Casi nunca es tarde (fragmento) Juan David Correa

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Casi nunca es tarde Juan David Correa Laguna Libros isbn: 978–958–8812–02–1 Colección Laguna Fantástica Primera edición Bogotá, febrero 2013. Impresión Kimpres impreso en colombia • printed in colombia


colección laguna fantástica



Estas p谩ginas que siguen son para Ema Correa L贸pez, quien con sus ojos azules ha iluminado mi vida.



Los recuerdos, el revolverse vano de arena que se mueve sin pesar sobre la arena, ecos breves y lentos, sin voz, ecos de los adioses a minutos que parecían felices‌ Giuseppe Ungaretti



En aquella época la ciudad parecía un cúmulo de nubes a punto de desgajarse. Se decía que pronto el mundo iba a acabar pues las explosiones eran moneda corriente. Los vidrios caían sobre el asfalto como nieve. Asesinaban en las esquinas. A los dieciocho años, Juan Jaramillo podía decir que había tenido el honor de ver decenas de cuerpos atropellados por buses enfurecidos, por balas fantasmas o por simples filos de navajas. En Bogotá nadie parecía a salvo. Y ellos, los estudiantes del Liceo Nacional, lo comprendieron un 2 de diciembre, cuando el cuerpo del rector, Horacio Manzini, apareció en un potrero vecino al colegio y todos vieron, como asistiendo a una imagen televisada, que el aguacero había comenzado a caerles encima sin que hubieran podido prepararse para un chubasco de proporciones bíblicas. En lo primero que pensó Juan al verlo fue en una rosa morada. O mejor, en tres rosas moradas en perfecta espiral radial. Tres flores marchitas sobre la bata blanca. De la bata se veía el cuello


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limpio. Era ancho, volado, de lona, rematado en una costura brusca. En la escápula derecha, una huella de tierra. En la izquierda, la primera espiral. Comprendió, después, que era una rosa plana, más bien. Digamos aplastada por un mortero. Aprisionada bajo un cristal como un insecto de laboratorio descansando entre dos láminas. De la bata, otro retazo blanco. Después, la segunda mancha, un poco más a la derecha, cerca de la quinta costilla verdadera. Y al final, casi junto al hueso coxal, la última flor púrpura. La bata le cubría los bolsillos posteriores del bluyín. Los bluyines fueron lavados muchas veces. Eran de un azul más pálido que el del cielo de esa mañana. Lo segundo que se le vino a la cabeza, por extraño que parezca, fueron las manos de alguien fregando con jabón azul, o de coco, de barra, en todo caso, duro, reseco como un ladrillo, sobre la tela áspera. Se veía el maléolo externo, protuberante y filoso. Tenía el pie izquierdo desnudo. Su piel era casi amarilla y salpicada por gotas rojizas. Primer metatarsiano. Segundo. Tercero. Cuarto. Quinto. Primer cuneiforme. Los que vienen después son tres, creyó. Los otros se llamaban: astrágalo, calcáneo, navicular, cuboides, cuneiformes. Y claro, estaban las falanges. Eran cortas las de ese pie. Repasó de nuevo el contenido del examen de Biología acordado para aquel día, aun cuando era evidente que ya no iba a realizarse por cuenta del cuerpo de Manzini. Se detuvo en el cráneo cubierto de pelo. El pelo, lo dijo Renata, la hermana de Horacio, que era su maestra de Biología, es piel cornificada. Tiene raíz y tallo y se cae todo el tiempo y se pierde o reposa sobre cientos de 12


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lugares. También vuela, o se apelmaza, o se convierte en algo sin color. El de Horacio era negro azabache con pintas blancas, tallos plateados que iluminaban los rizos, las espirales convertidas en círculos por gracia de la quietud del cuerpo. Se adivinaba su perfil. La frente, el hueso frontal, las marcas en la piel. El unguis, uno de sus nombres favoritos, uno de los preferidos de los doscientos seis huesos que debió aprender la noche anterior repitiendo, dividiendo el cuerpo, partiéndolo en zonas, primero la cabeza, después el tronco, después las extremidades: inferiores y superiores. Manos y pies. La barba esponjillosa. El bigote grueso, como de crin, como un cepillo de embolador. El tercer pensamiento fueron los betunes Bisonte que usaba Samuel, el padre de Juan. Betún negro: infaltable. Café: obligatorio. Griffin blanco para los tenis del colegio. Trapo bayetilla para el brillo. De dos a tres cepillos encerrados en la cajuela de madera con su broche de bronce. Seguro que Manzini no tendría una caja de esas. Tendría soda o Bretaña para limpiar los zapatos de gamuza color café casi naranja. Al lado del cuerpo había un paquete de cigarrillos. El Pielroja nacional se veía arrugado. El pasto estaba crecido. Podía medir media cuarta. Se aferró al alambre de púas. Olía a tierra mojada. El olor se metía por sus fosas nasales y por las de Manzini, seguro. Y por las de todos los que estaban allí parados detrás de la alambrada. Se metía sin que nadie se diera cuenta. No se daba cuenta Renata, para quien Juan aprendió los huesos, pensaba mientras contemplaba el diente de león y sus flores doradas. Bajo la bata llevaba un saco de lana cruda, virgen, olorosa a chivo. Su cuello era delgado, fibroso; en su 13


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centro se distinguía una perfecta nuez, masculina, glandular. Su cara era un triángulo isósceles, casi vacuno. Sobresalían pelillos en la piel de sus mejillas, allí donde está la apófisis frontal, según recordó. Encima de los lacrimales, en los párpados inferiores, el tejido se hacía bolsudo. Estaba irritado. El cuarto pensamiento vino por una voz de alguien detrás de él: “El celador lo encontró temprano. Como a las cinco de la mañana”. Eran las siete y diez. Juan había dormido en casa de Rafa, si se le podía llamar así al breve lapso en que cerró los ojos. Rafa no estaba cerca. Se detuvo en las piernas de quienes estaban en el potrero junto al cuerpo. Vistas así, sin dejar que se interpusieran el tronco o los pies, parecían postes enterrados en la grama. Postes para dividir los potreros. Postes para hacer linderos. Postes pintados de blanco, con perforaciones cada treinta centímetros para tensar el alambre de púas, muchas veces electrificado, para prevenir los atracos o para ver morir las reses blanquinegras y pesadas cuando por error o miedo se enganchaban. Entonces, como sus pensamientos alternaban de Manzini a Samuel, a quien había perdido para siempre, su quinto pensamiento tuvo que ver con los huesos de las vacas colgadas en las carnicerías de Pablo vi donde Amanda, su madre, pedía fiada la carne, cuando ocurrió lo de Samuel. Se llamaba Carnicería Listo. Tenía una nevera con bandejas de aluminio donde se veían las chatas, los lomos, las lenguas, las bolas de pierna, la carne molida, los chorizos, las morcillas, el tocino, las ubres, las sobrebarrigas. Amanda siempre pedía de una marcada con un letrero de papel que decía “Carne para asar”, cuya caligrafía torpe hacía pensar en las manos 14


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del carnicero ataviado con una bata blanca como la de Manzini, también manchada, pero sin formas claras, sino salpicada de tonos vino tinto como latigazos sobre la tela. Escuchó vocecitas por lo bajo. Renata hablaba con un hombre de piernas gordas. El hombre era inmenso. Tenía cara de hipopótamo­. Le colgaba el labio como se imaginaba Juan que ocurría con los hipopótamos, aunque no sabía, en particular, la morfología de los hipopótamos. Alguien lo empujó. El grupo se hizo más compacto. Se quedó quieto. Hacía frío. Renata tenía el pelo cogido con una cinta guatemalteca. Se le escapaban algunos crespos. Fumaba con la mirada perdida en el horizonte. Más allá, estaba Nacha, la profesora de Cerámica. Era casi idéntica a Renata, pero morena. Digamos el negativo de Renata. Era la única morena de los Manzini. Augusto, el hermano menor de Horacio, parecía distraído, ataviado con su chaqueta de leñador canadiense. Julia, la directora de primaria, acariciaba un labrador ansioso. La escena no duró más de dos minutos. Luego, se oyó la voz casi vulgar y llena de interjecciones digestivas de Nelly Martínez, la directora de grupo. —A los salones, por favor. A los salones. Cuando llegaron, Nelly les pidió sentarse en círculo. Algunos solo miraban al tablero. Otros mordían con ansiedad sus esferos. Los asesinos en Colombia trabajan siete días a la semana, dijo Juan. Fue el primero en hablar. Nelly les había pedido decir lo que se les viniera a la cabeza. Y eso fue lo que se le ocurrió. Que los asesinos trabajan siete días a la 15


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semana en Colombia, quizá porque su sexto o séptimo u octavo pensamiento del día fue una canción de The Clash. Como también solía ocurrir, su comentario no fue bien recibido y entonces decidió callarse y pasar revista a sus queridos colegas de curso, a quienes había comenzado a odiar desde hacía mucho. Sofía era la única que no estaba, pues era sobrina de Horacio e hija de Renata. Rafael agrandaba el roto de su bluyín con los dedos. Nelly insistía en que había que hablar. Es horrible, dijo Catalina Sotomayor. Espeluznante, horrendo, pavoroso, atroz, terrorífico y escalofriante, se dijo Juan en silencio, compilando sinónimos que también había aprendido para el examen de Español. ¿Por qué a nosotros?, dijo Nelly al borde de las lágrimas, para continuar con una monserga sobre lo enferma que estaba la sociedad. Eso ya lo sabíamos, pensó Juan sin abrir la boca. Nunca le agradó Horacio Manzini. Lo había conocido dos años atrás, cuando regresaron de París y Amanda lo buscó para pedirle un cupo en el Nacional. Preguntó por lo de Samuel. Juan le dijo que no le gustaba hablar del tema. Caminaron por la cancha de fútbol, algo anegada por el invierno. Sus pies siguieron a Manzini, acompasados, mientras él inquiría por sus motivaciones para entrar allí, al Nacional, al centro de la educación progresista, al lugar de la pedagogía alternativa, al hogar de la diferencia, al corazón de la imaginación, al púlpito de la apertura. Cuando le hizo aquella entrevista llevaba la misma bata blanca con la que murió. Rodearon la zona de primaria. Manzini dijo: todos somos una familia 16


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y por eso no aceptamos alumnos nuevos en bachillerato: todos han crecido juntos, han ido a los mismos paseos, supieron cuándo se les cayeron los primeros dientes y también cuándo expusieron sus primeros dibujos torpes; supieron de las sonrisas de sus padres y madres congraciados con su inteligencia, a veces; con la picardía, a veces; con la vivacidad, a veces. Así lo dijo, pensaba Juan y era verdad que no inventaba ni una palabra. Vivacidad: f. Cualidad de vivaz. 2. f. viveza (esplendor y lustre de algunas cosas). Los niños le sonreían desde las areneras. Muchas veces usó la palabra otro. La armonía, el diálogo, son esenciales en nuestro modelo, en el cual el otro es lo importante, insistió. Sé de su situación por su mamá, le dijo Manzini, tan superior siempre. Estaría a prueba durante un año, para comprobar su capacidad de adaptación con los otros. Cada vez que alguien hablaba de su situación, Juan sentía el mismo impulso de arrasar con todo. Tendrían muchos diálogos en los cuales debía estar dispuesto a responder a sus preguntas. Por eso le pido que piense bien si quiere estudiar acá, le pidió Manzini. No es un tema, como le digo, de cambiar de colegio. Es aceptar un reto que, en este caso, asumiremos los dos, pues debo honrar la amistad con su mamá. La conversación se prolongó por casi una hora. Dieron varias rondas al que sería, de aceptar la propuesta, el único destino probable de Juan después de su fracaso en el exilio. A pesar del pánico, no tenía alternativa. Debía ayudar a Amanda a no lidiar con él. No soportaría rogar para ser admitido en otro colegio. Debía, como Manzini decía, adaptarse. Lo miraba 17


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casi sin parpadear. Debía, no le cabía ninguna duda, mantener la cabeza gacha mientras contemplaba aquel arco de la cancha de fútbol sin malla si no quería enfrentarse a otra terapia familiar en la cual su madre terminaría haciendo amenazas insólitas. Incumplibles por su socióloga y feminista madre, en todo caso. Nelly caminaba de un lado al otro del salón. Tenía una verruga sobresaliente sobre el pómulo izquierdo. Era una mancha gorda y peluda como un órgano autónomo. Quizá su sexto sentido. Era un molusco inteligente, un radar. Era una mujer frágil, Nelly. Debía tener los huesos delgadísimos. Los huesos femeninos suelen ser mucho más ligeros que los masculinos, se dijo Juan volviendo al salón. Después le dio por pensar con ilusión en que las mujeres tuvieran un hueso más, o uno menos. En el esqueleto podría estribar la diferencia entre Amanda y él. O entre Sofía y él. O entre Rafa y Sofía. O entre Mariana y Rafa. O entre Mariana y él, aunque su diferencia era otra. Solo la pelvis, en el caso de las mujeres, era mucho más ancha y profunda. El timbre sonó a las nueve. Nelly se quedó mirándolos, sin decir palabra. Alzó el brazo. Señaló la puerta. Salieron tranquilos, sin tirarla. Sin correr hacia la caseta de latas. Juan se despidió de Rafa. Le hizo un gesto con la cabeza. Se subió al bus. Prendió el walkman: Kim Deal gritaba: Where is my mind?

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A la Unidad Especial, oficina adscrita a la Central de Inteligencia Nacional (cin), se accedía por un sótano contiguo al inmenso edificio de hormigón que, visto desde la Avenida 19, parecía un búnker en decadencia. La Unidad quedaba en los bajos de una pequeña edificación de ladrillo, de apenas dos plantas, que albergaba los juzgados de instrucción criminal en los pisos primero y segundo. Al atravesar el primer piso, una escalera conducía a un corredor hacia el subsuelo iluminado por luces de neón. Henry Lizarazo repasó con curiosidad las huellas dactilares como estelas de tinta que los sindicados dejaban sobre las paredes. Pensó en una inmensa servilleta de cemento pintada de blanco. Cada día lo fastidiaba más el olor a creolina. Era por las cucarachas, le habían informado hacía unos días cuando quiso averiguar por qué, además de estar destinado al peor de los huecos de la cin, debía soportar aquel olor acre y químico, que le recordaba una y otra vez hasta dónde había caído.


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Un shut de basura. Al fondo de otro corredor se abría un espacio rectangular cuyas ventanas, al nivel del suelo, cubiertas por mallas metálicas, daban contra la misma calle. El espacio estaba dividido con tablones de tríplex pintados de blanco, semejando espacios de trabajo. En cada uno de ellos había una mesa de acrílico y la decoración particular de los dos apóstoles, como los llamaban con sorna los detectives de la cin. En el primero de ellos estaba Nubia, su asistente, una mujer de capul, bizca, de quien Henry no podía asegurar si era vieja o joven o simplemente una persona en la que no podía reconocerse el tiempo. Algunos días le parecía mayor, otros la veía más joven, otros ni siquiera reparaba en ella, como ocurre con los muebles de una casa en la cual la costumbre ha terminado por imponer el desinterés. —¿Piedrahíta, López? —saludó Henry Lizarazo a Nubia mientras respiraba con dificultad. —En la Central. Los llamaron por lo de la celebración del Día del Director. Están en esas desde hace como una hora. ¿El detective ya almorzó? Feliz día… —¿De qué? —Ay, pues del Director. —No sea boba, Nubia, déjese de pendejadas y llámemelos, que es urgente. ¿Acaso nadie se acuerda de que los viernes hay que hacer ronda? —¿Le traigo alguito de comer? —Nubia, es para ya. Nubia marcó la extensión de la Dirección. 20


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—¿Marielita? —Ajá. —Hola, corazón —dijo Nubia, sintiendo una rabia sorda pues no la habían invitado a la celebración—. Es Nubia, de la Unidad. —Hola, linda —respondió Mariela, satisfecha de sentir el resentimiento en la voz de Nubia—, cuéntame. —Ay, espero no molestar y que la estén pasando rico, pero es que el detective llegó y necesita con urgencia a los muchachos, ¿tú les podrías decir que si bajan? —Claro, mi amor, ni que estuviéramos bravas. Ay, hubieras venido a la fiesta. ¿No te dijeron? —Gracias, corazón, pero es que acá el trabajo no para. Les dices entonces… Lizarazo contempló el teléfono cuando entró Nubia a decirle que en cinco minutos estarían los detectives en la oficina. Quiso discar el número de la oficina de Jenny, pero sabía que de hacerlo se enfrentaría a otra discusión sin sentido. Y eso, en ese momento, se dijo, era inconveniente. Anotó la palabra “inconveniente” en la primera página del cuaderno en el cual solía, cuando aún le interesaba, arañar hipótesis sobre los casos. Tenía una pila de ellos guardada en el archivador junto a varios frascos de Listerine. Arriba del mueble tenía un cactus, regalo de su hija, y sobre un corcho, frente a su escritorio, una foto familiar en Santa Marta; dos dibujos de Andrés, su hijo menor: una tortuga torpe hecha con recortes de revistas sobre el trazo de la figura y un muñeco amorfo del que salía una burbuja con la frase “¡feliz día, papito!”; y dos fotos de la revista Life recortadas de viejas ediciones de la colección de su padre. 21


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Una, la célebre toma de Neil Armstrong sobre la Luna y otra de Mohamed Ali el día en que venció a George Foreman, en Kinshasa. Sobre el perchero descansaba su chaqueta impermeable con los logos de la Unidad. Se remangó la camisa. Le pidió a Nubia, a los gritos, una botella litro de Coca-Cola. Se había prometido no tomar gaseosas, pero había algo de ese día que no estaba bien. Una sensación instalada de incomodidad, una suerte de caos interno donde nada encontraba un orden. Recordó el domingo anterior. A la hora del almuerzo, antes de comenzar a servir el sancocho, María Cristina le había dicho “ven, papi, ven que queremos contarte una cosa”. La escena se alargó durante media hora en la cual los tres, Jenny, María C. y Andrés, le pidieron que por favor, que no querían un papito muerto, que les ayudara a ellos pues no querían quedarse huérfanos. Henry los tranquilizó, reiterando su compromiso de bajar de peso y les aseguró, además, que iba a dejar de fumar y de trabajar tanto. Ahora, apenas cinco días después, podía decirse que una vez más estaba rompiendo su palabra. A pesar de que durante los cuatro primeros días de la semana había aguantado hambre comiendo únicamente ensaladas y porciones de carne para la cita con el adelgazador de turno, y había fumado apenas los tres cigarrillos impajaritables después de las comidas, la verdad era que, en ese momento, estaba dispuesto a tomarse todo el litro de Coca-Cola, si fuera preciso. Eructó con ganas. No vio el gesto de asco de Nubia, pero se imaginó la mueca de desagrado, con las pestañas apelmazadas por el rímel, los párpados teñidos de una sustancia morada brillante, las mejillas empolvadas de una harina olorosa a almidón. 22


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Olimpo Piedrahíta y Luis Carlos López lo interrumpieron. Alzó la cabeza. Los miró con odio, como si quisiera, con los ojos, decirles que los tres, incluido él, eran insectos, cucarachas, ratas a las que nadie estaba dispuesto a salvar del diluvio. La Unidad era la escala más baja a la cual no quería llegar ninguno de los cientos de detectives que trabajaban en la Central de Inteligencia Nacional. Era, Henry lo sabía, una Unidad de papel, creada para sacarlo de los casos importantes: de las salas de interceptación, de la corrupción de los políticos, de los asesinos en serie, de las masacres de los grupos de extrema derecha. La Unidad había sido creada para gente como Henry. Tipos que se negaban a cumplir con su deber, pero que no se podían despedir pues tenían demasiados secretos como para mandarlos a andar la calle. Eso le ganó ese cuchitril a donde llegaban Piedrahíta y López, dos perfectos inútiles, de esos que llegan a ser funcionarios estatales sin ningún mérito, como elegidos por el azar, si es que algo así existe. Los miró de arriba abajo. Contempló sus ridículos trajes de paño, o de poliéster con paño, los dos grises, los dos raídos en las solapas, los dos apretados; las camisas transparentes, las corbatas diseñadas una década atrás, con su tela barata y sus colores vino tinto oscuro, sus zapatos sin brillo, untados de barro pues las lluvias en ese viernes no se detenían. —Dijeron cinco minutos —les escupió Lizarazo. —Perdone, detective, pero es que los del área administrativa estaban haciendo una rifa de… —Me importa un culo la rifa. Siéntense. Piedrahíta se sentó mientras López sacaba del bolsillo interior del blazer gris una agenda de cuero y un lapicero. 23


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—¿Me presta papel, detective? —dijo Olimpo. Lizarazo le tendió una hoja recién arrancada de su cuaderno. —Crimen múltiple. Dos mujeres, dos hombres. Esta mañana estuve haciendo el recorrido. En Kennedy. De todos modos, no nos toca a nosotros. Se lo cogieron los de la Central. Una mujer se ahorcó en Castilla. En el Siete de Agosto capturaron al violador de la semana anterior, el de las dos niñas del colegio distrital de Soacha. Está en audiencia. ¿Qué más hay? —No, señor, que yo sepa, nada. El día ha estado calmado —dijo Olimpo. —¿El día o ustedes? —Pues no ha llegado nada de reparto —insistió Olimpo, el único que se permitía hablar más de la cuenta. López, por su parte, sabía que lo mejor era siempre callar y pasar desapercibido, y dejar pasar los días sin novedad, como solía decir. —Sin novedad, mi sargento. De repente apareció Nubia como un fantasma detrás de los detectives. —Me perdonan lo metida, pero sí llegó esto por reparto — dijo tendiéndole una carpeta a Lizarazo. —Ay, Olimpo, hasta el día en que se nos pase alguna vaina y nos terminen de echar como perros de acá —dijo Lizarazo y agregó—. López, deje de mirar para otro lado, no se haga el güevón. Lizarazo abrió la carpeta. Primero había una serie de fotografías del levantamiento del cadáver. El rostro le pareció familiar. Era un hombre de unos cuarenta años, vestido con bata. Miró las cejas pobladas, los ojos cerrados, una mueca extraña en la boca. 24


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Había fotos de las heridas. Tres en total. Pasó las fotografías y llegó al informe. Por un momento dudó. El rostro de aquel hombre… ¿dónde lo había visto? El nombre no le decía nada. Horacio Manzini. Cuarenta y cinco años. Después leyó, casi sin fijarse, los datos de nacimiento. Y, en voz alta, la descripción de la escena del crimen. Diligencia 001. Diciembre 02 de 1989. Inspección técnica de cadáver, 02 de diciembre, 1989, 06:21 hrs. Nombre de la víctima: Manzini, Horacio. 01/06/44. cc. 41’345.922 de Villa de Leyva, Boyacá. Central de Inteligencia Nacional. cin. Examen topográfico: Potrero descampado en vecindad con el Liceo Nacional, vía antigua a Guaymaral, km 4. El terreno ofrece una topografía quebrada, lo que parece indicar que se encuentra sin uso hace años aun cuando había presencia de ganado vacuno. El lugar linda con colegio de educación primariasuperior, Liceo Nacional. Al preguntar por el dueño del predio, las directivas del colegio dijeron que el dueño es un campesino que vive en la población de Chía, a diez kilómetros hacia el norte, de nombre Virviescas, Jairo. No se hizo el levantamiento hasta que, pasadas las 07:23 a.m., los alumnos pudieron ser evacuados del lugar. Se presentó el forense Dr. Arnulfo Jiménez, quien verificó el estado del occiso, dando como rango de hora 25


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de la muerte entre las 12:00 y 3:00 a.m. con rigidez cadavérica; posición de cúbito abdominal, con cabeza en rotación derecha y miembros superiores en extensión, con ambas manos en pronación, miembros inferiores en semiflexión, con pies desnudos, en posición normal. El occiso presentaba: herida inciso-punzante en músculo trapecio derecho, con mancha hemática circular; herida en la zona del redondo mayor izquierda, y herida en la zona romboide mayor. A continuación se procedió al examen de ropas. La víctima lleva bluyín desteñido con manchas de tierra en las rodillas; los dos pies desnudos, sin evidencia de las medias o zapatos; bata blanca que se procedió a quitar, con tres manchas circulares y orificios en circunferencia; saco de lana gruesa con manchas de sangre, una camisa de algodón azul, y camiseta interior tipo esqueleto, así como calzoncillos blancos. Se procedió a interrogar a las siguientes personas: Renata Manzini, hermana del occiso, 42 años; Natalia Manzini, hermana del occiso, 39 años, Augusto Manzini, hermano del occiso, 35 años, Julia Manzini, hermana del occiso, 32 años. Los cuatro certifican haber visto a la víctima con vida hacia las 21:00 hrs. del día anterior cuando se despidieron, en las instalaciones del Liceo Nacional, tras una reunión sobre los preparativos de fin de año, ya que el colegio tiene clases hasta el 15 de diciembre, a pesar de ser del calendario A, para exámenes finales. Manzini, Renata manifestó ser la representante de la familia. Al 26


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preguntársele si sospechaba de alguien, dudó varios segundos. Después de que el cuerpo es llevado hacia el carro de Medicina Legal, la señora Manzini dice que debe hablar con el suscrito detective, con placa 2562, en privado en su oficina. Al llegar, la señora Manzini, con domicilio en la calle 12 n.° 0-26, de Bogotá, Barrio La Candelaria, sostiene que las directivas del colegio, es decir, ella y sus hermanos, sospechan seriamente de dos estudiantes de la institución, de nombres, Jaramillo, Juan y Molano, Rafael. Al ser preguntada por la certeza de las sospechas, la señora Manzini asegura que, según su hija, compañera de los dos mencionados, comentaron en repetidas ocasiones que la víctima merecía morir o ser asesinado. Ante la sindicación, el suscrito pidió hablar con los dos alumnos, pero a las 09:48 hrs. los estudiantes ya habían sido enviados a sus casas. Se le pide, en consecuencia, los domicilios de los dos sindicados a la señora Manzini. Los suministra. Se da por terminada la diligencia para proceder a la investigación preliminar.

Lizarazo se detuvo. Era extraño que les trasladaran un caso así. En su mayoría, se dedicaban a llenar papeles e investigar robos de poca monta. Abajo leyó una nota escrita a mano. “Enviar a la Unidad. Caso de rutina. Verificar fuentes. Urgente cerrar antes de la semana entrante, detective Lizarazo”. El expediente, a todas luces, estaba incompleto. Lizarazo bramó como una vaca cansada. Ya sabía que cuando le enviaban expedientes así debía proceder a 27


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hacer una investigación relámpago para llenar las formalidades y dar por cerrado el caso cuanto antes como “falto de pruebas”. A eso estaba condenado. Pero, a solo unos meses de pensionarse, ya no se cuestionaba si debía o no darles celeridad a los casos para cumplir y legalizar las decenas de muertes y asesinatos que le asignaban como parte de un macabro mecanismo para hacerlo a un lado. Soltó una frase casi de rutina: —Tocó trabajar el fin de semana —dijo—. Como siempre, un chicharrón. Nos mandan a medias. No les interesa. Que se pudra, pensarán. Mándenselo a la Unidad. Y acá estamos. Revisen. Hablen con la familia, a ver si sacamos algo, aunque no creo. Luego llamó a Nubia: —Escriba ahí, Nubia. “Los detectives López y Piedrahíta, placas tal y tal, harán turno este fin de semana. Asunto: Manzini, Horacio. Cuarenta y cinco años. Tres lesiones ocasionadas por arma punzocortante. Hablar con la familia del occiso. El lunes presentarán un informe de las investigaciones”. Eso, para que el día de las velitas podamos estar con la familia. Páselo a dirección, cuando lo autoricen, me lo trae. Ya oyeron, bellezas, a trabajar este fin de semana. Eso es, Nubia, formatee el informe y lo numera para legalización. Tenemos que comenzar esta misma noche. Órdenes de la Central. Piedrahíta, comience con la familia. El cadáver va a estar en Medicina Legal hasta el lunes. Hay que ir a verlo. López, hágame el favor y se espabila un poquito, que tiene cara de dormido. Usted se encarga de lo del cuerpo. Quiero que hable con quien hizo el levantamiento. Preste —le quitó la carpeta a López. 28


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López carraspeó. —¿Algo más? —preguntó Lizarazo. —Perdone, detective, pero si el informe no tiene firmas, cómo voy a buscar a quien hizo el levantamiento. —A ver, López, usted es marica o qué, por eso es detective, ¿no? ¿Quiere que le dé un cursito? Ahí hay dos nombres y una placa. A ver, a ver. Esto es rutina. Vamos a llenar esta vaina con tranquilidad, y salimos de este chicharrón a ver si el final de año lo tenemos más tranquilo. ¿Algo más? —… —Entonces a marchar. Los oyó caminar por el corredor. Jenny no lo iba a perdonar, pensó cuando se levantaron los detectives. Además de fallar a la cita con el nutricionista pactada para esa noche, iba a trabajar el fin de semana incumpliendo la doble promesa hecha a sus hijos. La tarde comenzaba a caer y el despacho se sumió en una luz plomiza. Nubia se despidió a las seis de la tarde, unos minutos después de que Piedrahíta y López salieron de la Unidad. Alzó el teléfono. Lo volvió a poner sobre la base. El ahogo era desesperante. Sintió una picada leve en el pecho. Serán gases, pensó para tranquilizarse.

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