Medina, Alvaro, 1941Procesos del arte en Colombia / Alvaro Medina. – Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Artes y Humanidades, Departamento de Arte, Ediciones Uniandes; Laguna Libros, 2013. v.; 17 x 21 cm – (Laguna Documental) Contenido: t. 1. (1810 -1930). ISBN 978-958-8812-18-2 1. Arte – Historia – Colombia – Siglo XIX 2. Arte – Historia – Colombia – Siglo XX 3. Crítica de arte – Colombia I. Universidad de los Andes (Colombia). Facultad de Artes y Humanidades, Departamento de Arte II. Tít. CDD 709.861
SBUA
P r imer a edición en Edicion es Uni a ndes y L agu na Libros: Bogotá, enero de 2014 © Á lvaro Medina © Laguna Libros w w w.lagunalibros.com Avenida Jiménez # 4 -79, oficina 412 Teléfono: 475 22 44 © Universidad de los A ndes, Facultad de A rtes y Humanidades, Departamento de A rte Ediciones Uniandes Carrera 1.ª núm. 19-27, edificio Aulas 6, piso 2 Bogotá, D. C ., Colombia Teléfono: 3394949, ext. 2133 http://ediciones.uniandes.edu.co infeduni@uniandes.edu.co ISBN : 978-958-8812-18-2 ISBN e-book: epub 978-958-8812-19-9 azwl 978-958-8812-20 -5 Laguna Documental 2 Edición, t r a nscr ipción, diseño Laguna Libros Dibujos ca r át ul a Sergio Rodríguez Gómez I mpr esión Editorial Kimpres Ltda. impr eso en colombi a t
PR I N T E D
in colombi a
Este conjunto de tres volúmenes presenta una edición (revisada y aumentada por el autor) del libro Procesos del arte en Colombia, publicado en Bogotá por el Instituto Colombiano de Cultura (Colcultura) en 1978. Este volúmen contiene capítulos inéditos (del uno al siete y el veinticuatro). Otros pertenecen a la publicación de Colcultura (la introducción y los capítulos del ocho al veintitrés). Los artículos en la sección de anexos aparecieron en publicaciones periódicas entre 1996 y 1997. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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谩lvaro medina
Agradecimientos
Museo Nacional de Colombia Museo del Banco de la República Biblioteca Nacional de Colombia Biblioteca Luis Ángel Arango Antonio José Ramírez Rubio Camilo Páez Carmen María Jaramillo Daniel de la Zerda Enrique Cárdenas Olaya Eugenia Escobar de Santamaría Guillermo Páramo Rocha Inés Cano Fernández Juan Palomino Lucas Ospina María Cristina de la Cuadra Pigault de Beaupre Salwa Amashta
Contenido
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Para entrar en combate
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1. Los ingenuos neogranadinos
49
2. Las primeras exposiciones de arte
65
3. Mercado, superación y copia de originales
80
4. Pombo y Gutiérrez
101
5. El arte en la era de las guerras civiles
126
6. 1886: La paz, la Academia y la crítica
146
7. El apogeo simultáneo del academicismo y el antiacademicismo
159
8. Nuevos preparativos de guerra y apertura de un salón
167
9. La pintura, pretexto de debate político
187
10. La Regeneración política y la Academia
197
11. Prejuicios estéticos y compromiso político
209
12. La polémica de 1904
223
13. Arte e industrialización
239
14. La obra de Santa María en Colombia
252
15. Los ataques a Santa María
261
16. La antiacademia frustrada
281
17. Intentos de apertura en la década del diez
292
18. Oswald Spengler y la revista mundial contra las vanguardias
305
19. El Círculo de Bellas Artes y la españolería
317
20. La exposición francesa de 1922
330
21. El Centro de Bellas Artes
347
22. Hacia la ruptura
355
23. Aproximación a la obra de Alfonso González Camargo
369
24. Los escultores y la tradición en un país sin tradición
anexos 385
José Asunción Silva y el arte de su tiempo
429
Urdaneta y Garay, modelos de un personaje de la novela de Silva
450
Historiografía y ubicación de Epifanio Garay
473
Teoría y sentido del gabinete de grabados de Roberto Pizano, a la luz de la postmodernidad
485
Para cerrar el combate
489
Relato visual
561
Índice onomástico
581
Índice de imágenes
Para entrar en combate
A pesar de los importantísimos y notables esfuerzos de Gabriel Giraldo Jaramillo, Luis Alberto Acuña, Eugenio Barney Cabrera, Marta Traba y Germán Rubiano Caballero por esclarecer la historia del arte colombiano, una cosa es cierta: las particularidades de algunos de sus virajes, la verdad de ciertos comportamientos de su trayectoria y la razón de ser de muchas de sus contradicciones, siguen siendo temas desconocidos. Para ilustrar este problema nos basta un solo hecho, de una trascendencia que ni siquiera es necesario explicar: el referido a la iniciación, entre nosotros, de un lenguaje visual plenamente contemporáneo. El asunto ha sido planteado de diversos modos, pero ninguno de los tratadistas ha señalado ese inicio en la insularidad del pintor Andrés Santa María, un adelantado cuya larga ausencia del país nos ha llevado a situarlo ambiguamente como caso aparte. Santa María ejerció en Colombia el magisterio e inclusive dirigió la Escuela Nacional de Bellas Artes de Bogotá. Su influencia, sin embargo, ha resultado difícil de definir, aunque se puede considerar, con buenas razones, que es con esa influencia con la que caló una actitud antiacademicista positiva y la superación de unos moldes formales poco efectivos para entonces, lo que finalmente vendría a significar la iniciación del arte propiamente contemporáneo de Colombia. Pero, con los años, los detalles de ese acontecimiento y su misma significación terminaron por borrarse, modificando profundamente la actitud que inicialmente se tuvo ante Santa María y sus discípulos. Mas no por las sucesivas investigaciones que precisaron con objetividad ese capítulo, sino en razón de la mala memoria que
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PARA ENTRAR EN COMBATE
paulatinamente se fue olvidando del proceso para poder tergiversarlo de una manera bastante acomodadiza, con resultados antihistóricos. Para medir las enormes divergencias que existen en las interpretaciones del asunto, voy a citar cuatro intentos de historiar el viraje antiacademicista al que me refiero. El primero, escrito en 1942 por Luis Alberto Acuña es, a mi juicio, el que se acerca con más visos de certeza a lo que fuera realmente ese viraje, quizá porque el acontecimiento era relativamente reciente al estudio que realizó Acuña. Dice el historiador y artista: Con el grato nombre del malogrado pintor bogotano Roberto Páramo, muerto en plena juventud, se inicia el actual movimiento que significa inquietud y rebeldía, inconformidad y búsqueda, logro y afirmación, todo a un mismo tiempo, por obra y gracia del espíritu de nuestra época y de ese colectivo deseo de reaccionar, a veces con excesiva violencia, contra el conformismo, el pintoresquismo y los incontrovertibles cánones de tipo magisterial. Ya con Pizano la influencia del gran impresionismo francés había hecho su aparición dentro de la moderna pintura colombiana, con todo, su redundante luminismo, con toda su algarabía jubilosa de colores1.
De acuerdo con Acuña, el movimiento rebelde se debe situar entre 1910 —en lo que se refiere a Páramo2 — y la década del 20 —en lo que respecta a Pizano—. El planteamiento de Acuña, si bien no es totalmente correcto, resulta parcialmente aceptable. Sin embargo, parece incomprensible que haya sido con Pizano y no con Santa María con quien el impresionismo hizo su aparición en Colombia. La razón es muy sencilla: Pizano estuvo más cerca de España que de Francia, 1 2
Luis Alberto Acuña. “Las artes plásticas en Colombia en el siglo xx”, Revista de las Indias, núm. 46. Bogotá, octubre de 1942. Esta segunda edición de Procesos replantea la fecha en que Páramo empezó a pintar sus pequeños pero singulares paisajes, para situarla en los años noventa del siglo xix.
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más cerca del tenebrismo que del luminismo y sus tímidas pinturas de tendencia impresionista no fueron precisamente las que lo lanzaron a la fama. A fines de los años 50, el crítico Walter Engel planteó el asunto de otro modo y desconoció de paso los aportes de las generaciones a que se refería Acuña, al decir: El verdadero despertar de la nueva pintura colombiana se produce apenas a principio del segundo tercio de nuestro siglo. En el curso de menos de un lustro se presentan entonces, a un público en su mayoría escéptico e indiferente, los paladines colombianos que brindan a su patria el primer mensaje del arte vivo, libre e independiente de la academia tradicional: Ignacio Gómez Jaramillo, Pedro Nel Gómez, Luis Alberto Acuña y Carlos Correa3.
Con Engel se iniciaba el proceso de retardar el momento en que este cambio se produjo y se inició, igualmente, el período de las confusiones históricas. El prototipo de esas confusiones lo encontramos en Marta Traba, quien también ensayó historiar el asunto y escribió al respecto: La pintura colombiana se inicia en la segunda [sic] década del siglo, bajo un signo negativo y otro positivo. El negativo era la animadversión por la Academia de San Fernando y todo lo que ella, por extensión, significaba; el adocenamiento de la pintura, el servilismo a un código escolar muerto y sin vigencia, la petrificación en temas y tratamientos convencionales. El signo positivo fue, en cambio, la pintura mexicana que había lanzado ya sus alegatos exigiendo al pintor un compromiso […]. La Academia de San Fernando simbolizaba un interminable coloniaje. El muralismo mexicano era, en cambio, el nuevo 3
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Walter Engel. “Crónica de la moderna pintura colombiana 1934–1957”, Suplemento de Plástica, núm. 6. Bogotá, abril–mayo de 1957.
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descubrimiento de América, pero hecho esta vez por los propios nativos4.
Hasta aquí —excepto en la datación— podríamos suponer que Marta Traba coincidía con Acuña, ampliando, inclusive, las causas que le abrieron el camino a nuestro arte actual, pero más adelante agregaba: El grupo que se lanza a pelear y pintar en los años 20 es ambicioso y está lleno de altas aspiraciones. Sus trabajos presentan al público por vez primera una serie de términos y conceptos casi completamente desconocidos dentro de la pacífica bohemia de Bogotá; la geometría de Cézanne, el puntillismo de Seurat, la monumentalidad de Rivera de los primeros frescos mexicanos, las primeras explicaciones de una pintura neofigurativa que puede lícitamente desprenderse de toda noción de objeto real, son asimiladas con dificultad por un reducido público, gracias a las obras de Gómez Jaramillo, Luis Alberto Acuña, Alipio Jaramillo y Marco Ospina. La labor de introducir influencias nuevas que llegaban a competir y a remplazar la fosilizada escuela española fue llevada a cabo por estos cuatro artistas y resultó enteramente didáctica. Sus diez años de discusión y de polémica permitieron instalar alrededor de 1940, la primera notable generación de artistas contemporáneos sobre un territorio más fácil y abonado ya por algunos conocimientos acerca de la nueva estética lentamente elaborada por el arte contemporáneo europeo5.
En este texto, si bien se recogía y explicaba una inquietud antiacademicista en la segunda década del siglo xx, sus protagonistas resultan otros, los de la generación siguiente, esa que hace su primera
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Marta Traba. “Artes plásticas contemporáneas”, Arte Colombiano, Suplemento Especial de la Revista Lámpara. Sin fecha (1961). Ibídem.
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PROCESOS DEL ARTE EN COLOMBIA
aparición en 1924 y que solamente tras una década de luchas por abrirse paso (no ya el lustro de que hablaba Engel) logró imponerse, pero no en “los principios del segundo tercio de nuestro siglo”, o sea, 1934, sino hacia el 1940 que indica Marta Traba. A esto habría que agregar que “las primeras explicaciones de una pintura no figurativa”, obvia referencia a la obra de Marco Ospina, son posteriores a esta última fecha6. En resumen, el arte contemporáneo de Colombia fue una manifestación que tuvo su origen en las cercanías del medio siglo, según la versión que acabo de citar. Porque en un segundo ensayo historiográfico la misma autora nos presentó a otro pionero, apelando a un planteamiento muy distinto. En el capítulo de un libro relativamente reciente, titulado “Comienzos de la pintura moderna: Alejandro Obregón”, Marta Traba explicó luego de una variada argumentación: “Pertenecer, por consiguiente, al arte moderno, y ser considerado su precursor en Colombia, como es el caso del pintor Alejandro Obregón, es algo muy distinto de la simple datación cronológica”7. A los interesados en conocer a fondo la historia de nuestro arte del siglo xx, las apreciaciones antes citadas, por sus divergencias apreciables, se les tienen que volver un abanico de opiniones, un nido de confusiones y no de precisiones. Hago caso omiso del último alegato de Marta Traba, cuyo empeño es de orden sentimental y no el producto de la rigurosa aplicación de cualquier metodología coherente y señalo, simplemente, que en tal caso el arte contemporáneo de Colombia se inició en la década del 50, no hacia los años 10, 20, 30 o 40 como se indicaban antes. Sobra enfatizar que las cuatro citas han sido tomadas de críticos o historiadores serios, de escritores con un
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Gracias a la retrospectiva que se le hizo a Marco Ospina en junio de 2011, es posible precisar que se inició con Capricho vegetal, un óleo de 1943. Cfr. Marco Ospina: pintura y realidad. Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Bogotá, 2011, p. 96. [NOTA DE 2012]. Marta Traba. Historia abierta del arte colombiano. Ediciones Museo de La Tertulia. Cali, 1974.
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alto grado de credibilidad entre su público, de gentes que han vivido y reseñado plenamente el mundo artístico de Colombia, no de unos improvisadores que hablan por hablar. ¿En qué momento se inicia, entonces, el arte contemporáneo de Colombia? ¿Cuáles fueron sus principales manifestaciones? ¿Qué artistas merecen verdaderamente el crédito de precursores? No es posible darle a estas preguntas, como en los casos de México, Brasil, Argentina y Cuba, una respuesta que precise el acontecimiento extraordinario —una fecha y un movimiento— que divide en dos la historia de nuestro arte. Encontramos más bien una parsimoniosa y tímida evolución que muy lentamente se alejó del academicismo — que yo he llamado “de apertura”— hasta transformarse en un arte propio del siglo xx —al que yo llamo “de ruptura”—, no sin antes haber sufrido retrocesos en el curso de su trayectoria. El proceso fue largo y estuvo lleno de contradicciones. Su falta de carácter explica en buena medida por qué son tan diferentes las interpretaciones citadas, dirigidas todas a establecer las connotaciones y la ubicación cronológica de ese cambio fundamental e inevitable. Cambio inevitable porque Colombia es un país que no está detenido en el tiempo sino que fluye. Cambio fundamental en cuanto nos define un hecho que no se circunscribe a la cultura de la Nación, ya que toca el desarrollo y avance general de sus fuerzas productivas, contexto que nos permite precisar las negaciones y afirmaciones dialécticas entre el artista y su sociedad. Comprender el asunto rebasa ampliamente la discusión de fechas para revelarnos las ventajas y limitaciones de los creadores frente a su medio y el por qué de sus lenguajes en un momento dado, única manera de abordar su historia científicamente y con objetividad. La inquietud intelectual de Colombia en este instante está signada por sus diversos intentos de revaluación histórica, dentro del afortunado programa de quitarles a los académicos la versión de nuestros fenómenos sociales y desentrañar así las verdades y mentiras de los textos oficializados. El programa se está llevando adelante siguiendo los métodos 15
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del marxismo, pero, naturalmente, no todos los empeños llamados marxistas alcanzan a serlo de modo convincente. Ante una montaña enorme de datos inéditos suministrados por fuentes primarias, es fácil caer en el positivismo. Es lo que le ha ocurrido a muchos investigadores serios. Por eso no puedo dejar de sospechar, pese a todos los cuidados a los que he sometido los textos que componen este libro, que en más de un punto apenas habré tocado la superficie de los acontecimientos, sin indagar las relaciones de su extensión con su profundidad. En justicia, esta eficiencia será culpa del autor, pero también un producto de la ausencia de los demás datos que explicarían el fenómeno considerado, datos que necesariamente tendrían que suministrar otras disciplinas de las ciencias sociales, sujetas por ahora, no obstante los esfuerzos realizados, a unas limitaciones que no siempre son las que provienen de las interpretaciones de un autor, sino del estancamiento o las deficiencias en la investigación de ciertos períodos del área respectiva. En el campo específico de la historia del arte colombiano, las aproximaciones llamadas marxistas han caído en verdaderas aberraciones al no comprenderse que, en su estado actual, los textos divulgados recogen generalidades y, por lo tanto, carecen de datos lo suficientemente confiables sobre ciertos giros, las particularidades de esos giros y la manera como ellos se tradujeron en un lenguaje dado. Por lo tanto, es imposible emprender un análisis con visos de seriedad sin que no sea una exigencia la búsqueda de esos datos en fuentes primarias. Las distorsiones a que estas “revaluaciones” tenían que conducir, como lo demuestra un ejemplo bien conocido, las podemos rastrear en conclusiones tan ligeras como aquella que asegura que el pintor colonial Vázquez Ceballos era un reaccionario, mientras Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo y Alipio Jaramillo fueron unos cobardes claudicantes y tanto Alejandro Obregón como Fernando Botero se constituyeron, en sus pinturas, en unos modelos de la plástica proimperialista8. Estas valoraciones superficiales, 8
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Clemencia Lucena. Anotaciones políticas sobre la pintura colombiana. Editorial Bandera Roja. Bogotá, 1975.
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producto de un supuesto fervor revolucionario, no engañan a nadie en su pretendido marxismo. Provienen del revisionismo de izquierda, perfectamente definido y combatido por Lenin en El infantilismo de “izquierda” y el espíritu pequeñoburgués y hunde sus raíces en el pensamiento de Mao, un conductor formidable que, como ideólogo, llegó a cometer errores tan candidos como éste: […] en razón de determinadas condiciones, cada uno de los aspectos contradictorios de una cosa se transforma en su contrario cambiando su posición por la de éste […]. Obsérvese cómo, a través de la revolución, el proletariado se transforma de clase dominada en clase dominante, en tanto que la burguesía, hasta entonces dominante, se transforma en dominada, cambiando cada cual su posición por la que originalmente ocupaba su contrario.
Esta explicación, absolutamente ingenua, que encontramos en su artículo de 1937 titulado “Sobre la contradicción”, viene al caso por una sola razón: su mecanicismo burdo no considera el salto cualitativo que producen determinadas condiciones objetivas, salto que en el caso de la revolución no se congela en el eterno señorío de dominio del proletariado sobre la burguesía, sino que se traduce en la dinámica liquidación de esa burguesía y, por consiguiente, la del proletariado mismo, para construir la sociedad sin clases. Ese mecanicismo de Mao no podía quedar impune y tenía que conducir a otros planteamientos, no menos erróneos. En el área de la cultura se convirtió en la teoría de las tres prominencias que impulsara Chiang Ching. La desorientadora teoría, que los maoístas colombianos aplicaron en su revisión de la plástica nacional, consiste en lo siguiente: 1) Dar prominencia a los personajes positivos entre todos los personajes. 2) Dar prominencia a los héroes entre todos los personajes positivos. 3) Dar prominencia al héroe principal entre todos los héroes. 17
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La confusa neoacademia, combatida ahora por los propios chinos, con sus abstractas tablas de la ley, pretendía ser aplicable a la novela, el teatro, la poesía, el cine y la plástica9. Para los seguidores de Chiang Ching, todo artista que no se acogiera a ella caía en el terreno de lo burgués y reaccionario. Como si la vida no fuera mucho más rica y compleja y, por lo mismo, imposible de reducir a ese escalafón de querubines, ángeles y arcángeles. Se pisoteó así la consigna del propio Mao, quien propuso que se abrieran cien flores y compitieran cien escuelas para caer en un formulismo metafísico de remembranzas teologales. En el terreno de la historia del arte, su aplicación se centró en ver o no ver querubines, ángeles y arcángeles en las pinturas de Vázquez Ceballos, Pedro Nel, Alipio, Gómez Jaramillo, Obregón y Botero, para dictar a partir de tan precaria información, su condenación o salvación histórica. Los autores del alegato, sin embargo, no tuvieron la mínima sospecha de haber sido embaucados una vez pasearon sus miradas por los ángeles coloniales de Vázquez Ceballos. El planteamiento marxista que propone que el ser social condiciona la conciencia —lo que sencillamente significa que los hombres idean, hacen y alcanzan lo que su dominio sobre el medio les permite— fue puesto de lado por el revolucionarismo a ultranza de los que “nunca usan su cerebro para analizar ninguna cosa concretamente, y en sus escritos 9
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“La ‘Banda de los Cuatro’: una plaga nacional”, Pekín Informa, núm. 23. Junio 8 de 1977. En la misma entrega de la revista china se republica un editorial de Renmin Ribao (“Mantener más en alto la gran bandera de la línea revolucionaria del Presidente Mao en la literatura y el arte”), en el que se propone “criticar a fondo las teorías revisionistas sobre la literatura y el arte fraguadas por la ‘banda de los cuatro’ con las ‘tres prominencias’ como centro”. Y se agrega: “La línea de la ‘banda de los cuatro’ en la literatura y el arte es una línea ultraderechista”. En un tercer artículo (“¿Por qué la ‘banda de los cuatro’ se oponía al empirismo?”) se señala que los ideólogos de estas disparatadas teorías eran “una cohorte de falsos marxistas”. No sobra recordar que son estos unos planteamientos que los seguidores colombianos de Chiang Ching no entendieron cuando se les formularon a tiempo. Entonces tildaron de revisionistas a quienes los criticaron, pero no ha habido que esperar mucho tiempo para que quedara en claro que los verdaderos revisionistas eran ellos.
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y discursos recurren siempre a frases vacías y estereotipadas”, según decía Mao en el mismo artículo citado, al cual recurro nuevamente porque no hay mejor cuña que la del mismo palo y porque es una paráfrasis de esta otra de Lenin: “en vez de reflexionar sobre las consignas de la revolución, se dedican más a aprendérselas de memoria”. De otra parte tenemos el planteamiento de Trotsky de que se debe “establecer y asegurar un régimen anárquico de libertad individual” en la creación intelectual y que “todo está permitido en el arte”. Con respecto a esto último, podríamos recordar las siguientes palabras de Lenin: “Yo tengo la obligación de concederte, en nombre de la libertad de palabra, pleno derecho a gritar, a mentir y a escribir todo lo que desees. Pero tú tienes la obligación de concederme a mí, en nombre de la libertad de asociación, el derecho a concertar o anular una alianza con quienes se expresan de tal y tal manera”. En otras palabras, si “todo está permitido en el arte”, a la sociedad también le es permitido rechazar el arte que no le conviene, el arte que no le dice nada, el arte que inclusive la lesiona. Pero nuestra sociedad está dividida en clases, lo cual nos traslada al terreno de que aquello que le conviene a la burguesía no le conviene al proletariado la mayoría de las veces y viceversa. Un historiador marxista no puede hacer caso omiso de esa pugna y permanecer neutral. Todo está permitido en el arte, pero esto no significa echar en el mismo saco la expresión viva y la expresión muerta, el lenguaje novedoso que reconoce la existencia de una nueva situación social y el lenguaje anquilosado que pretende desconocerla, la verdadera creación y el comercialismo, aquello que comunica lo que somos socialmente y el mero formalismo, el realismo vigoroso y las visiones rosas de la vida. De admitir que “todo está permitido en el arte” se borraría la distancia que separa a García Márquez de Corín Tellado y a Pedro Alcántara o Fernando Botero de los primitivistas de cien mariposas por paisaje al centímetro cuadrado. En cuanto a las garantías para la consecución de un régimen anárquico de libertad individual en la creación intelectual, es ese un régimen que en verdad nunca ha existido —ni en los más remotos estadios de la historia de la humanidad— y mal podría implantarse 19
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ahora. En uno y otro planteamiento de Trotsky —y no por carambola de los trotskistas colombianos— encontramos simples falacias que no tienen nada que ver con el marxismo pero pueden conducir y de hecho han conducido a fetichizar el artista y su obra, con la consiguiente renuncia a la valoración crítica y científica de una expresión dada. Y, por consiguiente, al extravío por los laberintos de la irracionalidad en el caso de los artistas que han pretendido aplicar los nada sabios conceptos del ideólogo ahora de moda entre nosotros. En uno de sus ensayos más lúcidos, Francisco Posada planteó lo siguiente: Se dice que en el plano del arte y de la ideología no ha habido sino copia o imitación de lo extranjero. Esta tesis revela una parte de la verdad y una profunda incomprensión. Es válida cuando nuestros intelectuales sólo han sido capaces de trasladar estilos, formas o corrientes de pensamiento, sin criba y sin anhelo profundo de creación, por mero prurito cosmopolita. Si ello sucede, nos tropezamos con un puro y simple colonialismo cultural10.
El equilibrado planteamiento de Posada nos remite, por oposición, al pesimista y anarquista de Mario Arrubla, al afirmar que “no existe una historia nacional porque aquello que consideramos nuestra historia no es otra cosa que ‘una mistificación’ que encuentra su origen en el hecho de que nuestros países han vivido pasivamente la conformación de sus estructuras sociales por fuerzas que operan primordialmente desde el exterior”11. En consecuencia, éste es un país vacío sin un pueblo que lucha y se expresa política y artísticamente. Es evidente que Arrubla sólo tiene ojos para ver lo que ocurre en las metrópolis y no lo que ocurre internamente entre nosotros, de donde se concluye que su hipótesis es también un producto del 10 11
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Francisco Posada. Los orígenes del pensamiento marxista en Latinoamérica. Cuadernos Ciencia Nueva. Madrid, 1968. Mario Arrubla. Estudios sobre el subdesarrollo colombiano. Libros de Bolsillo de la Carreta. Medellín, 1977.
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colonialismo cultural ya que se limita a reflejar lo que ocurre en las metrópolis y no lo que ocurre internamente entre nosotros. Arrubla, al voltear en una dirección, se quedó con la vista fija en ella, sin poder luego mirar hacia nosotros, caso que tiene muchos antecedentes pero que, en gracia de la difusión que ha alcanzado su teoría, merece llamarse torticulis arrublianense. Simplificada diría así: adelántate a lo que pasará en la sala de tu casa, averiguando lo que hace tu vecino poderoso. Arrubla nos recuerda al autosuficiente crítico de arte norteamericano que considera a Nueva York el ombligo del mundo y sólo se solaza con sus Davis, Nevelsons, Polloks, Warhols y Smithsons, pero no con nuestros Torres García, Riveras, Szyszlo, Obregones y Boteros, a quienes considera los productos de territorios atrasados y por lo tanto, indignos de su refinadísima cultura. Es el sueño americano de grandeza que en Vietnam se volvió una pesadilla, que Arrubla no tiene ningún empacho en reempacar y etiquetar “revolucionáricamente” —el término me lo ha sugerido una canción de Violeta Parra— para consumo interno de los sectores ingenuos de la izquierda colombiana. La tesis de Arrubla no es cierta ni en los países más oprimidos por el yugo colonial y niega, palmariamente, el planteamiento de Lenin sobre las dos culturas en toda sociedad dividida en clases. El llamado de atención de Francisco Posada no fue una invitación al pragmatismo, sino una voz de alerta para cuando nos entregáramos al examen de nuestra realidad. En el campo de la plástica significa entender cómo Pedro Nel Gómez parte de Rembrandt y los expresionistas para llegar a una figuración ascética que es absolutamente suya, o cómo Obregón se interesa en Tamayo, Picasso, Braque y Clavé para encontrarse a sí mismo, o cómo Antonio Barrera descubre un cuadro de Goya y estudia a Turner para plasmar sus paisajes sintéticos. En otra área, es discernir cómo el Yoknapatawpha de Faulkner crea el Macondo de García Márquez y el Comala de Rulfo, alimentando procesos creativos absolutamente fieles a lo que somos nosotros, sin dar lugar a mistificaciones o falsificaciones. Nosotros, que somos nosotros 21
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porque este país no está vacío y tiene raíces que se hunden en un suelo de aspiraciones nacionales posibles, nada utópicas y en plena acción por alcanzarlas. En definitiva, Posada planteó no confundirnos al hallar —en territorios lejanos— los orígenes de lenguajes artísticos que son absolutamente autosuficientes y válidos para nosotros hoy y aquí. Lenguajes en los que vibra el espíritu de los hombres que nos movemos en estos territorios de América. Hombres concretos en un territorio concreto que continuamente crean y enfrentan la realidad concreta que pretenden transformar. Una realidad de la que hacen parte la alienación y la docilidad ante las exigencias del imperialismo, pero también la combatividad y coraje de sus vanguardias políticas. Ubicarnos históricamente implica, igualmente, defendernos de las tergiversaciones que pretenden baldar nuestro quehacer a partir de juicios metafísicos que se emiten sin considerar nuestras circunstancias sociales. Es la actitud de un sector bastante amplio de la crítica latinoamericana, entregada, en los últimos años, a la tarea de destruir la significación del movimiento muralista. Caso de Marta Traba —pero también de Octavio Paz, Romero Brest, Gómez Sicre y García Ponce— a quien cito por haber trabajado en Colombia, cuando se atrevió a “denunciar el error de una pintura que causó a toda Latinoamérica más de veinte años de retroceso y estancamiento”12. Llegados a este punto, vale la pena mirar un poco a Europa para encontrar cómo los ismos sucesivos desatados por el impresionismo desgajaron movimientos críticos de rechazo al inmediato pasado pero con un claro sentido positivo, el de la negación dialéctica en su dosis exacta para superar un lenguaje y alcanzar otro —nuevo y diferente— en un encadenamiento de síntesis progresivas. Nunca con un sentido destructor —es decir, de eliminación de la historia— ni con un sentido iracundo de negación por la simple negación. Si los cubistas le formularon reparos a los fauvistas, a su vez, aquellos 12
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Marta Traba. La pintura nueva en Latinoamérica. Ediciones Librería Central. Bogotá, 1961.
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fueron criticados por Dada y a Dada los surrealistas le modificaron sustancialmente sus manifiestos… Todos estos movimientos, de otra parte, encontraron la oposición irreconciliable de dos corrientes muy distintas: el expresionismo y la tendencia constructivista que, partiendo del suprematismo, pasa por el purismo y toca tanto el Bauhaus como el De Stijl. La constante del siglo en lo que respecta a la expresión plástica de los países capitalistas desarrollados, reside en la brevedad de sus sucesivas tendencias. Una de las tantas razones para esa brevedad la hallamos en la dinámica de sus sociedades, cuando el capital monopolista entra en su etapa imperialista. Si aplicamos el planteamiento de Engels de que “la humanidad se propone únicamente los objetivos que puede alcanzar, porque, mirando mejor se encontrará siempre que estos objetivos sólo surgen cuando ya existe, o, por lo menos, se están gestando las condiciones materiales para su realización”13, hallaremos que el movimiento muralista nacido en México y extendido a buena parte de América Latina —al que prefiero llamar la Gran Vanguardia Americana por sus magnitudes espaciales y temporales—, se originó en el sacudimiento social causado por la modernización de los países que lo admitieran, proceso lento pero propio que alargó la vigencia del mural. En Europa, mientras tanto, si bien es verdad que por la época convivieron tendencias variadas, también es cierto que a partir de 1924, con la aparición del surrealismo, la dinámica de movimientos sucesivos se congeló con la presencia negativa y destructiva del nazi-fascismo. Solamente tras la Segunda Guerra y la derrota del eje Roma-Berlín-Tokio el arte europeo recuperó su movilidad. Aunque en el período que va de 1924 —año del surrealismo— a 1945 —año del armisticio— surgieron algunos artistas de valor, todos ellos trabajaron acogiéndose a conceptos puestos en boga desde mucho antes, transformándolos 13
Friedrich Engels ctd. En Karl Marx. Contribución a la crítica de la economía política. Siglo xxi. México D.F., 2007, p. 5.
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ÁLVARO MEDINA
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creativamente sin poder producir una nueva tendencia estética de impacto y envergadura. La importancia de esta necesaria aclaración estriba en el hecho de que la Gran Vanguardia Americana tuvo su iniciación en 1922 con los frescos de la Escuela Nacional Preparatoria en Ciudad de México, repercutiendo vivamente en América Central, Perú, Ecuador, Bolivia, Chile, Brasil y Colombia, para conformar una corriente vigorosa cuyos mejores representantes son tan diferentes entre sí como Picasso es diferente a Juan Gris dentro del cubismo, como Duchamp es diferente a Jean Arp dentro de Dada y como Dalí es diferente a Magritte dentro del surrealismo. Del mismo modo que algunas de esas tendencias desbordaron fronteras para conseguir adeptos provenientes de las más diversas nacionalidades, algunos de ellos establecidos en capitales muy distantes, la Gran Vanguardia Americana también desbordó fronteras y llegó a influir a los pintores norteamericanos de la década del 30. Tales acontecimientos, positivos tratándose de nuestro primer gran aporte a la plástica universal del siglo xx, por lo demás coincidentes en muchos aspectos con lo ocurrido durante el mismo período en el viejo continente, no los podemos convertir en una tara, ni en una especie de vergüenza pública, ni en una suerte de tumor, porque sería privarnos del aire histórico que le suministrara su oxígeno a nuestras culturas. Otra cosa es aficionarse a la asimilación crítica de esas expresiones y negarlas dialécticamente a la luz de los cambios propuestos por el avance de las fuerzas productivas. Ya no es posible repetir la experiencia de Rivera, pero tampoco es posible repetir la de Max Ernst. Sin embargo, hay mucho que aprender de ambos artistas. La protesta implícita en la huida de Gauguin a Tahití tendría que asumirla el artista actual combatiendo al lado del proletariado. Los avances no dan lugar a equívocos. El equívoco —o más que equívoco, propuesta de suicidio cultural— contenido en los planteamientos de la crítica burguesa latinoamericana, tendremos que rechazarlo decididamente, no sin antes desentrañarle su por qué. Los intentos de aniquilar el muralismo surgieron con fuerza y argumentos sagaces, cuando el arte latinoamericano dejó de ser 24
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patrocinado por la burguesía progresista de los años 20, 30 y 40, para pasar a manos de la gran burguesía antinacional aliada al imperialismo. Sobra advertir que no es ésta la simplona consigna de un comunista, sino una verdad histórica analizada por numerosos estudiosos de los procesos económicos y sociales de nuestros países. La burguesía, que en principio fue capaz de llevar adelante el proceso de industrialización con ahorros nacionales y hasta soñó con forjar el capitalismo en cada uno de nuestros países con el ímpetu de su propia fuerza, más adelante rindió su empresa a los capitales extranjeros, especialmente norteamericanos, perdiendo así su identidad. Las propuestas patrióticas de raigambre popular del muralismo tenían que volvérsele chocantes, cuando no subversivas. En definitiva, mientras Europa, a pesar de las negaciones mutuas de los movimientos plásticos sucesivos, los historiadores supieron organizar sus capítulos para convivir con todos ellos como productos que eran de una cultura viva y dinámica, en América Latina la burguesía proimperialista no pudo hacer otro tanto. Sectarismo y visión estrecha que en general les achacan a los marxistas —y más directamente a los comunistas— cuando ellos tienen semejante viga antipopular en sus dos ojos, derechos ambos, ya que niegan el izquierdo. Con todo lo anterior pretendo distanciar, sin falsas modestias, los diferentes trabajos que recoge este libro de los trabajos similares que, desde la derecha y desde la ultraizquierda, han abocado otros autores. Al emprender estos ensayos de aproximación, sujetos a las modificaciones que exijan los nuevos datos que sobre nuestro quehacer plástico se descubran más adelante o planteen los aportes provenientes de las demás disciplinas de las ciencias sociales, pretendo analizar y explicar en la primera parte —Procesos— el desarrollo del arte colombiano entre 1899 y 1928, tratando de abarcar todos sus hitos, sin olvidar sus contradicciones*. Al abocar tal intento —un ensayo *
El autor se refiere aquí al ordenamiento de la primera edición de Procesos del Arte en Colombia, repartida ahora en tres volúmenes. [Nota del Editor]
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es un ensayo y no un definitivo para suerte de todos— tropecé con la inmensa dificultad que impone la ausencia de monografías confiables que me esclarecieran las particularidades de las trayectorias de aquellos artistas y movimientos que hoy consideramos significativos. Herramienta de trabajo absolutamente indispensable para el historiador que, en rigor, sólo Juan Friede ha alcanzado a elaborar con verdaderos méritos en sus trabajos —¡de hace más de 30 años!— sobre Luis Alberto Acuña y Carlos Correa. Fue ésta la razón que me movió a escribir la serie de monografías que he ubicado en la tercera parte de este volumen —Trayectorias—, con una de las cuales, por cierto, di el paso de la narrativa a la crítica de arte. Se trata de la monografía sobre Fernando Botero, escrita pensando en un libro y no en una revista o un catálogo como las demás, exceptuando la de Alejandro Obregón, elaborada especialmente para este libro. Es mi intención, con estas monografías, dejar un testimonio de los artistas que he conocido y apreciado de exposición en exposición, contacto continuo que prosigue y me suministra —de una manera viva— el conocimiento de sus éxitos y fracasos. A lo cual se agrega lo más importante: poder analizar cada artista en un contexto que es el mío, apelando a unas vivencias que son las mías y que, como tales, he podido reconocer en sus obras para identificarme con ellas o rechazarlas. En cuanto a la segunda parte —Documentos—, referida al arte y su crítica, es ella una selección entre centenares de notas escritas en los cien años exactos que median entre 1848 y 1948. Al incluirlas como una sección de Procesos del arte en Colombia, cuando evidentemente podría ser un libro aparte, me propongo dos cosas: crear conciencia de la necesidad de reconocer la crítica como una fuente fundamental del trabajo del historiador y facilitar la comprensión de las diferentes etapas que la crítica, como tal, ha atravesado. Al fin y al cabo, la crítica también tiene su historia y, al mismo tiempo, contiene la historia de la mucha o nula aceptación social que los artistas han tenido en cada época. 26
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Para concluir, debo manifestar que una buena parte de estos trabajos ha sido realizada paralelamente al Seminario de Arte Colombiano, que entre 1974 y 1977, dirigí en la Facultad de Artes de la Universidad Nacional, Bogotá. Por lo tanto, debo reconocerle a quienes fueron mis alumnos, los aportes que hicieron en el desarrollo de ese Seminario, los cuales nos permitieron desentrañar algunos de los hechos olvidados que aquí revelo nuevamente. El reconocimiento que les rindo a ellos lo extiendo a Luis Alberto Acuña, Carlos Correa, Marco Ospina, Alejandro Obregón, Fernando Botero, Augusto Rendón, Pedro Alcántara, Juan Antonio Roda, María de la Paz Jaramillo, Antonio Barrera, Jorge Elías Triana y Oscar Muñoz, quienes me guiaron al revisar sus archivos personales y me ayudaron a localizar numerosas obras, aclarándome en largas entrevistas y cartas, lo que aquí dejo consignado. Otros materiales los obtuve por la invaluable colaboración que recibí del doctor Jaime Duarte French, en la Biblioteca Luis Ángel Arango y de Concha Ardila de Moncaleano e Isabel de Garzón, en la Biblioteca Nacional. Al igual que ellos, J. G. Cobo-Borda y Santiago Mutis fueron unos atentos y rápidos colaboradores en la adquisición de los materiales que faltan cuando menos lo creemos. De último, pero en realidad primero, debo expresarle mis reconocimientos a Germán Vargas, involuntario y quizás arrepentido artífice de buena parte de estas páginas, algunas de las cuales tuvieron su génesis en el programa Orientación Plástica, que entre 1974 y 1975, difundió la Radio Nacional, gracias a la invitación que él me formuló. Álvaro Medina
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