La ficción del monje (fragmento) de Fransisco Montaña

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Francisco Montana Ibanez



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La ficción del monje Francisco Montaña Ibáñez Laguna Libros isbn: 978-958-99887-6-3 Colección Laguna Fantástica  Primera edición Bogotá, septiembre de 2012. Impresión Kimpres Impreso en Colombia • Printed in Colombia Con una versión previa de este libro el autor recibió la titularidad como profesor de la Universidad Nacional de Colombia.


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colección laguna fantástica



La vida es la única verdad real; vivirla es nuestro destino; mostrarla desnuda es nuestro único deber. —Biófilo Panclasta. En un trabajo de ficción, se da por sentado que hay una mente consciente detrás de las palabras de una página; pero ante los acontecimientos del así llamado mundo real; nadie supone nada. —Paul Auster.



Una casa en Montana

Voy a pensar en cosas reales. Voy a pensar en el mundo de la realidad al que pertenece la carne. Para eso he venido. Para reflexionar sobre la realidad. —Haruki Murakami.



Estaba oscuro. Estiró su mano para tocar la lona del morral. Su tibia aspereza lo reconfortó. Siguió con la punta de sus dedos la superficie del objeto que contenía todo lo que podía contar como sus pertenencias. El camión se sacudió en un bache. Su hombro golpeó contra la puerta. Miró al conductor. Sus facciones apenas dibujadas por el reflejo de la luz del tablero eran atemorizantes. El olor a establo que lo había asaltado con su densidad cuando se subió a la cabina se materializó ahora en las líneas de ese rostro que no le parecía humano y al que no podía adjudicarle ningún parecido. Lo miró unos instantes preguntándose si realmente era posible encontrar algo de mamífero en él. Retiró la mirada con su pregunta y volvió a sentir las correas de


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cuero que le daban sentido y forma a esa bolsa de lona. Nada más. Miró por la ventana. El bosque homogéneo no cambiaba desde que salieron de Conrad. Pinos o eucaliptos, o acacias, o quién sabe con qué denominación sería posible referirse a esos troncos. Formas sobre formas. Sombras que se diluían en la profundidad de una enorme forma sin final. Supuso el olor que podría emerger de esos troncos y esas ramas que apenas lamidos por el haz de las luces amarillas del camión desaparecían en la espesura de las formas. Sin nombre. Como un animal recién visto, extraño a cualquier manera de ser nombrado, ajeno. Quiso preguntarle algo sobre esas formas al conductor, pero no pudo imaginar cómo articular una frase con sentido. Para preguntar, tenía que ser capaz de rodear el vacío. La informe maraña de sombra era demasiado ilimitada para siquiera intentarlo. El monstruo se quedaría en el silencio de su existencia aterradora. Cerró los ojos y reconoció lo que hacía rato estaba golpeando en su cerebro. Llevaba días viajando. Había dormido en trenes, buses, estaciones; había comido y bebido en cafeterías baratas; había apenas tomado uno o dos baños en el transcurso de su viaje; se había impedido detenerse a descansar. Una vez lanzado al movimiento, sentía que sería imposible detenerse hasta llegar, o mejor, que detenerse sería una traición, una cobardía. Así es que en efecto, estaba cansado.

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—Falta poco —le anunció el chofer como si hubiera oído su pensamiento. Lo miró de nuevo. El hombre le sonreía con cierta amabilidad. La luz del tablero iluminaba su rostro deformado por la noche y la luz oblicua con un ritmo también extraño a cualquier definición. Un pájaro, tal vez. Un pájaro que me sonríe, se le antojó. —Gracias —dijo cuando se bajó. El hombre pájaro movió la cabeza. —De nada —murmuró en castellano y arrancó dejando en el aire el eco del crujido de los guijarros redondos aplastados por el peso de las llantas. Molano tomó su morral, miró el camino oscuro frente al que se había bajado y se introdujo en él. Sacó de su pantalón la linterna que había atesorado durante todo el viaje para este momento. El pequeño chorro de luz iluminó un sendero sin final y a cuyos lados podían verse formas oscuras, arbustos tal vez, carretas abandonadas, campos inertes y sin sentido que el hombre no pretendía sacar de su anónima oscuridad. En ese momento avanzaba con plena convicción, su preocupación era otra. El morral se bamboleaba sobre su espalda sacudido por el movimiento firme de sus piernas. Pronto las piedrecitas dejaron de crujir bajo sus pisadas. El silencio podía entenderse como la señal de que ahora caminaba sobre algo más suave, hierba o arena tal vez. El haz de luz de la pequeña linterna hacía un boquete apenas notable sobre el camino. Pero lo recorría como

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si ya lo supiera de memoria aunque no lo conocía. Lo había pensado seguramente; lo había podido imaginar muchas veces durante el viaje y en las meditaciones que ocuparon sus horas antes de que tomara la decisión de venir a este lugar. Por su paso firme podría decirse que avanzaba con certeza. Aunque no es preciso usar ese adjetivo. Tal vez estuviera decidido a llegar pronto al final de ese sendero. Pero es muy poco probable, por lo menos yo así lo creo, que tuviera algún tipo de conocimiento objetivo sobre la naturaleza misma del sendero. Tal vez por eso no se ocupaba de los detalles del camino transitado y dejaba para un posterior reconocimiento esas formas que lo acompañaban a cada lado. Un silencio enorme lo colmó todo cuando se detuvo. Lo hizo repentinamente. El canto de algún pájaro cayó sobre el lago aquietado que se abrío cuando dejó de caminar. Frente a él, el sendero se disolvía. Un campo abierto ocupaba su lugar. Ninguna marca. Ni una sola huella de algún tránsito anterior que le indicara una posible dirección a seguir. La luz de la pequeña linterna se disolvía en la oscuridad sin alcanzar a reflejar nada. No oía su respiración agitada más por la emoción de esa sorpresa que por la intensidad de la caminada. Tragó saliva y sintió un sabor metálico en la boca. El sabor de las malas noticias, el sabor de las encrucijadas. Recordó el mapa que había memorizado claramente. Desde la carretera se desprendía el sendero que había recorrido y que debía

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terminar en una casa. En lugar de la casa, este vacío. Quiso pedir ayuda: un reflejo infantil, lejano e inútil. Decidió sentarse un momento. Dejar que todo, es decir, su propia respiración se aquietara y esperar. En el agua turbia no se ve nada. Estuvo sentado sobre los talones con los ojos cerrados unos cuantos minutos hasta que le dolieron las piernas. Se acomodó mejor y oyó. Ranas. Pájaros. Aleteos. El viento que movía las hojas. Un aullido. ¿Lobos? Es posible. Estaba en un bosque de Norteamérica. Es posible que hubiera lobos grises. Abrió los ojos y como si fuera la luz que entraba en sus pupilas, el sonido de un cuerpo cayendo al agua lo alertó. Había ocurrido muy cerca de él. Se levantó. Tomó el morral. Lo colgó de sus hombros. Guardó la linterna en el bolsillo del pantalón y caminó hacia el fondo de la espesa oscuridad. Al cabo de no tanto tiempo el hombre, como si recibiera el precio por la obediencia a las señales ocultas del mundo, estaba abriendo la puerta de una casa de madera. Una vez adentro encendió la linterna y se dirigió al salón en donde estaban las instalaciones de la cocina y una mesa rectangular de seis puestos. Sobre la mesa había una nota: Welcome. The room upstairs should be ready for you. m. La leyó sin tocarla. Miró la sala. Vio un sofá con unas cobijas dobladas y se dirigió a él. Apenas estuvo acomodado se quedó profundamente dormido como si no hubiera entendido la temperatura ni la comodidad de las palabras que acababa de leer.

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El centro de la nada. Soñó con eso durante muchas noches. Lo había buscado y había llegado. El centro. El centro de la nada. Como si la nada, e incluso algo, pudiera tener centro. Eso no lo cuestionaba cuando soñaba. Pero al despertar y recordar lentamente el sueño, porque nunca aparecía con la contundencia de un acontecimiento, sino despacio, como un sabor lejano que empezaba a consolidarse, llegaba envuelto en algodones a concluir que soñaba con el centro de la nada. Cuando esta conclusión asomaba se detenía. Quieto y en silencio. No importaba qué estuviera haciendo, se detenía. Como si la idea implicara o se encarnara en su cuerpo, se hiciera carne, precisamente en esa quietud. Un relajamiento completo, como no había conseguido


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experimentar nunca antes, lo envolvía. Tenderse, sentarse, recostarse. No siempre importaba si cerraba los ojos o si dejaba la mirada en un punto vacío y muerto en el espacio. Una rendija de la madera por la que asomaba la pelusa de un nido de araña o un borde de la lámina aislante de fibra de vidrio. Ya lo averiguaría si llegaba el momento, si terminaba siendo necesario. Ese abandono, que no era voluntario y eso lo hacía tan particular, lo colmaba todo. Tal vez fue en uno de esos momentos cuando empezó. Tal vez hubiera empezado mucho tiempo antes y esto no fuera más que una de las últimas manifestaciones de ese movimiento que se desenvolvía subrepticiamente en esta dirección. Pero lo cierto es que, después de huir durante dos semanas, esos vacíos eran el único refugio que tenía. Decir que huía puede ser exagerado. Había abandonado todo y haberlo hecho lo llenaba de culpa. Corriendo por el continente pretendía deshacerse de ese sentimiento; desde la desembocadura del Mississippi hasta los bosques del norte, en una migración contraria a toda lógica, salvo la de su propio movimiento. Escabulléndose de miradas inexistentes, de trampas que sólo él imaginaba. Cambiaba de bus sólo por el capricho de poder engañar a sus perseguidores. Trazaba recorridos aleatorios que fatigaron su cuerpo y alargaron el viaje al doble de tiempo. El único acontecimiento que puedo imaginar como algo memorable en ese viaje, además de la intensidad

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emocional, son el sentimiento de riesgo y, finalmente, el miedo que lo aguijoneaba como un motor incansable, relacionado con un asunto ridículo si se mira con una lógica ajena a la que es posible entender y si se conecta con tantos muchos otros hechos que trataré de explicar lo mejor posible en este libro. Por esa época, tal como lo narra el muy conocido Peter Aaron, un conocido suyo de nombre Benjamin Sachs, quien después fue conocido como el hombre que “voló en pedazos al borde de una carretera en el norte de Wisconsin”, se dio a la tarea de poner bombas en todas las réplicas de la Estatua de la Libertad que adornan algunos pequeños pueblos de Norteamérica. El hombre apenas ponía la carga suficiente para volar el pedestal. Pero nunca quiso hacerle daño a nadie. Era algo así como un anarquista libertario, pero demócrata. Convencido de que era necesario hacer despertar a América (Norteamérica, claro está) de la ambigüedad en que la sumían la promulgación de los valores democráticos más importantes y definitivos de la historia y la arrogante posición imperialista frente al mundo entero. Sachs no lo decía, pero es posible entrever que su enemigo real era el miedo. Lo que el Fantasma de la Libertad atacaba era al miedo que obligaba a un gran país a comportarse como un cobarde asesino de niños. Y él pretendía atacar al miedo, al gran miedo con dosis homeopáticas de lo mismo. Sus bombas no debían tener ningún efecto sobre las vidas de los habitantes de las ciudades donde

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atacaba. Su influencia debía ser simbólica. Al atacar el símbolo de la libertad atacaba la conciencia misma del problema. Con un poco de dinamita, cada vez, haría un rasguño en forma de pregunta, exclamación o afirmación acerca de los principios y las realidades de su amado país. Pero nadie debía salir herido. Nadie. No se trataba de una acción anarquista —o tal vez sí— pero de un anarquismo de los años ochenta de un siglo después. Un anarquismo ficcional. Y el acontecimiento que vinculó a Arturo en su huida solitaria y temerosa con el Fantasma tuvo lugar en Bardstown, un pequeño poblado en Kentucky. Arturo acababa de comer. Lo puedo imaginar caminando con su morral de lona en el hombro, aparentemente mirando el suelo, pero en realidad atento, más que atento a todo lo que lo rodeaba, presintiendo en cada cortina medio abierta una mirada delatora, un buen ciudadano dispuesto a denunciarlo por parecerle sospechoso. Por eso, los lugares preferidos de su viaje hacia el norte eran las plazas, los parques, espacios abiertos, alejados de las ventanas, de las miradas fijas. En eso coincidía con el Fantasma. Esa tarde Arturo descansaba en un parque muy despoblado. Terminaba como creo que ya dije un sánduche y una botella de té verde. El atardecer caía despacio. Pero Arturo sintió la repentina necesidad de moverse. Se levantó y constató aliviado que nadie lo observaba. Sin embargo tenía la certeza de que debía irse de ese parque. Y cuanto antes lo hiciera sería mejor.

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Revisó su ubicación y comprendió que para llegar a la salida más próxima del parque debía pasar a través de una pequeña plazoleta. Sin dudarlo se lanzó en esa dirección con su mochila de lona al hombro. La penumbra que empezaba a volver todo borroso le impidió distinguir que la estatua hacia la que se dirigía afanosamente y que marcaba el centro de la plaza y la salida del parque, era una Estatua de la Libertad. Es decir, una de las ciento treinta réplicas que adornan plazas, zaguanes y terrazas de un número similar de sitios en los Estados Unidos. El resto, como se podrán imaginar es anécdota, cruce de destinos, punto de giro, ficción pura. Al pasar al lado de la réplica, una detonación lo sacudió enviándolo a varios metros de distancia. No supo cuánto tiempo estuvo sin sentido. Despertó en una enfermería cuando una mujer lo sacudía revisando sus bolsillos sin quitarle la mirada de encima. A pesar del mareo y la desorientación, se encontraba en perfecto estado. Un leve rasguño en el muslo derecho y nada más. Pensó quitarse a la mujer de encima como si espantara un mosquito, pero pudo ver los grandes esfuerzos que la mujer hacía para controlar el pavor que le producía la presencia del que debía atender como a un herido por un acto terrorista. Así que decidió aprovecharse de su miedo para salir de allí lo más pronto posible y sin dejar ninguna huella. Mientras se terminaba de palpar el cuerpo y controlaba su cabeza aturdida por la explosión le preguntó a la mujer qué había ocurrido. La enfermera sin ser capaz de componerse para mirarlo

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a los ojos, le informó que se trataba de un accidente y le pidió su identificación para hacer el reporte de la enfermería del museo. Arturo entendió rápidamente lo que eso quería decir y se imaginó una serie de consecuencias indeseables para su proyecto de desaparición. Vio su chaqueta y su morral a espaldas de la enfermera, antes de la puerta y quiso salir muy pronto de allí. —But, what happened? You have to tell me what just happened —repetía y repetía la mujer. Y él: —That what just rices—decía, sin tener seguridad del sentido—, rice this spice, spice the rice —recuerda haber dicho y así conseguir aturdirla para no darle su número de identidad. La mujer le explicó que alguien lo había llevado hasta el puesto de salud. Un hombre alto y con un bigote postizo. Arturo nunca sabría cómo la mujer había reconocido la falsedad del bigote del hombre que lo auxilió y quien después de dejarlo se marchó sin decir una sola palabra. —¿No recuerda nada? —insistió la mujer. —No —repitió Arturo—. Lo único que sé es que voy a perder una cita muy importante —dijo. Tomó su chaqueta, su morral y salió, oyendo la voz de la mujer que le repetía que por favor no se moviera y que le diera su número de identificación. Alguien lo recogió en la carretera después de caminar varios kilómetros, o tal vez tomó un bus apaciblemente, como quien no ha sufrido ningún tipo de

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trauma y simplemente se dirige con tranquilidad a su destino. El asunto es que salió de la enfermería de ese museo con la certeza absoluta de querer llegar lo más pronto posible a los bosques del norte donde su linterna sería de gran utilidad y las llaves que Moira le había enviado por FedEx unas semanas atrás, encontrarían la cerradura de esa casa de madera.

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La casa era pequeña. En el piso de abajo estaban la cocina, el sofá y un baño. En el segundo piso, dos habitaciones, una pequeña terraza y un segundo baño. También había un sótano donde encontró toda clase de herramientas. Muy pocos libros. Un solo cuadro en la pared de la escalera. Se trataba de una pequeña pintura al óleo, de no más de treinta y cinco por doce centímetros. Un paisaje muy lleno de verdes. Todo tipo de tonalidades lo completaban. Se trataba básicamente de un frondoso bosque de eucaliptos que proyectaban su sombra sobre el recodo de un río y ocupaba todo el margen izquierdo del cuadro y avanzaba trazando una línea en el horizonte medio del retablito. Arturo sonrío al pensar que casi siempre en las pinturas de ríos los ejecutantes preferían los recodos a los


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tramos rectos. El río se perdía por el margen inferior del cuadro. Avanzaba hacia abajo, hacia nosotros, si se juzgaba por las montañas que delimitaban la parte alta del horizonte. Varias series de montañas. Unas más cercanas, verdes y definidas, otras más lejanas, más grises, casi perdidas contra las nubes oscuras y brillantes que cubrían el techo del paisaje y completaban el margen superior, como si permanecieran sobre el cielo asegurándose de algo, escondiendo algún tipo de dragón. En un lugar, un punto amarillo se abría en el gris de las montañas. Si se buscaba la razón de ese cambio de tonalidad se podía descubrir un boquete en la capa de nubes a través del cual descendía un chorro de luz solar y descubría un campo de cebada. Pintar la luz, pensó. Frente a los eucaliptos y además del río que entraba en el marco, había un sembrado de espigas aún verdes. Todo el paisaje estaba realizado con un enorme cuidado y detalle. El verde predominante le otorgaba una gran frescura en medio del calor que podía intuirse en ese pedazo de tierra y Arturo recordó la sabana de Bogotá, ese lugar de todos los climas, las montañas que nunca pensó poder abandonar, los atardeceres, ese abigarramiento de verdes que regala el bosque nativo; desde el plateado hasta el más comercial y sintético verde manzana, organizados en cúmulos como manchas con formas de papeles arrugados, copones de ovejas verdes suspendidas sobre un indeterminable sustrato de tierra; la luz de intensidad tan variable, tan traslúcida

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siempre, como si gritara que tras la apariencia de las cosas no ha habido ni habrá ningún secreto y que buscar más allá de lo que esta luz mágica y frontal revela a los sentidos es una tontería arrogante y tristemente inútil. Cada día en La Sabana era entonces como una invitación a lo inmediato. La constatación de que el mundo práctico y concreto no es más que eso: mano, sudor, tierra, un cuerpo entre las cosas. Nada más y todo eso. Entre los pocos libros que había en la casa, encontró la biografía de Biófilo Panclasta. No entendía qué podía hacer un ejemplar de ese libro allí, en Conrad, Montana, the last best place, el centro de la nada, la finca que recibió su amiga Moira después de su divorcio y de la que tanto hablaron en su encuentro en el congreso de Tulane en New Orleans, que se titulaba Geographical imaginaries. Había oído hablar de Biófilo Panclasta por primera vez durante sus vacaciones escolares en casa de su abuelo, un abogado sindicalista retirado. Tendría sus trece años. En algún momento —y por una razón que no creo que Arturo pueda recordar— su abuelo se trenzó en una discusión increíble con el tractorista encargado de arar uno de los potreros inclinados de la finca; labor que requería de mucho cuidado y pericia, pues el menor descuido podría hacer voltear el tractor, romper el arado, poner en riesgo la vida del tractorista y convertir la faena en un desastre. El tractorista era un hombre joven, sonriente y

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charlatán que le aseguraba al abuelo de Arturo que había pensado mucho, tanto que había descubierto la manera de construir una máquina autónoma y eterna, una que sólo necesitara un primer impulso para continuar infinitamente moviéndose gracias a lo que el hombre llamaba Gran Movimiento. El abuelo trató en vano de explicárselo, hay otras fuerzas que llevan los cuerpos a la quietud, fuerzas irreductibles como la gravedad que la humanidad industrial había tratado de dominar y reducir al mínimo sin conseguirlo por completo. El joven insistía en que sería posible si se conseguían unas ciertas condiciones en los mecanismos de la máquina y en el lugar donde se iniciara el Gran Movimiento y repetía el mismo vacío argumento sin modificarlo un ápice, como si la fuerza de su razonamiento estuviera más bien en repetirlo que en desarrollarlo. Al final de varios minutos de volver al mismo punto, el abuelo habló largo y le recomendó al joven que leyera a Tolstoi y que se enterara de quién había sido Biófilo Panclasta. A Tolstoi, porque el conde ruso había convencido a otro campesino de desechar una idea similar, tal como Molano descubrió después leyendo el silabario con que el noble enseñaba a los niños de su provincia Iasnaia Poliana. El librito estaba escrito por el conde y contenía algunas historias de tradición oral que sus niños sin duda conocían y algunas pequeñas piezas de su autoría. Molano nunca supo bien distinguir entre las dos, pues el libro, cuyo uso como cartilla de lectura

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le valió algunas ridículas observaciones sobre su conducta sexual, tenía una curiosa unidad que Molano entendía más allá de la pretensión pedagógica; es decir, le parecía literatura sin más. Al parecer algunos de los encuentros entre el conde y los jóvenes se deslizaban hacia vínculos carnales, escenas que al imaginarlas sería difícil olvidar que se trataba de los encuentros entre un noble y sus siervos en vez de pensar, como otros prefirieran, que a partir de estos momentos de descubrimiento y maravilla espiritual el cuerpo naturalmente reclamaba su parte y entraba a tomar su lugar. De cualquier manera, la sutileza de la observación y la escritura de Tolstoi, presentes en ese silabario, estuvieron acompañadas o fueron resultado de un cuerpo vigoroso y tremendamente sexual, que deseaba sin límite y contra el cual el escritor aplicaba diversos métodos de aplacamiento: la penitencia física y el agotamiento que recibía en las cabalgatas interminables que daba por su tierra, al igual que baños de agua fría y prolongados ejercicios de voluntad que pretendían templar y contener a la bestia que amenazaba con romper el mundo entero a la menor oportunidad. El abuelo sindicalista le recomendó a Panclasta porque sí, porque tal vez le sonaba el nombre, tal vez lo hubiera conocido al lado de María Cano o algunos otros, tal vez sintiera por él algún tipo de admiración, o porque llevado por su espíritu revolucionario, esperaba que todo el mundo se iluminara con su ejemplo.

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El asunto, como lo descubriría Arturo después de la primera mención del personaje que marcaría su vida, es que el ejemplo de Biófilo no es claro, porque más bien pareciera ser una leyenda que un ser que hubiera estado con sus dos pies sobre la tierra mirando campos de maíz y sintiendo ganas de ir al baño. De él se saben algunas cosas, casi ninguna de las cuales ha sido posible comprobar, en parte debido a que no se han dedicado suficientes esfuerzos investigativos para cotejar la información, en parte debido a que el mismo Panclasta estuvo gran parte de su vida dedicado a fabularla. Eso que habitualmente entendemos por mentira fue para él una forma de vida y un arte, una manera de fracturar la historia y de dejar sobre la tierra la única huella posible que a un verdadero anarquista le es posible dejar: una fábula incompleta, una duda. Al tiempo que su nombre aparece en la historia de la izquierda o el anarquismo colombianos, emerge con él un rompecabezas fantástico cuyas piezas podrían encajar tanto en uno como en otro sentido conformando siempre una imagen distinta; desde consagrado revolucionario militante de las vanguardias mundiales más avanzadas de sus años, hasta borracho de pueblo, miserable gorrero de tragos de aguardiente; desde el anarquista visitante de las cárceles de cincuenta y tantos paises, hasta el permanente detenido por negarse a pagar las cuentas de sus comidas y bebetas descomunales; desde aterrador constructor de artefactos

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explosivos, hasta imagen usada por las madres de la región para amenazar a sus hijos por no comerse toda la sopa o el guiso de coliflor. Da igual. En uno u otro sentido, la vida de Biófilo es un ejemplo de la imposibilidad e inutilidad de la noción de verdad para referirse a la experiencia humana; y precisamente, ¿qué otra cosa puede oponerse más dramáticamente al ejercicio de poder que duerme bajo cualquier intento de relato y de imagen finalizada? Biófilo Panclasta —amante de la vida, destructor de todo— es el seudónimo de Vicente Lizcano (Chinácota, 1879–Pamplona, 1942, Norte de Santander) el gran anarquista colombiano. Fue contemporáneo de José Eustacio Rivera, del presidente Miguel Abadía Méndez. Se enteró de la venta, robo dicen otros, de Panamá en 1903; de la masacre de las Bananeras denunciada por Jorge Eliécer Gaitán en 1929 y después asesinado en 1948 por fuerzas oscuras —que no me atrevo a mencionar— desatando la destrucción de la capital colombiana, hecho que cambió su morfología y la manera en que sus habitantes se comprenden, introduciendo así la modernidad a las malas. En cuanto al nombre Panclasta se lo puso él mismo siguiendo el instinto libertario que lo condujo al anarquismo como única concepción posible y Biófilo se lo puso, según José Antonio Osorio Lizarazo, Maxim Gorky el escritor y político cultural ruso. Según Osorio Lizarazo el asunto fue así: un día en que paseaban Gorky y el colombiano por la

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