Querida Ilusión (Capítulo 1) - Fabricio Jiménez Osorio

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Querida Ilusión Fabricio Jiménez Osorio


Jiménez Osorio, Fabricio Maximiliano Querida ilusión / Fabricio Maximiliano Jiménez Osorio; editado por Patricio Dezalot; ilustrado por Griselda Arué Ocampo. 1a ed . - San Miguel de Tucumán : La Cascotiada, 2019. 125 p. : il. ; 20 x 13 cm. ISBN 978-987-86-1668-1 1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Novela. 3. Homosexualidad. I. Dezalot, Patricio, ed. II. Arué Ocampo, Griselda, ilus. III. Título. CDD A863

De esta edición: © La Cascotiada, 2019. San Miguel de Tucumán, Tucumán, Argentina. Contacto: lacascotiada@gmail.com Instagram: @LaCascotiada Facebook: La Cascotiada Diseño y maquetación: Patricio Dezalot Arte de Tapa: Griselda Arué Ocampo Libro de edición argentina Hecho depósito que previene la ley 11.723


Capítulo 1

Me morí en el mejor momento de mi vida. Ahora que soy una mariposa puedo darme el lujo de visitar las ruinas de Querida ilusión, mi lugar favorito en el mundo. Nadie sabe lo que pasó acá y porqué seguirá siendo un sitio tan especial en mi memoria, a pesar de haber dejado de existir, como dejó de existir también esa marica enamorada que supe ser. Me llamaba Lucas, y las maricas de Querida ilusión me bautizaron “la extraña gaucha”. De aquellos momentos, lo primero que se me viene a la cabeza es lo bien que me quedaba el traje de gaucho que me puse la noche que conocí a Simón. Él no era como yo, él era un gaucho maricón de verdad, parecía soñado pero era de verdad... Y me cambió la vida para siempre.



A mi traje de gaucho lo alquilé en “Todo es posible”, la mejor tienda de disfraces de Santiago del Estero. Mis dos mejores amigos, Mauro y Sebastián, también alquilaron ahí los suyos; Mauro se disfrazó de Gatúbela y Sebastián de Caperucita roja. Los tres habíamos decidido ir a Tucumán disfrazados de cosas que nos generaban placer sexual. En Tucumán, Claudio, un viejo amigo de ahí, hacía una fiesta en su casa del cerro, aprovechando que sus padres se habían tomado unas vacaciones de dos semanas y media. Lo mejor de tener de amigo a un puto clasemediero como Claudio, era que cada verano tenías fiestas maricas aseguradas en su mega casa. –¡Pasen hermosos míos! –nos recibió Claudio, con un beso doble a cada uno. Se había disfrazado de la azafata de Britney Spears en “Toxic”– ¿Cómo están? ¡Ay, me muero! ¡Qué divinas! ¡Pasen, pasen! ¿Qué tal el viaje? –Un escándalo –respondí– Viajamos así, con los disfraces puestos, cual putos locos performers. –La gente no entendía nada. Se reían de nosotros algunas atrevidas –acotó Sebastián.

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–Hablá por vos, corazón. –interrumpió Mauro– Conmigo todos los pasajeros querían una selfie. No pararon de acosarme. Casi me muero. –¡No me digas! ¡Qué viaje! –concluyó Claudio– ¿Y a vos cuándo te vamos a ver toda de nena? –me preguntó mirándome a los ojos. –No sé, a mí no me gusta. –le dije– Me vine así de gaucho porque... –Sí, ya me imagino. –me interrumpió– Acá somos todas muy gauchitas, pero vos te querés postular como la reina, ¿o no? –Nada que ver. En realidad, desde chiquito, cuando era un mariconcito de ocho años y me llevaban a aprender folclore, desarrollé una especie de fetiche por la ropa de gaucho. –¡Y con ese profesor que tenías! ¡Mi amor! –dijeron todas al unísono, y me hicieron reír. Se referían al recordado bailarín de los montes, quien fue mi primer profesor de danza, y murió de una sobredosis luego de haber triunfado en Broadway. –Bueno, bueno, que cada quien se monte de lo que quiera, esta fiesta es para eso –dijo Claudio– Lo único que te pido especialmente a vos, Lucas de mi alma, es que no te vayas a agarrar de las mechas con aquella que te plagió el disfraz de gaucho. –¿Quién? Jodeme que hay otro gaucho –dije, buscándolo con la mirada. Lo encontré y tuve una excitación a primera vista. El gaucho estaba en el patio solo, con sus ojos color miel perdidos en el cielo, su porroncito sostenido con una importante mano izquierda, de dedos enormes como los de un pianista, y sentado a la orilla de la pileta, brillando como nadie. Era el único

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de la fiesta que no conversaba con los demás ni se movía en grupo. A diferencia mía, él era un gaucho de alpargatas en lugar de botas, y de boina en lugar de sombrero. Tampoco tenía boleadoras. Lucía más cómodo y natural que yo, no solo en vestimenta sino en actitud. En el preciso momento en que fantaseé arrancarle la ropa con mis dientes y saborearle de arriba a abajo toda su piel, Claudio me dijo: –Ya lo encontraste, ¿no? Y por lo que dice tu mirada, mucho no te molesta su presencia. ¿Sabés qué? A mí también me gusta. Te doy media hora para conquistarlo. –¿Qué? –Si en media hora seguís así, impávida y de brazos cruzados, olvidate. Va a ser mío. Así que aprovechá. Media hora te doy –me advirtió con un beso en los labios, se dio la vuelta y se fue a bailar con un grupo de maricas que detesto. A esa altura, mi amigo Mauro, muy metida en su Gatúbela, estaba a los besos con un Conde Drácula, mientras que la Caperucita roja de la fiesta (Sebastián) estaba sentado en la barra esperando su trago. Todos parecían muy inquietos, salvo el gaucho que tenía enfrente mío. Decidí ir por un cuba libre para relajarme un poco. Hice un par de sorbos y cuando me di la vuelta, el gaucho se había ido de donde estaba. –¡Lucas! –me saludó un mimo que tenía al lado. –Hey, ¿cómo estás? –saludé, sin saber quién era. –Bien... No sabía que estabas en Tucumán. –Perdón, ¿nos conocemos? –Sí. Soy tu profe de lingüística. –¡Profe! –le di la mano y un beso– No te estaba reconociendo. ¡Qué sorpresa!

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–¿Te gusta mi disfraz de mimo? –Está bueno. –mentí– Igual los mimos no me divierten mucho. Pero... te queda bien. –Gracias. Estás muy lindo vos –dijo y se quedó mirándome. Tenía cara de haber estado tomando desde temprano. Me puso un poco nervioso. Siempre me dijeron que el profe de Lingüística tenía onda conmigo, pero yo no lo percibía así. Hasta ese momento. –¿En serio te parece que podría gustarle a alguien con este traje de gaucho que me puse? –le dije sin pensar, como intentando hacerme el espontaneo. Y el profe se las jugó todas con su siguiente pregunta: –¿Le querés gustar a alguien más aparte de mí? Suficiente. Me lo tenía que sacar de encima de alguna manera, y en lo posible sin ofenderlo, para no desaprobar en la mesa de marzo. –La verdad que no. –contesté tímidamente– Corté hace poco, así que ando por ahora tranqui. –Ah, estás libre. –Estoy bien así. –Me alegra saberlo. En serio, se te ve bien. –Gracias. –¡Salud! –me dijo e hicimos un brindis– Por tu libertad y por mi casa nueva. Me mudé el finde pasado a un departamento en Barrio Sur. Divino. Tenés que venir un día, yo sé que a vos te va a encantar. –Dale... –respondí con una sonrisa vaga.

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–No tengo tu número, Lucas, ¿querés agendar el mío, por cualquier cosa? –Me robaron, hace dos días, a la salida del call. –mentí– Así que ando sin teléfono. –Uhh, no me digas. Escuchá, yo tengo mi teléfono anterior, que anda perfecto. Te lo puedo prestar un tiempo hasta que te compres uno nuevo, si querés. ¿Vos hacés algo más tarde cuando termine la fiesta? A lo mejor podemos ir a casa, conocés, te invito un desayuno, y te muestro el teléfono. Yo ando en la camioneta… –Otro día, encantado. Nos escribamos al face, coordinemos por ahí, ¿dale? –le dije como despidiéndome de golpe– Me voy a buscar a mis amigos. Me alejé rápido, preocupado porque ahora Claudio ya no estaba bailando con los idiotas de sus amigos y tampoco lo encontraba por ningún lado. Además de eso, seguía sin localizar a mi gaucho. La casa, tanto en su interior como en el patio, estaba llena de gente disfrazada, pero no era una casa tan grande como para no encontrarlos al gaucho y a Claudio. Para mi pesar, la iluminación no estaba de mi lado, había luces de colores que se prendían y apagaban, y ahora empezaba a llenarse todo de humo blanco. Tenía que encontrarlos y liberarme de la ansiedad que me generaba imaginármelos juntos, sobre todo conociéndolo al trepador de mi amigo Claudio. Pero era improbable que haya pasado media hora. No tenía reloj para saberlo. El celular se me había apagado por falta de batería. Amén de eso, la música estaba buena y podía servirme. Ahora sonaba Fear, de Siouxsie and the Banshees, y antes había estado sonando Mixed up world, de Sophie Ellis Bextor. Y creo que antes habían sonado, cuanto mucho, otras dos canciones más. Como el DJ estaba pasando todos los temas enteros de principio a fin, me era más fácil a mí calcular el tiempo. A ese paso, en media hora sonarían

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alrededor de seis temas, aproximadamente. ¿Pero cuál era, a ciencia cierta, la cantidad exacta de temas que habían estado sonando desde mi último intercambio con Claudio y lo que sonaba ahora, que justo acababa de finalizar? Necesitaba la ayuda de alguien que no estuviera borracho. –¿No pensabas saludarme? –me dijo un chico disfrazado de momia. –¿Quién sos? –Soy yo, boludo. –¿Dino? –pregunté, deseando que la respuesta fuera “no”. –¡Sí! –me dijo dándome un beso– ¿Cómo estás? –Acá andamos –le respondí. Dino era mi ex, el más reciente de todos. No sé porqué se acercaba a saludarme así como si nada después del bochornoso corte que habíamos tenido una semana y media atrás. Encima con ese disfraz espantoso de momia... –Me alegro –me dijo– Qué bueno encontrarte. Me estuve acordando de vos hoy a la mañana. De verdad sería bueno que me desbloquees alguna vez. –¿Para qué? –No es necesario que nos llevemos mal. Podemos ser amigos, si querés. –No es necesario que seamos amigos –contesté– Igual, para que te quedes tranquilo, no estás bloqueado, solo cerré mi cuenta por un tiempo. Y eso no tiene nada que ver con lo que pasó. –Está bien, pero mirá, yo te quería pedir disculpas... –Está todo bien –interrumpí– Ya pasó. Decime, ¿tenés hora?

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–No... Deben ser las... –Mmmm, ¿vos por casualidad me viste llegar? ¿Tenés idea cuántas canciones van sonando desde que llegué? Yo llegué no hace tanto, y sé que antes de esta que suena ahora, sonaron otras dos canciones más, pero antes de esas dos no me acuerdo. No presté atención. –Ni idea –me dijo, como desconcertado, y se quedó en silencio mirándome con una especie de furia acumulada- Parece que no perdés esa hermosa costumbre de estar muy en la tuya y cambiar de tema como si no te importara nada. –¿Qué te pasa? –¿A vos qué te pasa? En eso apareció el profe de Lingüística y nos dijo: –¿Qué onda ustedes? –Ninguna –respondí, entre cortante y asombrado. –Amor, te presento a un amigo –le dijo Dino al profe de Lingüística, refiriéndose a mí como el “amigo”– Lucas... –A Lucas lo conozco desde antes que te conocí a vos –le dijo el profe– No sabía que ustedes dos eran amigos. –Yo tampoco –dije, mirándolo a Dino. –¿Qué cosa no sabías? –me preguntó el profe. –Nada, que ustedes eran pareja, no sabía. –¿Y de dónde se conocían? –se apuró a preguntarnos Dino al profe y a mí, en claro tono de alerta. –De la Facultad –le dijo el profe. –Yo los dejo –dije– Disculpen, pero estoy buscando a un

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amigo. ¡Se cuidan! –los abracé y huí, haciéndome paso entre otros putos, que por cada parpadeo parecían multiplicarse. Llegué a la barra y me pedí un segundo cuba libre. El primero había hecho su efecto ya, sin que me diera cuenta. Al segundo lo tomé más despacio. Desde la barra los veía a mis amigos Caperucita y Gatúbela bailar y mariconear entre ellos con mucha más alegría que yo, como siempre. A veces los envidiaba por la facilidad que demostraban a la hora de olvidarse de todo y simplemente divertirse. A mí no me salía ser así, ni en las fiestas ni en la vida, y por eso sentía deseos de volverme a mi casa sin saludar a nadie. Y a la vez quería seguir tomando. Me sentía un poco mareado, pero no me molestaba. –Hola, ¿tenés hora? –me dijo alguien. Me di la vuelta para verlo. Era el gaucho, mi gaucho todo mío. –Hola, ¿querés saber la hora? –le pregunté embobado por el alcohol y por tenerlo tan cerca. De cerca era más lindo– No sé qué hora es. Pero deben ser las... –y me quedé en silencio, dudando. –¿Las qué? –No, la verdad que no sé. –Bueno, no importa –me dijo sonriente– No debe ser tan tarde. Aunque yo ya me debería ir –dijo mirando al cielo. –¿Por qué? ¿En serio? –no podía creerlo, y tampoco tenía ganas de dejarlo ir– Quedate, se está poniendo buena la fiesta... ¿Con quién viniste? –No sé –me contestó– Solo, me parece. –¿Querés tomar algo? –le pregunté, dudando si el gaucho estaba muy del orto, o en realidad me tomaba el pelo. –Sí, pero después –me dijo. Y se quedó callado. Y yo también.

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Los dos nos quedamos mirando a los demás cómo bailaban. En un momento me percaté de que mi cuba libre iba por la mitad, y ni mi gaucho ni yo rompíamos el silencio. Al estar a un pelo de preguntarle su nombre, me ganó él a mí la palabra: –Son raros tus amigos –me dijo, con tono ensimismado– Y son muchos –agregó reflexivo– Y ninguno se parece a vos, salvo yo. Pero no somos nada. –¿Por qué lo decís? –Miro sus ropas. No tienen nada que ver entre ellos siquiera. Yo me puse lo primero que encontré. En realidad, no sabía que iba a terminar acá, pero no me molesta –y me tomó de los hombros– Estás vos, por suerte. Mi gaucho era muy extraño para entablar conversaciones con desconocidos. A pesar de que yo había dejado de estar sobrio, me sentía igualmente capaz de entenderlo. O, mejor dicho, con voluntad de hacer todo lo que estuviera a mi alcance para intentar entenderlo. Tenía la esperanza de que para todo lo que quisiera hacer con él, iba a haber tiempo, mucho tiempo. –Sí... qué se yo... –dije confundido– ¿De dónde sos? –Soy de Querida ilusión. ¿Vos también, verdad? –agregó, con su mejor sonrisa expectante. Hice un trago y entendí que no sabía muy bien qué contestarle. En ese momento tuve ganas de decirle: “¿son todos tan lindos como vos ahí?” ... –No. Yo soy de Santiago del Estero, –le dije– ¿conocés? –Tal vez. No recuerdo. A lo mejor sí. –respondió extrañado– Vos, en cambio, debes conocer Querida ilusión. –Nunca escuché hablar de un lugar que se llame así, ¿se supone que es un pueblo?

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–Algo así. Supongamos que sí. –No entiendo. Por el nombre parece un lugar de mentira. –¿Quién dijo que no lo es? Nos miramos a los ojos, demasiado cerca el uno del otro. Y nos largamos a reír. Esa fue nuestra primera risa recíproca y cómplice. Yo me reí de nervios y excitación, y creo que él también. Aunque su risa lucía proyectada hacia afuera, como alguien muy seguro de sí mismo, y a la vez muy inocente y tierno. La risa que yo le regalé, en cambio, creo que fue la misma de siempre: hacia adentro. Todo muy lindo, hasta que se acercó la momia Dino, y me dijo: –Necesito que hablemos –y me agarró del brazo como intentando llevarme lejos de mi gaucho– ¿Cómo es eso de que conocés a mi novio de la Facultad? –Sos un estúpido –sentencié ni bien comprendí por donde venía la mano. Con Dino nos habíamos conocido en un levante de baño, justamente en la Facultad de Filo... Los dos andábamos en primer año, recién salíamos del secundario. Garchamos a pelo, él a mí y yo a él, a diez minutos de entrar a un teórico de Introducción a los Estudios Literarios. Para él fue su primera vez. Para mí no. La consecuencia de eso fue que él, durante todos los años que fuimos pareja, jamás logró aniquilar su idealización de mí como “la puta del pasillo 300”. A veces se morboseaba con eso, pero la mayoría de las veces me arruinaba el día a escenas de celos con amantes imaginarios. Cuando decidí abandonar el cursado de Letras y dedicarme a rendir libre, se sintió más tranquilo, aunque no del todo. Cada vez que yo tenía que ir a la Facultad y él no podía acompañarme, era para problemas, porque creía que me iba a coger a cualquiera en el baño, y a revivir nuestra primera vez, pero con un pedazo de carne distinto.

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–¿Te lo cogiste, o no? –insistió. –¡Es mi profesor! –le grité, harto. –Te lo cogiste... –dijo agarrándose la cabeza– Sos de terror... No sé cómo pude aguantar tanto con un sexópata como vos. –¡Jamás, ni aunque me paguen, me cogería a ese imbécil que tenés de novio ahora! ¡Quedate tranquilo! –¿Por qué le decís imbécil? ¿Qué pasa, te morís de celos? ¿No soportás estar solo y verme bien con alguien? –A vos no te soporto. Matate –le dije, me di la vuelta y lo dejé hablando solo. Volví a la barra. Mi gauchito ya no estaba, se había ido. En su lugar estaba el profe. –¡Lucas! ¿Estás bien? –me dijo. –¿Dónde está el chico que estaba conmigo? –¿El que está de gaucho igual que vos?, Claudio se lo llevó. “Me cago en Claudio”, pensé. Me quedé en silencio y suspiré, antes de pedirme mi tercer cuba libre. –Te noto un poco esquivo –me dijo el profe– Si dije algo que te haya incomodado, te pido disculpas. Lo dejé solo sin decirle ni media palabra. Volví a perderme entre la gente. Todos bailaban y gritaban como locas. En un momento no tuve mejor idea que acercarme al grupo de maricas que detesto, las amigas de Claudio, para preguntarles si lo vieron. Me miraron de arriba abajo, y ninguno me decía nada. –¿Qué les pasa? ¿Vieron a Claudio o no? –les insistí, y se me empezaron a reír– ¿Por qué no organizan un suicidio colectivo en el que solo participen ustedes? ¡Manga de ridículos! –les grité y me fui. Apenas me di la vuelta

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encontré lo que temía: Claudio y mi gaucho a tres metros de distancia mío, a los besos. No sabía qué hacer. Me les quería ir al humo, pero ¿qué les iba a decir? Y en eso aparecieron Caperucita y Gatúbela. –¡Loca! ¡Tu tema! –me gritaron, sacándome a bailar entre el amontonamiento de putos. Sonaba Groove is in the heart, de Deee-Lite. Por primera vez en mi vida lo bailé por compromiso y sin ganas, para no despintar a mis amigos, que eran las reinas de la pista. Quizás se me notaba en algo la incomodidad, nunca fui bueno para disimular esos estados. Mauro y Sebas no preguntaron nada y me llenaron de mimos y abrazos mientras bailábamos. Fueron sonando otros temas muy de mi estilo, y me dejé llevar. Al fin y al cabo había ido para pasarla bien. Bailé un montón con los chicos, y me liquidé el tercer cuba libre. Los abandoné un rato para ir al baño. Estaba cerrado, pero mi impulso fue abrirlo igual. Prendí la luz y ahí estaban Dino y el profe, garchando de parados. El profe haciendo de pasivo y Dino de activo. Se la metía salvajemente, casi como si le tuviera bronca, o como si me tuviera bronca a mí, porque mientras lo cogía me miraba fijo a los ojos. Cerré la puerta y me fui al pasillo a esperar que desocuparan el baño. –Zorra, a vos te andaba buscando –me dijo Claudio, que apareció de la nada, levemente transpirado y despeinado. –Felicidades –dije, con ganas de mandarlo a la mierda– ¿Qué tal la tiene? –Descubrilo y contame. Me tachó, no sabe lo que se pierde. Solo tiene ojos para vos, ¿sabés? –No me jodas. Los vi besándose. –Te lo juro –me aseguró– Nos dimos un par de besos, pero la loca no paraba de preguntarme por el otro gaucho de la fiesta

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aparte de él, o sea, ¡vos! Y antes que desilusionarlo contándole ¡lo perra gatuna que sos!, me di la vuelta y me fui. –No te creo nada. –Lo mal que hacés, chiquita, lo mal que hacés. –¿En serio te preguntó por mí? –¡Si! –concluyó y me dio un piquito– Te odio amiga, ganaste otra vez. Es tuyo, andá y disfrutalo por vos... y por mí. “Te pasa por tramposo”, tuve ganas de gritarle, pero él ya andaba en otra, divirtiéndose. Dino y el profe no salían y parecía que tenían para rato. Me fui al baño de arriba, y para mi sorpresa, mi gaucho estaba también esperando para entrar. –Hola... –le dije. –Hola –me saludó también con la mano– Tomás mucho – agregó, y me señaló el vaso que tenía en la mano. Miré mi mano agarrando ese vaso y no entendía de dónde había salido. No recordaba haberme comprado un cuarto cuba libre. –Me llamo Lucas, ¿y vos? –le dije. –Simón. –Simón... Sos el gaucho más hermoso que jamás vi en mi vida, a pesar de ese chupón que te dejó Claudio en el cuello. –¿En serio? –me dijo riéndose– ¿Y por qué no te venís conmigo? –Porque necesito hacer pis, ¿vos estás hace mucho esperando? –Masomenos. Si querés podés pasar antes que yo. –Si querés podemos pasar los dos –le propuse.

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–Dale. –No te vi bailar en toda la noche, Simón –comenté antes de hacerle mi propuesta dos– ¿bajamos a bailar después de hacer pis juntos? –A mí me gusta el folclore. – ¿Solamente folclore escuchás? –pregunté intrigado. –Sí –me dijo– pero además, a mí se me está acabando el tiempo, de verdad. Me esperan en Querida ilusión. Bah, en realidad nadie sabe que no estoy ahí ahora. Y es mejor que no se enteren. –¿Son todos gauchos en Querida ilusión? –Sí. –¿Y escuchan folclore nada más? –Sí. –Me quiero ir con vos –le dije. –Sos bienvenido –me dijo contento– Pero no vas a poder llevar a ninguno de tus amigos. Sos el único de esta fiesta que podría vivir ahí. Solo aceptamos gauchos. Tuve ganas de decirle que yo no era un gaucho de verdad como él, y que lo mío era solo un disfraz. Pero tuve miedo de que se desinteresara y me abandonara rápido, así que decidí que no se lo diría. –Simón, te voy a contar algo –le dije– Siempre fui gaucho. Aunque te parezca raro, acabo de darme cuenta de eso. Yo, hace muchos años, cuando era niño, integraba un ballet de danzas folclóricas. Mi profesor era el bailarín de los montes. Fui muy afortunado de ser su alumno. Yo estaba enamorado de él. Amaba verle el bulto mientras zapateaba un malambo.

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Soñaba con su cuerpo desnudo poseído por el repiquetear de un bombo leguero. Mi profe de folclore era el folclore mismo hecho marica, y arriba del escenario brillaba como ninguno. Una vez nos fuimos juntos de gira y sin querer le tiré té con leche encima de su bombacha de gaucho. Justo en el bulto le cayó mi té con leche. Quedaba como si se hubiera hecho pis encima. Me daba tanto placer aquella imagen, que sentía que flotaba. Pero él no me dejó disfrutarla mucho tiempo, porque en seguida se sacó la ropa, se cambió delante mío, y quedó en pija, todo para mí. Ya no había más intrigas detrás de su bulto. Lo que prometía era real, una garcha gruesa y única, para volverse loco. Viendo esa garcha que me hacía estremecer, entendí que mi razón de ser gaucho estaba ahí, en la garcha gaucha de un marica de pura cepa, entregado al folclore en cuerpo y alma. Pero a su garcha finalmente nunca se la toqué. Tenía ocho años y pensaba “por ahí hace la pis mi profe, qué asco”. Y el “qué asco” estaba demás. Era un pensamiento trucho, descartable. Impropio de mí. No era genuino, pero tardé varios años en comprenderlo. Tal vez la historia hubiera sido otra si me hubiera animado a comprender mi propia verdad en ese mismo momento. O no... quién sabe. Ya no importa, pero tenía ganas de recordarlo, no sé porqué. En eso desocuparon el baño. Salieron Caperucita y Gatúbela, y entramos Simón y yo. Nos desprendimos los pantalones y pelamos nuestras pijas. Qué grande que era la de él. Y era más oscura que el resto de su piel. Empezó a mear en seguida. Su chorro de pis tenía una caída directa sobre el centro mismo del inodoro, sin manchar ni por asomo la tabla. Esa puntería perfecta hizo que se me pusiera dura como un palo. Y no pude mear. –¿Qué pasa? –me preguntó– ¿Ya no tenés ganas? –Si tengo –le dije, y le agarré la pija sin darle tiempo a evitarlo. Con el índice y el pulgar le hice una leve presión en la base y me arrodillé rápido. Le corté el chorro, me

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metí su pija en la boca hasta la mitad, y ahí dejé de hacerle presión. Su chorro de pis se reanudó en el interior de mi boca. Nunca había hecho eso, y a pesar de ser la primera vez, no había torpeza por parte de ninguno de los dos. Sin duda porque Simón era el indicado, y nadie más. Al principio su pis tenía gusto feo, pero rápidamente se mejoró sola, de la nada. Era como estar tomando té de tilo sin azúcar, directo de una manguera en forma de verga. ¿Por qué había dejado pasar tanto tiempo de mi vida sin aventurarme a la maravilla de la lluvia dorada? Cerré los ojos y disfruté cada trago que me entregaba Simón. Para mi felicidad estaba muy cargado. Pensé en el bailarín de los montes, viajé mentalmente hacia su bulto, lo imaginé joven, eternamente joven, y a mí mismo con ocho años, cumpliendo un sueño imposible, haciéndole lo mismo que le estaba haciendo a Simón. Me soñé con él a través de la garcha de Simón, tan similar a la suya. Aunque su pis seguro debe haber sido una delicia de otra especie. Y en medio de mi bálsamo, empecé a sentir olor a quemado. De pronto la música se apagó, y en la casa hubo un corto circuito. Abrí los ojos para ver a Simón pero Simón ahora era Claudio. –Ay sí, mi amor, seguí... –me rogó entre jadeos. Me saqué de la boca la pija erecta de Claudio y escupí asqueado mientras me incorporaba del suelo. –¡¿Qué hacés acá vos?! –le grité colmado de desconcierto– ¡¿Dónde está Simón?! –¿Qué Simón? –me preguntó Claudio guardándose la pija dentro del bóxer. Abajo se oían gritos. Bajamos corriendo. Había un incendio en el patio. El equipo de música ardía en llamas y nadie movía un dedo. Claudio corrió a buscar una manguera para apagar el fuego. Yo me quedé mirando su acto heroi-

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co, y apenas finalizó, todas lo aplaudieron. Todas, menos mi preciado Simón, que parecía haber desaparecido con el fuego. No entendía ni su recuerdo ni su ausencia. No entendía nada. Necesitaba un abrazo suyo más que ninguna otra cosa. –Lucas, levantate del suelo, ¿estás bien? –me decían mis amigos Mauro y Sebastián. Me ayudaron a ponerme de pie, frente a la vista de esos estúpidos que tiene Claudio de amigos. –¡Estoy bien! –les dije. En mi memoria no había ni siquiera registro alguno de haberme caído. Y no me dolía nada, sin embargo, tenía sangre en la mano. Sangre que provenía de mi labio– ¿Dónde está Simón? –¿Cuál Simón, amiga? –me preguntó Mauro. –Está delirando, hay que llevarlo al departamento –le dijo Sebastián. –¡¿Cómo cuál?! ¡El que estaba de gaucho! ¡El que estaba conmigo! –les dije, desesperado. –Amiga, no estás bien, te lastimaste mucho el labio. Vamos a casa –me dijo Mauro sosteniéndome con firmeza, en actitud maternal. Le di un empujón y me fui. Esa fue la última vez que vi a mis amigos. Salí corriendo de esa casa, apenas interpretando a mi propia fuerza. Porque sentía que a mi cuerpo no lo estaba dominando yo, sino el impulso de recuperar la sonrisa de Simón, cueste lo que cueste. Me caí varias veces, pero no paré hasta encontrar la ruta, y una vez ahí, empecé a hacer dedo a cuanto vehículo pasara en dirección a San Javier. En mi bolsillo encontré un pañuelo que no era mío. ¡Era el pañuelo que Simón llevaba anudado a su cuello! ¿Por qué estaba en mi bolsillo su pañuelo, si él no me lo había dado? Tal vez se lo habría robado sin saber lo que hacía. Mi primer impulso

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fue besar aquel pañuelo suyo, que ahora era mío. Me sentía seducida y empoderada. A la tela la dejé manchada sin querer con la sangre de mi labio lastimado. Poco tiempo pasó hasta que una combi se detuvo. –Voy hasta Querida ilusión –le dije al conductor. Me abrió la puerta, subí, aceleró y emprendimos el viaje.

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