas deshabitadas, construyeron una casa tal como la que habían 15


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perdido en su afán por huir para salvarse a sí mismos y a los suyos; levantaron los muros siempre acompañados del huerto y un espacio para los animales; así se extendió la ciudad laberíntica de calles angostas y elevadas escalinatas; una cartografía periférica que representó para aquella generación la ciudad nostálgica que llevaban a cuestas. El análisis se enfoca en la segunda generación que protagoniza los relatos del cronista antioqueño; jóvenes desencantados que reconocen cada rincón de la ciudad y ven en Los Estados Unidos o Canadá la oportunidad para lograr su sueño económico. La segunda generación vive en la ciudad laberíntica donde la calle no es el mejor lugar para el encuentro; inhóspita, estridente, oscura, se alarga en el imaginario de los habitantes como una representación del crimen; de ahí que los enclaves sean la peluquería o el granero como bien lo analiza el autor. A partir de este análisis se rescata la importancia de la novela policíaca en la literatura colombiana. Sobra anotar que el autor es un apasionado del género y buen lector de los clásicos. Relaciona el fenómeno migratorio y, por lo tanto, el crecimiento arquitectónico, industrial y poblacional de la ciudad con el del crimen y el surgimiento de figuras como el detective privado, que ausculta la anatomía descompuesta de las instituciones oficiales. Para el autor la novela es un producto cultural que refleja la visión ideológica del escritor y su compromiso social. Vale la pena recordar que antes de ser novelista, Hoyos fue y será un maestro de la crónica. El análisis sigue transitando por esa relación entre la ciudad y la literatura. Recuerda el autor que el escritor es un ciudadano que navega. Una invaluable experiencia íntima cargada de sensaciones que perduran en la memoria. 16


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Un palimpsesto de sueños y rupturas; nostalgia y realidad. La ciudad se construye y se destruye todos los días, y en su dinámica transita “sonámbulo” el escritor. Una ciudad mediática que también puede recorrerse desde la pantalla del ordenador. En este apartado el autor también recorre la ciudad a través de los personajes de la obra de Hoyos. Se deja llevar un sendero a la deriva para comprender las preferencias culturales de la generación que vibró con el rock o el twist. En su recorrido nunca entendió el descuido que tuvo el novelista antioqueño al no profundizar en sus personajes, elementos trascendentes como la jerga y la estética; el vestuario o la música, significativos de una cultura juvenil que define su realidad social en contraposición al de los adultos. La literatura contribuye a la lectura de una ciudad y de sus habitantes. La ciudad narrada determina una época, y la estética define la manera particular en que fue concebida. Para el autor los adolescentes que protagonizan la primera novela de Hoyos están matizados por el desconcierto, la crisis frente a una ciudad que no ofrece ninguna excusa para vivir. Relaciones que se tejen con temor. Personajes que se detienen en las esquinas con el presentimiento de la muerte. Parafraseando a Richard Sennett es el declive del ámbito público, el cual conduce al recrudecimiento del individualismo y al desentendimiento del otro como actor violentado. La obra literaria da cuenta de la transformación de los valores e idearios del antioqueño que transita Medellín en ese momento histórico. El rastreo de esos cambios sociales en las novelas de Juan José Hoyos es la principal preocupación del autor. Más allá del análisis formal de la obra, su interés avanza en la búsqueda de las causas que generaron los cambios estructurales en los valores familiares, religiosos y económicos de la sociedad de los años cincuenta y sesenta 17


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en la ciudad de Medellín. La ciudad de la “eterna primavera” es mucho más que un conjunto de edificios, calles y avenidas. Es una estructura móvil de representaciones donde a diario los transeúntes construyen sentido. Si bien es cierto que es una ciudad que se construye y destruye todos los días, también mantiene un tejido de evocaciones simultáneas donde conviven todas las generaciones. El tango o el rock, el vallenato o el reguetón; en los centros comerciales o en las céntricas avenidas, cualquier lugar es propicio para la (re)significación. Fredy Leonardo Reyes, transeúnte insomne de la ciudad escrita, caminó la herida abierta que dejaron dos generaciones. Una ciudad que llevarán a cuestas donde quiera que pretendan migrar, al interior de la cambiante anatomía o fuera de la soberanía nacional. Para el autor quedó claro que la producción periodística de Juan José Hoyos supera su obra literaria.

Fabián Alberto Ramírez Hernández

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INTRODUCCIÓN

H

ace un par de años, durante la ejecución de un proyecto en la localidad Rafael Uribe Uribe en la ciudad de Bogotá, tuve la oportunidad de entrevistar a una anciana que estaba a punto de ser desalojada de su vivienda por un problema de salubridad. La anciana, en medio de la más absoluta soledad, se dedicó por más de tres años a recoger toda clase de materiales que usualmente consideramos como basura. Los corredores y habitaciones del inmenso lugar rebozaban de objetos y materiales en desuso, que compartían espacio con el sinnúmero de roedores y bichos que salieron despavoridos de todos los rincones cuando los funcionarios de la Secretaría de Salud del Distrito iniciaron el desalojo. En la habitación principal, la mujer dormía en una cama en la que sobresalía una colección de muñecas envejecidas por el tiempo y el polvo. Al lado de un desvencijado armario, se hallaban varias obras literarias apiladas entre una caja no muy grande. “Los libros me los dejó un hijo antes de 19


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irse”, me comentó la anciana en medio de la agitación que provocó la diligencia. Eran alrededor de cuarenta libros, cuyas carátulas me dediqué a revisar a la espera de poder registrar algunas imágenes del lugar, topándome con la novela de Juan José Hoyos Tuyo es mi corazón (1984)1. De inmediato acudió a mi mente una cantidad de imágenes fragmentadas de una telenovela, que por el año 1985 se había proyectado con un título homónimo. El melodrama lo tenía muy presente, entre otras cosas porque había sido protagonizado por una mujer muy sensual, que cautivó la atención de unos televidentes que se emocionaron viéndola moverse al ritmo del twist de la «Gallinita Josefina». Ambientada con baladas y boleros, recordé que la historia recreaba el mundo juvenil de un muchacho de barrio que se debatía en medio de la crisis que despierta el amor durante la adolescencia. Meses después, durante una conversación en torno a las novelas colombianas que han sido adaptadas para televisión, traje a colación la historia de Juan José Hoyos. Aunque fue muy poco lo que se dijo de Tuyo es mi corazón, pues la mayoría no la habíamos leído, hubo un profesor que destacó la novela de Hoyos, sentenciando de paso el terrible daño que había provocado su adaptación. Dos semanas después terminaba su lectura. Las fragmentadas imágenes de la telenovela, caracterizadas por situaciones de un amor melcochudo que culmina con el consabido happy end, no compaginaron con un relato febril, cuyo protagonista, Carlos, desborda el tema del amor, y se debate en medio de un trasegar agobiante por las calles del populoso barrio de Aranjuez Todas las citas de la novela corresponden a la edición HOYOS, Juan José (1984). Tuyo es mi corazón. Bogotá: Editorial Planeta. 1

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en la ciudad de Medellín. La historia, que se desarrolla a mediados de la década de los sesenta, representa una ciudad en cuyas calles confluyen fenómenos sociales tan complejos como el desplazamiento forzado por causa de la violencia política de los años cincuenta, el contrabando y el surgimiento de nuevas modalidades delictivas relacionadas con el tráfico ilícito de narcóticos. Aún sin digerir la primera lectura de Tuyo es mi corazón, me lancé a la otra novela de Juan José Hoyos sobre Medellín: El cielo que perdimos2 (1990). Esta segunda historia vuelve a presentar la crisis de un personaje y de una ciudad durante el año 1978, donde las acciones delictivas, producto del narcotráfico, desatan un espiral de violencia que corroen los valores sociales y morales de una sociedad cuya idiosincrasia se forjó al crisol de la famosa pujanza antioqueña. El cielo que perdimos es una novela que narra el conflicto que padece Juan Fernando (alter ego de Juan José Hoyos) periodista que es encargado temporalmente de la sección judicial, quien una noche se topa con una mujer que días más tarde aparece asesinada. Hoyos combina la intriga del crimen con los asesinatos que ejecutan miembros de la policía en los barrios populares de la ciudad, que si bien pueden entenderse como parte de lo que representó la expedición del Estatuto de Seguridad durante la administración del presidente Turbay Ayala, tiene como telón de fondo la consolidación de una actividad ilícita (el narcotráfico) que se filtra en todas las esferas de la sociedad antioqueña. Con seis años de diferencia en su publicación, ambas novelas permiten recorrer esa Medellín conocida popularmente como «la ciudad de la eterna primavera», a Todas las citas de la novela corresponden a la edición HOYOS, Juan José (1990). El cielo que perdimos. Bogotá: Editorial Planeta. 2

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través de dos generaciones que tienen la oportunidad de asistir a la transformación que experimenta el escenario urbano; transformación que combina el proceso de industria-lización que históricamente ha caracterizado a la ciudad, con las profundas huellas de violencia y muerte que arrastra la inserción del narcotráfico en el complejo cultural. Ahora bien, las novelas de Juan José Hoyos abordan el tema de la violencia urbana, y como acertadamente lo recuerda María Mercedes Andrade (2002), son muy pocos los estudios que sobre el particular existen, en parte por unos críticos de corte conservador que aún valoran algunas producciones como «pseudoliteratura» (2002: pp.4 – 5)3. A partir de la relación entre ciudad y violencia, me interesó analizar cuatro tópicos –que integran además los cuatro capítulos que presenta el estudio–, que considero fundamentales para comprender la representación que construye Juan José Hoyos sobre Medellín: la crisis de la familia en el complejo cultural antioqueño; el crimen como una manifestación social urbana; los vínculos que los personajes establecen con los espacios y escenarios de la ciudad; y la posición que ocupa el escritor respecto al campo de poder y el campo literario que lo envuelven como sujeto axiológico. Destaco la investigación de María Mercedes, La ciudad fragmentada: una lectura de las novelas del Bogotazo (2002); el libro de ensayos de Fernando Cruz Kronfly, La tierra que atardece (1998), quien habla de “la ciudad como espacio cultural del crimen”; la investigación de Huber Pöppel, La novela policíaca en Colombia (2001), toda vez que este tipo de literatura tiene como eje central el crimen, el cual se desarrolla en esencia en la ciudad; y el estudio de Luz Mary Giraldo, Ciudades escritas (2000), el cual analiza el tema a partir de tópicos como la marginalidad, la exclusión social y la visión apocalíptica que caracteriza especialmente a los narradores más recientes. 3

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Sobre el primer tópico, la estructura familiar antioqueña –analizada especialmente por la antropóloga Virginia Gutiérrez de Pineda en el libro Familia y cultura en Colombia (1968)–, posee unas características muy particulares que la diferencian de otros complejos socioculturales colombianos, destacándose la fuerte influencia que ejerce la religión católica en todos los estamentos de la comunidad. Sus valores morales se sustentan en la triada religión, familia y economía, la cual estimula en el individuo un comportamiento flexible a la hora de conseguir dinero, puesto que toda actividad económica que resulte lucrativa es asumida como acción bendecida por la providencia. Ese comportamiento elástico conduce a que no exista ningún inconveniente cuando es necesario transgredir los canales culturales legitimados para la obtención de riqueza. La Medellín de Juan José Hoyos es la de los inmigrantes y desplazados que llegan a la ciudad huyéndole a la violencia rural de los años cincuenta; es la ciudad evocada desde calles y lugares gratos, pero escenarios que no pierden su connotación de marginalidad y de exclusión; es la ciudad en la que la que aflora el contrabando, el narcotráfico y la inmigración hacia el exterior como posibilidades reales para que el sujeto antioqueño pueda satisfacer unas expectativas económicas individuales, además de salirle al paso a las presiones que el mismo complejo cultural impone para que el sujeto cumpla unas metas basadas en el éxito económico. En lo que se refiere al crimen como manifestación social de lo urbano, a través de los actos criminales, sobre todo el homicidio, se devela la mutación de unos escenarios que poco a poco se tornan como una expresión más de la violencia que comienza a definir a la ciudad. De la primera página de Tuyo es mi corazón a la última página de El cielo que perdimos, se asiste a la lamentable degradación social de Medellín, donde la muerte se presenta en distintas 23


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facetas y manifestaciones, permitiendo distinguir entre los homicidios que una noche de excesiva celebración dejó el triunfo del equipo de fútbol preferido y unas formas de matar que introduce la mafia, matizadas por un desprecio total del cuerpo y de la condición humana. Los principales referentes teóricos que me permitieron trazar un enlace entre el acto criminal, la mafia y el poder los extraje de los estudios de Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas (1980), Hans Magnus Enzensberger, Política y delito (1966) y Eric J. Hobsbawn, Rebeldes primitivos (1959). En torno a los vínculos que los personajes entablan con los escenarios urbanos, se destaca el esfuerzo del escritor antioqueño para que en sus historias primen unas relaciones afectivas que terminan convirtiéndose en el punto desde el cual se reivindica la ciudad. Esas relaciones de afecto son las que llevan a Juan José Hoyos a reclamar a la ciudad como situs, aunque sus personajes anden a la deriva, y la ciudad esté siendo devorada por esa caja de Pandora que representan la inserción de actividades ilícitas en la dinámica sociocultural de la ciudad. Ese recorrido por la ciudad parte del estudio de Luz Mary Giraldo, Ciudades escritas. Literatura y ciudad en la narrativa colombiana (2000), pasa por los trabajos sociológicos de Isaac Joseph, El transeúnte y el espacio urbano (1988) y Richard Sennett, Carne y piedra (1997) y se extiende a los ensayos de Fernando Cruz Kronfly, reunidos en el libro La tierra que atardece (1998). En la última parte, el análisis sitúa a Juan José Hoyos respecto al campo de poder y el campo literario que lo ciñen como periodista y escritor, en el entendido que la obra literaria, como artefacto cultural, no puede asumirse sólo como un producto estético que está desligada de las circunstancias sociales y culturales desde las cuales se gesta. Desde los conceptos de campo y habitus que trabaja Pierre 24


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Bourdieu en Las reglas del arte (1995), puedo comprender a un escritor que se ubica en el campo intelectual para transitar entre el periodismo y la literatura, cuya frontera se diluyen cuando el escritor introduce en el relato literario, especialmente en la segunda novela, aspectos propios del ejercicio y de la narrativa periodística. En ese mismo sentido, Juan José Hoyos es un escritor que, alimentado por reconocidos cronistas ( John Reed, Gay Talese, Truman Capote, Norman Mailer, Oriana Fallaci, entre otros) y por las narraciones orales, se distancia de las reglas imbricadas con unas tendencias literarias que caracterizan a los escritores de su generación. Finalmente, en principio la investigación pretendió efectuar un análisis de transposición entre la novela Tuyo es mi corazón y los libretos para televisión, pero las políticas de la compañía Caracol Televisión, dueña de los derechos, lo impidieron, negándome el acceso a los libretos. Sólo me permitieron observar algunos de los capítulos en medio del mayor sigilo. Ese análisis hubiese sido muy interesante, ya que sigo convencido que los libretos elaborados por la exitosa Martha Bossio de Francisco, filtraron toda esa conflictiva social que precisamente enriquece la novela de Hoyos. Por lo demás, aún me seduce el ponderar una novela creada por un hombre, pero adaptada por una mujer.

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Hoy estamos conmovidos por la muerte de ese joven. Sin embargo, a unas cuadras de aquí, esta muerte ya no le preocupa a nadie. Y dentro de una semana, con excepción de su familia y sus amigos, ya nadie se acordará de él. Ni siquiera las autoridades que, de acuerdo con la ley, tienen la obligación de investigar estos crímenes. Juan José Hoyos



CAPÍTULO I

LA CRISIS DE LA FAMILIA

C

omprender las transformaciones que experimenta la institución familiar en la narrativa del escritor Juan José Hoyos, implica entender las características que definen a la institución en el complejo cultural antioqueño, así como los cambios que experimenta su estructura en las últimas décadas, producto de fenómenos como la violencia bipartidista o las políticas macroeconómicas, factores que transmutan los roles que en la estructura familiar desempeñan hombres y mujeres. El primer aspecto se constituye en un ejercicio imprescindible, puesto que las dos novelas representan a la familia antioqueña, la cual posee elementos muy particulares que la diferencian de otros complejos culturales colombianos. En cuanto al segundo aspecto, los estudios demuestran que, especialmente, los modos de producción económica y la violencia política de los años cincuenta se constituyen en factores que transforman los roles de hombres y mujeres, distanciándolos de los patrones tradicionales. 29


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La organización familiar antioqueña En el libro Familia y cultura en Colombia (1968), la antropóloga Virginia Gutiérrez de Pineda1 –una de las pioneras en el estudio de la estructura de la familia en el país–, identifica un aspecto esencial al interior de la cultura antioqueña: los fuertes vínculos que la religión católica establece en todas las esferas sociales que integran el complejo cultural. Los valores que proyecta la religión se constituyen en el punto central de la cultura, porque allí convergen todos los estamentos de la comunidad, convirtiéndose en el principal elemento identitario, que, incluso, desplaza a la lengua (pp. 275). En las distintas relaciones que los valores morales religiosos establece con las dinámicas socioculturales, resulta imprescindible destacar dos aspectos básicos: primero, como en el complejo cultural antioqueño se instituye la triada religión, economía y familia, en la cual hombres y mujeres trazan sus metas individuales y colectivas; segundo, la proyección que la cultura imprime en los roles que deben desempeñar hombres y mujeres. Frente al primer aspecto, sostiene Gutiérrez de Pineda que esa férrea moral antioqueña forjada en la tríada, torna el comportamiento del individuo flexible a la hora de adelantar un negocio o cualquier actividad productiva, puesto que la misma se asume con una profunda convicción, y como práctica salvadora designada por la providencia. Es tan profunda la convicción, que el antioqueño considera que toda actividad lucrativa es bendecida por Dios. En tal sentido, la antropóloga recoge algunas de las frases que con frecuencia circulan, y que reflejan perfectamente esa elasticidad moral en relación con la proyección económica: Es pertinente anotar que si bien el estudio se realizó en la década del sesenta, los resultados obtenidos por la antropóloga permiten comprender dos historias recreadas precisamente en esa época. 1

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“Consigue plata, hijo mío, consíguela honradamente, y sino... consigue plata, hijo mío”; “Disponer de dinero es importante, propio o ajeno es secundario”; “Sabiduría que no da plata, es música que no suena” (1968, 293). Los valores morales de la religión católica funcionan, entonces, como un apoyo fundamental para que el antioqueño emprenda cualquier actividad que acarree un beneficio económico. Ahora, es claro que ese comportamiento elástico conduce a que no exista inconveniente alguno cuando se requiera trastocar los canales culturales legitimados en la obtención de dinero, desinhibiendo al sujeto al momento de buscar otros medios para la realización económica (1968: pp.302 – 303). Aunque el estudio no lo mencione, resulta evidente que contemplar procedimientos divergentes a los legitimados por la cultura, encierra actividades tanto lícitas como ilícitas. Lo anterior está ligado con esa proyección que el individuo antioqueño hace del dinero, el cual registra una función muy dinámica al interior del complejo; lejos de la seguridad que representa, se parte del principio de que el dinero se adquiere para gastarse, constituyéndose en una expresión real de poder (1968: pp.308). Esa funcionalidad, presente en otros complejos culturales, está conectada a las lógicas del consumo propias del modo de producción capitalista. A pesar que la representación en torno al dinero no varía respecto a otros complejos culturales, los modos para su obtención sí están sujetos a las condiciones socioeconómicas de una población que asume en sus prácticas cotidianas actividades económicas distintas a las legalmente instituidas para poder alcanzar el ideal de éxito y triunfo. Un segundo aspecto a destacar radica en la imagen que de hombre y mujer erige el complejo cultural. Este aspecto es una de las claves para entender la crisis de una sociedad que mostraba como principal meta el matrimonio y la 31


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procreación. La imagen en torno al hombre se estructura a través de los roles del soltero, el religioso y el padre de familia, mientras la imagen de la mujer se proyecta a través de los roles de madre, solterona, religiosa y prostituta (1968: pp.314). Para efectos del análisis, es importante acotar que los principales cuestionamientos se concentran en los roles femeninos, puesto que la integridad moral y la virginidad física de la mujer durante su soltería se configuran como garantías y condicionamientos irremplazables para el matrimonio. Evidentemente, manifestaciones como la homosexualidad, las madres solteras, la prostitución o el concubinato provocan un fuerte rechazo por parte de toda la comunidad, conduciendo a las mujeres a su exclusión o, más inaudito aún, a salidas trágicas como el suicidio. Sobra decir que el rol de la madre está asociado a la tutela del hogar, concentrando la autoridad y administración del mismo.

La transformación de la institución familiar Como sujeto y objeto, la familia está a merced de constantes transformaciones, enmarcadas también en los cambios que experimenta la sociedad a través de factores tan disímiles que van desde dinámicas sociales complejas como el proceso de migración, desplazamiento y urbanización que el país experimenta en la segunda mitad de siglo XX (atribuidos, fundamentalmente, a la violencia política de los años cincuenta y a la fase de industrialización por la vía de la sustitución de importaciones), pasando por problemas macroeconómicos que para los años sesentas y setentas experimenta el país, hasta la implementación de nuevos instrumentos jurídicos que afectan de un modo u otro las formas tradicionales de la organización familiar2. La Ley 1ª de 1976, por ejemplo, introduce en el marco jurídico colombiano nuevas causales de divorcio. El consumo habitual de alcohol o de sustancias alucinógenas, entre otros factores, se convierte en motivo para que uno de los cónyuges solicite la nulidad del vínculo matrimonial. 2

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Las transformaciones, que implican una (re)configuración en las relaciones de poder y en una mutación de los roles que desempeñan hombres y mujeres, están determinadas, además, por uno modos de producción que provocan cambios en la estructura familiar de acuerdo con las condiciones socioeconómicas3. Dentro de las principales transformaciones analizadas por los investigadores, quisiera destacar tres que resultan muy pertinentes para el análisis literario: la ruptura y recomposición conyugal; los hogares monoparentales; la reducción en las tasas de fecundidad. Los tres fenómenos envuelven una crisis en cuanto a los roles que tradicionalmente desempeñaban hombres y mujeres, donde el primero se especializa en ser el proveedor y la segunda en cuidar el hogar. La economía familiar poco a poco se convierte en una responsabilidad compartida, con dinámicas que registran la salida de la mujer de la esfera doméstica y su incursión al mercado laboral. Lo anterior implica un vacío, porque, como bien lo anota Ana Rico de Alonso (1988), su salida no ha sido remplazada; por el contrario, las circunstancias socioculturales la han convertido en la figura en la cual se sustenta el hogar, aunque reparta su tiempo entre la responsabilidad del mismo y el cumplimiento de los compromisos laborales. Lo anterior también involucra un cambio en el rol que cumple el hombre como la cabeza de la institución familiar. A diferencia de los abuelos, que consideraban que la ausencia del padre representaba la destrucción del hogar, las familias contemporáneas Al respecto, consultar los estudios adelantados por las investigadoras Mónica Zuleta y Gisela Daza Navarrete en torno al tema de “Familia, socialización y violencia”, adelantadas en el Departamento de Investigación de la Universidad Central de Bogotá en el año 1999. El trabajo está sustentado en 120 historias de vida de personas en la ciudad de Bogotá, pertenecientes a cuatro estratos socioeconómicos, clasificados por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). 3

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permanecen. Ello está sujeto a una legislación que, consecuente con proteger los derechos de las mujeres y de los hijos, convirtió a la paternidad en función externa regulada por el derecho (Daza, 1999: pp.30). La conyugalidad también entra en crisis en el momento en que la función sexual deja de estar ligada exclusivamente a la procreación. La crisis es generada por una mayor significación de la sexualidad, donde su gratificación no requiere ni convivencia ni legalidad de la unión; pero, además, existe una (re)valoración de la maternidad, expresada en una disminución en el número de hijos, en el incremento de parejas que deciden tener un solo hijo y en el incremento de parejas que deciden no concebir4 (Rico de Alonso, 1988: pp.112 – 113). Siendo el punto de crisis y de transformación la relación conyugal, para muchos investigadores otro aspecto esencial radica en la disminución de la familia nuclear (padre, madre e hijos) como el tipo de estructura tradicional, dando paso a otras tipologías, en especial la familia con un solo progenitor y la familia extendida, integrada por otros parientes (Rico de Alonso: pp.113)5. Ahora, si bien es cierto que los fenómenos de violencia y de crisis económica se constituyen en factores decisivos para la transformación de la familia, no se puede pasar

Ana Rico de Alonso recuerda en su estudio que los índices de fecundidad han disminuido, en más de la mitad, el número medio de hijos por mujer, pasando de 7.4 en 1964 a 3.05 en 1993 (1988: 115). 4

El artículo de Christine Castelin – Meunier “De la complejidad de los nuevos lugares parentales” (1999) presenta algunos hitos que resultan de interés a la hora de comprender algunas de las características de la familia que se sustenta en la relación conyugal y en la procreación. En tal sentido, remite el tema de la reproducción y de la sumisión femenina al siglo XII, cuando el derecho canónico se impone sobre la vida, privada, consagrando el matrimonio religioso. 5

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por alto la fuerte influencia de los movimientos sociales de los años setenta, que generaron un reconocimiento de las mujeres como sujetos de derecho. Ese reconocimiento modificó el rol de la mujer, pues ya no sólo fueron esposas y madres, también pudieron (re)definir sus proyecciones e ideales, decidiendo en aspectos antes restringidos como la procreación; esa autonomía también las condujo a asumir responsabilidades económicas (Castelin, 1999: pp.90).

La descomposición de la tradición: el que peca y reza... empata Los elementos socioculturales que identifican al complejo cultural antioqueño, como las dinámicas que modifican a la institución familiar están presentes en la narrativa de Juan José Hoyos. En la novela Tuyo es mi corazón la crisis de la institución familiar está representada por las transformaciones que se registran en los roles que desempeña la mujer. A través de las reflexiones del personaje principal, Carlos, un adolescente que habita en el populoso barrio Aranjuez de la ciudad de Medellín, Hoyos recrea las particularidades de una comunidad que se desenvuelve, entre otros aspectos, por las tensiones existenciales propias del universo juvenil. En ese escenario queda planteada la interrelación entre los jóvenes, donde se yuxtaponen las costumbres sociales y los valores morales que impone la iglesia; las costumbres sociales están dadas por rituales culturales de origen campesino que guardan una tradición que se resiste a sucumbir ante el empuje de la ciudad: “El ritual consistía en que el muchacho, los primeros días, solamente podía visitar a la muchacha en la puerta de la casa. Se pasaban las horas conversando, sentados en el quicio, sin trasponer jamás los límites del santuario paterno. La entrada era una ceremonia formal en la que el muchacho conversaba con el suegro, en la sala de la casa, y explicaba sus intenciones. La

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solicitud presentada ante el padre a lo largo de la charla, era llamada así, con esas palabras: pedir la entrada. La pedida de la entrada era una de tantas costumbres de origen pueblerino que las gentes de los barrios trataban de mantener aún en pie, por encima de todas las vicisitudes” (1984: pp.155).

Un primer conflicto que representa Juan José Hoyos está en la fuerte injerencia de la religión en las relaciones que construyen los jóvenes, matizada por los sentimientos de culpa y miedo que despierta. En una de las escenas más dramáticas de la novela, Carlos narra la noche en que, junto con su amigo Diego, visita la casa de Miriam y su hermana. La escena sugiere una tranquila noche romántica que transcurre al ritmo de la melodiosa voz de Charlie Figueroa. La hermana de Miriam y Diego terminan besándose en la sala de la casa. En apariencia la situación que describe Hoyos no es cosa distinta que un registro bastante inocente de las sensaciones que vive cualquier adolescente que se siente enamorado; no obstante, la escena es el comienzo de una tragedia que culmina con el suicidio de la hermana de Miriam, quien ingiere veneno cinco días después de tener relaciones sexuales con Diego. El narrador culmina el episodio detallando como Miriam encuentra una carta en la que su hermana explica las razones de su acto: “En ese momento, a siete cuadras de la cancha, Miriam entró a la pieza de su hermana. Quería estar sola un momento. En la sala la gente rezaba un rosario. Destendió la colcha para recostarse en la cama. Pasó las manos por debajo de la almohada. Entonces, sintió el papel. De un salto se sentó. Luego prendió la luz. En el papel había una carta. Era una hoja de cuaderno arrancada de afán. Estaba escrita con un lápiz. La letra era inconfundible. Miriam la leyó, frase por frase.

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Cuando acabó, supo que nunca iba poder olvidar esas palabras. Supo que iba a vivir atormentada por ellas el resto de la vida. Enseguida rompió el papel en trocitos muy pequeños. Los puso encima de la cama. Después apagó la luz y se los comió” (1984: pp.122).

La situación se vuelve a repetir más adelante, cuando Carlos corteja a otra muchacha del barrio por la que se siente fuertemente atraído. Toda la magia de seducción, que se desenvuelve sin contratiempo alguno, se rompe cuando entre los dos se registra un roce de caricias. El impacto que la situación provoca en la muchacha es tan fuerte, que termina con una crisis nerviosa e internada en una clínica de reposo. Lo que resulta interesante es que ambos ejemplos permiten vislumbrar la manera como se aplica ese valor moral que obliga a las mujeres a conservarse puras física y espiritualmente antes y después del matrimonio. Su trasgresión, que culmina en tragedia, cobija ese sentimiento de culpa que impone la cultura a las mujeres en su comportamiento sexual y afectivo. Pero Hoyos también representa la otra cara de la moneda, es decir, la mujer que transgrede el valor moral sin que ello motive un traumatismo individual. El ejemplo específico en la novela se encuentra en los personajes que integran la familia del carbonero. Éste es un sujeto socialmente marginado, que vende el producto a “señoras muy pobres que aún no habían podido comprar una estufa o un fogón eléctrico y continuaban asando las arepas con maquín y cocinando con carbón” (1984: pp.308). El carbonero vive con su mujer y sus hijas, entre la que se destaca Salomé. El narrador cuenta la crisis conyugal en el hogar, describiendo a la madre como una mujer liberal, frecuentada por distintos hombres y que inculca en sus hijas valores distintos a los tradicionales, que, no obstante, no resultan excluyentes a las metas trazadas por la cultura, relacionadas 37


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con el dinero y la prosperidad económica. La trasgresión, entonces, va más allá del ámbito sexual, y cobija otro elemento sustancial del rol femenino, que encierra, además, un mecanismo transformador de la institución familiar: la autonomía que adquiere la mujer para tomar y asumir decisiones propias. La mujer del carbonero decide salir con otros hombres que “llegaban hasta la casa con tranquilidad, pitaban y... volvían con ella a las nueve o diez de la noche” (1984: pp.309); las mayores, por su parte, trabajan “en una fábrica de confecciones” (1984: pp.309); y Salomé, la hija intermedia, se retira del colegio para salir con distintos individuos, entre ellos un tipo que “había conseguido plata con el contrabando y con otros negocios paralelos que tenía en Buenaventura” (1984: pp.309). El escritor no entra en detalles del choque que al interior del complejo cultural pudo causar la inserción de la mujer al mercado laboral o el impacto que entre la comunidad puedo generar que una mujer casada salga con distintos hombres, limitándose a mencionar que en torno a la familia del carbonero se levantaron rumores. El narrador, sin embargo, profundiza en el personaje de Salomé, mostrándola como una mujer cuyas decisiones, autónomas y en apariencia liberadoras, la recrean como un ser que cambia su condición marginal por el dinero y la incertidumbre. La intención de Hoyos es mostrar que la autonomía y determinación que tiene Salomé para escoger al hombre con quien quiere estar, está mediada por los intereses económicos que buscan sacarla de la pobreza. Por ello, en el último diálogo que sostiene con Carlos, afirma que “…no hace falta querer a un hombre para estar con él” (1984: pp.385), rematando la conversación con el argumento de que “ya no sería capaz de vivir en la casa... Odio la pobreza” (1984: pp.385). A través del personaje 38


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de Salomé, el escritor plantea la crisis de la institución familiar, pues en el afán por conseguir la prosperidad económica, hombres y mujeres se inmiscuyen en distintas actividades tanto lícitas como ilícitas. Reitero que esas decisiones están vinculadas a las mutaciones en los roles de la mujer antioqueña que refiere el escritor, y que también se manifiestan en el desdeño que ellas comienzan a mostrar al rechazo social que despertaba el expresar en público sus sentimientos. Al respecto, el narrador describe a Miriam como “una de esas mujeres que no le temía al ridículo. No sentía pena de cantar, feo o bonito, siguiendo la melodía de un disco que le gustaba. Era como una explosión. Además, no le importaba que la gente se diera cuenta que le estaba dedicando a alguien la canción” (1984: pp.93). Ahora bien, paralelo al desarrollo de la novela, Juan José Hoyos describe en la narración prácticas individuales y colectivas que caracterizan a la cultura antioqueña respecto a la tradición católica, exponiendo hábitos, costumbres y creencias que, al formar parte de las representaciones sociales, se replican en cada una de sus esferas. No obstante, el escritor sugiere que algunas de estas tradiciones son parcialmente amenazadas cuando los medios de comunicación, sobre todo los programas radiales, comienzan a imponer en las culturas juveniles nuevas narrativas y prácticas sociales que, poco a poco, modifican comportamientos y (re)dimensionan los espacios de socialización. “– Sí. Antes había otra emisora que se llamaba Eco de la Montaña, donde ponían música vieja, boleros, rancheras, y transmitían el rosario todos los días a las seis de la tarde. A mí me gustaban los boleros. A las seis, paraban la música para rezar... –¿Verdad?–

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Sí. También por la mañana pasaban el rosario de la aurora. Juanita sonrió, complacida con la historia. – Cuando quitaron el rosario y cambiaron el nombre de la emisora para pasar música de la nueva ola, hubo gente que protestó. – ¿Quiénes? – preguntó Juanita. – Por ejemplo – dijo Carlos – hubo un cura que se puso muy bravo: el padre Fernando Gómez Mejía, que tiene La Hora Católica, todos los domingos, en Radio Visión, ahí al lado. Pero le contestó Miguel Zapata Restrepo, en el radioperiódico Clarín, también de Radio Visión, defendiendo la cosa y diciendo que ya no estábamos para rosarios. – Y ¿qué decía el padre?– Decía que el rosario de Ecos de la Montaña lo oían hasta los choferes de Medellín. – Mi mamá todavía me hace rezar el rosario de vez en cuando – confesó Juanita –. Dice que familia que reza unida permanece unida” (1984: pp.160).

Ello no envuelve en principio una modificación sustancial en los valores que la religión traza y que fundamentan al complejo cultural, pero sí implica el surgimiento de una geografía urbana distinta que permite que los jóvenes (re) establezcan puntos de encuentro y socialización. En tal sentido, el granero (que puede entenderse como la típica tienda de barrio), los teatros y las peluquerías se erigen como lugares donde los jóvenes despliegan nuevos hábitos que la industria cultural introduce: “La peluquería era uno de los sitios obligados del barrio. Por el frente pasaban los buses del centro. Los pelados hallaban sosiego por las tardes leyendo a veinte centavos revistas de aventuras que alquilaba el viejo del coco y las velitas. Con la cabeza metida entre muñecos de Tarzán, Mandrake o Superman, los pelados se pasaban las horas sentados en una banca larga de madera, junto a la acera” (1984: pp.62).

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Cada uno de ellos se convierte en excusa, porque los jóvenes lo dotan de otra valoración. El granero, entonces, no sólo es el lugar para comprar comida, y la peluquería no sólo sirve para cortarse el cabello; cada uno permite a los jóvenes construir sus propios rasgos de identidad y, a partir de allí, (re)significar el amor, la sexualidad, las relaciones de pareja y su rol al interior de la familia. En la segunda novela, El cielo que perdimos, Juan José Hoyos acentúa el tema de la crisis familiar, enfocando la reflexión del personaje principal, Juan Fernando, redactor de un periódico de la ciudad de Medellín, al conflicto conyugal. La novela recrea tres relaciones matrimoniales que reflejan los problemas que afronta la institución familiar para la década de los años setenta. El primer matrimonio está integrado por el personaje principal, Juan Fernando, y Sara, “una típica mujer joven y profesional” (1990: pp.85), con un fuerte compromiso frente a su actividad laboral, que, al igual que a Juan Fernando, la esclaviza “con una increíble facilidad” (1990: pp.85). Ambos personajes son descritos por el narrador como sujetos independientes y autónomos, que propenden por un respeto a los espacios y decisiones que cada uno asume en relación con el otro. El narrador presenta un matrimonio ausente de una representación de poder, donde las decisiones que inciden de manera directa en el hogar se adoptan por consenso. El principal conflicto que se desata en torno a esta primera relación radica en la (re)valoración de los hijos como vínculo matrimonial y sexual. Sara, en ejercicio de su autonomía, decide no concebir. “Para decir la verdad, yo anhelaba en secreto, todos los días, tener un hijo, especialmente desde la muerte del viejo. Casi todo era una obsesión. Sara y yo hablábamos de eso. Tocábamos el tema cuando ella sentía miedo de

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estar en embarazo. Daba siempre la impresión de que hablar de la maternidad le causaba muchas molestias” (1990: pp.83).

Resulta evidente que Juan José Hoyos refleja un conflicto desatado por una (re)significación de la maternidad, la cual confronta una tradición antioqueña cuyas generaciones pasadas contemplaron la procreación como una de las principales metas del matrimonio, y los hijos como una gracia divina que fortalecía el núcleo familiar. En el decir del antioqueño, entre más hijos más bendiciones (Gutiérrez de Pineda, 1968: pp.275). No obstante, el escritor también está interesado en reafirmar la necesidad de presentar a los hijos como sujetos imprescindibles para el mantenimiento de la familia y el equilibrio social. Ello no sólo se expresa en el anhelo que tiene Juan Fernando por tener uno, sino también por la forma como el escritor desarrolla el conflicto de pareja, agregándole a la novela un problema hormonal que le impediría a Sara concebir. Hoyos invierte, entonces, los deseos y el conflicto, sometiendo a los personajes a que vuelvan a (re)significar la vida en pareja, así como la maternidad y la paternidad. La segunda relación está compuesta por Daniel, periodista y abogado que se desempeña en la rama judicial, y Mary, una joven ama de casa que siente que su vida cambia cuando formaliza el noviazgo. La pareja tiene una pequeña niña, quien se convierte en el principal vínculo conyugal. El conflicto que plantea el narrador a través de estos dos personajes radica en el mismo ritual del matrimonio, retratado como un acto castrante, matizado por la infidelidad y la frustración en las proyecciones personales de la mujer. El escritor registra que el origen del conflicto parte de la edad tan prematura en la que se registra el casamiento, achacándolo a una falla que cobija a toda una generación. 42


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“– Me parece que hace mil años que estoy casada... Me miró con una sonrisa triste. Se puso a acariciar el vaso con sus manos. Luego dijo: – ¿No te molesta que te pregunte la edad? – No... Tengo veintiocho años... – Yo tengo veintiséis. ¡Y ya voy a cumplir diez años de matrimonio! – Añadió. No sé qué había en sus ojos cuando lo dijo. Me dolía tanto oírla hablar así... – Yo también me casé muy joven... – Pero no de diecisiete... ¿Por qué todos nosotros cometimos el mismo error?” (1990: pp.78).

Hoyos no crítica propiamente el acto matrimonial, pero sí está interesado en señalar algunas particularidades como “la falta de sexo, antes y después del matrimonio” (1990: pp.79), evidenciando que la sexualidad era “para casi todas las mujeres casadas... un acto sin ilusión” (1990: pp.79). De igual forma, resalta que el casamiento en muchos casos se constituyó en un alivio para la familia de la novia, pues en medio de un número tan significativo de hermanos, que uno de los hijos formara su propio hogar representaba una responsabilidad menos para las madres, encargadas de su crianza. “Nos casamos dos meses antes de los exámenes finales. Mi mamá no dijo nada cuando le conté que me iba a casar. Yo pienso que a lo mejor hasta sintió alivio. En mi casa éramos doce hermanos... Yo era la menor... Cuando nací, mi mamá ya estaba cansada de tener tantos hijos...” (1990: pp.79).

A diferencia de Sara, el escritor antioqueño representa en Mary la carencia existente en muchas mujeres que no pueden asumir su vida con independencia. La salida que el escritor presenta al conflicto está en la ruptura de todos los vínculos dependientes, es decir, la ruptura con la familia que integran padres y hermanos, y la ruptura 43


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con su compañero. Ello complementado con los actos de infidelidad que registra la historia, representada en el fuerte lazo que establecen Mary y Juan Fernando; el vínculo, sin embargo, no llega a consumarse sexualmente. Esta relación sólo se rompe en el momento en que el escritor abre el abanico y plantea que la infidelidad no necesariamente tiene que darse con otro hombre. En el siguiente pasaje, el personaje principal presencia una escena lésbica entre Mary y su mejor amiga, Adriana. La situación se registra cuando Juan Fernando llega de manera imprevista a la casa de la primera6: “En la escalera se oyeron unos pasos. A mí se me heló la sangre cuando ella se dio la vuelta para descender los últimos peldaños. Yo no hubiera querido mirarla, porque no me sentía con fuerzas para hacerlo, pero mis ojos no me obedecieron. No podía mirarla sino a ella. Paso tras paso, Adriana bajó las escalas. La expresión de su rostro era helada. Miraba las cosas como si no existieran. Estaba despeinada y su andar era rígido. Sus piernas parecían movidas por músculos de piedra. Tenía abiertos algunos botones de la blusa. En algún momento pareció darse cuenta pero sus manos no se atrevieron a abotonarlos. La falda todavía no estaba bien ajustada a su cintura y daba la impresión que daba la blusa” (1990: pp.398).

En el estudio ya citado de la estructura y los tipos de familia en Colombia, Virginia Gutiérrez de Pineda plantea que la prostitución y la homosexualidad se constituyen en las dos opciones marginales de escape que permiten al adolescente masculino liberar el impulso sexual reprimido por la contradicción que se presenta entre las normas religiosas y las culturales, donde las primeras, defienden el paradigma de la castidad, mientras las segundas presionan a los jóvenes para que afirmen su masculinidad a través de la sexualidad (288). Lo sugestivo es que la antropóloga no registra casos que permitan colegir relaciones homosexuales femeninas, lo cual se explica por la imagen que de la mujer proyecta el complejo cultural. 6

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El narrador no intenta profundizar sobre el particular, limitándose a reprobarlo cuando, en un diálogo posterior en el que Mary elude el tema, Juan Fernando afirma: “cuando uno se levanta en la mañana, ya están armadas todas las trampas” (1990: pp.403). El tercer matrimonio está integrado por Luis y Laura, personajes que también registran conflictos conyugales muy similares a los descritos anteriormente, agudizados por el excesivo consumo de alcohol por parte de Luis. Lo interesante de esta relación es que es la única en la que hay una ruptura definitiva entre la pareja. El narrador recrea los detalles de la misma a través de las conversaciones que sostiene Juan Fernando con Luis. Laura, como personaje, no tiene ningún desarrollo, y los problemas conyugales los sitúa el escritor desde la perspectiva masculina. “Laura, como casi todas las mujeres de su edad, odiaban la vida doméstica. Sin embargo, había luchado de muchas maneras por aprender a cocinar y a lavar. Varias veces nos había invitado a comer uno o dos platos que, finalmente, había aprendido a preparar con la ayuda de varios manuales de cocina. Lucho no se daba cuenta de esos esfuerzos. Por el contrario, le recriminaba siempre las pequeñas fallas. Ella no contestaba nada. Parecía ausente” (1990: pp.87).

La intención del escritor no es mostrar los avatares en torno al fracaso matrimonial. La separación se convierte en excusa para que el narrador de nuevo reivindique el matrimonio; la destrucción moral por la que pasa la pareja se convierte en un espejo que obliga a las otras a observarse, llevándolos a meditar si la ruptura de la vida conyugal es la salida más razonable. Por ello en los diálogos entre Juan Fernando y Luis, el escritor vuelve a recabar en la importancia de los hijos. 45


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“– No sé... estaba pensando. Tener un hijo es una cosa que despierta en uno sentimientos tan extraños... Tan bellos, tan salvajes... Repite uno en otra vida tantas cosas de la vida... Lucho pidió media botella de aguardiente y sirvió dos tragos más. – De pronto es verdad – dijo –. Tener un hijo puede ser la única cosa hermosa en medio de toda esta mierda... Cuando uno se muere sin tener un hijo, yo creo que se muere con medio corazón sin estrenar...” (1990: pp.88).

¿Por qué la insistencia del escritor antioqueño en reivindicar la institución familiar? Las crisis que sufre la familia y que provoca su transformación a tipologías distintas a las tradicionales, están relacionadas a fenómenos sociales también particulares. Es necesario comprender el contexto que enmarca cada narración, para entender la intención de un escritor que termina por considerar a la familia como entidad fundamental para el equilibrio social y cultural.

La familia como esperanza social En Tuyo es mi corazón, Hoyos ubica a una comunidad asentada en el populoso barrio de Aranjuez durante los años setenta7. Sumida en la exclusión y el marginamiento, las familias que conforman el barrio son producto de los procesos migratorios y desplazamientos forzados que provocaron la violencia política de los años cincuenta. El escritor describe a individuos desarraigados de sus tradiciones y obligados a adaptarse a las nuevas condiciones que impone la urbe. En una escena de la novela, Carlos

La referencia a programas radiales como La hora phillips, las funciones cinematográficas en el teatro Aranjuez, las presentaciones del comediante Montecristo en el teatro Laika, la descripción de figuras musicales aglutinadas en grupos como el Club del Clan, entre otros aspectos, proporcionan elementos que ubican temporalmente la novela en los años setenta. 7

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recuerda que sus padres y los padres de sus amigos “eran tipos que habían llegado de los pueblos” (1984: pp.13), expulsados por la violencia “desatadas en los montes por la policía del gobierno”, para acomodarse en “cualquier barrio de las afueras”, tratando de sacar adelante a una prole que vivía “en medio del hampa” (pp. 13). Como lo plantea José Luis Romero en Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1999), la migración y el desplazamiento dio lugar a la conformación de grupos sociales imprecisos y ajenos a la estructura tradicional urbana, que desde un comienzo trataron de acercarse a esa “sociedad normalizada”, buscando mimetizar su condición anómica (pp. 388). Uno de los mecanismos que presenta el escritor para registrar esa integración está en los empleos a los cuales pudieron acceder los inmigrantes: “Trabajaban en una fábrica de gaseosas, en una cervecería, en una compañía de textiles o de cemento. O se ganaban la vida detrás del mostrador de un granero, en una zapatería, celando por las noches en un almacén o en una casa de ricos, o despachando, con un delantal blanco y un cuchillo ensangrentado en la mano, una carnicería. Uno que otro era empleado del gobierno, secretario, citador o escribiente de un juzgado, chofer municipal o funcionario de una inspección de policía. Los demás eran albañiles en las construcciones, mecánicos en los talleres, peluqueros o sastres” (1984: pp.13 – 14).

Los sujetos (personajes) que describe Juan José Hoyos en la narración luchan por entender los códigos sociales y culturales de una Medellín en la que se sienten, en la mayoría de los casos, desengañados, pues les cuesta reconocer que tienen que transformar sus costumbres para poder sobrevivir en ella. En consecuencia, la historia ejemplifica 47


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el caso de un amigo de Carlos, cuyo padre es estafado en un negocio porque “hizo todo de palabra, como si estuviera en el pueblo... No firmó un solo papel” (1984: pp.11). Pero también el escritor describe a aquellos jóvenes que, a pesar de su origen rural y campesino, van sucumbiendo bajo el empuje avasallador de la ciudad, creciendo en medio de nuevos escenarios y prácticas sociales, dinamizadas por la radio, el cine y la música. “En las páginas de la mitad se veía a un grupo de muchachos dirigidos por Guillermo Hinestroza, bailando twist. Eran los del Club del Clan. El twist era un nuevo ritmo gringo que estaba enloqueciendo a las muchachas. Había fotos de Beto Fernán, Mary Luz y Oscar... Carlos pensó que algo nuevo estaba sucediendo en Medellín. Enredado en ese ritmo, en esas baladas tristes, escondido detrás de aquel twist alocado de la gallinita Josefina que una noche vio bailar a una muchacha en una fiesta casera, algo estaba llegando a la ciudad. Ahora se veían muslos por ahí. Falditas cortas. Botas. La motilada estaba pasando de moda...” (1984: pp.60).

El anterior pasaje indica el desconcierto que se siente frente a una ciudad que “emerge”8 sin ofrecerle garantías reales a esa generación de jóvenes que termina encontrando en la inmigración hacia el exterior y en negocios como el contrabando las mejores oportunidades para encontrar el éxito económico. En consecuencia, los dos compañeros del personaje principal –Jairo y La Belleza– terminan inmigrando, el primero a Canadá y el segundo a Estados

Hago referencia a la doble acepción que Giuseppe Zarone en Metafísica de la ciudad (1993) le otorga a la categoría de emergencia: por un lado, la sensación de emergencia que experimenta el habitante urbano respecto a los espacios y dinámicas de la ciudad; por otro, lo que emerge de esos mismos espacios y dinámicas. 8

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Unidos; por su parte, el contrabando, como actividad económica ilícita, es uno de los temas a tratar en el siguiente capítulo. Pero en cualquier caso, Juan José Hoyos se niega a que esa relación conflictiva con la ciudad sea permanente, y busca que, a pesar de la marginalidad y la pobreza, Medellín deje de ser topos, es decir, espacio que no permite que los sujetos se arraiguen y lo sientan como propio, para que la ciudad se convierta en situs, consintiendo echar raíces. La familia de Carlos, entonces, logra adquirir casa propia a través del Instituto de Crédito Territorial en el sector de Itaguí, y él, en medio de su desconcierto, se inscribe a la universidad pública con la esperanza que de las seis mil personas que “la gente decía que se iban a presentar” (1984: pp. 362), obtuviera uno de los mil quinientos que se ofrecían. Por su parte, El cielo que perdimos se enmarca a finales de la década del setenta9 y describe la lenta metamorfosis de una ciudad cuyas calles comienzan a ser escenarios de una violencia incontrolable. Como si se repitiera el carnaval de sangre que bañó las zonas rurales durante la violencia bipartidista de los años cincuenta, las áreas marginales de Medellín se erigen en lugares siniestros que albergan muerte. Aunque sobre este tema volveré en el próximo capítulo, es importante señalar que esa cadena de asesinatos se torna inexplicable para el personaje principal, quien, a pesar de su condición de periodista, es consciente que algo ha comenzado a suceder en Medellín: Al igual que Tuyo es mi corazón, Juan José Hoyos suministra elementos que permiten ubicar la novela durante este periodo. Quizás la más importante referencia aluda al gobierno del presidente Julio Cesar Turbay Ayala (1978 – 1982) y la expedición del controvertido Estatuto de Seguridad, implementado el 8 de septiembre de 1978, un mes después de su posesión como mandatario de los colombianos, que se convirtió en la principal estrategia militar y política para combatir a los grupos guerrilleros de la época. 9

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“– Hijo mío – dijo Valmiki, apenas regresó de la oficina del director –. De ahora en adelante, cuando vuelva a aparecer esa clase de muertos, le ruego que me lo haga saber... Se volvió a quitar las gafas y se rascó la cabeza... Sus ojos azules brillaban. – La semana pasada aparecieron cinco... – dije. – Bueno... ¿Y quién cree usted que comete estos crímenes?– No sé. Yo sólo cubro judiciales una o dos veces por semana” (1990: pp.109 – 110).

El diálogo, sostenido entre Juan Fernando y Valmiki, un viejo reportero que se niega a abandonar el oficio, ofrece una respuesta en apariencia absurda por parte de un redactor que tiene como función básica informar lo que acontece, pero la misma no expresa cosa distinta que el desconocimiento que Juan Fernando tiene de los factores que motivan un incremento en las tasas de homicidios, los cuales, además, están matizados por prácticas de tortura que degradan la condición humana. Juan José Hoyos registra los inicios de una problemática social y cultural atada con actividades ilícitas, que con posterioridad tornarán a la ciudad de Medellín como uno de los epicentros de la mafia. Ahora bien, aunque el escritor presente a un personaje que no logra comprender lo que está ocurriendo en la ciudad, no olvida que esas formas de violencia están inmersas en unas condiciones de marginalidad, pobreza y exclusión que caracterizan a Medellín. En el siguiente ejemplo, Juan Fernando registra las lamentables condiciones de un centro de salud ubicado en una zona rural del departamento: “Hace más de cuatro meses que estamos sin agua... – dijo la muchacha –. El médico tiene que ir a lavarse las manos a una casa vecina... La ropa hay que llevarla a lavar al río en ese camión. Y los enfermos... Vea dónde tenemos

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que bañarlos... Luego nos llevó a la sala de cirugía. Estaba limpia pero hacía un calor infernal. Y no había, si quiera, un ventilador. Tampoco había oxígeno. El agua para lavar las heridas tenían que recogerla, cuando llovía, en botellas de alcohol, vacías. Las esterilizaban con paciencia, en un pequeño autoclave” (1990: pp.138).

Lo anterior pone de presente un escenario hostil y crítico que causa en el personaje principal una sensación de desesperanza, agudizada por la certeza de saber que los acontecimientos tienden a empeorar. Ante ese contexto tan complejo, el escritor vuelve a enarbolar a la institución familiar como una posibilidad que puede contrarrestar las condiciones degradantes que brinda la ciudad. Sin traicionar la línea conflictiva que trazó en las tres relaciones matrimoniales, el narrador termina planteando salidas positivas a cada una de ellas. En la primera relación, Sara al fin logra quedar embarazada, y Juan Fernando proyecta en su futuro hijo la esperanza de cambio y reconciliación de una sociedad que tiene que sobreponerse a la tragedia que comienza a despuntar. “Entonces pienso que hubiera querido regalarle otro mundo a ese hijo que todavía no llega. Pero éste es el único que tengo. Y lo amo, a pesar de todas las cosas que han pasado, porque es el lugar donde los dos nos vamos a encontrar. Lo piso y me permite sentirme vivo. Pienso: es lo único que puedo ofrecerte, hijo mío. Estar vivo en este día y en este lugar donde te espero. Algún día olvidaré la tristeza cuando vos seás alguien: cuando yo te pueda acariciar, cambiar tus pañales, besar tus ojos, oler tu pelo...” (1990: pp.530).

Esa proyección está acompañada de una decisión que resulta trascendental para el personaje, teniendo en cuenta lo que años después vendría para la ciudad: la negativa 51


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a abandonarla. Juan Fernando es sensato y sabe que esa violencia que enluta a la urbe no va a desaparecer, pero tampoco está dispuesto a huir, porque reconoce su esencia en ese cielo que se perdió. En el diálogo que sostiene el personaje con Daniel, el periodista reafirma la necesidad de Medellín como situs: “Yo no me voy –le dije–. Yo me quedo. Esta es mi gente. No sé. Quiero demasiado estas calles y este cielo... Sé que en ninguna parte será igual” (1990: pp.528). En las otras dos relaciones, las mujeres deciden romper con los vínculos conyugales. No obstante, el escritor imprime en los personajes masculinos la necesidad de superar la crisis que genera la ruptura, con una reconciliación o con la proyección de una nueva relación. En el primer caso, aunque Mary resuelve vivir con su mejor amiga y radicarse en otra ciudad, Daniel insiste en retornar a su lado, sin importar la presencia de Adriana: “Quiero que lo sepás. Me voy a vivir con Mary... Yo la quiero mucho demasiado. No soy capaz de vivir sin ella. Me voy a vivir con las dos” (1990: pp.528). En el segundo caso, Luis logra estabilizar una relación afectiva luego de su separación con Laura. La inestabilidad emocional y sexual comienza a quedar superada, y, como los otros personajes, valora el matrimonio como práctica social que cierre la crisis: “Estoy enamorado – me dijo al oído. Yo había oído esa frase tantas veces, sobre todo en sus labios, que no pude controlarme. – ¿Por qué te reís, hijo de perra? – me preguntó él. – Por nada... Eso fue lo único que pude contestar. Lucho se fue bravo. Sin embargo, antes de despedirse, me contó, en secreto, que tenía ganas de volverse a casar” (1990: pp. 520).

Los anteriores ejemplos permiten colegir que Juan José Hoyos considera que es a través de la familia como se puede superar la crisis social y de valores que la ciudad 52


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comienza a vivir finalizando la década de los setentas. Esa concepción forma parte de la intencionalidad de un escritor y cronista que ha tenido la oportunidad de palpar el pulso de la ciudad de Medellín a través del ejercicio periodístico10. Como explicaré en el siguiente capítulo, esa intencionalidad se desprende del reconocimiento de la metamorfosis sociocultural de Medellín, producto de la irrupción de nuevos fenómenos delictivos que agudizarán la crisis de la ciudad, el país y la propia familia, aunque eso lo sepamos no por las novelas sino por la historia.

Buena parte de sus crónicas en torno a la ciudad se encuentran recopiladas en el libro Sentir que es un soplo la vida (1995). 10

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“¿Quién mató a quién y por qué razón?” Para esa pregunta casi nunca había una respuesta en la sección judicial. Sin embargo, con la visita al cementerio, ahora comprendía por fin que todos los crímenes escondían una historia. Todos esos muertos sin nombre, como la muchacha, como el hermano de ‘El Pájaro’, como el testigo de Daniel, como el hijo de la señora, los ochocientos o mil muertos de cada año, tenían un nombre y tenían una historia. Alguien, con un nombre conocido, los había matado por un motivo. Incluso en los crímenes más inexplicables. Pero la historia nos parecía a todos irrelevante. Juan José Hoyos



CAPÍTULO II

EL CRIMEN COMO MANIFESTACIÓN SOCIAL DE LO URBANO

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l crimen, entendido en términos jurídicos como una infracción a las normas penales y una manifestación anómala del sistema social1, ha sido un tema recurrente en la literatura colombiana, que se puede rastrear desde las historias que narra el cronista Juan Rodríguez Freyle en El carnero (1636)2. No obstante, su abordaje como objeto de investigación es escaso, destacándose el Definir el concepto de crimen no ha sido una tarea sencilla, especialmente cuando la discusión se reduce al terreno jurídico. Como una manifestación anómala, la acción criminal no se restringe a la infracción de una norma. La misma adquiere una dimensión que rebasa lo jurídico y guarda relación con los procesos históricos y sociales. 1

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Como un libro que recoge historias acontecidas durante el periodo colonial,

Rodríguez Freyle recrea algunos episodios enmarcados en actos criminales. El ejemplo más recurrente, al respecto, siempre está referido al capítulo X, que describe los sórdidos episodios de muerte que rodearon la existencia de doña Inés de Hinojosa. No obstante, son numerosos los pasajes de traición, muerte, engaño y demás faltas tanto a las normas morales como a las jurídicas que detalla el célebre cronista.

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trabajo realizado por Hubert Pöppel, La novela policíaca en Colombia (2001), el cual se configura en una interesante y aguda indagación de un género subvalorado en el país: la novela policíaca. La investigación, que necesariamente hace referencia a actos criminales, devela como en Colombia desde el siglo XIX existen escritos que se pueden catalogar dentro de lo policíaco y, por lo tanto, dentro de lo criminal, aunque en el país no exista ni una tradición literaria ni un reconocimiento por parte de la crítica. Pöppel analiza obras que pocas veces hemos pensado desde una perspectiva policíaca –Los ojos del basilisco (1992) de Germán Espinosa o Prytaneum (1981) de Ricardo Cano Gaviria– y desempolva relatos como Una ronda de don Ventura Ahumada (1858), El episodio del doctor Russi (1891) –narrado con mayor detalle en el libro de Cordovez Moure Reminiscencias de Santafé y Bogotá (1891)– y El crimen del Aguacatal (2002), historia rescatada precisamente por Juan José Joyos. Lo que resulta fundamental comprender es que a través de los actos criminales también se puede tantear el pulso de la ciudad, sobre todo cuando aparecen actividades tan traumáticas que transfiguran tanto el espacio urbano como las distintas relaciones que al interior de la ciudad se dan. El presente capítulo recorrerá en una primera parte elementos conceptuales que introducen una dimensión de lo criminal, para luego analizar la manera como la narrativa de Juan José Hoyos se convierte en registro de la lenta transformación que experimenta la ciudad de Medellín con la aparición del narcotráfico.

Crimen y ciudad Retomando la investigación de Hubert Pöppel, es claro que su trabajo tiene el interés de demostrar que en el país sí existen textos literarios que se ubican dentro del género 58


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policíaco y negro, por lo que me parece más sugerente trabajar la imagen de la ciudad como espacio cultural del crimen, introducida por Fernando Cruz Kronfly en el libro de ensayos La tierra que atardece (1998). La tesis básica de Cruz Kronfly –quien ubica esa representación en las ciudades de fin de siglo XX– es que el crimen es un ingrediente natural e infaltable de unos escenarios urbanos matizados por el desgarramiento y la esquizofrenia, los cuales provocan en sus habitantes sensaciones de vacío y anomia. Como un espacio restringido en el que confluyen múltiples “verdades raciales y culturales” (pp. 200), el escritor destaca dos elementos sustanciales: primero, la conformación de grupos sociales, buena parte de ellos inmigrantes que llegan a la ciudad atraídos por sus “encantos” y “promesas” de “abundantes oportunidades”3 (pp. 200) – que arrastran una memoria de despojo y humillación, puesto que son grupos históricamente marginados y excluidos; segundo, la acción criminal como “salida o gesto de afirmación” a la supervivencia (pp. 200). Destaca Cruz Kronfly que los efectos del proceso están acompañados por una “ausencia casi absoluta del Estado” (pp. 201), que provoca una sistemática impunidad, en buena parte producto de la incapacidad del propio Estado para atender todas las situaciones criminales. Esa impunidad también está relacionada con la forma como ese actor que llamamos «autoridad», cuya función básica radica en garantizar que las normas que regulan la sociedad sean acatadas, entra a formar parte de los mismos cuadros criminales que se supone debe controlar y castigar.

Caso distinto encierra para Colombia la población desplazada por la violencia sociopolítica, quienes arriban a la ciudad porque precisamente están a la deriva en medio de la huida. Los desplazados no consideran a la ciudad como el lugar de las oportunidades; por el contrario, la ciudad se levanta como un escenario hostil al cual deben tratar de acomodarse, entendiendo sus lógicas y códigos, para garantizar la supervivencia. 3

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En su libro Política y delito (1966), Hans Magnus Enzensberger examina la manera en que entre política y crimen se extiende una estrecha dependencia, cimentada en las estructuras mismas del poder, porque históricamente el que ejerce el poder es quien puede dar muerte a los súbditos (pp. 11). Esa dimensión aún se mantiene, pues como lo demuestra el estudio de Enzensberger, el derecho, entendido como el sistema que regula las normas que permiten organizar el orden social, está basado en el crimen original (Caín es desterrado por ser responsable de la muerte de su hermano)4 y se instituye en la sociedad a través de la injusticia, lo que encierra una sustancial contradicción que la filosofía del derecho aún trata de resolver (pp. 12). Esa contradicción radica en el hecho de que la norma legal está dispuesta para proteger a los ciudadanos frente al poder, pero al mismo tiempo la norma legal se convierte en el instrumento para castigar al ciudadano cuando vulnera el orden y amenaza al poder, que es el que instituye las normas. En ese marco, Enzensberger distingue entre el criminal común y las formas organizadas de criminalidad, donde el primero terminará por contribuir a la tranquilidad de la sociedad (pp. 25). Aunque es cierto que la criminalidad incrementa el temor que tienen los individuos en la ciudad, generando una especie de angustia cultural donde el miedo que representan determinados espacios urbanos se levanta como una barrera que obliga a los ciudadanos a refugiarse en los centros comerciales, la televisión o la Tema tratado, además, por estudiosos de la ciudad que retoman el destierro de Caín como una de las interpretaciones de construcción de ciudad. Véase: Isaac Joseph, El transeúnte y el espacio urbano (1988); Giuseppe Zarone, Metafísica de la ciudad (1993); Richard Sennett, Carne y piedra (1997); Juan Carlos Jaramillo, “La ciudad y la domesticación de los espacios” (2003). 4

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Internet (Martín Barbero, 2003: pp.71 – 72)5, el criminal es un sujeto que posee unas señales particulares que permiten identificar su accionar. Al respecto sostiene Enzensberger: “Sus actividades se pueden calificar moralmente. De lo que debe opinarse acerca de ellas informan los códigos. Por la suerte que corre el asesino puede verse que «aún existen los jueces», y en su figura se mantiene la plausible ilusión de que está prohibido el homicidio. Al sancionarle, la sociedad se afirma en el convencimiento de que su sistema judicial es irreprochable. Esto resulta tranquilizador” (pp. 25 – 26).

El filósofo y poeta alemán plantea una serie de figuras para definir esas relaciones entre política y delito, entre las cuales me interesa destacar dos: la primera, está referida a la competencia, donde el criminal se convierte en competidor del Estado en la disputa por el monopolio de poder; la segunda, las más importante, implica la parodia criminal, entendida como la dimensión que las organizaciones criminales adquieren cuando en sus estructuras de poder establecen y reproducen las mismas formas de gobierno que utiliza el Estado, convirtiéndose en (para) estados (pp. 28). Plantea Jesús Martín Barbero en el artículo “Los laberintos urbanos del miedo” (2003) que los procesos urbanos que experimentan las ciudades colombianas están atravesados por los mass media, donde formatos como la televisión y, últimamente, la Internet están transformando los modos urbanos, y, especialmente, las relaciones entre lo público, lo privado y lo íntimo. La tesis de Martín Barbero se ubica en señalar cómo estos formatos están dejando de ser cada vez más lugares de ocio, para convertirse en espacios “públicos” de encuentro, espacios para una socialización virtual. En ese sentido, el miedo, como expresión social, forma parte de los nuevos modos de habitar y de comunicarse en la ciudad, un miedo que hace parte de una angustia cultural, producto, primero, de una pérdida de arraigo colectivo que afecta la memoria colectiva; segundo, una normalización de las diferencias a través de la imposición de un orden que elimina las diferencias de esos grupos sociales que se aglutinan en los espacios urbanos (pp. 72).

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Esas estructuras están representadas en distintas organizaciones criminales, entre las cuales retomo para el presente estudio la personificada por la Mafia. Considerada por el historiador Eric J. Hobsbawn como uno de los grupos que integran lo que él denomina Rebeldes primitivos (1959)6, entender la Mafia es adentrarnos a un complejo fenómeno sociocultural que envuelve, por un lado, a poderosas organizaciones delictivas que controlan y manejan operaciones generalmente ilícitas, y, por otro, unos códigos de conducta que involucran a todos los miembros de una comunidad, y surgen en sociedades faltas de un orden público eficaz que las regularice (pp. 57). Lo anterior es básico para comprender la total dimensión del significado de la palabra, puesto que el término trasciende la imagen de esas poderosas organizaciones delictivas dirigidas por figuras como Salvatore Riina, Johnny Torrio, Vito Corleone, Alfonso Capone o Pablo Escobar, para entenderla en el mismo sentido en que los plantea Enzensberger, es decir, como un aparato paralelo al Estado, que en sus áreas de influencia representa el único poder eficaz y la única ley (Hobsbawn, 1959: pp.61). De acuerdo con los estudios del historiador, la Mafia posee tres características muy particulares, de las cuales me interesa detenerme en dos: la primera apunta a que no son movimientos sociales puros, pues carecen en alto grado de una línea clara en cuanto a las metas y programas que persiguen: “Son, por así decirlo, el punto de reunión de toda suerte de tendencias existentes dentro de las sociedades en que germinan: representan la defensa de la sociedad como

Hobsbawn define como rebeldes primitivos a aquellos movimientos sociales que poseen en sus formas organizativas características arcaicas propias de los movimientos de la antigüedad y la Edad Media, pero que surgen y evolucionan durante los siglos XIX y XX, es decir, durante el auge de movimientos sociales modernos (1959, pp. 11 – 12). 6

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conjunto global contra las amenazas que se ciernen sobre su forma tradicional de vida; también vienen a traducir las aspiraciones de las diversas clases que componen esta sociedad, y las ambiciones personales y aspiraciones de algunos miembros individuales de ella” (Hobsbawn, 1959: pp.53).

Segundo, controlan la vida de la población mediante mecanismos de protección paternalista, encarnados por el jefe que ocupa el lugar más alto en la jerarquía organizativa (Hobsbawn, 1959: pp.57). Por otra parte, en términos jurídicos el crimen es una infracción a las normas penales, normas que, como lo explica magistralmente Michel Foucault en el libro La verdad y las formas jurídicas (1980), es producto de un desarrollo histórico imbricado con los intereses políticos y económicos de las instituciones que en su momento ostentan el poder (pp. 14 - 15). Foucault reconoce que las formas jurídicas se han ido transformando de acuerdo con la verdad que legitiman los centros de poder. En tal sentido, durante la edad media el derecho feudal dio lugar a la invención de nuevas formas de justicia, donde los individuos ya no pudieron resolver sus litigios por su propia cuenta, es decir, la justicia comenzó a ser regulada por un tercero, un poder exterior que impuso tanto la justicia judicial como la política7. Surgen, entonces, figuras como el procurador, quien se constituyó en instrumento para ejercer poder y control, remplazando el famoso sistema de la prueba (las ordalías), para implementar dos modelos básicos en la Foucault hace un recorrido de las formas jurídicas desde los antiguos griegos (quienes resolvían sus litigios con métodos como el enfrentamiento entre dos guerreros o el desafío, método que consistía en juramentar ante los dioses la verdad y la razón), pasando por el derecho germánico (donde los litigios se resolvían por medio de la prueba de fuerza), hasta llegar a las formas jurídicas modernas (donde la infracción es considerada desde un ámbito penal, pues es catalogada como una falta que damnifica a la sociedad). 7

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administración de justicia: el modelo intra-jurídico (delito flagrante) y el modelo extra-jurídico (indagación). Comprender la evolución del crimen es también vislumbrar el surgimiento de la indagación, la cual posee un doble origen: administrativo y religioso. Foucault demuestra como en la Edad Media la inquisición utilizaba la indagación como método para sostener el delito flagrante, lo que implicaba que el individuo era culpable hasta que se demostrara lo contrario. La infracción, que evidentemente estaba emparentada con el pecado, no sólo era considerada como una falta penal, también como una falta a una verdad legitimada. Con el proyecto moderno el sistema judicial se reorganiza, y surge la infracción penal, que, con base en una serie de conductas reprimibles desde el ámbito social, castigará las conductas de los individuos que provoquen un daño social, porque perturban a la sociedad. El crimen adquiere una connotación social, y el criminal será castigado en su espíritu, confinándolo a las cuatro paredes de la cárcel, así como el loco o el disfuncional será recluido en los sanatorios. La lógica moderna, sustentada en la premisa de que todo es administrable, es lo que Foucault denominó como ortopedia social. Más adelante explicaré como con la inserción del narcotráfico, el acto criminal, sin perder su connotación social, entrará a chocar con la estructura jurídica que regula el sistema social. Ese choque estará por encima de los intereses de poder político, económico y social que el sistema jurídico defiende. Por otra parte, es imprescindible acotar que las novelas que versan sobre el crimen tienen su origen en las ciudades. Aunque Cruz Kronfly en su análisis de las ciudades literarias se centra en las urbes de fin de siglo, la verdad es que tanto el crimen como la novela criminal, concepto acuñado por especialistas en relatos detectivescos y negros como Javier Coma o Salvador Vásquez de 64


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Parga, son producto de la sociedad capitalista. La explicación es la siguiente: a medida que las ciudades se fueron poblando con esa horda de campesinos convertidos en obreros durante el proceso industrial, a medida que los núcleos urbanos fueron incrementado su población, fue creciendo el crimen y los medios para combatirlo (Vásquez de Parga, 1981: pp.18). La novela criminal es un producto cultural, no sólo porque el sistema capitalista propicia el surgimiento de figuras como el detective privado, que desentraña los vicios de comportamiento y procedimiento de la policía oficial, sino porque el mismo sistema permite que se le critique, toda vez que, más allá del compromiso social que tenga un escritor con su entorno, las producciones literarias son producciones culturales que no afectan la estabilidad del sistema; lo atacan porque reflejan la visión ideológica del escritor, y señala –como ocurre con la novela negra– lo podrido que es el sistema.

El crimen como elemento transformador de la ciudad La criminalidad como una manifestación social es trabajada por Juan José Hoyos como un componente que genera una transformación radical de la ciudad de Medellín. En la primera novela, Tuyo es mi corazón, el tema en principio pareciera ser tratado por el escritor como un asunto menor, un asunto que no quisiera aflorar, a pesar que el contexto sociocultural que rodea a los personajes es bastante propicio para la gestación de actividades criminales. El escritor se concentra en narrar acontecimientos que, por un lado, describen la cartografía de algunos escenarios urbanos, y, por otro, describen elementos de contexto que posibilitan entender un momento histórico. En ambos casos, los acontecimientos narrados permiten colegir actos que están o pueden estar relacionados con el crimen. 65


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En el primer aspecto, el escritor es cuidadoso en describir espacios y prácticas sociales en los que se desenvuelven los jóvenes, los cuales incluyen zonas peligrosas de la ciudad. Algunas de esas zonas forman parte del entorno de los personajes, de sus mapas mentales, y se transitan sin mayores contratiempos: “Eran mangas enormes, que se habían ido poblando poco a poco. En las casitas de adobe pelado que se iban levantando vivían familias muy pobres llegadas de todas partes. La mierda iba en atanores puestos por la misma gente hasta cualquier cañada de las que pasaban por el barrio. A veces se sentía el olor pestilente. – Que tan de buenas que no nos atracaron – dijo Diego. – Qué va, vieron que éramos gente conocida – dijo Carlos. – Lo que pasa es que por esta época los patos se van es para el centro, a bajar gente por allá. Porque aquí se mueren de hambre, atracando pobres... – La Belleza habló, al parecer, con conocimiento de causa (1984: pp. 239 – 240).

Otras, sin embargo, son zonas que se ajustan a la doble acepción que Guiseppe Zarone tiene respecto a la ciudad como emergencia, puesto que son lugares que en el personaje principal van emergiendo en medio del encanto y el asombro, pero que al mismo tiempo despiertan su temor y alarma. En uno de los tantos recorridos que realiza Carlos con uno de sus amigos de barrio, se transita por las casas de lenocinio de la ciudad. Él tiene la oportunidad por primera vez de entablar conversación con una prostituta y de (re)conocer un ambiente que agrede su sensibilidad. Carlos se sumerge en un mundo desconocido que posee su propia carga simbólica. Los códigos de este universo (incomprensibles para él) terminan exasperándolo cuando una rata pasa rozándolo con su pelaje, y su amigo Jairo –en medio de la borrachera–, termina en pleito con un marica 66


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que en principio confunde con una mujer. Ambos tienen que salir huyendo del lugar, evitando caer apuñalados por prostitutas, maricas y ladrones. Hoyos describe, entonces, uno de los tantos submundos que integran a Medellín, en la que se cohabita en medio de actividades ilícitas y criminales. En cuanto al segundo aspecto, el contexto sociocultural que posibilita entender el momento histórico, en el primer capítulo mencioné como los personajes que integran la novela son hijos de inmigrantes y desplazados campesinos que arribaron a la ciudad víctimas de la violencia política de los años cincuenta. En el caso de los mayores, es claro que esa situación desencadenó desarraigo y pérdida de una tradición que sucumbe ante una ciudad que se percibe como ajena y extraña; en el caso de los jóvenes la ciudad, por el contrario, atrae y gusta, entre otras cosas, porque los jóvenes han crecido en medio de sus espacios, son nativos de la ciudad. A diferencia de los adultos, los jóvenes se sienten parte de Medellín porque asumen como propia la esquina, el granero, la peluquería, los teatros o los programas radiales. No obstante, también es claro que, más allá de los sentimientos que en los personajes despiertan los escenarios urbanos, las condiciones de marginalidad y exclusión en la que viven también suscitan una especie de crisis existencial, encarnada fundamentalmente por el personaje principal. Ante esa crisis, Juan José Hoyos presenta tres salidas: la primera, está referida a la posibilidad de la migración del país, siendo Canadá y a Estados Unidos las “esperanzas” para mejorar las condiciones socioeconómicas; la segunda, sugiere la incursión en actividades ilícitas; la tercera, consignada en el capítulo anterior, está centrada en la continuación de los estudios en la universidad. Quisiera referirme a las dos primeras. 67


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El anhelo de abandonar el país para probar suerte en otros contextos es encarnado por los personajes de La Belleza y Jairo. El primero, es descrito como un muchacho que siempre busca aprovechar de la mejor forma cualquier situación, alardeando más de la cuenta de sus capacidades, y buscando hallar el camino más fácil para satisfacer sus necesidades. Emparentado con personas del bajo mundo, en especial con atracadores del centro de la ciudad, La Belleza representa al típico joven de barrio popular que, con cuchillo en la pretina y una actitud desafiante, es capaz de involucrarse en cualquier actividad, lícita o ilícita, que le garantice dinero. Por el contrario, Jairo, descrito con menor detalle, es el joven trabajador que concibe a Canadá como un imperativo que le permitirá resolver sus problemas económicos. “Jairo tenía la barba espesa. Llevaba por lo menos quince días sin afeitarse. Se veía cansado y sucio (...) – ¿Es cierto que de te vas? – preguntó Carlos. – Estoy bregando a conseguir la visa, pero nada que sale. – ¿Te vas para el Canadá? – Sí, para Montreal. – ¿Y nos vas acabar el sexto? – preguntó Diego. – No sé, hombre – dijo Jairo –. Estoy tan llevado del putas (...) En el barrio había algunas muchachas que se habían ido para el Canadá y mandaban dólares y escribían diciendo que les iba muy bien. Una hermana de Jairo estaba allá, hacía un año. Allá no perseguían tanto a la gente, como en Nueva York” (1984: pp. 231).

A través de La Belleza y Jairo, el escritor describe la fuerza que entre los jóvenes despierta el salir del país, estableciendo, además, una paradoja en relación con la generación anterior, pues mientras los mayores padecen una profunda sensación de desarraigo y extrañamiento, los jóvenes asumen el viaje a tierras lejanas como una aventura y, sobre todo, como una oportunidad. Esa imagen se 68


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refuerza cuando La Belleza regresa a la comunidad, y su retorno pareciera ratificar el éxito que se puede obtener. La salida representa una especie de triunfo que no permite comprender los efectos de la emigración8: “Estaba gordo, vestido de blanco de la cabeza a los pies. Las gafas deportivas lo hacían ver distinto. Había cambiado de peinado y ahora tenía las patillas recortadas. Unos zapatos italianos brillaban en sus pies. Parecía un personaje de una serie de televisión” (1984: pp. 464).

La segunda salida está inmersa en el desarrollo de actividades ilícitas como una opción económica. Esta salida involucra en esencia al personaje de Salomé, que no es ajena a la desazón que experimentan los jóvenes frente al futuro. Para la joven lo único claro es que no quiere vivir en medio de la pobreza que la ha acompañado durante su niñez como la hija de un hombre que se gana la vida vendiendo carbón en los sectores populares de la ciudad. Su decisión, entonces, es involucrarse con un hombre ( Jaime), dedicado a los “negocios” y al contrabando. Éste le ofrece las condiciones materiales que ella anhela, y que sólo puede satisfacer siendo su compañera. Juan José Hoyos en ningún momento entra a precisar cuáles son los otros “negocios” en que se desenvuelve el compañero de Salomé, impregnando en la historia una especie de misterio que deja en libertad al lector el inferir cualquier tipo de actividad. No obstante, como veremos más En el artículo “Testimonios de una literatura no testimonial” (2002), Luz Mary Giraldo recuerda las diferencias existentes entre desplazamiento, emigración, éxodo y exilio. A pesar de que cada fenómeno posee rasgos comunes – pérdida, cambio de lugar y extrañeza – la migración está referida tanto a la salida como a la llegada, envolviendo la emigración y la inmigración. De cualquier forma, el fenómeno genera en el individuo desarraigo y una sensación de destierro (pp. 189). 8

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adelante, las investigaciones periodísticas que indagan por la génesis del narcotráfico en el país demuestran que el tráfico de narcóticos creció paralelo al contrabando, en el caso de la costa Atlántica, y al comercio de esmeraldas, en el caso de la región andina. En tal sentido, me parece pertinente anotar que el interés del escritor se centra en registrar, a través de la cotidianeidad de los personajes, unas formas de violencia que imprimen en la ciudad la dimensión de un fenómeno que se puede comprender como consecuencia de esos otros “negocios” a los que apunta el escritor, pero que no resultan evidentes a la percepción de los personajes. El registro de esa transformación comienza en el instante en que la familia de Carlos se traslada del populoso barrio de Aranjuez al sector de Itagüí, zona que se caracteriza por concentrar buena parte de la pujante industria antioqueña del Valle de Aburrá. Ese cambio (que también encierra el tránsito que experimenta el personaje principal de unos escenarios populares, que aún conservan un ambiente muy rural, a unos escenarios urbanos) coincide con el registro de unas formas de violencia que distan de otras modalidades delictivas consignadas en la novela. Esas modalidades tienen que ver con los delitos frecuentes y comunes que se presentan en cualquier centro urbano, como atracos, comercio sexual, homicidios y desórdenes sociales registrados durante las jornadas de fútbol o fechas especiales como el día de la madre, estimulados por el exceso en el consumo de alcohol. Buena parte de los hechos sangrientos son consignados en “Sucesos Sensacionales, un magazín mal impreso en el que se publicaban todos los crímenes de Medellín...” (1984: pp. 278). También hay un acercamiento al homicidio por intermedio del padre de Carlos, un técnico judicial encargado de realizar el levantamiento de los cadáveres durante las diligencias. Pero los nuevos hechos de violencia no están ligados con este tipo de modalidades. Carlos se vuelve 70


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testigo de un modo distinto de matar, que está más familiarizado con el proceder que una década después van a protagonizar los niños sicarios: “En ese momento, vio a un hombre que entraba corriendo al local. Traía la camisa abierta. Después oyó un estruendo. Todo el mundo comenzó a gritar. Varias explosiones se repitieron afuera. Mientras Carlos saltaba hacia la mesa. Salomé y Gladys también gritaban. – ¡Están disparando! – dijo. – ¡Virgen santísima! – exclamó Gladys. – ¡Tírense al suelo, muchachas! – gritó Carlos –. ¡Tírense!” (1984: pp. 376).

La virtud del escritor está en describir una manera de asesinar en un momento histórico en que el tráfico de narcóticos estaba en proceso de gestación9 y consolidación10. Los estudios en el país que indagan por los orígenes del narcotráfico se remiten a investigaciones periodísticas, entre las cuales se destacan las realizadas por Fabio Castillo Los jinetes de la coca (1987) y La coca nostra (1991). En este último libro, Castillo presenta una hipótesis bastante audaz y coherente en relación con la génesis del tráfico de cocaína. En primer lugar, como mencioné anteriormente, revela como el negocio se desarrolló paralelo a las actividades del contrabando (licores, cigarrillos y electrodomésticos) y al comercio de esmeraldas; segundo, como existen documentos que indican el arribo a comienzos de la década del setenta a la ciudad de Medellín de varios traficantes de origen francés – pertenecientes a la famosa organización French Connection y que al parecer formaron parte del complot que asesinó al presidente norteamericano John F. Kennedy – que contribuyeron a consolidar la organización de Alfredo Gómez López, unos de los primeros narcotraficantes que tuvo el país; tercero, como en el largo prontuario de Pablo Emilio Escobar Gaviria (quien en principio se desempeñó como asesino a sueldo de la organización de Gómez López) existen registros judiciales que lo señalan como traficante de cocaína para el año 1974. Lo interesante es que Castillo no duda en señalar que los métodos para matar empleados desde un principio por Escobar Gaviria –consistentes, entre otros procedimientos, en acribillar a las personas desde una motocicleta o un automóvil–, son los mismos métodos empleados por las mafias francesas de Corsa y Marsella, a las cuales pertenecen los miembros de French Connection que supuestamente se radicaron en Medellín. 9

Desde comienzos de la década de los setenta estaba en pleno apogeo en la costa Caribe la producción y comercialización de marihuana, en un momento histórico que el país conoció como la “bonanza marimbera”. Teniendo como 10

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Como un acontecimiento inusitado en la dinámica de la ciudad, las personas acribilladas originan en los personajes una especie de desconcierto, que en principio se menciona como un acontecer que rompe el ritmo de la vida cotidiana, pero que luego se torna como una situación disruptiva y amenazante para toda la comunidad. “– Todavía estoy nerviosa – dijo Gladys. – Han empezado a ocurrir cosas como esa – dijo Carlos. – ¿De veras? – preguntó Salomé. – Hace un mes mataron a Colis... – ¿Dónde, bizcocho? – A la entrada del Club. – ¿Quién lo mató? – Le dispararon desde un carro. Nadie supo quién fue” (1984: pp. 380 – 381).

Las circunstancias se vuelven más personales para el grupo de jóvenes que crecieron en las calles del barrio Aranjuez, cuando Salomé es asesinada en compañía de un nuevo compañero (dedicado también a hacer “negocios”), ejecutados en la población costera de Buenaventura cuando se movilizaban en un automóvil. Su muerte terminará siendo un acontecimiento disruptivo que le indica a Carlos que se avecinan tiempos difíciles, pues su valoración sobre sus amigos le permite entender que Salomé o La Belleza son sujetos que en su afán por conseguir dinero están dispuestos a cambiar sus vidas, no importa que el éxito dependa de un viaje o dependa de vivir en medio del vértigo de una vida azarosa. Al respecto, cito una larga conversación que sostienen Carlos y Salomé sobre sus deseos: base ese momento, el periodista Juan Gossain publicó la novela La mala hierba (1981), recreando la historia del Cacique Miranda, un traficante de la región de la Guajira, y sus avatares por controlar los negocios de contrabando y marihuana. Los asesinatos que se suscitan por el control de ambos negocios, nos acercan más a la famosa vendetta (venganza), la cual, además, se ajusta perfectamente a los códigos de honor que manejan las familias Wayúu.

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“ – Así está bien – contestó Carlos, un instante después. – Fresco, bizcocho. – Estoy fresco. – No dejés nunca de hacer lo que te provoca. Salomé habló con seguridad. – En serio – insistió –. Yo siempre hago lo que quiero. – ¿Te gusta vivir así? – Me encanta. – ¿Sos feliz? – Yo diría que sí. – ¿No te hace falta la casa? – Cuando me hace falta, voy. – ¿No te cansas de andar de un lado a otro? – A veces. Pero cuando me cansa, me quedo aquí. – ¿Y él? ¿No dice nada? – Simplemente se va. Va y viene solo y aquí sabe que me encuentra... – Hay que dejar que la vida lo arrastre a uno – dijo después –. La vida dura poco para andar uno aplazándolo todo, bizcocho. – ¿Sos feliz? – preguntó Carlos. Era la segunda o la tercera vez que hacía esa pregunta, esa noche. – ¡No! – contestó ella. Dudó un poco, antes de volver a hablar –. Pero no ahorro una sola cosa, luchando por ser feliz, todos los días... ¿Por qué me has preguntado eso tantas veces?...” (1984: pp. 383 – 384).

Cabe anotar que esa sensación de desesperanza que aqueja a Carlos, el escritor trata de disimularla imprimiéndole al personaje principal un sentimiento de felicidad interior, que le otorga a la narración en su parte final un tono nostálgico y melancólico. No obstante, el peso de los acontecimientos es más fuerte, y Carlos sabe que con la muerte de Salomé “algo en su vida había comenzado a morirse...” (1984: pp. 470). Retomando el tema de la muerte y con el mismo tono desesperanzador arranca la segunda novela, El cielo que perdimos. Las cinco partes que la integran conducen al lector por un recorrido en que la muerte termina convirtiéndose en un personaje más de la novela. Su abordaje está planteado por el escritor a través de un esquema que, por un lado, contrasta la muerte como un acontecimiento natural e inevitable de la condición humana, y la muerte 73


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como una enfermedad social que corroe y degrada a la sociedad. Ese contraste tiene como única salida la vida, la cual debe entenderse en todo el sentido de la palabra. Sobre el primer elemento que compone el esquema, la historia se inicia con la agonía y muerte del papá del personaje principal –Juan Fernando–, en un cuarto de hospital. Su fallecimiento es producto de las enfermedades que acompañan la vejez. El escritor hace hincapié en la posibilidad que tiene Juan Fernando de poder acompañar a su padre en la agonía, a pesar del dolor que lo embarga. Ese detalle, prosaico en principio, resulta esencial para una precisa comprensión del segundo componente que integra el esquema, toda vez que la larga cadena de muerte que con posterioridad presenta el narrador, está signada por el anonimato, el olvido y el desinterés. Este segundo componente, contemplado desde la sala de redacción de un periódico, tiene como columna vertebral la muerte de Patricia, una joven acuchillada cualquier noche oscura en medio de la soledad de las calles de la ciudad. Su asesinato conmociona al periodista, quien por coincidencia se topa con ella minutos antes del suceso. Hoyos, reivindicando el oficio de aquellos cronistas que le seguían la pista a un caso hasta el extremo de contribuir en su resolución11, convierte a Juan Fernando en investigador del crimen. En esa tarea, el personaje es, como en la anterior novela, testigo de una ciudad que comienza a vivir bajo la sombra de la muerte y el miedo. “Dos hombres se matan peleando: es muy doloroso. Uno coge su hijo: si perdió, perdió. Lo entierra. Llora. Brinca. Entre los cronistas más importantes cabe recordar los nombres de Felipe González Toledo y José Joaquín Ximénez, redactores de los periódicos El Espectador y El Tiempo respectivamente. 11

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Pero sabe que fue en una pelea. Pero vea, así, usted no sabe. La cara quebrada. Las manitos quebradas. Dobladas. Las rodillas. Las coquitas de las rodillas todas flojitas. Todas toteadas. Las piernas hinchadas y con morados. Como si le hubieran arrimado un carro y se lo hubieran pasado por encima. Ah, y además, tenía un balazo en el pecho. Le atravesó el corazón y un pulmón. Y también tenía un tiro en el oído. Y la cabecita toda aporreada. La frente partida como cuando uno se da un golpe en la cabeza, que le queda una zanja... No le digo... De las cosas duras de la vida...” (1990: pp. 114 – 115).

El crimen de Patricia, que es efectuado por un narcotraficante en medio de un ataque de celos, está inmerso en un carrusel de muerte que forma parte de otros conflictos que experimenta la ciudad. El primero de ellos tiene que ver con las estrategias de limpieza social que adelantan los miembros de la policía en los barrios populares de la ciudad. La práctica, según cuenta el narrador, se configura en alternativa para solucionar problemas sociales que ratifican las condiciones marginales de una urbe que se desenvuelve en medio de la pobreza y la exclusión. El segundo conflicto tiene que ver con la promulgación del Estatuto de Seguridad por parte del gobierno del presidente Julio Cesar Turbay Ayala. Juan José Hoyos no hace referencias específicas a las nefastas consecuencias que tuvo el Estatuto para el país, pues la historia –en consonancia con el momento histórico–, culmina después de su expedición. El asunto queda plasmado en la historia como la estrategia escogida por el gobierno para afrontar los problemas de orden público que aquejan al país. Sin embargo, no se puede olvidar que el Estatuto –fundamentado en las doctrinas de Seguridad Nacional que Estados Unidos implementó en toda América Latina–, en realidad fue una estrategia contrainsurgente para frenar la avanzada comunista. 75


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Ahora bien, en el Boletín Cultural y Bibliográfico No. 28 de 1991 apareció una fuerte reseña crítica, firmada por Oscar Torres Duque, que sugiere que en la novela las masacres de jóvenes en los barrios populares son producto de la mano siniestra que se desató antes de la expedición del Estatuto de Seguridad (8 de septiembre de 1978). En tal sentido, Torres Duque sostiene que la postura del narrador ( Juan Fernando) para señalar lo anterior es tan tímida, “que lo único evidente es que hay una ciudad violenta” (pp. 116). Teniendo en cuenta que Juan José Hoyos resuelve el conflicto con una reconciliación entre policía y sociedad (al interior de la policía se desata una investigación que conduce a que varios miembros de la institución sean procesados y encarcelados) la crítica de Torres Duque ubica al escritor antioqueño como un pusilánime, incapaz de asumir una posición frente al fenómeno12. Al respecto, considero que el narrador experimenta un desconcierto frente a unos hechos que no logra desentrañar y comprender en su total dimensión, y esa actitud refrenda a Juan Fernando como testigo de la transformación degradante que está padeciendo la ciudad a finales de la década de los setenta. Sin embargo, no puedo desconocer que acierta Torres Duque cuando afirma que no saber y no comprender implican silencio, y el silencio, además de impotencia, termina convirtiéndose para el caso en complicidad. Por otro lado, históricamente es bastante improbable que la mano siniestra de la militarización se hubiese desAfirma Torres Duque: “Y esa impotencia, a la que no se le da un tratamiento interior desde el personaje, no es más que impotencia literaria: la incapacidad para sobreponerse a una realidad que no se comprende y que se deja fluir, con todo su engaño y su atrocidad, a lo largo de 530 inútiles páginas, a través de las cuales los verdaderos protagonistas, los actuantes, son los mismos, oscuros, violentos que han mancillado la ciudad. Ellos, al menos, parece decirnos la novela, tienen el valor de actuar, de vivir su ciudad a su manera” (1991: pp. 117). 12

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plegado antes de la promulgación del Estatuto, puesto que el mismo se produjo un mes después de la posesión del presidente Julio Cesar Turbay Ayala. Como una medida extraordinaria que otorgó facultades especiales al mandatario a través de la figura del Estado de Sitio13, era imposible adelantar una estrategia de una envergadura tan grande sin reunir las condiciones jurídicas mínimas que justificaran las acciones militares. Esas condiciones jurídicas precisamente estaban dispuestas para salvaguardar la responsabilidad de los militares14. Lo anterior, por supuesto, no implica que la resolución ofrecida por el escritor no produzca escozor. Pero sobre este aspecto quisiera volver más adelante, cuando analice la posición que asume el escritor respecto al campo de poder. Narcotráfico, limpieza social y el Estatuto de Seguridad evidencian una tenebrosa realidad social expresada a través de la muerte. Cada uno de los muertos que aparecen en la ciudad corrobora que el crimen es una manifestación anómala de la sociedad. “–¡Yo quiero que me expliquen por qué lo mataron!... ¡El no estaba haciendo nada malo! El salió de la casa solamente a tomarse unos tragos con un amigo... No iba armado... No llevaba ni si quiera una aguja...Yo me senté Figura consagrada en el artículo 121 de la anterior Constitución Política, que otorgaba facultades extraordinarias al presidente de la República en situaciones extremas (orden público o emergencia económica). Las medidas adoptadas podían extenderse y cobijar todo el periodo constitucional del mandatario (cuatro años). En tal sentido, la figura fue invocada por todos los presientes durante los últimos 40 años. Se decretaba semanas después de la posesión del mandatario y culminaba semanas antes del cumplimiento de su periodo de gobierno. 13

Cabe anotar que luego de la expedición del Estatuto, una de las primeras medidas adoptadas para la ciudad de Medellín consistió en designar al coronel Desiderio Vera James como Comandante de Policía de la ciudad. Su posesión se produjo el 15 de septiembre de 1978. 14

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frente a ella sin decir nada. No sabía qué hacer. Valmiki se quedó de pie, como una columna, mirándonos, con los ojos muy abiertos. – El compañero que estaba con él me lo contó todo... – dijo la señora, bajando la voz –. A ellos los cogieron el lunes, a las tres de la mañana, en Maturín. Los cogió una patrulla... Los llevaron a un puesto de policía y les pasaron un parte por batida... Después, a la una de la tarde, vinieron en un jeep y los sacaron del calabozo. Él salió muy contento, con el compañero. Pero apenas vio el jeep, les dijo que él no se montaba en ese carro. Su voz se quebró. – Entonces ellos comenzaron a pegarle con las cachas de los revólveres... Al amigo, que estaba viendo todo, lo hicieron retirar de ahí...” (1990: pp.111)

Bajo ese panorama, Hoyos destaca tres aspectos en relación con el crimen y el homicidio: primero, el desconcierto que tienen los personajes ante unos fenómenos que no logran comprender en toda su dimensión; segundo, la manera como la muerte se vuelve un acontecimiento tan frecuente en la cotidianidad que, por lo mismo, se desnaturaliza para el conjunto social, y es reconocido desde el anonimato; tercero, en los factores que desencadenan los asesinatos se anidan varios actos criminales que comprometen a organizaciones delictivas con la institucionalidad. Respecto al primer aspecto, a diferencia de la novela anterior, el desconcierto de los personajes no radica en tratar de comprender las circunstancias que desatan propiamente las muertes, las cuales –como si fueran piezas de un rompecabezas–, van aflorando para darle cuerpo a la historia. El desconcierto está en el inusitado incremento de asesinatos y, muy especialmente, en los métodos empleados para asesinar, donde la sevicia y la barbarie se conjugan para degradar la condición humana. “Ya con el señor de la funeraria me fui para el anfiteatro y entré a verlo. Ni para qué le digo lo que yo sentí... Vea, yo lo vi y ahí mismo me puse a llorar. Me dio mucha

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impresión. Estaba con la ropita toda rasgada, todo quemado y empantanado... Estaba con la cabeza que daba lástima. Y el cuerpo. Las piernitas quebradas. Los dientes, flojitos, flojitos. La cara quemada. Los ojos llenos de morados... En el pecho, tenía unos rayanos. No sé, estaba como quemado con colillas de cigarrillo. O con una platina. Yo no sé... Tenía las uñas moradas, como si se las hubieran chuzado con ganchos. El señor del anfiteatro me dijo que se veía que le habían dado una patada bajita en el estómago porque el miembro botaba gotitas de sangre...” (1990: pp. 114).

Los personajes que presenta Juan José Hoyos de nuevo son testigos de unos métodos de muerte que no forman parte del asesinato común que registra la ciudad. A los procedimientos donde las personas caen acribilladas por una ráfaga de metralla, se une la crueldad que despliegan los grupos de limpieza y las bandas delictivas pagadas por el narcotráfico, las cuales hacen revivir las imágenes dantescas de la violencia de los años cincuenta, en las que se pusieron en práctica diversas maneras de matar y atormentar el cuerpo15. Los acontecimientos narrados por Hoyos hacen pensar que esa brutalidad vivida en los campos durante la violencia bipartidista ahora se traslada a la ciudad, teniendo unos móviles distintos o cambiando el machete por el revólver, pero siendo procedimientos igualmente inhumanos, acompañados por un menosprecio total del cuerpo. Al respecto, consultar el estudio adelantado por María Victoria Uribe y Teófilo Vásquez de la violencia de los años cincuenta en el departamento del Tolima Matar, rematar y contramatar (1995), en el que rastrean varios de los métodos implementados por campesinos liberales y conservadores para torturar y asesinar al otro. De igual forma, consultar el estudio de Alejandro Castillejo Poética de lo otro. Antropología de la guerra, la soledad y el exilio interno en Colombia (2000) que explora, entre otros aspectos, las representaciones de la muerte desde los discursos religiosos, asistenciales y periodísticos. 15

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Por otro lado, a medida que el número de personas asesinadas va en aumento, el registro de la muerte adquiere otra dimensión, caracterizada por el anonimato. A pesar que el número de muertos conmociona y alarma, su incremento obliga a que el problema sea reflejado en escuetas cifras estadísticas, transfigurando los rostros de los asesinados en números, y los dramas en tragedias familiares perdidas en las miles de historias que suceden en la ciudad. “Hoy estamos conmovidos por la muerte de ese joven. Sin embargo, a unas cuadras de aquí, esta muerte ya no le preocupa a nadie. Y dentro de una semana, con excepción de su familia y sus amigos, ya nadie se acordará de él. Ni siquiera las autoridades, que, de acuerdo con la ley, tienen la obligación de investigar estos crímenes” (1990: pp. 201).

Ahora, siendo los medios de comunicación los mediadores de una realidad a través de las noticias, Hoyos no oculta el malestar que entre los periodistas suscita el sentir que buena parte de la responsabilidad recae en los propios reporteros: “Hice algunas llamadas de rutina para averiguar qué había pasado el viernes por la noche. No me llamó la atención ningún caso. Ni siquiera los muertos que habían encontrado en las afueras. Era triste decirlo, pero había terminado por acostumbrarme a ellos. En la madrugada del sábado habían aparecido tres. Pensé: tres párrafos, como hacia León. Uno por cada muerto. En la Policía me dijeron que ya estaban incluidos en el boletín” (1990: pp. 185).

No obstante, también queda claro que esa reacción de la prensa forma parte de una conflictiva que convierte a los periodistas en observadores impotentes, que se tienen que conformar con registrar la realidad que perciben: 80


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“Mirá, negrito – dijo, mirándome a los ojos y poniendo una mano en mi hombro –. Vos no sos el primer periodista que se da cuenta de una cosa de éstas y tampoco vas a ser el último... Esto está pasando hace muchos días... Y la gente que lo está haciendo es gente demasiado sucia... Se tomó el primer trago de aguardiente. Luego, con una sonrisa, volvió a hablar.– Negrito, no te pongás a pelear guerras que ya están perdidas... Calmáte... Dejá la fiebre... Conformáte con cumplir con tu trabajo, nada más, y con qué te paguen el sueldo... Vos no podés cambiar el mundo con tu máquina de escribir.... – ¿Querés que te cuente una cosa, negrito? – volvió a decir –. Historias como esas yo conozco muchas... – ¿Y por qué no las has publicado? – Porque aquí la gente no tiene valor de dar la cara... Vienen y le dicen a uno las cosas y después se van... Y lo dejan a uno solo, metido en la mierda” (1990: pp. 119).

Finalmente, en los factores que liberan los asesinatos se asocian actores legales e ilegales, dando lugar a organizaciones paraestatales, y configurando lo que Enzensberger define como competencia, ya que las organizaciones delictivas se vuelven también rivales de las instituciones legítimamente constituidas para mantener la ley y el orden. Lo anterior queda explícito en la conformación de grupos de limpieza social –integrados por miembros de la fuerza pública–, que despliegan una estrategia de muerte en la ciudad, dirigidos contra los jóvenes de los barrios populares, quienes son aniquilados de manera sistemática. Pero esa asociación va más allá, y Juan José Hoyos recrea la manera como las bandas delictivas, a medida que se comienzan a organizar, se introducen en todas las esferas sociales a través de la corrupción. En el siguiente ejemplo, Juan Fernando tiene la oportunidad de acompañar a una comisión de la gobernación de Antioquia a la cárcel. Allí los altos funcionarios, encabezados por el propio goberna81


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dor, comprueban que son los criminales y sindicados los que imponen las reglas al interior del claustro, modificando su estructura física y estableciendo las rutinas: “¿Ustedes saben qué pasó con estos inodoros? En principio, ninguno de ellos se atrevió a hablar. Finalmente, el más viejo de los tres dijo: – Los están cambiando, doctor... – ¿Están dañados? Yo los veo en perfecto estado... – No están dañados, doctor... Es que... A uno de los presos no le gustaron... Él pagó todo... – Entonces, ¿estas son las celdas? – volvió a preguntar el gobernador. – Sí, doctor... Aquí pasan la noche. De día pueden salir al corredor. – Las próximas vacaciones las voy a pasar acá – dijo el secretario de gobierno, sentándose en una de las camas...” (1990: pp. 474 – 475).

La situación llega a su punto más inaudito y risible cuando los miembros de la comisión indagan por la presencia de los presos, que supuestamente estaban en misa: “A las ocho y media, el guardián más viejo pidió permiso y llamó aparte a sus compañeros. Hablaron en voz baja, junto a la puerta de la cocina. Después, uno de ellos se acercó al secretario de gobierno. – Doctor – dijo, con la voz un poco entrecortada –. Para serle franco, yo creo que esta noche ellos ya no van a venir... El funcionario lo miró extrañado, y se levantó de la silla. – ¿Qué me quiere decir con eso? El hombre estaba muy apenado. – Nada, doctor. Simplemente, que pienso que ellos ya no van a venir. El secretario comenzó a ofuscarse. – ¿Entonces lo que usted me quiere decir es que ocurrió una fuga colectiva? – Una fuga, no, doctor – balbuceó el hombre, moviendo la cabeza –. Verá usted... El director, a veces, les da permiso, después de la misa... Es decir... Si usted vuelve el domingo por la noche tenga la seguridad de que encontrará aquí a todo el personal.

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Verá que no ha pasado absolutamente nada. De esta cárcel, hasta ahora, no se ha volado nunca ningún preso...” (1990: pp. 476).

Los tres aspectos anteriormente descritos adquieren su total dimensión en la figura del sicario, representada en la historia por el personaje de El Dragón. Aunque Juan José Hoyos no lo describe en principio bajo la denominación de sicario, las características que lo envuelven confirman su labor, donde su trabajo está al servicio de la fuerza pública (como miembro de la guardia personal del propio presidente del país), al servicio de la mafia (como escolta del traficante que dio muerte a Patricia, la muchacha que obsesiona al personaje principal) y al servicio de grupos paramilitares (integrado para acabar con guerrilleros dedicados al secuestro)16. La descripción que hace el escritor de El Dragón nos acerca a ese sicario que con posterioridad conoceremos con mayor detalle en el libro testimonial de Alonso Salazar, No nacimos pa’ semilla, publicado en el mismo año de 1990 en que vio la luz la segunda novela de Juan José Hoyos17. En el siguiente diálogo, que entabla Juan Fernando y El Dragón, el periodista, inmerso en el desconcierto por comprender la muerte de una muchacha en medio de Son varios los pasajes que tienen una gran similitud con acontecimientos verídicos que ocurrieron en la ciudad de Medellín. En torno a la conformación de grupos de asesinos para combatir el secuestro por parte de grupos insurgentes, es importante recordar que a mediados de la década de los ochenta Pablo Escobar Gaviria conformó el grupo Muerte a Secuestradores (MAS) para combatir al movimiento insurgente M-19, responsable del secuestro de la hermana de los narcotraficantes Fabio y Jorge Luis Ochoa. 16

Aunque la publicación de ambos libros se produce en el mismo año, no se puede perder de vista que la narración de Hoyos se ubica temporalmente a finales de la década de los setenta, mientras los testimonios recogidos por Salazar se sitúan diez años después. 17

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un carrusel de sangre, trata de ir más allá de la inquietante imagen de asesino a sueldo. Las preguntas que formula el periodista no tienen el propósito de sumergirse al submundo de El Dragón, pero las respuestas que éste ofrece terminan humanizándolo, además de proporcionar algunas de las características que más adelante definirán a los sicarios18. “Usted quiere saber quien soy... Entonces le voy a hablar de las cosas que me gustan... Me gustan las motocicletas... Me gustan las pistolas italianas. Me gusta la música de los Rolling Stone... – Tengo otra pregunta. ¿En qué forma le gustaría morir? El Dragón me miró a los ojos. – En cualquier forma – contestó, sin vacilar –. Eso sí, con una condición: que no me vayan a amarrar para matarme... – ¿Le gustan los amuletos? – Adoro los escapularios. – ¿Piensa casarse? – Detesto a las mujeres. – ¿Quisiera tener un hijo? – Sería un huérfano... – ¿Cuál es su canción preferida? El Dragón se quedó callado. Luego dijo, cerrando los ojos: – <<Angie>>, de los Rolling Stone. Daría todo lo que tengo por volver a oír esa canción” (1990: pp. 498).

Ahora bien, en la primera parte del capítulo retomé parte del análisis que hace Michel Foucault de la relación entre las formas jurídicas, el poder, la verdad y el acto criminal. El análisis –que resulta básico para comprender,

Una crítica interesante respecto a la manera como algunos escritores convirtieron estas características en estereotipos se encuentra en el artículo de Maite Villoria Nolla, “(Sub)culturas y narrativas: (re)presentación del sicariato en La virgen de los sicarios” (2002), donde analiza algunos elementos que constituyen la subcultura del narcotráfico y los (sub)mundos que habita el sicario. Villoria cuestiona la construcción estética por parte de los escritores frente a un sicario cuya representación desvaloriza la violencia al volverla comercial, además de degradar los valores de la cultura popular (PP. 110). También observa como en la novela de Fernando Vallejo se estigmatiza y se cae en estereotipos que fijan el estatus del sicario, sin ofrecer una referencia contextual del motivo que genera la violencia (PP. 111). 18

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entre otros aspectos, el proceso que configura al crimen como un daño a toda la sociedad–, lo considero, además, pertinente para demostrar que las novelas de Juan José Hoyos representan situaciones donde las actividades criminales hacen agua con toda forma de poder institucional, transgrediendo las normas e imponiendo, como es por todos sabido, unos nuevos códigos éticos, morales y sociales. Al margen del interés que las formas jurídicas busquen defender, los crímenes que Juan José Hoyos describe en sus novelas registran una dinámica, para la época inusitada, que desafía a la institucionalidad, porque tiene el poder de comprar, corromper, enajenar o asesinar. En las dos narraciones, esa dinámica no tiene en el sicario el rostro más siniestro de la tragedia; ese rostro está sumergido en una ciudad que no oculta su profunda condición marginal, reflejada en el asesinato de los jóvenes de los barrios populares a manos de aquellos que tienen la responsabilidad social de garantizar su seguridad. Cuando los jóvenes no son asesinados, se convertirán en la fuerza que integrará el engranaje de muerte que más adelante conformará la Mafia. Y, sin embargo, en medio de la podredumbre que se desprende de la ciudad, Juan José Hoyos vuelve a reconciliar al personaje principal con el entorno, aunque el proceso se desprenda de reconocer que los tiempos que se avecinan no serán mejores. El escenario para la reconciliación no puede ser otro que el cementerio. Ubicada en la parte baja de la ciudad, Juan Fernando puede contemplar desde allí en su total dimensión a una Medellín que refleja en su arquitectura a dos o más ciudades, todas aglutinadas en un mismo mapa que no logra ocultar la condición popular de unos sectores, la marginalidad de otros y la opulencia de unos pocos. Rodeado de tumbas, Juan Fernando identifica que cada una de las líneas negras de asfalto que bajan de la montaña confluye en el camposanto. Esa imagen le 85


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permite comprender la tragedia que se cierne sobre sus cabezas, pues el cementerio no representa cosa distinta que el vientre que cobija a todos los muertos, indistinto que sean víctimas o victimarios. De ahí las frases y los diálogos lapidarios que plantea el escritor hacia el final de la novela: “¿Quién mató a quién y por qué razón? Para esa pregunta casi nunca había una respuesta en la sección judicial. Sin embargo, con la visita al cementerio, ahora comprendía por fin que todos los crímenes escondían una historia. Todos esos muertos sin nombre, como la muchacha, como el hermano de El Pájaro, como el testigo de Daniel, como el hijo de la señora, los ochocientos o mil muertos de cada año, tenían un nombre y tenían una historia. Alguien, con un nombre conocido, los había matado por un motivo. Incluso en los crímenes más inexplicables. Pero la historia nos parecía a todos irrelevante. Les dedicábamos un párrafo en el periódico, los escondíamos, con tal de aplacar el temor. Creíamos que explicando la muerte, aunque fuera de un modo simplista, nos protegíamos contra la desgracia. La historia de tantos muertos sin nombre y con nombre que, sin hallar, buscábamos cada día, se me reveló de pronto allí, después de dejar la tumba de El Dragón, ese hombre ahora igualado por la tierra, enterrado en medio de tantas víctimas sin nombre, y ahora víctima él también” (1990: pp. 516).

Juan Fernando –que visita el cementerio por petición de la hermana de Patricia, la muchacha asesinada que tanto lo obsesionó–, encuentra la tumba de la muchacha y la tumba de su padre y la tumba de El Dragón y la tumba de los no identificados y las tumbas de todos los asesinados, y también descubre que la imagen de las líneas negras de asfalto llegando al cementerio ofrecen paz y tranquilidad; 86


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a pesar que la “vida es una de las cosas más baratas que hay en este país” (pp. 522), Juan Fernando comprende que es necesario hacer el duelo de la persona muerta, aunque esa comprensión no implique, como es natural, perdón y olvido.

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Dos hombres se matan peleando: es muy doloroso. Uno coge su hijo: si perdió, perdió. Lo entierra. Llora. Brinca. Pero sabe que fue en una pelea. Pero vea, así, usted no sabe. La cara quebrada. Las manitos quebradas. Dobladas. Las rodillas. Las coquitas de las rodillas todas flojitas. Todas toteadas. Las piernas hinchadas y con morados. Como si le hubieran arrimado un carro y se lo hubieran pasado por encima. ¡Ah!, y además, tenía un balazo en el pecho. Le atravesó el corazón y un pulmón. Y también tenía un tiro en el oído. Y la cabecita toda aporreada. La frente partida como cuando uno se da un golpe en la cabeza, que le queda una zanja... No le digo... De las cosas duras de la vida Juan José Hoyos



CAPÍTULO III

RECORRIDOS POR LA CIUDAD DE MEDELLÍN

M

eses después de publicarse la novela Tuyo es mi corazón (mayo de 1984) Juan José Hoyos fue invitado en la ciudad de Medellín a participar en un ciclo de conferencia en torno a la relación ciudad y literatura. Con la ponencia “El barrio, las esquinas, los muchachos, la ciudad y los problemas de la novela” (1985), el escritor antioqueño aprovechó la oportunidad para rechazar aquellas taxonomías que tratan de situar al género en una categoría determinada. Para el escritor, clasificaciones como “novelas de aventuras”, “novelas de amor”, “novelas de ciencia ficción”, “novelas de costumbres” o “novelas urbanas” no indican cosa distinta que etiquetas – ideadas por las editoriales y respaldadas por los comentaristas literarios – para una mejor promoción publicitaria de los libros. Juan José Hoyos considera que, para la época, las novelas que abordan el tema de la ciudad son producto de un fenómeno inevitable para toda una generación de escrito91


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res “que del campo solo tiene una vaga idea alimentada por las historias que cuentan los viejos, los tíos, los abuelos. En vez del olor de la hierba y de los establos y de las vacas y del humo de los fogones de leña, nosotros tenemos en nuestras narices, porque hemos crecido con ellos, los olores de la gasolina, el asfalto mojado, el humo de las fábricas y hasta el olor de la marihuana” (pp. 6). Según Hoyos no existe la “novela urbana” y no puede denominarse una historia como tal por el hecho de tener personajes que viven en las ciudades; la novela debe tener una valoración al margen de la temática y del escenario donde se adelante la historia. Otorgándole la razón al escritor sobre el particular, no se puede olvidar que una historia se desenvuelve en unos escenarios particulares, y trabaja unos tópicos también particulares. Ambos elementos enmarcan a la novela. Para el análisis crítico, estos dos elementos resultan imprescindibles, porque –al margen que comentaristas, críticos o casas editoriales quieran acuñarle determinado nombre a un relato–, el escritor plasma en la novela una idea que encuentra su evolución en una estructura narrativa, en una valoración de los escenarios, en una construcción de los personajes y en un desarrollo temático. Para el caso que nos ocupa, es indudable que Juan José Hoyos representa a la ciudad de Medellín en dos momentos históricos distintos, que nos proporcionan una idea de sus aspectos físicos o de sus dinámicas socioculturales. Esa representación está por encima del rechazo que exprese el escritor cuando ubican sus historias dentro de la categoría de “novela urbana”. El presente capítulo transita con los personajes escenarios vitales de la ciudad de Medellín, que permitirán identificar la representación que construye el escritor. Ese deambular se concentrará en los siguientes tópicos: la relación 92


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ciudad y literatura; el vínculo que entabla el individuo con el espacio urbano; los puntos que en las dos novelas marcan el paso por la ciudad.

Relación ciudad y literatura En su estudio Ciudades escritas. Literatura y ciudad en la narrativa colombiana (2000), Luz Mary Giraldo reconoce la ciudad como el lugar donde todos los caminos se cruzan, planteándonos como la literatura contribuye a exponer los imaginarios de unas ciudades narradas a “imagen y semejanza de la realidad, la historia, los sueños o las pesadillas” (2000: pp. xiii), pues cada época determina una forma muy particular de concebirla. El análisis también reconoce la manera como “la ciudad reclama y afirma una forma de expresión y escritura” (2000: pp. xvii), permitiendo una evolución en términos literarios, pues las historias pasan de ser la representación del mundo ideal del escritor a la representación de unos espacios que exponen unas formas de vida, unas realidades culturales y unos imaginarios socioculturales. Giraldo también señala que las ciudades han sido concebidas y narradas de acuerdo con la manera de vivir de cada autor, permitiendo un recorrido que va de las ciudades que han sido recreadas desde sus espacios arquitectónicos, pasando por las ciudades que exponen las relaciones conflictivas y fragmentadas que definen a los sujetos de finales y comienzos de siglo, hasta la traumática crisis de valores que caracteriza a las ciudades contemporáneas (2000: pp. xiii). En cualquier caso, indagar sobre la ciudad es hacer un esfuerzo por compenetrarse con los espacios. No basta con caminar por las esquinas y dejarse sorprender por imágenes y sujetos que pueden provocar nuestra admiración o rechazo. Recorrer la ciudad es armarse de elementos y de una especial sensibilidad que permita leer sus códigos, sus representaciones y, mediante la literatura, sus distintos mo93


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dos de escritura y reescritura, porque la ciudad no sólo es un armatoste de instalaciones física que todos los días se construye, se destruye y se vuelve a construir (Cruz Kronfly: 1998, 167); es la conjunción entre habitantes y espacios, en una relación que configura en sus entrañas sueños, anhelos, frustraciones, desgracias, proyecciones, esperanzas, desilusiones y un sinnúmero más de posibilidades. Los escenarios urbanos, como lugares simbólicos, se convierten en relato, porque como lo recuerda Juan Carlos Pérgolis, la ciudad no es otra cosa que un montón de redes superpuestas, donde la red emocional es básica porque otorga sentido y construye afectos: “El nodo afectivo o emocional puede ser muy diverso. No necesariamente tiene que ser la emoción de la vida. Puede ser simplemente descubrir esas sensaciones cotidianas que ofrecen la arquitectura y la ciudad: un contraluz, una perspectiva...” (Pérgolis, 1995: pp. 4).

En esa red de afectos emocionales –acota Pérgolis–, a las ciudades hay que descubrirlas y desentrañarlas porque nunca se ofrecen. Pero en ese descubrir no se puede caer en el error que sentenció Italo Calvino en Las ciudades invisibles (1985), cuando en la voz de Marco Polo decía que la ciudad no puede confundirse con el discurso que la describe. Al respecto, Juan Carlos Pérgolis, citando a Francois Lyotard, afirma “que el discurso es contrario a la narración”, pues el primero habla desde la disertación que define, mientras la narración nos permite acceder desde el rumor y las anécdotas que se suscitan en la cotidianidad.

A la deriva por la ciudad Aunque son varios los teóricos que desde distintas disciplinas contribuyen a la comprensión del tema de la ciudad, hay un elemento en el cual se centrará el presente 94


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apartado: el vínculo entre el individuo y el espacio urbano. Para comprender esa relación, es fundamental entender antes que, para el caso de Latinoamérica, la ciudad es producto de la modernidad; una modernidad pensada como proyecto que permitió el camino para llegar a un proceso de modernización (Gorelik, 2003: pp. 13). Bajo ese proceso modernizador, la ciudad latinoamericana distinguió tres momentos históricos: la modernización conservadora de finales del siglo XIX, las vanguardias de los años treinta, desatadas por el proceso de industrialización que experimenta la región a través de la sustitución de importaciones, y el desarrollo de los años cincuenta y sesenta. En los tres momentos, la ciudad fue –a partir de la planificación–, “pensada nuevamente como la partera de cultura moderna, es decir, como la inventora de una sociedad moderna” (Gorelik, 2003: pp. 21). No obstante, Adrián Gorelik destaca que ese proceso modernizador produjo en las ciudades latinoamericanas un sentimiento de desencanto, sujeto a un crecimiento desordenado, fragmentado, excluyente y marginal que forjó entre los habitantes una impresión radicalmente antiurbana, antimoderna y antimodernizadora. Para el historiador argentino, esa sensación de rechazo, reflejada, por ejemplo, en la música de los años setenta con cantautores como León Giego, Charly García o Alberto Spineta para el caso argentino, se constituye en una postura legítima post/moderna. Gorelik introduce, entonces, un nuevo prefijo, denominado post/post/modernidad, como un proceso que, en el esfuerzo porque las ciudades latinoamericanas recuperen esa noción de la modernidad y de sus claves modernistas1, nos invita a revalorar tanto a la ciudad como el papel que en ella cumplen los individuos. Gorelik retoma las categorías de modernidad, modernización y modernismo que plantea Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire (1988). 1

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En tal sentido, Juan Carlos Jaramillo nos habla de la ciudad como un lugar que se debe domesticar (2003: pp. 83). La ciudad, más allá de ser una construcción urbanística y arquitectónica que posibilita que los ciudadanos moren, está constituida por escenarios urbanos que son domesticados cuando se generan vínculos con ellos, bien sea la casa, la calle o lo que Marc Augé denominó como los no lugares2, entendidos como espacios del desencuentro. Jaramillo, aludiendo al análisis que hace Richard Sennett en Carne y piedra (1997), se pregunta: ¿cómo domesticar ahora esos lugares cuando la velocidad y lo efímero dominan en la ciudad? Esa pregunta resulta aún más sugerente cuando no sólo las calles y las avenidas se construyen bajo esa premisa de la velocidad, sino que también las nuevas tecnologías nos introducen sensaciones diversas que permiten recorrer la ciudad sin necesidad de movimiento, y cuando las relaciones personales y comunicativas aumentan esa sensación de amenaza. Esa pregunta nos lleva a entender que la ciudad es la gente, porque son los individuos los que construyen la ciudad y la ciudad la que construye a los individuos; también nos conduce a valorar los usos de la ciudad. En la relación que establece el individuo con la ciudad hay que destacar que ese sujeto social conforma redes simbólicas, genera vínculos y tiene sus propias formas de asumir tanto su territorio al interior de la ciudad, como la ciudad en su conjunto. Hablamos, entonces, de una ciudad que a pesar de ser vivida por cada individuo de una manera muy particular, requiere de la intercomunicación, que

Según Augé un “no lugar” es un espacio que se soporta sobre lo provisional, lo que impide que sobre el espacio los sujetos puedan construir identidad histórica que deje un rastro de memoria. Por lo mismo, en el momento en que el individuo establece vínculos con el espacio, el mismo se vuelve como propio y deja de ser “no lugar”. 2

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no es otra cosa que el ejercicio que hace o debe hacer el ciudadano para poner en diálogo, en interacción social su territorio con los otros territorios, su concepción con las otras concepciones. Esa relación se da tanto en un ámbito interno como externo, es decir, involucra las esferas públicas, privadas e íntimas. Asumiendo la tesis que nos presenta José Luis L. Aranguren en el texto “El ámbito de la intimidad” (1989), en el mundo contemporáneo las tres esferas no son espacios separados ya que se comunican entre sí, haciendo posible que algún elemento característico de las tres esferas se inmiscuya en cualquiera de las otras dos (pp. 21). No obstante, son espacios distinguibles; pero tener que aclarar que las tres esferas son distintas es tener que aceptar que las fronteras entre unas y otras son cada vez menos visibles. Lo anterior nos plantea una concepción distinta de la ciudad, concebida desde una arquitectura pensada y desarrollada para el tráfico y la visibilización mutua. En tal sentido, Richard Sennett introduce en el libro Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental (1994) el concepto de “cuerpo pasivo”, como un cuerpo que está en función del movimiento3. El espacio urbano está diseñado para cumplir ese fin, y en la medida en que cumple esa función, el cuerpo del individuo se hace menos estimulante, en una geografía que refuerza los mass media (pp. 20). Pero, además, la ciudad se recorre desde una multitud de espacios mediáticos frente a los

Las reflexiones de Richard Sennett en torno al espacio público y el movimiento se inician en el también célebre libro El declive del hombre público (1978), donde el análisis devela como la arquitectura moderna transforma un espacio público que deja de ser un escenario para la socialización y el encuentro, para convertirse en un lugar para el tránsito. Sennett sentencia que estas características forman parte de lo que denomina “espacios público muerto”. 3

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cuales no existe la necesidad de movilizarse físicamente; lo más contradictorio es que esa movilización es celebrada por los individuos como un gran avance para mejorar la comunicación en los escenarios laborales y, lo más grave, familiares y personales. Los recorridos se pueden realizar, entonces, a través de dos maneras: sonámbula o insomne. En la primera, el sonámbulo se caracteriza por su pragmatismo en el recorrido, con trayectorias predefinidas, con la capacidad para adaptarse a situaciones incidentales, leer hitos en el paisaje y corregir su trayectoria según sea el caso. Lo más importante del recorrido sonámbulo es su capacidad para no vincularse, no distraerse, no ser abordado o detenido innecesariamente. Por el contrario, el recorrido insomne es aquel que se hace desde la extrañeza de un espacio que no se conoce, que no se domina y que, precisamente, provoca crispación existencial ( Joseph, 1998: pp.15). Citando a Gabriel Tarde, Georg Simmel y Erving Goffman, Isaac Joseph establece tres nociones importantes para comprender los recorridos en la ciudad: el extranjero, lo público y las circunstancias. En cuanto al extranjero, pensemos en un actor social cuya pertenencia comunitaria está relativamente indeterminada, fluctuando entre las fuertes vinculaciones a grupos primarios (la familia) y vinculaciones débiles en los distintos roles que asume de acuerdo con los escenarios en que se mueva (empleado, estudiante, militante de un movimiento político). En relación con la noción de lo público, Joseph denota las características de los sujetos en la ciudad; características relacionadas con modos de vida, prácticas urbanas, relaciones sociales y, en general, todos los comportamientos propios de los que llamamos urbanidad. El lugar de confluencia del extranjero al interior de la ciudad está marcado por los rituales que se presentan en la cotidianidad. La tercera noción, las circunstancias, revelan el rol 98


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siempre cambiante de los actores sociales. El espacio público se presenta como la escena de una dramaturgia, donde los sujetos constantemente se socializan y se de-socializan, dejándose conducir por su sensibilidad, las circunstancias y las apariencias4. Los distintos conceptos recogidos anteriormente, proporcionan los elementos necesarios para embarcarnos en el análisis de una narrativa que concibe a Medellín como espacio vital.

Redes de afecto por Medellín He mencionado en los capítulos anteriores que una característica que en las dos novelas acompañan a los personajes principales está en el desconcierto que experimentan ante una realidad que es percibida como avasallante. Comenté que en la primera novela ese desconcierto forma parte de la crisis existencial que se desata en el universo adolescente. Sin embargo, esa crisis que abate a Carlos permite que la relación que construye con el espacio urbano sea emocional y afectiva, la cual se ajusta al perfil de un personaje en proceso de formación que vive con toda intensidad vivencias atadas a las esquinas, al granero, al teatro, a la sensual imagen de María Félix, a los programas radiales o a la peluquería del barrio. En la segunda novela, la relación con los espacios está basada en una percepción degradante que tiene el personaje principal del espacio público. En Tuyo es mi corazón no cabe duda que Juan José Hoyos es un escritor que vincula a los personajes con redes afectivas y emocionales, y son esas redes las que pro-

Isaac Joseph ve en la ciudad “templos del simulacro”, es decir, la ciudad como un gran escenario teatral en el que los sujetos sociales miran y son mirados. Como un escenario teatral, existen actores y espectadores que se desenvuelven como “comediógrafos” que inventan formas sociales (1998: pp. 29 – 30). Esa misma noción también es trabajada por Richard Sennett a través de la categoría de teatrum mundi, donde los sujetos repiten significados sociales conocidos. 4

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porcionan sentido. Lo anterior, latente en la novela, queda expresado por Hoyos cuando afirma que un escritor “no trafica con las emociones, sino que las sufre” (1985: pp. 4). La frase – lanzada como uno de los tantos argumentos para criticar lo que para él representa una crisis de la novela, consistente en la forma como los escritores de la época estaban más preocupados por los problemas de forma (como las técnicas de narración) que por los contenidos de la obra misma – apunta a definir la esencia de su relato: la historia “sobre la soledad de un muchacho que (...) está solo sobre el corazón de la tierra, traspasado de amor, y en su deambular desesperado y sin rumbo por las calles del barrio, solo encuentra muerte y desolación” (1984: pp. 20). Desolación y muerte, sin embargo, no ensombrecen la remembranza de unos espacios que se ubican en la esfera pública, y que cumplen con la segunda significación que, según H. Arendt, posee la palabra público5, la cual implica, por un lado, lo que nos es común a todos, y, por otro, lo que une y al mismo tiempo separa, puesto que la valoración individual de ese elemento común lo convierte en referente propio (1993: pp. 61 – 62). Es importante no perder de vista lo anterior a la hora de adentrarnos en los recorridos que realizan todos los personajes por el barrio de Aranjuez, pues el sentido que adquiere lo público no radica en la simple descripción de la calle, de la esquina o del programa radial. Estos escenarios son públicos porque si bien son lugares comunes a todos los personajes, cada uno de ellos le otorga un juicio particular (privado si se quiere) en relación con el otro. Para Carlos deambular por las calles, tomarse unas cerveDe acuerdo con Hannah Arendt (1993), la primera condición de la palabra público significa lo que puede ser visto y oído por todos y tiene la más amplia publicidad posible (pp. 59). 5

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zas en el granero, dialogar en la heladería, pasar las tardes debajo de las mangas, ir a cine los fines de semana, son actividades que reivindican el sentido de lo público, toda vez que cada uno de esos lugares propicia encuentro y socialización. De ahí que sus recorridos estén lejos de ser catalogados como insomnes o sonámbulos; el deambular del personaje principal no es el de un cuerpo pasivo que transita sin tener conciencia de sus itinerarios. Ahora, como la anoté anteriormente, la sensación de perplejidad que azota a Carlos forma parte de la crisis existencial que acompaña a cualquier adolescente; pero esa sensación no le quita la perspectiva para concederle el sentido justo a cada espacio. En la siguiente cita, por ejemplo, puede percatarse la manera como Carlos instituye con claridad la función que cumple un lugar en apariencia tan trivial como es la peluquería del barrio: “La peluquería, en el fondo, no era para uno motilarse. Era para eso... para pasar esos días largos y tristes en los que uno no encuentra nada qué hacer y todo le sabe a mierda... La peluquería era uno de los sitios obligados del barrio. Por el frente pasaban los buses del centro. Los pelados hallaban sosiego por las tardes leyendo a veinte centavos revistas de aventuras que alquilaba el viejo del coco y las velitas. Con la cabeza metida entre muñecos de Tarzán, Mandrake o Superman, los pelados se pasaban las horas sentados en una banca larga de madera, junto a la acera...” (1984: pp. 62).

Atención especial merece el caso de la música, puesto que las letras y tonadas se configuran, por un lado, en el vehículo sobre el cual el personaje principal afirma su identidad y expresa su crisis existencial; por otro, boleros y canciones populares establecen un vínculo comunicativo que demarca las diferencias entre el universo rural y el universo urbano. 101


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Sobre el primer aspecto, las canciones se erigen como meta-relatos que refuerzan el desconcierto del personaje principal frente a la perplejidad que provoca una ciudad que está cambiando los rituales juveniles. Ello ocurre con las baladas y con el twist que en todo el país impuso agrupaciones como el Club del Clan: “Carlos pensó que algo nuevo estaba sucediendo en Medellín. Enredado en ese ritmo, en esas baladas tristes, escondido detrás de aquel twist alocado de la gallinita Josefina que una noche vio bailar a una muchacha en una fiesta casera, algo estaba llegando a la ciudad. Ahora se veían muslos por ahí. Falditas cortas. Botas. La motilada estaba pasando de moda...” (1984: pp. 60).

El escritor aprovecha el vínculo con las canciones para ahondar en algunos elementos que identifican a los jóvenes. El más importante se encuentra en las producciones culturales, entendidas como manifestaciones y espacios comunicativos que –a través de los programas radiales, el cine o las revistas–, recrean el gusto adolescente. Estas producciones también son claves en la narración, porque empiezan a revelar la fuerte influencia de los medios masivos de comunicación y su consolidación para convertir a los jóvenes en los receptores principales de la industria musical y cinematográfica. Los jóvenes, entonces, son fieles oyentes de programas como La hora phillips y los especiales del Club del Clan; asiduos visitantes del teatro Laika para observar los estrenos de María Félix y Pedro Infante; devoradores incontrolados de comics, magazines y fotonovelas. No obstante, llama la atención que Juan José Hoyos pase por alto dos elementos muy importantes para esa construcción de identidad juvenil. Me refiero a la jerga y a la estética. Ninguno de los dos aparece en la novela. 102


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En lo que respecta a la jerga, ésta es vital para los jóvenes porque marca una diferencia sustancial en relación con el lenguaje adulto. Sin embargo, es evidente que Juan José Hoyos buscó mantener una narración alejada de los modismos de época. Las razones de la omisión aún no las he podido establecer. En cuanto a la estética, es triste que mediante implementos como la ropa o el adorno no se pueda rastrear el contexto social e histórico de la ciudad. Sostengo que es triste y lamentable porque esos elementos reflejan dinámicas de una inmensa riqueza, entre otras, la manera en que los jóvenes se apropian de su cuerpo y expresan lo que sienten y lo que quieren. Por otro lado, boleros y canciones populares, entonadas por cantantes catalogados de cantina como Olimpo Cárdenas o Julio Jaramillo, son también meta-relatos que reafirman la identidad de un adolescente que reconoce en las letras el reflejo perfecto de las sensaciones que lo alegran o lo apesadumbran: “La canción traía demasiadas cosas. Carlos recordó las largas tardes en el teatro Laika, cuando se volaba de la escuela. Oía ese disco y esa voz, mientras aún el operador no se resolvía a apagar unos cuantos bombillos amarillos que iluminaban débilmente el local. Los vagos se echaban sobre la silla de madera, fumando, con los pies montados en el espaldar de adelante, mientras Charlie Figueroa cantaba. Así era toda la semana. Antes de la función de las dos y treinta de la tarde, el operador siempre ponía el mismo disco, gangoso y rayado, pero hermoso. Tengo mucho frío en el alma, Sin el calor de tus besos... De tanto oírlo, pensó Carlos, el disco se había pegado a un montón de cosas. Todas ellas desfilaban por sus

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ojos mientras duraba la canción. La orquesta se perdía en el fondo, detrás de la voz, y lo único que sobresalía a ratos era una trompeta que hería como una tristeza muy grande” (1984: pp. 95).

Finalmente, las canciones también las podemos entender como una expresión artística que trasciende la función estética y cumple una función comunicativa6. Las letras y tonadas lanzan a los personajes a remembranzas que refuerzan su estado emocional –los obliga a preguntarse “¿por qué, oyendo solamente una tonada, uno podía acordarse de todas las minucias de una historia?”–, pero también los ubica en dos universos que siguen perviviendo en las ciudades colombianas: lo rural en medio de lo urbano. Ante la fuerza que comienza adquirir las baladas, el rock y el twist, la música señala el marcado contraste que acompaña la formación de unos escenarios urbanos que están impregnados de unos ambientes y unas prácticas arraigadas en las costumbres campesinas de sus habitantes. Las canciones populares, enraizadas en el sentir de la gente, establecen el puente con ese mundo rural que pervive en el espíritu de los barrios populares de Medellín. A diferencia del caso argentino analizado por Adrián Gorleik, donde las tonadas y especialmente las letras de los rockeros de los años sesenta y setenta reflejan un Jan Mukarovský (1977) explica que toda obra de arte es un signo autónomo constituido por tres elementos, entre ellos la relación entre la obra y el contexto general de fenómenos sociales (pp. 40). En tal sentido, la música es una de las artes que, además de cumplir una función estética, también cumple una función comunicativa. Sin embargo, para Mukarovský esta función no está en el contenido de las canciones, puesto que su objeto de estudio es la música clásica; la función se concentra en los componentes formales de una pieza, es decir, la tonalidad, la formación melódica, la formación rítmica o el timbre, que serían los elementos que desatan en el receptor lo que el crítico checo denomina “una experiencia vital” (pp. 90). 6

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sentimiento antiurbano, la música en el primer libro de Juan José Hoyos no expresa el desencanto de los personajes por la ciudad, pero sí vincula las voces de Ligia Mayo, Charlie Figueroa, Daniel Santos, Felipe Pirela y demás cantantes con el imaginario popular. De ahí que Carlos manifieste en uno de los apartes que “es solamente música de cantinas, pero... es la música más linda del mundo... Lo que pasa es que hay que sentarse a oírla para saber lo que cantan estos tipos...” (1984: pp. 195). Ese imaginario popular encuentra en la música el referente que ata la existencia con la desesperanza, con los lugares y, muy especialmente, con los recuerdos: “Creo que para todos sería más difícil la vida sin los cantantes. Diego seguía oyéndola hablar, mientras pensaba que buena parte de su vida, de una u otra forma, también estaba unida a muchas canciones que había oído en los radios de las casas, en los parlantes y en los pianos de los graneros y las heladerías. Algunas de esas canciones, por quién sabe qué poder, lo transportaban a viejos tiempos que él quería olvidar y no podía. Olimpo Cárdenas, por ejemplo. No podía desprenderse de su voz, que le traía a la memoria la pesadumbre de una tarde lluviosa de domingo en la que él caminaba con los pies descalzos por entre un fangal. Los Cuyos, a su vez, la hacían acordar de los días de la madre, esos días horribles en los que tanta gente se emborrachaba y se hacía matar en las cantinas, en alguna pelea” (1984: pp. 401 – 402).

Ahora, la música tampoco puede considerarse al margen del origen inmigrante y de las condiciones de marginalidad que rodean al personaje principal. En torno al primero, las letras de las canciones en boca de los personajes, también arrastran los recuerdos registrados en el populoso barrio Aranjuez, que –constituido por familias pobres “que 105


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llegaron a Medellín de todas partes de Antioquia después de que mataron a Gaitán” (1984: pp. 336)–, es asimilado por Carlos como un pueblo. Esa imagen es producto de la relación que se entabla con una serie de melodías que en la memoria del narrador y del escritor marcan la identidad de esos lugares. Sobre el segundo, los recuerdos, evocados con nostalgia y cierta alegría, tienen en la pobreza unas condiciones particulares palpable en la manera como Carlos observa y valora su cotidianidad. “Ahora entendía lo pobres que habían sido. Para él esa palabra que se usaba compasivamente, sobre todo en los sermones de la iglesia, había carecido de sentido. Nunca, que recordara, les había faltado qué comer. Sus hermanos sí estaban un poco flacos, pero jamás había oído de épocas en las que se hubieran quejado de hambre. Sin embargo, ahora, con sus propios ojos, podía ver que prácticamente no tenían nada. Lo primero que el viejo podía decir que era suyo era esa casa hacia donde ahora iban y que él no podía imaginarse. Sobre el valor de lo que transportaban lo decía todo el descuido con que el mono, siendo primo del viejo, había arrumado las cosas. Le importaba un pepino que el escaparate chillara, con las patas ya a punto de quebrarse. Tiraba las cajas unas encima de otras sin preocuparse qué iba dentro. La vajilla era tazas de loza, todavía distintas, y algunas ya rajadas en los bordes. ¿Estufa? Por estufa tenían una vieja parrilla que se dañaba a cada rato. Hasta hace poco habían cocinado con carbón, para que las cuentas de la luz no vinieran demasiado altas” (1984: pp. 337).

El tramado que resulta de entretejer marginalidad, música y nostalgia soportan una descripción de la ciudad que se basa en los afectos y las emociones. Es por ello que el 106


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personaje, tal como lo reconoce el propio escritor cuando afirma que “que estar vivo y querer a una mujer es la única maravilla posible” (1985: pp. 20), busca que su historia como individuo no sólo se rastree en la memoria de una inmigración dolorosa. Los boleros, las baladas y la música de cantina se funden para que las calles de la niñez y de la adolescencia de Carlos sean raíz; la música domestica los espacios y configura en su mapa mental lugares que ni siquiera la violencia logra opacar; Carlos siente a Medellín en sus entrañas, y comprende que, a pesar de la muerte, encontrarla y amarla es simplemente maravilloso. Por lo mismo, difiero de la crítica que Humberto Barrera hace en el Boletín Bibliográfico del Banco de la República No. 5 de 1985, cuando señala que las descripciones del escritor en torno a los programas radiales, las canciones o los periódicos resultan innecesarias. Acierta el crítico cuando anota que hay algunos pasajes donde las descripciones terminan siendo irrelevantes para la evolución de la historia; pero en el caso particular de los programas radiales y de las calles, su descripción resulta vital para la comprensión de la ciudad.

Recorrido de muerte por Medellín Ese elemento musical que resultó tan importante en la primera novela, desaparece como recurso narrativo en El cielo que perdimos. La percepción de Medellín adquiere una dimensión mayor en la medida en que las descripciones sobre los escenarios urbanos no se limitan a una cuantas calles de un barrio populoso; pero la red básica que atraviesa las descripciones ya no está trazada por el afecto y la emoción. La violencia marca los puntos de travesía del personaje principal. La crisis existencial vuelve a ser la particularidad que define al protagonista. No obstante, ésta poco a poco se convierte en un comportamiento pasivo y patético, que resulta asombroso por los sucesos sangrientos que suceden en la ciudad. Mientras que en la 107


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novela anterior la situación del personaje principal correspondía a la crisis propia del universo adolescente, el anonadamiento que enfrenta Juan Fernando parte del silencio que mantiene en relación con todo lo que compone su esencia como sujeto. Esa pasividad lo tornan un personaje pusilánime, incapaz de emitir una opinión e incapaz de decidir sobre lo que quiere y desea. En el caso de los crímenes que aterrorizan a la ciudad, por fortuna para el personaje, esa actitud no está acompañada por la insensibilidad frente al dolor que viven los otros. Juan Fernando es, entonces, un personaje neutro, antítesis del héroe novelesco que se niega a aceptar que sus acciones están en manos del destino. En el siguiente diálogo, sostenido por Valmiki y Juan Fernando, es claro que en algunos pasajes esa pasividad puede resultar irritante, sobre todo cuando se conoce que el personaje principal se desenvuelve en una profesión (el periodismo) en la que confluyen los rumores que en la ciudad se tejen: “Hijo mío – dijo Valmiki, apenas regresó de la oficina del director –. De ahora en adelante, cuando vuelva a aparecer esa clase de muertos, le ruego que me lo hagas saber... Se volvió a quitar las gafas y se rascó la cabeza. Sus ojos azules brillaban. – La semana pasada aparecieron cinco... – dije. – Bueno.. ¿Y quién cree usted que comete estos crímenes? – No sé. Yo solo cubro judiciales una o dos veces por semana” (1990: pp. 110).

Desde esa perspectiva, Juan Fernando se comporta como un insomne, testigo ajeno de los sucesos que lo afectan a él y a otros. Sus únicos refugios son dos establecimientos públicos que, al margen que sean puntos de encuentro y socialización tanto personal como laboral, enfatizan su comportamiento retraído, pues Juan Fernando, como muchos de los otros personajes de la novela, en108


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cuentra en el alcohol una especie de somnífero que ahonda su condición introvertida. Ante el silencio que asume el personaje principal, la ciudad se recorre por la voz que en la narración tienen los familiares de las víctimas asesinadas. Sus testimonios dan cuenta de una ciudad en decadencia, atrapada por la violencia, el miedo y la desazón. Esa visión de la ciudad está atravesada por una crisis más profunda y poco percibida por el personaje principal y por aquellos a quienes el narrador cede su voz: la pérdida del sentido de lo público. Esa pérdida –como un mal aqueja a toda la sociedad moderna y que está suficientemente ilustrado por análisis teóricos que abordan distintas manifestaciones del fenómeno–, presenta en la novela dos representaciones distintas. Por un lado, el declive de lo público a través de la arquitectura de los edificios que aglutinan en sus paredes a dependencias gubernamentales y estatales; por otro, en el auge de un comportamiento individualista de los ciudadanos en relación con los problemas que le conciernen a todos. Sobre el primer aspecto, el escritor representa una situación que no resulta ajena para ninguno de los viajeros, por lo menos, de las ciudades colombianas. De seguro la descripción de Hoyos fija en la narración una realidad que cotidianamente se palpa: el deterioro físico de edificios, monumentos, estatuas y demás elementos que en un momento histórico tuvieron un significado para la ciudad y para sus habitantes, pero que con el paso de los años han quedado relegados al olvido y a la desidia. En el siguiente ejemplo, Hoyos detalla la precariedad de un juzgado instalado en un antiguo edificio colonial, recalcando la forma como ese espacio, que pudo marcar huella en el pasado, ahora es un lugar ruinoso que se mantiene para el funcionamiento de la justicia, uno de los poderes más golpeados por el narcotráfico y permeados por la corrupción administrativa: 109


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“El juzgado quedaba en una casa vieja, de tres pisos, junto al Parque de Bolívar. En el pasado, con toda seguridad, la casa había sido la mansión de una familia adinerada. Por fuera, el edificio conservaba una apariencia respetable. Había mármol en las paredes y madera tallada en las ventanas y las puertas (...) Por dentro, la apariencia del edificio cambiaba por completo. La madera opaca de las ventanas y las puertas hablaban casi a gritos de la ruina de todo. Subimos al segundo piso por unas escaleras de madera, muy empinada, miré los techos. Las lámparas habían sido arrancadas de sus sitios. Por una ventana se veía una chimenea. Nos asomamos. Era un restaurante de comida barata” (1990: pp. 216).

Como un virus que contamina a la ciudad, el deterioro físico del espacio se extiende y encuentra en las antiguas calles coloniales y republicanas los escenarios propicios para revelar la cara decadente de la ciudad. La belleza arquitectónica de fachadas y balcones se configuran en sitios tenebrosos, guarida de ladrones, refugio de prostitutas y abrigo de esos otros excluidos que conforman el lumpen de Medellín. Ante esa cara decadente, la salida es la destrucción y el arrasamiento: “Cuando llegamos a Junín, nos quedamos espantados. Habían demolido todos los edificios en cinco o seis cuadras a la redonda. Las aceras estaban llenas de ventanas y puertas arrumadas. De los muros que todavía seguían en pie colgaban algunos techos descuajados. Por todas partes se veían losas de concreto partidas, baldosas quebradas, tejas tiradas, escaleras que no iban a dar a ninguna parte. Los pocos edificios que aún no habían caído bajo los golpes de los albañiles estaban taponados con muros de adobe recién levantados” (1990: pp. 83).

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No obstante, ese arrasamiento –que encierra la construcción de nuevas instalaciones físicas–, implica una pérdida para la ciudad de esa memoria que los edificios guardaban en sus paredes, y con cada edificio demolido, la ciudad pierde su dignidad. Al respecto, el historiador Germán Mejía (2004) –en su reflexión sobre los monumentos en la ciudad de Bogotá– acota que la destrucción de los espacios modifica los mapas mentales que tienen los habitantes, funda una nueva relación con los espacios, otorga un sentido distinto al paisaje y permite la aparición de nuevos imaginarios (pp. 2). Un segundo aspecto en torno a la pérdida de sentido de lo público tiene que ver con el auge de la individualidad7. El fenómeno, característico en las sociedades contemporáneas, para el caso está implícito en la actitud que los habitantes de la ciudad asumen antes los acontecimientos de sangre y muerte que la golpean. En la medida que el número de muertos se incrementa, el miedo que se respira en la calle obliga a los habitantes a asumir una actitud indiferente; el anonimato se dispone como la única respuesta que reciben las víctimas y los familiares que claman justicia. La muerte y el miedo ratifican el comportamiento individual que, según Simmel, guía la naturaleza del hombre en las ciudades modernas. Medellín, que guarda en A partir del análisis de Georg Simmel, Helena Bejar explica la distinción entre el individualismo de la singularidad y el individualismo de la unicidad. Teniendo en cuenta que ambos responden a dos momentos históricos concretos, el primero tiene como fundamento la noción de “naturaleza” surgida en el siglo XVIII, la cual gira en torno a las ideas de libertad e igualdad. La sociedad se organiza mediante un acuerdo común producto de las voluntades individuales. Por el contrario, el individualismo de la unicidad considera a la sociedad como un todo orgánico que debe su unidad interna a la coordinación de unas partes diferenciadas. Esta última característica se establece como el valor preponderante de una sociedad moderna que perdió el sentido de comunidad. La libertad del individuo adquiere un sentido interno que, sin embargo, no provoca sensaciones de bienestar; por el contrario, el desgarramiento y el abandono es la consecuencia del comportamiento de un individuo que encuentra en sí mismo el espacio ideal para morar (1989: pp. 52 – 53). 7

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su perímetro zonas marginadas que evocan sin discusión formas premodernas, la individualidad es atizada por la imposición de una violencia que cobra con la vida toda intromisión indebida. Lo más grave es que la situación se torna tan frecuente y cotidiana, que el escritor termina señalándola como un acto cotidiano para sus habitantes. Un asesinado más o un asesinado menos termina siendo igual, porque la muerte se siente como un conflicto familiar y personal. Y así debería ser cuando las personas fallecen en sus camas agobiados por el peso de los años; pero cuando las balas y la sevicia arrebatan la vida de los hermanos, los hijos y los amigos, la muerte no puede ser considerada como un hecho natural; ésta no representa para la sociedad colombiana cosa distinta que una de las graves enfermedades que corroen la esfera social. Pero el llanto desgarrado de aquellos que se niegan a aceptar la muerte, se pierde bajo ese cielo que, aparte de perdido, es indiferente. Ahora bien, esa pérdida de sentido de lo público también queda establecida por el cuestionamiento que el escritor sugiere en relación con el ejercicio periodístico. Afirmo que Juan José Hoyos lo sugiere, porque la historia tan sólo plantea el tema, pero el mismo no goza de un desarrollo que conduzca a mostrar –como en realidad ocurre–, que los medios de comunicación y los periodistas hay que entenderlos como mediadores de unos acontecimientos, que también forman parte del problema que vive la ciudad. En el clásico estudio Comunicación masiva. Discurso y poder (1978), Jesús Martín Barbero estableció que la realidad reflejada por los medios tienen como base acontecimientos que pierden toda su connotación histórica, social y política cuando los periodistas las convierten en noticia. De esa forma, los hechos se transforman en meros sucesos intrascendentes, porque no le permite a la comunidad es112


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tablecer una relación entre la información que consume y la realidad que viven. Teniendo en cuenta que las noticias que producen los medios sirven tanto para informar como para vender, acierta Martín Barbero cuando afirma que “la información parecería jugar en nuestros días el papel de esos viejos remedios que servían para todo, que lo curaba todo. La información se ha vuelto capital en todos los sentidos de la palabra” (1978: pp. 156). El conflicto arranca en el momento en que la madre de uno de los muchachos asesinados por la policía, aparece en el periódico solicitando que sea escuchada. Juan Fernando y Valmiki, experimentado periodista a punto de jubilarse, escuchan el testimonio de la humilde mujer con asombro. La situación se vuelve compleja cuando Valmiki descubre que la muerte del muchacho ya había sido tratada por el periódico, pero desconociendo buena parte de los detalles que rodearon la muerte. El asesinato fue registrado en un escueto comunicado construido con información oficial. “Que me perdone León... pero esa noticia parece redactada por un analfabeto. Y soy capaz de apostar que está tomada textualmente de un boletín hecho por un agente de policía, semi-analfabeto. La señora nos miró, ausente. – ¡Ahí no dice nada de lo que pasó!... – protestó Valmiki –. ¡Cómo han cambiado los tiempos! ¡Cuánto hace que dejamos de hacer periodismo! Esta redacción está llena solamente de oficiales escribientes semicalificados... ¡Todos escribiendo sobre cosas que no se han visto! ¡Todos, aquí, sentados, nada más calentando la silla con el trasero!” (1990: pp. 117).

La respuesta que se ofrece ante ese fuerte cuestionamiento encierra una realidad indiscutible para los periodistas: las personas que lanzan las denuncias no son ca113


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paces de sostenerlas antes las autoridades. La misma lleva implícita, además, el temor que sienten por enfrentar un poder que puede convertirlos en blanco de sus represalias, siendo los fiscales y jueces que investigan los casos de narcotráfico los primeros asesinados8. Aceptando esas dos realidades que limitan el ejercicio del periodista, las mismas no justifican el silencio casi cómplice que asume el personaje, aunque la impotencia sea la causa. Juan Fernando es testigo. Anda a la deriva y su comportamiento como individuo y como periodista de poco sirve para que la comunidad que consume a diario sus noticias (porque asume que los medios presentan la verdad) comprenda lo que sucede. En tal sentido, lo público también entra en crisis cuando los periodistas, como mediadores de una realidad, presentan un acontecer carente de contexto, especialmente cuando ese contexto nos remite a las hondas secuelas que han dejado el narcotráfico y el accionar siniestro de la fuerza pública. Finalmente, es indudable que el escritor busca convertir a Medellín en situs a pesar de la violencia. Como lo anoté en el primer capítulo, ese elemento está implícito en la decisión que adopta Juan Fernando de quedarse en la ciudad para que su hijo nazca bajo ese cielo. Lo particular de la decisión, es que no guarda coherencia alguna con la construcción de ciudad que hace el personaje. A diferencia de Tuyo es mi corazón –donde la violencia no opaca las redes afectivas de Carlos–, El cielo que perdimos es una historia donde la muerte domina los vínculos con la ciu-

Juan José Hoyos ofrece otra respuesta en algunas de las reflexiones que ha adelantado sobre la responsabilidad y el compromiso ético que el redactor debe tener a la hora de construir y contar una historia. En el libro Escribiendo historias. El arte y el oficio de narrar en el periodismo (2003), señala como la estructura de los periódicos y la noción de lo que debe ser la información periodística impide que los redactores puedan contar historias. 8

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dad. Partiendo de la tesis de que la ciudad es la gente, en esta historia los personajes son sujetos inmersos en crisis individuales; pero también son aquellos muertos que no tuvieron opción distinta que descansar su sueño eterno en el cementerio. Pero Juan Fernando se reconcilia con la ciudad, y el cementerio es precisamente el punto del cual se desprende la decisión de quedarse en ella; decisión insuficiente porque no logra que el lector se desprenda de esa imagen de muerte que campea por Medellín. La reconciliación entre el personaje y el entorno parte de la aceptación del duelo como acto inevitable frente a la muerte, pero carece de una toma de posición por parte del personaje respecto a los factores y actores que desatan la crisis en la ciudad. Desde esa perspectiva, tiene toda la razón Oscar Torres Duque cuando afirma que la decisión de quedarse en la ciudad lo único que refrenda es la impotencia tanto del escritor como del personaje.

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Mientras tanto, los periodistas asistimos a este espectáculo de violencia y degradación en que se ha convertido la vida del país, sin poder contar la historia. Sin lograr, si quiera, hacer lo mismo que los cronistas judiciales de los años cuarenta y cincuenta. Juan José Hoyos



CAPÍTULO IV

ENTRE EL CAMPO DE PODER Y EL LITERARIO

L

a obra literaria como artefacto cultural no puede reducirse al resultado estético de un artista/creador, desligándola de su génesis social. Rastrear esa génesis es reconstruir el punto de vista del escritor, que, ubicado en un espacio social y en un momento histórico, representa una concepción del mundo en la que subyace “…el sistema de las relaciones sociales en las cuales se realiza la creación como acto de comunicación” (Bourdieu, 2003: pp. 11). El presente capítulo analiza al escritor y periodista antioqueño Juan José Hoyos teniendo como marco la teoría bourdiana de los campos, para identificar las reglas que gobiernan los espacios sociales que sus novelas Tuyo es mi corazón y El cielo que perdimos describen, así como las trayectorias y posiciones que el escritor ocupa en ese mismo espacio social. En consecuencia, el abordaje ahonda en la relación entre el escritor y los personajes, la relación entre el escritor y las ideas de la historia, y la toma de posición por parte del escritor respecto a las reglas que configuran tanto el campo de poder como el campo literario. 119


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La relación entre el autor y la obra El empleo de los conceptos bourdianos de campo y habitus en el análisis artístico (para el caso que nos ocupa, el análisis literario) posibilita establecer la relación que Juan José Hoyos (creador) establece con las novelas, entendiendo que ambos están inmersos y afectados por un sistema de relaciones sociales en los cuales el proyecto creador se realiza y materializa como acto de comunicación. Ese sistema de relaciones sociales permite identificar la posición que el escritor ocupa en la estructura del campo intelectual1 que lo envuelve. La fórmula bourdiana establece que (habitus) (capital) + campo = práctica. Para el sociólogo francés el habitus es producto de las condiciones sociales y materiales en las que se encuentran inmersos los individuos, las cuales varían según el espacio social que se ocupe, “…por consiguiente, hay que construir la ‘clase objetiva’ como conjunto de agentes que se encuentran situados en unas condiciones de existencia homogéneas que imponen unos condicionamientos homogéneos y producen unos sistemas de disposiciones homogéneas, apropiadas para engendrar unas prácticas semejantes, y que poseen un conjunto de propiedades comunes, propiedades ‘objetivadas’, a veces garantizadas jurídicamente (…) o ‘incorporadas’…” (1988, pp. 100). Por su parte, el capital (económico, social, cultural y/o educativo) es obtenido bien por la vía del origen social (títulos de nobleza heredados) o bien por la titulación adquirida en el proceso escolar (resultado de una transmi-

Como un campo magnético, el campo intelectual constituye un sistema de fuerzas en que los agentes o sistemas de agentes se oponen o se agregan para configurar una estructura. Cada agente está determinado por su pertenencia al campo, el cual goza de una autonomía relativa que le otorga el establecer sus propias leyes o reglas (Bourdieu, 2003: pp. 11). 1

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sión dada por la familia y por la escuela). Siguiendo la fórmula, al habitus y al capital se sumaría el campo, el cual se puede entender, “grosso modo”, como la forma en que se configuran relaciones objetivas (agentes e instituciones) en el espacio social, dando como resultado una serie de prácticas. En consecuencia, la clase social es definida por el autor no sólo por su posición en las relaciones de producción, sino también por “…un sex-ratio, una distribución determinada en el espacio geográfico (…) y por un conjunto de ‘características auxiliares’ que (…) pueden funcionar como principios de selección o de exclusión reales…” (1988: pp. 100). No obstante, Bourdieu es claro en plantear que la clase se construye en la medida que no está definida por una propiedad o una suma de propiedades, sino por la estructura de relaciones que se suscitan, donde las propiedades poseen un valor y ejercen un efecto sobre las prácticas sociales. En ese sentido, para Bourdieu es imprescindible reconstruir las redes que se desprenden de las variadas relaciones que el artista configura en su entorno social, teniendo claro que los desplazamientos por ese espacio (campo) no son producto del azar, puesto que habría una equivalencia entre el volumen de capital, las trayectorias y las posiciones sociales. Para el sociólogo francés hay una correlación entre las posiciones sociales y las disposiciones de los agentes que los ocupan; cualquier cambio en la trayectoria está sujeto a grandes acontecimientos colectivos y/o individuales. Sobre esa base, es claro que Bourdieu efectúa un análisis que, al pasar por el tamiz de la sociología, desnaturaliza la experiencia literaria como un acto sublime cuya esencia y sentido está dado por el contenido mismo de la obra. De ahí la discusión que establece el autor con todos aquellos que, rechazando la intromisión de las ciencias sociales al terreno artístico, comentan el texto dejando de lado la vida de los autores, es decir, “los detalles familiares, domésti121


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cos, pintorescos, incluso grotescos o excrementosos de su existencia y de su marco más cotidiano” (1995: pp. 12 – 13). La perspectiva bourdiana, entonces, no sólo posibilita reconstruir la génesis social del escritor, también invierte los intereses de la literatura para “liberar del santuario de la Historia y del academicismo textos y autores fetichizados para ponerlos de nuevo en libertad” (1995: pp.13). Por lo mismo, los conceptos bourdianos2 ubican a la obra literaria como una entidad objetiva, que representa, a través del tipo de relato y de la presencia central del narrador, una parte del campo. Ello implica que sólo es posible comprender el punto de vista del escritor (toma de posición) si se reconstruye su posición al interior del campo literario, a través de un análisis que entiende la obra de arte como una relación de homología entre el campo literario y el campo social. Esa relación puede determinar, además, la El planteo bourdiano toma distancia de otras perspectivas enmarcadas en el terreno de la sociología de la literatura, especialmente del concepto de «visión de mundo» introducida por Lucien Goldmann, quien entiende a la obra literaria como expresión de un sujeto que es vocero de los intereses de un grupo social. Goldmann plantea como hipótesis “la homología entre la estructura de la novela clásica y la estructura de la economía liberal, establecida sobre el intercambio” (1975: pp. 26). Tomando como base los postulados de Georg Lukács trazados en la Teoría de la novela (1966) y de René Girard en Mentira romántica y verdad novelesca (1963), sostiene Goldmann que el valor de uso que caracteriza la relación entre los hombres y unos bienes que son valorados por sus cualidades, es eliminada por una relación basada en el valor de cambio de los objetos. En tal sentido, para Goldmann la novela moderna nace del rompimiento de la estructura feudal y está acorde con el desarrollo de la producción capitalista (Pouliquen, 1985: pp. 24). Ahora bien, Goldmann considera que las obras literarias establecen una relación con la conciencia colectiva de los grupos sociales, estableciendo cuatro ideas al respecto, entre las cuales se destaca la que señala: “El carácter social de la obra reside, ante todo, en que un individuo sería incapaz de establecer por sí mismo una estructura mental coherente que se correspondiese con lo que se denomina una «visión de mundo». Tal estructura no puede ser elaborada más que por el grupo, siendo el individuo únicamente el elemento capaz de desarrollarla hasta un grado de coherencia muy elevado y transponerla al plano de la creación imaginaria, del pensamiento conceptual, etc.” (pp. 27). 2

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lucha entre quienes propenden por el mantenimiento de una posición dominante y quienes buscan una ruptura o independencia con esas reglas dominantes. Al respecto, explica Bourdieu: “El campo literario es un campo de fuerza que se ejerce sobre todos aquellos que penetran en él, y de forma diferencial según la posición que ocupan (por ejemplo, tomando puntos muy alejados, la del dramaturgo de éxito o la de un poeta de vanguardia), al tiempo que es un campo de luchas de competencia que tiende a conservar o a transformar ese campo de fuerza. Y las tomas de posición (obras, manifiesto o manifestaciones políticas, etc.), que se pueden y deben tratar como un «sistema» de oposiciones para las necesidades del análisis, no son el resultado de una forma cualquiera de acuerdo objetivo, sino el producto y el envite de un conflicto permanente. Dicho de otro modo, el principio generador y unificador de este «sistema» es la propia lucha” (1995: pp. 345).

Para Bourdieu los campos de producción cultural ocupan una posición dominada en relación con el campo de poder3, permitiendo que en los artistas se produzcan dos principios de jerarquización: el principio heterónomo y el principio autónomo. El primero está dado por aquellos que dominan el campo económico y político, mientras el segundo corresponde a los que mantienen una relación de independencia frente al campo de poder y su producción, porque al margen del éxito o el fracaso, la consideran un signo de elección y de compromiso con el mundo (1995: pp. 321). El grado de autonomía de los El campo de poder se define como “el espacio de las relaciones de fuerza entre agentes o instituciones que tienen en común el poseer el capital necesario para ocupar posiciones dominantes en los diferentes campos, económico y cultural en especial” (Bourdieu: 1995, pp. 319 – 320). 3

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artistas, sin embargo, varía de acuerdo con el momento histórico y con las tradiciones nacionales, como también del capital simbólico que se ha ido acumulando desde las generaciones anteriores, las cuales posibilitan cuestionar a los poderes. (1995: pp. 327).

Marginalidad y muerte Ubicada temporalmente en la década del sesenta, Tuyo es mi corazón trasciende las alegrías y desdichas de un adolescente que se siente perdido en el universo que representa la ciudad de Medellín. La novela se enmarca en los años que siguieron a la violencia política desatada tras el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. Una de sus consecuencias más evidentes aflora en la descripción que hace el escritor de unas familias marcadas por su condición de destierro y desarraigo. Mencioné en los capítulos anteriores que en esa relación que entabla los personajes con la ciudad, los jóvenes encuentran en los escenarios urbanos puntos vinculantes que los define y les otorga identidad; por el contrario, los viejos están sometidos a la irremediable obligación de tratar de compenetrarse con la lógica de una urbe que se vive desde el extrañamiento y la emergencia. En ambos casos, la pobreza y la marginalidad determinan el devenir de las familias que integran el círculo social que describe la obra. Lo interesante es que históricamente la pobreza que rodea a los personajes encierra dos problemas económicos complejos que aparecen tácitamente reflejados en la novela, y que no se desprenden del proceso migratorio que provocó la violencia política de mediados de siglo XX. Durante toda la década del sesenta, el desempleo y el problema agrario trazaron la dinámica socioeconómica del país. Estas dos problemáticas se constituyeron en factores permanentes de perturbación, que amenazaron la poca 124


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estabilidad política alcanzada por el Frente Nacional4. Al margen de las consecuencias que el proyecto entre liberales y conservadores representó en términos de exclusión política, los programas macroeconómicos de los gobiernos de Guillermo León Valencia (1962 – 1966), Carlos Lleras (1966 – 1970) y Misael Pastrana (1970 – 1974) agudizaron las condiciones de miseria y pobreza, especialmente entre la población desplazada urbana (Arrubla, 1995: pp.197). Con el Frente Nacional se cerró la etapa de sustitución de importaciones5, que, a pesar de potenciar la modernización de la incipiente industria nacional y de aumentar su capacidad de producción, chocó un mercado de demanda restringido, que de manera paulatina condujo a una disminución considerable en la absorción de mano de obra por parte de la industria (Bejarano: pp. 214)6. De igual forma, El Frente Nacional fue la salida política acordada por el dirigente conservador Laureano Gómez y el dirigente liberal Alberto Lleras Camargo para restituir el poder político a los partidos, luego de la dictadura que entre 1953 y 1957 encarnó el teniente general Gustavo Rojas Pinilla. El Frente Nacional estableció la alternancia en el poder entre gobiernos liberales y conservadores por un periodo de dieciséis años. Los dirigentes se iban turnando la presidencia, los cargos públicos y los escaños en el congreso. Para Mario Arrubla Yepes el Frente Nacional oficializó el curso de dos partidos que si bien representaban funciones contrarias, también se complementaban en la conducción del país. El punto es que con el pacto político, el liberalismo perdió su connotación de partido del pueblo. 4

El proceso de industrialización del país se rastrea en dos etapas. La primera, a través del proceso de sustitución de importaciones que se inicia en los años treinta, se consolida en los años cincuenta y culmina en 1967; la segunda, mediante el estatuto cambiario de 1967 y la reforma constitucional de 1968, que potencia las exportaciones, especialmente de productos manufacturados (Bejarano: pp. 211). 5

De acuerdo con Jesús Antonio Bejarano la creciente incapacidad de la industria para absorber nueva fuerza de trabajo aumentó los niveles de desempleo y subempleo. En tal sentido, la tasa de desempleo abierto pasó de 1.2% en 1951 a 4.9% en 1964. En las cuatro ciudades para la época más grandes del país (Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla) las tasas pasaron del 10% en 1963, al 10.5% en 1966 y el 13% en 1967 (Bejarano, pp. 215). 6

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la modernización implicó la destrucción de formas tradicionales de vida y de trabajo de una población que –al no ser absorbida por la creciente industria–, terminó inmersa en la miseria7. La barra de jóvenes que protagonizan la historia no está al margen de esta situación. Si bien es cierto que Juan José Hoyos no desarrolla ninguna problemática que relacione pobreza con desempleo, la decisión que asumen La Belleza, Jairo y Salomé de buscar alternativas económicas distintas a las tradicionales, evidencian una crisis que encuentra en la migración hacia el exterior, el contrabando y el narcotráfico posibilidades reales de progreso económico. Por su parte, El cielo que perdimos se ubica en la segunda mitad del año 1978, en momentos en que arranca la presidencia del liberal Julio Cesar Turbay Ayala. Aunque su elección se produjo por fuera del Frente Nacional, es indudable que la misma no estuvo al margen de las maquinarias políticas que buscaban la perpetuidad en el poder de unas fuerzas desdibujadas ideológicamente8. De hecho, Mario Arrubla Yepes no duda en considerar a Turbay Ayala como uno de los dirigentes que mejor representa en la historia política del país la politiquería, que no es otra cosa que el mecanismo que permite acceder al poder para conseguir prestigio social y enriquecimiento económico. Para el analista, esa condición revela la impotencia de un poder Esta situación condujo a que Alberto Lleras promoviera una campaña pro control demográfico, pues el estadista partía del supuesto teórico de que la crisis no era producto de los desajustes (errores) de la política económica, sino de la alta densidad de la población (Arrubla, pp. 196). 7

Retomo el concepto de ideología planteado por Raymond Williams (1977): “La ideología constituye un sistema de significados, valores y creencias relativamente formal y articulado de un tipo que puede ser abstraído como una «concepción universal» o una «perspectiva de clase»” (pp. 130). 8

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estatal que “depone toda misión histórica ante la fuerza inerte de las estructuras económicas” (pp. 206). Dirigentes como Turbay Ayala, sumergidos en la incapacidad y en la pobreza intelectual, no persiguen objetivo distinto que tratar de mantenerse en el poder, acomodando la agenda política a las presiones de los grupos políticos, económicos y militares. Por otro lado, el Estatuto de Seguridad, expedido por Turbay Ayala un mes después de su posesión, se constituye en el hecho que marcó el devenir histórico de la administración del mandatario. Como una estrategia contrainsurgente9, sus efectos se tradujeron en una sistemática violación a los derechos humanos, focalizada contra todo grupo o persona que representara oposición. Las torturas, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y homicidios selectivos tuvieron a los integrantes de la sociedad civil (estudiantes, líderes sindicales, dirigentes barriales, voceros de organizaciones campesinas) como a sus principales víctimas. La historia de Juan José Hoyos coincide con la expedición del Estatuto. Por lo mismo, la narración no menciona los efectos perversos que tuvieron las medidas, ni relaciona los asesinatos perpetrados por los miembros de la policía como parte de esa mano siniestra que representó el Estatuto10. No obstante, en la reseña crítica “El tiempo que perdimos” (1991), Óscar Torres Duque sugiere que los crímenes sí forman parte de esa “guerra sucia” que se desató tras la El Estatuto tuvo como fundamento la doctrina de seguridad nacional impartida desde Washington, que en el marco de la guerra fría concebía a la izquierda como la amenaza a combatir. Buena parte del diagnóstico para el caso latinoamericano se encuentra plasmado en los documentos Santa Fe I y Santa Fe II. 9

Ateniéndome de manera exclusiva al momento histórico, la prensa comienza a registrar las primeras quejas tres meses después de la expedición del Estatuto. Las denuncias fueron presentadas por la Corte Suprema de Justicia. 10

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expedición de Estatuto. Para el crítico, la ausencia de una alusión explícita que vincule los crímenes con el Estatuto de Seguridad, hace parte de la “timidez” de un escritor, del “patetismo” de una historia y de la “pasividad” de un personaje que tienen como única intención el demostrar que Medellín es “una ciudad violenta –la de hoy o la de entonces–, violenta porque la dominan, la viven, la entienden y la cuidan sólo los violentos” (1991: pp. 116). El patetismo que define a la novela, parte de ese “falso supuesto” que según Torres Duque posee el género testimonial: “que la solidaridad consiste en darle la palabra a los otros” (117). Esa supuesta solidaridad conducirá a que El cielo que perdimos sea, a través de la voz de los familiares de las víctimas, un largo padecimiento que termina por justificar las mismas causas que lo provocan. La reseña de Óscar Torres Duque merece un doble comentario: no creo que sea la timidez de Juan José Hoyos la razón que explique el no relacionar los crímenes perpetrados por miembros de la policía con las violaciones a los derechos humanos producidas bajo el amparo del Estatuto de Seguridad, porque ahí no radica el punto de conflicto que recrea el escritor. Éste se concentra en la degradación que experimenta la ciudad a partir de la inserción del narcotráfico, cuyas redes penetran las esferas institucionales del poder, sea éste político, militar o administrativo. Esa degradación queda establecida con el personaje El Dragón, quien es el conector que ata narcotráfico e institucionalidad, puesto que su actividad como sicario está al servicio del mejor postor. En tal sentido, El Dragón es presentando por el escritor como una especie de camaleón que en un primer momento de la historia acompaña al “fuerte” que asesina a Patricia, que en un segundo momento escolta al presidente y que finalmente organiza al grupo paramilitar que opera desde la cárcel. 128


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Ahora bien, acierta Torres Duque cuando señala que el tono patético que tiene la narración (re)presenta una realidad tan apabullante que termina por opacar a las mismas voces que la develan, porque ese padecimiento tiene como única respuesta el silencio de un personaje principal (que es el mismo narrador) irresoluto, dominado por la impotencia e incapaz de definirse. Pero contrario a lo que piensa Torres Duque11, considero que en esa impotencia del personaje principal radica la importancia de una novela que registra la degradación de una ciudad, que a la vuelta de quince años será testigo y protagonista de actos tan atroces como la oferta de Pablo Escobar Gaviria de pagar un millón de pesos por cada policía asesinado, por mencionar uno de los innumerables ejemplos que se podrían citar. Si bien es cierto que Juan Fernando es un personaje carente de búsqueda, que deja que las situaciones le pasen sin pretender actuar en ellas (1991: pp. 117), su mirada, aunque impotente, marca las huellas para rastrear las circunstancias sociales de esa ciudad que para finales de la década de los setenta aún era denominada por sus habitantes con orgullo como “la ciudad de la eterna primavera”.

El despiste de lo autobiográfico Una primera valoración de las novelas de Juan José Hoyos las ubica como relatos autobiográficos que podrían recrear, por un lado, las vivencias adolescentes del escritor en el barrio Aranjuez, y, por otro, sus años como redactor en el periódico El Tiempo. A pesar que las novelas poseen una estructura narrativa distinta (Tuyo es mi corazón, por ejemplo, está narrada en tercera persona, mientras El cielo La reseña sostiene que El cielo que perdimos es una historia de 530 inútiles páginas que reflejan la impotencia de un personaje y la incapacidad literaria de un escritor que no puede sobreponerse a los hechos, limitándose a dejar fluir la realidad con todo su engaño y atrocidad (1991: pp. 117). 11

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que perdimos está narrada en primera persona), no resulta extraño pensar en las novelas como dos historias protagonizadas por un mismo personaje, aunque en la primera novela el adolescente sumido en los conflictos internos se llame Carlos y en la segunda el indefinido periodista se llame Juan Fernando. Esa valoración autobiográfica, sin embargo, no puede reducirse a tratar de ver en los personajes la simple proyección de un escritor, sin entender que los mismos son el resultado de una objetivación del propio ser (Bourdieu: pp. 52). En su análisis de La educación sentimental (1869) el sociólogo francés demuestra cómo entre Flaubert y Frédéric existe una distancia dada por el mismo acto de escritura, en el entendido que la “escritura abole las determinaciones, las imposiciones y los límites que son constitutivos de la existencia social” (Bourdieu: 1995, pp.56). En el caso que nos ocupa, ese distanciamiento está dado por el develamiento que hace el escritor –a través de Juan Fernando–, de la estructura que soporta el ejercicio periodístico. Juan Fernando es un redactor que termina sucumbiendo ante la dinámica que impone el medio de comunicación, que concibe a la noticia como la base primordial del trabajo cotidiano. Como cualquier otra industria moderna, la producción periodística encuentra en la información su principal capital. Esa producción, que convierte la cotidianidad en acontecimiento12, despliega una epistemología y una economía A diferencia de las sociedades tradicionales – que consideraban los acontecimientos como eventos extraordinarios, relacionados, por lo general, con desastres naturales (erupciones volcánicas, terremotos, eclipses, etc.) – la producción periodística se encargó de convertir los hechos más prosaicos y cotidianos en acontecimientos informativos. Al respecto, afirma Jesús Martín Barbero: “...los Medios lo exaltan, lo recogen, lo potencian, sino es que lo fabrican en cantidades directamente proporcionales a la demanda que han sabido 12

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que remplazan al discurso por el código, al sentido por la forma, al contexto socio-histórico por la técnica (Martín Barbero, 1978: pp. 159). La producción periodística convierte la información en simple mercancía, transformando los acontecimientos en noticias, es decir, en escuetos discursos referenciales. Una de las características del discurso informativo que a diario presentan las empresas de comunicación, está referida a la manera como el acontecimiento –que ya no es extraordinario y que puede o no tener implicaciones directas o indirectas sobre las comunidades que lo consumen–, pierde todo su contexto sociohistórico en el momento en que el medio lo convierte noticia. Los crímenes que en la novela registran Juan Fernando y León en la sección judicial forman parte de esa dinámica. El asesinato de un joven a las afueras de la ciudad, por ejemplo, es un acontecimiento que debe ser noticia, no importa que en su construcción no se refleje la historia de su muerte y, mucho menos, las circunstancias sociales que la rodearon; no importa que el periodista no comprenda esas circunstancias sociales; no importa que el periodista, entendiendo las circunstancias sociales, no pueda subvertir las reglas que impone una empresa. La realidad para ese mediador es que ese joven muerto quede registrado en la noticia del día, aunque ésta se limite a decir: móviles y sindicados, se desconocen. Ante el silencio que guarda la prensa, la novela presenta el testimonio de los familiares de las víctimas, quienes son los encargados de relatar lo que los discursos informativos no cuentan. El dolor que fluye de sus angustiosas voces es inocular sobre el mercado. Parecería que uno de los derechos fundamentales de todo ciudadano, en las sociedades <<democráticas>>, es la de poder consumir acontecimientos como consume agua o electricidad, lo cual significa que éste sea producido en cantidades industriales” (1978: pp. 171)

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el indicador que muestra lo que pasa en la ciudad, más allá de que sus habitantes comprendan o no toda la dimensión del conflicto que comienzan a vivir. Juan Fernando, como un habitante más, tampoco comprende lo que sucede. De ahí la sensación en torno a este personaje al que le pasan «situaciones» que parecieran no inmutarlo, ni siquiera cuando la violencia y el dolor también lo golpean con dureza. Lo interesante es que entre escritor y personajes se marca una distancia, evidenciada cuando Hoyos transforma en proyecto artístico la crisis existencial que define a Carlos y la impotencia que caracteriza a Juan Fernando. El escritor podría decir: “las historias de Carlos y Juan Fernando representan dos momentos de mi ordinaria existencia”. Mientras ambos personajes terminan reconciliándose con el mundo que los rodea (el primero cuando descubre que amar a una mujer es lo más maravilloso que le puede pasar, y el segundo cuando sabe que va a tener un hijo), mientras ambos personajes saltan de la incertidumbre a la tranquilidad, el escritor enfrenta su propia lucha por tender una posición autónoma respecto al campo de poder que representa la industria periodística. Esa lucha está matizada por la imposibilidad que tiene Hoyos para poder contar historias en la prensa, situando a la noticia como el punto de discordia. La reflexión de Hoyos –que complementa el análisis que sobre el discurso informativo efectúa Jesús Martín Barbero–, indica como el esquema de la “pirámide invertida” que sustenta a la noticia, históricamente ha contribuido a la desaparición paulatina de la crónica y del reportaje como los géneros periodísticos que permiten narrar historias. El esquema paradigmático de la “pirámide invertida” cumple con el principal objetivo que desde hace más de cien años se trazó el periodismo moderno13: suministrar el máximo El propio Juan José Hoyos recuerda como el origen del esquema de la “pirámide invertida” se remonta a 1896, cuando los periodistas Adolph Ochs y 13

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de información en el menor tiempo o espacio posible. Esa realidad a la que están sometidos los periodistas, conduce a que Juan José Hoyos sostenga en el prólogo de su libro de crónicas Sentir que es un soplo la vida (1994): “Mientras tanto, los periodistas asistimos a este espectáculo de violencia y degradación en que se ha convertido la vida del país, sin poder contar la historia. Sin lograr, siquiera, hacer lo mismo que los cronistas judiciales de los años cuarenta y cincuenta; ahora nuestras ciudades son tan grandes que casi nunca vemos los crímenes y existen barrios de los que no sabemos ni siquiera los nombres. La lista de crímenes, por su parte, se ha vuelto tan larga que la policía tiene que preparar un resumen, todos los días, con destino a la prensa. Y frente a la violencia y el crimen, nosotros nos vemos resignados a repetir casi todos los días, en coro con los boletines de la policía, ese lugar común de la muerte: “móviles y sindicados se desconocen”. Y la vida pasa. Y nosotros, los periodistas, continuamos hundiéndonos en la rutina, convirtiéndonos en amanuenses de este lenguaje muerto inventado por la industria de los periódicos en las postrimerías del siglo XIX. Un lenguaje que ha convertido a centenares de redactores en repetidores de fórmulas y esquemas para producir noticias, que el periodista cumple casi a la letra, como cumple el reglamento interno un obrero que trabaja en una fábrica de salchichas. Y las historias siguen ahí, sin que nadie las cuente” (1994: pp. 29 – 30).

Esa crítica tan categórica del papel del periodista al interior de los medios, conduce a que Hoyos se retire definitivamente como redactor al servicio de los grandes medios, Arnold Bennet del periódico The New York Times la impusieron, convirtiéndola en la herramienta que potenció y consolidó de manera definitiva a la industria periodística norteamericana (2003: 314 - 315).

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tras varios años como corresponsal de El Tiempo. La alusión respecto a la decisión no puede ser más contundente: “Yo dejé de trabajar en los periódicos hace varios años, porque no podía escribir más historias. Las noticias de política, de la economía, la trascripción de los discursos y de las declaraciones de los jefes políticos y los funcionarios públicos, me convirtieron en otro amanuense” (1994: pp. 30).

Con su retiro formal del periodismo, la Universidad de Antioquia se convierte en la casa que, a lo largo de dos décadas, lo sigue acogiendo como un maestro de la crónica y el reportaje. Allí enseña a sus estudiantes el oficio como esos antiguos artesanos que van moldeando objetos únicos e irrepetibles. El calificativo puede parecer exagerado, pero no lo es cuando se reconoce el esmero que hace Hoyos por tratar de condensar en el libro Escribiendo historias. El arte y el oficio de narrar en el periodismo (2003) los “trucos” aprendidos en la práctica y sopesados por los años, para dignificar una profesión que Hoyos siente en crisis, por cuenta del afán que invade a los periodistas por sumergirse en lo que en el argot se conoce como la “actualidad informativa”. Ahora, la distancia que asume Hoyos con respecto a la industria periodística lleva implícito un distanciamiento con el campo de poder económico y político, en el entendido que el manejo de la prensa en el país históricamente ha estado en manos de las poderosas familias políticas. Su control y dominio sobre los medios de comunicación sólo ha cedido en los últimos años, con la irrupción de unos conglomerados económicos de corte trasnacional que se han convertido en los nuevos patronos de la industria. La misma ni siquiera se rompe, cuando en el año 1994 recibe por unanimidad el Premio Planeta Germán Arciniegas, por su trabajo periodístico El oro y 134


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la sangre (1994). Registrado con el pseudónimo de Juan Fernando, el trabajo es una rigurosa investigación que explora el conflicto que en las comunidades indígenas Emberá de la región del Alto Andágueda –límite entre los departamentos de Chocó y Risaralda–, se desata tras el hallazgo de una mina de oro. Por otro lado, la posición de Juan José Hoyos en relación con el campo literario es un tanto difusa. Si bien el escritor antioqueño forma parte de esa generación de narradores, cuya producción artística despunta en la década de los setenta y se consolida en los ochenta, sus dos novelas se perciben como ínsulas perdidas, tan sólo inventariadas por algunos críticos14. En el estudio Narrativa colombiana: búsqueda de un nuevo canon 1975 – 1995 (2000), Luz Mary Giraldo indica como desde la década de los setenta aflora una narrativa que toma distancia a los planteamientos narrativos del “boom”, y explora distintas posibilidades para indagar y abordar tanto la realidad nacional como contemporánea. “Esta nueva actitud empezó a llamar la atención de la crítica académica y a sembrar inquietudes en torno a nuestra historia literaria y cultural e invitó a revisar el canon, a cuestionar la validez de ser solamente «tierra de poetas» y espacio para la fructificación del realismo mágico y lo real maravilloso” (2000: pp. 152).

Raymond L. Williams ubica a Hoyos en la generación de escritores que integran, entre otros, Roberto Burgos Cantor, Marvel Moreno, Fernando Cruz Kronfly, Humberto Valverde, Alonso Aristizábal, Luis Fayad, Tomás González, Darío Ruiz Gómez, Evelio Rosero Diago, Antonio Caballero (254). Por su parte, Luz Mary Giraldo se limita a señalar a Hoyos como un narrador que representa la visión de la vida urbana, matizada por la sensibilización del bolero en el caso de Tuyo es mi corazón (2000: pp. 153 – 154). Otros críticos como Juan Gustavo Cobo Borda en el libro La narrativa colombiana después de García Márquez (1990) o Álvaro Pineda Botero en el libro Del mito a la posmodernidad: la novela colombiana a finales del siglo XX (1990) ni siquiera mencionan al escritor antioqueño. 14

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Al igual que los escritores del “boom”, los narradores que surgieron con posterioridad también estuvieron atravesados por factores nucleares relacionados con la historia, la ciudad y el lenguaje; factores que se integran e identifican como una triple conquista: conciencia histórica, pensamiento urbano y conciencia del lenguaje como estructura (Giraldo, 2000: pp.28). Pese a que la narrativa de Juan José Hoyos no trascienda a alusiones demasiado generales, consignadas en los comentarios y reseñas que aparecieron tras la publicación de sus novelas, el escritor antioqueño no está al margen de la dinámica que caracteriza a los narradores colombianos posteriores al “boom”. Pero su posición respecto al campo literario resulta, por lo menos, contraria frente a esos tres actos de conquista que rotula Luz Mary Giraldo. Como lo anoté al comienzo del tercer capítulo, Hoyos rechaza que su novela Tuyo es mi corazón sea considerada “novela urbana”, pues la ciudad, como telón de fondo de la novela, es una temática inevitable para una generación de escritores que creció en ambientes urbanos. Hoyos, entonces, centra la discusión afirmando que lo esencial de la novela no radica ni en el tema ni en los espacios. En el ciclo de conferencia sobre la relación de ciudad y literatura, el escritor sostuvo: “Lo que importa es la historia de un hombre, la historia de un alma. Lo que importa es el grito. La novela, no me da miedo decirlo, es un acto de amor. Es el más grande acto de amor que un escritor pueda cometer jamás. Y tomen el sentido de la palabra acto de amor como les dé la gana. Tal vez por esto yo creo que la prueba final de una novela no será jamás el juicio inexorable de la crítica. Yo creo que la prueba final de una novela será el cariño que nos inspire. Ese cariño que hace que uno, como lector de una novela, olvidando todas sus

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imperfecciones, ya que no objeto nada, porque – como a una mujer a la que se ama mucho – uno le ha entregado a esa novela y al novelista que la escribió, todos sus sueños...” (1985: pp. 16 – 17).

Pese a lo categórico que puede resultar la anterior afirmación, Hoyos en la misma conferencia se contradice cuando su argumentación termina por defender a aquellos escritores que abordan el tema rural, supuestamente amenazados por la preeminencia del tema urbano entre los narradores: “No sé si ustedes o mis compañeros me irán a tachar de godo y retrógrado, pero pienso – y estoy seguro de eso – que mientras en nuestro país haya hombres en los campos y en las selvas, tendrá que haber escritores que hablen de los dolores, de la vida, de las ilusiones y de la muerte de esos compatriotas. Y tendrá, por lo tanto, que haber nuevas novelas de tema rural” (Hoyos, 1985: pp.6).

La defensa quedará ratificada años más tarde, cuando Hoyos, durante el discurso que preparó a nombre de la Universidad de Antioquia para rendir homenaje a Manuel Mejía Vallejo luego de su fallecimiento, afirmó: “Casi todo lo que creía haber aprendido sobre el arte de escribir leyendo febrilmente a algunos de los escritores del <<boom>> de la novela latinoamericana se volvió polvo. ¿La causa? Ahora la sé: haber conocido de cerca a un escritor que hablaba de nosotros y que decía la verdad, sin necesidad de impostar la voz. Haber conocido a un artista que miraba con sus propios ojos las mismas cosas familiares que vieron nuestros padres, que vimos nosotros, y que sabía hallar en ellas la verdad más oculta. Haber conocido a un escritor que hablaba de su oficio como un ebanista, como un

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campesino, como un albañil, como un peón de una finca cafetera, y que me enseñaba con su vida y con su palabra que para ser artista primero hay que ser hombre” (1993: pp. 61).

Hoyos rechaza la categoría de “novela urbana” –que supondría la negación de todas las categorías, bajo el supuesto de que las novelas simplemente son buenas o malas–, para defender otras categorías con las cuales el escritor se identifica. Esa identificación la podemos rastrear en el tono nostálgico que poseen las dos novelas. La nostalgia es un elemento característico de la tradición novelística antioqueña, ligada a tres factores que identifica Raymond L. Williams: una literatura basada en la narración popular; un fuerte arraigo de la cultura oral primaria; rechazo de los valores que impone el proceso industrial, que incitan un potente sentimiento de evocación hacia los escenarios rurales (1993: pp. 165 – 166). El habitus que determina a Hoyos está dado por esas características, y la nostalgia fija el arraigo a una ciudad por encima de la pobreza, la marginalidad y la muerte. En la primera novela, la ciudad configura un cuadro que se ama y se añora. En la segunda novela, aunque los escenarios urbanos justifiquen la metáfora que encierra el título de la novela, el personaje principal termina defendiéndola cuando decide quedarse, precisamente porque la ciudad es la tierra, y la tierra es la raíz, pese a que sus calles sean un infierno15. 15

Juan José Hoyos vuelve sobre el tema de la tierra, a través de la imagen de la

casa, para defender a Manuel Mejía Vallejo como “escritor regional”: “Yo estoy de acuerdo con Flanery O’Connor, una de las grandes <<escritoras regionales>> de los Estados Unidos, en que es una gran bendición que un escritor pueda tener, encontrar una casa, mientras otros andan dando vueltas por ahí, buscando algún lugar (...) Y muchos grandes escritores de todo el mundo han logrado sostenerse en su escritura por tener una casa: por pertenecer a un mundo definido, por lo particular, lo familiar: sin ello habrían perdido sus principios, sus raíces, su razón de ser como hombres y, por lo tanto, como escritores” (1993: pp. 62).

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El punto es que, más allá de la negación de la categoría de “novela urbana”, la narrativa de Juan José representa a la ciudad de Medellín, y no porque sus personajes se desenvuelvan en escenarios citadinos; sus novelas son urbanas porque en ellas se rastrean tensiones sociales y comportamientos psicológicos en dos momentos históricos distintos de la ciudad. Otro elemento que distancia a Hoyos con el campo literario que lo enmarca, está en la tercera conquista que plantea el análisis de Luz Mary Giraldo: la conciencia del lenguaje como estructura. Explica Giraldo que los escritores transgredieron los modelos narrativos convencionales, reflejados en una literatura que rompe con los discursos lineales, introduce juegos lexicográficos y, en términos generales, obliga al lector a cambiar de actitud a la hora de enfrentar la novela (2000: pp. 31). Esas propuestas, también presentes en los narradores de la vanguardia y del “boom”, tratan de “desmontar unos modelos y expresar otras condiciones de vida que en muchos autores tendrían que ver con la llamada posmodernidad” (Giraldo, 2000: 31). Pero allí donde buena parte de los escritores y de los críticos encuentran una perspectiva literaria distinta, Hoyos percibe una crisis de la novela, pues esa búsqueda de los escritores de su generación por encontrar otras formas de narrar representa un retroceso16. La posición del escritor apunta en dos sentidos: primero, en considerar a los escritores que experimentan como excéntri-

El retroceso está relacionado con la siguiente pregunta que formula Hoyos: “¿Cuánto hace que no se produce en nuestra literatura un personaje como el Erdosaín de Roberto Arlt, el Larsen de Juan Carlos Onetti, el Pedro Páramo de Juan Rulfo, el doctor Francia de Augusto Roa Bastos, el coronel Aureliano Buendía de Gabriel García Márquez, el Samuel Tesler de Leopoldo Marechal o el Juan Pablo Castell de Ernesto Sábato?” (1985: pp. 3). 16

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cos estrafalarios, “para quienes hacer novela pareciera ser algo así como ponerse a hacer break dance17 con las palabras” (Hoyos, 1985: pp. 3 – 4); segundo, como esa narrativa es favorecida por unas editoriales que llenan los escaparates y las bodegas con “novelitas de última hora” de escritores “llenos de un afán enfermizo de inventar todo lo que ya inventaron, en materia de técnica y estilo, la mayoría de escritores clásicos del siglo XIX y comienzos del XX” (Hoyos, 1985: pp.3). Los comentarios de Hoyos sobre el particular son contundentes y no ocultan sutileza alguna: “novelistas enamorados de la pirotecnia verbal”; “críticos todavía más esnobistas que ellos (los escritores)”; “pésimos imitadores de las peores obras de Julio Cortázar”; “... la genuina obra no es un acto de virtuosismo sino un nacimiento”; “¿cómo podría hablarse de virtuosismo en medio de tanto dolor y sangre?”; “un escritor no trafica con las emociones” (Hoyos, 1985: 3 – 4). En primer lugar, es desacertada la percepción de Hoyos en cuanto al supuesto éxito que acompañó a los escritores posteriores al “boom”. Por el contrario, como lo recuerda Luz Mary Giraldo la transgresión en las estructuras narrativas fue un fenómeno que en principio fue apoyado tímidamente por la industria editorial (2000: pp. 28)18. Por otro lado, tanto el tiempo como los estudios críticos se han encargado de ponderar y dar el justo valor a los escritores y a las novelas publicadas entre los años

Danza urbana procedente de Estados Unidos, que para mediados de la década de los ochenta calaba en los gustos musicales de los grupos juveniles. 17

Hoyos no duda en catalogar a los críticos literarios como los otros responsables de la “crisis” de la novela, pues sus comentarios y análisis terminan por avalar las etiquetas que crean las editoriales como estrategias de venta (1985: pp. 3 – 4). 18

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setenta y ochenta19. Pero como Juan José Hoyos en sus comentarios metió a todos los narradores en un mismo saco, no se puede pasar por alto el alcance de los mismos. El error de Hoyos –quien no niega que las técnicas narrativas deban renovarse, pero considera que se deben usar cuando la historia en verdad las reclama, porque de lo contrario resultarían “virtuosismo barato”–, consistió en no saber distinguir y diferenciar los casos en que la innovación no formó parte de una moda engatusadora, sino que estuvo ligada a un proceso de búsqueda por encontrar distintas maneras de representar una realidad en mutación20. La apuesta para algunos narradores consistió en Ángel Rama en La novela latinoamericana 1920 – 1980 (1982) marca el punto de ruptura en el año 1964, entre los escritores del “boom” y los nuevos narradores, cuando Augusto Roa Bastos llama “estallido” a una narrativa contestataria respecto al poder. En tal sentido, el crítico uruguayo resaltó las obras de Germán Espinosa, R.H. Moreno – Durán, Alberto Duque López, Oscar Collazos, Luis Fayad, Umberto Valverde y Héctor Sánchez, entre otros, quienes se destacaron por su “extraordinaria fecundidad”, la reincorporación del elemento histórico como la clave para la recuperación del realismo y, en algunos casos, el interés por representar el proceso de urbanización a partir de estructuras narrativas que también reflejan la modernización de las formas literarias (461 - 462). Cito las novelas publicadas de algunos de los escritores mencionados por Rama. Germán Espinosa: Los cortejos del diablo (1970), El magnicidio (1979) y La tejedora de coronas (1982); R.H. Moreno Durán: Juego de damas (1977) y Toque de Diana (1981); Alberto Duque López: Mi revólver es más largo que el tuyo (1977); Óscar Collazos: Crónica del tiempo muerto (1975) y Todo o nada (1982); Luis Fayad: Los parientes de Ester (1979); Umberto Valderde: Celia Cruz (1981); Héctor Sánchez: Los desheredados (1973), Sin nada entre las manos (1976) y El tejemaneje (1979) (Williams, 270 – 271 – 272). Finalmente, afirma Luz Mary Giraldo que Ángel Rama hubiese incluido en sus estudios posteriores a Fernando Cruz Kronfly, Fernando Vallejo, Fanny Buitrago, Rodrigo Parra Sandoval y Boris Salazar si la muerte no lo hubiera sorprendido (2000: pp. 28). 19

Ángel Rama aclara que cada nueva generación de escritores tiene que promocionarse dentro de un sistema ya establecido por los mayores. La transgresión es necesaria cuando aquello que en el pasado fue invención, se presenta como material que ya no revela, que no descubre. Los escritores posteriores al “boom” surgieron en “una nueva inflexión de la cultura, que fijó pautas y problemas diferentes, para los cuales no siempre servían las recursos literarios recibidos” (1982: pp. 460 – 461). 20

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construir obras dialógicas que permitieran confrontar el qué se dice con el cómo se dice: “Su proceso hace explícito la ruptura de los límites del lenguaje y propone la libertad de toda servidumbre, manifiesta la muerte o el paso hacia la muerte de la escritura marcada por la lógica del discurso e indica que la aspiración no es solamente hacia la mimesis, sino también hacia la producción” (Giraldo, 2000: pp.101). Esa distinción hubiese sido de muchísima utilidad –sobre todo cuando las opiniones se retoman veinte años después–, porque una revisión rápida de los títulos publicados a finales de los setenta y comienzos de los ochenta revelan la aparición y/o consolidación de escritores como R.H. Moreno – Durán, David Sánchez Juliao, Luis Fayad, Darío Ruiz Gómez, Mario Escobar Velásquez, Oscar Collazos, Fernando Cruz Kronfly, Fanny Buitrago, Darío Jaramillo Agudelo, Roberto Burgos Cantor, Alba Lucía Ángel, entre otros. Ahora, no sería atrevido afirmar que no saber distinguir puede entenderse como no comprender un proceso histórico – literario, que situaría la posición de Hoyos como limitada. Lo paradójico es que Tuyo es mi corazón refleja esas preocupaciones, por lo menos en lo que se refiere al tema urbano, muy a pesar de la negación de su autor haga en torno a la categoría de “novela urbana”21 y muy 21

Por un lado, Ángel Rama observa como un elemento sumamente rico en la

narrativa nacional está en la capacidad de los escritores por equilibrar dos fuerzas dispares, representadas en unas narraciones regionales que se articulan con expresiones modernizadoras. Esa combinación otorga una funcionalidad social y cultural importante, porque el esfuerzo de algunos escritores que trabajan desde una perspectiva modernizadora no choca con el esfuerzo de otros por recrear las tradiciones y los matices culturales que nos otorgan identidad (1982, pp. 463 – 464) Por otro, exceptuando a México y Argentina – cuyos procesos de urbanización fueron tempranos en relación con los demás países de la región

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a pesar de los desaciertos literarios que se evidencian en la estructura narrativa, explicadas por Humberto Barrera (1985) en una de las pocas reseñas críticas que trascendieron el simple comentario de prensa. Señala con agudeza Barrera que Juan José Hoyos es un escritor que termina presentando una novela que “se engolosina (...) en la recuperación, morosa y amorosa, de las mil y una chucherías que conforman la tienda de don Manuel, la peluquería de Saúl y las tareas entre bambalinas del sacristán, resultando de allí un políptico a la manera de los costumbristas decimonónicos, que registraban en sus cuadros —verdaderos daguerrotipos verbales— la mera superficie, opaca o bruñida, afelpada o áspera, de las cosas” (1985: pp.82). Anota Barrera, con toda la razón, que en algunos pasajes, la novela se pierde en detallar espacios y situaciones que terminan siendo irrelevantes para el desarrollo de la historia: “no se nos oculta nada: desde el número de veces que ciertas figuras humanas visitan el sanitario, hasta el argumento completo de la película musical argentina Mi primera novia” llegando a “extremos exasperantes (la página 333 nos informa la marca del inodoro de la casa de Carlos) y por lo mismo no llega a ahondar en los fenómenos expuestos” (1985: pp.82). Ahora bien, coincide Hoyos con los escritores que determinan su campo literario, en el insoslayable compromiso frente al momento histórico que lo envuelve, especialmente en Tuyo es mi corazón, donde el escritor reconoce que su intención era contar la historia de – era natural que los narradores colombianos dieran cuenta de situaciones netamente urbanas (1982: pp. 471). Hoyos es consciente de esa realidad, cuando en tono coloquial afirma que los escritores de su generación tan sólo tienen del campo una vaga idea, alimentada por los relatos de los viejos (1993: pp. 6).

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un adolescente en busca de la felicidad, pero termina recreando el deambular de un chico que es testigo de la paulatina degradación de la ciudad de Medellín. Ese compromiso –que encierra una responsabilidad con el acto de escritura–, lo lleva a definir la novela como un grito que devela la historia de un alma (1985: pp.7 – 10). Finalmente, quisiera destacar que esa responsabilidad con el acto de escritura, Hoyos la enfila hacia el ejercicio periodístico, particularmente hacia la crónica y el reportaje, que son los dos géneros que establecen una conexión directa con la literatura. Escribiendo historias. El arte y el oficio de narrar en el periodismo es el resultado de un escritor comprometido con el oficio. Por el contrario, escritores como R.H. Moreno - Durán –De la barbarie a la imaginación (1995)– y Fernando Cruz Kronfly –La tierra que atardece (1998)– han dirigido sus ensayos para ahondar en torno a la literatura y su relación con la ciudad, la modernidad y la cultura.

Un campo... tres frentes A partir de los conceptos de campo y habitus que trabaja Pierre Bourdieu, es posible ubicar a Juan José Hoyos como un sujeto axiológico que se desenvuelve en un campo intelectual con tres frentes: el primero, está dado por el ejercicio periodístico, destacándose como un maestro de la crónica; el segundo, tiene como marco la literatura, siendo Tuyo es mi corazón su puerta de entrada y El cielo que perdimos su puerta de salida; el tercero, está centrado en su labor como académico en la Universidad de Antioquia, escenario desde el cual viene reflexionado en torno al oficio de la escritura y del quehacer periodístico. Ahora bien, como lo afirmé al comienzo del presente capítulo, Hoyos establece una posición autónoma respecto al campo de poder que rige la sociedad colombiana. Sin embargo, resulta interesante comprobar que –especialmente 144


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en la segunda novela, El cielo que perdimos–, el escritor antioqueño introduce, como parte de su habitus, aspectos propios del ejercicio y del discurso periodístico. En tal sentido, las fronteras entre lo literario y lo periodístico en algunos pasajes se diluyen: “Hoy estamos conmovidos por la muerte de ese joven. Sin embargo, a unas cuadras de aquí, esta muerte ya no le preocupa a nadie. Y dentro de una semana, con excepción de su familia y sus amigos, ya nadie se acordará de él. Ni siquiera las autoridades, que, de acuerdo con la ley, tienen la obligación de investigar estos crímenes” (1990: pp.201). “Mientras tanto, los periodistas asistimos a este espectáculo de violencia y degradación en que se ha convertido la vida del país, sin poder contar la historia. Sin lograr, si quiera, hacer lo mismo que los cronistas judiciales de los años cuarenta y cincuenta...” (1994: pp.29).

El primer comentario lo hace Juan Fernando22, mientras el segundo lo hace Juan José Hoyos en la presentación de su libro de crónicas, Sentir que es un soplo la vida. Pero ¿qué diferencia habría entre uno y otro? Perfectamente el segundo comentario podría ser la continuación del primero, sobre todo si pensamos que Juan Fernando se desempeña en la novela como un periodista angustiado por una ciudad frente a la cual siente afección, entendiendo que sus escenarios despiertan su afecto, pero sus problemáticas también lo afectan como sujeto y habitante.

Pseudónimo que adoptaría Hoyos para presentar su trabajo El oro y la sangre (1994) en el Premio Germán Arciniegas de periodismo. 22

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CONCLUSIONES

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na revisión de los estudios literarios que de alguna manera presentan un balance de los escritores colombianos en las últimas déca1 das , permite comprobar que las novelas de Juan José Hoyos pasan inadvertidas. Al margen de un par de alusiones puntuales, ambas historias no han sido más que simples referentes de inventario. Si a lo anterior se añade las escasas reseñas y comentarios que las respectivas novelas generaron tras su publicación, resulta evidente que la narrativa de Juan José Hoyos se erige como un territorio inexplorado, que ofrece muchísimas ventajas a la hora de analizarlas.

Destaco los siguientes estudios: COBO BORDA, Juan Gustavo. La narrativa colombiana después de García Márquez. Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1990; BOTERO PINEDA, Álvaro. Del mito a la posmodernidad: la novela colombiana a finales del siglo XX. Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1990; GIRALDO, Luz Mary. Narrativa colombiana: búsqueda de un nuevo canon 1975 – 1995. Bogotá: Centro Editorial Javeriano, 2000. 1

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La tarea, sin embargo, no resulta tan sencilla, porque si bien es cierto que todo lo que se diga sobre las novelas puede considerarse como un aporte, el análisis debe demostrar en todo momento la importancia que para la literatura colombiana representa la narrativa del escritor antioqueño, especialmente cuando dos reconocidos críticos literarios –Humberto Barrera y Óscar Torres Duque–, en su respectivo momento reseñaron serios problemas tanto de forma como de fondo. En términos generales, esa importancia radica en los elementos que ofrece Hoyos para comprender el momento histórico en que el narcotráfico irrumpe para transformar a la sociedad colombiana, teniendo como escenario a una ciudad que ha sido reconocida por propios y extraños como epicentro de una de las mafias más poderosas del planeta. Así como hay una serie de novelas que dan cuenta de fenómenos como la violencia política de los años cincuenta, por citar un ejemplo, Tuyo es mi corazón y El cielo que perdimos no sólo formarían parte de un grupo de novelas enmarcadas en el tema del narcotráfico que anticipan la figura del sicario, sino que además representarían el punto de partida de las mismas2, si se quisiera establecer una especie de orden lineal. Ese reconocimiento implica que el análisis no centró su atención en los aspectos formales de las novelas, canalizando la investigación en rastrear algunos fenómenos que posibilitan dar cuenta de los cambios sociales y culturales que experimenta la ciudad de Medellín. En tal sentido, las novelas de Juan José Hoyos constituyen el umbral de una literatura que brindan luces en torno a unas nuevas formas delictivas y de violencia urbana, enEstarían, entre otras novelas, No nacimos pa’ semilla: la cultura de las bandas juveniles de Medellín (1990) de Alonso Salazar; El peladito que no duró nada (1991) de Víctor Gaviria; La Virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo; Morir con papá (1997) de Óscar Collazos; Rosario tijeras (1999) de Jorge Franco; Hijos de la nieve (2000) de José Libardo Porras y Sangre ajena (2000) de Arturo Álape. 2

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marcadas en la consolidación de un mafia relacionada con el tráfico ilícito de narcóticos y contrabando. A diferencia de otras obras narrativas que representan esas mismas formas de violencia, especialmente con personajes como los sicarios que están al servicio del narcotráfico, Tuyo es mi corazón y El cielo que perdimos recorren los escenarios de la ciudad de Medellín cuando esas modalidades apenas afloran y no se han constituido en una problemática nacional. De ahí el interés del trabajo por analizar el tema de la familia, pues siendo una de las instituciones básicas, su transformación está directamente ligada con los cambios que se suscitan al interior de la ciudad. Esa tríada entre religión, familia y economía explica ese comportamiento elástico de algunos de los personajes frente a la consecución del dinero y de las metas sociales que impone el complejo cultural; no importa que ese éxito socioeconómico dependa de asaltar el erario público o de aceptar sobornos en el caso de los dirigentes y funcionarios; de contrabandear licores o de traficar drogas en el caso de las mafias; de asesinar por encargo o de robar en la esquina en el caso de los jóvenes sicarios. Paralelo a lo anterior, la estructura familiar que representa Hoyos está en proceso de transmutación, poniendo en evidencia la manera como algunos valores morales que un momento histórico identificaron a la familia antioqueña entran en crisis. Los personajes principales expresan una especie de añoranza que termina por reivindicar a la familia nuclear como la base para tratar de conjurar la crisis que se cierne en la sociedad. Históricamente se sabe que la familia, por el contrario, entrará en una crisis aún más profunda, que conducirá a fenómenos como la desaparición de la figura paterna, la mujer como cabeza de hogar, los hijos únicos, la opción de no tener hijos y, en las capas menos favorecidas, familias integradas por una madre e hijos de distinto padre. Igual ocurre con el tema del cri149


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men, puesto que las formas de matar también develan ese sumario de degradación. El crimen como manifestación anómala de lo urbano, señala la dinámica de una ciudad y de unos fenómenos sociales en constante movimiento. Para el caso de las novelas de Hoyos, las formas de matar representan una involución que, por lo demás, admiten recordar las imágenes de muerte que se registraron durante los años de la violencia, combinadas con procedimientos que demostrarían la tesis de que las organizaciones delictivas del Cartel de Medellín estuvieron fuertemente influenciadas por mafias extranjeras (Corsa y Marsella), que introdujeron otras formas de ajusticiamiento. De ahí la sorpresa que en El cielo que perdimos provoca en uno de los personajes saber que uno de los tantos muertos ha sido asesinado a cuchillo, puesto que para la época esa ya era “un arma pasada de moda”. La sorpresa, sin embargo, es momentánea, porque Hoyos muestra como todo los procedimientos se conjugan para demostrar una vez más que en una guerra todo vale, y que la degradación social también se refleja a través del cuerpo. La tortura y la crueldad que reciben los cuerpos ponen de manifiesto la deshumanización que caracteriza las distintas manifestaciones de violencia que se dan en la ciudad. Poco importa que el cuchillo ya no esté de moda, siempre que su uso garantice el padecimiento del otro, porque sobre sus carnes se debe reconocer el dolor y la humillación. Ese entorno provoca en los personajes principales de cada novela una relación con la ciudad ambigua y confusa. Aunque ellos reconocen el conflicto en sus calles, los vínculos con los escenarios son tan fuertes, que ambos terminan recorriendo a Medellín como dos extraños a la deriva. Ese deambular sin un rumbo fijo, comprensible en la medida en que los personajes no logran asimilar esos fenómenos que están cambiando a la ciudad, le otorga a la ciudad una dimensión propia, especialmente en Tuyo 150


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es mi corazón, donde escenarios como el granero, la peluquería, el salón de belleza, el teatro, el prostíbulo y las calles, pasan de ser un simple marco que facilita el desarrollo de las novelas, para que la ciudad en su conjunto se convierta en un personaje más. Pero ese elemento que termina siendo claro cuando se culmina la lectura de las novelas, es rechazado por el propio escritor, quien llega a considerar que el escenario y hasta el tema son los aspectos menos importantes en una obra narrativa. Esa posición en apariencia incoherente, tiene, sin embargo, su razón de ser, puesto que Hoyos es ante todo un cronista que en el momento en que incursiona al terreno de la ficción, mantiene diferencias sustanciales respecto a los escritores de su generación. Esas diferencias están relacionadas con dos de las tres conquistas que Luz Mary Giraldo determina para aquellos escritores que a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta establecen una ruptura en relación con la tradición literaria que trazaron los escritores del “boom”: el pensamiento urbano y la conciencia del lenguaje como estructura. Los argumentos, sin embargo, que esgrime Juan José Hoyos para sellar sus diferencias resultan bastante pobres, y sólo tienen sentido si consideramos a Hoyos no como un escritor sino como un cronista, profundamente interesado en construir historias que se puedan leer como cuando se lee una historia periodística. El error de Hoyos consistió en no reconocer en los escritores un esfuerzo por trazar nuevas perspectivas literarias, considerándolos, en algunos casos, como narradores a merced de las modas, y, en otros, en favorecidos de una industria editorial que abarrotó sus estantes con obras de un “virtuosismo barato”. Corriendo el riesgo de pasar por un narrador anacrónico que no logra entender el momento histórico y literario que para mediados de los ochenta aún puja por proyectar 151


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su propio devenir, Hoyos se identifica con un tipo de narración que en el fondo recoge sus propias expectativas como reportero. Juan José Hoyos es un sujeto axiológico que se ubica en los campos literario, periodístico e intelectual. Especialmente en la segunda novela, El cielo que perdimos, Hoyos introduce aspectos propios del ejercicio y del discurso periodístico. Los asesinatos y testimonios que recrea el Hoyos novelista –que perfectamente pudieron ser producto de acontecimientos verídicos que se suscitaron durante los años en que el escritor ejerció como reportero–, parecieran encajar más en las historias que el Hoyos periodista, por razones que desconozco, no pudo publicar. Ello, sin embargo, no resta la importancia que las novelas tienen, pero es indudable que Juan José Hoyos más que un escritor es un maestro de la crónica.

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Este libro se terminó de imprimir en el Centro de Producción de Artes Gráficas -CPAGde la Fundación Universitaria INPAHU, en abril de 2010. ©


Cocina, texto y cultura Recetario para una semiótica culinaria

Zuly N. Usme Pyquy, puyquy, cubum: pensamiento, corazón y palabra. Muiscas, performances e interculturalidad.

Pablo Felipe Gómez Montañez Diálogo académico: comunicación, medios y sociedad. Política en Colombia.

Haydée Guzmán Ramírez Edgardo Paz Yeilor Rafael Espinel Torres Edison Gómez Amaya Delsar Roberto Gayón Tavera Melissa Gómez Hernández La Investigación: una cultura en permanente construcción. Memorias y Reflexiones

Grupo de Investigación Institucional Fundación Universitaria INPAHU [compiladores]

Infierno en la eterna primavera: acercamiento a la novelística de Juan José Hoyos es, quizá, el estudio más completo que hasta ahora se haya presentado sobre la obra literaria del reconocido cronista antioqueño. Es un trabajo analítico serio, riguroso en la pesquisa bibliográfica y proverbial en cuanto a la relación entre literatura y ciudad. Me atrevo a afirmar que el interés del autor por esa relación comenzó hace un par de años con la provocadora cátedra de “Literatura y ciudad”, propuesta por la poetisa, ensayista y profesora Luz Mary Giraldo; desde entonces, los viajes del autor como transeúnte por la ciudad laberíntica tienen sentido evocador. Las calles, parques o lugares simbólicos forman parte de la memoria urbana, construida como una inmensa red tejida por sabores, olores, ruidos e imágenes que en una filigrana detonan la nostalgia, la pertenencia o el vacío. La literatura registra en la mirada de sus personajes una múltiple dimensión de la ciudad que pervive en el papel y salva al lector transeúnte del vacío producto de la crisis de sentido, cuando nota que su entorno de representación urbana fue destruido y construido en su ausencia.

Fabián Alberto Ramírez

FREDY LEONARDO REYES ALBARRACÍN Acercamiento a la novelística de Juan José Hoyos

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Comunicador Social de la Fundación Universidad Central. Magíster en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana y Doctorando en Ciencias Sociales del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), Argentina. Fue investigador de la Universidad Pedagógica Nacional y del Sistema Universitario de Investigaciones de la Universidad Autónoma de Colombia. Autor del libro Ciudad y narrativa: representación de la figura del sicario en las novelas Las muertes ajenas de Manuel Mejía Vallejo, El cielo que perdimos de Juan José Hoyos, La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras de Jorge Franco Ramos (2008). En la actualidad se desempeña como director del programa de Periodismo de la Fundación Universitaria INPAHU.


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