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Gabriela A. Arciniegas
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Rojo sombra Gabriela A. Arciniegas Laguna Libros isbn: 978–958–8812–05–2 Colección Laguna Fantástica Primera edición Bogotá, febrero 2013. Impresión Editorial Kimpres Ltda. impreso en colombia • printed in colombia 4
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Gabriela A. Arciniegas
colección laguna fantástica
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Vivimos en una plรกcida isla de ignorancia, entre las brumas de negros mares de infinito, y sin embargo, no vamos muy lejos. H.P. Lovecraft La Llamada de Cthulhu 7
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Siempre me aburrí de estar entre paredes. No, no era miedo exactamente. Era como si saliera hacia algún lugar, pero nunca pudiera encontrarlo. Me quedaba viviendo a mitad de camino, en una calle, en uno de estos lugares donde sólo unos pocos permanecen, no por gusto sino por falta de opciones. Donde nadie conoce a nadie. Donde usted no puede decirle a nadie que no pase. Donde no son las paredes sino los parceros quienes lo protegen y todas sus pertenencias van con usted; desde un rollo de billetes, un pedazo de ropa, una bolsa de pegante, una navaja, hasta su propia piel. Todo eso va y viene. Algunas cosas sólo se van y ya no importa nada. La lleca, como le dicen. Ahí es cuando el homo sapiens sapiens vuelve a ser un homo habilis. Donde usted puede tener muchos amigos y ellos mismos pueden ser sus enemigos. Pero ahí yo podía ser yo entre los humanos sin sentir la culpa. Ahí podía ser lo peor de la especie, cuando apenas intuía que yo era algo más. Jugaba a probarme máscaras, a ver qué tan creíble podía volverme frente a otros. Yo siempre cargaba con un rollo grande de billetes que casi no olían a muerto. Lo cargaba conmigo, entre la gabardina. Sí. En esa época no me avergonzaba lo que hacía. Más bien, aprovechaba lo que podía tomar 8
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para mí. Pero siempre me terminaba invadiendo la culpa. Por eso siempre cargaba mi colección de cédulas Para recordar a esos pobres infelices en el momento de su mayor asombro, de su último terror. Hubo un hombre que iba mucho por la universidad. Siempre bien trajeado, maletín como de ejecutivo, a veces con unas gafas de marco fino, reloj caro, olor a colonia, pelo —el poco que tenía— siempre peinado hacia atrás... Parecía que era profesor. Tal vez de economía, ciencia política, derecho... alguna carrera seria. Yo tenía como quince años y hacía unos seis estaba viviendo en la calle. Ya casi no me acordaba de nada de lo que había aprendido. Ni siquiera de cómo hablaba antes de llegar ahí. Yo lo seguía, lo miraba a través de las vidrieras mientras se comía su pasta en el restaurante San Marcos, muy pulido, limpiándose cada vez con la servilleta. Lo seguía cuando salía. A veces me le acercaba demasiado y él me daba monedas. Nunca se acordaba de mí. Nunca me miraba a los ojos. A veces me quedaba cerca de la U, donde los guardias no podían decirme nada. Lo esperaba donde sabía que él saldría. Luego lo seguía a su casa. Desde lejos. Casi siempre se iba a pie. Su apartamento quedaba a un par de cuadras de ahí. Tenía una esposa con quien salía en carro los fines de semana. Antes de que se lo llevaran los tombos, el Rata me insistía que para qué gastaba tanto tiempo en ese marica. Pero yo quería que él fuera mi papá. El hombre, a quien bauticé Edgar, comenzó a portarse extraño. Su ropa ya no era tan bien planchada, él ya no olía a colonia, cuando comía ya no era en San Marcos sino en cualquier tienda de sánduches o cualquier carro de perros calientes o de chorizos y ya no se limpiaba con la servilleta cuando comía. Se iba a clase con el suéter chorreado y el pelo enmarañado. Pensé que eso iba a cambiar, que lo que fuera que estuviera causando esa decadencia iba a solucionarse, pero pasaron varias semanas y eso no ocurrió. Sin embargo, yo estaba tan cansado como él. Yo era la parte de él que sentía rabia por estar derrotado. 9
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Era insoportable ver que pasaban los días y el hombre seguía vivo, respirando, insistiendo en repetir su misma rutina. Una mañana pasé frente a una tienda cerca de la universidad y lo vi emborrachándose como un camionero, eructando, carcajeándose. Cuando Edgar tomaba, si veía a una parejita meloseándose, o a un hombre o un muchacho hablando de su esposa o su novia, no resistía, se sentaba al lado y comenzaba a vociferar insultos a media lengua contra las mujeres. Si en la mesa no había sino mujeres se ponía a lloriquearles preguntándoles: ustedes por qué son así, por qué no se dejan amar. Luego comenzaba a llamarlas perras, frígidas, gasolineras, calientahuevos, hasta que se hacía sacar por el dueño o a veces por la policía. Una noche se acercó a hacer su número en una mesa donde había dos parejas. Se puso creativo. Uno de ellos, que también estaba un poco entonado, se levantó tumbando unas cuantas botellas de cerveza y le dijo un par de madrazos, lo empujó y lo hizo trastabillar en reversa y rodar por los escalones hacia la calle. Él no se defendió. Sólo quedó ahí tendido en el borde del andén. Yo, desde las sombras, no aguanté ver a mi papá putativo en esa situación. Pensé que podían robarle. Me le acerqué, así sucio, pelo enmarañado, barba tupida y con boronas, a ofrecerle mi ayuda. Pero claro, qué se iba a dejar ayudar. Más aún, ¿qué ayuda podía yo ofrecerle? Ni un taxi me pararía con esa pinta. Lo único que logré fue asustarlo tanto que el hombre salió corriendo como pudo. Creo que los hombres que estaban en esa mesa me lanzaron algo —una botella creo que fue— y me hicieron regresar a las sombras, donde me quedé con una sensación de estar encadenado, de estar en el lado equivocado de la calle, de que quizá yo era la única persona que quería ofrecerle la legítima ayuda al hombre y era la que menos podía hacerlo. Sentí compasión. Entonces temí. Todas las personas que más quería se habían ido. Muerto, desaparecido, alejado. Mis padres biológicos, el Rata. 10
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Por eso traté de alejarme, de no verlo. Estuve varios días oculto de los hombres en mi rincón secreto haciendo ayuno y pidiendo por mi alma. Pero esa noche los oídos comenzaron a zumbarme. El sonido de los cascabeles me poseyó. Me obligó a salir de mi escondite. Ese sonido hacía que mi cabeza quisiera golpearse contra las paredes. Me hizo caminar casi ciego por las calles vacías, mojadas. Las luces de los postes reflejadas en el asfalto y en los charcos me torturaban los ojos. Masajeando mi cabeza y sin poder evitar los gemidos que salían de mi propia garganta, entreabrí los ojos para ver que me encontraba en un sector donde no había ninguna luz. Ahí, poseído por ese zumbido doloroso, logré ver a un hombre de gabán negro caminando por la calle vacía. Caminaba como un ratón de laboratorio al que hubieran repentinamente inyectado alguna droga. Sin rumbo en la oscuridad. Era de él que salía el sonido histérico, redundante, del cascabel. Yo sabía que sólo había una forma de callarlo. Comencé a seguirlo, sobreponiéndome a los calambres que me poseían. Tomé carrera y ahí debajo de un árbol le salté sobre la espalda. Él se golpeó la cabeza contra el árbol pero no se desmayó. Ahí lo vi de frente. Sus gafas se cayeron y yo me quedé viendo sus ojos que en su borrachera se veían como los de un niño frente a un fantasma. “¿Por qué?”, le grité, así, con rabia. “¿Por qué me hace esto?”. El me miraba con los ojos muy abiertos, temblando. Por supuesto que no sabía quién era yo. Por supuesto que no entendía lo que yo le estaba diciendo. Por supuesto que mis quejas no eran contra él. Yo tampoco sabía bien contra quién eran. Lo desnuqué antes de que me respondiera. Como en las veces anteriores en que los cascabeles me poseían, un deseo antiguo hizo que me desnudara y lo desnudara a él. Entre estertores de ira y de placer sentí su carne entre mis dientes y abracé su cuerpo aún tibio hasta 11
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que el sonido se hubo calmado. Entonces, ahíto, con el sabor amargo de sus entrañas en mi lengua, cansado pero aún sintiendo la adrenalina en corrientazos por mi cuerpo, me lavé en un charco, pero fueron mis lágrimas las que terminaron limpiando mi cara. Lloré por mi orfandad. Me puse de nuevo mi ropa sobre la piel mojada mientras observaba cómo llegaban los perros, como si aparecieran de la nada, y terminaban de devorarse el cadáver. Luego me fui a botar bien lejos tarjetas de crédito, ropa, papeles. Miré su cédula, la apreté contra mi pecho. Desde alguna parte me estaban diciendo que para mí estaba prohibido amar. No la guardé con las otras. No la apresé. La puse sola, al lado de las demás pero en un lugar especial. Mientras buscaba dónde dormir, pensé que tal vez con lo que acababa de hacer era mi propia conciencia la que me decía que yo sólo podía amar así. Me fui donde Katia. El gran amor del Rata (hasta le puso Katia a uno de sus tres perros). Aunque sabía que yo le gustaba a ella. Yo realmente no confiaba en ella. Pero en ese momento sentí que no tenía a nadie más a quién recurrir. Hacía sólo un par de días que se habían llevado al Rata en una patrulla. Nadie sabía nada de él. Le alargué un rollo de billetes a la Katia y le dije, “ayúdeme”. Ella me respondió: "Papito, me ha ido tan bien esta semana que los polizontes andan por estos lados, que hasta se lo daría gratis. Lo consideraría un regalo de la Virgen". "No hable mierda Katia que la vaina está repeluda, además que usted está muy cucha para mí". Ella estaba bien para el Rata, pero a mí me daba asco estar con una mujer tan recorrida. Aunque cada vez que me la encontraba — casi siempre cuando acompañaba al Rata a darle alguna huevonada que él le compraba— ella me miraba con lujuria. Me dejó entrar a su cuartucho a escondidas del jefe, para que pudiera ducharme. Hasta se ofreció a lavarme la ropa. Ahí me estrelló contra la pared y comenzó a besarme, pero yo estaba nervioso. No lo disfruté. 12
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Katia olía a cansancio. Le gustaban las pelucas. Cada día se ponía una diferente, de diferente color, de diferentes estilos. Decía que la llamaran por nombres diferentes y hasta le cambiaba la mirada tanto, que hasta se podía pensar que era el color de los ojos el que le cambiaba, de cafés oscuros a color miel, casi cobre. Hoy era Catalina, la virgen de doce años, cagada del miedo y con la vida encima aplastándola; mañana era Cintia la sadomasoquista; pasado mañana era Candy, la niña risueña con curiosidad por saber lo que usted guarda en sus pantalones. Aunque estuviera sin maquillaje parecía estar siempre con el rímel corrido. Sus ojeras eran valles de tierra recién rozada. Sus ojos siempre me estaban mirando asomados sobre esos valles profundos, áridos, como soles amanecidos entre nubes negras que muchas veces vi derrumbarse como piedras por toda su cara. Al final del día, o al otro día cuando salía del baño, con la cara recién salida del sueño, yo no sabía quién era ella. Pasado un rato de hablar de cosas sabias, ella comenzaba a aburrirse y a apurarse para salir a buscar clientes. Estuve ahí casi todo un día pensando qué diablos hacer, entre esas sábanas que por más que las lavara todos los días siempre estaban sudadas y grasientas. Ella me trajo ropa. Se quedó mirándome... a veces yo pensaba que esa mujer era medio gitana, porque se las olía todas. Siempre que íbamos a verla con el Rata, ella sabía cuándo estábamos mal, cuándo estábamos planeando una pelea contra los del otro parche, o cuándo las cosas que le daba mi amigo eran robadas. Ahí se las tiraba a la cara. Ese día ella me dijo: “Usted será muy caribonito, mijo, pero a mí no me engaña. Usted no está yendo por buen camino. Mire que yo puedo ver en esos ojos hermosos lo inteligente que usted es. Yo quiero mucho al malnacido del Rata, aunque es un ídem. Él venía de una buena familia. Se notaba. Y si se hubiera aguantado un poquito, hubiera terminado ese colegio y en unos años entraría a una buena universidad. 13
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Ahora que él no está —y se persignó mirando hacia el techo agrietado y amarillento—, usted en vez de estar haciendo cagadas debería enderezar su vida, mire que todavía está a tiempo. ¿O qué pretende? ¿Quedarse viviendo por aquí de gamín hasta que quede como un loquito de esos que uno ve pidiendo limosna en las esquinas, o por allá todo reventado en una calle con la jeta llena de moscas?”. Se quedó mirando el rollo cochino de billetes que yo le había dado, luego siguió: “Mire que a mí este trabajo hasta me gusta. Conozco gente interesante, me pagan bien... pero hay veces que pienso que si yo no me hubiera escapado de mi casa tan chiquita, si hubiera terminado el colegio, tal vez sería otra persona. De pronto usted y yo no estaríamos hablando aquí”. Aunque tal vez hacía mucho tiempo no hablaba de eso y no pensaba en sus sueños, en el momento en que me lo dijo le vi que se le escurrían las lágrimas como si de verdad me lo estuviera diciendo desde adentro. Me devolvió toda la plata que le había pagado y me dijo: “Con esto le alcanza para arrendar una pieza por un mes. Valide su bachillerato, chino vaya búsquese un trabajo y hágase una carrera. Yo sé que usted, como le dije, es inteligente, capaz, que puede llegar a ser alguien. Quédese el tiempo que quiera aquí, pero que no sea para volver a esa vida. Hágalo por mí”. Yo quería saber quién era yo, entenderme, entender a quienes veía como del otro lado de la calle. De este lado, los “desechables”; del otro lado, los finos, los que están hechos para mostrarse. Que están en los museos sin nada por dentro, sólo mirando desde adentro de la vitrina. Me busqué una pieza y la tomé con el nombre de Izneldo Alcázares. Validé mi bachillerato con el nombre de Esteban Castillo, que era mi verdadero nombre y la cédula tenía mi verdadera foto, pues un amigo de la calle me había hecho el favor de fabricarme una identidad. Ahí fui recordando todo ese lenguaje que sabía antes de vivir en las calles. Ahí mi piel se fue blanqueando por permanecer 14
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tanto encerrado, comencé a apreciar el silencio. También le fui cogiendo el gusto a ver televisión, a leer, a visitar las bibliotecas para gastarme días enteros leyendo. A los diecisiete años me presenté a la U. Me presenté a Literatura. Fue casi un impulso. Día tras día me juré que iba a buscar ayuda psicológica para que me ayudara a descifrar mis deseos asesinos, pero día tras día me encontraba haciendo miles de cosas para pedir citas con diferentes sicólogos y no cumplirlas. O simplemente, no haciendo nada. Todas las noches extendía mi colección de documentos de identidad frente a mí y mientras me bebía una botella de aguardiente o una caja de vino barato, me dejaba asaltar por sus caras deformadas por el pánico en el justo momento en que me veían saltar sobre ellas. Veía las fotos, los ojos inconscientes de su destino eran repentinamente poseídos por odio y dolor, los veía salir de su bidimensionalidad y gritarme: ¡Asesino!, ¿por qué me mataste?, ¡pagarás por eso!
••• Mis ojos vagaron por mi mano, por los olores amargos que aún emanaba, que me llegaban hasta el fondo de la nariz. Mis piernas desgonzadas en el suelo, mi mirada perdiéndose en las figuras que formaba la humedad en las paredes descascaradas. Odié mi reflejo. No mostraba lo que yo estaba sintiendo sino lo que él había hecho. Su pelo empegotado, hecho una sola costra, sus ojeras de furia, sus ojos rojos y en mi cara sus arrugas alrededor de los labios que se borraban lentamente; las mejillas rojas y sudorosas, vestigios del rictus que había tenido una hora atrás. Rictus que pertenecía a otro. El sonido exasperante aún retumbaba en mis oídos, aunque más quedo. El sonido agudo, trepanador, que me hizo querer buscar dentro de esa piel, dentro de ese costillar. El cascabel insistente que me 15
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hacía morder, arrancar, masticar. Me di un baño de agua fría. El piso de azulejos blancos se fue enrojeciendo en espirales que danzaban hacia el sifón. El sonido se fue apagando hasta que sólo quedó el silencio. Ahí me vino el dolor. Me repudié. Golpeé mi cabeza contra la pared hasta que del otro lado recibí unos golpes furiosos. Me dejé caer al piso de la ducha. No podía dejar de llorar. “El hombre no se doblega ni ante Dios ni ante los ángeles (y algo que siempre olvido sigue acá) de no ser por el carácter de su débil voluntad”. “En mí no hay voluntad”, pensé. “En mí la voluntad pertenece a otro. Sí, al otro que me habita. Al que no me concede siquiera la gracia de actuar por una obsesión, o por una venganza. Del otro es la obsesión; del otro, alguna secreta venganza. Lo despiertan esas alucinaciones sonoras, esos sonidos exasperantes. Cada vez que él despierta, yo no existo. Cada vez que duerme, yo despierto con la barriga llena, con un aliento insoportable y con otro fantasma que me sigue. ¿Habrá alguna otra forma de que él se vaya, además de la muerte?”. Me puse lo primero que encontré. Metí en mi morral cualquier cuaderno, sólo para que hiciera peso, un esfero sin tinta y partí. Paré un bus. Sería sólo una media docena de cuadras hasta la universidad, pero sentía que las piernas simplemente no me daban. Rodeado de gente, sintiendo su calor húmedo, sus olores, los timbres de sus voces, me sentí a la vez como una alimaña en el centro del lento huracán del repudio y como un granjero que oculta su aliento mientras anda entre sus vacas acorraladas en su inocencia, al otro lado de la cerca de púas. Yo siempre habité un mundo paralelo, solitario, entendiendo a medias el lenguaje de estos seres que convivían conmigo. No podía entender los miedos que ellos sentían hacia sus congéneres, sus alegrías pasajeras, su afán fútil. Yo pensaba que eso era una consecuencia de haber vivido en las calles tanto tiempo. 16
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Ahora podía estar cerca de ellos sin que me vieran como a un indeseable, y aunque no dejaba de sentir esa alienación, esa incomprensión, tampoco podía negar el placer que me daba estar cerca de ellos, olerlos, dejar que rozaran mi mano al pasar y sentir las distintas texturas de sus pieles contra la mía. Entonces sentía que mi estómago se revolvía y quería devolver todo. Cuando estaba en espacios cerrados, como en ese bus, estos pensamientos me atormentaban más. En la calle en cambio, apartado de sus olores, de sus cuerpos, volvía a ser un n.n., pero me sentía más observado. Cuando ellos cruzaban sus miradas conmigo, yo sentía que en alguna parte de sus mentes sabían lo que yo les hacía. Yo iba de pie en ese bus, apretujado en una masa de cuerpos calientes, tratando de encajar de modo que pudiera respirar. El radio del conductor sonaba a todo volumen con las noticias de la mañana. A pesar del vibrante ruido del motor y de las latas rechinando unas contra otras alcancé a oír: “… madrugada se encontraron restos humanos en las inmediaciones del barrio La Candelaria. Según los peritos de Medicina Legal, corresponden a un hombre de entre cuarenta y cuarenta y cinco años. No llevaba ninguna identificación, no se le pudieron tomar huellas digitales y su cabeza no ha podido ser loc…”. Cerré la boca. El aliento me delataba. Sentí ganas de llorar. Entonces, una mirada aguda apuntaba hacia mí. Miré hacia todos lados hasta que en la última banca, detrás de la baranda de la salida vi un hombre con un gabán beige cerrado hasta arriba y un sombrero de fieltro gris. No era la primera vez que lo veía. El bus frenó, yo perdí el equilibrio y me fui encima de una señora que iba delante de mí. —¡Ay! ¡Cuidado! —Me dijo. —Perdón, qué pena —le dije sin muchas ganas. 17
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Ella siseó con el ceño fruncido mientras se acomodaba. El hombre ya no estaba. Pensé que era otra de mis alucinaciones. “Gadget” le puse entonces. A empujones me abrí paso hasta atrás. Cuando me bajé llené con smog mis pulmones, no con olor a carne y me sentí libre.
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“Of Cain awoke all that woful breed, Etins and elves and evil-spirits, as well as the giants that warred with God”. Beowulf
Crucé el túnel peatonal tratando de no fijar mis ojos en las sombras que me seguían y se arrastraban por el suelo. Cada vez eran más y si las miraba me susurraban. Comencé a pensar en Amelia. Amelia, repitiendo ese nombre como un conjuro. Amelia. La que me hacía sentir enfermo. La que hacía que se me helaran las manos. La que me hacía sentir como si tuviera volcanes babeando lava hirviente en el estómago. Supuse que eso era estar enamorado. “El amor es una porquería —concluí— y no quiero dejar de sentirlo”. Nunca hasta entonces había podido hablarle. Sólo la observaba desde lejos. Estudiaba sus gestos orgullosos, su sonrisa sarcástica y su seriedad lejana. Ese pelo de ala de cuervo, el capul que suavizaba esa mirada aguda y siempre doliente. Su sensualidad oculta bajo pantalones anchos. La carnosidad de sus nalgas, la curva leve de su cintura. La forma de sus senos un poco separados bajo camisetas rectas y largas. Cuando hacía frío se le erizaban los pezones y costaba trabajo quitarle la mirada. Ella caminaba jorobada y masculina, rehusándose a mover las caderas, a pasos largos, balancéandose pesada. Como si no quisiera ser tocada. Muchas veces en mis sueños yo la había visto desnuda riendo entre mis brazos. Muchas veces la había visto sin alientos, exhalando su último aire con la boca abierta, salpicada de sangre. Despertaba 19
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haciéndome la misma agria promesa: amarla en silencio. Mientras subía las escaleras del edificio donde tenía la clase, miré hacia todos lados a ver si “Gadget” estaba por ahí, pero no había nadie. Amelia ese día se había puesto la camiseta de la cleopatra con clavijas de guitarra, los jeans que dejaban al descubierto sus rodillas blanquísimas de niña del altiplano, su dedo meñique asomando por uno de sus tenis. Su pelo, cascada negrísima, caía por sus hombros ocultándole el rostro mientras pintaba algo en una hoja que tendía a enrollarse hacia arriba por la fuerza de su trazo. Flores entrelazadas con telarañas y calaveras que llenaban toda la hoja. Suspiré. Abrí mi cuaderno. Mi letra de niño de kínder se desparramaba a lo largo de las hojas como víctimas de un accidente de tren. Yo nunca pude aprender buena caligrafía. Si es verdad lo que los japoneses dicen, que la letra refleja el alma de quien escribe, yo no quería que ella viera mi letra. El profesor, Cárdenas creo que era su apellido, entró con su aire grave, su caminado de luchador de sumo junior y se paró en frente de todos como un elefante cansado. —Entonces para hoy teníamos Beowulf, ¿no es cierto? —dijo con voz que intentaba ser de locutor, pero que jamás lo sería. Se vieron por aquí y allá algunos movimientos afirmativos de cabeza, algunos murmullos y algunos pares de ojos desconcertados miraron hacia el tablero. Bien —siguió el casi obeso ser humano, bloqueando la humillación que nuestra indiferencia post-adolescente le quería hacer sentir—. Comencemos la mesa redonda. ¿Quién quiere empezar? Amelia levantó la mano emocionada. —¿Sí? —dijo en un intento frustrado por ocultar la repugnancia que le producían las mujeres, en especial Amelia. —La verdad, no quiero hablar de Beowulf, sino de Grendel. 20
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—Explíquese. —Bueno... este libro... —Amelia respiró mientras elegía las palabras— me parece que tergiversa un poco las cosas. El profesor pareció sorprenderse. —¿Sí? —dijo. Imagino que pensaba que su alumna más repudiada había cambiado de repente—. Continúe. —Lo que a mí más me sorprende es que califique a Grendel y a su madre como entidades maléficas. —Ajá —dijo el profesor Cárdenas, que pareció desinflarse como un globo. —La madre de Grendel para mí es como Lilith. —¿Por qué se detiene tanto en Grendel y la mamá? —Pienso que ellos fueron las víctimas. —Creo, señorita, que está idealizando la era pagana. No todo eran hadas y duendes. Todo dios que llegaba masacraba un panteón. Y mataba a sus sacerdotes y a sus hechiceros. —Creo que lo que ella está diciendo —irrumpí yo en un torpe intento por apoyarla— es que este libro da cuenta de una decadencia. Beowulf está decayendo. Cuando mata a Grendel es un héroe. Pero cuando se enfrenta al dragón, ambos son sólo un par de viejos decrépitos. Amelia permaneció en silencio con una sonrisa sarcástica. Era como si su cuerpo se hubiera convertido en una carcasa vacía y su alma vagara por otros rumbos. Rumbos antiguos. Me quedé mirando sus pupilas que miraban relajadas la pared vacía. El profesor respondió algo pero yo no lo estaba escuchando. Yo estaba en la Edad Media, vestido con una pesada cota de malla bajo una incómoda armadura, arrodillado ante Amelia, ella con un vestido largo, hermosa y pálida, asfixiada por un corsé bajo un corpiño todo bordado en perlas e hilo de oro, mirándome como ella sabe hacerlo siempre que la sueño, su mano empuñando mi enorme espada olorosa 21
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a guerra y a ajo, la punta en mi hombro, sonriendo mientras dice “En nombre de Dios, San Jorge y San Miguel, te hago...” y yo sonriéndole, sin el temblor de labios tan ridículo de siempre. Y de pronto su cara se hundió en un silencio grave, se tensó, se enrojeció y soltó la espada. —Jamás serás un caballero. ¡Asesino! —me gritó, como si en cada fonema se demorara una eternidad. Cada sonido que expulsaban sus labios era un tiro en el centro del corazón, donde se encuentran las aurículas con los ventrículos. Instantáneamente me transformé en Grendel. Cuando quise hablar sólo solté sonidos graves, inconexos, torpes. Mi aliento era azufrado y ácido, penetrante, como de animal pudriéndose en una habitación no ventilada. Ella recogió su vestido con ambas manos, dedos temblorosos, parcheados de rojo por la ira y por el pánico, dio media vuelta y salió corriendo, dejando un zapato atrás. Yo lo quise recoger pero se me rompió entre mis torpes, enormes dedos. Cuando uno se corta la piel, las células se refabrican. Las células del cuerpo no se resienten, siempre renacen. Perdonan. Pero las células del cerebro no y el alma no y la mente no. No podía ser otro. No podía cumplir el sueño de Katia porque en mi alma anidaba algo demasiado oscuro, algo que ella no sabía. No podía ser el hombre que ella quería que fuera. Pensé en la promesa que me hice cuando el Rata desapareció. Que me iba a poder entender a mí mismo y a la humanidad, que me iba a curar. A curar, ¡ja! Ahora sentía que había perdido el tiempo consiguiéndome una pieza, validando el bachillerato y leyéndome a los clásicos… que al final sólo habían servido para darle más metáforas al odio que sentía por mí mismo. Ahora, tres años después, mi proyecto de curación había fracasado. Nada de lo que había hecho en todo ese tiempo me había servido para saber quién diablos era. Me salí de la clase y me fui a la cafetería. Pedí un tinto. Tomé entonces una decisión: rebelarme. 22
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emperatriz con moscas He aquí que por la Gracia de Dios tienes el segundo componente de la piedra filosofal, que es la Tierra negra, Cabeza de cuervo, madre, corazón y raíz de los otros colores. Albertus Magnus Compositum de Compositis
—Hey. Pelao. ¿Qué le pasa? ¿Está perdido? —recuerdo que me dijo el Rata esa noche fría de llovizna en esa calle que yo no conocía. —Perdido en el infierno —creo haberle respondido. Tenía nueve años pero desde entonces ya me sentía muy viejo. Como si llevara sobre mí el peso de toda la Historia. No recordaba desde cuándo había sabido tanta palabra. Desde que tenía memoria de mí mismo hablaba así. —Venga, ¿dónde vive usted? ¿Le ayudo a encontrar su casa? — tardó en hablar él. —No tengo casa —respondí. Tenía ganas de llorar pero me contuve. Él me miró de pies a cabeza. Su escrutinio se detuvo un instante en el escudo de mi saco de colegio. —No hable mierda chino. Yo le aconsejo que vuelva a su casa, porque acá si se atreve a abrir la jeta, se lo van a bajar. Acá la vida es dura, ¿me entiende? Venga, párese que yo lo ayudo a… Creo que yo lo mordí en el brazo. No quería volver donde mis padres adoptivos. Él me agarró fuerte por el antebrazo. —Si va a vivir aquí, chino —me dijo frunciendo el ceño—, aquí gana el que más pega, el que más corre. 23
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e m pe ratriz con moscas
Eso llegué a ser yo. Era el que más pegaba. Pero el que menos corría. Y cuando corría, nadie podía alcanzarme. Así me había ganado el respeto de todos. Pero también el temor. No sólo por lo mal que dejaba al que se atreviera a pegar primero, sino porque todos sabían de quién eran los muertos que aparecían cada tanto. Pero nunca llegué a sentirme parte de ellos. Ellos quisieron hacerme su líder, pero yo sólo permití la compañía del Rata. Sólo él podía decirme Perro Loco. Cualquier otro que se atreviera a decirlo terminaba “con la jeta fría, llena de moscas”. Esos años que viví en la lleca hasta logré olvidar la culpa. Cuando me llegaba ese sonido que me hacía violar la caja sellada, el suave baúl que guarda las inmundicias del interior humano, hasta lo disfrutaba. Todo lo que yo llegué a ser entonces fue gracias al Rata. Él me protegió y me enseñó a reconocer en los rostros de los transeúntes los momentos en que son más auténticos y por lo tanto, más vulnerables: el dolor, la felicidad, el deseo, la ira honda, la angustia, la incertidumbre, la fantasía o el sueño. En esos estados, los seres humanos se concentran tanto en viajar al centro de su mente, de su corazón, de su sexo, que se olvidan de habitar el mundo. El mundo donde nunca se puede dejar de temer. Esos estados, claro está, son el comienzo. Luego debe venir la distracción y el sigilo. Al lado del Rata pasé larguísimos ratos sentado en una calle, simplemente observando a la gente pasar, tratando de imaginar de dónde venía, cuál era su pasado, cuáles sus temores, sus sueños. Verlos en lo gastado de la ropa, en la forma de caminar, en los más mínimos movimientos de sus manos y de sus caras, en la forma de sus dientes, la línea de sus cejas, de sus labios. En el movimiento de sus cuellos.
••• Todo era una noche oscurísima en la que dormitaba entre fruta podrida, huesos de pollo, pañales usados, toallas higiénicas usadas, 24
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hongos verdes, blancos, rosados, negros, olor a arroz agrio, a lentejas podridas. Despierto, patas de ratón caminando por mi pierna. Despierto, una mosca sobre mi cara tendida al sol como un trapo que nadie quiere usar más. Despierto, un perro me olisquea, levanta la pata, orina sobre mí. Despierto, nariz sumergida dentro de un montón de basura. Despierto masticando algo aún caliente, jugoso y sin discernir pelo ni huesos. Ni siquiera me molesto en escupir la cola. Despierto y me veo desde muy lejos, tirado al fondo de un callejón, tapado con periódicos. Es mi cuerpo tratando de sobrevivir. Mi cuerpo rebelándose contra mi voluntad de morir. Despierto con menos ropa que la última vez. Pero ya no veo en mi mente las caras acusadoras de quienes maté. Calor. Mi cuerpo semidesnudo cubierto de una delgada capa de hongos, de tierra, de piel muerta que se levanta como tiras de plástico amarillento. En el centro del blanco sol hay una bola azul que se va volviendo gris, cada vez más, mientras más fijo mis ojos en ella, y estoy aún tan lejos de mí que no respondo a las punzadas dolorosas que me envía mi cerebro por estarla mirando sin parpadear. Mi cerebro está a miles de kilómetros del lugar donde está mi cabeza. “Curioso”, pienso, “¿será que me ha crecido otra cabeza, como una cabeza gemela en otra ciudad, en otra galaxia? ¿Y en ella habrá otro cerebro?” Pero en esa cabeza no sentía dolor. A contraluz, una cara inmensa frente a mí, mirándome. Mis ojos han quedado con la impronta de la bola azul. No puedo verle la nariz, los ojos ni la boca. Tal vez si cierro los ojos y aguanto el poco aire que entra a mis pulmones, pensará que me he muerto, que no me resistiré si quiere llevarse lo último que me acompaña de mi ropa. Pero cuando lo hago sigo sintiendo su respiración y los quedos roces de su ropa cuando su pecho se ensancha. Carraspea. Abro de nuevo los ojos: ahí sigue, mirándome. La bola azul no se ha ido de mis ojos y no puedo saber qué cara está haciendo. Su respiración 25
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golpea suavemente mi mejilla. Comienza a molestarme. Me incorporo lentamente y me doy cuenta de que el sol me ha quemado la piel. Llevo mi mano sobre mis cejas y hago un esfuerzo por percibir quién es. “Gadget”. Barbas hirsutas y grises y sobre sus ojos dos puercoespines agitados. Podría construir una figura geométrica con los muchos ángulos de los contornos de su cara. Y esa mirada de agujero negro que me escupía la verdad en la cara. La verdad que yo no podía entender. Ya no quería hacerme el muerto. Quería correr. Mis movimientos eran torpes. Dos pasos y caigo entre la basura. —Lo estábamos buscando —me dijo. Se me ocurrió que era un policía. Sentí su olor, su aliento fluyendo hacia mí. Era un olor familiar. Otra punzada de miedo me trepanó el cráneo. Por un momento sentí como si el piso se moviera debajo de mí. —¿Quién es usted? —le dije tartamudeante. —Soy Luque —respondió y se me quedó mirando, como si esperara alguna reacción en los microtensores de mi cara. Yo sólo le devolví la mirada, vacía. Saber su nombre no me hacía sentir mejor—. Deje de drogarse y cumpla con su trabajo —su voz profunda tronó entre las paredes de mi cráneo. Él sabía. ¿Pero por qué lo llamaba trabajo? —¡Déjeme tranquilo! —definitivamente tenía que ser una alucinación. —Ya casi es luna nueva. Tiene que matar —me dijo con urgencia perentoria. Yo puse los pies en el suelo como pude. A pesar del mareo, de la ceguera brillante que ya comenzaba a desvanecerse, salí a tropezones de ahí. Mis piernas no me respondían, tenía que usar las paredes como apoyo para no caerme. Doblé la primera esquina que encontré y me senté. Miré hacia la calle ruidosa. Parecía ser mediodía, por el calor. Noté con extrañeza que él no me seguía. Hice todo el esfuerzo por recuperarme, respiré hondo, mientras la frase de ese hombre retumbaba en mi cabeza: “Tiene que matar”. 26
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Al rato, cuando ya me sentía más dueño de mi cuerpo y mi vista se podía enfocar casi hasta ver los letreros de los buses, me levanté, resuelto a volver a mi casa. Miré de soslayo hacia el interior de una papelería, un almanaque. Se acercaba el día 15. Hice cálculos. Llevaba casi dos semanas perdido en esas calles. No miraba a nadie, pero sentía las miradas repugnadas que me lanzaba la gente. Y el silencio de los ojos que no querían mirar porque tenían miedo de mí. Como en otros tiempos. —¿Adónde cree que va? —oí que me gritaban. Me hice el loco. Sin embargo, al poco tiempo sentí sobre mis hombros un peso, un sonido de tela que se frota contra sí misma. Mi cuerpo recordó de repente lo que era el calor de la ropa sobre la piel. En el vidrio de una tienda me vi cubierto con la gabardina de ese hombre—. ¿Cree que algún bus le va a parar estando así? —me dijo, siempre con su voz profunda y seca. En 1995 la avenida Caracas en el centro de Bogotá era como volver al tiempo de los saurios, estar ahí y ver pasar, entre toses, suspiros, gemidos autocompasivos y pedos, los destartalados buses de entonces andando a saltos como en un rodeo. Un arrume de latas donde al subirse uno se cortaba las manos todo el tiempo y a nadie le importaba el tétano. Con esa pinta ninguno me llevaría. Tampoco hubiera resistido sus coces y sus saltos. Hubieran venido las náuseas, mecanismo de mi cuerpo para limpiarse de todo lo que yo le había embutido. Recordé tantas veces que me había visto en una situación parecida, cuando a mi estómago se le daba por vomitar, el olor que quedaba a veces tan delator… Caminé como pude hasta el lugar donde yo arrendaba la pieza. La dueña de la casa me negó la entrada. Sin embargo se me quedó mirando, pareció asombrarse, me sonrió nerviosa y me dejó pasar, entre el desconcierto y la repugnancia. En esa estrecha pieza sin baño, mi ropa sucia tirada en montones encima de la cama, en el escritorio y en la silla y en el suelo, con la 27
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luz esquiva que apenas entraba por la ventana, se veía como gente muerta, desfallecida, con cuadrillas de moscas revoloteando encima de ella y alrededor, como si trataran de enderezarla, de ordenarla. Dejé caer la gabardina en el suelo, olí los hedores que me inundaban y me arranqué con rabia lo poco que me quedaba sobre el cuerpo —lo que quedaba de unos calzoncillos, una camiseta roñosa y un calcetín, los cuales fueron directamente a la basura. Necesitaba urgentemente echarle algo a mi estómago. Un tomate con hongos y una lata de atún dentro del escritorio fueron un hallazgo satisfactorio. Luego a la ducha, boca bajo el agua, tragando como podía. Me puse a pensar en eso que me había dicho ese Luque. Recapitulé. Luna nueva. Ninguna de esas noches en que se despertaban los cascabeles y me convertían en verdugo, recordaba yo haber visto la luna. Era como si el cielo cerrara su único ojo para no ser testigo de mis actos horrendos. Me puse a recoger la ropa sucia que estaba por todos lados. Recogí las botellas vacías. Las bolsas de basura llenas sonaban como las de un bar. Pensé que las bajaría en la noche, bien tarde, cuando la casa estuviera en silencio. Luque ya no me parecía una alucinación ni un fantasma. Y el encuentro con él no me había quitado el asco por mí mismo, ni las ganas de morirme, pero me había sembrado una pregunta imperativa: ¿Por qué sabía que cada vez que yo mataba caía en luna nueva? En la madrugada, manos en los sobacos, posición rígida, ojos apuntando al techo, vi que en el calendario de la pared decía que era lunes. Lunes 18. Dos semanas sin ir a clase. Nunca había faltado tanto a la universidad. Aunque, la verdad, poco me importaban las notas, o las fallas que pudieran ponerme. Yo iba porque quería entenderme a mí mismo, no para enorgullecer a otras personas o pesar mi coeficiente intelectual con un 2,0 o un 5,0. Me fui caminando hacia la universidad, como siempre, con mi fardo de espíritus resentidos. Pero esta vez, no sé desde qué momento, 28
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empecé a sentir que algo más denso me seguía. ¿Luque? Seguí caminando sin mirar atrás. Sin apurarme, sin ir más lento. Quería ver hasta dónde llegaba, o si acaso era mi paranoia. En los vidrios de una peluquería camino al túnel peatonal, me vi ojeroso. El pelo en mechones largos y grasientos sobre la cara quemada. Mi cara poblada de pelos que no me había podido rasurar. Tenía los labios partidos y me dolía hasta la saliva con que intenté humedecerlos. Mis ojos bajo esas greñas desordenadas no podían enfocarse en nada y las pupilas estaban dilatadas. Parecían ojos de loco. Era como si me hubieran encontrado insolándome en el desierto. Caminaba pesadamente. Subí las escaleras. Asfixia. Al pisar el escalón más alto me detuve. Volteé la cabeza hacia un lado, luego hacia el otro. Entré al salón. Dos muchachas paradas al lado de la puerta, dos cuerpos curvados como afroditas, vénuses vestidas con camisetas de Green Day, con jeans y gabanes negros, discutían con miradas circunspectas. Una, pelo rubio y enmarañado cogido en una moña con un esfero. Quería parecer andrógina, pero rezumaba sensualidad femenina por cada poro. La forma como chupaba el cigarrillo era una llamada desesperada a ser poseída salvajemente. La otra, pelo negro que caía en cachumbos esfumados, casi afro, apartado de la cara con una cinta. Tenía una chocolatina Jumbo Jet en la mano y mientras elucubraba sobre temas elevados e intelectuales la iba mordiendo con lujuria, como si el contacto con el cacao dulce, cremoso, le produjera pequeños orgasmos. —En realidad lo que plantea Cortázar es una dualidad razónlocura, realidad-ficción —oí que decía la rubia y se perdía en el humo que iba saliendo de su boca. —No, yo creo que él lo que quería transmitir es un regreso a la infancia, a través de una mirada surrealista, una predominancia del subconsciente —le respondía la de pelo negro limpiándose la comisura del labio con el meñique. Las dos se paraban, la una con el cigarrillo 29
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en la mano haciendo con la mano el gesto del Jesús predicador, la otra enarbolando su chocolatina a medio comer. Ahí vi a Amelia. Amelia, haciendo filas de caracteres que yo nunca había visto, esmerándose hasta en la respiración cuando los dibujaba sobre un papel envejecido, quemado laboriosamente en las esquinas. Levantó los ojos y me miró. Sus ojos apuntaban hacia mí del modo en que lo hacen las muchachas solas: buscando lo que de sus pasados amores hay en uno, preguntándose si se enamorarían de uno, tratándose de imaginar un beso de uno. Siempre el amor viene de una pregunta que se responde con una sola sílaba, si es posible, con signos de exclamación: ¡Sí! Por supuesto que antes de esa pregunta, hay algo indefinible por palabras humanas:. Es como si en la mirada las dos personas se volvieran tiempo dos chispas microscópicas que chocaran y que al chocar descubrieran tener el poder de dos galaxias. Ahí la razón se hace consciente del milagro. De que dos cuerpos groseros sean al mismo tiempo dos chispas y dos galaxias... ahí viene la pregunta. Entre nosotros había ocurrido la colisión. Yo tenía esa certeza. Pero la respuesta que yo había dado a mi pregunta, con signos de exclamación, era un no. Ella ahora estaba sola pero yo no podía tenerla. Ella... ¡me sonreía! Y mi sonrisa trató de cortar la adustez de mi rostro, pero por la insolación y por mi timidez sólo me salió una mueca que sentí extraña. Ella, sonrojada, seguro con el corazón latiendo como loco, bajó la mirada e hizo como que volvía a su tarea. Mi sonrisa se curvó hacia abajo. Tragué saliva.
••• Caía el sol desmayado, lentamente, entre los olores polimorfos de la ciudad. Desde pequeño, para mí cada olor tenía una textura, un diseño, un color. Parado en la calle me gustaba cerrar los ojos, 30
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tratar de discernir los olores que me llegaban a la nariz. Me gustaba dividirlos e imaginarlos a cada uno como un objeto palpable, con peso, con temperatura, con tamaño. Independiente del objeto del que emanaba. Cuando fui creciendo comencé a crear un mapa olfativo de la ciudad. Mi propia galería de olores. A medida que mi olfato se aguzaba, comencé a distinguir los detalles de esos objetos que había creado en mi cabeza. A animizarlos, a ver el estado de ánimo que cada olor poseía. En las diferentes zonas de la ciudad por las que había transitado. Yo había olido la vergüenza, la alegría, la timidez. Había visto los fosfenos que me llegaban de cada una. Pero un par de veces, entre todos los olores que podía percibir, había distinguido un aroma único, diferente. Era como oler la verdad. ¿Sí me entiende? Esa tarde volví a olerla. Me impelía a seguirla. Me guió por calles y calles sin debilitarse. Recorrí la ciudad, sumergiéndome cada vez más en el sur. Sobrepasé los callejones donde tantas veces había dormido, llorado, despertado sobre cadáveres sangrantes... caminé como fantasma por esas calles ruinosas y basuriegas. Entre el olor ácido del alcohol asimilado en el cuerpo del mendigo que zigzagueaba buscando comida entre la basura, el sudor putrificado por la ira del hampón oculto detrás de una pared, el almizcle cansado de las tres prostitutas paradas con sus vestidos escotados y la piel erizada por el frío, sus corpiños rellenos de billetes manoseados, la testosterona de los dos travestis de rostro anguloso y huesos pesados mezclada con cosméticos. Ellos, los intocables, los demasiado tocables, los sin-dolor, los sin-lágrimas, todos me conocían, me saludaban en silencio y veía yo en sus ojos el terror. Yo conocía el rumor que zumbaba de boca a oído y se multiplicaba a mi pesar. El Rata me había contado que alguien, siguiendo unos aullidos desgarrados, poderosos, había llegado a un callejón oscuro. Y era mi cara la que iluminaba el poste de luz, la que se cubría con el vino de la muerte, la que ofrecía los dientes a la luz amarillenta de la noche. 31
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Me costó creer que todo eso salía de mí, pero las calladas venias de cabeza que recibía de alimañas y de intocables, de los conocidos e incluso de caras que nunca antes había visto, terminaron por convencerme de que era yo el actor de esa historia. Cuando yo mataba lo único que existía era el éxtasis, el hambre y la furia. Sólo ese relato me había hecho consciente de que desde afuera esos momentos se veían muy diferentes. Aún después de dejar la calle y tomarme como un vándalo las comodidades de quienes llamábamos “los ricos” (que eran todos aquellos que vivían bajo techo y podían comprar comida), sus miradas seguían marchitándose al verme, y las venias, aunque menos, seguían sucediendo a mi paso por el territorio que una vez me había pertenecido. Todavía, quien se atreviera a dar un paso hacia mí, para robarme o siquiera para hablarme, era inmediatamente detenido muy disimuladamente por quien estuviera cerca. Mientras tanto, el rastro se hacía más fuerte, más parecido al aroma de mis sueños, al aroma de mi madre. Era de noche cuando mi nariz me llevó al fondo de un callejón trunco, lleno de bolsas de basura reventadas y ahí me detuve. Busqué con mi nariz el lugar donde se originaba ese olor único y exquisito que venía en oleadas hacia mí. Y fue un enigma en ese momento darme cuenta de que ese olor no venía solo. Se envolvía en un velo de fluidos humanos, de agua empozada, de podredumbre. Todo eso venía del suelo. Ahí vi que me encontraba sólo a unos pasos de una alcantarilla abierta. Me acerqué siguiendo el rastro con la nariz y ahí me di cuenta de que había alguien parado al lado del hoyo en la calle. Era Luque. Lo olfateé disimuladamente pero no percibí de él ningún olor. —Señor, usted no va a entrar aquí —me dijo, seco, frunciendo esas púas de puercoespín. —Yo… —comencé a decir torpemente. Esta vez no quería huir. —Aléjese de aquí. Váyase a su casa. 32
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—¿Por qué? —¡Váyase! —me gritó, haciéndome un ademán de atacarme. Como una fiera. Tan fiera que en ese instante me pareció increíble que por esa misma boca pudieran salir palabras inteligibles. Corrí. Por entre el ruido afanoso de los buses, por entre agujas estridentes de trompeta y humo de cigarrillo, por entre las risas nerviosas, el paño parco y oloroso de los mariachis, el tintinear de sus espuelas, el betún de sus botas, por entre el smog y la fatiga de las gentes. Carnaval de olores y sonidos estridentes de una horda de zombis. Me volteé hacia atrás. Luque ya no estaba. Di media vuelta y volví caminando resuelto hacia la alcantarilla. Miré hacia abajo. No había nadie. Tampoco vi nada de qué descolgarme, pero mi urgencia era tanta y el olor me golpeaba tan fuerte que salté. Al caer, un chasquido de agua sucia retumbó por las paredes de los túneles. Gotas ácidas, amargas, hediondas a mierda, me salpicaron. Sentí el frío de ese líquido profanado sobre mi cara. Recorrí con los ojos mi entorno, atento frente a cualquier cosa que alterara las sombras en la penumbra de ese laberinto. Me pareció un déjà vu. Los olores que me llegaban de lejos me hicieron sentir tranquilo pero a la vez eufórico y no fui capaz de explicarme por qué. —Bienvenido a Hilandra —dijo una voz en mi cabeza—. Ven, por aquí —y yo la seguía. Me dejé llevar por esa voz. El chillido de una rata retumbó por los túneles. El agua goteando. Una corriente lejana. El eco de una voz. Voces infantiles, voces adultas. Voces viejas. Sollozos. Me acercaba a una cámara que era la intersección de varios túneles. En el suelo, cajas de madera y cobijas raídas. Un niño con la cara sucia y los mocos secos en las entradas de la nariz, dormía desgonzado en la saliente de un túnel en la parte alta de la cámara. Otros, adultos, hombres y mujeres, venían hacia mí desde otra. Una carcajada estridente. Susurros. —Miren, ¿qué es eso? —me habían visto. 33
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—Ay, miren lo que diosito nos trajo, un hijito-de-papi —graznó una mujer desdentada, demasiado joven, demasiado vieja—. ¿Se te perdió algo mijito? —La zona rosa queda más al norte, papito —dijo otra—. Y un poquito más arriba —todos rompieron a reír a carcajadas. —¿Estás buscando tu BM? —dijo un hombre de voz agria y cascajosa. —Se habrá caído —dijo otro. —Con esa cara de huevón —se burló uno con voz aguda. Eran como buitres de alas raídas, de voces como chillidos de sus picos sucios, avinagrados y desdentados. Tanto tiempo había pasado en la calle... y ahora me sentía tan extraño... en ese territorio que no era el mío. Detrás de mí, pasos acercándose. Volteé mi cabeza y vi a un hombre grande, ancho, de cara tosca. —A ver, papito, ¿qué nos va a dar? —Sí, la cosa es dando y dando. —Aquí nadie viene a pasiar —las palabras salían trabajosas. Los mofletes se inflaban y se desinflaban como globos al pasar el aire por entre la ciudad derruida en su boca. —Sí —dijo la primera mujer—. A todos nos costó trabajo llegar a esta puta alcantarilla. —Sí —dijo otro—. A recibir los miaos y la mierda de ustedes. —Tenemos hambre. Bájese algo. Estos no eran de los míos. Cuando yo viví en las calles, nunca toleré la injusticia. En mi territorio, quien no robara a los ricos era un traidor. Y se le mataba, igual que se mataban los policías que intentaban limpiarnos como si fuéramos ratas. Pero a estos los habitaba algo muy distinto. El grandulón, que aunque desnutrido se veía imponente, me mostró una navaja demasiado bonita como para combinar con la cobija apestosa que le servía de abrigo. 34
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—Quítese la ropa —Yo sonreí. No sabían que no era mi primera vez. —Quítenmela —dije volviendo en mí. En mi antiguo yo. —¿Quiere que le midamos el aceite? —dijo el mismo hombre. —Sí. A ver. Chúcenme. —Ay, se puso brioso —dijo una de las mujeres—. ¿Cree que está con sus amiguitos en el club? Bájese la ropa. Toda. O se la bajamos —apenas podía respirar entre su humor corporal, su aliento, el olor podrido de su ropa y los hedores del agua. Cuánto tiempo había pasado sin percibir olores como esos. Pero ahí abajo se concentraban y se potenciaban. Todas las miradas apuntaron hacia algo detrás de mí. No alcancé a mirar cuando sentí una punzada fría en el costado izquierdo, un repentino mareo, confusión, caí al suelo zangoloteado por varias centrífugas que venían de los brazos frenéticos de esas gentes, oí sus gritos ansiosos, no podía moverme por el dolor, algo caliente mojó mi mano. Sentí cuerpos grasosos, pegajosos, contra el mío. Sentí sal, moho, tierra, orín, rastros de pegante en mi lengua, puños iban y venían, hasta que alguien gritó: —¡Vienen los de abajo! —era una voz femenina, avejentada y guerrera. —¡Los monstruos! —lo secundó otra, más por lo bajo. El resto le hizo eco. El dolor era tan agudo que no podía abrir los ojos, pero ya no sentí sus manos tratando de arrancarme la ropa, ni sus puños golpeándome, sólo oía sus respiraciones agitadas por el esfuerzo de sus cuerpos escuálidos. Olía su aliento nauseabundo y los hedores de los túneles. Sentía el agua sucia y fría bajo mi espalda. Esa punzada helada en mi estómago que no se iba. La sensación líquida y caliente bajo mi mano. No quería abrir los ojos. Pero de entre todos esos hedores se alzaba el aroma que venía siguiendo. 35
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—Déjenlo —dijo su voz áspera y potente. Luque—. Pronto sabrán de nosotros. Oí los pasos de esa gente, con sus hedores alejándose de mí, sus labios apenas susurrando, temblorosos, mientras los pasos de mi salvador se acercaban lentamente. —¿No le dije que no entrara? Mocoso de mierda. —sentí cómo él me levantaba y oí líquido goteando en el agua. Quise pensar que lo que goteaba era agua. Pero sabía que no lo era. Sentí mi cuerpo moviéndose involuntariamente, mi sangre yéndose toda a la cabeza. Abrí los ojos y me vi sobre su espalda. Me había cargado sin hacer esfuerzo, a pesar de la edad que parecía tener. Había cargado a un cuerpo de casi dos metros y unos ochenta kilos. Yo sentí su cuerpo extraño, como frío. Como aire. Conmigo a cuestas caminó hasta la alcantarilla por donde yo había entrado y saltó a la superficie. Me dijo algo como qué terco —no puedo asegurarlo porque el mareo y el dolor me estaban dejando sordos— mientras me recostaba contra una pared y me levantaba la camisa. Me arrancó una manga y me la puso en la herida. —Presione acá. No se mueva —y me dejó ahí, inhalando esos hedores impregnados en mí. Tanto que había peleado en el pasado sin recibir un solo roce y estaba ahí tendido, la sangre saliendo a chorros de mi estómago, arañas de colores fluorescentes en mis ojos y un sabor brillante en la lengua, parecido a la piel blanca de la naranja pero con electricidad. —Ahora sí me vas a dejar solo, ¿no, cretino? —le dije a mi propio cuerpo. Ahora es que decides morirte. —¿Qué hacía usted ahí? —le pregunté con mi último aliento. —Si esa gente le hizo esto —me respondió—, no quiere saber lo que le harían los nuestros —alcé las cejas que era lo único que podía 36
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hacer sin que me doliera—. La herida no alcanzó a perforar sus intestinos. Venga lo llevo a su casa. —¿A mi casa?
••• —A ver, abra los ojos —me dijo entre cachetadas. Me vi en el baño acostado bajo el agua caliente de la ducha. Volví a abrirlos y sentí la comodidad del colchón de mi cama contra mi piel, olor a jabón. Sentí la venda. Oí un canto, lejano, lejano, como tribal. Y era Luque quien cantaba.
••• Estoy entre sus brazos. Su corazón late muy fuerte, me aprieta contra ella, sus brazos temblorosos, olor de su sudor, de su cuerpo lacerado. Y de su perfume. Corre. Corre aunque algo en su respiración me dice que ya no puede más. Nos siguen gritos. Gritos enfurecidos. Palabras duras que no entiendo pero que… siento. Nos tironean. Nos agarran. Ella grita. Tropieza. Huelo saliva. Una herida grande, grande y roja como un cráter. La luna. Siempre que veo la luna veo las heridas de mi madre. Mordiscos. No son animales. Pero tampoco son gente. Es el olor… Un olor que no me lleva a nada de lo que recuerdo. De nuevo el mismo sueño, de nuevo, me digo. Y no me puedo despertar. Su pelo, el pelo de mi madre, huele a muerte. Mi mano pequeña, torpe, agarra un mechón de ese pelo negro, húmedo, y de su pecho me llegan oleadas de calor que no encuentran adónde pedir auxilio. Y ese perfume… Nos agarran, nos siguen tironeando, mordiendo. Lloro. Siento que todo se está acabando. No veo las caras sino dientes persiguiéndonos. La mano de mi madre cubre mi boca, su voz agitada me 37
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dice que por favor me calle. Siento el olor amargo de su ira. Aire frío soplando en mi cara. Mi espalda contra algo duro y húmedo. El tacto débil y tembloroso de sus labios en mi frente, el aliento que exhala su nariz, su mejilla caliente, mojada, contra la mía. Mi pecho medio ahogado por un abrazo largo, fuerte, y una cruz muy grande elevada sobre una casa. Ya nadie nos tironea. Ya nadie grita. Todo es silencio. Todo es viento frío. Las primeras gotas de una llovizna comienzan a caer sobre mi cuerpo, sobre las cobijas que me arropan y que huelen a ella, a su sangre, a su perfume. Y al sudor de los otros. No hay nadie. No está ella. Mi nariz la busca, pero no la encuentra. Estoy solo. Solo, mojado y frío. Despierto con los tajos de sombra de las persianas sobre mi cuerpo detenido. El rostro de mi madre aparece como una mancha borrosa en la oscuridad. Son sus ojos los que permanecen en mi memoria, pues todavía hoy, cuando me miro en el espejo, es lo que veo. Sus ojos. Sus ojos y su mirada, que no es de horror. Es ira. Odio. Tampoco se me han borrado sus lágrimas. Sí, muchos años y muchas veces ese mismo sueño, sólo ahora lo comprendo. Ella no huye. No huye del dolor, no huye de su muerte. Ella acoge su propia muerte. Pero le urge que yo viva. Siento dolor. Me siento solo. Siento rabia. Mucha rabia. Mi estómago se siente pesado. Un olor ácido y salado penetra mi cerebro.
••• La luz entró a chorros por mis ojos. Cuando pude enfocar, Luque estaba ahí todavía, sentado en una incómoda silla al lado de mi cama, con ese rictus siempre adusto. Ahí me pregunté cómo era que yo había resultado ahí, en mi pieza, en mi cama. Él me miró con sus ojos penetrantes y oscuros. Se levantó de la silla, cruzó por delante de mí sin mirarme, salió de la pieza y lo oí 38
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en la cocina de la casa haciendo ruido con los platos, las puertas de las alacenas, los cubiertos, las ollas, seguro tratando de saber dónde estaban las cosas, pero yo no tenía alientos para indicarle nada. Así que sólo esperé. Quería que me respondiera todas las preguntas que se me habían despertado la noche anterior. Al rato volvió con un peculiar desayuno: un caldo marrón de olor entre acre y dulce que parecía hecho con tierra y pasto. —Tómeselo —me ordenó, entre cariñoso y marcial. Fue lo único que me dijo, sin mirarme, moviendo sólo la mandíbula para hablar. Me alcanzó el tazón y el olor me caló hasta el fondo de la cabeza. Con ese color, esa densidad—. Se preguntará cómo ha sobrevivido a tanta porquería que se ha metido. No es un poder que deba atribuirse, ni es porque su dios lo odie —yo a esas alturas no sabía si asombrarme, asustarme o permanecer indiferente—. Nos ha dado mucho trabajo, Señor Castillo, para mantenerlo con vida —se sentó en la silla que había a mi lado. Quieto, con el rictus siempre igual y sin pronunciar palabra, se volteó hacia la ventana de espaldas a mí, mientras yo daba dubitativo cucharada tras cucharada, y esperó hasta que me hubiera tomado la última gota de ese bebedizo. Repentinamente me sentí repuesto. El dolor había disminuido notablemente. —¿Por qué le interesa tanto mantenerme vivo? —le dije. —No le puedo responder eso todavía. —¿Qué es lo que quiere de mí? —y traté de verme inmutable, como él. Él no dijo nada. Dejé pasar unos segundos. Él tenía los ojos fijos en el vacío. ¿Qué hacía en el túnel? ¿Por qué me sigue? —era como si no existiera. Algún día me va a tener que hablar —le dije. —No sea impaciente —me respondió—. Ahora levántese. Vístase. —¿Cómo…? —Vamos a dar un paseo —se levantó de la silla y caminó hasta la puerta. 39
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—Paseo. ¿Se le olvidó que anoche casi me matan? —Lo espero afuera. Apúrese. Después de lo que había hecho por mí, yo quería confiar en él. Pero algo en mí insistía en dudar. Bajamos y salimos a la calle. Luque caminaba despacio pero a grandes zancadas. Yo tenía que seguirlo a pesar de mi debilidad. Cruzó la Séptima por entre los carros. Yo sólo lo seguía. Paró el primer bus que pasó. Entonces se volteó hacia mí y me dijo: —Vamos, tenemos que llegar puntuales. Se subió y pagó los dos pasajes. Nos sentamos. Ya no le preguntaba, sólo seguía con la terca esperanza de que él comenzara a hablar, pero él estuvo callado todo el tiempo. Sólo dijo después de un largo rato: —Aquí es. Toque el timbre. Volvió a cruzar en medio de los autos. Yo lo seguía con el corazón en la boca mientras sentía el zumbido de los motores delante y detrás de nosotros.
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