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Ximénez Andrés Ospina Laguna Libros isbn: 978-958-57855-9-5 Laguna Libros Andrés Ospina Colección Laguna Crónica, 5 primera edición Bogotá, abril de 2013 impresión Editorial Kimpres Ltda. www.lagunalibros.com www.ximenez.co www.andresospina.com twitter @elblogotazo impreso en colombia · printed in colombia
A Marcela, quien me acompañó hasta Old Providence para resolver esta historia, tumbado en una hamaca peligrosa que miraba al Atlántico.
Y a Fénix, de cuyo recuerdo no puedo ni quiero escaparme.
Dear Sir or Madam, will you read my book? It took me years to write, will you take a look? —The Beatles, Paperback Writer … y así, nosotros adquirimos por igual ese ritmo de entidad efímera, y vivimos en el mundo como en posada de caminos, inquietos e inconformes, angustiados por la fuga constante de los seres y las cosas, de las ideas mismas y los sentimientos. Interinamente. —Luis López de Mesa
parte i : el niùo de la muerte
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I. Bogotá, febrero 20 de 1934 Exclusividad y exclusión siempre fueron primas hermanas. Doña Angelina lo sabía bien. Por eso —una vez más— ella quiso salir a comprarse ropa costosa. Porque la vanidad y el desdén dirigidos hacia quienes no consideraba sus semejantes eran dos costumbres con las que había crecido y de las que, a su manera, disfrutaba. El almacén de Mina Silva —sin rival comparable en toda la ciudad— estaba dividido en dos mitades, cada una segmentada en muchos compartimentos, de esos a los que los colombianos llaman vestieres y a los que la mayoría del mundo hispanohablante denomina vestidores. Dentro de éstos había espejos de aumento, un poco más altos que anchos, generosamente dispuestos para adornar la superficie entera de cada cubículo, lo que garantizaba al cliente una vista completa y un tanto magnificada de su propio cuerpo.
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En el centro, entre las dos alas del establecimiento, destacaba por su extensión un corredor, similar en aspecto a una pequeña pasarela, toda tapizada en fibras importadas. Casi escondidos en el segundo nivel, los tres cuellos de igual número de costureras exhibían un trío de cintas métricas, parecidas en espíritu a los estetoscopios lucidos por los profesionales de la medicina. Ellas tan prestas a atender los requerimientos —en todo caso urgentes— de la clientela. Dentro de sus bolsillos, varias tizas pesadas de modistería aguardaban el instante oportuno para impregnar alguna tela con su estela polvorienta, lo que hacía más precisa cualquier maniobra de sastrería. En sus manos, algunas veces, una almohadilla era pinchada por decenas de alfileres con cabezas esféricas. En ocasiones había que ajustar las medidas de la cintura. En otras los puños debían ser recortados. Pero, las más, alguna dama recatada exigía como requisito para su compra la disminución de cierta abertura de falda, no muy discreta. Cuando doña Angelina y su hija Inés llegaron a la tienda, directo desde la casa de la 20 con Cuarta, ya había una selección con la mercancía más costosa aguardando por su indecisión, por su compulsión de comprar o por sus despiadados ímpetus críticos. Y un buen espacio en la registradora, ansioso de ser llenado por una cantidad apreciable de billetes nuevos. La mismísima Mina Silva se había comunicado esa mañana con ella para informarle acerca de las nuevas mercancías ultramarinas encargadas —según ella— a las modisterías más importantes de París.
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Durante las horas que restaban del día (y las adicionales que fueran necesarias) sus destrezas de comerciante habrían de concentrarse enteramente en convencerlas de quedarse con todo. Resolver el más insignificante de los cuestionamientos acerca de la calidad, el origen y el precio de los sombreros, sastres y pieles europeas, era competencia de su oficio, ejercido por ella con la suficiente diplomacia (hipocresía, dirían algunos) como para lucir sincera. Hija y madre llegaron; la una detrás y la otra antecediéndola. Mina decidió anticipárseles: —¡Yo conozco a mi gente, doña Angelina! Por eso la llamé antes que a ninguna otra dama en Bogotá. Siempre pienso en ustedes cuando nos llegan bellezas como las que les tengo guardadas. Por algo somos (y lo digo sin modestias innecesarias) la mejor casa de modas y peletería de la ciudad. ¿Los modelos son para usted o para Inesita? —Queremos verlo todo y por el camino decidimos. Aquí entre nosotras, Inesita pronto estará de quince y va siendo hora de presentarla en sociedad. Y de la hija de la dama mejor vestida de Bogotá nadie esperaría menos. Ahí donde la ven, la niña habla inglés y francés a la perfección. ¿Cuántas de su edad en Colombia pueden decir lo mismo? Inés, inhibida por la arrogancia de una madre en la que severidad y orgullo se disputaban el podio como virtudes predominantes, prefirió callar. Después de cumplir con el rito protocolario de pavonearse por todo el corredor para luego escuchar los halagos —no muy sinceros— de la planta entera de trabajadoras de la boutique y de
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las demás clientes (clientas, en palabras de otros) de cuya economía y genealogía ella sabía todo, la matriarca aristócrata decidió llevarse tres pieles, dos sombreros y un par de vestidos. Se registraron las alteraciones necesarias para la correcta horma de las prendas, pagadas por doña Angelina en efectivo y con papel moneda de alta denominación. Con el fin de protocolizar las gestiones de envío de los paquetes hasta la casa de la 20, la dependienta encargada, armada con su agenda de despachos, se acercó hasta la cliente honoraria para indagarle. —¿A qué hora prefiere que le mandemos las cosas, doña María Antonia? Un tufillo gélido invadió todo el recinto. Un estremecimiento espasmódico pareció subir por la espina dorsal de la dama, quien no intentó esconder su ira. —¿Cómo me dijo? Ya consciente de la falta crasa, la dependienta procuró enmendarla. —Mil disculpas, señora Angelina. A veces se me confunden los nombres. Estaba pensando en su hermana. La petición de indulgencia y la mención del parentesco —lejos de despertar su compasión— terminaron por indignarla aún más. —¡No se le vuelva a ocurrir cambiarme mi nombre por el de esa mujer pública! —le advirtió. Al vaticinar la venidera catástrofe, Mina, en su calidad de patrona (aunque, para ser justos, toda patrona es en realidad una matrona), decidió intervenir, amonestando a su empleada. —Es la última vez que le admito una salida de estas, Fidela. Luego, casi suplicante, se dirigió a la ofendida:
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—Y será la última en que algo como esto suceda, doña Angelina. Igual de enojada que al principio, la compradora sentenció: —Naturalmente que va a ser la última, porque no pienso volver por acá. Si les queda algo de vergüenza, espero que me envíen el dinero a la casa. No me llevaré ropa de una tienda en la que se acostumbra a vestir ‘señoritas eléctricas’. Y me encargaré de que todas mis amigas lo sepan. Fidela se le abalanzó para implorarle. Pero los afanes serviles de la penitente eran poca cosa al comparárseles con la furia de la dama, quien asió a su hija por el brazo, con brusquedad, para iniciar el ascenso hacia su hogar, desde el prestigioso salón de modas (localizado en el número 7-59 de la calle 19). Ya cuando iban subiendo para tomar el andén de la Séptima hasta la 20, la joven (en el fondo aliviada tras haber regresado la mercancía escogida por su señora madre para ella, pues su gusto y el de ésta no concordaban) se decidió a reclamarle... —¿Es que no sabes, madrecita, que María Antonia, a quien tú llamas ‘mujer pública’, realmente es tu hermana y mi tía? —El que yo tenga el deshonor de llevar su sangre, lejos de atenuar la vergüenza, la duplica. Y acentúa el merecido desprecio. ¡No se hable más! Un día después las prendas llegaron a la casa de la 20. En el paquete estaba, además, la devolución completa del importe pagado por éstas. También una canasta de frutas y una tarjeta de excusas en donde —para que la colérica señora se sintiera vengada— se le notificaba el despido de Fidela y se le rogaba, a manera de desagravio, recibir todo lo anterior como un obsequio.
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Fidela perdió su trabajo. Y aunque el costo humano y financiero (para la mayoría el más importante) parecieran altos, Angelina volvió a ser cliente de Mina Silva. Ésta, a su vez, para amedrentar y aleccionar a las demás trabajadoras de su almacén, se regodeó del gesto con un muy orgulloso “¿Sí ven? ¡Aprendan! Así es como se contenta a las ricas”. Y —en efecto— del asunto jamás se volvió a hablar.
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II. Seis años separaban ya a la arrogante mujer de ayer de la arrogante mujer de hoy y a la preadolescente de entonces de la jovencita de ahora. Era marzo 17 de 1940. A cambio de unos centavos adicionales, por encargo especial de don Roberto Cortázar Toledo —eminente intelectual, comerciante, miembro de número de la Academia de Historia, copropietario del almacén Cortázar Hermanos y hombre de letras—, un voceador se ocupaba de que El Tiempo llegara primero a la casa en donde él vivía junto a su familia. En el 4–10 de la calle 20, para ser precisos. Angelina, acostumbrada a que la doméstica se responsabilizara del desayuno de sus hijos (Inés incluida) en los dos días finales de la semana, solía entonces despertarse más tarde. Entretanto Roberto —ayudado por una cucharita de plata— mezclaba azúcar con café, único alimento que su organismo parecía tolerar antes de que fueran las 10 a.m.
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Para que estuviera completo, el ritual debía ser acompañado de una delicada sacudida, de un solo golpe, propinada con sus dos manos al centro del periódico. Eso con el fin de desdoblarlo e iniciar su lectura desde la primera hasta la última hoja. Primero se daba a la revisión desenfadada de El Tiempo (aquel al que menos respetaba), para luego terminar el día con un vistazo completo y más cuidadoso a su rival, El Espectador. Puesto que él era de los que dejaban lo mejor para el final, el hecho de que una y otra publicación circularan en horario matinal y vespertino —respectivamente— le simplificaba las cosas. Decía que los miembros de la familia Santos (propietaria del primero) tenían alma de negociantes, mientras que los Cano (dueños y fundadores del segundo), de periodistas. Su destreza al sostener la taza caliente con una de sus manos y el gigantesco diario en la otra y cambiar los folios, incluso bajo condiciones complicadas, se vio probada cuando dos de los avisos publicados al final de la primera página alcanzaron a sobresaltarlo, sin que ello le hiciera soltar un solo objeto. Como pudo, aún asiéndolos con la suficiente fuerza como para que no se cayeran, se dirigió hacia la habitación de su esposa, donde ella todavía dormía. Ambos se hablaban menos de lo necesario. Roberto y Angelina García Ortiz estaban cobijados por el sacramento marital y conformaban una familia, pero sólo de nombre. Aunque ninguno jamás quiso admitirlo o desmentirlo, había rumores en el núcleo íntimo de sus conocidos en cuanto a que una infidelidad con cierta costurera se había adelantado a la muerte en la tarea de apartarlos.
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Habitaban cuartos diferentes. Podían transcurrir meses sin que se dijeran nada. Los unía el deseo permanente de estar separados. Pero ese día Roberto se sintió obligado a intentar una breve tregua. Consultó su leontina Ferrocarril de Antioquia. Hecha en Suiza. Vendida sólo en Colombia. Ya la mañana se terminaba. Con la debida firmeza de voz, sin tocarla, la llamó en dos oportunidades. Pero ella no pudo o no quiso oírlo. Para no impresionarla con la noticia, Roberto alzó el tono por vez tercera. —Angelina… ¡Despiértate! Lo que tengo que decirte es importante. ¡María Antonia falleció! Sin que ello la afectara y más bien desdeñosa, con palabras que aún le dejaban cierta consistencia pastosa en el paladar, su mujer le contestó, tan sólo para volver a cerrar los ojos y no seguir siendo molestada. —¡Hasta ahora me lo vienes a contar! Contrariado por la firmeza de su esposa —más parecida a la indolencia— y esperanzado en que la lectura del obituario le descongelara el alma, Roberto comenzó a recitar: “La señora Doña María Antonia García Ortiz viuda de Jiménez Triana ha muerto. Sus exequias se verificarán hoy domingo a las 11 a.m. en la Capilla del Sagrario. Sus hijos y demás familia invitan a sus amigos y relacionados a la asistencia a este acto. Casa Mortuoria: Carrera Sexta No. 9-42”. Ya del todo despierta, Angelina se incorporó: —La prensa siempre enterándose tarde de las cosas y levantando infundios. Me imagino que el aviso fue ordenado por su hijo menor. El reporterito ese de baja estofa, quien, según creo,
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dedicó una página entera a hablar del vago de mi hermano. Como trabaja en El Tiempo debió convencerlos de que le dejaran publicar el reportaje, con la condición de hacerles, a cambio, una de sus notas sangrientas y amarillistas. Por otro lado —y que yo sepa—, esa mujer pública nunca fue una señora respetable, ni mucho menos una doña. En lo que a mí respecta, María Antonia se murió hace treinta años. No se hable más. —¿Se te olvida que la compasión es deber de todo buen cristiano? —¿Y a ti se te olvida que nuestro Señor condena la fornicación, el concubinato y el amancebamiento? ¡No pretenderás ahora que toda la familia se prosterne ante la muerte de una impenitente! El destino de la mujer pública es el infierno. Quien quiera visitarla y hablar con ella tendrá que irse hasta allá y pedirle permiso al demonio para entrar. —Ya lo decía don Clímaco. Liberal y todo, pero ocurrente. ¡Qué carajos! Si pública es la mujer que por puta es conocida, república viene a ser la puta más corrompida. Y siguiendo el parecer de esta lógica absoluta, todo aquel que se reputa de la República hijo, debe ser, a punto fijo, un grandísimo hijo de…
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—¡No sigas, insolente! ¡Qué dirían los lectores de tu Instrucción cívica para las escuelas y colegios si te oyeran! —le interrumpió a tiempo. —Si no quieres que continúe con mi recital de poesía profana tendrás que levantarte, y acompañarnos a mí y a nuestros hijos para despedir a tu hermana mayor y consolar a tus sobrinos. —Prefiero que sigas profanando las paredes sagradas de esta casa antes que ir a mezclarme con la prole de Satán. ¿O es que quieres que Inesita sea la sucesora de esa mujer? ¿De cuándo a acá se ha visto que una dama y una meretriz sean hermanas? —La que debería poner fin a sus diatribas odiosas eres tú. A ninguna mujer en el mundo, aun cuando derive su sustento de dicha actividad, le gustaría ser llamada meretriz. —Si tanto le disgustaba, debió pensar en dedicarse a otro oficio. —Será mejor poner fin a esta discusión y emprender el camino hasta allá. —Ya te dije que no voy a ir. No pienso dilapidar mi prestigio consintiendo las vagabunderías de la muerta. Tú sabes que yo no he sido dada a hablar de eso, pero no te olvides de dónde vengo. ¿O es que tampoco le crees a Guillermito Hernández de Alba? Tú mismo le has oído decir que la mía es una de las cincuenta mejores familias de Bogotá. Roberto se infló de paciencia para soportar el discurso de su esposa, que ya había aguantado en demasiadas oportunidades. Angelina continuó... —Por si la memoria te ha comenzado a fallar, me permito recordarte que estoy emparentada con Antonio Nariño, con
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Antonio Ricaurte, con Crisanto Valenzuela, con José María García de Toledo, con José Joaquín Ortiz Nagle y con José Joaquín Ortiz Rojas (entre muchos otros). Eso acarrea responsabilidades. Puede que a ella le hayan quedado grandes los apellidos, pero a mí no. ¿Qué estarán pensando, desde el cielo, mi bisabuelo y mi abuelo al saber que tienen un descendiente ilegítimo con su mismo nombre? A lo mejor ese José Joaquín, el reporterucho al que desgraciadamente tengo por sobrino, invita a los fotógrafos borrachines del periódico y terminamos saliendo todos en las sociales. ¿Te imaginas? Los García ‘bien’ y los García ‘mal’. De una vez te lo advierto: si algún día vienen a visitarme los bastardos Jiménez García al lugar en donde agonice, no vayas a dejar que se me acerquen. Con ellos presentes, de seguro la salvación de mi alma y el buen nombre de los míos peligrarán. —Tienes razón. Mi memoria no es la de antes. Pero ya que la tuya se mantiene tan vital, de seguro recuerdas que tu bisabuelo, don José Joaquín Ortiz Nagle, era, contrario a ti, un hombre progresista. Le expropiaron su hacienda, la del Salitre en Paipa (herencia del abuelo de su esposa), por firmar la declaración de independencia. Su autógrafo está en medio de los de Nariño y Neira. Estuvo preso en Puerto Cabello por defender la libertad y murió pobre después de ser acaudalado. En lugar de mencionármelo cada vez que puedes, deberías imitarlo y abandonar tu mojigatería. Sobre el García: se me olvidaba que ese sí que es un apellido exclusivo —agregó irónico—. Escaso, diría yo. Nadie pensaría en renunciar a él. ¡Con lo poquitos que hay! Ahora bien… no estoy seguro, pero en lo concerniente a tu parentesco
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con Antonio Nariño, creo saber de su señora esposa, Magdalena Ortega y Mesa. En la Academia ella es muy famosa. Y no propiamente por guardarle fidelidad a su marido encarcelado. Respecto a los demás, el mejor representante de dicha estirpe es, a propósito, Mario, tu hermano, a quien ‘el otro’ José Joaquín dedicó página entera en el periódico, hará cinco años. ¡Pobre Mario! Alma bohemia que va por ahí, desaseada, carente de varias piezas dentales… de pueblo en pueblo, vendiendo sus pinturas. Y que terminó inocentemente encarcelado, sin que tú hayas hecho nada por socorrerlo. —Él tampoco merecía su linaje. ¡Una vergüenza para mi casta! —Si anhelas evitarte más vergüenzas para tu casta es recomendable que te hagas presente. ¿Quieres que todo el mundo ande por ahí diciendo que una dama de abolengo —como dices ser— desatendió la obligación católica de despedir a sus muertos? Si no se te ve por allá, mañana vas a ser tema de conversación de toda la sociedad bogotana, sin necesidad de figurar en las sociales. Si no lo haces por noble, hazlo al menos para aparentar ser buena hermana. Y, como dices tú, no se hable más.
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III. Las peores cosas de la vida ocurren los domingos. Y eso se debe a que los domingos son sin duda una de las mayores, entre las muchas invenciones abominables de la humanidad. Era domingo. Con la frialdad de quien debe aparentar dolor en donde hay indiferencia y con su incomodidad amplificada por el repentino silencio de todos los presentes, Roberto, Angelina e hijos ingresaron al tanatorio, poco antes de que el recorrido hasta la iglesia y luego hacia el camposanto comenzara. Ahí estaban, en orden de edades: Rafael, José Joaquín, Isabel y Elvira. Los cuatro huérfanos de la unión de Rafael Jiménez Triana y María Antonia García Ortiz, habituados al gesto automático de su tía volviéndoles la mirada para evitar saludarlos —hecho ocurrido en cinco o seis oportunidades a lo largo de sus vidas—, supusieron estar soñando al verlos llegar.
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Abrazos forzados, condolencias a destiempo y silencios incómodos entre primos que no se conocían fueron el colofón de la jornada lastimera al término del velatorio. El cortejo hasta El Sagrario arrancó entre los murmullos de los presentes, más preocupados por chismorrear alrededor del distanciamiento declarado entre las hermanas mayor y menor que por consolar a los deudos. Desde el portón de la capilla, por entre la llovizna dominical, alcanzaban a verse las fuentes de la Plaza de Bolívar y los vehículos de servicio público esperando a que alguien los abordara. Ya en el Cementerio Central, poco esfuerzo hizo Angelina por esconder su descreimiento ante las palabras del sermón en el momento en que el oficiante de la liturgia funeral aludiera a las virtudes cristianas de la difunta. El entierro culminó, y sin que ninguno pareciera estar preparado, ésta se aproximó a sus cuatro sobrinos en actitud incomprensible. Contrario a lo que todos habrían supuesto, les habló. Y muy bajo. —¿Qué van a hacer ahora? Rafael, el mayor de todos, contestó, desconcertado y a volumen aun inferior: —Depende de a lo que usted se refiera con ‘ahora’, doña Angelina. ¿Ahora en nuestras vidas? ¿Ahora en la tarde, cuando vuelva a llover? Porque después de todo entierro llueve. —Quiero conversar con ustedes. ¿Nos acompañarían al Hotel Granada? Durante un segundo, Rafael jugó con la tentadora idea de decirle a esa dama lo mucho que la aborrecía y de reivindicar la
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memoria de María Antonia, expresándole cuán atormentados habían vivido su progenitora y sus hermanos por las sucesivas humillaciones de aquella a quien no se les ocurriría llamar tía. Pero lo detuvo un arrebato de callada gentileza, aprendida de sus dos padres muertos. Calladamente los cuatro se preguntaban si tal vez el destino había escogido hacerlos beneficiarios de una indemnización por el desdén padecido durante todas sus vidas a causa de los caprichos de la hermana de su madre. Tal vez ella —conmovida por la desaparición de quien era su pariente y arrepentida por no hablarle desde hacía tres décadas— había convencido a su esposo acaudalado de legarles algo de dinero para hacer algo más holgada la vida de quienes llevaban su sangre. Como fuera, repartidos en tres taxis, los Cortázar García y los Jiménez García (con excepción de don Roberto) llegaron al restaurante del hotel (considerado unánimemente por los bogotanos el mejor de la ciudad) y se ubicaron en una de sus mesas. Los intentos de algunos de los presentes por dotar de fluidez la conversación fueron tan estériles como la conversación misma. Sus silencios sólo eran suspendidos con bisílabos, cuando de responder una pregunta protocolaria se trataba. Interrogantes del tipo ‘¿en dónde estudias?’, ‘¿qué tal está tu café?’, ‘¿han probado el Napoleón de aquí?’ y otros más, todos venidos de la boca de los más jóvenes, quebraban por instantes los largos lapsos de enmudecimiento, para luego ser respondidos sin mayor entusiasmo. Nadie mencionó el funeral ni las condiciones en las que María Antonia había muerto. De hecho —como era usual en
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los Cortázar García— no hubo quién fuera capaz de pronunciar su nombre. Llegado el momento final, antes de sellar el incómodo ritual, doña Angelina intervino por única vez desde cuando los había invitado. Era evidente que le estaba costando hablar. —Esta tarde me sabe amarga. Agradezco al destino el haberme dado la oportunidad de encontrármelos, para poner por fin las cosas en claro. Créanme o no, esto me ha dolido y me seguirá doliendo por siempre. Es una lástima que la vida nos haya puesto a ustedes y a mí en lados opuestos. Aunque también es mi deber atender los imperativos que mi señorío me impone. A pesar de que no lo parezca, hacerlo me es difícil. Pero me sentiré mejor así. Los huérfanos se dispusieron entonces, con cierta altivez, algo de gratitud y un disimulado sentimiento de justicia, a aceptar una merecida dádiva compensatoria por los pasados treinta años de ostracismo. Angelina continuó: —Lamento que la conducta censurable de su madre no nos haya permitido tener una relación normal y que un linaje de tantos siglos se haya visto manchado de semejante manera. Ya cuando los Jiménez García estaban convencidos de que lo anterior no era más que la introducción al primer acto de generosidad recibido de manos de su temida tía, ella prosiguió: —Lo único que quiero, por ahora, es notificarles que el hecho de que esta mañana nuestra familia haya decidido ir a presentarle formales condolencias a la suya y que el día haya finalizado con una cordial e inmerecida invitación a un restaurante de lujo no significa que desde hoy vayamos a actuar como si nada, o que
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acabemos por convertirnos en los mejores amigos. Mucho menos que Roberto o yo estemos dispuestos a consentir que nuestros hijos y ustedes tengan tratos. Por eso será mejor que desde hoy no volvamos a vernos. ¡No se hable más! Nadie supo qué decir. Aún sin haber bebido la totalidad de la infusión dulzona de yerbabuena, maracuyá y panela ofrecida como cortesía por el restaurante al final de cada festín, los hermanos Jiménez García abandonaron el comedor en fila —de mayor a menor— y despidiéndose avergonzados. Rafael presidía la hilera de la deshonra. José Joaquín, cuatro años menor, lo seguía mientras se quejaba… —Esto nos lo habríamos evitado respondiendo a la invitación con una negativa cortés, pero firme. —Despreocúpate. La justicia divina no va a dejar que esto se quede así —lo consoló Rafael. —No olvides lo que nuestra difunta madre decía: “La vida es justa con una suprema justicia. El odio amarga y es vano. El rencor es bajo y humilla. Sólo el amor puede salvar a nuestras pobres almas. El premio y el castigo están en nosotros mismos”. Mejor nos será dejar las cosas de este tamaño —agregó José Joaquín, para después hacerse consciente de que era esa la primera ocasión en la que se había referido a su madre como difunta, algo que en adelante tendría que hacer siempre. Elvira e Isabel los siguieron, represando las lágrimas. El joven periodista lo sintió más que ninguno. Y estuvo más triste que siempre. Más triste que al perder a su padre. Más triste de lo que creyó ser capaz de estar.
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O bien Dios había desatendido su petición de morir antes que ella. O bien sus muchos pecados no lo habían dejado merecer semejante consideración. O bien… Dios no existía. Los interrogantes le cuadruplicaron la rebeldía. Y lanzó injurias, rogándole al mismo Creador que lo destruyera, jaculatoria que éste desoyó, por lo menos de momento. Al otro día anduvo de regreso en la redacción del periódico, para olvidarse de todo.
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