No. 10 Tr贸pico
No. 10 | junio-agosto 2015 | $30.00
Índice 5| Jonás Gómez 7 | Aguamalas Cástulo Aceves 10 | Ithaca Tim MacGabhann 18 | ¿A qué fuimos esa vez a Mazatlán? Febronio Zatarain 22 | Mar de luces lejanas Miguel Ángel Gómez Caro 24 | Hecatombe Aldo Vicencio
27 | Mosquitos Macaria España 29 | Una Imperial en el trópico (fragmento de un diario) Eduardo Sabugal Gráfica 33 | Anatomía Roberto Sánchez Olvera
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Editorial
Llamamos trópico al espacio que hay entre las dos líneas punteadas que cruzan nuestro mapamundi: el Trópico de Cáncer al norte y el Trópico de Capricornio en el sur. Una zona imaginaria que abarca gran parte de África y América y de países como India, Malasia, Arabia y un poco de Australia. Comúnmente, a esta franja de tierra, se le relaciona con playas y selvas exuberantes. Acaso habitadas por hombres y mujeres vivaces, dados a la sensualidad y la danza, con una historia de violencia y autoritarismo detrás, pero pasivos a la hora de la siesta, dormitando, sobre una hamaca. Así, pareciera que estos rasgos, sin ser exclusivos de una región, se revelan típicamente latinoamericanos; al menos en su ficcionalización. Precisamente, el término interesa aquí no sólo por su referente físico o el estigma geopolítico que pueda significar, sino por las posibilidades imaginativas, estilísticas e ideológicas de los textos producidos en (y acerca de) estas latitudes. Pues fértil y diversa, barroca de por sí, la región tropical da la ocasión para el viaje o el exilio, y con ello, la
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contingencia de la memoria, la escritura, el regreso. Los autores de este número, reunidos en torno al trópico, terminan por concebirlo más que nada como una instancia sensorial, un espacio de la experiencia. Sin importar si ahí fuera hay plagas o pestes, si está próximo a ocurrir un asalto, o si retornamos al hogar llamado Ítaca o Mazatlán. Lejos de reducir el trópico a su exoticidad o de señalarlo con el dedo, entre sorprendidos y asustados, como descubriendo su presencia, intentamos reconocerlo como un espacio (geográfico y simbólico) imprescindible para la renovación artística, en el pasado y actualmente. Justo en este número, donde La Cigarra completa su primera vuelta decimal, sentimos volver a uno de los motivos principales de la revista: el de dar cabida a nuevos autores y formas de expresión excluidas (a veces por razones geográficas) dentro de una publicación en forma. Sirvan estos once números (del 0 al 10) para este propósito.
Jonás Gómez
En el paisaje el calor oscila a través del aire, si se entrecierran los ojos, casi es posible ver el espectro de gas que fluctúa del amarillo al rojo. En el plano terrestre el efecto es casi táctil, cubre la piel, se filtra en la respiración del que camina como una canción constante cantada en las cuatro estaciones del año. Alcanza, también, a los animales que corren en cuatro patas, esos que jadean entre la humedad de la base,
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para ascender, como una exhalaci贸n, hasta los murci茅lagos que se explayan en un giro oscuro hasta el horizonte y clavan sus dientes en las frutas locales. Con la vegetaci贸n no restringe su trato: la ti帽e de brillo multiplica las gamas de verde hasta formar
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bloques amplios y frondosos de hojas extendidas.
Aguamalas Cástulo Aceves Ese día estábamos en la playa, era el viaje familiar que año con año emprendíamos en Semana Santa. Recuerdo el sol tropical, el calor que pintaba de espejismos cada sombra que entraba y salía del océano. El aroma a sal, el sudor pegado a la piel y la comezón de la arena que se le unía. Yo era un niño, jugaba entre las olas con mis primos. Entonces el grito de alguien a lo lejos detuvo todo: «¡Aguamalas!». Salimos del agua renegando. Ya otros años habíamos tenido la experiencia de la llegada de un banco de ese tipo tan particular y local de medusas, que son como hilos largos, entre anaranajados y amarillos, coronados con un globo azul del tamaño de un grano de arroz. A pesar de su tamaño diminuto se enredaban en el cuerpo con gran velocidad, provocaban una comezón y dolor tal que hasta a los adultos les sacaban lágrimas. Sólo tenemos que esperar a que se las lle-
ve la marea, nos recordó mi padre. Eran una gigantesca bola de cabellos flotando allí cerca de la arena. Pero ese día algo fue diferente: desde la playa empezamos a observar que se acumulaban con parsimonia en la arena. Pensábamos que pronto regresarían al agua, pero las líneas anaranjadas dejaban de ser sutiles entre la espuma. Pronto fueron emergiendo más y más. Lentamente se estaban quedando allí. Los valientes, que no faltan, intentaban llegar al agua asegurando que ya no había más, pero tan sólo la espuma remanente de las olas venia cargada de aguamalas, por lo que ni siquiera eran capaces de entrar al agua sin gritar de dolor. Al terminar la tarde seguían allí, acumulándose poco a poco. Aburridos, regresamos al hotel con la esperanza de que la marea nocturna se las llevara y disfrutar del resto de las vacaciones.
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A la mañana siguiente nos despertamos muy temprano, queríamos recuperar el tiempo perdido. La playa parecía una cabellera viva, de tonos anaranjados e inquietante. Las olas seguían depositando más y más aguamalas, ya no se veía la arena. Un pescador, varios metros más allá, en medio de gritos desdeñando a esos animales, calzando botas de hule, intentó llevar su barca al agua. No pudo contra la resistencia de ese mar de hilos ácidos, cayó apenas tocó el agua. Intentó levantarse en medio de aullidos de dolor. Su piel se deshacía como si fuera de cera, su sangre efervescía la masa de criaturas marinas. Siguieron llegando. Las aguamalas formaron un solo ser gigantesco, cubriendo de izquierda a derecha lo que abarcaba la vista. Parecía que toda la costa estaba a punto de ser engullida por la cabellera brillante que componían esos seres. Al día siguiente regresamos a la ciudad. El pequeño poblado costero era presa del miedo. Las carreteras de cuota estaban colapsadas. Por la radio la noticia tenía un tono incrédulo, al parecer en todo el mundo se estaba dando el fenómeno de celentéreos que emergían del océano, llenando con lentitud las playas. Medusas
azules azotaban África, regatas portuguesas tomaban por asalto la costa azul del Mediterráneo. Para cuando llegamos a la ciudad el tema dominaba la mayor parte de los noticiarios. Al principio surgieron los remedios caseros: arrojarles agua de limón las volvía pilas de gelatina sin forma, el cloro las reducía de inmediato, el fuego las achicharraba a gran velocidad. No eran un problema, o no debían serlo, pero ellas seguían emergiendo, en forma constante, seguras, insensibles a la muerte de sus congéneres. Al pasar los años se fueron agotando los recursos. Transitar por el mar se volvía en misión suicida, sus ácidos llegaban a perforar hasta el casco más duro. Las playas fueron tomadas, luego los ríos, la vegetación costera, los bosques, las montañas. Muy tarde aprendimos que sólo el cristal parece resistirles. Desde la orilla de la plataforma transparente en que vivo, sostenida por inmensos pilares de cristal, las nuevas ciudades de vidrio se volvieron la única salvación posible. El sol en el horizonte me trae el recuerdo del día que las vi emerger. Bajo nuestros pies un mar de aguamalas y medusas se retuerce en sus propios jugos ácidos. Los científicos
aseguran que el nivel de ellas sigue creciendo, que siguen emergiendo de los ocĂŠanos que ya no podemos ver, que ya han abarcado casi en su totalidad la superficie del planeta. Han cubierto en su totalidad la tierra.
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Ithaca Tim MacGabhann
Everything that I knew I lost. The rest hardens in forgetting, same as leather in salt water holds
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to the creases etched by wear. Look, here: my old jacket. A chalk silt climbs the folds. I Of the war? Little to say. Pain where the liver budged a salt cargo
Ítaca Traducción: María Cristina Fernández Hall
Todo lo que conocía, lo perdí. Lo demás endurece al olvidar, tal como el cuero en agua salada mantiene las arrugas que el uso graba. Mira, aquí: mi chamarra vieja. Este cieno de creta trepándose al pliegue. I ¿De la guerra? Poco que decir. Dolor donde el hígado desplazó un embarque de sal,
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of night-before-the-shots shots. The brain’s hot sore shunt in the skull like a pound of mince. Just one cigarette could quicken you past alert to on the alert. You could put flashgun headaches down to hangover. Wince. Be wry.
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Think how if hit you’d leak no thoughts worth having: pulped memory frames of bad nights in even worse bars. No waste where nothing’s worthwhile. Your head became a pacified zone.
tragos disparados la víspera del disparo. La llaga ardiente del cerebro se atasca en el cráneo como un kilo de picadillo. Un solo cigarro puede acelerarte de atento hasta alerta. Las jaquecas de bengala encandilada, puedes bajarlas a resaca. Una mueca. Socarrón. Piensa que si te dan, no derramarás una sola idea que valga la pena: pulpa de recuerdo enmarcado, una noche mala en una cantina peor. No hay desperdicio cuando nada vale. Tu cabeza se convirtió en un área pacificada.
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II Poets are far too hard on islands. A life without glory – that’s my plan. Glory is when a retch kicks like a horse in your guts
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and you don’t hit your own boots. I have no homesickness for that. I like the taper in the word isthmus. Shaped on a map ours ends in a dash or a basalt ellipsis, zoom depending. Either fate’s doable. A breath taken in
II Los poetas son demasiado duros con las islas. Una vida sin gloria – ese es mi plan. La gloria es cuando la arcada te patea como un caballo en la tripa y no golpeas tus propias botas. No hay cómo echar mi casa de menos. Me agrada la amaina en la palabra istmo. En el contorno del mapa lo nuestro acaba en un guión o en una elipsis de basalto, si está zumbando, depende. Cualquier destino funcionaría. Un respiro hacia dentro
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with no uptake expected: death as wait. Or else the slow climb down molar steps into fog, a hail of ions, and nothing else.
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sin esperar absorber: la muerte como espera. Si no, el descenso lento por escalones de muela hacia la neblina, el granizo de iones, y nada mรกs.
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¿A qué fuimos esa vez a Mazatlán? Febronio Zatarain
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¿A qué fuimos esa vez a Mazatlán? Las imágenes de otras visitas se entrecruzan. Me veo caminando por la banqueta de la mano de mi madre. En ambos lados de la calle hay camiones de pasajeros estacionados; muchos de ellos son tropicales: techados, con asientos y sin ventanas, como cobertizos ambulantes. Cuando llovía, se descorrían unas lonas a los costados y en la parte trasera, pero de todos modos la gente se mojaba. Los vehículos parecían especímenes que se habían criado en la vegetación del trópico, como si por la carrocería, la madera y la lona les corrieran savia y clorofila. Las imágenes del puerto, aunque pocas, se me aglomeran en la salida; todas arguyen que ellas sucedieron antes que las otras. Se
decide que la calle Aquiles Serdán las ordene; que ésta sea como un surco y que las escenas vayan brotando conforme mis ojos avancen. Doblamos a la izquierda y veo el estudio de fotografía Guillén; entramos. Hay un sofá negro en la sala de espera. Aparece el señor Guillén, y mi madre le dice que quiere que me saque una fotografía. Yo llevo puesta una camisa blanca, mi madre le pide una corbata. Guillén le extiende una que ya tiene hecho el moño, éste tiene como dos cuernos, y en la parte trasera un ganchito. Ella lo ajusta en mi cuello. Mi madre solía decir que todos sus hijos habían nacido feos, pero que con los meses o a veces con los años se componían, y cuando eso acontecía, ella los llevaba a Mazatlán en su
próxima visita para la foto. Conmigo fue un poco diferente porque ya estaba a punto de terminar el kínder y seguía igual de churido; mi madre supuso que lo flaco y lo feo nunca se me quitarían; por eso su petición al fotógrafo esa mañana: Póngale aumento para que salga cachentoncito. Guillén me pide que me acomode en un banco acolchonado, luego él se pone detrás de la cámara y mete su cabeza debajo de un manto negro. Írguete, levanta un poco el rostro. Al ver que no sigo bien sus instrucciones, se sale del manto, avanza hacia mí, me pone una mano en el pecho y la otra en la espalda para enderezarme y luego me levanta el rostro y lo gira un poquito hacia mi derecha. No te muevas. Guillén regresa a su posición anterior, alza su mano izquierda y me dice que la mire. Salimos y seguimos avanzando, al cruzar la calle Zaragoza, viramos hacia la derecha, caminamos unos metros y entramos en una panificadora, la cual tiene pintados en ambos ventanales una flor hecha de pétalos y panes. Yo quiero un elote amá, de ésos no hay en la panadería de don Ramón. De nuevo estamos en la calle, yo voy comiéndome mi elote; y mi madre, una semita. Entramos a la Comercial de Mazatlán; vamos primero a la
ropa de niñas, escoge dos vestidos para la Mana y algunos calzones con holanes; mientras mi madre busca la ropa para mi padre yo miro alrededor, veo hombres con sombrero de ala ancha y la correa ajustada debajo de su barbilla, veo mujeres arrebozadas. Todos los que andan buscando una prenda parecen de algún barrio de mi pueblo; reconozco su vestimenta, pero sus caras me resultan desconocidas. Seguimos por la Aquiles Serdán, el edificio que más resalta es el del cine Zaragoza. Le digo a mi madre que quiero ver los carteles. Subimos las escaleras; veo al Santo, el Enmascarado de Plata, a Antonio Aguilar vestido de charro y montado en un caballo, veo a Enrique Guzmán con un suéter azul cielo, y veo más rostros de gente que no conozco montada a caballo o en automóviles o vestidos de traje y cantando. Hay otra escalinata que no subimos, y a ras del último peldaño inicia una cortina de hierro con barrotes horizontales en el medio, por donde se alcanza a ver un mostrador, con una cubierta de cristal ovalada, que está repleto de dulces. Le digo a mi madre que quiero entrar. Las películas empiezan hasta las cuatro, y el autobús de Andresito sale a las cinco. Cruzamos la Genaro Estrada y entramos a El Va-
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quero Norteño. Me mido pantalones de mezclilla y camisas a cuadros, mi madre compra una pieza de cada uno y la muchacha me extiende un antifaz parecido al del Llanero Solitario; el regalo me parece mucho más valioso que la ropa. En las imágenes de mi memoria, mi padre nunca aparece de pantalón de mezclilla, o con una camisa vaquera, mucho menos con unas botas. De peón del campo pasó a ayudante de ingeniero, y de ayudante de ingeniero a burócrata, y en aquellos tiempos era imposible que un burócrata anduviese de mezclilla. Me imagino que mi madre me compraba pantalones vaqueros porque pensaba en una tela que resistiera los embates de mis rodillas contra el piso a la hora de estar jugando a los carritos, a las canicas, a hacer figuras con la tierra y sobre la tierra. El antifaz se volvería un juguete muy preciado entre mis amigos cuando jugábamos a los caballos. Casi nadie tenía un caballo de madera, nos montábamos sobre palos de antiguas escobas o trapeadores, y los que no teníamos pistola usábamos un palo que tuviese el tamaño de un revolver de juguete; tal vez por eso cuando disparábamos contra alguien, la onomatopeya de la bala que salía de nuestras bocas era ¡palo!, ¡palo! Es mediodía
y andamos en el bullicio del mercado Pino Suárez. Hay camiones urbanos de color grisáceo por todas partes; la gente con bolsas y bultos busca o espera el camión que le corresponde. El grito que sobresale sobre la algarabía es el de ¡María Isabel! Niños más grandes que yo avanzan gritando entre la multitud con muchos ejemplares de la revista de historietas Lágrimas, Risas y Amor que acaba de salir. Mi madre compra una. Para la Mana, dice. Le digo que me compre la de Memín Pinguín y en el primer puesto de periódicos la pido y ella la paga. En la portada está el protagonista con su camiseta a rayas y sus tenis grandísimos alistándose para batear la pelota de beisbol. No sé leer, pero la secuencia de imágenes de Memín y sus tres amigos en diferentes circunstancias me permiten inventar mi propia historia. Damos vuelta en un puesto de licuados y nos internamos por un pasillo donde hay un puesto tras otro, en los que venden ropa, bolsos, cintos, billeteras. Tomamos una escalinata y llegamos al segundo piso donde hay muchas fondas, y las mujeres desde sus puestos gritan pásele, pásele, tenemos milanesa, pescado frito, chile rellenos. Las voces y los olores se entremezclan. Nos sentamos en uno que mi
madre ya conoce. Cómo está doña Pachita. Pide un caldo de pollo grande para ella y uno chico para mí. Llega mi plato y el caldo se ve y huele diferente al que mi madre me ha servido muchas veces en la casa. Allá me como la pierna y los hígados, pero nunca quiero comerme las verduras ni el caldo. Tiene basura, le digo a mi madre, cuélalo y me lo tomo. Si mi padre está presente, el problema se acaba en cuanto me empieza a anunciar: En estos momentos el niño Febronio Zatarain se comerá todas sus verduras, agarra su cuchara con la zurda y la lanza contra una zanahoria que parte en dos, se lleva una de las partes a la boca y en un dos por tres acaba con ella. Pero si no está mi padre, mi madre con un cinto doblado en la mano me obliga a que medio me coma un trozo de calabacita. Anúnciame, le digo. Qué anúnciame ni qué nada, ahorita a cintarazos vas a comer. Pero aquí en el mercado no es necesario el cinto ni mi padre; el chayote, la papa me saben deliciosos. En el mercado Pino Suárez todo lo que me sirvan me lo como. Salimos de la fonda de doña Pachita y cuando vamos bajando las escaleras, mi madre me dice: Vamos al mar. Para una pulmonía: un triciclo motorizado con techo y sin ventanas, con el asiento
del chofer en la punta y en la parte trasera un asiento para tres personas. Pasamos por la catedral, veo el enrejado que resguarda el atrio, y mi mirada va subiendo por los muros hasta que desde la pulmonía diviso las dos torres amarillas; veo la plazuela llena de árboles frondosos y de palmeras altas, en el centro está el kiosco cuya base es una fuente de sodas, damos vuelta y avanzamos entre edificios de dos, tres, cuatro pisos; llegamos al malecón y veo un edificio más alto que las torres de catedral. Volteo hacia el otro lado y veo las olas reventando y esparciéndose en la arena y mi mirada se desliza sobre lo azul y choca con dos islotes y sigue hasta llegar a la línea que marca el fin. Amá, y qué hay más allá de esa raya. Más mar, mijo. Y esas piedrotas que están en el medio por qué están tan blancas. Mi madre piensa un ratito y me responde con una pregunta. ¿Alcanzas a ver los pájaros? Le digo que sí. Pues esos pájaros vienen de muy lejos, de lugares donde cae nieve, y cuando llegan y se posan en esas dos islitas, la nieve que traen entre las uñas de sus patas se les chorrea. El chofer que venía escuchando interviene: Sí, es por los pájaros, señora, pero no por la nieve, sino por la cagada que sueltan.
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Mar de luces lejanas Miguel Ángel Gómez Caro
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Luis está ahí no por casualidad en ese vestidor de caballeros. Se sueña recorriendo playas de Australia con ese atuendo veraniego que eligió al azar hace un par de minutos. Algún día lo hará. Aunque ya no esté su abuelo viajará al mar del Coral por los dos. Los tres espejos que lo rodean en el pequeño vestidor le devuelven la imagen de un arrecife habitado por una fauna marina increíble. No quiere salir. Sabe que si abre la puerta de ese vestidor algo allá afuera lo ahogará como a un pez rodeado de un aire malsano. Una angustia punzante comienza a escalar su garganta y pide perdón a Dios por juntarse con el Alacrán. A su abuelo nunca le gustó esa compañía. Piensa en lo que le dirá el Alacrán si no sale del vestidor. No lo bajará de cobarde, de pinche coyón. La ropa le queda perfecta. Respira con placer el olor de la tela nueva. Unas bermudas blancas y una camisa
estilo Hawái le hacen volver al mar. En el documental que un día vio con su abuelo sobre la Gran Barrera de Coral, supo que el mar en sus embates reducía a escombros el coral de la cima de los arrecifes, lo arrastraba y revolvía con la arena hasta formar islas de belleza descompensada. La voz del Alacrán en el vestidor de al lado lo desconcentra y lo sorprende. Escucha sus insultos en voz baja. No le iba a arruinar un día de trabajo por su cobardía. Le ordena que salga de ahí inmediatamente. Luis pasa saliva. Siente un nudo de veneno que busca un cauce desde su garganta. Accede a la petición del Alacrán mediante una disculpa forzada. Piensa que si esa es la única forma de cumplir su sueño, Dios no lo va a perdonar. Oculta bien su revólver. Abre la puerta del vestidor y sale junto a él. La tienda está semivacía. Ambos iniciarán su trabajo de un momento a otro. La
encargada de vestidores le dice a Luis que no puede llevarse esa ropa puesta. El Alacrán le responde que se la llevará prestada. Luis mira tristemente a la mujer. Quisiera regresar a ese vestidor. No para devolver la ropa si no para seguir soñando con ese mar que nunca olvidará pase lo que pase.
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Hecatombe Aldo Vicencio nombres de la herrumbre: óxido-agua óxido-calor óxido-tiempo
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los ojos se deterioran con el sopor de las cosas la zarpa de la fiera atmosférica sofoca la luz gritos de grullas carroñeras, cúmulos de hojas seseantes
Matusalén esquizofrénico: los viejos se levantan con piel de niños oligofrénicos animal roto: llaga-ayer llaga-hoy llaga-mañana tripiés nómadas sostienen humedad, fango y hambre el sueño coagula en fiebre: las pesadillas orinan sobre los tuertos
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la mujer se somete a la luna; piedras de rĂo le susurran en la entrepierna bajo las tenazas de CĂĄncer, sobre los cuernos de Capricornio, hombre, lluvia y sangre fornican
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Mosquitos Macaria España
Esos mosquitos son comunes del trópico, no sé qué hacen en esta zona del país. Entre tanta lluvia y granizo, la neblina que los atrapa en las madrugadas. Tal vez se sintieron atraídos por tu olor a mar, a la arena que aún escurre por tus orejas, como cualquier ahogada en una playa desierta.
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Una Imperial en el trópico (fragmento de un diario) Eduardo Sabugal Es difícil contar el viaje y difícil viajar contando. Es tan raro decir que esto ocurre en este mes de julio del año 2003, aunque ya no sé si tenga caso poner la fecha en este diario, pues escribo en desorden y los días se me han mezclado terriblemente. Después de todo, pasado, presente y futuro son la telaraña en la que la mosca moribunda se olvida de sí misma y es sólo un zumbido y una muerte. Hice el viaje a esta parte del trópico para poner distancia entre mi espíritu y mi nombre. Para guardar distancia. Pero entre más me alejaba y el avión se llenaba de lucecitas en la ventana, entre más pies se elevaba el avión y menos pies sentía yo para correr, entre más
cielo y más mar se interponían entre lo que dejaba y ese maldito yo, más me acercaba silenciosamente al mismo nombre. Tocaba ese nombre con los ojos por la ventana del avión y con palabras en las cosas que escribía en las mesas de los cafés de San José. Y mi nombre seguía siendo el mío, y era una certeza que se imponía en la fruta que comía, en la humedad y el sudor de mi cuerpo, en la huella de mis dedos en la arena, en las callecitas tercermundistas en las que yo buscaba perderme para poder decirme algo. Mi nombre me nombraba en cada taza de café y en cada ola de un mar Caribe que promete tiburones todo el tiempo. Y es que yo quería ser como Foción y tirarme a esas aguas y morir desangrado, morir
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después de haber sentido la mordedura de un tiburón metafísico que me encaja (encajará, encajó) los dientes como si mi cuerpo fuera una penca de plátanos. Pero no lo haré, no lo hice, no lo hago, porque soy cobarde. Los nombres propios son como una tierra y yo me siento en permanente fuga. San José es triste como pueden serlo las ciudades cuando los polos de la vida se han desimantado. Sin embargo en Costa Rica he encontrado a una compañera que parece oírme y que me ayuda a dormir por las noches y que me hace sentir bien bajo el calor tropical; se llama Imperial y es una cerveza, la cerveza nacional. Cuando no logro salir de mi cabeza, intento mirar qué sucede en el mundo, intento mirar el mundo y después estar de vuelta en el maldito yo, imposible de asociar a un nombre. Ayer en ese intento miré un rato los diarios. Vi una fotografía en el periódico que me dejó completamente silencioso en mi estupidez, una foto en la que un soldado del ejército gubernamental en Monrovia sostiene en sus manos la cabeza guillotinada de un integrante del grupo de liberianos rebeldes que buscan cambiar las co-
sas allá en Liberia. La sangre que cae del cuello es irreal, es como si esa foto fuera una mala broma, un truco de película, pero es jodidamente real, es terriblemente real aún en su irrealidad, o por lo menos es real ahora, porque seguramente cuando relea esto no escucharemos hablar más de Liberia (antes la llamaban «Costa de granos», supongo que por la cantidad de arroz que se produce ahí) ni escucharemos nada sobre ese país africano que nadie conocía, ni escucharemos nada sobre la capital de Monrovia, porque nadie sabe que un país existe hasta que mueren 600 o 700 hombres, niños, mujeres. Seguramente cuando relea esta libreta habrá una noticia más importante, una persona más importante, unas letras más importantes y más pesadas y entonces todo lo anterior será tan ligero, tan insignificante, como la gastroenteritis que pesqué acá en Centroamérica (comida criolla que el gran Lezama hubiera elogiado hasta el hartazgo). He aquí, entre las hojas de este diario de viaje, una etiqueta de una Imperial, aún fría y en mis dedos. El desprendimiento de etiqueta fue infortunado pero se salvó el águila negra y hasta el código de barras. Mien-
tras me tomo una Imperial más, repaso el Infierno con «i» mayúscula que los periódicos locales reproducen. En estos días y estas latitudes he caminado en otra suerte de infierno, no el que leo en los diarios y en las manos de los mendigos, no el que veo en el rostro de las niñas morenas que se prostituyen afuera del Teatro Nacional en San José, no el infierno que sueña un hombre mutilado dormido o muerto en los escalones de una iglesia entre el olor fermentado de cáscaras de sandía. No el que Dante describe. Yo me refiero a otro infierno, ultra individual, privado, el del vano intento existencial por abandonar los nombres y los reductos cartesianos. Porque todo regresa de vuelta, todo da la vuelta infatigablemente. Todo es un volver, como aquella ruta de los animales que conocí atónito en una playa que se llama Tortuguero. Una playa en la que estuve hace una semana y sí, como su nombre lo indica, está llena de tortugas. Es la playa más importante para el desove de la tortuga verde. A los que hemos venido aquí nos llevan en grupos de diez, ya muy entrada la noche, a ver cómo las tortugas ponen sus huevos en la arena. La caminata es a oscuras
y sólo una línea blanca que serpentea a nuestra derecha es visible en tanta negrura. Es la línea de espuma que el Caribe avienta en Tortuguero. Para llegar aquí, después de las tres horas en autobús, he tenido que viajar dos horas más en una lancha. Defendiéndome de mosquitos, pensando en medio de un río (cocodrilos, changos, pájaros) me siento, me sentía, como un personaje de Conrad. Al pisar la playa en busca de tortugas en pleno acto de engendramiento, no pude dejar de ver en eso una metáfora. Esos animales nacen aquí y emigran, pasan años sin regresar, se hacen adultos y cuando tienen que desovar regresan después de lustros o décadas. ¿Quién les recuerda la ruta? ¿Ellos recuerdan su origen? A diferencia de la querencia de los toros, estas tortugas regresan cuando presienten la vida, no la muerte. Ahora mismo no sé si deba seguir escribiendo de las tortugas o de todo lo que no son ellas, por ejemplo del movimiento de sus aletas o del semicírculo que dejan mientras se mueven, ese pequeño cráter playero que indica que ahí hay o habrán unas cien tortuguitas esperando crecer y acaso morir y quizá llegar al mar e irse a vivir su adolescencia y hacerse adultas en bancos de
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coral en los límites de Nicaragua. Veo esas huellas que apuntan hacia el mar con promesa de vida y me siento triste, me siento un tonto abandonado absurdamente en un infierno precioso hecho de cielo, estrellas, espuma y huevos que caen entre paletadas de arena húmeda. La tortuga se dice a sí misma más por lo que deja que por lo que es. Su gran huella en la playa nos informará de su trabajo secreto y nocturno. Sus cien tortuguitas no sabrán que ella estuvo ahí, aleteando bajo la noche, en un ritual desconocido y sin agua. Las cien cabezas diminutas de esos animales no sabrán que una noche una tortuga precisa, su madre, esa que yo vi, que veo, estuvo colocando su peso sobre la arena aún tibia. Me interrumpo, dejo el bolígrafo de punto fino, termino de un trago la Imperial y pienso, como si alguien me las dictara, frases para un futuro poema.
Grรกfica
A NATO M ร A
Roberto Sรกnchez Olvera
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Fichas técnicas de las imágenes de la sección Gráfica en orden de aparición:
Agi & Sam 2015 Digital
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Abel López 2015 Digital Malafacha 2015 Digital Cihuah 2015 Digital
Colaboradores
Aldo Vicencio Diciembre, 1991. Ciudad de México. Pasante de Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam). Miembro fundador del grupo de poesía Naufragio. Ha publicado en las revistas La Piedra, Letras de Reserva, El Comité 1973, Libélula Nocturna, ErrrMagazine, Primera Página, Opción del itam, Monolito, lumo y El Perro. facebook.com/aldo.void @WalrusRevolver Cástulo Aceves 1980. Guadalajara, Jalisco. Ingeniero en Sistemas Computacionales. Es autor de Acteon (Ed. Paraíso Perdido, 2013), Las Instancias del Vértigo (Consejo Estatal para la Cultura y las Artes Jalisco, 2013), Los nombres del juego (Ed. Paraíso Perdido, 2006) y Puro Artificio (Ed. Humo, 2004). castulo.acevesmx.net facebook.com/CastuloAceves @CaothicRealm Eduardo Sabugal Marzo, 1977. Puebla, Puebla. Productor de radio y catedrático universitario. Maestro en Literatura hispanoamericana. Es autor de Involuciones (Secretaria de Cultura del Estado de Puebla, 2010) y Liquidaciones (Tierra Adentro, 2012). Becario por el Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla (Foescap), Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) y el Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo
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Artístico pecda. Ganador del xviii Concurso Nacional de Cortometraje del Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine) en 2014 . @lagubas
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Febronio Zatarain 1958. Concordia, Sinaloa. Poeta, ensayista y narrador. Es colaborador activo de Contratiempo. Es autor de Faltas a la moral (Editorial Moción, 1991), Desesperada intención y otros escritos (Editorial Universidad de Guadalajara, 1994), Y nos vinimos de mojados, con Raúl Dorantes (Editorial UACM, 2007) y En Guadalajara fue (La Zonámbula, 2012), entre otros. Premio Latinoamericano de Poesía Transgresora en 2015. En 1989 emigró a Chicago. @febronioz Jonás Gómez 1977. Buenos Aires, Argentina. Trabaja en la editorial política Pueblo Heredero. Coordinador de talleres de escritura y colaborador en el suplemento cultural del diario Tiempo Argentino. Es autor de El dios de los esquimales (Ediciones Diatriba, 2011), Planos para construir dos ciudades (Mancha de aceite, 2012), Calendario de siembra (Barba de abejas, 2014) y Venta a nosotros el reino de las estrellas (El ojo del mármol, 2015). Fue publicado en las antologías Si Hamlet duda le daremos muerte (De la talita dorada, 2010), Poesía manuscrita vol. 4 (2012) y en el proyecto Híbridos (2012), que reunió a escritores, actores y dramaturgos para una puesta en conjunto. Premio Indio Rico en 2009 por su libro Equilibrio en las tablas (Mansalva, 2010).
jonasland.blogspot.com @jonasland Macaria España Julio de 1980. Celaya, Guanajuato. Periodista independiente y editora web freelance. Licenciada en Periodismo. Es autora de La Generación del desencanto (Pictographia/Conaculta, 2013). Becaria del Instituto de Cultura del Estado de Guanajuato en 2005 y 2008. Finalista en el concurso de cuento Palabras Malditas en 2007. Mención honorífica en el Premio de Literatura León 2010 en cuento. Segundo lugar en el concurso de cuento El sol de Irapuato en 2014. makiabelica.tumblr.com @Makiabelica Miguel Ángel Gómez Caro Enero, 1977. Tepic, Nayarit. Maestro de bajo eléctrico. Maestro en Educación por la Universidad del Valle de Atemajac (Univa). Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. @miguelnayarit Tim MacGabhann 1988. Dublín, Irlanda. Editor de la revista y prensa independiente Mexico City Lit y reportero para medios internacionales. Ha sido publicado en 3am, Entropy, Gorse y The Stinging Fly. mexicocitylit.com @TimMacGabhann
Roberto Sánchez Olvera (Robso) Diciembre, 1992. Ciudad Valles, San Luis Potosí. Ilustrador freelance en el ámbito de la moda y la geometría. Creador del Ilustrario de Moda Mexicana, proyecto de ilustración en varios volúmenes, inspirado en el espectro de la moda en México. Su trabajo ha sido publicado en Illustration Saved by Behance, Swide, Draw a dot, Fashionary Hand, entre otros. Actualmente radica en Guadalajara, donde estudia Diseño Gráfico.
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Convoca a escritores a colaborar en su próximo número que tendrá temática libre. Los textos deberán ser inéditos. Se recibirán colaboraciones hasta el 15 de agosto en los géneros de poesía, ensayo, cuento, minificción y crónica literaria (o cualquier amalgama de los anteriores). El archivo word no deberá sobrepasar las 4 cuartillas en letra Times, 12 puntos e interlineado 1.5. Esperamos los archivos, acompañados de una breve semblanza, al correo lacigarrarevista@gmail.com con «Convocatoria No. 11» como asunto.
Convoca a ilustradores y fotógrafos a colaborar en su próximo número que tendrá temática libre. Envíanos una propuesta de portada inédita, además de un portafolio o blog donde podamos conocer más de tu trabajo. La propuesta de portada deberá corresponder al formato apaisado de la revista (21.5x14 cm). Se recibirán los archivos hasta el día 15 de agosto, acompañados de una breve semblanza, al correo lacigarrarevista@gmail.com con «Convocatoria No. 11» como asunto. Quien resulte seleccionado realizará las imágenes que acompañen a algunos textos. Además, en la sección Gráfica se incluirá una muestra de su obra.
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Puntos de venta
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Ciudad de México: Casa Refugio Citlaltépetl (Citlaltépetl 25) cbr 01 (General Antonio León 31) cbr 02 (Cineteca Nacional, México Coyoacán 389) Culiacán: Café Marimba (El Dorado 1203) Guadalajara: Airepaz (López Cotilla 2008) Caligari (Juan Manuel 1406)
Curro & Poncho (Torre Cube, blvd. Puerta de Hierro 5210) Darjeeling (Morelos 1419) En Plural Diseño (López Cotilla 2053) Geeks Stetika (Pedro Moreno 1034) Hotel Demetria (La Paz 2219) Impronta Casa Editora (Penitenciaría 414) lajm (Belén esquina con Independencia) La Mata Tinta (Juárez 145-11, Tlaquepaque) Librería Ítaca (Marsella 159) Librería Siglo xxi Editores (Enrique Díaz de León 150) Microteatro (José Guadalupe Zuno 2024) Palíndromo (Juan Ruiz de Alarcón 233) Peregrino Café Bistro (López Cotilla 875-1) ProArte Jalisco (Libertad 1471) Tu párvula boca (López Cotilla 1080 esquina con Argentina) Oaxaca: La Jícara (Porfirio Díaz 1105) Puebla: Profética Casa de la Lectura (3 sur 701) Remedios, la bella (Plaza La Noria, local 26) Torreón: Librería El Astillero (Morelos 567 pte) Xalapa: La Rueca de Gandhi (Xalapeños Ilustres 35) Librería El Hombre Ilustrado (Francisco Moreno 7) Librería Hyperión (Octavio Vejar 58 esquina con Murillo Vidal) Librería Rayuela (Xalapeños Ilustres 44)