"Todo Pasa Pronto" Juan David Correa (fragmento)

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Juan David Correa es escritor y editor. Desde marzo de 2014 se desempeña como director de la revista Arcadia. Ha trabajado como periodista en diversos medios de comunicación. Fue el director cultural de la Feria del Libro de Bogotá. En 2010, junto a Álvaro Robledo, fundó El Peregrino Ediciones, una editorial independiente. Entre otros libros, ha publicado la memoria literaria El barro y el silencio (2010), y la novela Casi nunca es tarde (2013). Todo pasa pronto (2007) fue su primera novela.





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Todo pasa pronto Juan David Correa Laguna Libros  978–958–8812–26–7 Colección Laguna Crónica 7 Fotografía carátula (completa en la página 197) Viki Ospina Fotografía solapa Vasco Szinetar P  Alfaguara, Bogotá, 2007 P   L L Bogotá, abril de 2014 I Editorial Kimpres Ltda. ĚĞġģĖĤĠ Ėğ ĔĠĝĠĞēĚĒ t ġģĚğĥĖĕ Ěğ ĔĠĝĠĞēĚĒ




A Consuelo y Hernán Darío, mis padres



La soledad deja frรกgil el cristal y fuerte el acero. Una historia de amor y oscuridad Amos Oz



1 Hoy cumplí diez años y no hubo fiesta de cumpleaños. Es trece de noviembre de 1982, pero pronto, en veinte segundos, será catorce, y el peor día de mi vida acabará para darle paso a uno aún más terrible. Son las doce de la noche y he decidido levantarme de la cama. He tratado de hacer el menor ruido posible. El piso de esta casa, de este refugio temporal, es de madera y cada pisada es un crac que camina lento por los corredores, los cuartos, la sala, el comedor, la cocina, el cuarto del servicio, las escaleras que conducen al patio del apartamento que el abuelo le construyó a la tía María como regalo de matrimonio; un crac que se pierde en el garaje, donde está parqueado el Zastava azul del abuelo, y alcanza la calle y rebota en los postes de la luz; esos postes grises con bombillos de luz azul parecida al aviso del Smith & Weson, el bar preferido de papá y mamá. Camino, salgo del cuarto, doy veinte pasos en puntillas y me siento en la escalera. Es una escalera de baldosa blanca.


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Sube del hall de entrada hasta el segundo piso. Allí hay seis cuartos en donde duermen mis tíos. Los que aún no se han ido, los que aún son menores. La escalera tiene forma de C al revés. Me siento. Los escucho. Cierro los ojos para oír mejor. Hace tanto frío que lo siento subiéndome por la espalda. Tengo puesta una piyama azul del hombre araña. No llevo medias. Trato de acomodar mis pies sobre mis muslos. Los cruzo. Como no lo logro, caliento primero uno, lo froto, lo cubro con las mangas de la piyama y después hago lo mismo con el otro. Sus voces llegan apagadas, como si tuvieran un vaso sobre la boca. Mi hermano duerme en el cuarto del fondo. Esta es la casa de mis abuelos. Llegamos hace una semana. Dos de mis tíos debieron desalojar su cuarto para acomodarnos. Es el cuarto más grande, es tan grande como la sala de la casa que dejamos hace poco. Lo desocuparon pues trajimos todo nuestro trasteo. Abro los ojos. Desde este lugar veo las cabezas de papá y de mamá recostadas en los espaldares de dos poltronas amarillas. Detrás de ellos está una jardinera sembrada con millonarias. Las millonarias son las plantas preferidas de la abuela Gracia. Dice que traen buena suerte. Las pobres plantas no han podido cumplir el agüero de la abuela. Desde donde estoy veo a mis abuelos de frente. Están sentados en el sofá compañero de las poltronas. El abuelo aún está en camisa y pantalones de paño, encima tiene puesta una levantadora de cuadros. Lleva unas pantuflas de terciopelo y suela de caucho. Cuando el abuelo camina por los corredores la suela de sus pantuflas aumenta el crac de la madera. Sobre la mesita del centro hay por lo menos veinte portarretratos con fotos de la familia de papá. Mi abuela

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también tiene puesta levantadora, pero supongo que ya está en piyama porque se le ven los dos blancos de las piernas. La abuela Gracia y el abuelo Luis tienen las manos arrugadas y pecosas. Cada vez que me acarician me dan miedo esas manchas cafés sin forma, esos mapas sobre la piel. Solo una cosa los haría mirar hacia donde estoy sentado: que la criatura pegue uno de esos gritos que me dejan helado. La criatura es mi hermano y nació de seis meses y medio. Me ganó por quince días. Papá me llevó hace un mes y medio a verlo flotar en una incubadora a la clínica David Restrepo. Lo miramos desde una ventana que daba a una enorme sala; un laboratorio en el que experimentaban con pequeños animales. Eran pequeños animales lo que vi. Parecían calientes, metidos en aquellas cápsulas de cristal. Llevaban electrodos pegados a la piel. En este momento, al cerrar los ojos, puedo volver a verlos. Una enfermera arrastró una de las cunas y la pegó al vidrio. Sentí la respiración cortada de papá. Su mano apretó mi hombro. Lo miré, no me dijo nada. Ahora son mis manos las que están frías. Vuelvo a prestar atención. Escucho un seseo, una serpiente arrastrándose por algún lugar del aire: es la voz del abuelo con sus cascabeleos. El abuelo Lucho debe tener unos sesenta años. Es calvo y le salen pelos grises de la nariz. Mi abuela también es canosa. Tiene los ojos grises y también cascabelea cuando habla. Cierro los ojos e imagino a papá: tiene barba, la cara redonda, los ojos verdes que cambian de color con la luz. Usa gafas redondas. No es flaco ni tampoco gordo. Él dice que es fornido. Es más alto que el abuelo que es huesudo y flaco. Las manos de papá son fuertes.

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Siempre que llega a casa quiero que esas manos me abracen, me escondan, me eviten pensar, como lo hago ahora. A mamá solo se le ve la mitad de la cabeza. Se le ve un poco de su pelo negro nada más. Se ve la carrera, una línea muy blanca. Es como una carretera que le cruza el cráneo en dos. Ya casi la alcanzo. En eso pensaba el otro día, el día en que trajimos todas nuestras cosas hasta aquí. Le llego a los hombros. Me paré a su lado mientras empacábamos las cajas y medí con mi mano: me falta una cuarta para alcanzarla. Yo me veo bastante bajito porque soy grueso; no diría que gordo aunque así me digan en el colegio: ahí va el gordo. A papá le molesta que me llamen así. A mí también. Cargo con un apodo que me restriegan una y otra vez cada vez que intento pasarme con alguno del curso: “grasiento asqueroso”, me dicen. El otro día le clavé un puñetazo a Borda por decirme Llantas Uniroyal. Estábamos en cambio de clase de matemáticas. Me acerqué a Borda, le pedí que se volteara y me repitiera eso de Uniroyal y apreté el puño. Uno de mis nudillos se incrustó en sus dientes de conejo. —Sígame jodiendo, Borda, y la próxima le tumbo todos los dientes —le dije. El imbécil salió corriendo por todo el salón. —Me lo aflojó, me lo aflojó —gritaba. Cuando entró Maritza, la profesora de matemáticas, todo el mundo se quedó callado. Borda se dedicó a sobarse la boca y yo a contener el chorro de sangre que me salía del nudillo. No debo desviarme. Tengo que concentrarme. Eso es lo que me dice una y otra vez el doctor Giraldo. Estoy sentado en esta escalera

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y solo oigo pedazos de la conversación. Los rostros de los abuelos parecen agotados. El cansancio se les ve en la cara. Están cubiertos por dos sombras con forma de gota que produce la luz de una lámpara de cristal. Mis pies están fríos. Quisiera hacer algún ruido. Sé de qué hablan pero me resisto a pensarlo. Pienso en una palabra. Mamá me ha dicho que cuando uno tiene miedo o necesita concentrarse lo mejor es repetir una palabra: tortuga, tortuga, tortuga, tortuga. Por más que repito la palabra no aparecen por ningún lado el caparazón, la cabeza babosa, los ojos negros, la piel fría y los ojos negros. Me siento como un testigo de la serie Perry Mason. Es uno de mis programas preferidos. Oigo tres palabras que pronuncia el abuelo Lucho: “toda la vida”. No sé qué quiere decir toda la vida: toda la vida, toda la vida, toda la vida. No aparece nada. ¿Toda la vida son muchas mañanas y muchas noches? Mañana y muchas mañanas todos se ocuparán de la criatura, siempre vestida de amarillo, moviéndose como un caracol dentro de su concha. Si soy el testigo, los jueces son mis abuelos. Mis padres, los acusados. Estoy en un estrado con forma de escalera. Los miro desde arriba sin que me vean. Y aunque sé lo que estoy escuchando, sigo tratando de buscar palabras. Piso. Pasamanos. Puerta. Matas. Tapete. Cajas. Apartamento. Crecer. Criarse. Mijo. Mijo. Mijo. Mi reina. Mi rey. Ninguna me sirve. Criatura, ensayo, criatura, sigo. La criatura es pequeña, muy pequeña, y se llama Gabriel y duerme mucho y grita como los locos que pasaban por el frente de la casa de Sears con sus costales de cabuya en los que se llevan a los niños lejos para sacarles los ojos y venderlos. Mi abuelo habla como un juez.

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Los ojos me pesan y escucho que mi madre le dice a mi padre algo que no quiero repetir. Mi padre agacha la cabeza pues dejo de verla. No dice nada. El frío se apodera de mi espalda. Tengo la piel como una paleta. Estás como una paleta, dice mamá. Un viento helado me sube por la columna, luego la cabeza, baja por mi nariz, quiero contenerme, cierro los ojos, ahora no, ahora no, pienso mientras respiro. El crac de la madera se me mete en el cuerpo. Comienzo a temblar. —Lo siento, mi pequeño. Lo siento mucho —dice mamá sentada al lado de la cama. Me duelen los dientes. Cada vez las crisis son peores. No puedo recordar nada. Cojo su mano. La luz de la pequeña lámpara del nochero del lado en que duerme papá sigue prendida. Afuera está lloviendo. Oigo el agua golpear los vidrios. Veo la luz de los rayos que iluminan durante segundos la habitación. Quiero dormir pero no puedo y ella lo sabe, así que sigue acariciándome. Luego se levanta cuando cree que me he dormido. Oigo el chirrido de la puerta. —No la cierres —le digo pasito, para no despertar a la criatura. —Duerme, Pablo —me dice ella. Su mano se pierde mientras ajusta la puerta. No quiero dormirme. No voy a dormir esta noche.

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