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Valiente, el petirrojo
Érase una vez hace muchos años una familia que vivía cerca de un frondoso y misterioso bosque. La madre y el padre se dedicaban a cuidar de sus ovejas, y de sus tres pequeños niños.
Alba, Eduardo y Miguel crecían felices entre lana y leche de oveja que la familia solía vender en los pueblos más cercanos.
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Los tres pequeños disfrutaban mucho jugando en el campo. Entre ellos había poca diferencia de edad. Alba, la mayor, tenía apenas seis años y el más pequeño, Miguel, acaba de aprender a andar. Sus padres les llamaban Los pajarillos, porque no hacían más que saltar y subirse a los árboles. Con la luz del sol y la hierba aún mojada, los niños bien desayunados salían corriendo a explorar el monte, el prado y todo aquello que los rodeaba. Vivían felices, sin miedo y sin preocupación alguna.
Un día, sin darse mucha cuenta de la hora que era, los pajarillos habían llegado hasta las afueras del bosque de grandes y frondosos árboles. Eran tan altos los árboles que los pequeños tenían que echarse en el suelo para poder contemplarlos. Los tres mirando los árboles y tras una larga caminata, abrigándose uno a otro y escuchando el sonido de los pájaros, se sintieron arrullados. Entonces se quedaron profundamente dormidos.
Después de un largo, larguísimo rato, Alba fue la primera en abrir los ojos. El sol y su resplandor la habían despertado. Le parecía la hora del desayuno porque la barriga le sonaba y tenía hambre. Al despertarse se dio cuenta de que estaba sola. Miró a un lado y a otro, y comprobó que aun la hierba estaba caliente y aplastada por la huella que habían dejado los cuerpos de sus hermanos. De pronto escuchó sus voces y risas, que venían desde dentro del bosque de grandes árboles.
Se levantó de un salto y fue corriendo hacia allí, gritando a voz en cuello el nombre de sus hermanos. “¡Miguel! … ¡Eduardo!... ¿Venir aquí?” Al entrar al bosque se dio cuenta de que la hierba empezaba a estar fría y húmeda. Los árboles eran tan grandes que apenas el sol podía calentar la hierba que ahora pisaba. Entonces pudo ver a sus dos hermanos, colgados de las ramas como siempre. Entre los árboles y ya cerca a sus hermanos se sintió observada. Giro a la derecha y luego a la izquierda. Entonces asomaron volando, con ojitos muy curiosos, una familia de petirrojos. Eran sus aves favoritas. Ella misma se solía de disfrazar de petirrojo cuando en casa jugaban a la fiesta del carnaval.
Qué melodía más maravillosa le parecía el canto de los petirrojos, y qué llamativos eran esas cabecitas y pechos de plumas de color naranja. Alba cerro los ojos, pues recordó que su padre le había dicho, “cuando escuches cantar a un petirrojo, cierra los ojos y extiende una de tus manos hacia adelante. Respira despacio y sin hacer ruido alguno, escucha con atención su canto. Con suerte, el petirrojo pensará que eres un árbol y tu brazo una rama, y se posará en ti.”
Así lo hizo, y entre más escuchaba la canción de los petirrojos, menos atenta estaba a la voz de sus hermanos, que seguían corriendo y saltando entre los árboles. Después de varios segundos, o tal vez minutos, Alba sintió cómo unas pequeñas, pequeñísimas patitas se apoyaban encima de su brazo. Apenas y pudo sonreír, no quería asustarlo. Entonces lentamente abrió los ojos y pudo verle. Era un petirrojo hermoso, con ojos negros brillantes. Miro a Alba y ella a él y en ese momento se hicieron amigos.
“Te llamaré Valiente” le dijo Alba. Y así empezó la historia de amistad de Alba y Valiente, que, a partir de aquella mañana, tan larga que parecía haber sido un día entero, se hicieron inseparables.
Con la primavera, Valiente empezó a cantar más y mejor cada día. Cuando aún era de noche y la luz del sol tibia apenas aparecía, Valiente cantaba, con esos trinos melodiosos, y por la noche, cuando la luz del sol se iba apagando y llegaba la oscuridad de la noche, Valiente despedía el día, cantando aún mejor. Únicamente el silencio de la madrugada podía hacerle callar. La madre de Alba lo explicaba así “Valiente busca novia, y quiere tener una familia, por eso canta, a ver si alguna moza le escucha”.
El verano llegó y con este las tormentas. A los pajarillos no les gustaba nada de nada las tormentas. Los rayos, el relámpago, la lluvia cayendo con fuerza, les asustaba. Pero no había forma de separar las tormentas del verano. Entonces Alba pensó qué Valiente debería estar igual de asustado que ella, y le puso un poco de comida cerca a su ventana para que así pueda protegerse.
Una noche que parecía tranquila y despejada, Alba se dio cuenta de que Valiente no cantaba más. Se asomó a su ventana y no le vio. Salió a buscarlo, le llamaba, gritaba su nombre alto y fuerte, y el silencio parecía ayudarle con el eco. Sin darse cuenta había llegado hasta el inicio de aquel bosque con árboles tan grandes. “¡Valiente, Valiente! Vuelve aquí” le decía. Entonces recordó lo que le había dicho su madre. “Busca novia, por eso canta tan bien y cada día mejor”.
Alba miró el bosque, la oscuridad y entonces entendió. Valiente ya no volverá más. Triste se dio media vuelta y a su casa empezaba a regresar, cuando una luz ilumino todo, como si el día empezara otra vez, y a toda prisa. Entonces un ensordecedor ruido se escuchó. Una tormenta de verano silenciosa había llegado hasta el bosque sin que Alba se diera cuenta, El relámpago había roto la rama de un árbol que al ser tan grande caía casi a cámara lenta, llevándose por delante a Alba.
En la hierba que empezaba a estar inundada, Alba había perdido la conciencia. Pasaron algunos minutos o tal vez horas y la tormenta no daba tregua. Entonces, volando a toda prisa, llegó Valiente, que posándose en la cabeza de Alba, empezó a darle pequeños picotazos, probablemente sus mejores besos. Poco a poco, Alba despertó y abriendo los ojos vio a Valiente con sus brillantes ojos negros. “¡Has vuelto!”, le dijo. Y el petirrojo cantarín le canto sin importarle que fuera de madrugada. Alba se puso de pie y empezó a andar. Y vio a lo lejos a sus padres que corrían hacia ella, reconociéndola en la oscuridad.
A partir de ese día, Alba sabe que Valiente siempre vuelve, incluso cuando pasen muchos días, o noches, o meses. Valiente siempre viene y le canta, ahora solo de día, pero a ella, únicamente a ella le cantó en la madrugada.