Pesadillas políticas (antología distópica) 1° Edición Gato Gordo Ediciones Marzo, 2019, Tucumán, Argentina. Edición: Fabricio Jiménez Osorio Diseño: Patricio Dezalot Distribuye: Lúbrica Libros
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Parcelas Por Verónica Juliano 3
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“Esto del metro cuadrado puede parecer raro y lo sería en condiciones ordinarias” Julio Cortázar
Seco. Cuando un cuerpo cae con su peso muerto, hace un ruido seco. ¿Siempre? Sí. ¿Importa el tamaño? Casi nunca. Todo es cuestión de aceleración y de masa. Sus palabras eran incrustaciones en el aire. Como todo lo que había en él: la mirada nublada; el rostro jeroglífico; el tono árido, como el ruido que hacen los cuerpos cuando caen. A tantos había despeñado que su voz se había transformado en ese golpe seco. Compacto. Nunca antes había presenciado la ceremonia del lanzamiento de los cuerpos. Por eso, aquella tarde sentía una extraña mezcla de ansiedad y de felicidad. Conocía de sobra la importancia del ritual. Que alguien llegara a ser lanzado significaba que había alcanzado todo lo que era deseable en la vida. Y, dadas las inclemencias actuales, los lanzamientos, que en algún momento habían sido moneda corriente, ahora sucedían con menor frecuencia. La esperanza de vida de los habitantes de Umacún alcanzaba los treinta y tres años. Superar esa marca era indicio de alguna de las formas de superioridad instituidas: fuerza, velocidad, coraje, resistencia y pensamiento estratégico. Cualquiera que superase la edad de la expectativa se adjudicaba el derecho a ser lanzado. Había sólo una excepción a la regla de la edad: la del poder reproductivo. Si una mujer conseguía parir, aunque después no llegase a los treinta y tres años, obtenía una parcela. Porque en tiempos de supervivencia, además del deseo de estirar el tiempo como una goma caliente y caprichosa, la reproducción de la especie alimentaba la fantasía de perpetuidad mientras todo lo otro, con su voracidad desmedida, no hacía más que fagocitarla. El último lanzamiento había sucedido siete años atrás, cuando ella tenía apenas ocho años. Sólo los mayores de quince podían presenciar el rito. A la mitad de la vida, habían establecido los jerarcas. Y así se hacía. El costo por transgredir la ley era muy alto: la sanción consistía en el despojo del ropaje y la 5
exposición de la piel, que se encarnizaba de inmediato, al no tener nada que la resguarde. La acidez ambiental obligaba a los umaquinos a usar, además de largos y envolventes harapos, unas rudimentarias mascarillas de polietileno, que por fortuna proliferaba y se repartía ecuánimemente. Pese a que no los eximía de inspirar el aire pestilente, conseguía dosificarlo. A fin de cuentas, estaba al alcance de todos porque era abundante y no representaba ganancias sustantivas para nadie, en un mundo donde todo sabía a pérdida. Cuando la ventisca leve soplaba y los umaquinos salían a enfrentarla para recibir el dulce latigueo sobre sus caras embolsadas sobrevenía un espectáculo maravilloso… juntos creaban una sinfonía crujiente capaz de mitigar el peso de los días mustios. Era una forma posible de la felicidad. El terreno donde yacían los cuerpos lanzados, la mayoría de ellos devenidos en osamentas fosforescentes, estaba cercado por peñascos infranqueables. Justamente, se había escogido ese lugar porque era inaccesible para carroñeros y profanadores. Las parcelas eran espacios sagrados que debían garantizar la degradación natural. En el extremo sur de la planicie se erguía un antiguo eucalipto cuyas hojas, al mecerse, avivaban la memoria de un río de piedra ahora inexistente. Como frágiles caireles, las hojas tañían un réquiem perturbadoramente hermoso. En otro tiempo, ese espacio mortuorio hubiera sido una depresión del terreno común y silvestre. Acaso, un basural. Ahora que el mundo entero se había convertido en un pozo vacío, el campo de las parcelas era lo más parecido a un vergel sin abundancia que podía concebirse. A las tres de la tarde se produciría el lanzamiento del cuerpo. Lo habían ataviado, como era costumbre, con bolsas blancas y transparentes que representaban el triunfo del que alcanzaba la meta: unirse a su parcela. Quienes asistían por primera vez estaban anonadados. Pese a que los relatos eran asombrosos y sobreabundaban en detalles, presenciar aquello que sólo habían escuchado era una experiencia singular. Nerviosos, no dejaban de mirar el cuerpo embolsado a punto de ser arrojado al vacío. Era bellísimo. La tradición de arrojar los cuerpos tiene larga data, dijo el primer oficiante. Es un honor para quien alcanza, en el ocaso de su vida, un lugar en donde caerse muerto, prosiguió. Alabado sea este cuerpo que estallará contra el suelo, marcando para todos los que quedamos un camino, un horizonte. E hizo silencio. Inmediatamente, entró el segundo oficiante, encargado de arrojar el cuerpo. Lo sujetó con fuerza, se paró en el borde del peñasco y cuando fueron las tres en punto lo dejó caer. Podía escucharse la suave crepitación de la bolsa contra el viento, cada vez más lejana. Y en cuestión de segundos, se oyó un golpe seco. Compacto. El segundo oficiante se dio vuelta para buscar la mirada de la joven que le había preguntado por el ruido que hacían los cuerpos al caer. Cuando la encontró, reafirmó aquellas palabras. 6
Seco. Compacto. Al oírlo, ella se quitó la mascarilla y ensayó una sonrisa confirmatoria. Enseguida su rostro comenzó a resquebrajarse por la polución. Todos la observaron sin comprender esa libertad creciente que ya no se detendría. No se horrorizaron. Tampoco la celebraron. La joven miró por última vez al segundo oficiante y se echó a correr en dirección al precipicio. Corrió como jamás sospechó que podía hacerlo y se arrojó al campo de las parcelas. Mientras caía, las palabras se arremolinaban dentro suyo en un silencio totalizante. Antes de colisionar llegó a escuchar una voz que le daba la bienvenida. Su cuerpo al caer hizo un ruido seco. Compacto. Y fue hermoso.
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Umbral Por Natalia Acosta 9
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“cantidad mínima de señal que ha de estar presente para ser registrada por un sistema” (Umbral. Wikipedia) “Si está debajo del umbral, se considera ruido” (M.C) Mis padres ya están aquí para llevarme a casa. Me quito el vestido de Blancanieves, te lo devuelvo. Atravieso el umbral, que está adornado con luces de colores. Subo en la parte trasera del Renault 6 amarillo. Mis padres hablan entre ellos, no puedo distinguir lo que dicen, mi vista se concentra en la cabeza enorme de papá, blanca, y la melena con rulos negros de mamá. Mueven cada tanto las cabezas hacia arriba y hacia abajo, o a los costados, en cámara lenta. En la radio hablan algo. Hace frío, la ventanilla se empaña. Le paso la mano, no logro ver la calle. Suena un timbre largo. Estoy parada en el patio del Colegio junto a vos y otras cientos de niñas. Es la hora de la salida y del arriamiento de bandera. Nos formamos en hileras. Una niña canta frente a todas nosotras y tiene frente a sí, emplazado a la altura de su boca, un micrófono. Levanta los brazos en las partes más agudas y sublimes. Cantamos con ella. La canción habla de águilas, corazones, cuerpos, parece un himno. Nos movemos de un lado a otro, de un lado a otro, casi imperceptiblemente. No conozco a nadie en esta fiesta, salvo a vos. A los adultos les llego a la cintura, un poco más. Tu casa está llena de gente. Tienen los vasos en las manos, con cerveza. Voy detrás tuyo, atravesando el jardín lleno de rosas, corriendo luego el pasador del portón verde bajito, hacia la vereda. Tu cabello castaño claro tiene varias florecitas de tela que caen desde la corona de tu peinado. Tu vestido blanco es larguísimo. La parte del ruedo del vestido está marrón, por el barro de la calle sin pavimentar que estamos cruzando por milésima vez, para que los vecinos te saluden y te dejen dinero en la bolsita de encaje. María Justina va a mi lado, me dice que no se anima a cruzar los charcos de la calle. En el patio del Colegio, todas juntas somos como un cúmulo de espejismos del sol sobre el pavimento. Es de noche. Te digo chau, con la mano. Tu mamá me despide con un beso y me entrega como souvenir un círculo blanco de papel muy suave, que dice «Recuerdo de Ana». A mi papá le dice «gracias». Mi papá repite: «gracias». Parecen dormidos. ¿Éste es el rostro de papá? Después estoy en la vereda y giro la cabeza para ver si aparecés por la ventana de tu casa, viéndome ir, pero no. Veo a través del vidrio a María Justina bailando, con los brazos levantados. Mi 11
mamá nos espera en el auto. Subo. Cierro mis ojos y sólo percibo el blanco del raso de tu vestido, me hundo en esa corriente de tela, como un pez de papel, en un video con stop motion. La niña vuelve a cantar la canción de las águilas, una y otra vez, en el patio. Observo sus labios, rosados y brillantes, y sus dientes con brackets. No sé quién es, pero creo en realidad que sí sé. Nos sonríe con tristeza. En la parte que dice: «Deseamos con ansias», me mira. Llora en ese momento, pero sigue cantando. Las demás estamos en posición de firmes, tomadas de la mano, con el cabello recogido en trenzas o al estilo “cola de caballo”. El delantal es blanco. Estamos debajo de la cama de la habitación de tu hermano mayor. Me quedan las cosquillas en la comisura de la boca. El piso espejado del patio nos devuelve nuestro propio reflejo y somos una multitud, moviéndonos al ritmo de la canción. Te formás a mi lado. La puerta de salida está lejos. La letra de la canción nos transporta a un desierto, y en él hay una batalla en la que un dios de los corazones vence a las naciones con su látigo de amor. Tengo en el bolsillo la tarjeta de invitación a tu comunión. Intento leerla: :«...» y cosas que no distingo. Me das la mano. Es casi de noche. Se acabaron los sánguches y las albondiguitas. No queda gaseosa, salvo en los vasos. Tus amigas de la cuadra se fueron a su casa. Nosotras quedamos solas. Escuchamos a los adultos hablar y reír en el living. Nos vamos a jugar a la planta alta, a tu habitación. Se nos une María Justina, es mayor que vos, pero todos la tratan como a una niña pequeña. La niña frente al micrófono sigue llorando pero no deja de cantar la canción. La letra cuenta que las naciones están habitadas por águilas que devoran cuerpos. Las águilas sobrevuelan el paisaje, y detectan su alimento deseado. Se reúnen en torno a él y lo mastican entre todas. Después vuelan. Te quitás el vestido de comunión para ponerte el de Cenicienta. Yo también busco uno que me calce, encuentro el de Blancanieves. María Justina quiere disfrazarse como nosotras, pero ningún vestido le entra porque tiene talle extra grande. Se pone una corona y agarra un cetro. Quiere ser la hechicera y quiere atraparnos. Debemos evitar que María Justina encuentre nuestro escondite. Le pedimos que se vaya un rato a la planta baja, para que nos dé tiempo de escondernos. En el patio del Colegio la niña canta. La seguimos. Sabemos dónde está la puerta para salir, pero no avanzamos hacia ella. ¿Por qué nos quedamos? La planta alta de tu casa tiene tres habitaciones. Nos metemos en la habitación del medio, la de tu hermano mayor. Él no está en casa. María Justina está subiendo con dificultad la escalera y tenemos un minuto para pensar un buen escondite antes de que ella nos encuentre. Se nos ocurre ir debajo de la 12
cama de tu hermano. La cama es de dos plazas. Tiene un cubrecama que llega al piso. Abajo de la cama está oscuro. Encontramos un globo con un líquido blanco adentro. Nos da asco. Lo arrojamos fuera del área de la cama. Esperamos a María Justina. Ubico mi cabeza sobre el brazo derecho, te oigo respirar. Vos me imitás, te recostás sobre el brazo izquierdo. Nos reímos ahogando el ruido con la mano. Me dan ganas de besarte, no distingo si llego a hacerlo. Escucho a María Justina ir de una habitación a otra, alertándonos sin querer con el taconeo de sus zapatos ortopédicos. Nos llama. La cara al revés de María Justina nos sorprende. Está sobre la cama, doblada en «L», boca abajo, cabeza abajo. Se ríe. Grita «piedra para Ana y Carolina que son novias». Me siento enferma, afiebrada. Ya no hay música en la casa. Suena el timbre, son mis papás. Camino al umbral. En el patio del Colegio la niña canta. La acompañamos en el canto. Nada más pasa. A lo lejos vemos el umbral. Nadie avanza hacia él.
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La isla de las locas Por Luciana García Barraza 15
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1 Los perros se desesperan por salir cuando meto la llave en el candado. Me quedo un momento en esta posición, sin girarla. Ellos empiezan a llorar con gemidos y a raspar las rejas –motivo por el cual la pintura se ha descascarado–, incluso algunos días me ladran. Han asumido que dependen completamente de mí. Después de unos minutos, me decido y giro la llave. Todavía queda el pasador, que gracias a la oxidación tarda varios segundos en deslizarse. Ellos no quitan la mirada del pestillo, atienden a mis movimientos con la precisión de una máquina, hasta que la última punta del perno queda fuera de la traba. Entonces salen trastabillando y corren por los pastos, orinan los tachos herrumbrados del fondo, remueven viejos pozos. Les ocupa ni medio minuto volver, ahora del otro lado, a raspar las rejas para entrar. He cerrado la puerta, con la esperanza de animarme. Nuevamente, los instantes decisivos. Su insistencia no aplaca, en principio, mi frialdad para comprobar todavía no sé bien qué. Pienso que alguna vez los dejaré del otro lado para siempre, como nos han hecho a nosotras. Con ellos dentro de la casa no puedo. (Quizá por eso mismo los dejo entrar). La repetición de la táctica día tras día es una especie de tautología. El plan se dilata sin concesiones. Pese a ello, el momento llegará indefectiblemente. Con los perros adentro o afuera. 2 La casa que me asignaron se está pudriendo. Los placares van llenándose de mariposas marrones y arañas. Nadie ha limpiado el baldío de al lado desde hace meses. Ayer maté cinco víboras. No sé cuántas más pueda, la pala con cada incisión pierde su corte y pocas cosas con filo quedan en la isla. La comuna, por lo demás, está igual que siempre. Con los deterioros conocidos, excepto por la gente, que fue obligada a migrar hace un tiempo. Han dejado abandonadas sus casas, demostrando la inutilidad natural de los objetos. Los sanos se fueron primero, invitados a dejar la isla voluntariamente. Los que no se podían catalogar como enfermos, pero tampoco sanos, fueron designados a estados menos desarrollados. Los enfermos curables, a la isla contigua. Los locos, a la isla contigua a la contigua. Todos ellos con tratamientos legítimos. Las incurables, a la buena de dios, en la isla de las locas. Aquí nos dejaron y de aquí se fueron, hará años. 17
3 El sueño recurrente desde que me dejaron en la isla: un hombre desnudo me persigue por toda la casa para arrancarme el ombligo con una pinza. Cuando llegamos al fondo, la puerta está cerrada y los perros del otro lado ladran y gruñen. El hombre desnudo me agarra del cuello, apoya mi espalda contra la reja (creo que tiene bolsillos); cuando siento el acero frío en la panza me despierto. Llevo el cuerpo amortiguado. Los perros en la habitación me miran regañosamente, exigiendo algo que no comprendo. 4 Ayer fui a visitar a la Nela. Tuve miedo de dejar la casa, de volver y encontrar a los perros muertos, aplastados por alguna palmera o mora. Pero eso no pasó. La Nela sigue en su bloque, igual que hace diez años. No le insinuaron el traslado al bosque, aunque esto no es garantía, todo lo contrario: así parece más inminente. La muda le trae, como hace diez años, sopa de ajo y fideos por las noches. El tiempo en este bloque está cristalizado en una suerte de pantano. La Nela tiene la piel pegada al colchón, brazos y piernas escamosos. El hedor de la habitación en un primer momento me repele, luego de unos minutos mi olfato se acostumbra. Cada día es más grave, me confiesa. La polilla sigue. Está aquí debajo. Come, si bien lento, fibras de la madera de mi cama –de noche la escucho, sobre todo cuando sorbo la sopa antes de las radios–, quiere atravesar mi cuerpo. Agujereará la madera primero, el colchón le será fácil porque es suave y finito. (Nunca me dice qué sigue después). Dada su inmovilidad, la Nela ha dejado de crecer, eso aparenta. Su cuerpo solo ocupa la mitad de la cama; a veces tengo la sensación de que empequeñecerá hasta desaparecer. La muda, por el contrario, cada día está más vieja. Por haber evadido las listas, nunca la llevarán al bosque de las correcciones, aunque sabemos que se entregará cuando vengan a buscar a la Nela. Nunca he subestimado las fuerzas secretas, dice, vos tampoco deberías. Por lo demás, la vida es plácida, aun cuando me espera acechante el día de la ocupación. 5 Hoy he intentado lo contrario. Encerré a los perros en la casa y me quedé del lado de afuera. El fondo acumula electrodomésticos rotos, algunas plantas que sobrevivieron, y las excreciones de los animales –pájaros, perros, gatos–. Las 18
moscas custodian la escoria equitativamente distribuida por todo el patio. Raspé con la pala las ramas pequeñas, hasta dejar una resistente, que soportaría mi peso. Até la soga, probé la circunvalación en mi cuello: la altura del banco era la propicia. No diré que los perros vinieron justo cuando. Estuve esperando unos minutos su interrupción. Pero no vinieron. Era obvio. Con los perros adentro no puedo. 6 Cada mes somos menos. Este año, creemos, la intención es el raspaje total. Revisan las casas por zona, siempre se llevan a una por bloque. Mi traslado está asegurado porque vivo sola. Aunque estoy en la lista de tercer grado, lo que me da un tiempo para poder planear alguna forma de evitarlo. Nela está en la lista de urgencia. Temo que pronto será llevada, ella y la muda, porque no escatimarán en respetar sus propias reglas. Lo que pasa después del traslado sigue carcomiéndome la cabeza. De una u otra manera, sé que mi cuerpo será utilizado, dependiendo de la necesidad de las demás islas. Tengo miedo de recordar y tener nostalgia. Aunque he sido instruida para la resignación, no dejo de tener deseos. Nadie debería poder recordar. A lo sumo, espejos. Para no asustarse con la propia cara. Salgo a caminar, a veces, con ánimos de que me agarren los escapados y me maten. Todo antes que el bosque. 7 El sueño recurrente de la Nela desde que está en la isla: la polilla se convierte en el hombre desnudo para penetrarla con una pinza. La muda mira todo sin poder gritar. La sopa de ajo y fideos, al lado de la cama, arriba de la mesita de luz, tiembla como un lago infestado de pirañas. 8 Le dijeron que tiró los hijos por el inodoro y que se ahogaron. Pero es mentira. No eran suyos ni eran hijos. Si no vas a decir la verdad, le dijeron, no te hace falta poder hablar. Y le hicieron picar el cuello con una aguja llena de cloro. 19
9 El sueño de la muda desde que la dejaron muda en la isla: un alacrán enganchado en la nuca le pica cada vez que siente placer. El hombre desnudo vigila desde la cama, con la pinza en el cuello de la Nela que aún no despierta de la siesta. El hombre desnudo –nota la muda– tiene bolsillos. 10 Estiro la pierna para abarcar la parte fresca de la cama. Me salgo de la sábana, aunque prefiero no destaparme. El ventilador se destartala con cada movimiento; su sombra me parece un reptil que jadea. El aliento espeso y caliente que escupe, al menos, reduce mi transpiración. Doy vuelta la almohada para usar la parte fría, hasta que esta se calienta, y entonces la giro de nuevo, repitiendo al menos tres veces la acción. Los mosquitos se estrellan contra la tela mosquitera, proyectando un sonido atroz de alas y sangre goteando. Manoteo la ventana y salen disparados; descanso unos minutos, tiempo que tardo en oír otra vez el zumbido coral. La sensación de la radio a punto de sonar en cualquier momento ha desaparecido desde la desconexión, pero aguanto menos la voz en mi cabeza, y los lamentos de una casa que se pudre. Decido, momentáneamente, no dormir más. Apenas si recuerdo las primeras noches en la isla. El verano es la peor de las estaciones, aunque las escapadas sostengan lo contrario, por las torturas. Acepto: el cuerpo es la única memoria. El verano aumenta mis deseos de tocarme, posiblemente por el roce constante con la seda y el calor. Pero no puedo con los miradores vigilando. Voy hacia el fondo de la casa, con la esperanza de encontrar más corriente de aire en este sector. Los perros están echados en un rincón, en la exacta posición que suelen tener cuando descuartizan gatos y pájaros. Están quietos, apoyados el uno sobre el otro. Busco la pala para enterrar al gato o pájaro asesinado, pero no la encuentro. Reviso debajo de la cama, abro el cajón del living, incluso en los lugares donde rara vez la escondería, pero no está. Sé, con extraña certeza, que cualquier cosa que deseara tener ahora no sería hallada. Pienso que si las llaves del fondo no aparecen, el final está asegurado. Pero las llaves están conmigo, duermo con ellas. Meto la llave en el candado, los perros no se dan por aludidos, aunque el sonido del metal en la noche sea peligrosamente escuchable. Abro las rejas, piso descalza el pasto, me he olvidado por completo de los alacranes. Me acerco despacio (a veces, atinan a morderme cuando intento quitarles el animal destripado de sus bocas) pero siguen quietos. Sospecho lo comprobable: los ojos abiertos y vidriosos me confirman la muerte; probablemente se han matado entre 20
ellos, aunque no descarto un posible envenenamiento. Los perros, concluyo, desgraciadamente no serán ya un impedimento. Cavo con mis propias manos un pozo, en el que puedan entrar ambos perros. Las moscas están sobrevolando los cuerpos heridos. (Es un gran riesgo cavar las propias tumbas). Sé que los miradores están observando desde los agujeros de la tapia, pronto terminarán de escribir su informe. No es exactamente dolor lo que emerge cuando observo a los perros fríos e inmóviles reposar como reposaban cuando tenían vida. Tampoco es miedo lo que siento cuando escucho la sirena, e instintivamente tiendo a esconderme en el pozo, dejando a los perros sin tumba. He imaginado noche tras noche el llegar del hombre desnudo, con la pinza, -incluso con bolsillos-, lo he estudiado inconscientemente. Entiendo que ninguna de nosotras teme al hombre desnudo: hemos aprendido a tenerle asco. El asco es mi última defensa. No tiene remedio, escucho. Las locas no tenemos cristales, pero si algo es justo no diremos que no deba ser hecho, las palabras de mi madre antes del secuestro. Su voz suena muy clara; lo primero que hicieron fue vendarle la boca. Un hombre de guardapolvo blanco hace la pregunta. El hombre desnudo aprueba. Nadie afuera pregunta ni responde por qué nosotras, por qué acá, por qué en manos de ellos. A través del metal de la pala observo sus gestos atroces en la noche, mientras cae en mi rostro, gota por gota, una tierra agusanada y fresca.
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La casa abandonada Por Pablo Donzelli
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La casa abandonada de la vuelta de mi casa estuvo ahí desde antes que yo naciera. Cuando aprendí a decir plaza, auto o sol, también pude nombrar a la casa abandonada como el lugar al que no teníamos que ir. La puerta cerrada, los vidrios de las ventanas rotos, los yuyos siempre crecidos y el misterioso interior. Cuando jugábamos al fútbol evitábamos patear fuerte para ese lugar, si la pelota iba al techo era pelota perdida. Un buen día vinieron unos albañiles y una familia empezó a vivir en la casa recién pintada de blanco. Jugábamos con el mayor de los hermanos, que se llamaba Martín, y con el menor, que se llamaba Gustavo. Nunca nadie del barrio aceptó tomar la merienda con ellos en la casa. Si los buscábamos para completar los equipos de fútbol, golpeábamos de lejos las manos. La ventaja era que ya podíamos patear para allí porque nos devolvían la pelota. Un día la familia de la casa abandonada llamó a un camión de mudanzas y se fue. El mismo camión, unos días después, trajo un montón de cosas y una nueva familia se instaló allí. Y así, cada tanto, aparecía el camión de mudanzas y cada tanto llegaba una nueva familia que siempre eran: “los de la casa abandonada”. Había tiempos en que olvidaba. Para tomar el colectivo tenía que ir en la dirección contraria, por lo que ya casi no la veía. Y no pensaba en ella, salvo que tuviera que ir al almacén para comprar quesito de rallar o un puñado de pimienta, algo que nos saque del apuro en el almuerzo. Y allí me acordaba de la casa abandonada, y recordaba el vientito frío por la espalda que sentía cuando lo grandes recordaban asesinatos y brujería. Sacudía la cabeza y sonreía. Ya no creía en esas cosas. Después ya no pensé más en la casa hasta hoy, que Bussi acaba de ser electo. No es que yo haya vuelto a pensar en la casa abandonada, sino que me soñé dentro de ella, de noche. Veía las ventanas con sus rejas despintadas y sus vidrios rotos. Se me aceleró el corazón. Para intentar calmarme necesitaba hablarme en voz alta. Estaba en el living vacío. Sabía que había un patio porque todas las casas son iguales en el barrio. Hice fuerza para despertarme. Estaba todo en penumbras y a pesar de eso, podía ver las cosas con claridad. No encontraba el patio. Al pasar por una 25
habitación que tenía una puerta entreabierta, alguien o algo me tomó de atrás y me inmovilizó con esas llaves que enseñan en karate. Me obligó a entrar y me obligó a ver. La habitación era gigante, como un hangar para los aviones. Adentro había toboganes acuáticos. Había militares caricaturescos como los de la revista Humor. Gritaban dando órdenes y a punta de pistola hacían subir por las escaleras a jóvenes desnudos. Algunos llevaban a sus hijos recién nacidos en sus brazos. Una vez arriba se arrojaban o eran empujados por el tobogán a gran velocidad. Mientras se deslizaban, los militares les quitaban los bebés. Al final del tobogán no caían en una pileta celeste, sino en un pozo que no tenía fondo. Uno de los militares me vio y me apuntó con el arma. Eso que me había sostenido ya no estaba. Corrí hasta la puerta sintiendo que las balas pasaban muy cerca. Incluso sentí que dos o tres se incrustaban en mí. Pero no sentía dolor. Como pude me refugié en otra habitación. Al ingresar cerré la puerta con toda mi fuerza con la esperanza de que el ruido me arrancara de la pesadilla. Y aunque sonó fuerte, no me desperté. Miré mis heridas. Era una abundante pus amarilla y densa lo que me salía en lugar de sangre. Como mis fuerzas seguían siendo las mismas, me enfoqué en mirar esta nueva habitación. También era demasiado grande, tanto así que se perdía en el horizonte. Parecía el desierto de montaña. Hacía mucho frío. A lo lejos venía una caravana de viejos mendigos cubriéndose con trapos sucios, buzos agujereados, algunos estaban descalzos. Buscaban un cobijo. Traté de explicarles que estaban ya dentro de una casa, que con sólo pasar una puerta estarían mejor, pero no me entendieron. Parecían no entender nada, sus ojos estaban vidriosos y perdidos. Ninguno me contestó ni disminuyó su marcha. Así es como los vi perderse por la otra parte de la habitación. Volví al pasillo. Tomé la decisión de encontrar lo más rápido posible la última puerta que sabía me llevaría hasta el patio. No me equivocaba: al abrirla vi el fondo y finalmente la tapia por la que tenía que salir. Empecé a caminar, bajo mis pies algo crujía. Miré; estaba caminando sobre pedacitos de huesos y diminutas pelotas de fútbol que nunca recuperaríamos. Sin darme vuelta supe que la cosa estaba cerca. Con gran pavor corrí y la cosa corrió detrás de mí. Pero eran tantos los huesos y pelotitas que mis pies se hundían y no avanzaban, casi como que corría en el mismo lugar. Y sentí que eso ya me alcanzaba. Entonces recordé que en mis mejores sueños había volado. Cerré los ojos y salté. Sentí que me elevaba y que el salto era mucho más prolongado que los que había realizado. Y seguía subiendo. Abrí los ojos y me descubrí en lo alto de la tapia. Ni bien apoyé los pies me tiré para el otro lado. Seguía siendo de noche. A pesar del golpe, me sentí a salvo. Me puse a hacer fuerza para ver si podía aclarar el día.
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Las pesadillas no se cumplen solas Por Alexander Rivadeneira 27
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Se levanta, se desenvuelve, aparece por entre la línea que nunca llegás a tocar, funde las calles y le quema las patitas a los perritos a las cuatro de la tarde. Pero son las siete de la mañana. En el cuarto del bloque 33, cerca de lo que era Villa Amalia, en un cuarto, repito, a prueba del frío en verano, del calor en invierno, de la pintura en el revoque que no sea celeste, en un cuarto con una mesita de luz repleta de diarios y un par de cajas vacías de cigarros, amueblado aparte con una camita de media plaza, un ventilador de techo que por ahí anda y un buen pedazo de ropero que llega hasta el techo, se despierta Juan Domingo Armado, personaje local del bloque, querido por algunos vecinos y otros que solamente lo conocen de saludos muy al pasar, amante del buen asado, trabajador desde que era un changuito, separado hace años y con un nieto en el útero de su hija (útero que se convirtió en su mayor orgullo desde hace unos meses). Tiene lagañas verdosas en las comisuras de sus ojos negros. Se despertó antes de que sonara la alarma y se quedó sentado unos minutos en la cama antes de sacar los anteojos de la mesita de luz. Alza una cajita de cigarros a medio terminar, se acerca a la ventana, revisa el paisaje y los techos de las casitas que se extienden hasta la línea a la que nunca llegás, se fuma un puchito, ahí parado, parado sin hacer nada, no pasa nada malo, solo pronosticaron una llovizna para la tarde noche de ese día. Se dirige a la cocina, pone el agua para el mate y se sienta. Enciende el televisor, siempre puesto en el canal provincial, aparece una pantalla azul con un mensaje en pequeñas letras blancas. Juan Domingo se tiene que poner de pie para acercarse a la pantalla y leer "Comunicado oficial. Reunión en la Plaza Independencia. Importante anuncio. Celebración de los 25 años de gobierno del gobernador Bussi." No mucho más, formalidades y otros atenuantes del mensaje. Espera a que hierva la pava y se prende otro pucho. Se le están acabando y tiene que ir al kiosco de la esquina a comprar más para sobrevivir la tarde. Quizá un poco de pan también. Son las 20:47. Juan Domingo se pone una camperita, se mira al espejo y estoy coqueto, piensa, quién sabe. Sale del departamento del bloque 33, sale al pasillo, dobla un recodo y baja por las escaleras sin luz un par de pisos. Cuando llega a la puerta saluda al portero, un viejo de unos casi sesenta años, todo canoso, con voz seca y garganta colgante como la de un gallo. Alguna vez le dijo que él también se fumaba, desde los 20 años (tan pendejo y tan boludo), un cigarro antes de desayunar y de vez en cuando un buen vinito cortado con soda o agua o lo que haiga. Juan Domingo camina dos cuadras y espera en la esquina el colectivo municipal que lo va a trasladar, junto a otros vecinos que esperan lo mismo que él, hasta cerca de la Plaza Independencia donde se realizará la proclama de noticias oficiales y uno que otro discurso por los 25 años de gobernación de Bussi. Apoyado en un poste, Juan Domingo mira de reojo un par de doñas gordas y 29
masisas que cruzan la calle. Su mirada se le desvía en un par de piernas gigantes y unas polleras que no aguantan tanta mujer. Se le abre la boca sin darse cuenta y se choca con una mirada de elefante pintao. [Esa mirada de gordita no me engaña, te morís por comerte este flor de chorizo que tengo acá]. La gorda lo mira apenas y baja la cabeza, piensa que es mejor pasar y esperar el colectivo municipal en otra parada. [Qué te haces la santa, mi amor] mientras se manosea la garcha por sobre el pantalón. Juan Domingo pierde sus figuras en la lejanía y le entra una bronca... tan putas y no le han dado ni la hora. [Manga de sucias, ya van a ver par de tortas, ojalá se les pides el culo]. Llega el colectivo y sube, le cede su lugar a una doñita que [muchas gracias, mijito]. El colectivo empieza a temblar mientras más gente sube y por ahí, cuando dobla, uno ya no sabe si volcó o sigue en cuatro ruedas, y las manos a veces sobresalen de las ventanas, pero no se tiene tanto tiempo de darse cuenta de la cantidad de bocas que expiran aire caliente. En la Plaza Independencia las festividades habían comenzado hace un par de horas. Había marchas militares, demostrando el gran armamento de la provincia, un desfile de gendarmería, que ya había reemplazado a lo que era una policía toda transa y corrupta, estudiantes marchando con sus guardapolvos celestes, una misa criolla para el disfrute de todos los presentes y al final de esta el arzobispo de la provincia comenzó a dar algunas palabras mientras que de lugares que nadie reconocía empezaron a salir curitas con ostias en las manos y con bolsas de consorcio listas para recibir el diezmo. Después del espectáculo, la plaza estaba colmada de una masa que respiraba y latía en un mismo tiempo, como un pequeño sistema vivo. La noche era una belleza, con un viento de verano que alegraba las caras de los changuitos y aliviaba el calor de toda una semana con cortes de luz y treinta y nueve grados. La luna se posó entre dos nubes cuando en el escenario donde el arzobispo habló, se encendió una pantalla en la que apareció una figura pequeña, en silla de ruedas, con cables que cubrían su cuerpo, con el pelo blanco y los ojos claritos, celestes como el color de la provincia. Se puso fin a las manifestaciones de la periferia, se había terminado de construir en casi dos meses un centro penal para los “enemigos del Estado”, y al fin se pudo terminar el amurallado de la Bombilla, la Costanera, Villa 9 de Julio y los Vázquez. Habría más seguridad. Todavía más. Se agradecieron a las fuerzas armadas que siempre estuvieron para servir a la sociedad, y el gobernador Bussi le dio las gracias al pueblo presente y a Dios por su buena salud y su larga trayectoria ayudando al vecino que lo votó hace 35 años. Al terminar la ceremonia hubo fuegos artificiales en el cielo, opacando la luna llena, y todo el mundo se empezó a ir mientras seguían viendo las luces del cielo, doblando la cabeza de vez en cuando, como pajaritos.
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Juan Domingo Armado, en el colectivo municipal, solo tenía ganas de volver a su departamento y comer un buen par de huevos fritos. Veía el cielo desde la ventanilla y en momentos empezó a cabecear hasta quedarse dormido con un pedacito de baba que le caiga del labio inferior, nunca supo que babeaba, por alguna razón ese hilito plateado siempre desaparecía antes de despertar. Una sacudida le abrió los ojos y los ojos lo vieron [Señor, su identificación]. La sacó del bolsillo trasero y se la dio al oficial tranquilamente, tratando de despertar todavía, dándose cuenta que se estaba babeando y tratando de limpiarse disimuladamente. Tantas veces había dado su documento que solo quería llegar y hacerse unos huevos fritos, y se le caía más baba por la imagen de dos solecitos amarillos. [Señor, ¿puede venir un momento?] Juan se paró, bajó del colectivo como si nada, y siguió al gendarme hasta la camioneta celeste sin percatarse que otro rati le decía al chófer del colectivo que vaya nomás, es todo por esta noche. Llevaron a Juan Domingo hasta la comisaría, en el calabozo, le sacaron la remera, le dijeron que no se haga el gil antes de empezar. [Y, pelotudito, ¿no me vas a decir qué pingo ha hecho la gorda con la plata?] [No sé qué pingo me hablás, no sé quién es la gorda] el otro gendarme estaba sentado tomando mate, y veía cómo le empezaban a patear las costillas y entre las bolas. [Che, boludo, este se hace el piyo, no sé qué le pasa] [Vo pegale noma, a ve si se hace el piyo cuando le metas el chumbo en el culo] [No sé de qué me hablan] [¿Querés un mate, Juan?] [¿Por qué me hacen esto?] Las lágrimas empezaron a caerle por los pómulos oscurecidos. [A ve si seguí así con un fierro en la boca, putito] el oficial saca la pistola y se la mete entre los dientes, el detenido se desespera, llora más, [dale miralo, se está cagando en serio, sacale una foto] El del mate se para, saca el celular, de un toque enciende la cámara, obligan a Juan Domingo Armado a chupar el caño de la pistola como si estuviera chupando una pija, le dicen que se deje de joder, que te vamo a mata sí te seguís haciendo el gallito; ¿cuántos años tenés vos? ¿cincuenta? ¿sesenta? ¿cuántas balas vas a querer? Una por cada añito? Te llevamos al paredón y te damos eso y más, mamita. Dalo vuelta, bajale el pantalón. Son las 6:30 de la mañana. Juan Domingo Armado aparece en la esquina del bloque 33, las luces de la calle se apagaron. No puede saber si es morado o es piel, y se desliza de a poquito sobre el barro de la calle suave y sin tropezarse. Se sienta en el cordón, cayendo como una bolsa de puflitos. Se empieza a reír un poco, con una carcajada, dos carcajadas que le resuenan en las costillas, dos tres
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costillas menos, enseña la boca vacía a la lunita que todavía aparece en el cielo anaranjao. [Esos pelotudos se han confundido, esos pelotudos se han confundido] [¿A vos te hicieron cagá Pereira y Santillán, que no?] Una silueta redonda hace eco en la sombra cuadrada del bloque y se sienta junto a Juan Domingo el portero del edificio. Él ni cuenta se da. [Andan transando con cualquiera y se piensan que son los dueños de todo esos malculiao. No hace falta que me digas nada, yo ya sé cómo fue todo, siempre hacen lo mismo. No has aparecido en la sanja, al menos. Te voy a ir enseñando un par de cosas que seguro te ponen más piyo sobre Los Bocasucia. Sabés quiénes son, ¿que no? Hay muchos rumores entre los yuyos del cerro. Vení conmigo y vas a ver.] Llegan dos, tres, cuatro personas más, no se puede contar cuando tenés la boca con sabor a fierro. [Vos sos un hijo puta, pero hasta a ustedes les meten el dedo en el culo esos gorilas.] Cuando Juan Domingo Armado puede abrir los ojos se encuentra asistido por una abuelita de pelo todo negro y un par de dientes chuecos. Le dicen La Tractor. O eso piensa él, de alguna forma sabe que así se llama. Es una pieza sucucho muy parecida a la suya donde puede empezar a hablar después de varios días o meses u horas. Con apenas unos muebles y un ventilador de techo hecho mierda. [¿E mi pieza?] Casi incomprensible, casi inaudible. [Yo creo que sí mijito, mirá a mí me han dicho andá vo y velo porque lo han hecho cagá lo rati] [¿quéapasaoconlorati? ¿Quiénpingoera? ¿Porquemeanechocagami?] [Sí]. Se escucha la puerta, Juan Domingo Armado gira lo que puede la cabeza y entra el portero. [Como te había dicho, pendejo, no te preocupés por nada, Los Bocasucia te cuidamos, estamos en todas partes, tamos esperando nomás… a Pereira y Santillán los agarraron a cuetazos... no ha aparecido nada de eso en la tele, pero no importa... Se están agarrando entre ellos, los milico ya no aguantan que siga vivo el Viejo, nadie aguanta… calles llenas, y aparte estamos preparándolo todo para el próximo año…] todo se iba cayendo de poquito mientras Juan Domingo escuchaba. Se daba cuenta de lo que vivió, o lo que creyó vivir. Solo sabía que casi no aparece. Le hizo acordar a hace mucho tiempo, se hablaba de que la gente no aparecía, que no podías preguntar, los estudiantes no se salvaron, los vecinos ayudaban a veces a que uno que otro salga vivo, pero todo se confundía de a poquito en una nebulosa, un calor horrible, un cañaveral muy viejo. Lo único que podía saber Juan Domingo Armado a estas alturas es que quizá no tomó las mejores decisiones, que había un poco más que lo que La Gaceta te mostraba y que el color celeste de la provincia le empezaba a repugnar.
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La lengua de las infectas Por Priscilla Hill 33
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Hasta me gustaba cuando pensaba en el parecido con las gatas. En los tiempos de la infancia, en mitad de la noche, al olor penetrante del viento, lo cortaban los gritos de amarre de los gatos, esa pelea entre dientes, uñitas y púas, sobre lo que alguna vez fueron techos de casas. Mi abuela fue la primera en revelarme que las gatas gritan como si las quemaran vivas porque el falo de todo felino es como su lengua: tiene unas pústulas de espinillas breves y juntas, que en cualquier superficie carnosa lastiman. Después de esa epifanía soez, dejé que la gata gorda que vivía con ella me chupara los pies, untados con mermelada de zapallo casera, a modo de carnada. Me abrazó una vergüenza nostálgica: sabía que repetirlo era imposible y ya nunca sentiría un placer igual. En esos tiempos, todavía las personas vivían en espacios que habían heredado de sus mayores y permanecían allí toda su vida. Algunas se casaban, otras elegían animales y pasaban su vida con ellos, sin estorbarse de ninguna forma. Meses después de contarme el secreto de la música gatuna en la noche serena, mi abuela murió porque ya llevaba demasiado sobre la tierra. Yo tenía siete años. Fue para entonces que sobrevino la selección de las casas patrimoniales y el derrumbe de las que no cumplían con los años de trayectoria, que eran la mayoría. Después, la disposición nueva de la ciudad y los metros cuadrados necesarios e indispensables por persona, cuyo incumplimiento se correspondía con una sanción. Con eso, la prohibición del vínculo humano-animal y el exilio forzoso de todas las especies hacia el abismo. Mi abuela no llegó a ver el tiempo de las suturas ni la necesidad de reducirnos también en carne y hueso, que al final el ensanchamiento es el del alma en el reino de los cielos, como dice el Gran Conversor. Es gracioso, de todas formas, que muriera casi como si fuera un feto, anticipando el encogimiento obligatorio: para contener sus mamas prolíferas, superponiendo corpiños y sostenes debajo de los vestidos de entrecasa. De esa manera tan inocente e invisible, fue desviando su propia espalda hasta lograr una giba que ocultaba su cabeza. Murió así, ocupando una parte de sí misma, mezquinándose el propio cuerpo. Cuando la médica me llamó habían pasado cuatro horas desde mi llegada al galpón. Había ciento cincuenta personas, entre las que estaban antes y después que yo. Quienes ya habían tomado la difícil decisión estaban exentos de demoras: tenían el privilegio de ser intervenidos inmediatamente y llevados por el transporte del Estado hasta sus habitáculos. Según el decreto estatal del Gran Conversor, por políticas dolorosas pero inevitables de ajuste de presupuesto, cada ciudadano debía renunciar a una parte de su cuerpo, sujeta a su decisión. La intervención debía producirse, de acuerdo con los lineamientos de público conocimiento, entre uno y diez días después de convocado el sujeto, siguiendo su registro de identificación. Los muñones, gazas, curaciones, bastones y sillas de ruedas se otorgaban desde el Estado en forma gratuita.
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La mañana en que la finada, Caro Lisa Ángora, se negó a desprenderse de su mano, luego de haber firmado en conformidad, la comunidad entera la empujó hasta el vórtice, justo donde se acababa el mundo y empezaba la nada. Sólo sabíamos que allí se amontonaban los seres inferiores, las tinieblas y los desertores, que mutarían a engendros en cuanto cruzaran el límite. Como si se tratara de un sueño, pareció levitar hacia adelante, indiferente a los clamores de rechazo y la comida descompuesta que la multitud le arrojaba con fuerza y le iba imprimiendo un tono violáceo a su todavía humana piel. Después, nadie supo más de ella. Y nadie puede hablar de los desertores: están infectos. Su sola mención garantiza la muerte pública y sin honores. Me quedaban dos días para decidir sobre mis carnes cuando la noticia pareció alegrarle la vida a la extirpera de mi zona de habitáculo. Tenía cáncer de lengua, lo cual, aunque lógicamente triste, agilizaba los planes y reducía los posibles espacios en tensión a ese único. –De todas formas, tendrá que amputarla llegado el momento. En su caso, es una bendición. La falta de voz no es un problema. El desarrollo tecnológico nos permite solucionar el problema de la comunicación con un dispositivo sencillo, con una amplia gama de enunciados que podrá combinar como desee y desarrollarse casi normalmente, como el resto de los ciudadanos. –No quiero quedarme muda. Iba a ceder las orejas, no son necesarias para oír. –Le sugerimos que no se someta a dos intervenciones si puede hacer solo una. –Las orejas. Quiero esperar. Volveré mañana por el procedimiento. Sabía que me seguirían. Desde la última gran rebelión que se coronó con el decreto de la sutura nunca nos descuidaban. La invalidez era sólo una cosa más a la que había que acostumbrarse. Una vez que aprendemos a vivir con una falta, podemos extender nuestros dominios hacia espacios recónditos. Por eso nos seguían. Hay algo en la condición humana que es su motor: mutar. El vehículo me siguió hasta que cerré la puerta del habitáculo y me dormí, con la sensación de una oscuridad poblada de ojos. Esa noche soñé que las tetas de mi abuela me ahogaban con sus carnes flojas. Sus pezones, dos ojos que se comían el mundo. La espalda volviéndosele un espiral, la piel de los hombros, llagada por la fricción de los corpiños que no podían tapar el sol con un dedo. Desperté transpirada y febril. La confusión pesadillesca me hacía creer con desesperación que ya me habían amputado las dos piernas. Una por error, pero por respeto a mí decisión, había que cortar también la que yo había elegido. Comprendí que el calambre y la fiebre me habían hecho alucinar. Caminé tanteando despacio el hilo del sendero que separaba mi catre del espejo del baño y del baño mismo. Prendí la luz y miré mi rostro en el espejo. La lengua era una palpitación roja y escamosa, como un animalito queriendo nacer. Recordé el grito de placer de las gatas en la libertad de la noche. Palpé todo lo que se me apelmazaba adentro y que debía ser hachado y lo acuné en un sitio sin espacios. Caminé durante horas por el sendero del río hacia el vórtice. Del otro lado, las tinieblas. Quizás mi abuela, sus tetas, la mermelada, las gatas, la lengua-lija, el 36
sexo, otros mundos. Quizá una noche que se pareciera a las noches donde aún había casas, donde pudieran verse, de reojo, gatas de tamaños desorbitantes surcando tejados, expandiéndose sin fin.
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Índice Parcelas, por Verónica Juliano (3) Umbral, por Natalia Acosta (9) La isla de las locas, por Luciana García Barraza (15) La casa abandonada, por Pablo Donzelli (23) Las pesadillas no se cumplen solas, por Alexander Rivadeneira (27) La lengua de las infectas, por Priscilla Hill (33)
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Otros títulos de Gato Gordo Ediciones
Ser pasiva me cambió la vida (antología de relatos sobre el placer anal y orgullo pasivo) Arroba chau, S ara Georgieff Balcones, María Perseveranda Un limbo ideal, Fabricio Jiménez Osorio Mamá, ¿qué es el miedo?, de Priscilla Hill Y al final todo es música, de Mels Petroff Estatura promedio, Florencia Méttola 555, Hernán Lucero Fiestas maravillosas, Katra Katrina Hornos, entrevista a Ana Hynes Color apropiado, de Sofia Landsman Franzzini Feliz cumple años, de Florencia Méttola Manchón y cuenta nueva (antología de relatos sobre abortos) El futuro en cajas, de Hernán Lucero Seamos así, Guillermo Anachuri Vera Piel gruesa, Javier Soria Vázquez
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Este libro se terminó de imprimir en marzo de 2019, en San Miguel de Tucumán, Tucumán, Argentina, con una tirada de 100 ejemplares.
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