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Garabato José Antonio Osorio Lizarazo isbn: 978-958-57855-1-9 Laguna Libros www.lagunalibros.com Colección Laguna Crónica, 3 Primera edición en Laguna Libros Bogotá, marzo de 2013. Primera edición Ercila, Santiago, 1939. Equipo editorial Felipe González Isabel Tovar Sebastián Lapidus Sergio Escobar Sara Santa Dibujo de carátula Rafael Díaz Impresión Kimpres impreso en colombia • printed in colombia Esta obra se publica con el consentimiento y el apoyo de los herederos del autor. La edición de este libro implicó realizar ajustes mínimos de carácter tipográfico y unificar el manejo de algunos signos de puntuación. Estas variaciones no están señaladas en el texto.
Prólogo Tenía el taller en una calle innominada del Barrio de Las Cruces. A la entrada, defendiendo la puerta, estaba el banco, emergiendo sobre una perfumada nube de virutas que se extendía en cintas policromas graciosamente enlazadas. Sobre la puerta había un anuncio; una tabla pintada en rojo con letra negra:
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Era una estrecha habitación. En un extremo dormía un motor eléctrico, hasta el cual descendían, cautelosas, las líneas tensas y dormidas de los alambres. De la polea se desprendía una faja de cuero que ponía en movimiento una serie de aparatos: el torno, la sierra circular, la máquina de hacer los calados… todo esto resonaba estrepitosamente cuando el motor se
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ponía en rotación con un pequeño silbido que denunciaba su alegría de movimiento. El banco, lleno de herramientas, amparaba la silueta del obrero. Tendidos, esperando la hora de la acción, estaban los formones, los escoplos, las escuadras y las garlopas. Por la boca perennemente abierta de esas garlopas fluían las cintas frescas de las virutas. Salían unas rojizas, aromosas, del cedro. Algunas grises con su perfume estridente del nogal. Algunas rizadas, como peregrinas labores de encajes, del roble. Y también las del chuhuacá, con su fresca suavidad y sonrosado color de mucosas húmedas. Las del pino eran amarillas como frutos maduros, pero livianas como tiras de seda. Caían sobre el suelo, para formar el oleaje crujiente que se enredaba en los pies. El obrero, siempre solitario, trajinaba con todos sus instrumentos pacientemente y ellos, dóciles, prestaban su servicio entre sus manos y tornaban a descansar sobre el lomo del banco, con la tranquilidad de haber cumplido con su deber. El humo del hornillo donde calentaba el colero había decorado con sombras prolongadas la pared. Buscaba su salida hacia el aire libre y se escapaba rozando el dintel, manchándolo con la huella indeleble de su paso y deteniéndose a leer el anuncio que, poco a poco, se ensombrecía a su vez. Olía bien cuando pasaba por su puerta. Olía a trabajo y a los peregrinos aromas de las maderas. Y había una caprichosa armonía de sonidos: golpes vehementes del martillo. Rastrillar acariciante de las garlopas. Rugidos angustiosos de la sierra. Parpadeo de estrépitos de la caladora. Tableteo incesante del torno. Ronca súplica de los escoplos. Batería laboriosa
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y enérgica que denunciaba siempre un perpetuo dinamismo y una permanente inquietud de obrar. Se llamaba Juan Manuel Vásquez y era joven y sano. Sobre el rostro de rasgos indecisos, la barba descuidada de ocho días dibujaba ángulos de capricho. La fricción contra el banco, la acción destructora de los instrumentos cortantes, convertían en harapos sus vestiduras. Tenía las manos ásperas y encallecidas, ancha la sonrisa, discreto el espíritu. En su soledad continua, siempre sin compañeros, su propia concentración era un principio estable de filosofía, porque confiaba integralmente en sí mismo para el trabajo y para la meditación. Debía sostener perpetuos diálogos consigo y analizar, sin confidencias externas, los incidentes de su propia vida. Podía oírsele silbar, armonizando el estrépito de su labor, canturreando cualquier cosa indefinida con un ritmo íntimo. Al amanecer abría su puerta. Había dormido; así lo denunciaban los ojos empequeñecidos. Estaba, sobre todo, peinado con el cabello húmedo; esto era muy importante. Aparecía ya con sus indumentarias de trabajo y a poco el humo salía en nubarrones cuando preparaba su chocolate, antes de ponerse a su cotidiana labor. Las mañanas brumosas se detenían en el umbral. El solecillo tímido se tendía, poco después, como un can fiel, a lo largo de su puerta, dorando el pavimento. Ya partía la estridencia de sus fierros contra la madera y continuaba repitiéndose en la longitud del día. Brevemente suspendía la obra para tomar el almuerzo que le llevaban de una venta inmediata, pero arreciaba con las horas vespertinas y al crepúsculo se extinguía apaciblemente.
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Veíasele entonces a la lumbre de una bombilla que colgaba del techo, con un libro entre las manos. El banco era ahora su mesa de estudio. A veces, sin embargo, prolongaba su labor mecánica y, dentro de la noche, continuaba los golpes del martillo o la resbaladiza gestión de la garlopa. Otros días se ponía a barnizar el mueble recién terminado, que adquiría prestancia y esplendor con la goma laca. Y hubo anocheceres en que se ponía a escribir, siempre sobre el banco, que era la esencia de su vida. Nadie le conoció un amigo ni otras conexiones más que la escasa clientela que le llevaba sillas desvencijadas en alguna riña de taberna, o que le encargaban un artefacto modesto para hogar pobre, donde sólo se podía pagar a plazos prolongados. Clausuraba a veces el taller y se lanzaba a la ciudad. Iba a los depósitos de madera del Parque de Los Mártires para reponer sus provisiones de material, o a las tiendas del mercado a comprar la cola, adquirir bisagras, puntillas u otro elemento de ferretería para su trabajo. Entonces se escurría por las ventas de libros usados y regresaba con un ejemplar sucio, muchas veces leído por ojos anónimos, bajo el brazo. Autores ilustres, breves autores de insignificancia y aún filósofos graves comenzaban a apilarse en el fondo de un baúl que escondía su panza en un rincón del taller, o se detenían a dialogar desde una tabla colgada de cuerdas sobre el mismo baúl. No eran exageradas sus inversiones por este aspecto, ni profesaba un amor excesivo a los libros y, posiblemente, si hubiera hecho un verdadero presupuesto de gastos, figurarían en el renglón de los imprevistos. Eran como pequeñas golosinas, como osadías de chico audaz que se gastara el dinero
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en cosas superfluas, lo cual significaba que Juan Manuel no se sentía orgulloso ni se supervaloraba por esta lectura silenciosa, en cuyo objetivo seguramente pesaba más el deseo de cambiar los conocimientos para ulteriores perspectivas. No, él vivía, al parecer, contento de su propia suerte y practicaba su carpintería con tranquilidad, sin azares ni angustias, hasta el día en que otro carpintero construyera el cajón donde había de pudrirse. Nunca parecía desesperado como otros obreros que mantienen tórrida en el alma una aspiración insensata de aburguesamiento y un odio torpe contra el oficio. Era dueño de sus propios actos y no explotaba a otros, porque manejaba instrumentos de propiedad, pagaba su arrendamiento, su servicio de fuerza eléctrica y vivía independiente y libre. Los domingos desaparecía desde el amanecer. Hacia un pequeño lío con sus ropas sucias y, dentro de ellas, envuelto en papeles, ponía algunos bizcochos, frutas o chocolates y se iba muy temprano para el campo. Había en ello, quizás, una amante rural y dócil, que se escondía en uno de los pueblos sabaneros, le veía los trapos, los lavaba y recibía el homenaje dominical de un amor tranquilo como la totalidad de su existencia. Ella lo acompaña durante la tarde por los potreros abiertos al sol. Había sido fiel desde la adolescencia y sin crear el conflicto de la vida en común, mantenía la amistad cordial y sencilla de la mujer que no tenía pretensiones de zapatos, polvos, perfumes o lip-sticks. Allá se puliría el semblante todos los días con agua fría y, cuando había fiesta, se pondría su traje nuevo de zaraza, contenta de vivir como una buena vaca burguesa.
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Después, cuando la niebla cubriera aún los sembrados, barrería el pavimento, de dura y negra tierra, con ramas de retama, cuyas flores amarillas decorarían el suelo. Una cabaña pajiza, aislada y alegre, sembrada de cerezos y defendida por muros de ondulante caña brava, protegería ese afecto sin planicie, siguiendo un curso regular y ausente de contingencias, impávido a las tormentas. En los chorotes le esperaba la leche fresca, en el aire la pulcritud de un oxigeno inmaculado y, en el corazón de la campesina, la placidez de un amor sin turbulencias. Ésta era la vida de Juan Manuel Vásquez, que había logrado superarse. Estaba por encima del medio y menospreciaba las preocupaciones colectivas, clausurado en su dichoso egoísmo. Medía sus sentimientos hasta el punto de que no le perturbasen y estaba seguro de la amante rural durante los seis días de la semana. Ella se había acostumbrado al género de vida y, en su simplicidad perfecta, debía compartir su filosofía amable y dulcemente mediocre, sin inquietudes ni afanes. No les importaba, ni al uno ni a la otra, que los días se hiciesen largos o que fuesen deslizándose con pereza hasta llegar a seis. En el séptimo se regocijarían en su amor recíproco, posiblemente más sincero y profundo que esos tumultuosos sentimientos urbanos, en que las pasiones se exaltan. De alguna parte obtenía el obrero sus reservas de paz y sosiego que lo protegían, como una malla invicta, contra las asechanzas de la ciudad. Los que pudieran, que acariciaran ambiciones infecundas, que pensaran en grandes ascensos, que se desvelaran en las maniobras de la política o en los terribles problemas sociales.
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Él los tenía todos resueltos y su vida era como una línea recta sobre un plano azul. Y esto era lo que el obrero Juan Manuel Vásquez, carpintero y filósofo, escribía sobre el banco del taller, en algunos anocheceres tímidos y al mismo tiempo dulces , con el papel hurtando el lugar a los formones, que también querían tener su descanso nocturno.
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I. Me acuerdo del primer día que entré al colegio. En la víspera, mi padre me había arreglado los zapatos con tapones de madera, a fin de que pareciera más alto. Para que me admitieran, hubo que alterar mi edad. Sólo tenía ocho años, pero mi padre declaró que tenía diez, porque comprendía que era necesario aprovechar el tiempo, estudiar sin descanso y crearme una profesión muy apresuradamente. En esta posibilidad radicaba su esperanza suprema en que la familia saliera de esa indigencia que la estrangulaba. Mi padre quiso fortalecer mi primera década ante los ojos adustos de los profesores que me miraban con acritud y explicó: —¡Si está grandísimo! ¿No ven ustedes lo bien desarrollado que está? Los jesuitas no discutieron aquello. Eran unos hombres silenciosos y severos, muy poseídos de su importancia. Me examinaron en aritmética —sabía ya las cuatro operaciones—,
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me hicieron escribir una frase en el tablero, me preguntaron cuál era el sujeto de la oración y después me dijeron: —Diez años, ¿no? ¿Cómo se llama? Había salido triunfante del examen. Me admitían. —Juan Manuel Vásquez —dije con timidez. Y agregué para demostrar que estaba bien educado: —Enteramente a sus órdenes. Me contempló uno de los sacerdotes por encima de las antiparras, inclinando la cabeza y poniendo los ojos casi en blanco, contra las cejas ásperas. —¿Tiene diez años? —insistió como si se manifestase sorprendido. Parecía medirme, analizarme, desmenuzar mi pequeña existencia ante el ojo atemorizado de mi padre, que se angustiaba con la idea de que no pudiese ingresar al colegio y me viera obligado a perder un año todavía. Mi padre me había aleccionado para esta posibilidad: —Sí, reverendo padre, diez años. Lo dije cohibido con la cara enrojecida, con la voz un poco trémula. —Está muy pequeño. Ahora, cuando veo un retratito de aquella época me doy cuenta de mi aspecto. Era diminuto; me paraba sobre dos huesecillos frágiles, parecía a todas horas hambriento y débil. Es asombroso que, con aquella apariencia, me hayan creído los diez años. Extendieron un papel. Mi padre lo tomó en sus manos gozosas. —Son trescientos pesos los derechos de matrícula —dijeron. En aquella época no se decía tres pesos porque se hablaba en papel moneda.
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Mi padre pagó. Los dos jesuitas insistieron: —¿Pero tiene diez años? Son las exigencias del reglamento. Con menos de diez años no se puede ingresar a primer curso. O si quiere, póngalo en preparatoria —¿Y cuánto vale eso? —insinuó mi padre. —Son setecientos mensuales, pero almuerza en el colegio. Fue abrumadora la sensación de la cantidad. Era un mes de arrendamiento por la casa donde vivíamos. —Pero, padre, tiene diez años. Yo creo que puede entrar a primero. Además, el examen fue bueno. Por fin salimos. Mi padre parecía encontrarlo todo muy natural, porque tenía fe en mi inteligencia. Pero yo estaba muy sorprendido. Me parecía que, desde aquel momento, dejaba de ser muchacho: comenzaba a ser hombre. La breve escena del colegio me había hecho avanzar un largo tiempo en la vida y ahora me había engrandecido de súbito. Mi madre tampoco se maravilló del resultado. Se había desvelado tanto enseñándome las cuatro operaciones, la lectura, la escritura y el sujeto de la oración, que consideraba natural mi triunfo en el examen. Y aun cuando comprendía que era prematura mi entrada a un colegio tan serio como el de los jesuitas, tuvo que aceptar las argumentaciones de mi padre y decidió, con él, que era preciso aprovechar el tiempo. Los métodos pedagógicos que habían usado conmigo no eran livianos ni complejos. Cuando no aprendía con rapidez, ella se quejaba ante mi padre, que aplicaba una justicia rápida y me azotaba. A veces también me encerraban en un cuarto oscuro de la casa, donde habían ubicado al diablo. Yo me echaba a temblar,
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mi pequeño corazón quería saltarse del pecho, chocaban los dientes y pedía a gritos que me castigaran de otra manera, pero que no me encerraran con tan horrenda compañía. Allí estaría el diablo, como me lo habían descrito, hediendo a azufre, con sus cuernos afilados contra mí, negro, peludo y me devoraría; cargaría conmigo al infierno por desjuiciado y tonto. Como observaron mis progenitores que esta pena era la más conveniente y eficaz, empezaron a practicarla con frecuencia. Un día perdí el miedo por completo y entonces cometí mi primera falta de hipocresía, porque seguía fingiéndolo: ansiaba, en el fondo de mi espíritu pueril, que me encerraran. Esto fue porque la casa vecina era una panadería. La hija del panadero se llamaba Victoria, tenía unos quince años y era bonita. Cuando supo que me castigaban en el cuarto oscuro, separado por una delgada pared del patio de su casa quitó un adobe y se puso en comunicación conmigo. Entonces me consoló, me llevó un pan caliente y perfumado y metía por el hueco unas manos cariñosas que me enjugaban las lágrimas. Me explicó que el diablo no vendría, ni siquiera por los muchachos díscolos, como tan fácilmente querían hacérmelo creer, llevó un libro de cuentos y se sentó a leerlos. Huía cuando rechinaba la llave en la cerradura del cuarto fatal y venían a darme una libertad que no ansiaba. Sin embargo, de pronto descubrieron la cosa; ella no alcanzó a colocar el adobe, me encontraron devorando pan. Asombrados quizás de que hubiese adquirido una grande y silenciosa resignación, desde entonces prefirieron seguir azotándome. Después quitaron la panadería, nosotros nos
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fuimos de esa casa y nunca volví a saber de Victoria. ¡Que sus hijos le sean ahora reposo y alegría! Bueno; así fui, pues, al colegio de los jesuitas. Era un claustro colonial, circundado por amplias arcadas sobre sólidas columnatas de piedra. Habían pavimentado el patio con ladrillos puestos de canto, pero los corredores, bajo las arcadas, eran también de grandes baldosas de granito. En las paredes se abrían las puertas de los salones de clase —“las clases”, para simplificar— menos en el costado oriental, que daba al templo, al gran templo histórico y vetusto que desde entonces debía amparar mi infancia. Sobre uno de los ángulos, señalado por un grifo de agua, abría su boca desmesurada un corredor misterioso y sombrío, que se perdía en las entrañas del edificio y turbaba la imaginación. Después han derribado todo aquello y levantado una construcción moderna, mucho más alegre y suntuosa. La torre cuadrada del templo está ahí como vivo testimonio de lo que digo y vigilaba el patio como un espía. Por encima del tejado que cubría un segundo piso, en el que estaban las habitaciones de los padres y los dormitorios de los internos, se abrían las ventanas que daban al coro de la iglesia y por las cuales descendía una luz tímida para decorar los santos. Todavía no investigaba nada ni buscaba consecuencias a los objetos, pero me entristecí mucho cuando aprecié el ambiente en que debía mover mi vida en lo sucesivo. Creo que sentí un gran recogimiento místico, que experimenté un agudo temor a Dios y un vasto deseo de adorar su Santo Nombre y que, simultáneamente, me aprecié como diminuto y frágil ante tanta solemnidad y prestigio, pero fuerte para ser digno de éstos.
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Aquella mañana de febrero el patio estaba lleno de gente. Los mayores, los que llevaban ya una tradición de colegio, formaban grupos y se contaban en voz alta sus aventuras de vacaciones. Habían ido a las haciendas de tierra caliente o a las de aldeas de la Sabana durante los meses de diciembre y enero. Los nuevos nos movíamos con temor, con inquietud, como si en cualquier momento fuésemos a romper algo o a quebrantar una prohibición. La sensación de madurez que me impregnó esa víspera se acentuó ahora, con el contacto de aquellos muchachos que se agitaban con gran libertad de acción, familiarizados con todo. Aun entre los nuevos había algunas amistades domésticas y se formaban también grupos alegres. Fue por eso más impresionante mi sensación de soledad. Empecé a sentir un atontamiento, miraba a todos lados, como si buscase un rostro conocido y veía que todos me eran extraños. Tenía bajo el brazo mis libros de estudio: la Gramática de Álvarez Bonilla; la Geografía de Martínez Silva, arreglada por Abadía Méndez; la Ortografía de Marroquín y la Aritmética del padre Quijano. No… la Aritmética no la tenía porque mi padre no había encontrado la manera de comprarla y la Geografía era el texto en que había estudiado mi primo Luis en 1896. En ese entonces no me daba cuenta, pero después pude observar qué cambios habían ocurrido. Esta Geografía ostentaba, pintado con tinta sobre los bordes de las hojas, el nombre de mi primo, que empezó a avergonzarme ante los libros nuevos de los demás. Tampoco aquel día me di cuenta de la personalidad y la prestancia que dan los libros nuevos al entrar al colegio, ni de
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la insignificancia que denuncian esos libros averiados y viejos, pasados ya por manos inquietas. La Ortografía estaba forrada en hule, le faltaban cuatro hojas al principio, nos había costado veinte pesos en un quiosco de la Plaza de Mercado, frente a la Central de Policía. Y así todo. ¡Éramos tan pobres en mi casa! Lo mismo era mi indumento: estrenaba un vestido que mi madre había acondicionado de otro inservible de mi padre. La tela parecía nueva en las costuras y en los dobleces, pero los pantalones fueron remendados con parte de lo que había sido el chaleco. Los codos estaban en igual situación. Me cubría con una cachucha de dril que había costado quince pesos en una tiendecita del Camellón de Las Nieves y que difería notablemente de los buenos sombreros que yo empezaba a admirar en otras cabezas. Desde el primer momento llamé la atención. Era el más pequeño de todo aquel conjunto. Mis ocho años eran muy mal vividos, muy escuálidos y hambrientos. ¡Cómo serían los diez que me suponían! Me miraban, se decían algunas palabras graciosas y se echaban a reír. Encontraban cómico mi aspecto. ¡Pero aquellas manifestaciones podían ser también de cariño y simpatía! Me ruborizaba, me encogía y, cohibido, me iba a otro lado. Pero allí también se echaban a reír. Algunos me preguntaban, con sorna, a qué curso venía. Yo contestaba ufanamente: —A primero y ayer me matriculé. Los que estaban allí, entre los mayores, los de quinto y sexto año, próximos a ser bachilleres —¿cuándo lo sería yo?— han actuado después mucho en la política y se han hecho personajes.
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Hay veces en que me siento orgulloso de haberlos conocido, de haberme rozado con ellos en aquella lejana época, aún cuando nunca me hubieran determinado. Hoy son tan ilustres, ministros, jefes de partido, académicos… De pronto sonó un silbido. La muchedumbre se arremolinó y luego se dispersó en distintas direcciones como una colmena espantada por el humo. Yo estaba desconcertado y no sabía hacia dónde dirigirme. Fui hacia un extremo del patio, atolondradamente, pero comprendí que me había equivocado y retrocedí. Observé que empezaba a quedarme solo y fue mayor mi desconcierto. Entonces me lancé hacia el otro extremo. En el apresuramiento, los libros se me escaparon de las manos y al caer esparcieron hojas en todas las direcciones. Estaban tan usados, que la caída los desencuadernó. Corría detrás de los papeles dispersos, que se llevaba el viento, los recogía con presteza y procuraba volverlos a colocar entre los cartones quebrados que los protegían a medias. Cuando terminé me encontré aislado en el centro del patio. Me di cuenta de que reían ruidosamente, con ese estrépito que producen las carcajadas en coro y que, al sentirlas provocadas por mí, cobraban mayor estridencia para mis oídos angustiados. En cada uno de los corredores se habían formado dos filas paralelas de muchachos, regidos por un padre, con su bonete, su sotana y todos los quinientos ojos de tanta gente estaban dirigidos hacia mí. Brillaban las pupilas y las dentaduras con una crueldad que me angustiaba. No sabía adónde ir. Con paso inseguro, roja la cara y temblorosas las piernas, me aproximé por fin hacia uno de los extremos, aquel de la puerta profunda por donde se entraba a las entrañas del edificio. Entonces me atajó un padre:
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—¿Usted de qué curso es? —De primero —contesté angustiado. Y mi rostro se hizo más purpúreo. Tenía ganas de echarme a llorar, pero me sostenía una urgencia de masculinidad, la misma sensación que había experimentado la víspera se había acentuado al entrar en el claustro. —Pues allá. ¡Váyase allá, imbécil, estúpido! El padre estaba rabioso y mi primer paso en el colegio había sido el de quebrantar una disciplina secular. Todos sabían cuál era su sitio, dónde debían colocarse, menos yo. Ante las maneras tan rudas del sacerdote debía, seguramente, asustarme mucho. Las risas aumentaron por todas partes. Las filas iban a romperse, para manifestar el regocijo y para que cada uno pudiera contemplarme a su sabor. El padre apeló entonces al silbato, que resonó con estridencias brutales y el silencio se restableció en parte. Por fin me encontré en mi sitio. Otro padre dirigía aquel grupo, igualmente colocado en dos filas y me indicó dónde debía situarme, empleó unos ademanes benévolos que me emocionaron mucho y me dieron posibilidades de que corriesen algunas de las lágrimas que me estaban ahogando. Después pasaron lista y nos hicieron entrar a un salón lleno de bancas paralelas. A un lado, cerca del sitial destinado al profesor, había una bandera roja desplegada y al otro un pabellón azul. En la parte superior leíase en grandes letras doradas las palabras “Roma” y “Cartago” correspondiendo, respectivamente, a cada una de las dos banderas. El profesor señaló puestos —usted aquí, usted allá, listos— nos hacían meter entre las bancas, nos empujaban para apresurar la colocación y luego, subió al estrado desde donde dominaba todo con su imponencia.
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Luego nos explicó que en lo sucesivo quedaríamos divididos en dos bandos. Uno era el de Roma, que tendría su Emperador y sus dignatarios y el otro era Cartago, con su General y subalternos. Los puestos honoríficos se adquirían a costa de estudio y de consagración. Ser Emperador de Roma era llegar casi al nivel de Su Reverencia. El sitio de los altos funcionarios estaba al lado de la mesa y, desde el primer momento, todas las miradas se detuvieron codiciosamente allí. Seguían, en orden descendente, los soldados, clasificados de primero a último. ¿Quién sería, por Dios, el último soldado? ¡Qué vergüenza! ¿Cómo podría ése mirar a la cara de su compañero? Después del Emperador y del General, estaban los censores, los abanderados y los decuriones. Ya era algo ser primer soldado y Su Reverencia nos anunció que apenas nos conociera un poco haría la primera distribución de los puestos, lo que no tardaría más de una semana. Por lo pronto, debíamos permanecer como nos había colocado. Ofreció, además, explicarnos con claridad cómo se reglamentaba toda aquella organización. Nos hizo abrir los libros y nos dijo que debíamos aprender para el día siguiente la primera página de todos ellos. Eran las definiciones de cada una de las ciencias a cuyo umbral nos asomábamos para conquistarlas muy pronto en su totalidad. Pero antes había rezado unas largas oraciones en latín, un Avemaría y una Salve. Después declaró que nos tendría a todos contentos, que iba a implantar la justicia y que debíamos ser muy devotos de San Luis de Gonzaga y muy castos, porque eso era lo principal. Yo no sabía con exactitud qué cosa era ser casto, pero me prometí, con fervor sincero, serlo siempre.
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Nos habló de las tentaciones que persiguen a los jóvenes, del amparo que presta la Virgen para estos casos, de la eficacia del Rosario y de la pureza ejemplar de San Estanislao de Kotska, un joven jesuita bienaventurado. Por allá lejos sonó una campana alegre, cuyas vibraciones descendían por todas partes, esparciendo una sensación triunfal, que corría a lo largo de los tejados, caía sobre el patio y anunciaba alguna cosa solemne. El padrecito nos dijo que por ser el primer día, podíamos irnos a la calle y volver al siguiente. Todavía agregó algunas consideraciones sobre la devoción del Santo Rosario, nos explicó que aquella mañana no habíamos oído misa y advirtió que en lo sucesivo deberíamos ser muy puntuales, a las siete menos cuarto, para asistir al Sagrado Misterio. Después nos hizo formar de nuevo dos filas en el mismo orden de la entrada y nos encaminamos pausadamente a la calle. Todo era muy confuso para mí. Me parecía que andaba a algunos metros de altura, tocando de vez en cuando un suelo inseguro y ondulante. ¡Era todo tan extraño! Aquella aglomeración de muchachos, el deplorable incidente de mi desconcierto, las alegres risotadas de los que salían atropelladamente desde que se libraron de la vigilancia, la algarabía de la calle llena de niños estrepitosos que corrían hacia la Plaza de Bolívar, el eco constante de las advertencias de profesor, todo parecía envolverme en una nube, opacar mis sentidos, tergiversar mi personalidad. Quizás yo no fuera exactamente el mismo que algunas horas antes había salido de mi humilde habitación para empezar la conquista de una provechosa cultura.
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Se había formado frente al colegio un grupo nutrido de algunos de los mayores. Planeaban alguna cosa. Yo me había detenido, inseguro, en la puerta vetusta del colegio, ornada de jambas decoradas por los españoles (¿cuántos años haría de esto?) que hicieron esa casa mucho antes de Bolívar. Los estudiantes se rieron otra vez, me miraron y me señalaron con el dedo. Uno de ellos dijo en voz alta: —¡Parece un garabato! Fue una gran ocurrencia y todos la celebraron con estrépito. Después me gritaron: —¡Garabato!¡Garabato! La cosa hizo mucha gracia y hasta algunos transeúntes que pasaban analizaron mi figura, evocaron un garabato y se echaron a reír. Comprendí que algo tremendo había caído sobre mí y que nada podría borrar ese estigma tremendo. Me lancé a la carrera, llorando. Pero uno de los muchachos me alcanzó antes de llegar a la Plaza de Bolívar: —No llore, Garabatico. Es que estos friegan mucho. Pero no les haga caso, Garabatico. Expresaba una mentirosa misericordia, que lo demás celebraban con entusiasmo. Ahora me rodeaban bulliciosamente. —Verdad, perdónanos, Garabato. Se burlaban de mi y yo lo comprendía, pero era impotente. Estaba inerme, a merced suya. Desde aquel día no pude ser otra cosa que el Garabato. Mi nombre propio llegó a perderse tras al apodo. Y ésta fue una humillación que me persiguió implacablemente.
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