Laberinto N°. 523 10 años

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Arturo Rivera. Laberinto. Colores al gesso sobre tela, 49 x 80 cm., 2013

MILENIO


02 b sábado 22 de junio de 2013

MILENIO

LABERINTO

sábado 22 de junio de 2013 b03

aniversario

diez años

Carlos Cárdenas. Laberinto. Carboncillo, papel. 42 x 33 cm., 2013

En una década, Laberinto ha tenido el privilegio de hospedar en sus galeras a una amplia variedad de escritores, artistas, críticos, periodistas y fotógrafos de diversas generaciones, propuestas e inquietudes, cuyas aportaciones iluminan las inciertas coordenadas del arte y la cultura, ese paisaje que habitan los lectores, nuestros destinatarios. Gracias por compartir con nosotros esta aventura que no sería posible sin la generosidad y la confianza de Francisco A. González, Carlos Marín y Ciro Gómez Leyva. Festejamos con ustedes este feliz aniversario en el que invitamos a escritores y artistas plásticos para meditar, a través de ensayos, relatos y pinturas, nuestra esencia, nuestra identidad: el laberinto, ese intrincado mapa de senderos que se juntan, se separan o se pierden en un viaje poético, intemporal.

D

espués de Borges, pensar un laberinto es pensar la identidad. Pero el laberinto todavía tiene secretos. El laberinto es búsqueda de centro y Ariadna, símbolo del alma. Borges y Jung fueron grandes psicólogos de esta estructura. En México, fue El laberinto de la soledad de Paz la obra que cercó su sentido. Para entender el laberinto hay que entender a sus artífices. Al hacerlo, aparece la siguiente ruta para alcanzar su centro. Tanto a Borges como a Paz les obsesiona el tiempo circular. Pero son hombres del tiempo lineal, moderno. A éste no pueden refutarlo: es el tiempo oficial. Para los antiguos, el tiempo circular era una certeza; para los modernos, apenas una bella hipótesis. Lo mítico vuelto literario.

C

uando era niño, tomaba las revistas de la abuela y me iba a la última página. Ahí encontraba tiras cómicas y pasatiempos. Entonces no me asustaba esa palabra: pasatiempo. Lo más fácil de resolver eran los laberintos, pues a diferencia de quien se encuentra dentro de uno, la revista siempre mostraba una vista desde arriba. De cualquier modo, nunca pensé que un laberinto de muros de piedra tuviese la capacidad de retener a alguien sin posibilidad de escapatoria y, en todo caso, mejor sería un simple cuadrado al que se le sella la salida. Aunque es lugar común comparar ciertas ciudades con laberintos, esto me ocurrió cuando tomé mi primer taxi en el De Efe. Luego de informar al conductor sobre mi destino, él me preguntó: ¿Por dónde me voy?

El tiempo lineal es nuestra certeza. La figura del laberinto atestigua esa transición. No es azar que nos venga, sobre todo, de la mitología griega, ahí donde el drama de la transición entre el tiempo circular (mágico) y el tiempo lineal (lógico) acendró su lucha. El tiempo lineal está habitado por los residuos del modelo anterior. Esto es lo que el Minotauro representa: la bestia del tiempo cíclico. El laberinto es la estructura que nace del encuentro de un modelo lineal y un modelo circular del tiempo. El tiempo racional (que lo rectilíneo simboliza) y el tiempo natural (cuyo emblema es lo curvo). El laberinto es la crisis de las formas del tiempo. El laberinto es la lucha entre lo lineal–civilizatorio–racional y lo circu-

lar–natural–inconsciente. Origina otra conciencia y existencia. Por eso el laberinto es fascinante. Su arquitectura tomó la forma de un combate interno, una vacilación y ambigüedad. Ser mitad racionales, mitad irracionales; mitad seres del tiempo lineal, mitad del tiempo cíclico. Laberinto es indecisión y dilema. Pero lo cíclico ya se va. Será la víctima de Teseo. Es el reinado que cae, aunque aún acecha y da forma intestina al laberinto. La Torre de Babel cayó para siempre. El laberinto, en cambio, reaparece. Su sobrevivencia indica que todavía tiene cifras. Sabíamos ya que simboliza el cambio de identidad, y hoy que esta transformación se dio como resultado de la victoria del tiempo lineal sobre el tiempo cíclico.

Pero esta estructura temporal todavía encierra un secreto. Un saber pasajero acerca del tiempo circular que casi ha sido derrotado, y con cuyo final el laberinto se destejerá. Por ahora, el laberinto sigue aquí. Existe en la mente. Esta existencia mental —tenue y persistente— prueba que el último secreto del laberinto permanece escondido. En ciertos insomnios, creo tener otra clave. Pero si considero atrevido afirmar que esta forma surge del encuentro de tiempos, me parecería grave querer terminar la solución. Teseo quiere decirla, profanarla; Minotauro, en cambio, huye, la resguarda. L

Esto me era inaudito. Si en Monterrey se hubiese hecho una investigación sobre las rutas que se tomaban para ir de un punto A a otro B, el resultado sería claro: todos toman la misma ruta. Aquella primera vez en el De Efe me bajé del taxi. La pregunta me pareció un truco para pasear a un fuereño por media ciudad e inflar el precio. Después supe que, efectivamente, en la capital no existe un método científico para llegar de un sitio a otro. Todo es improvisar en cruceros, tomar callejuelas, salir y entrar de avenidas, hacer filas, romper filas, dar vueltas prohibidas. La ciudad es un laberinto, me han dicho, y lo tomé como verdadero. Aunque al mismo tiempo es todo lo contrario. O sea: por un lado tiene la laberíntica capacidad de desorientar, pero por el otro nos presenta innumerables soluciones. Monterrey era como en las revistas de mi abuela: hay un camino correcto.

Y para mayor facilidad, siempre existe modo de orientarse con las montañas. El De Efe es un acertijo matemático: ¿cuántas rutas distintas hay para llegar del punto A al B? Las posibilidades son infinitas. Y sin embargo, al final del día, todos hallan una solución para volver a casa. Esto, matemáticamente, es imposible. Imaginemos una colonia de veinte cuadras por veinte cuadras. ¿Cuántas rutas efectivas hay para ir de un vértice del cuadrado al opuesto? Son ciento treintaiocho mil millones. O, en otro ejemplo más sencillo: Si para llegar a su trabajo usted debe caminar ocho cuadras al norte y ocho al poniente, entonces puede tomar una ruta distinta cada día, ida y vuelta, desde que lo contraten hasta su jubilación. Y volviendo a la idea de una sola ruta correcta, la historia del laberinto de Creta y el Minotauro me parecía romántica pero insensata. ¿Construir tanto muro

en vez de un simple cuadrado o círculo cerrado? Un arquitecto sabrá calcular los costos de semejante capricho. Vaya uno a saber con qué memoria y sentido de la orientación cuentan los hombres toro. Pero por mero ensayo y error, por la ley de probabilidades, uno saldría pronto de ahí. Todo era cuestión de no dar marcha atrás en el laberinto clásico armado con un solo camino sinuoso; o bien, probar las poco más de mil posibilidades en laberintos que tuviesen hasta diez bifurcaciones, evitando la fácil solución de pegarse siempre a un muro izquierdo o derecho. Basta, Toscana, dirá alguien. La leyenda del laberinto nos llegó por las palabras, no por los números; por la belleza, no por la exactitud; por su sugerencia, no por su verdad. Y sí, ha de tener razón. L

Heriberto Yépez (México, 1974) es autor de La increíble hazaña de ser mexicano.

David Toscana (México, 1961). Su más reciente título es La ciudad que el diablo se llevó.

MILENIO b LABERINTO b Dirección: José Luis Martínez S. Edición: Alicia Quiñones Coedición: Iván Ríos Gascón Arte y diseño: Salvador Vázquez Mejía

MILENIO bLABERINTO b http://www.milenio.com/suplementos/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter: SCLaberinto


02 b sábado 22 de junio de 2013

MILENIO

LABERINTO

sábado 22 de junio de 2013 b03

aniversario

diez años

Carlos Cárdenas. Laberinto. Carboncillo, papel. 42 x 33 cm., 2013

En una década, Laberinto ha tenido el privilegio de hospedar en sus galeras a una amplia variedad de escritores, artistas, críticos, periodistas y fotógrafos de diversas generaciones, propuestas e inquietudes, cuyas aportaciones iluminan las inciertas coordenadas del arte y la cultura, ese paisaje que habitan los lectores, nuestros destinatarios. Gracias por compartir con nosotros esta aventura que no sería posible sin la generosidad y la confianza de Francisco A. González, Carlos Marín y Ciro Gómez Leyva. Festejamos con ustedes este feliz aniversario en el que invitamos a escritores y artistas plásticos para meditar, a través de ensayos, relatos y pinturas, nuestra esencia, nuestra identidad: el laberinto, ese intrincado mapa de senderos que se juntan, se separan o se pierden en un viaje poético, intemporal.

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espués de Borges, pensar un laberinto es pensar la identidad. Pero el laberinto todavía tiene secretos. El laberinto es búsqueda de centro y Ariadna, símbolo del alma. Borges y Jung fueron grandes psicólogos de esta estructura. En México, fue El laberinto de la soledad de Paz la obra que cercó su sentido. Para entender el laberinto hay que entender a sus artífices. Al hacerlo, aparece la siguiente ruta para alcanzar su centro. Tanto a Borges como a Paz les obsesiona el tiempo circular. Pero son hombres del tiempo lineal, moderno. A éste no pueden refutarlo: es el tiempo oficial. Para los antiguos, el tiempo circular era una certeza; para los modernos, apenas una bella hipótesis. Lo mítico vuelto literario.

C

uando era niño, tomaba las revistas de la abuela y me iba a la última página. Ahí encontraba tiras cómicas y pasatiempos. Entonces no me asustaba esa palabra: pasatiempo. Lo más fácil de resolver eran los laberintos, pues a diferencia de quien se encuentra dentro de uno, la revista siempre mostraba una vista desde arriba. De cualquier modo, nunca pensé que un laberinto de muros de piedra tuviese la capacidad de retener a alguien sin posibilidad de escapatoria y, en todo caso, mejor sería un simple cuadrado al que se le sella la salida. Aunque es lugar común comparar ciertas ciudades con laberintos, esto me ocurrió cuando tomé mi primer taxi en el De Efe. Luego de informar al conductor sobre mi destino, él me preguntó: ¿Por dónde me voy?

El tiempo lineal es nuestra certeza. La figura del laberinto atestigua esa transición. No es azar que nos venga, sobre todo, de la mitología griega, ahí donde el drama de la transición entre el tiempo circular (mágico) y el tiempo lineal (lógico) acendró su lucha. El tiempo lineal está habitado por los residuos del modelo anterior. Esto es lo que el Minotauro representa: la bestia del tiempo cíclico. El laberinto es la estructura que nace del encuentro de un modelo lineal y un modelo circular del tiempo. El tiempo racional (que lo rectilíneo simboliza) y el tiempo natural (cuyo emblema es lo curvo). El laberinto es la crisis de las formas del tiempo. El laberinto es la lucha entre lo lineal–civilizatorio–racional y lo circu-

lar–natural–inconsciente. Origina otra conciencia y existencia. Por eso el laberinto es fascinante. Su arquitectura tomó la forma de un combate interno, una vacilación y ambigüedad. Ser mitad racionales, mitad irracionales; mitad seres del tiempo lineal, mitad del tiempo cíclico. Laberinto es indecisión y dilema. Pero lo cíclico ya se va. Será la víctima de Teseo. Es el reinado que cae, aunque aún acecha y da forma intestina al laberinto. La Torre de Babel cayó para siempre. El laberinto, en cambio, reaparece. Su sobrevivencia indica que todavía tiene cifras. Sabíamos ya que simboliza el cambio de identidad, y hoy que esta transformación se dio como resultado de la victoria del tiempo lineal sobre el tiempo cíclico.

Pero esta estructura temporal todavía encierra un secreto. Un saber pasajero acerca del tiempo circular que casi ha sido derrotado, y con cuyo final el laberinto se destejerá. Por ahora, el laberinto sigue aquí. Existe en la mente. Esta existencia mental —tenue y persistente— prueba que el último secreto del laberinto permanece escondido. En ciertos insomnios, creo tener otra clave. Pero si considero atrevido afirmar que esta forma surge del encuentro de tiempos, me parecería grave querer terminar la solución. Teseo quiere decirla, profanarla; Minotauro, en cambio, huye, la resguarda. L

Esto me era inaudito. Si en Monterrey se hubiese hecho una investigación sobre las rutas que se tomaban para ir de un punto A a otro B, el resultado sería claro: todos toman la misma ruta. Aquella primera vez en el De Efe me bajé del taxi. La pregunta me pareció un truco para pasear a un fuereño por media ciudad e inflar el precio. Después supe que, efectivamente, en la capital no existe un método científico para llegar de un sitio a otro. Todo es improvisar en cruceros, tomar callejuelas, salir y entrar de avenidas, hacer filas, romper filas, dar vueltas prohibidas. La ciudad es un laberinto, me han dicho, y lo tomé como verdadero. Aunque al mismo tiempo es todo lo contrario. O sea: por un lado tiene la laberíntica capacidad de desorientar, pero por el otro nos presenta innumerables soluciones. Monterrey era como en las revistas de mi abuela: hay un camino correcto.

Y para mayor facilidad, siempre existe modo de orientarse con las montañas. El De Efe es un acertijo matemático: ¿cuántas rutas distintas hay para llegar del punto A al B? Las posibilidades son infinitas. Y sin embargo, al final del día, todos hallan una solución para volver a casa. Esto, matemáticamente, es imposible. Imaginemos una colonia de veinte cuadras por veinte cuadras. ¿Cuántas rutas efectivas hay para ir de un vértice del cuadrado al opuesto? Son ciento treintaiocho mil millones. O, en otro ejemplo más sencillo: Si para llegar a su trabajo usted debe caminar ocho cuadras al norte y ocho al poniente, entonces puede tomar una ruta distinta cada día, ida y vuelta, desde que lo contraten hasta su jubilación. Y volviendo a la idea de una sola ruta correcta, la historia del laberinto de Creta y el Minotauro me parecía romántica pero insensata. ¿Construir tanto muro

en vez de un simple cuadrado o círculo cerrado? Un arquitecto sabrá calcular los costos de semejante capricho. Vaya uno a saber con qué memoria y sentido de la orientación cuentan los hombres toro. Pero por mero ensayo y error, por la ley de probabilidades, uno saldría pronto de ahí. Todo era cuestión de no dar marcha atrás en el laberinto clásico armado con un solo camino sinuoso; o bien, probar las poco más de mil posibilidades en laberintos que tuviesen hasta diez bifurcaciones, evitando la fácil solución de pegarse siempre a un muro izquierdo o derecho. Basta, Toscana, dirá alguien. La leyenda del laberinto nos llegó por las palabras, no por los números; por la belleza, no por la exactitud; por su sugerencia, no por su verdad. Y sí, ha de tener razón. L

Heriberto Yépez (México, 1974) es autor de La increíble hazaña de ser mexicano.

David Toscana (México, 1961). Su más reciente título es La ciudad que el diablo se llevó.

MILENIO b LABERINTO b Dirección: José Luis Martínez S. Edición: Alicia Quiñones Coedición: Iván Ríos Gascón Arte y diseño: Salvador Vázquez Mejía

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04 b sábado 22 de junio de 2013

MILENIO

LABERINTO

aniversario

diez años

L

a esposa decidió hacer este viaje el día en que su matrimonio terminó. Ese día supo que dejaría velas prendidas cerca de las cortinas, caminaría descalza, jugaría con cerillos, pintaría en las paredes, metería los dedos en enchufes eléctricos, no cerraría con llave la puerta principal, se pasaría los altos, saldría después del anochecer, correría con tijeras en la mano, aceptaría dulces de desconocidos, pasaría por detrás de los caballos, saldría antes del amanecer y caminaría por la calle 7ª de Nueva York como si caminara a Jerusalén. Mientras camina percibe un olor a algodón de azúcar y manzana confitada. El domador está sentado en el umbral de un viejo edificio de cantera rojiza. El portal lo protege ligeramente del sol. Su cabellera gris y negra es abundante; sus ojos, color café. El domador estira el brazo y la jala hacia él. Sentada en su regazo, ella pasa los brazos alrededor de los hombros del domador, por debajo de su camisa abierta. Él le lame el cuello. Las manos de la esposa presionan la espalda del domador. El corazón de la esposa late en las palmas de sus propias manos. Ella abraza la jaula que forma el costillar del domador. Todo sucede en doce segundos. Fui el primer domador que usó una silla, dice él. Le dice que mire alrededor: no hay gatos. Todos los gatos del barrio han huido y están escondidos. Yo solo usaba látigo y silla. Nunca usé castigos. En África todos saben que los leones rara vez se alimentan de humanos. Usualmente se convierten

sábado 22 de junio de 2013 b05

en cazadores de hombres por alguna debilidad: han perdido dientes, tienen púas de puerco espín clavadas en las patas o se lastimaron en una trampa. El peligro es que leones heridos enseñen a sus cachorros a ser cazadores de hombres, dice. En su mano izquierda hay cicatrices de mordidas de león. Su cuerpo huele a cacahuates tostados y a heno. El domador pone el brazo sobre los hombros de la esposa. Ella nota las cicatrices de garras y colmillos incrustados en la piel del brazo. Él huele como el humo de los aros de fuego. Un animal salvaje no se puede domesticar jamás, dice él. Es imposible seducir a un león. Nunca se alimenta a los grandes felinos antes de una función porque se dormirían. En los circos todos aman a los animales con los que trabajan. Los entrenadores de perros aman a los perros; los de caballos aman a los caballos. Pero todos aman a los elefantes. El domador mete la mano en su bolsillo y saca un paquete de salvavidas. Enrolla el papel hacia atrás. La esposa toma uno de los brillantes dulces de cereza y lo pone en su boca. El azúcar color rubí se disuelve sobre su lengua. ¿Te escapaste para unirte al circo?, ¿eres un fugitivo?, pregunta la esposa. Sí, me escapé; lo hice por la historia del espectáculo de la ballena. Mis padres vivían en una granja en Nebraska. Cultivaban maíz. Mi madre solía hablarme del espectáculo de la ballena y del circo. Sucedió durante la Gran Depresión. Llevaban una enorme ballena muerta en tren por todo el país, extendida sobre un vagón abierto.

¿Y qué pasó? Los ojos del mamífero estaban abiertos. Los ojos de la ballena eran como espejos y reflejaban los maizales secos, los tractores y el cielo cubierto de vastas nubes de polvo. ¿Te escapaste de tu casa?, pregunta ella. Todos recelaban, prosigue el domador. Mientras la gente del pueblo estaba en el espectáculo de la ballena, la gente del circo se robaba de los tendederos toda la ropa recién lavada. ¡Era de esperarse! El circo tiene rateros profesionales y ciegos e inválidos profesionales. Siempre digo que las caras cambian de un año a otro, pero la gente no. En el circo sabemos que los domingos siempre hay un hombre que lleva una pistola como si fuera un día más peligroso o un día más elegante. Cuando yo tenía diez años, tal vez once, también solía huir de casa, explica la esposa. Solo me atrevía a correr unas cuantas cuadras. Y ponía cabellos en las bardas y en las ramas bajas de los árboles para reencontrar el camino de regreso. Pensaba que hacer eso era lo mismo que Hansel y Gretel con las migas de pan. Un fugitivo de verdad no hace eso. No quiere regresar a casa, contesta el domador. Siempre quise ser hallada y perdida, dice la esposa. El domador presiona con fuerza el brazo de la esposa. Ella sabe que su piel ya guarda como papel la evidencia del domador: que sus huellas digitales, igual que las huellas digitales de los criminales en los archivos, hacen una hilera de pequeños laberintos ovalados en su cuerpo. En esos bordes y espirales magullados él es él y nadie más.

El domador jala el rostro de la esposa hacia su rostro y la besa. Ella escucha la música del circo y percibe los olores del formaldehído, del algodón de azúcar y de las palomitas de maíz. En el beso oye el látigo. Ve al traga– espadas y a los gemelos siameses. Él la besa alrededor del tiovivo y sobre la rueda de la fortuna. En el circo armamos lío en grande. Esto no solo quiere decir que gritamos: exageramos todo, dice él. No intentamos embaucar sino impresionar con la enormidad o la pequeñez de todo. Si tengo diez gatos digo que tengo cincuenta. Me han mordido una vez y te digo que me han mordido diez veces. Hasta te diré que te deseo más que a ninguna de las mujeres que he conocido. Por tu belleza podrías ser uno de nuestros actos, dice él. Te amé cuando caminaste hacia mí. Así que estás exagerando, ¿verdad? A lo mejor sí, a lo mejor no. Pero ¿sabes qué?, la gente del circo no se mezcla con la gente del pueblo. La empuja de su regazo y se levanta. No eres tan lista. No lo suficiente para ser una fugitiva, dice él. Los niños del circo son listos. No acarician a un león. No caminan por detrás de un caballo ni frente a un elefante. No aceptan dulces de desconocidos. Saben que no hay que meter el dedo en una jaula. El domador besa la frente de la esposa y se aleja. La esposa camina. Pasa frente a la cantina de azulejos de la calle 7ª, cerrada y oscura. Alcanza a vislumbrar la tenue luz de la rocola en su interior. Cruza la calle y entra a Gem Spa, la tienda de periódicos. Pide un licuado de chocolate al viejo tras la barra. En la barra hay docenas de vasos, canastas con paquetes de azúcar y una menora sin velas. La mirada de la esposa recorre los periódicos bajo la ampliación de la fotografía de los New York Dolls hasta llegar a las revistas pornográficas envueltas en bolsas de plástico transparente. Las palabras en las revistas con mujeres desnudas son: Va Va Voom, Bombshell, Velvet, Blonde Heat y Eye Candy. Está Lemon People, de Japón; Hombre, de México; y Matador, de Alemania. En las portadas, las revistas anuncian fantasías que están en las páginas interiores: la enfermera, la sobrecargo, la mujer policía, la mujer gorda del circo, la muñeca, la criada. En el estante más bajo están las historietas infantiles: Archie, Superman y Sabrina, la bruja adolescente. La esposa recoge las mangas de la blusa hasta mostrar las marcas del laberinto en su brazo. La esposa mira el dibujo de la bruja joven volando por el horizonte de Manhattan, montada en su escoba La bruja le hace un guiño. Hay dos lunas en el cielo. Jennifer Clement (Estados Unidos, 1960). Uno de sus títulos es La viuda Basquiat. Traducción de Socorro Soberón y Jennifer Clement.

Lucía Maya. Laberinto de Sofía. Obra digital/ fotografía intervenida, 2013

O

currió hace poco a mi hermana. Con el apuro y aún no sé cómo me había olvidado de llevar lo puedo estar mi teléfono celular. contando. Yo Salí a la vereda. Algunos caregresaba del rros nos tocaban la bocina. supermercado. Había compraLes estábamos dificultando do cosas sanas. Una botella de el tránsito. yogurt, jugo de naranja, queso Mierda, me dije. Mierda. fresco. Incluso un paquete de Mierda. Mierda. galletas de agua. Las bolsas Un recodo. me pesaban. Me dirigía en Era un día de sol. Fuera de línea recta a mi casa. Pero en los bocinazos del tráfico y de el parque, cerca de mi casa, me mi hermana ensangrentada crucé con una mujer. en el auto, todo parecía muy Era delgada, elegante, de tranquilo en el barrio. Pensé complexión frágil. Parecía haber que debía tocar la puerta de la sufrido mucho. casa más cercana para que me En el parque no había nadie prestaran un teléfono. Debía sino nosotros dos. llamar una ambulancia. Mi Me abordó. hermana se veía muy mal. Te he visto cerca, por aquí, Me acerqué a una casa, junto varias veces. Eres de por aquí, a un roble. Tenía una puerta me imagino. de madera. Unas escaleras de Sí, le dije mármol, un farol, una ventana Quiero ser muy clara contide rejas verdes. go, me informó. Eres la única Toqué. persona que me puede ayudar. Alguien me miró por el ojo Generalmente, cuando ocurren de la cerradura. estas cosas, salgo corriendo. Por favor, hemos tenido un Pero era una mujer hermosa y accidente. Mi hermana se muere. tenía un cierto aire. Me quedé. De pronto la puerta se abrió. Necesito eliminar a mi maQué sorpresa, me dijo un rido, agregó. rostro familiar. Muy bien. Al poco rato me di cuenta de Olga Chorro. El centro del laberinto. Grafito sobre papel. 46 x 42.5 cm., 2013 Las bolsas del mercado me lo que pasaba. Quien me había pesaban. Le pedí que me dejara abierto la puerta era Miguel, avanzar. Un viento fresco corría en ese momento Bueno, pero esto es una sorpresa. Y un trauma. mi compañero de carpeta. Había estado tocando por el parque. No hagamos dramas. a su casa. Caminó detrás de mí. Tú eres la única persona que Bueno, entonces… si te parece terminamos. Pero Cuántos años que no te veo, por Dios, es increíble. lo podría hacer. Nadie sabe que me conoces. Nadie dime por qué. Pasé. sabe que te conozco yo a ti. Tienes que ayudarme. Fue enumerando con los dedos, uno por uno. Es extraordinario, le dije. Préstame tu teléfono, Te ofrezco lo que me pidas. Cualquier cosa. No tienes una conversación interesante, nunca por favor. Por favor, le dije. quieres salir, eres más bien un tipo intrascendente. Sí, claro, pero antes tómate un trago con nosotros, Pareces un tipo atlético y fuerte. Además veo que Eran palabras duras. Yo debía aceptarlas. proclamó. Estamos justo varios de la promoción aquí. comes bien. Te lo ruego. Bueno. Está bien. No lo van a creer. Tomé aire. Lo mejor era irme pero decidí confronY además si te llevo al santo de mi tía vas a quedarte Pero no puedo. Es que mi hermana… tarla, no sé por qué. Me di media vuelta. en una esquina, como siempre, mudo, sin hablar Miguel me sonreía, me palmeaba, me sonreía. Mira, no sé quién eres. No te conozco. Por lo visto con nadie. De pronto estaba en una sala, junto a un montón estás completamente loca. Me voy a mi casa. Disculpa. Bueno. Si te parece. de personas que me saludaban y me abrazaban y me La mujer se quedó atrás. Volteé. Estaba de pie, Ni siquiera puedes contestarme nada. Me voy. decían carajo estás igualito. temblando, con un escalofrío. Me gritó unas palabras La vi partir: el arco exquisito de sus piernas, la exSalí a ver la ventana. Una ambulancia había parado y atroces. Me había detenido en ese recodo pero ahora tensión preciosa de los brazos, el pelo sedoso y triste. estaban introduciendo a mi hermana en una camilla. debía seguir. En línea recta siempre. Me puse a llorar. Alguien me puso un vodka tonic en la mano. Llegué a mi casa. Pensé que podía tomar una cer¿Debía quedarme allí solo, tomando cerveza, fumanMe voy. No puedo estar aquí, les dije. Me voy. Lo veza, ver el partido de futbol por televisión, fumar do un cigarrillo, viendo el partido? Había una línea. siento. un cigarrillo, dormir. Llamé a mi hermana. Primero un brindis, me dijeron. El teléfono sonó. Era mi novia. Mi hermana Diana siempre es mi paño de lágrimas Al rato me fui. El carro estaba allí. Traté de entrar. Hola, amor. Te paso a recoger más tarde. en casos así. Encendí el motor. Logré retroceder. ¿Ah, sí? ¿Para qué? Al rato estaba en su casa. Estaba avanzando por las calles de Miraflores, con ¿Cómo? No me digas que te has olvidado. Es santo Vamos a tomar una cerveza, me dijo. Lo mejor en los parachoques destrozados, sin saber a dónde ir. de mi tía Teresa. Nos esperan en su casa. estos casos es una cerveza. Debía buscar a Diana en alguna clínica. Seguir deTienes razón. Muy bien. ¿Quieres que saque una? recho, buscándola, me sabía de memoria los locales No sabía cómo salir de allí. ¿Qué debía hacer? No. Vamos a la calle. A divertirnos. Ven. a donde podían haberla llevado. Seguir avanzando. Mi hermana es alta, morena y muy risueña. Es una De pronto un árbol se cayó delante de mí. No Saqué la cerveza, el cigarrillo. Busqué un poco gran compañía. La quiero mucho. podía avanzar. de pan. Salimos. Creo que empecé a manejar a toda veloMe salí del auto. A las cuatro, mi novia me fue a buscar. cidad. Estábamos en la Avenida Angamos. De frente, Pensé en mi madre. Había trabajado tanto toda su ¿Vamos donde tu tía? Yo estaba decidido a continuar a divertirnos. De frente. vida para que yo fuera feliz. Como en el poema de avanzando. No sabía en qué iba a terminar. Baja la velocidad, me pidió. Borges, pensé que ella había hecho tanto porque yo No. No vamos, me contestó. He decidido que no ¿Por qué? fuera feliz. Yo la había traicionado. vamos. Porque nos vamos a estrellar. Lloré un poco pensando en mi madre, bajo un roble. ¿Por qué? En ese instante, no sé por qué, volteé a mirarla. Debía recuperar a mi novia, debía encontrar a Porque me parece que tenemos que terminar, me Fue un error, por decir lo menos. mi hermana, debía huir de la vecina que me había susurró. La verdad es que me aburro demasiado El carro de adelante frenó. Para evitar chocarlo, viré pedido que la ayudara a matar a su marido. contigo. el timón. Me salí de la pista. Nos estrellamos contra Mi vida estaba llena de tantos desafíos. El camino ¿Terminar? ¿Quieres terminar conmigo? ¿Pero no un poste. El poste era una vara enorme, doblada, aún era largo. me llamaste para ir donde tu tía? junto a nosotros. Sí, pero después lo he pensado. Y he decidido Diana tenía la cabeza ensangrentada. Yo estaba Alonso Cueto (Perú, 1954) es autor de terminar. ileso. Tenía que buscar ayuda. Debía salvarle la vida La venganza del silencio.


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a esposa decidió hacer este viaje el día en que su matrimonio terminó. Ese día supo que dejaría velas prendidas cerca de las cortinas, caminaría descalza, jugaría con cerillos, pintaría en las paredes, metería los dedos en enchufes eléctricos, no cerraría con llave la puerta principal, se pasaría los altos, saldría después del anochecer, correría con tijeras en la mano, aceptaría dulces de desconocidos, pasaría por detrás de los caballos, saldría antes del amanecer y caminaría por la calle 7ª de Nueva York como si caminara a Jerusalén. Mientras camina percibe un olor a algodón de azúcar y manzana confitada. El domador está sentado en el umbral de un viejo edificio de cantera rojiza. El portal lo protege ligeramente del sol. Su cabellera gris y negra es abundante; sus ojos, color café. El domador estira el brazo y la jala hacia él. Sentada en su regazo, ella pasa los brazos alrededor de los hombros del domador, por debajo de su camisa abierta. Él le lame el cuello. Las manos de la esposa presionan la espalda del domador. El corazón de la esposa late en las palmas de sus propias manos. Ella abraza la jaula que forma el costillar del domador. Todo sucede en doce segundos. Fui el primer domador que usó una silla, dice él. Le dice que mire alrededor: no hay gatos. Todos los gatos del barrio han huido y están escondidos. Yo solo usaba látigo y silla. Nunca usé castigos. En África todos saben que los leones rara vez se alimentan de humanos. Usualmente se convierten

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en cazadores de hombres por alguna debilidad: han perdido dientes, tienen púas de puerco espín clavadas en las patas o se lastimaron en una trampa. El peligro es que leones heridos enseñen a sus cachorros a ser cazadores de hombres, dice. En su mano izquierda hay cicatrices de mordidas de león. Su cuerpo huele a cacahuates tostados y a heno. El domador pone el brazo sobre los hombros de la esposa. Ella nota las cicatrices de garras y colmillos incrustados en la piel del brazo. Él huele como el humo de los aros de fuego. Un animal salvaje no se puede domesticar jamás, dice él. Es imposible seducir a un león. Nunca se alimenta a los grandes felinos antes de una función porque se dormirían. En los circos todos aman a los animales con los que trabajan. Los entrenadores de perros aman a los perros; los de caballos aman a los caballos. Pero todos aman a los elefantes. El domador mete la mano en su bolsillo y saca un paquete de salvavidas. Enrolla el papel hacia atrás. La esposa toma uno de los brillantes dulces de cereza y lo pone en su boca. El azúcar color rubí se disuelve sobre su lengua. ¿Te escapaste para unirte al circo?, ¿eres un fugitivo?, pregunta la esposa. Sí, me escapé; lo hice por la historia del espectáculo de la ballena. Mis padres vivían en una granja en Nebraska. Cultivaban maíz. Mi madre solía hablarme del espectáculo de la ballena y del circo. Sucedió durante la Gran Depresión. Llevaban una enorme ballena muerta en tren por todo el país, extendida sobre un vagón abierto.

¿Y qué pasó? Los ojos del mamífero estaban abiertos. Los ojos de la ballena eran como espejos y reflejaban los maizales secos, los tractores y el cielo cubierto de vastas nubes de polvo. ¿Te escapaste de tu casa?, pregunta ella. Todos recelaban, prosigue el domador. Mientras la gente del pueblo estaba en el espectáculo de la ballena, la gente del circo se robaba de los tendederos toda la ropa recién lavada. ¡Era de esperarse! El circo tiene rateros profesionales y ciegos e inválidos profesionales. Siempre digo que las caras cambian de un año a otro, pero la gente no. En el circo sabemos que los domingos siempre hay un hombre que lleva una pistola como si fuera un día más peligroso o un día más elegante. Cuando yo tenía diez años, tal vez once, también solía huir de casa, explica la esposa. Solo me atrevía a correr unas cuantas cuadras. Y ponía cabellos en las bardas y en las ramas bajas de los árboles para reencontrar el camino de regreso. Pensaba que hacer eso era lo mismo que Hansel y Gretel con las migas de pan. Un fugitivo de verdad no hace eso. No quiere regresar a casa, contesta el domador. Siempre quise ser hallada y perdida, dice la esposa. El domador presiona con fuerza el brazo de la esposa. Ella sabe que su piel ya guarda como papel la evidencia del domador: que sus huellas digitales, igual que las huellas digitales de los criminales en los archivos, hacen una hilera de pequeños laberintos ovalados en su cuerpo. En esos bordes y espirales magullados él es él y nadie más.

El domador jala el rostro de la esposa hacia su rostro y la besa. Ella escucha la música del circo y percibe los olores del formaldehído, del algodón de azúcar y de las palomitas de maíz. En el beso oye el látigo. Ve al traga– espadas y a los gemelos siameses. Él la besa alrededor del tiovivo y sobre la rueda de la fortuna. En el circo armamos lío en grande. Esto no solo quiere decir que gritamos: exageramos todo, dice él. No intentamos embaucar sino impresionar con la enormidad o la pequeñez de todo. Si tengo diez gatos digo que tengo cincuenta. Me han mordido una vez y te digo que me han mordido diez veces. Hasta te diré que te deseo más que a ninguna de las mujeres que he conocido. Por tu belleza podrías ser uno de nuestros actos, dice él. Te amé cuando caminaste hacia mí. Así que estás exagerando, ¿verdad? A lo mejor sí, a lo mejor no. Pero ¿sabes qué?, la gente del circo no se mezcla con la gente del pueblo. La empuja de su regazo y se levanta. No eres tan lista. No lo suficiente para ser una fugitiva, dice él. Los niños del circo son listos. No acarician a un león. No caminan por detrás de un caballo ni frente a un elefante. No aceptan dulces de desconocidos. Saben que no hay que meter el dedo en una jaula. El domador besa la frente de la esposa y se aleja. La esposa camina. Pasa frente a la cantina de azulejos de la calle 7ª, cerrada y oscura. Alcanza a vislumbrar la tenue luz de la rocola en su interior. Cruza la calle y entra a Gem Spa, la tienda de periódicos. Pide un licuado de chocolate al viejo tras la barra. En la barra hay docenas de vasos, canastas con paquetes de azúcar y una menora sin velas. La mirada de la esposa recorre los periódicos bajo la ampliación de la fotografía de los New York Dolls hasta llegar a las revistas pornográficas envueltas en bolsas de plástico transparente. Las palabras en las revistas con mujeres desnudas son: Va Va Voom, Bombshell, Velvet, Blonde Heat y Eye Candy. Está Lemon People, de Japón; Hombre, de México; y Matador, de Alemania. En las portadas, las revistas anuncian fantasías que están en las páginas interiores: la enfermera, la sobrecargo, la mujer policía, la mujer gorda del circo, la muñeca, la criada. En el estante más bajo están las historietas infantiles: Archie, Superman y Sabrina, la bruja adolescente. La esposa recoge las mangas de la blusa hasta mostrar las marcas del laberinto en su brazo. La esposa mira el dibujo de la bruja joven volando por el horizonte de Manhattan, montada en su escoba La bruja le hace un guiño. Hay dos lunas en el cielo. Jennifer Clement (Estados Unidos, 1960). Uno de sus títulos es La viuda Basquiat. Traducción de Socorro Soberón y Jennifer Clement.

Lucía Maya. Laberinto de Sofía. Obra digital/ fotografía intervenida, 2013

O

currió hace poco a mi hermana. Con el apuro y aún no sé cómo me había olvidado de llevar lo puedo estar mi teléfono celular. contando. Yo Salí a la vereda. Algunos caregresaba del rros nos tocaban la bocina. supermercado. Había compraLes estábamos dificultando do cosas sanas. Una botella de el tránsito. yogurt, jugo de naranja, queso Mierda, me dije. Mierda. fresco. Incluso un paquete de Mierda. Mierda. galletas de agua. Las bolsas Un recodo. me pesaban. Me dirigía en Era un día de sol. Fuera de línea recta a mi casa. Pero en los bocinazos del tráfico y de el parque, cerca de mi casa, me mi hermana ensangrentada crucé con una mujer. en el auto, todo parecía muy Era delgada, elegante, de tranquilo en el barrio. Pensé complexión frágil. Parecía haber que debía tocar la puerta de la sufrido mucho. casa más cercana para que me En el parque no había nadie prestaran un teléfono. Debía sino nosotros dos. llamar una ambulancia. Mi Me abordó. hermana se veía muy mal. Te he visto cerca, por aquí, Me acerqué a una casa, junto varias veces. Eres de por aquí, a un roble. Tenía una puerta me imagino. de madera. Unas escaleras de Sí, le dije mármol, un farol, una ventana Quiero ser muy clara contide rejas verdes. go, me informó. Eres la única Toqué. persona que me puede ayudar. Alguien me miró por el ojo Generalmente, cuando ocurren de la cerradura. estas cosas, salgo corriendo. Por favor, hemos tenido un Pero era una mujer hermosa y accidente. Mi hermana se muere. tenía un cierto aire. Me quedé. De pronto la puerta se abrió. Necesito eliminar a mi maQué sorpresa, me dijo un rido, agregó. rostro familiar. Muy bien. Al poco rato me di cuenta de Olga Chorro. El centro del laberinto. Grafito sobre papel. 46 x 42.5 cm., 2013 Las bolsas del mercado me lo que pasaba. Quien me había pesaban. Le pedí que me dejara abierto la puerta era Miguel, avanzar. Un viento fresco corría en ese momento Bueno, pero esto es una sorpresa. Y un trauma. mi compañero de carpeta. Había estado tocando por el parque. No hagamos dramas. a su casa. Caminó detrás de mí. Tú eres la única persona que Bueno, entonces… si te parece terminamos. Pero Cuántos años que no te veo, por Dios, es increíble. lo podría hacer. Nadie sabe que me conoces. Nadie dime por qué. Pasé. sabe que te conozco yo a ti. Tienes que ayudarme. Fue enumerando con los dedos, uno por uno. Es extraordinario, le dije. Préstame tu teléfono, Te ofrezco lo que me pidas. Cualquier cosa. No tienes una conversación interesante, nunca por favor. Por favor, le dije. quieres salir, eres más bien un tipo intrascendente. Sí, claro, pero antes tómate un trago con nosotros, Pareces un tipo atlético y fuerte. Además veo que Eran palabras duras. Yo debía aceptarlas. proclamó. Estamos justo varios de la promoción aquí. comes bien. Te lo ruego. Bueno. Está bien. No lo van a creer. Tomé aire. Lo mejor era irme pero decidí confronY además si te llevo al santo de mi tía vas a quedarte Pero no puedo. Es que mi hermana… tarla, no sé por qué. Me di media vuelta. en una esquina, como siempre, mudo, sin hablar Miguel me sonreía, me palmeaba, me sonreía. Mira, no sé quién eres. No te conozco. Por lo visto con nadie. De pronto estaba en una sala, junto a un montón estás completamente loca. Me voy a mi casa. Disculpa. Bueno. Si te parece. de personas que me saludaban y me abrazaban y me La mujer se quedó atrás. Volteé. Estaba de pie, Ni siquiera puedes contestarme nada. Me voy. decían carajo estás igualito. temblando, con un escalofrío. Me gritó unas palabras La vi partir: el arco exquisito de sus piernas, la exSalí a ver la ventana. Una ambulancia había parado y atroces. Me había detenido en ese recodo pero ahora tensión preciosa de los brazos, el pelo sedoso y triste. estaban introduciendo a mi hermana en una camilla. debía seguir. En línea recta siempre. Me puse a llorar. Alguien me puso un vodka tonic en la mano. Llegué a mi casa. Pensé que podía tomar una cer¿Debía quedarme allí solo, tomando cerveza, fumanMe voy. No puedo estar aquí, les dije. Me voy. Lo veza, ver el partido de futbol por televisión, fumar do un cigarrillo, viendo el partido? Había una línea. siento. un cigarrillo, dormir. Llamé a mi hermana. Primero un brindis, me dijeron. El teléfono sonó. Era mi novia. Mi hermana Diana siempre es mi paño de lágrimas Al rato me fui. El carro estaba allí. Traté de entrar. Hola, amor. Te paso a recoger más tarde. en casos así. Encendí el motor. Logré retroceder. ¿Ah, sí? ¿Para qué? Al rato estaba en su casa. Estaba avanzando por las calles de Miraflores, con ¿Cómo? No me digas que te has olvidado. Es santo Vamos a tomar una cerveza, me dijo. Lo mejor en los parachoques destrozados, sin saber a dónde ir. de mi tía Teresa. Nos esperan en su casa. estos casos es una cerveza. Debía buscar a Diana en alguna clínica. Seguir deTienes razón. Muy bien. ¿Quieres que saque una? recho, buscándola, me sabía de memoria los locales No sabía cómo salir de allí. ¿Qué debía hacer? No. Vamos a la calle. A divertirnos. Ven. a donde podían haberla llevado. Seguir avanzando. Mi hermana es alta, morena y muy risueña. Es una De pronto un árbol se cayó delante de mí. No Saqué la cerveza, el cigarrillo. Busqué un poco gran compañía. La quiero mucho. podía avanzar. de pan. Salimos. Creo que empecé a manejar a toda veloMe salí del auto. A las cuatro, mi novia me fue a buscar. cidad. Estábamos en la Avenida Angamos. De frente, Pensé en mi madre. Había trabajado tanto toda su ¿Vamos donde tu tía? Yo estaba decidido a continuar a divertirnos. De frente. vida para que yo fuera feliz. Como en el poema de avanzando. No sabía en qué iba a terminar. Baja la velocidad, me pidió. Borges, pensé que ella había hecho tanto porque yo No. No vamos, me contestó. He decidido que no ¿Por qué? fuera feliz. Yo la había traicionado. vamos. Porque nos vamos a estrellar. Lloré un poco pensando en mi madre, bajo un roble. ¿Por qué? En ese instante, no sé por qué, volteé a mirarla. Debía recuperar a mi novia, debía encontrar a Porque me parece que tenemos que terminar, me Fue un error, por decir lo menos. mi hermana, debía huir de la vecina que me había susurró. La verdad es que me aburro demasiado El carro de adelante frenó. Para evitar chocarlo, viré pedido que la ayudara a matar a su marido. contigo. el timón. Me salí de la pista. Nos estrellamos contra Mi vida estaba llena de tantos desafíos. El camino ¿Terminar? ¿Quieres terminar conmigo? ¿Pero no un poste. El poste era una vara enorme, doblada, aún era largo. me llamaste para ir donde tu tía? junto a nosotros. Sí, pero después lo he pensado. Y he decidido Diana tenía la cabeza ensangrentada. Yo estaba Alonso Cueto (Perú, 1954) es autor de terminar. ileso. Tenía que buscar ayuda. Debía salvarle la vida La venganza del silencio.


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MILENIO

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LABERINTO

aniversario

diez años

Cristina Sandor. Luz y Sombra. Tinta china y carboncillo sobre papel. 49 x 68.5 cm., 2013

C

iego. Palpita la oscuridad que le ciñe. La herida que desgarra dentro hiende la oscuridad. Un movimiento mínimo, idea de extender las manos: pulso apenas en la punta de los dedos. Lo inhibe el vacío infinito. O la dureza invencible que habrá de tocar. Deja que la tiniebla, viscosa contra su cuerpo, abra el camino It‘s possible I‘m moving through the hard veins hierro ardiente en el pecho. ¿La ira? Viento afilado que agita la luz —claros móviles entre el follaje y sobre la hierba. Súbito el ardor en la mejilla: reflejo que arrastra el oleaje de la ira allá, en el cuerpo. El golpe en la cara —brusca subversión del deseo. Calor incipiente de abril tras el sórdido invierno interminable. El canto interrumpido de los pájaros (se detiene el viento, la luz, segundos expandidos de emoción difusa y cuerpo) y lentamente se libera el fluir armónico del día. Regresa el viento al follaje, risas, vestidos coloridos entre los árboles; el rumor de las bestias a unos pasos, regocijo en voz de pájaros. El ardor en la cara, cuerpo que despierta a su hábito, ira sometida al yugo de la probabilidad, si la ira de la mano que dio el golpe fuera signo, hubiera sido caricia. Sucedió en otra vida. Se adentra aún más, impelido sin voluntad por la tensión del cuerpo, la tiniebla of heavy mountains donde no brilla ningún sol no despliega su urdimbre fulgurante, no hay niños que corren, parejas de la mano, humanidad colorida en primavera. Ojos nada más, secos, desgarrados del llanto que nunca llega —lo de adentro, el corazón. El centro. En el centro debe haber dios. ¿Quién lo llama desde allá, el centro hacia el que a ciegas se dirige? Cierra los oídos, en un acto de control supremo suspende el pulso de sus venas, choca contra la piedra, sigue su curva con la palma de la mano, avanza ahí donde se tuerce el sendero apenas visible entre opulentas raíces rojas. No ira, gime la sombra en el fondo del pozo. Hace por elevarse; tiran filamentos de su cuerpo. Parodia de esa caricia, no: impotencia. Lejos allá, inalcanzable, el silencio amarillo del sol sobre la humana melancolía de los gorilas. Quería abrazarte, estrecharte luz contra mi pecho, desatar en un gesto absoluto la ternura, pesar de verte así, tan solo y triste, fija la mirada en el mono impávido con el miembro erguido expuesto mientras la familia —la madre, esos bebés absurdamente hermosos— corretean entre las ramas. like the ore does, alone ¿Por qué no se calla? ¿Qué no ve que avanza solo, que no hay solaz posible, que busca a su dios sin esperanza y se adentra para perderse? Alguien llora. Hay un cordero en el fondo del pozo. Aullidos como uñas, manos vacías, vengativas. Lo rojo que lo arrastra es río que lleva dentro. Su herido pensamiento lo proyecta a sus pies: no hay parque

luminoso, árboles ni luz. No hay cielo. Un domo de negrura sobre él, infinita catedral de piedra donde nunca ha orado el hombre y a sus pies un hilillo de rojo ardiente, la vena que sigue al centro, siempre el centro, que habrá de existir... I'm already so deep inside, I see no end in sight Lo sé —gime la voz desde el pozo el centro inconcebible con raíces que atan, zarcillos rojos, calientes, por más que quiera elevarse—. Te recuerdo con la mirada de hoy, concentrada agonía (no, no me toques). Quería decirte, ¿no ves que todo esto es nuestro dolor? Que no hay daño, ira, odio. Solo nuestro dolor. Una imagen aérea en su cabeza. Hermosa, de blanco como en imposibles nupcias. Sonríe. Fulgura. Avanza aterido en el vientre de la tierra desolación, el cuerpo marcado por una geografía de violencia —todos los caminos que ella no trazó. and no distance: everything is getting near Un niño, abandonado ojos muy abiertos en la oscuridad. Un hombre ciego. Hay un hombre en la oscuridad y para siempre. Hay un niño mudo de terror frío. Hay una niña temblando bajo los golpes, maldiciones. Hay una mano adulta de mujer, labios que rezan ternura, tejamos un cáliz con hebras de ternura and everything getting near is turning to stone. Suelta un golpe en el aire. El puño choca contra la sólida dureza de una deidad de piedra, viaja la violencia de retorno en la carne, se inflama, palpa sangrante el muro que sella el sendero, sigue la bifurcación, hacia dónde, no importa, será siempre hacia el centro, camino el hilillo rojo a sus pies. Recorrer a ciegas la entraña de la tierra: debe estar muerto. El amor una piedra una muerte, carroña y ave de carroña. Dolor. El mono obcecado con el miembro erguido al aire, mirada absorta, pareciera, en el origen del universo. No hay otra ley. No hay inocencia. La veta que sigue es árbol, estampa de un sol convertido en ramas hirvientes carmesí abriéndose paso en el lecho del mundo, hacia el centro del mundo. Hacia allá va a ciegas. No logra ahogar la imagen de la que grita en el pozo era mi dolor. Mi dolor, mi dolor, mi dolor —

las raíces rojas se aferran a las piedras a lo muerto entre las piedras. Algo crece I still can't see very far yet into suffering infinito —no ves que no acaba nunca, que voy solo, cierra la boca, calla, me necesito todo para no caer. Todos los cuerpos sombras, muletas, fantasmas. Voy solo solo so this vast darkness makes me small un niño que carga un corazón herido de casi sesenta años pero un niño que avanza aterido, solo, un bozal de ira y violencia en la boca, en los ojos de concentrada tristeza y desafío. No puede moverse pero avanza, no dejan otra opción los muros cada vez más cerrados contra su carne. Desde el centro, un brote. Algo germina, quiere alcanzar la superficie. Quería abrazarte, lo imposible, quería. Estaba herida por ti. A ti nadie te abraza. Nadie te toca. Besé tus labios nunca. Herida, y no escuchabas, paralizado ahí maniatado en tu discurso contra el aire. De ahí el golpe. ¿Oyes siquiera? Víscera abierta, soy mi dolor. Un pulso lo devuelve al cuerpo si mira las vetas rojas cálidas surcan sus arterias desgastadas. ¿Dolor? Su cuerpo callado aúlla. Quiere el dolor. El ardor en el rostro, rabia de ese dolor que no era el que él quería, de no dejar de quererlo, rabia del dolor de ella. La rabia arde en sus ojos el rojo del camino, el árbol de No en la tierra. Sigue una rama única hacia la oscuridad. El vello erizado en sus brazos presiente la cercanía de la piedra fría. No sabe si camina a una eternidad de pasos ciegos o al muro que al fin lo detendrá. No hay aire ya. Da otro giro y le parece que traza un círculo completo, regresa al punto de partida pero ahora el árbol

en la tierra se abre como un abanico, un cosmos de hilos rubí. ¿Y si en el centro está el pozo? ¿El agua esencia de dios? ¿Y si no está? ¿Y si no puede tocarlo? La voz. Era mi dolor tu dolor. El nuestro. (¿La ve vestida de blanco? ¿Siente ella cómo extiende los brazos, abre las manos, crece, se levanta?) Quería devolverlo al cielo, darle alas convertirlo en vuelo de paloma. Vayamos, quería decirte, paso a paso y sin temor. Consumemos el perdón aquí, bajo este sol, en este aire. Y no escuchaste. Especie de recuerdo al dar un paso. Su rostro que irradia luz, la necia de la ternura. En sus brazos el blanco cordero asesinado. are you the one: Dímelo tú. Yo también busco. El ardor en la cara. Los otros golpes. Los que cayeron de la mano del amor make yourself powerful, break in: ¿No dije siempre estoy aquí? ¿No tomé tu mano antes, la primera vez que así toqué tu rostro? Avanza, es un túnel de ira y dolor. Se acerca —el centro, el pozo, está ahí. El cordero, el buitre del amor. Intuye que él también, que es el cadáver sobre el que todas las voces lloran so that your whole being may happen to me Fue cumplido. Y no escuchaste. No creíste. Ahora todo mi ser es mi dolor. Camina, abre los ojos, tú no estás ciego, sí era para ti y desde siempre la luz del mundo. Aquí estoy. Estamos. El golpe fue decir: ya sucedió, todo mi ser, y no soy yo, es instrumento, estuvo a tus pies para otra cosa, buscaba revelar algo más grande. Nos sucedimos. No escuchaste and to you may happen, my whole cry dentro lo llevo. Fue cumplido. Está en el centro. La ve, alucinación de luz en la tiniebla, como muerta pero algo rutilante recorre los espacios entre la piel de cristal. Rumor en la piedra. Del centro algo cobra forma. ¿Un animal magnífico? ¿Aberrante? No. El tronco de un árbol, ancho como el último reducto circular de la caverna. Los brazos de ella se confunden con las ramas. El cordero. Es él, con los brazos abiertos. Crece, el árbol, rompe el centro de la tierra, se alza por encima de los zarcillos rojos, afuera hay un baño de luz, no cadáveres lascivos ni risas grotescas de venganza, afuera están, a dos pasos de las bestias, el mono melancólico de regreso en su cueva. Busca el reverberar de la ira en su pecho, espera endurecido el golpe, aprieta los labios, la mira con la fijeza aguda de la ira. Está entre su brazos, un solo cuerpo unido de dolor que se funde en luz, elevados desde el centro de la tierra, ellos ya sin voz son el árbol, ellos la suave bóveda de flores del cerezo. Adriana Díaz Enciso (México, 1964). Odio (LunArena, 2013) es su más reciente novela. Obra: Liliana Mercenario Pomeroy. Ella y el Laberinto. Tinta sobre papel. 28 x 34 cm., 2013

L

a princesa está parada a la mitad del laberinto y mira hacia arriba de la hoja de papel, hacia donde está dibujado su destino: el castillo. Es un castillo horrible, la verdad, tan mal trazado que ni dan ganas de completar el laberinto. ¿Qué va a pasar cuando por fin llegue allá arriba y descubra que las cortinas están raídas, que hay pulgas en las alfombras, que la porcelana está descascarillada y la servidumbre es insolente? Mira entonces hacia atrás, todo el camino que ha debido andar hasta ahora, torpemente, de la mano de esa niña de cuatro años que se equivoca todo el tiempo, que la lleva hacia la derecha para de inmediato hacerla volver hacia la izquierda y para arriba o para abajo. La niña que ni siquiera se molesta en borrar las líneas equivocadas, los caminos que la han llevado una y otra vez a senderos sin salida. ¡Qué cansancio, por Dios, qué hastío ser princesa de una publicación de quinta categoría! En el fondo, la culpa no es de la niña, la culpa es del padre que le compra estas revistas de pasatiempos baratas. Y encima, el padre tiene el descaro de llamar a la hija “princesa”. La nena suelta el lápiz sobre el laberinto y le dice al padre que es muy difícil. ¡Lo que faltaba!, que la deje abandonada a mitad del camino, deprimida, hambrienta, con los pies llenos de ampollas y la garganta seca. La princesa pasa del espacio bidimensional al tridimensional para acusar a la niña con la mirada, para exigirle

que termine de una vez, que deje de hacerse la tonta y la hijita de papá. Ve que tiene embarrados los labios de yogurt de fresa y que de sus fosas nasales gotea un moco que en ese instante resbala y plop, se aplasta sobre la página. ¡Qué asco! ¡Que ni crea la escuincla que yo voy a pasar por allí! “Tú puedes”, dice el padre que lee el periódico, sin hacerle caso, “hay que tener paciencia”. Paciencia, la que tiene que tener paciencia es la princesa, imagínate: ser el arquetipo por excelencia del alma femenina para acabar impresa en papel reciclado de periódico y verse sometida a los trazos caprichosos de una niña mimada que está aprendiendo a usar el lápiz. ¡Qué triste, la modernidad! La niña toma de vuelta el lápiz, pero lo hace con una determinación extraña. ¿Qué pretende hacer el monstruito? La princesa alcanza a asustarse un momento antes de que la niña trace una línea que atraviesa una de las paredes del laberinto. ¡Está haciendo trampa! El golpe sacude la cabeza de la princesa, que en el acto pierde el modelado del peinado. Una tarde en la peluquera tirada a la basura. Tiene el rostro arañado y en la frente le ha surgido un esplendoroso chipote. ¿Pero qué está haciendo el padre? Si no se da cuenta a tiempo, la niña es capaz de matarla. Afortunadamente, la niña ya sabe que hacer trampa es malo, así que detiene el trazo del lápiz, mira de reojo al padre y le pregunta: “¿Así, papi?”. El padre abandona un momento la lectura del periódico, enfadado, ¿es que la maldita revista de pasatiempos

no es capaz de mantener ocupada a la niña más de dos minutos seguidos? Mira a la princesa con rabia, ¡inútil!, le grita telepáticamente. “No, hija, así no, eso es trampa, tienes que seguir el camino, así no se vale”. Toma el borrador y hace desandar el camino a la princesa. La goma, sin embargo, no le cura las heridas ni le arregla el peinado. “¿Por qué, papi?”, quiere saber la niña, y tiene razón en pedir esa explicación, siendo lo más sencillo atravesar el laberinto con una línea recta que ignore los caprichosos caminos y lleve de golpe a la princesa hasta el castillo. El padre le explica, otra vez, que las líneas dentro del laberinto son paredes, paredes altísimas que la princesa no puede saltar, ni atravesar, y que, aunque pudiera hacerlo, lo bonito del laberinto es perseverar hasta encontrar el camino, que perderse es parte de la diversión. ¡Lo bonito!, estalla la princesa, cómo se ve que el padre nunca ha estado dentro de un laberinto a merced de las torpes decisiones de un niño. La niña se mete el lápiz a la boca y se concentra de verdad en las alternativas que tiene a la vista. Si gira a la derecha más adelante encontrará un callejón sin salida. Si gira a la izquierda de inmediato deberá elegir entre ir hacia arriba o hacia abajo. El desánimo, la confusión y la pereza la vencen. “No quiero más, papi”, dice la niña y el terror del abandono recorre la espina dorsal de la princesa. Ha escuchado de colegas que murieron de frío o que terminaron como alimento del Minotauro. No, ella no va a quedarse

a mitad del camino, ella va a llegar al castillo rascuache, aunque tampoco valga la pena, al menos es un refugio seguro. En un acto desesperado, y prohibido a los de su especie, salta con todas sus fuerzas sobre el papel de la revista y el levísimo temblor que genera basta para que la niña derrame el vasito con jugo que tenía a la derecha. La princesa sabe lo que va a pasar ahora y está preparada. El padre grita: “¡Nena!, ¡pon atención en lo que haces!” y se levanta para traer un trapo de la cocina. La niña toma el lápiz, furiosa, coloca la punta sobre el lugar en el que está de pie la princesa, esperándola, y traza una línea rabiosa hasta el castillo, perforando una, dos, tres, cuatro paredes. La velocidad del trazo hace que cada pared sea como una convulsión epiléptica. Con todo, la princesa logra sobrevivir y está a las puertas del castillo. Se alisa el largo vestido hecho jirones, intenta acomodarse lo que le resta del cabello, se limpia como puede la sangre que le escurre en el rostro. Las piernas le tiemblan, la princesa es un espasmo, pero sigue con vida. Todo está bien, se repite dentro de la cabeza, ahora todo está bien. Entraré en el castillo, tomaré un baño, me curarán las heridas y vestiré ropas nuevas. En tres días me habré olvidado de todo. Cruza el puente del foso y cuando atraviesa el umbral del castillo descubre aterrorizada que detrás de la puerta solo hay otra página. Juan Pablo Villalobos (México, 1973) es autor de Si viviéramos en un lugar normal.


06 b sábado 22 de junio de 2013

MILENIO

sábado 22 de junio de 2013 b07

LABERINTO

aniversario

diez años

Cristina Sandor. Luz y Sombra. Tinta china y carboncillo sobre papel. 49 x 68.5 cm., 2013

C

iego. Palpita la oscuridad que le ciñe. La herida que desgarra dentro hiende la oscuridad. Un movimiento mínimo, idea de extender las manos: pulso apenas en la punta de los dedos. Lo inhibe el vacío infinito. O la dureza invencible que habrá de tocar. Deja que la tiniebla, viscosa contra su cuerpo, abra el camino It‘s possible I‘m moving through the hard veins hierro ardiente en el pecho. ¿La ira? Viento afilado que agita la luz —claros móviles entre el follaje y sobre la hierba. Súbito el ardor en la mejilla: reflejo que arrastra el oleaje de la ira allá, en el cuerpo. El golpe en la cara —brusca subversión del deseo. Calor incipiente de abril tras el sórdido invierno interminable. El canto interrumpido de los pájaros (se detiene el viento, la luz, segundos expandidos de emoción difusa y cuerpo) y lentamente se libera el fluir armónico del día. Regresa el viento al follaje, risas, vestidos coloridos entre los árboles; el rumor de las bestias a unos pasos, regocijo en voz de pájaros. El ardor en la cara, cuerpo que despierta a su hábito, ira sometida al yugo de la probabilidad, si la ira de la mano que dio el golpe fuera signo, hubiera sido caricia. Sucedió en otra vida. Se adentra aún más, impelido sin voluntad por la tensión del cuerpo, la tiniebla of heavy mountains donde no brilla ningún sol no despliega su urdimbre fulgurante, no hay niños que corren, parejas de la mano, humanidad colorida en primavera. Ojos nada más, secos, desgarrados del llanto que nunca llega —lo de adentro, el corazón. El centro. En el centro debe haber dios. ¿Quién lo llama desde allá, el centro hacia el que a ciegas se dirige? Cierra los oídos, en un acto de control supremo suspende el pulso de sus venas, choca contra la piedra, sigue su curva con la palma de la mano, avanza ahí donde se tuerce el sendero apenas visible entre opulentas raíces rojas. No ira, gime la sombra en el fondo del pozo. Hace por elevarse; tiran filamentos de su cuerpo. Parodia de esa caricia, no: impotencia. Lejos allá, inalcanzable, el silencio amarillo del sol sobre la humana melancolía de los gorilas. Quería abrazarte, estrecharte luz contra mi pecho, desatar en un gesto absoluto la ternura, pesar de verte así, tan solo y triste, fija la mirada en el mono impávido con el miembro erguido expuesto mientras la familia —la madre, esos bebés absurdamente hermosos— corretean entre las ramas. like the ore does, alone ¿Por qué no se calla? ¿Qué no ve que avanza solo, que no hay solaz posible, que busca a su dios sin esperanza y se adentra para perderse? Alguien llora. Hay un cordero en el fondo del pozo. Aullidos como uñas, manos vacías, vengativas. Lo rojo que lo arrastra es río que lleva dentro. Su herido pensamiento lo proyecta a sus pies: no hay parque

luminoso, árboles ni luz. No hay cielo. Un domo de negrura sobre él, infinita catedral de piedra donde nunca ha orado el hombre y a sus pies un hilillo de rojo ardiente, la vena que sigue al centro, siempre el centro, que habrá de existir... I'm already so deep inside, I see no end in sight Lo sé —gime la voz desde el pozo el centro inconcebible con raíces que atan, zarcillos rojos, calientes, por más que quiera elevarse—. Te recuerdo con la mirada de hoy, concentrada agonía (no, no me toques). Quería decirte, ¿no ves que todo esto es nuestro dolor? Que no hay daño, ira, odio. Solo nuestro dolor. Una imagen aérea en su cabeza. Hermosa, de blanco como en imposibles nupcias. Sonríe. Fulgura. Avanza aterido en el vientre de la tierra desolación, el cuerpo marcado por una geografía de violencia —todos los caminos que ella no trazó. and no distance: everything is getting near Un niño, abandonado ojos muy abiertos en la oscuridad. Un hombre ciego. Hay un hombre en la oscuridad y para siempre. Hay un niño mudo de terror frío. Hay una niña temblando bajo los golpes, maldiciones. Hay una mano adulta de mujer, labios que rezan ternura, tejamos un cáliz con hebras de ternura and everything getting near is turning to stone. Suelta un golpe en el aire. El puño choca contra la sólida dureza de una deidad de piedra, viaja la violencia de retorno en la carne, se inflama, palpa sangrante el muro que sella el sendero, sigue la bifurcación, hacia dónde, no importa, será siempre hacia el centro, camino el hilillo rojo a sus pies. Recorrer a ciegas la entraña de la tierra: debe estar muerto. El amor una piedra una muerte, carroña y ave de carroña. Dolor. El mono obcecado con el miembro erguido al aire, mirada absorta, pareciera, en el origen del universo. No hay otra ley. No hay inocencia. La veta que sigue es árbol, estampa de un sol convertido en ramas hirvientes carmesí abriéndose paso en el lecho del mundo, hacia el centro del mundo. Hacia allá va a ciegas. No logra ahogar la imagen de la que grita en el pozo era mi dolor. Mi dolor, mi dolor, mi dolor —

las raíces rojas se aferran a las piedras a lo muerto entre las piedras. Algo crece I still can't see very far yet into suffering infinito —no ves que no acaba nunca, que voy solo, cierra la boca, calla, me necesito todo para no caer. Todos los cuerpos sombras, muletas, fantasmas. Voy solo solo so this vast darkness makes me small un niño que carga un corazón herido de casi sesenta años pero un niño que avanza aterido, solo, un bozal de ira y violencia en la boca, en los ojos de concentrada tristeza y desafío. No puede moverse pero avanza, no dejan otra opción los muros cada vez más cerrados contra su carne. Desde el centro, un brote. Algo germina, quiere alcanzar la superficie. Quería abrazarte, lo imposible, quería. Estaba herida por ti. A ti nadie te abraza. Nadie te toca. Besé tus labios nunca. Herida, y no escuchabas, paralizado ahí maniatado en tu discurso contra el aire. De ahí el golpe. ¿Oyes siquiera? Víscera abierta, soy mi dolor. Un pulso lo devuelve al cuerpo si mira las vetas rojas cálidas surcan sus arterias desgastadas. ¿Dolor? Su cuerpo callado aúlla. Quiere el dolor. El ardor en el rostro, rabia de ese dolor que no era el que él quería, de no dejar de quererlo, rabia del dolor de ella. La rabia arde en sus ojos el rojo del camino, el árbol de No en la tierra. Sigue una rama única hacia la oscuridad. El vello erizado en sus brazos presiente la cercanía de la piedra fría. No sabe si camina a una eternidad de pasos ciegos o al muro que al fin lo detendrá. No hay aire ya. Da otro giro y le parece que traza un círculo completo, regresa al punto de partida pero ahora el árbol

en la tierra se abre como un abanico, un cosmos de hilos rubí. ¿Y si en el centro está el pozo? ¿El agua esencia de dios? ¿Y si no está? ¿Y si no puede tocarlo? La voz. Era mi dolor tu dolor. El nuestro. (¿La ve vestida de blanco? ¿Siente ella cómo extiende los brazos, abre las manos, crece, se levanta?) Quería devolverlo al cielo, darle alas convertirlo en vuelo de paloma. Vayamos, quería decirte, paso a paso y sin temor. Consumemos el perdón aquí, bajo este sol, en este aire. Y no escuchaste. Especie de recuerdo al dar un paso. Su rostro que irradia luz, la necia de la ternura. En sus brazos el blanco cordero asesinado. are you the one: Dímelo tú. Yo también busco. El ardor en la cara. Los otros golpes. Los que cayeron de la mano del amor make yourself powerful, break in: ¿No dije siempre estoy aquí? ¿No tomé tu mano antes, la primera vez que así toqué tu rostro? Avanza, es un túnel de ira y dolor. Se acerca —el centro, el pozo, está ahí. El cordero, el buitre del amor. Intuye que él también, que es el cadáver sobre el que todas las voces lloran so that your whole being may happen to me Fue cumplido. Y no escuchaste. No creíste. Ahora todo mi ser es mi dolor. Camina, abre los ojos, tú no estás ciego, sí era para ti y desde siempre la luz del mundo. Aquí estoy. Estamos. El golpe fue decir: ya sucedió, todo mi ser, y no soy yo, es instrumento, estuvo a tus pies para otra cosa, buscaba revelar algo más grande. Nos sucedimos. No escuchaste and to you may happen, my whole cry dentro lo llevo. Fue cumplido. Está en el centro. La ve, alucinación de luz en la tiniebla, como muerta pero algo rutilante recorre los espacios entre la piel de cristal. Rumor en la piedra. Del centro algo cobra forma. ¿Un animal magnífico? ¿Aberrante? No. El tronco de un árbol, ancho como el último reducto circular de la caverna. Los brazos de ella se confunden con las ramas. El cordero. Es él, con los brazos abiertos. Crece, el árbol, rompe el centro de la tierra, se alza por encima de los zarcillos rojos, afuera hay un baño de luz, no cadáveres lascivos ni risas grotescas de venganza, afuera están, a dos pasos de las bestias, el mono melancólico de regreso en su cueva. Busca el reverberar de la ira en su pecho, espera endurecido el golpe, aprieta los labios, la mira con la fijeza aguda de la ira. Está entre su brazos, un solo cuerpo unido de dolor que se funde en luz, elevados desde el centro de la tierra, ellos ya sin voz son el árbol, ellos la suave bóveda de flores del cerezo. Adriana Díaz Enciso (México, 1964). Odio (LunArena, 2013) es su más reciente novela. Obra: Liliana Mercenario Pomeroy. Ella y el Laberinto. Tinta sobre papel. 28 x 34 cm., 2013

L

a princesa está parada a la mitad del laberinto y mira hacia arriba de la hoja de papel, hacia donde está dibujado su destino: el castillo. Es un castillo horrible, la verdad, tan mal trazado que ni dan ganas de completar el laberinto. ¿Qué va a pasar cuando por fin llegue allá arriba y descubra que las cortinas están raídas, que hay pulgas en las alfombras, que la porcelana está descascarillada y la servidumbre es insolente? Mira entonces hacia atrás, todo el camino que ha debido andar hasta ahora, torpemente, de la mano de esa niña de cuatro años que se equivoca todo el tiempo, que la lleva hacia la derecha para de inmediato hacerla volver hacia la izquierda y para arriba o para abajo. La niña que ni siquiera se molesta en borrar las líneas equivocadas, los caminos que la han llevado una y otra vez a senderos sin salida. ¡Qué cansancio, por Dios, qué hastío ser princesa de una publicación de quinta categoría! En el fondo, la culpa no es de la niña, la culpa es del padre que le compra estas revistas de pasatiempos baratas. Y encima, el padre tiene el descaro de llamar a la hija “princesa”. La nena suelta el lápiz sobre el laberinto y le dice al padre que es muy difícil. ¡Lo que faltaba!, que la deje abandonada a mitad del camino, deprimida, hambrienta, con los pies llenos de ampollas y la garganta seca. La princesa pasa del espacio bidimensional al tridimensional para acusar a la niña con la mirada, para exigirle

que termine de una vez, que deje de hacerse la tonta y la hijita de papá. Ve que tiene embarrados los labios de yogurt de fresa y que de sus fosas nasales gotea un moco que en ese instante resbala y plop, se aplasta sobre la página. ¡Qué asco! ¡Que ni crea la escuincla que yo voy a pasar por allí! “Tú puedes”, dice el padre que lee el periódico, sin hacerle caso, “hay que tener paciencia”. Paciencia, la que tiene que tener paciencia es la princesa, imagínate: ser el arquetipo por excelencia del alma femenina para acabar impresa en papel reciclado de periódico y verse sometida a los trazos caprichosos de una niña mimada que está aprendiendo a usar el lápiz. ¡Qué triste, la modernidad! La niña toma de vuelta el lápiz, pero lo hace con una determinación extraña. ¿Qué pretende hacer el monstruito? La princesa alcanza a asustarse un momento antes de que la niña trace una línea que atraviesa una de las paredes del laberinto. ¡Está haciendo trampa! El golpe sacude la cabeza de la princesa, que en el acto pierde el modelado del peinado. Una tarde en la peluquera tirada a la basura. Tiene el rostro arañado y en la frente le ha surgido un esplendoroso chipote. ¿Pero qué está haciendo el padre? Si no se da cuenta a tiempo, la niña es capaz de matarla. Afortunadamente, la niña ya sabe que hacer trampa es malo, así que detiene el trazo del lápiz, mira de reojo al padre y le pregunta: “¿Así, papi?”. El padre abandona un momento la lectura del periódico, enfadado, ¿es que la maldita revista de pasatiempos

no es capaz de mantener ocupada a la niña más de dos minutos seguidos? Mira a la princesa con rabia, ¡inútil!, le grita telepáticamente. “No, hija, así no, eso es trampa, tienes que seguir el camino, así no se vale”. Toma el borrador y hace desandar el camino a la princesa. La goma, sin embargo, no le cura las heridas ni le arregla el peinado. “¿Por qué, papi?”, quiere saber la niña, y tiene razón en pedir esa explicación, siendo lo más sencillo atravesar el laberinto con una línea recta que ignore los caprichosos caminos y lleve de golpe a la princesa hasta el castillo. El padre le explica, otra vez, que las líneas dentro del laberinto son paredes, paredes altísimas que la princesa no puede saltar, ni atravesar, y que, aunque pudiera hacerlo, lo bonito del laberinto es perseverar hasta encontrar el camino, que perderse es parte de la diversión. ¡Lo bonito!, estalla la princesa, cómo se ve que el padre nunca ha estado dentro de un laberinto a merced de las torpes decisiones de un niño. La niña se mete el lápiz a la boca y se concentra de verdad en las alternativas que tiene a la vista. Si gira a la derecha más adelante encontrará un callejón sin salida. Si gira a la izquierda de inmediato deberá elegir entre ir hacia arriba o hacia abajo. El desánimo, la confusión y la pereza la vencen. “No quiero más, papi”, dice la niña y el terror del abandono recorre la espina dorsal de la princesa. Ha escuchado de colegas que murieron de frío o que terminaron como alimento del Minotauro. No, ella no va a quedarse

a mitad del camino, ella va a llegar al castillo rascuache, aunque tampoco valga la pena, al menos es un refugio seguro. En un acto desesperado, y prohibido a los de su especie, salta con todas sus fuerzas sobre el papel de la revista y el levísimo temblor que genera basta para que la niña derrame el vasito con jugo que tenía a la derecha. La princesa sabe lo que va a pasar ahora y está preparada. El padre grita: “¡Nena!, ¡pon atención en lo que haces!” y se levanta para traer un trapo de la cocina. La niña toma el lápiz, furiosa, coloca la punta sobre el lugar en el que está de pie la princesa, esperándola, y traza una línea rabiosa hasta el castillo, perforando una, dos, tres, cuatro paredes. La velocidad del trazo hace que cada pared sea como una convulsión epiléptica. Con todo, la princesa logra sobrevivir y está a las puertas del castillo. Se alisa el largo vestido hecho jirones, intenta acomodarse lo que le resta del cabello, se limpia como puede la sangre que le escurre en el rostro. Las piernas le tiemblan, la princesa es un espasmo, pero sigue con vida. Todo está bien, se repite dentro de la cabeza, ahora todo está bien. Entraré en el castillo, tomaré un baño, me curarán las heridas y vestiré ropas nuevas. En tres días me habré olvidado de todo. Cruza el puente del foso y cuando atraviesa el umbral del castillo descubre aterrorizada que detrás de la puerta solo hay otra página. Juan Pablo Villalobos (México, 1973) es autor de Si viviéramos en un lugar normal.


08 b sábado 22 de junio de 2013

MILENIO

sábado 22 de junio de 2013 b09

LABERINTO

aniversario

diez años

E

se hombre de negro, ensombrerado, inclinado como una vara doblada por un temporal, vagando en círculos por el salar. Como si buscara el hilo perdido de su destino. Imagíneselo: una silueta enturbiada por el calor que de pronto se detiene y agita los brazos, discutiendo con un espejismo. Sí, Tomás Thorud. Nuestro juez, nuestro ex juez, en aquel tiempo en que, defenestrado y abandonado, se desterró a sí mismo al desierto. Usted debe acordarse de él. Muy alto y flaco, con los ojos gris aguado que heredó de un abuelo noruego, inmigrante, Thorud administró justicia acá en Pampa Hundida, durante muchos años. “El implacable”, lo llamábamos tomando cerveza en el bar del Nacional. Mitad en broma, mitad en serio. Era tan recto, nuestro juez, que resultaba temible. Excepto para quienes sabíamos que solo era implacable consigo mismo. Más tímido que orgulloso, jugaba al dominó con nosotros, a veces. Aunque rara vez hablaba. Un silencio contrastante con la estupenda oratoria de sus sentencias. El abogado Martínez Roth nos trajo al bar del Nacional varios de sus fallos. Los leyó en voz alta al final de una larga tarde de sábado. Le diré lo que mejor recuerdo: los considerandos eran fríos, rigurosos, carentes de sentimentalismo. Y sin embargo, al fallar, Thorud se inclinaba infaliblemente por la compasión. Quizás por eso no prosperaba nuestro juez, pensábamos. Quizás fue por eso que se dejó arrinconar en este oasis, en medio del desierto más seco del mundo. Porque tendía a la bondad, y usaba el rigor solo para fundamentarla. Aún así, su talento era tan obvio que muchas veces intentaron ascenderlo. Thorud se negó siempre. Cuando cumplió cincuenta años le ofrecieron ser ministro en una Corte de Apelaciones. Era, claramente, su última oportunidad. Quienes nos consideramos sus amigos protestamos al saber que lo rechazaba. No cejamos hasta arrancarle, esa vez sí, una explicación. Con su voz ronca, falsamente hosca, dijo preferir este destino menor, donde podía intentar hacer justicia, a uno mayor donde solo pudiera aplicar la ley. ¡Y que no lo jodiéramos más! La suerte se ensaña con quienes la rechazan. Poco después las cosas se precipitaron para el juez. Se precipitaron a un abismo. Perdió el trabajo junto con su matrimonio. El Poder Judicial le pidió la renuncia. Su mujer se hartó de su falta de ambición y lo demandó de divorcio. Mirta dijo que se le hacía imposible seguir conviviendo con un hombre tan correcto. Sus superiores fueron más cínicos. Arguyeron que era demasiado buen juez para un cargo tan humilde. Y, puesto que no quería progresar, debía dejarle paso a los jóvenes. Thorud, “el implacable”, recibió esa inesperada seguidilla de golpes con su usual y exagerada magnanimidad. Los treinta millones de su indemnización por otros tantos años de trabajo, más el producto de la venta de su casa, más la mitad de su flaquísima pensión, todo lo cedió a su mujer y a sus hijas. “Es lo justo”, rebatió cuando nos escandalizamos ante tamaño desprendimiento. “Ellas no progresaron porque yo no quise progresar.” Apenas su familia dejó Pampa Hundida, el fardo de su fracaso cayó sobre Thorud. Ni siquiera al sentirlo se quejó o protestó. Pero todos advertimos ese peso invisible venciéndole los hombros. Él, que antes era alto y recto como un poste, amaneció un día encorvado, cabizbajo. Le dio por hablar solo. Así, gibado y murmurante, desalojó su casa y su tribunal. Se mudó al rancho de adobes que arrendó fuera de la hoya húmeda del oasis, al borde del salar. Y se castigó con una rutina inclemente, de desterrado. Algunas mañanas venía al correo, a revisar su casilla vacía. O al

almacén, para hacer compras mínimas e inexpertas. Después se sentaba un rato bajo el pimiento, en la plaza de la Matriz, y atisbaba desde allí la puerta de su antiguo juzgado. Fingíamos no verlo moviendo los labios, pensando en voz alta. El traje negro abrillantado por el uso, el sombrero alón orlado de sudores secos; Thorud, discutiendo con su derrota. La mayor parte del tiempo la pasaba en el desierto. Si alguien se asomaba fuera del oasis, podía divisarlo, diariamente, caminando en círculos por el salar. Fiel a su amor por el orden, el ex juez recorría metódicamente las circunferencias de sal que dejó el mar interior al retirarse, un millón de años atrás. Como si buscara la salida de un laberinto. Una figurita que, de pronto, se detenía y agitaba los brazos, acusaba o negaba, debatiendo con algún espejismo. Hubo conciliábulos en el Círculo Español, en la comida mensual de los rotarios. Debatimos sobre cómo ayudar a Thorud. ¿Cómo auxiliar a alguien que es demasiado justo? Rechazó un puesto de asesor legal de la Municipalidad, ofrecido por el alcalde Ordóñez. Y un cargo de profesor en la incipiente universidad que Mamani, nuestro magnate, planeaba crear. Argumentó que aceptar esos favores comprometería —¡retrospectivamente!— la independencia de sus pasados fallos. ¿Qué se puede hacer con un hombre así? Dígame usted. Tan espantosamente recto que ni siquiera nos permitía quererlo. Entonces volvió Gracia. Una mañana la vimos descender de un taxi azul turquesa, en la puerta del Hotel Nacional. Una cuarentona opulenta, teñida de rubio, amparándose con una gran sombrilla de seda roja en la que ondulaba una serpiente chinesca. La fuimos reconociendo, sin creerlo. Operada de las tetas, acusaron nuestras esposas. Con demasiadas joyas, alegaron otras. Pero era ella. Veintidós años después de que el juez le concediera la libertad bajo palabra. Y Gracia la rompiera.

Fue una de las primeras sentencias de Thorud, recién destinado acá. Gracia tenía diecinueve años, pero ya era un caso perdido. Había robado en el colegio y golpeó a la directora cuando la reprendía frente a todo el plantel. Apenas salió de la Correccional se unió a la pandilla del cabro Román. Robaban autos para traficar con drogas. Asaltaron la gasolinera en la salida a la Panamericana. El encargado se resistió y lo acribillaron. Solo pudieron atraparla a ella. Gracia se negó a delatar a sus compinches. El prefecto Gálvez estaba furioso. Le pidió a Thorud una condena “ejemplarizadora”: diez a veinte años. El juez respondió que daría ejemplo a su modo. En su fallo Thorud estableció la complicidad de Gracia. Pero, usando como atenuante su juventud, le asignó una pena leve y le concedió la libertad bajo palabra. Bajo palabra de que cumpliría una larga lista de condiciones: “Uno: terminar el colegio; dos: estudiar peluquería, para ayudar a su madre; tres: dejar de beber alcohol, fumar marihuana, acostarse con pandilleros; cuatro:…” En fin, Gracia debía enderezar su vida torcida, siguiendo una línea tan recta como aquella sobre la cual firmó. Previsiblemente, apenas salió libre, Gracia rompió su palabra y desapareció. Thorud fue amonestado por “indulgencia excesiva”, según sus superiores. Si usted me pregunta cuándo empezó nuestro juez a perder el rumbo de su vida, yo diría que fue entonces. Aunque ni él ni nosotros lo supiéramos todavía. Y ahora Gracia había regresado. Ensanchada, indecentemente próspera, haciendo girar su amplia sombrilla roja, se mostró por la ciudad un mediodía. Paseó y habló con todo aquel que amagara reconocerla. No desmintió los rumores de su fortuna. Era dueña del puticlub más lujoso de la costa del desierto de Atacama. Tenía negocios de importaciones chinas en la Zona Franca de Iquique. Poseía una flota de taxis. Uno de ellos era ese auto con chofer que la siguió lentamente, durante su paseo por Pampa Hundida. Después almorzó en el Hotel Nacional. Fumó cigarrillos mentolados e invitó infinidad de whiskeys en la barra del Vesubio. Fingió venir enterándose recién cuando alguien —quizás yo mismo— le contó de la caída del juez. —Hay algunos que se pierden por ir demasiado derecho —fue su único comentario, enigmático o transparente. Esa misma tarde, los que quisimos enterarnos, pudimos ver que el taxi de Gracia salía al desierto y atravesaba el salar. El insolente auto color turquesa, con los cromados incandescentes, cruzó en línea recta las costras concéntricas de sal, aplastando esos círculos viciosos que recorría el juez diariamente. La vimos, a la distancia, bajarse donde la silueta encorvada de Thorud se había detenido. La gran sombrilla de seda roja, chinesca, se acercó y amparó al sombrero negro, alón. Estuvieron allá un rato largo, desafiando a ese sol de justicia, conversando quién sabe de qué. De las extrañas formas en que una vida puede torcerse y enderezarse, acaso. O de las distintas maneras de cumplir con una palabra empeñada. Luego vimos regresar el taxi azul con Gracia a bordo, pasar de largo y desaparecer para siempre. Las huellas paralelas que los neumáticos dejaron sobre el salar formaban una avenida. Por el centro de la cual, al fin, vimos también volver al juez, creciendo y enderezando las espaldas, retornando a nuestro oasis. L

B

oldoni pintó aquel cuadro en 1902. La fecha estaba al lado izquierdo, en el vértice inferior, era casi imperceptible porque el artista utilizó un pincel más delicado y una tintura de excesiva palidez, la cifra se extraviaba fácilmente en la espesa tonalidad del paño. El cuadro lo había impresionado mucho más que los retratos borroneados de Francis Bacon, le parecía aún más interesante que los dédalos oníricos de Salvador Dalí o de Leonora Carrington y sus figuras contrahechas, entes que viajaban por caminos donde la mirada naufragaba y quedaba suspendida, exangüe y solitaria, en aquella ilusoria inmensidad donde la fauna y los objetos mutaban sus cualidades narrativas. Con el Boldoni no sucedía lo mismo, la experiencia era distinta. Aquella humilde tela, hecha en un villorrio de la región de los Abruzos, le parecía una pieza de virtudes telepáticas: con solo mirarla podía intuir, sentir lo que era el otro. Quizá también, poniéndole atención, sería posible interpretar lo que había en un alma vacía de sensaciones, Fernando estaba convencido de que el cuadro mostraba un pequeño instante en la intimidad de un hombre ciego, tan frágil e indefenso como él, que tenía que desplazarse en una habitación lóbrega y extraña para poder hallar a su mujer antes de que fuera demasiado tarde. Así que para evitar volverse loco en ese espacio que cada vez le parecía más hostil e irrespirable, Fernando suspendió la conexión emocional con el tacto, el oído y el olfato, y reanudó la marcha recordando el cuadro de Boldoni que todavía le pertenecía a su amigo Nicolás, quien lo adquirió en un mercado callejero de Lisboa por unos cuantos euros. A modo de distracción, se planteó ciertas cuestiones: cómo llegó la obra desde el sur de Italia a Portugal; qué tipo de aventuras afrontó; cuántos ojos lo exploraron; quién o quiénes lo poseyeron. Luego especuló sobre la

dimensión y la textura de los muros que sostuvieron su viejo bastidor hasta el día en que lo vio en casa de su amigo, solemne e invisible, hay cuadros que se ocultan solos. “Yo no sé qué diablos le ves a esta pintura”, dijo Nicolás con la mirada perdida en el escote de Vanessa, y después rechazó el ofrecimiento, verdaderamente generoso, que Fernando le hizo por el cuadro. No era que Nicolás apreciara ese Boldoni (un total desconocido, un pintor de pueblo), sino que sus titubeos tenían qué ver con la codicia: si Fernando quería la obra era porque había descubierto algo que él era incapaz de distinguir, así había sido la historia de los dos. Lo que uno conseguía el otro lo deseba. Los cuadros, los libros, las antigüedades, incluso las mujeres. Por ejemplo, Vanessa, la esposa de Fernando, una chica increíblemente hermosa que en vez de amada, parecía un objeto más de sus ingentes colecciones. Nicolás estaba seguro que su amigo la quería, la deseaba del mismo modo en que anhelaba el cuadro, una idea completamente absurda y paranoica ya que para él, el Boldoni no tenía sentido: no era un retrato ni un paisaje. Ahí no había siluetas ni contornos. Era una pintura negra en la que, acaso, podía apreciarse una sutil metamorfosis en su coloración, efecto que, por cierto, a Nicolás le habría sido imposible detallar. Simplemente no había palabras para explicar la variación de tono. Solo podía decir que a veces era un negro no tan negro, otras un rectángulo pardusco, tal vez su comentario más certero fue aquel en que reconoció que le hacía evocar un hoyo. Pero como Fernando insistía e insistía en comprar la pieza, Nicolás le propuso un juego: si ganaba podía llevarse el Boldoni completamente gratis. Si perdía, Nicolás tendría derecho a escoger cualquiera de sus cuadros, obras infinitamente más valiosas que la baratija del siglo pasado. —Me desconcierta tu devoción por el Boldoni, lo digo de verdad. He

hablado con otros coleccionistas, he investigado en Internet y de ese tipo nadie sabe nada. Seguramente era un campesino que pintaba en sus ratos de ocio. No hay técnica, no hay absolutamente nada ahí. Míralo bien. Es una simple tela negra, en fin… ¿Confías en tus sentidos? ¿Confías, digamos, en Vanessa? Fernando no supo qué responder. —El juego es el siguiente. Ya que estás prendado de la nada, deberás encontrar a tu mujer en una habitación a oscuras. Parece sencillo pero a ver qué piensas de las reglas: ella estará desnuda, tendrás que identificarla con el tacto. ¿Crees que te ama tanto como para ayudarte en tu desquiciado empeño? Fernando clavó la vista en el Boldoni y pensó que sí. El intento valía la pena. Su esposa no tenía prejuicios o inhibiciones, estaba seguro que la idea iba a gustarle. Cuando Nicolás abrió la galería, Fernando sintió un escalofrío. Vanessa entró por la puerta del jardín, diez, quince minutos antes que él. Nicolás le repitió que tenía prohibido hablar. A la primera palabra, de Vanessa o de él, el juego terminaba. Solo podía alzar la voz cuando la hallara. —¿Sabes qué hay ahí aparte de tu esposa?... Diez chicas parecidas a ella. Tienes cinco minutos para adueñarte del Boldoni. —Al cerrar la puerta, Fernando sintió que había invadido el cuadro. Primero caminó con lentitud, intentando recordar la forma de esa galería en la que había estado un par de veces. Era el sitio donde Nicolás almacenaba sus muebles viejos, las cosas que ya no le gustaban. Estiró los brazos, sus dedos se impregnaron de la humedad que caía en una porción de piel, el fragmento de una espalda. Lenta, suavemente, recorrió la superficie vaporosa y comprendió que no era ella. Los hombros de Vanessa son más estrechos, su estructura ósea es delicada.

Reanudó la marcha, tropezando aquí y allá con menajes, cajas, estanterías. Más adelante descubrió una pierna y su tacto buscó el cuello pero la presencia se movió ligeramente y tocó unos pechos. Los pezones de Vanessa son altivos, los de esa chica eran modestos, siguió adelante imaginando que exploraba los trazos de Boldoni, pinceladas agresivas, sin orden ni concierto y tuvo una visión: el cuadro fue concebido en un momento de ira, sus matices son volubles porque irradian un laberinto de ansiedad, desesperación, perplejidad, Fernando atrapó unas nalgas similares a las de su esposa pero la blandura en los carrillos le hicieron vacilar, como Boldoni al anotar la fecha en el ángulo inferior del cuadro, era seguro que no quería dejar un solo rastro de él en la pintura, firmó quizá como tributo a su locura pasajera, la negrura es así, malévola y atrabiliaria como el ombligo que tiene por delante, el aliento y los cabellos que le ofrecen un aroma inusual porque ella no es Vanessa, la galería tampoco es el cuadro de Boldoni, un ser que odiaba el caballete porque lo desorientaba, lo convertía en un prisionero de sus ilegítimas certezas igual que a él, Fernando, que comprende de improviso que nunca va a encontrarla, que la ha perdido para siempre y por eso interrumpe su camino, se queda inmóvil hasta que la luz lo ciega, le devuelve la mirada. —Cuanto lo siento. El juego ha terminado. Pero Fernando tarda un poco en reaccionar, recuperarse del asombro: en el pasillo no hay nadie y está solo. Nunca entró en la galería. Todo el tiempo se quedó a un lado de la puerta, de frente a la pared donde Nicolás, por descuido o por joder, había colgado el cuadro de Boldoni. L Iván Ríos Gascón (México, 1968) es autor de Broadway Express.

Carlos Franz (Chile, 1959). Entre sus libros se encuentra Alejandra Magna. Obra: Guillermo Arreola. Desde mi laberinto. Carbón, óleo y emulsiones. 100 X 60 cm., 2013. Eko. Las columnas de Dédalo. Boceto para grabado. 30 x 18 cm., 2013


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MILENIO

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LABERINTO

aniversario

diez años

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se hombre de negro, ensombrerado, inclinado como una vara doblada por un temporal, vagando en círculos por el salar. Como si buscara el hilo perdido de su destino. Imagíneselo: una silueta enturbiada por el calor que de pronto se detiene y agita los brazos, discutiendo con un espejismo. Sí, Tomás Thorud. Nuestro juez, nuestro ex juez, en aquel tiempo en que, defenestrado y abandonado, se desterró a sí mismo al desierto. Usted debe acordarse de él. Muy alto y flaco, con los ojos gris aguado que heredó de un abuelo noruego, inmigrante, Thorud administró justicia acá en Pampa Hundida, durante muchos años. “El implacable”, lo llamábamos tomando cerveza en el bar del Nacional. Mitad en broma, mitad en serio. Era tan recto, nuestro juez, que resultaba temible. Excepto para quienes sabíamos que solo era implacable consigo mismo. Más tímido que orgulloso, jugaba al dominó con nosotros, a veces. Aunque rara vez hablaba. Un silencio contrastante con la estupenda oratoria de sus sentencias. El abogado Martínez Roth nos trajo al bar del Nacional varios de sus fallos. Los leyó en voz alta al final de una larga tarde de sábado. Le diré lo que mejor recuerdo: los considerandos eran fríos, rigurosos, carentes de sentimentalismo. Y sin embargo, al fallar, Thorud se inclinaba infaliblemente por la compasión. Quizás por eso no prosperaba nuestro juez, pensábamos. Quizás fue por eso que se dejó arrinconar en este oasis, en medio del desierto más seco del mundo. Porque tendía a la bondad, y usaba el rigor solo para fundamentarla. Aún así, su talento era tan obvio que muchas veces intentaron ascenderlo. Thorud se negó siempre. Cuando cumplió cincuenta años le ofrecieron ser ministro en una Corte de Apelaciones. Era, claramente, su última oportunidad. Quienes nos consideramos sus amigos protestamos al saber que lo rechazaba. No cejamos hasta arrancarle, esa vez sí, una explicación. Con su voz ronca, falsamente hosca, dijo preferir este destino menor, donde podía intentar hacer justicia, a uno mayor donde solo pudiera aplicar la ley. ¡Y que no lo jodiéramos más! La suerte se ensaña con quienes la rechazan. Poco después las cosas se precipitaron para el juez. Se precipitaron a un abismo. Perdió el trabajo junto con su matrimonio. El Poder Judicial le pidió la renuncia. Su mujer se hartó de su falta de ambición y lo demandó de divorcio. Mirta dijo que se le hacía imposible seguir conviviendo con un hombre tan correcto. Sus superiores fueron más cínicos. Arguyeron que era demasiado buen juez para un cargo tan humilde. Y, puesto que no quería progresar, debía dejarle paso a los jóvenes. Thorud, “el implacable”, recibió esa inesperada seguidilla de golpes con su usual y exagerada magnanimidad. Los treinta millones de su indemnización por otros tantos años de trabajo, más el producto de la venta de su casa, más la mitad de su flaquísima pensión, todo lo cedió a su mujer y a sus hijas. “Es lo justo”, rebatió cuando nos escandalizamos ante tamaño desprendimiento. “Ellas no progresaron porque yo no quise progresar.” Apenas su familia dejó Pampa Hundida, el fardo de su fracaso cayó sobre Thorud. Ni siquiera al sentirlo se quejó o protestó. Pero todos advertimos ese peso invisible venciéndole los hombros. Él, que antes era alto y recto como un poste, amaneció un día encorvado, cabizbajo. Le dio por hablar solo. Así, gibado y murmurante, desalojó su casa y su tribunal. Se mudó al rancho de adobes que arrendó fuera de la hoya húmeda del oasis, al borde del salar. Y se castigó con una rutina inclemente, de desterrado. Algunas mañanas venía al correo, a revisar su casilla vacía. O al

almacén, para hacer compras mínimas e inexpertas. Después se sentaba un rato bajo el pimiento, en la plaza de la Matriz, y atisbaba desde allí la puerta de su antiguo juzgado. Fingíamos no verlo moviendo los labios, pensando en voz alta. El traje negro abrillantado por el uso, el sombrero alón orlado de sudores secos; Thorud, discutiendo con su derrota. La mayor parte del tiempo la pasaba en el desierto. Si alguien se asomaba fuera del oasis, podía divisarlo, diariamente, caminando en círculos por el salar. Fiel a su amor por el orden, el ex juez recorría metódicamente las circunferencias de sal que dejó el mar interior al retirarse, un millón de años atrás. Como si buscara la salida de un laberinto. Una figurita que, de pronto, se detenía y agitaba los brazos, acusaba o negaba, debatiendo con algún espejismo. Hubo conciliábulos en el Círculo Español, en la comida mensual de los rotarios. Debatimos sobre cómo ayudar a Thorud. ¿Cómo auxiliar a alguien que es demasiado justo? Rechazó un puesto de asesor legal de la Municipalidad, ofrecido por el alcalde Ordóñez. Y un cargo de profesor en la incipiente universidad que Mamani, nuestro magnate, planeaba crear. Argumentó que aceptar esos favores comprometería —¡retrospectivamente!— la independencia de sus pasados fallos. ¿Qué se puede hacer con un hombre así? Dígame usted. Tan espantosamente recto que ni siquiera nos permitía quererlo. Entonces volvió Gracia. Una mañana la vimos descender de un taxi azul turquesa, en la puerta del Hotel Nacional. Una cuarentona opulenta, teñida de rubio, amparándose con una gran sombrilla de seda roja en la que ondulaba una serpiente chinesca. La fuimos reconociendo, sin creerlo. Operada de las tetas, acusaron nuestras esposas. Con demasiadas joyas, alegaron otras. Pero era ella. Veintidós años después de que el juez le concediera la libertad bajo palabra. Y Gracia la rompiera.

Fue una de las primeras sentencias de Thorud, recién destinado acá. Gracia tenía diecinueve años, pero ya era un caso perdido. Había robado en el colegio y golpeó a la directora cuando la reprendía frente a todo el plantel. Apenas salió de la Correccional se unió a la pandilla del cabro Román. Robaban autos para traficar con drogas. Asaltaron la gasolinera en la salida a la Panamericana. El encargado se resistió y lo acribillaron. Solo pudieron atraparla a ella. Gracia se negó a delatar a sus compinches. El prefecto Gálvez estaba furioso. Le pidió a Thorud una condena “ejemplarizadora”: diez a veinte años. El juez respondió que daría ejemplo a su modo. En su fallo Thorud estableció la complicidad de Gracia. Pero, usando como atenuante su juventud, le asignó una pena leve y le concedió la libertad bajo palabra. Bajo palabra de que cumpliría una larga lista de condiciones: “Uno: terminar el colegio; dos: estudiar peluquería, para ayudar a su madre; tres: dejar de beber alcohol, fumar marihuana, acostarse con pandilleros; cuatro:…” En fin, Gracia debía enderezar su vida torcida, siguiendo una línea tan recta como aquella sobre la cual firmó. Previsiblemente, apenas salió libre, Gracia rompió su palabra y desapareció. Thorud fue amonestado por “indulgencia excesiva”, según sus superiores. Si usted me pregunta cuándo empezó nuestro juez a perder el rumbo de su vida, yo diría que fue entonces. Aunque ni él ni nosotros lo supiéramos todavía. Y ahora Gracia había regresado. Ensanchada, indecentemente próspera, haciendo girar su amplia sombrilla roja, se mostró por la ciudad un mediodía. Paseó y habló con todo aquel que amagara reconocerla. No desmintió los rumores de su fortuna. Era dueña del puticlub más lujoso de la costa del desierto de Atacama. Tenía negocios de importaciones chinas en la Zona Franca de Iquique. Poseía una flota de taxis. Uno de ellos era ese auto con chofer que la siguió lentamente, durante su paseo por Pampa Hundida. Después almorzó en el Hotel Nacional. Fumó cigarrillos mentolados e invitó infinidad de whiskeys en la barra del Vesubio. Fingió venir enterándose recién cuando alguien —quizás yo mismo— le contó de la caída del juez. —Hay algunos que se pierden por ir demasiado derecho —fue su único comentario, enigmático o transparente. Esa misma tarde, los que quisimos enterarnos, pudimos ver que el taxi de Gracia salía al desierto y atravesaba el salar. El insolente auto color turquesa, con los cromados incandescentes, cruzó en línea recta las costras concéntricas de sal, aplastando esos círculos viciosos que recorría el juez diariamente. La vimos, a la distancia, bajarse donde la silueta encorvada de Thorud se había detenido. La gran sombrilla de seda roja, chinesca, se acercó y amparó al sombrero negro, alón. Estuvieron allá un rato largo, desafiando a ese sol de justicia, conversando quién sabe de qué. De las extrañas formas en que una vida puede torcerse y enderezarse, acaso. O de las distintas maneras de cumplir con una palabra empeñada. Luego vimos regresar el taxi azul con Gracia a bordo, pasar de largo y desaparecer para siempre. Las huellas paralelas que los neumáticos dejaron sobre el salar formaban una avenida. Por el centro de la cual, al fin, vimos también volver al juez, creciendo y enderezando las espaldas, retornando a nuestro oasis. L

B

oldoni pintó aquel cuadro en 1902. La fecha estaba al lado izquierdo, en el vértice inferior, era casi imperceptible porque el artista utilizó un pincel más delicado y una tintura de excesiva palidez, la cifra se extraviaba fácilmente en la espesa tonalidad del paño. El cuadro lo había impresionado mucho más que los retratos borroneados de Francis Bacon, le parecía aún más interesante que los dédalos oníricos de Salvador Dalí o de Leonora Carrington y sus figuras contrahechas, entes que viajaban por caminos donde la mirada naufragaba y quedaba suspendida, exangüe y solitaria, en aquella ilusoria inmensidad donde la fauna y los objetos mutaban sus cualidades narrativas. Con el Boldoni no sucedía lo mismo, la experiencia era distinta. Aquella humilde tela, hecha en un villorrio de la región de los Abruzos, le parecía una pieza de virtudes telepáticas: con solo mirarla podía intuir, sentir lo que era el otro. Quizá también, poniéndole atención, sería posible interpretar lo que había en un alma vacía de sensaciones, Fernando estaba convencido de que el cuadro mostraba un pequeño instante en la intimidad de un hombre ciego, tan frágil e indefenso como él, que tenía que desplazarse en una habitación lóbrega y extraña para poder hallar a su mujer antes de que fuera demasiado tarde. Así que para evitar volverse loco en ese espacio que cada vez le parecía más hostil e irrespirable, Fernando suspendió la conexión emocional con el tacto, el oído y el olfato, y reanudó la marcha recordando el cuadro de Boldoni que todavía le pertenecía a su amigo Nicolás, quien lo adquirió en un mercado callejero de Lisboa por unos cuantos euros. A modo de distracción, se planteó ciertas cuestiones: cómo llegó la obra desde el sur de Italia a Portugal; qué tipo de aventuras afrontó; cuántos ojos lo exploraron; quién o quiénes lo poseyeron. Luego especuló sobre la

dimensión y la textura de los muros que sostuvieron su viejo bastidor hasta el día en que lo vio en casa de su amigo, solemne e invisible, hay cuadros que se ocultan solos. “Yo no sé qué diablos le ves a esta pintura”, dijo Nicolás con la mirada perdida en el escote de Vanessa, y después rechazó el ofrecimiento, verdaderamente generoso, que Fernando le hizo por el cuadro. No era que Nicolás apreciara ese Boldoni (un total desconocido, un pintor de pueblo), sino que sus titubeos tenían qué ver con la codicia: si Fernando quería la obra era porque había descubierto algo que él era incapaz de distinguir, así había sido la historia de los dos. Lo que uno conseguía el otro lo deseba. Los cuadros, los libros, las antigüedades, incluso las mujeres. Por ejemplo, Vanessa, la esposa de Fernando, una chica increíblemente hermosa que en vez de amada, parecía un objeto más de sus ingentes colecciones. Nicolás estaba seguro que su amigo la quería, la deseaba del mismo modo en que anhelaba el cuadro, una idea completamente absurda y paranoica ya que para él, el Boldoni no tenía sentido: no era un retrato ni un paisaje. Ahí no había siluetas ni contornos. Era una pintura negra en la que, acaso, podía apreciarse una sutil metamorfosis en su coloración, efecto que, por cierto, a Nicolás le habría sido imposible detallar. Simplemente no había palabras para explicar la variación de tono. Solo podía decir que a veces era un negro no tan negro, otras un rectángulo pardusco, tal vez su comentario más certero fue aquel en que reconoció que le hacía evocar un hoyo. Pero como Fernando insistía e insistía en comprar la pieza, Nicolás le propuso un juego: si ganaba podía llevarse el Boldoni completamente gratis. Si perdía, Nicolás tendría derecho a escoger cualquiera de sus cuadros, obras infinitamente más valiosas que la baratija del siglo pasado. —Me desconcierta tu devoción por el Boldoni, lo digo de verdad. He

hablado con otros coleccionistas, he investigado en Internet y de ese tipo nadie sabe nada. Seguramente era un campesino que pintaba en sus ratos de ocio. No hay técnica, no hay absolutamente nada ahí. Míralo bien. Es una simple tela negra, en fin… ¿Confías en tus sentidos? ¿Confías, digamos, en Vanessa? Fernando no supo qué responder. —El juego es el siguiente. Ya que estás prendado de la nada, deberás encontrar a tu mujer en una habitación a oscuras. Parece sencillo pero a ver qué piensas de las reglas: ella estará desnuda, tendrás que identificarla con el tacto. ¿Crees que te ama tanto como para ayudarte en tu desquiciado empeño? Fernando clavó la vista en el Boldoni y pensó que sí. El intento valía la pena. Su esposa no tenía prejuicios o inhibiciones, estaba seguro que la idea iba a gustarle. Cuando Nicolás abrió la galería, Fernando sintió un escalofrío. Vanessa entró por la puerta del jardín, diez, quince minutos antes que él. Nicolás le repitió que tenía prohibido hablar. A la primera palabra, de Vanessa o de él, el juego terminaba. Solo podía alzar la voz cuando la hallara. —¿Sabes qué hay ahí aparte de tu esposa?... Diez chicas parecidas a ella. Tienes cinco minutos para adueñarte del Boldoni. —Al cerrar la puerta, Fernando sintió que había invadido el cuadro. Primero caminó con lentitud, intentando recordar la forma de esa galería en la que había estado un par de veces. Era el sitio donde Nicolás almacenaba sus muebles viejos, las cosas que ya no le gustaban. Estiró los brazos, sus dedos se impregnaron de la humedad que caía en una porción de piel, el fragmento de una espalda. Lenta, suavemente, recorrió la superficie vaporosa y comprendió que no era ella. Los hombros de Vanessa son más estrechos, su estructura ósea es delicada.

Reanudó la marcha, tropezando aquí y allá con menajes, cajas, estanterías. Más adelante descubrió una pierna y su tacto buscó el cuello pero la presencia se movió ligeramente y tocó unos pechos. Los pezones de Vanessa son altivos, los de esa chica eran modestos, siguió adelante imaginando que exploraba los trazos de Boldoni, pinceladas agresivas, sin orden ni concierto y tuvo una visión: el cuadro fue concebido en un momento de ira, sus matices son volubles porque irradian un laberinto de ansiedad, desesperación, perplejidad, Fernando atrapó unas nalgas similares a las de su esposa pero la blandura en los carrillos le hicieron vacilar, como Boldoni al anotar la fecha en el ángulo inferior del cuadro, era seguro que no quería dejar un solo rastro de él en la pintura, firmó quizá como tributo a su locura pasajera, la negrura es así, malévola y atrabiliaria como el ombligo que tiene por delante, el aliento y los cabellos que le ofrecen un aroma inusual porque ella no es Vanessa, la galería tampoco es el cuadro de Boldoni, un ser que odiaba el caballete porque lo desorientaba, lo convertía en un prisionero de sus ilegítimas certezas igual que a él, Fernando, que comprende de improviso que nunca va a encontrarla, que la ha perdido para siempre y por eso interrumpe su camino, se queda inmóvil hasta que la luz lo ciega, le devuelve la mirada. —Cuanto lo siento. El juego ha terminado. Pero Fernando tarda un poco en reaccionar, recuperarse del asombro: en el pasillo no hay nadie y está solo. Nunca entró en la galería. Todo el tiempo se quedó a un lado de la puerta, de frente a la pared donde Nicolás, por descuido o por joder, había colgado el cuadro de Boldoni. L Iván Ríos Gascón (México, 1968) es autor de Broadway Express.

Carlos Franz (Chile, 1959). Entre sus libros se encuentra Alejandra Magna. Obra: Guillermo Arreola. Desde mi laberinto. Carbón, óleo y emulsiones. 100 X 60 cm., 2013. Eko. Las columnas de Dédalo. Boceto para grabado. 30 x 18 cm., 2013


10 b sábado 22 de junio de 2013

MILENIO

sábado 22 de junio de 2013 b 11

LABERINTO

aniversario

diez años Gustavo Monroy. Laberintos. Tinta y collage/papel. 28 x 21.5 cm., 2013

T

E

stoy en el centro. He llegado aquí después de recorrer un túnel estrecho y suave, paso de tierra entre el mundo de antes y el presente. Aquí, en el centro al que conducen los muros, donde se trenzan las paredes como si estuvieran hechas con la cabellera larga de una mujer o quizá con las crines anaranjadas de una yegua, el tiempo se mide por el goteo de un líquido ambarino que trasmina el techo o algo semejante a un techo, tal vez una bóveda de piel, bóveda que bien podría ser el límite de una cavidad, la pared interna de un cuerpo, el interior de una mano apretada. El centro es la palma de tu mano, la de él, la de ella, la piel apretujada contra sí misma; el centro es un puño. Años antes de alcanzar este sitio habité el espacio del aire. Allí nadie podía notar mi respiración; yo miraba en torno: veía los caballos a la entrada de la casa en la que iría a vivir si era posible atravesar el túnel, encender una vela en la sala azul, y recibir el goteo del líquido ambarino sobre mi frente. Mi ausencia de respiración en el espacio del aire era natural, como es natural que conozcas mi historia y yo desconozca la tuya. Me refiero a que escribo ahora sobre las rodillas, sentado en el suelo, con las piernas dobladas dispuesto a meditar, como si pudiera ser un creyente, persona que procura comprender el silencio tras el estruendo del mundo que hiere los oídos. Decía que mi ausencia de respiración era natural. Luego llegué al centro en donde escribo esto para el viajero siguiente. Dejaré ensartado en la rama de un pequeño árbol que crece a la par mío, el papel que escribo, lo que tú estás leyendo. Sé que la rama en la que clavaré al papel dejará ver en breve hojas verdes pequeñísimas, retoños fabulosos que

crecerán y producirán flores y frutos, mi mensaje estará allí y podrá ser arrancado por la mano del siguiente viajero como si se tratara de una hoja del propio árbol. El momento en que pisé el suelo fue triste, pues pisar el centro de cualquier sitio suele revelar la verdadera y contundente disposición del espacio. Estoy seguro de que al lado del árbol han nacido y muerto todos los hombres, por ejemplo. Hasta ayer, creí no poder salir del centro nunca más. Sin embargo, mis ojos tuvieron calma y encontraron detrás de las paredes lejanas, el color púrpura del exterior: el mundo que abraza a los muros. La manera en que encontré la salida del centro será un misterio eterno. Tras ver la luz púrpura, sentí arder dentro de mí el fuego. Tú has visto cómo desapareces en sitios que no has visitado; lo mismo me sucedió a mí pero entre las llamas lo que, tal vez, indica que estuve en otro lugar y en un tiempo distinto durante su incendio y ardí como arde la madera común. La luz púrpura ocupaba mis pupilas verdes, mi cuerpo ardía en otro sitio y ardía en mí, con los pies sobre el suelo del centro, con los pies en el cementerio que es este lugar, yo ardía. Tosí como una reacción instintiva. Tosí y salió de mí el polvo que fui en ese espacio de fuego. Me eché hacia fuera, me deshice. Entonces, de manera sorpresiva, tuve la fuerza y el deseo imprescindibles para salir. Caminé con paso firme hacia lo que concebí como una puerta, había extendido los brazos al andar por los túneles con olor a carne en los que no podía ver, para figurar con las manos el trayecto que recorrería mi cuerpo. ¿Has tenido sueños oscuros? Me aventuro a decirte que mi trayecto hacia la salida, hacia el final en donde

terminaban las paredes trenzadas como las crines anaranjadas de una yegua, sucedió a la manera en que la imaginación cifra la ausencia de luz o las posibilidades del tormento más terrible. Sentí la cabellera de la mujer rozar mi rostro, sentí la humedad del techo y del suelo ya cerca de la tierra mojada; supe de pronto que los muros estaban construidos con la forma de una escalera, ascendían y descendían, eran paredes en forma de espiral, casi circuitos. Salté las varas que otros viajeros habían dejado allí y los cayados como los que usan los obispos. No puedo decir cuántas ramas conté a golpe de vista sobre el suelo: eran de épocas remotas y otras más recientes en las que había crecido el musgo porque aún recordaban el árbol al que habían pertenecido. Al final del trayecto cerré los ojos y apreté con fuerza la mandíbula. Me dolían las corvas porque el camino era empinado en la última parte. Tuve la soberbia suficiente para mirar sobre el hombro lo que estaba atrás de mí, pero los muros habían desaparecido, ahora se trataba de un enorme espacio blanco, vacío por completo: sin suelo, sin techo, sin túneles; imagínate en el interior de una nube. Lo que atrás restaba era el viento, nada más. Su silbido y el frío sobre mis pómulos. Entonces me detuve. Mis pies no caminaron más. Y, poco a poco, las letras de la carta que dejé en la rama del árbol, fueron borrándose. Yo, en silencio y en paz, me sumergí en el lago de agua ambarina que encontré afuera. Y, bajo el agua maravillosa, convertido en la arena fina del fondo, supe que el sol había dispuesto un camino simple para el nuevo viajero que vendrá desde el espacio del aire. L Daniela Tarazona (México, 1975). Autora de El beso de la liebre.

engo quince años y voluntariamente he decidido encerrarme en un seminario católico en Roma. Lo hice por recomendación de mi madre y para escapar de toda mi familia. Aquí adentro la arquitectura es tan complicada que es difícil encontrar el camino de salida. Entender el ir y venir de los pasillos me costó más de un mes. Comparto habitación con dos compañeros. Uno es Kung, vietnamita, diecisiete años. El otro es italiano, narizón, veinte. Kung viene de Finlandia donde vive desde los nueve. Estudió la primera parte del Liceo en un colegio militar. Lo he visto desnudo en las regaderas y cuando de noche cuelga su sotana de lana de Tasmania. Se mete en sus bóxers y en su camiseta blanca. Entra en la cama que está frente a mí, a unos tres metros de distancia. El italiano llega, apaga su lámpara y duerme; Kung y yo leemos antes de dormir: él Kempis, yo Apuleius. Quiero pasar con Magna Cum Laude la clase de latín. Un día entro a mi cuarto y encuentro a Kung tirado sobre la cama leyendo mi diario. No creo que entienda español pero he escrito de él. No quiero que lea su nombre. En la arquitectura de mi mente pasé del lugar de la vergüenza al lugar de la rabia. Él, avergonzado, me pide disculpas, pero dejamos de hablarnos una semana. Por su parte, el italiano daba vueltas por su propia mente. Iba de la capilla al confesionario, del confesionario al teléfono, del teléfono hasta la calle. En los días en que Kung y yo estuvimos peleados el italiano se fue. Kung y yo nos quedamos solos. —¿Algún día vamos a volver a ser amigos? —preguntó la primera noche. Yo levanté los hombros. Él, ofendido, se quitó la sotana, la colgó y en lugar de meterse bajo las sábanas, se quedó en la superficie, refunfuñando en vietnamita. Tengo la impresión de que, perdido en la arquitectura de su mente, llegó hasta algún lugar en el que se sintió aterrado. Saltó de la cama y se puso a hacer lagartijas. —Vamos a hacer ejercicio —dijo pujando al tiempo que ya llevaba unas dos. Me pareció simpática la idea de competir con un tipo que venía del liceo militar. Hice unas cincuenta lagartijas. No pude más, caí rendido en el piso helado. Él siguió hasta que la cara se le llenó de sudor. Había en el cuarto un aromita amargo. Sus brazos estaban temblando. —Doscientas uno, dos, tres… cua–tro… Cayó rendido. —Se siente bien el piso fresco —dije. Él me miró sonriendo y asintió. Volvió a levantarse, se quitó los bóxers y desnudo se metió bajo las sábanas. —Es que hace mucho calor —dijo como para justificarse y esta vez fui yo quien, del lugar más pacífico de mi mente fui a la habitación del “no puedo pensar lo que estoy pensando.” Subí a mi cama, me metí bajo las sábanas aunque estaba muerto de calor. Luego de un silencio espeté: —¿Toda tu familia es católica? El asintió sin dejar de ver el techo. Una de sus piernas se asomó fuera de la cama. Los dedos de su pié parecían saludar. —¿Desde hace cuánto? —volví a preguntar. Kung giró hacia la ventana. Abrazó una almohada. No podía yo saber ya si estaba triste o abochornado.

—Mi bisabuelo nunca volvió a Europa —dijo. No entendí qué tenía que ver el asunto del bisabuelo con lo que había preguntado. Se quedó en silencio otro rato y luego, quién sabe por qué camino, fue hasta esta historia: —Mi bisabuela era campesina. En tiempos de la colonia la regalaron a un soldado francés, mi bisabuelo. Atardece y el Mekong está pintado de rojo, en un barrio de Saigón un soldado francés se mete en la cama de una niña vietnamita. —En aquel tiempo mi abuela no sabía ni siquiera cómo se hacen los hijos. Él se metía a oscuras y ella dejaba que él la desnudara. Cerraba muy fuerte los ojos.

Era un laberinto lleno de pasillos, escaleras y sitios insospechados, un laberinto de deseos contradictorios en apariencia

A oscuras, sin saber muy bien lo que había comenzado a suceder adentro de su cuerpo y su mente, la abuela vivió muchos años con el soldado colonial. Cuando tenían doce hijos y tres nietos (uno de ellos padre de Kung) comenzó la Guerra de Independencia. Durante las primeras batallas partieron al bisabuelo de Kung por la mitad. Como el hombre viviría un poco más, el médico le dio morfina y ordenó: —Llévenlo para que muera con su familia. La mujer se acercó a su hombre, el soldado francés que había entrado en su cama con el sigilo de Eros cuando entró en la cama de Psique. La abuela ordenó al mayor de sus hijos que se llevara a todos fuera de la casa y cuando estuvieron solos, pidió: —Antes de morirte quiero que vuelvas a hacer lo que me hiciste la primera noche. Pero esta vez quiero verte. Por favor. No te mueras. El francés se rió con todo y que estaba partido por la mitad. —Mujer, ¿no ves que yo ya no puedo? ¿No ves que mi cuerpo está roto? He dejado de ser un hombre. La vietnamita comenzó a llorar muy desesperada y el francés murió así, tratando de consolarla, acariciando su cuerpo pequeño, besando su boca que, imagino, habrá sabido a sangre y sal. Cuando comenzó la guerra con Estados Unidos, la bisabuela tuvo que sacar adelante a una tropa de niños y niñas. No era fácil, sobre todo siendo mujer. —Entonces —me contó Kung—, vino una mujer vietnamita que desde los tiempos de la colonia se había convertido al catolicismo. Le enseñó una imagen y le dijo: —Rézale a éste. Ponlo de cabeza y rézale como hacen los occidentales. —¿Quién es? —preguntó la mujer.

—Es San Antonio. Te va a conseguir otro buen hombre. La bisabuela rezó todas las noches como le había dicho la amiga. Le rezó durante varios meses y con mucho fervor. Y aunque San Antonio no hizo el milagro de conseguirle un hombre, ella descubrió una tarde que lo que realmente quería saber era el origen de los poderes de San Antonio. Lo enderezó, pidió disculpas y se fue a preguntar a una monja de Saigón: —Dime: ¿por qué San Antonio no me hace caso a mí? —San Antonio solo intercede, el que hace los milagros es Cristo. —Dime entonces, ¿por qué Cristo no me hace caso? —¡Pero claro que te hace caso! Dios siempre responde a los rezos que se le hacen. Responde así: “sí”, “no” o “no todavía.” A la bisabuela le pareció estúpida la respuesta pero siguió rezando. Aprendió el pater, el ave y el gloria. Pidió nuevas cosas. El santo respondía así: “sí”, “no” y, a veces, “no todavía.” —Con un ave, un pater y un gloria, mi abuela sacó adelante a sus hijos —me contó Kung—. Cuando mi país se volvió comunista nos llevó a Finlandia. —¿Y tú siempre creíste en Dios? —En realidad no. También tuve que convertirme. Los niños finlandeses se reían de Kung porque no entendía nada, porque tenía los ojos azules pero rasgados y el pelo rubio pero ralo. Cuando se enteraron que entre los vietnamitas no hay peor humillación que tocar la cabeza con desdén, todos se dedicaron a sobarle la cabeza. Él cada vez estaba más desesperado y en su casa eran tantos que nadie se preocupaba de lo que sucedía con él. Una mañana en el salón de clases, decidió que pelearía. Esperó a los muchachos en la calle y golpeó al más beligerante. Vinieron los otros, se le echaron encima, lo patearon, le sacaron sangre de la nariz y Kung se quedó en una calle de Turku todavía más humillado. —Ese día comencé a creer en Dios —me dijo. —No te entiendo. Dice Kung que cuando los niños se fueron vino una hermosa muchacha que lo abrazó y lo tomó en sus brazos. Lo estuvo consolando. Él entonces se sintió profunda e incondicionalmente amado. —Era la Virgen, ¿me entiendes? Estuve a punto de soltar una carcajada, pero ver a Kung ahí, abrazando la almohada, me llevó a otro lugar de mi mente: —Te admiro. —¡Bah! Finalmente mi compañero se puso los bóxers y se durmió como todos los días. Yo tardé en dormirme otro rato porque iba y venía por la arquitectura de mis deseos, y el “sí” y el “no” me salían al encuentro. Desperté a las cinco. Recordé en penumbra que había soñado con el seminario. Era un laberinto lleno de pasillos, escaleras y sitios insospechados, un laberinto de deseos contradictorios en apariencia porque, lo había escuchado; en mi sueño lo había escuchado: “en verdad que no hay laberinto: amar al agua conduce inevitablemente a amar la fuente”. Todos nuestros deseos amorosos son congruentes y tienen el mismo fin. L Fernando Zamora (México, 1979) es autor de Por debajo del agua.


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MILENIO

sábado 22 de junio de 2013 b 11

LABERINTO

aniversario

diez años Gustavo Monroy. Laberintos. Tinta y collage/papel. 28 x 21.5 cm., 2013

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E

stoy en el centro. He llegado aquí después de recorrer un túnel estrecho y suave, paso de tierra entre el mundo de antes y el presente. Aquí, en el centro al que conducen los muros, donde se trenzan las paredes como si estuvieran hechas con la cabellera larga de una mujer o quizá con las crines anaranjadas de una yegua, el tiempo se mide por el goteo de un líquido ambarino que trasmina el techo o algo semejante a un techo, tal vez una bóveda de piel, bóveda que bien podría ser el límite de una cavidad, la pared interna de un cuerpo, el interior de una mano apretada. El centro es la palma de tu mano, la de él, la de ella, la piel apretujada contra sí misma; el centro es un puño. Años antes de alcanzar este sitio habité el espacio del aire. Allí nadie podía notar mi respiración; yo miraba en torno: veía los caballos a la entrada de la casa en la que iría a vivir si era posible atravesar el túnel, encender una vela en la sala azul, y recibir el goteo del líquido ambarino sobre mi frente. Mi ausencia de respiración en el espacio del aire era natural, como es natural que conozcas mi historia y yo desconozca la tuya. Me refiero a que escribo ahora sobre las rodillas, sentado en el suelo, con las piernas dobladas dispuesto a meditar, como si pudiera ser un creyente, persona que procura comprender el silencio tras el estruendo del mundo que hiere los oídos. Decía que mi ausencia de respiración era natural. Luego llegué al centro en donde escribo esto para el viajero siguiente. Dejaré ensartado en la rama de un pequeño árbol que crece a la par mío, el papel que escribo, lo que tú estás leyendo. Sé que la rama en la que clavaré al papel dejará ver en breve hojas verdes pequeñísimas, retoños fabulosos que

crecerán y producirán flores y frutos, mi mensaje estará allí y podrá ser arrancado por la mano del siguiente viajero como si se tratara de una hoja del propio árbol. El momento en que pisé el suelo fue triste, pues pisar el centro de cualquier sitio suele revelar la verdadera y contundente disposición del espacio. Estoy seguro de que al lado del árbol han nacido y muerto todos los hombres, por ejemplo. Hasta ayer, creí no poder salir del centro nunca más. Sin embargo, mis ojos tuvieron calma y encontraron detrás de las paredes lejanas, el color púrpura del exterior: el mundo que abraza a los muros. La manera en que encontré la salida del centro será un misterio eterno. Tras ver la luz púrpura, sentí arder dentro de mí el fuego. Tú has visto cómo desapareces en sitios que no has visitado; lo mismo me sucedió a mí pero entre las llamas lo que, tal vez, indica que estuve en otro lugar y en un tiempo distinto durante su incendio y ardí como arde la madera común. La luz púrpura ocupaba mis pupilas verdes, mi cuerpo ardía en otro sitio y ardía en mí, con los pies sobre el suelo del centro, con los pies en el cementerio que es este lugar, yo ardía. Tosí como una reacción instintiva. Tosí y salió de mí el polvo que fui en ese espacio de fuego. Me eché hacia fuera, me deshice. Entonces, de manera sorpresiva, tuve la fuerza y el deseo imprescindibles para salir. Caminé con paso firme hacia lo que concebí como una puerta, había extendido los brazos al andar por los túneles con olor a carne en los que no podía ver, para figurar con las manos el trayecto que recorrería mi cuerpo. ¿Has tenido sueños oscuros? Me aventuro a decirte que mi trayecto hacia la salida, hacia el final en donde

terminaban las paredes trenzadas como las crines anaranjadas de una yegua, sucedió a la manera en que la imaginación cifra la ausencia de luz o las posibilidades del tormento más terrible. Sentí la cabellera de la mujer rozar mi rostro, sentí la humedad del techo y del suelo ya cerca de la tierra mojada; supe de pronto que los muros estaban construidos con la forma de una escalera, ascendían y descendían, eran paredes en forma de espiral, casi circuitos. Salté las varas que otros viajeros habían dejado allí y los cayados como los que usan los obispos. No puedo decir cuántas ramas conté a golpe de vista sobre el suelo: eran de épocas remotas y otras más recientes en las que había crecido el musgo porque aún recordaban el árbol al que habían pertenecido. Al final del trayecto cerré los ojos y apreté con fuerza la mandíbula. Me dolían las corvas porque el camino era empinado en la última parte. Tuve la soberbia suficiente para mirar sobre el hombro lo que estaba atrás de mí, pero los muros habían desaparecido, ahora se trataba de un enorme espacio blanco, vacío por completo: sin suelo, sin techo, sin túneles; imagínate en el interior de una nube. Lo que atrás restaba era el viento, nada más. Su silbido y el frío sobre mis pómulos. Entonces me detuve. Mis pies no caminaron más. Y, poco a poco, las letras de la carta que dejé en la rama del árbol, fueron borrándose. Yo, en silencio y en paz, me sumergí en el lago de agua ambarina que encontré afuera. Y, bajo el agua maravillosa, convertido en la arena fina del fondo, supe que el sol había dispuesto un camino simple para el nuevo viajero que vendrá desde el espacio del aire. L Daniela Tarazona (México, 1975). Autora de El beso de la liebre.

engo quince años y voluntariamente he decidido encerrarme en un seminario católico en Roma. Lo hice por recomendación de mi madre y para escapar de toda mi familia. Aquí adentro la arquitectura es tan complicada que es difícil encontrar el camino de salida. Entender el ir y venir de los pasillos me costó más de un mes. Comparto habitación con dos compañeros. Uno es Kung, vietnamita, diecisiete años. El otro es italiano, narizón, veinte. Kung viene de Finlandia donde vive desde los nueve. Estudió la primera parte del Liceo en un colegio militar. Lo he visto desnudo en las regaderas y cuando de noche cuelga su sotana de lana de Tasmania. Se mete en sus bóxers y en su camiseta blanca. Entra en la cama que está frente a mí, a unos tres metros de distancia. El italiano llega, apaga su lámpara y duerme; Kung y yo leemos antes de dormir: él Kempis, yo Apuleius. Quiero pasar con Magna Cum Laude la clase de latín. Un día entro a mi cuarto y encuentro a Kung tirado sobre la cama leyendo mi diario. No creo que entienda español pero he escrito de él. No quiero que lea su nombre. En la arquitectura de mi mente pasé del lugar de la vergüenza al lugar de la rabia. Él, avergonzado, me pide disculpas, pero dejamos de hablarnos una semana. Por su parte, el italiano daba vueltas por su propia mente. Iba de la capilla al confesionario, del confesionario al teléfono, del teléfono hasta la calle. En los días en que Kung y yo estuvimos peleados el italiano se fue. Kung y yo nos quedamos solos. —¿Algún día vamos a volver a ser amigos? —preguntó la primera noche. Yo levanté los hombros. Él, ofendido, se quitó la sotana, la colgó y en lugar de meterse bajo las sábanas, se quedó en la superficie, refunfuñando en vietnamita. Tengo la impresión de que, perdido en la arquitectura de su mente, llegó hasta algún lugar en el que se sintió aterrado. Saltó de la cama y se puso a hacer lagartijas. —Vamos a hacer ejercicio —dijo pujando al tiempo que ya llevaba unas dos. Me pareció simpática la idea de competir con un tipo que venía del liceo militar. Hice unas cincuenta lagartijas. No pude más, caí rendido en el piso helado. Él siguió hasta que la cara se le llenó de sudor. Había en el cuarto un aromita amargo. Sus brazos estaban temblando. —Doscientas uno, dos, tres… cua–tro… Cayó rendido. —Se siente bien el piso fresco —dije. Él me miró sonriendo y asintió. Volvió a levantarse, se quitó los bóxers y desnudo se metió bajo las sábanas. —Es que hace mucho calor —dijo como para justificarse y esta vez fui yo quien, del lugar más pacífico de mi mente fui a la habitación del “no puedo pensar lo que estoy pensando.” Subí a mi cama, me metí bajo las sábanas aunque estaba muerto de calor. Luego de un silencio espeté: —¿Toda tu familia es católica? El asintió sin dejar de ver el techo. Una de sus piernas se asomó fuera de la cama. Los dedos de su pié parecían saludar. —¿Desde hace cuánto? —volví a preguntar. Kung giró hacia la ventana. Abrazó una almohada. No podía yo saber ya si estaba triste o abochornado.

—Mi bisabuelo nunca volvió a Europa —dijo. No entendí qué tenía que ver el asunto del bisabuelo con lo que había preguntado. Se quedó en silencio otro rato y luego, quién sabe por qué camino, fue hasta esta historia: —Mi bisabuela era campesina. En tiempos de la colonia la regalaron a un soldado francés, mi bisabuelo. Atardece y el Mekong está pintado de rojo, en un barrio de Saigón un soldado francés se mete en la cama de una niña vietnamita. —En aquel tiempo mi abuela no sabía ni siquiera cómo se hacen los hijos. Él se metía a oscuras y ella dejaba que él la desnudara. Cerraba muy fuerte los ojos.

Era un laberinto lleno de pasillos, escaleras y sitios insospechados, un laberinto de deseos contradictorios en apariencia

A oscuras, sin saber muy bien lo que había comenzado a suceder adentro de su cuerpo y su mente, la abuela vivió muchos años con el soldado colonial. Cuando tenían doce hijos y tres nietos (uno de ellos padre de Kung) comenzó la Guerra de Independencia. Durante las primeras batallas partieron al bisabuelo de Kung por la mitad. Como el hombre viviría un poco más, el médico le dio morfina y ordenó: —Llévenlo para que muera con su familia. La mujer se acercó a su hombre, el soldado francés que había entrado en su cama con el sigilo de Eros cuando entró en la cama de Psique. La abuela ordenó al mayor de sus hijos que se llevara a todos fuera de la casa y cuando estuvieron solos, pidió: —Antes de morirte quiero que vuelvas a hacer lo que me hiciste la primera noche. Pero esta vez quiero verte. Por favor. No te mueras. El francés se rió con todo y que estaba partido por la mitad. —Mujer, ¿no ves que yo ya no puedo? ¿No ves que mi cuerpo está roto? He dejado de ser un hombre. La vietnamita comenzó a llorar muy desesperada y el francés murió así, tratando de consolarla, acariciando su cuerpo pequeño, besando su boca que, imagino, habrá sabido a sangre y sal. Cuando comenzó la guerra con Estados Unidos, la bisabuela tuvo que sacar adelante a una tropa de niños y niñas. No era fácil, sobre todo siendo mujer. —Entonces —me contó Kung—, vino una mujer vietnamita que desde los tiempos de la colonia se había convertido al catolicismo. Le enseñó una imagen y le dijo: —Rézale a éste. Ponlo de cabeza y rézale como hacen los occidentales. —¿Quién es? —preguntó la mujer.

—Es San Antonio. Te va a conseguir otro buen hombre. La bisabuela rezó todas las noches como le había dicho la amiga. Le rezó durante varios meses y con mucho fervor. Y aunque San Antonio no hizo el milagro de conseguirle un hombre, ella descubrió una tarde que lo que realmente quería saber era el origen de los poderes de San Antonio. Lo enderezó, pidió disculpas y se fue a preguntar a una monja de Saigón: —Dime: ¿por qué San Antonio no me hace caso a mí? —San Antonio solo intercede, el que hace los milagros es Cristo. —Dime entonces, ¿por qué Cristo no me hace caso? —¡Pero claro que te hace caso! Dios siempre responde a los rezos que se le hacen. Responde así: “sí”, “no” o “no todavía.” A la bisabuela le pareció estúpida la respuesta pero siguió rezando. Aprendió el pater, el ave y el gloria. Pidió nuevas cosas. El santo respondía así: “sí”, “no” y, a veces, “no todavía.” —Con un ave, un pater y un gloria, mi abuela sacó adelante a sus hijos —me contó Kung—. Cuando mi país se volvió comunista nos llevó a Finlandia. —¿Y tú siempre creíste en Dios? —En realidad no. También tuve que convertirme. Los niños finlandeses se reían de Kung porque no entendía nada, porque tenía los ojos azules pero rasgados y el pelo rubio pero ralo. Cuando se enteraron que entre los vietnamitas no hay peor humillación que tocar la cabeza con desdén, todos se dedicaron a sobarle la cabeza. Él cada vez estaba más desesperado y en su casa eran tantos que nadie se preocupaba de lo que sucedía con él. Una mañana en el salón de clases, decidió que pelearía. Esperó a los muchachos en la calle y golpeó al más beligerante. Vinieron los otros, se le echaron encima, lo patearon, le sacaron sangre de la nariz y Kung se quedó en una calle de Turku todavía más humillado. —Ese día comencé a creer en Dios —me dijo. —No te entiendo. Dice Kung que cuando los niños se fueron vino una hermosa muchacha que lo abrazó y lo tomó en sus brazos. Lo estuvo consolando. Él entonces se sintió profunda e incondicionalmente amado. —Era la Virgen, ¿me entiendes? Estuve a punto de soltar una carcajada, pero ver a Kung ahí, abrazando la almohada, me llevó a otro lugar de mi mente: —Te admiro. —¡Bah! Finalmente mi compañero se puso los bóxers y se durmió como todos los días. Yo tardé en dormirme otro rato porque iba y venía por la arquitectura de mis deseos, y el “sí” y el “no” me salían al encuentro. Desperté a las cinco. Recordé en penumbra que había soñado con el seminario. Era un laberinto lleno de pasillos, escaleras y sitios insospechados, un laberinto de deseos contradictorios en apariencia porque, lo había escuchado; en mi sueño lo había escuchado: “en verdad que no hay laberinto: amar al agua conduce inevitablemente a amar la fuente”. Todos nuestros deseos amorosos son congruentes y tienen el mismo fin. L Fernando Zamora (México, 1979) es autor de Por debajo del agua.


12 b sábado 22 de junio de 2013

MILENIO

diez años

S

eguro que él no recuerda exactamente cuándo surgió su extraña afición. Sabrá, sí, que desde que estaba en el colegio se entretenía buscando en la superficie de los pupitres los nombres de sus antiguos ocupantes. También se acordará de cuando leía las escrituras en las paredes de los baños. Ahí estaban los falsos poetas, los enamorados frustrados, los rojos incendiarios o el fascista delirante. Todos unidos en el hediondo muro de un diálogo de ciegos, en discusiones escatológicas de enrarecido ambiente. Tal vez al principio fue la diversión de sumarse al laberinto de frases y tintas de todos los colores, mas luego le habrá obsesionado llegar a tener un interlocutor constante, una voz que respondiera a la suya. Pero ni en el instituto ni en los baños debió encontrarla. Seguro que por eso se aficionó a los microbuses. Habrá descubierto que las rutas obedecían los designios impuestos por los horarios de colegios, oficinas o universidades; que los rostros se repetían a las mismas horas y que las conciencias de cientos de hombres y mujeres quedaban atrapadas en esa celda rodante, en esa rutina perpetua. Sí, el microbús era una suerte de microcosmos, un punto de convergencia humana en el espacio, un laberinto rodante. Fue así como reconstruyó una serie de historias que viajaban a diario por las mismas calles de la ciudad, prisioneras del recorrido de un monstruo anaranjado. Se enteró, por ejemplo, que Yoli tenía enfilado al Rebollar desde hacía varias semanas (cual eruptiva, los corazones habían brotado por toda la línea 41), que el profesor Zapata no debía ser muy querido por sus alumnos y que Vanessa tenía un tatuaje en la teta izquierda. Muchas veces trató de establecer contacto con esos invisibles escribientes, pero nadie respondió nunca a sus preguntas. Riesgos del juego, al fin y al cabo, que solo servían para darle emoción al asunto. Como la que debió sentir cuando leyó esa frase en el tercer asiento de la derecha: “Deja de seguirme, tú no entiendes”. Lo malo es que uno se siente aludido y tarda en improvisar una respuesta. No se trataba de pedir explicaciones, pero por lo menos de formular algunas preguntas elementales. Sin embargo, ¿qué podía preguntar? Después de mucho dudar, optó por lo más simple e impersonal posible: “No te persigo, no quiero dañarte”. Al bajar en su esquina, quizás anotó la matrícula cuidadosamente.

Sabe que ahora no escribirá ni una frase y también sabe que él está dentro, como un monstruo emboscado entre la multitud sin nombre

Aquella noche no debió dormir tranquilo. Le atormentaría el recuerdo de esa letra ovalada y de trazo tímido, suplicante. ¿Cómo podía haber dañado a alguien sin proponérselo? Me lo imagino yendo temprano a la primera parada en busca de alguna respuesta. En esos casos, siempre lo más difícil es convencer al chofer, pero como las cosas del querer crean una suerte de oenegé sentimental, ya lo veo descifrando torpemente entre los asientos hasta leer bajo su propia inscripción: “No era para ti, ¿quién eres?”. Sin salir de su asombro, apenas tuvo tiempo de garrapatear: “Un amigo”. Ese fue el comienzo de una serie de mensajes escuetos y nerviosos. Se llamaba Ariadna, era vendedora de palomitas en unos multicines y le respondía por las noches, cuando tomaba el microbús después de la última función. Un extraño miedo poblaba su trazo, escurriéndose por el puntito de la “i” o los remates de sus “a”. Le costó mucho averiguarlo, saber que la estaban siguiendo, que amenazaban silenciar a su compañera, destruir su secreta complicidad garabateada detrás de los asientos. “Debo verte” —le había escrito—, pero Ariadna era tajante: “No es posible, no podrás, me sentaré en otro sitio. Además él ya lo sabe”. ¿“Él”?, ¿quién era “él” y qué pensaba hacerle? Esa angustia redobló sus preguntas y sus exigencias, mas en represalia ella dejó de contestarle. Por eso al quinto día tuvo que pedirle perdón y suplicarle una respuesta que no tardó en llegar. Nunca fue más ovalada su letra: “Ha sido estupendo, pero mañana será mi último viaje. No habrá más mensajes. Él me atrapará”. Esa contestación tuvo que angustiarle y ahora comprendo por qué ha venido, por qué subió al microbús en el paradero inicial y se puso a interrogar los ojos de todos. Tal vez trate de dar primero con ella y así salvarla, pero es inútil: sabe que no está sentada en el asiento de siempre, sabe que ahora no escribirá ni una frase y también sabe que él está dentro, como un monstruo emboscado entre la multitud sin nombre. Solo espero que no me descubra y que no sepa que lo estoy observando. Yo también leí la superficie de mis pupitres y las paredes de los baños y reconstruí su vida y la de todos los que están aquí, tal como ellos han hecho con la mía siguiendo el hilo de la rutina. Los pasajeros también somos prisioneros del laberinto de la trama, porque hemos leído los mensajes del asiento y queremos saber qué es lo que va a pasar. Por eso nadie va a bajarse del microbús y la tensión seguirá hasta el final, hasta el último paradero. L Fernando Iwasaki (Perú, 1961). Libro de mal amor es uno de sus recientes libros. Obra: Diego Narváez Herrasti. La otra ciudad (Laberinto). Tinta y grafito / papel. 70 x 50 cm., 2013


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