1968 EL AÑO DE LAS MUCHAS PRIMAVERAS Omar Saavedra Santis
SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 1 DE JULIO DE 2018 NÚMERO 1217
Mauricio Beuchot y las filosofías barrocas Carlos Oliva Mendoza
La cruzada de los niños Lucía Noriega Hernández
La poesía de Adonis José María Espinasa
JORNADA SEMANAL
1968, México (abajo), París (centro), Praga (arriba)
2 1 de julio de 2018 // Número 1217
1968:ELAÑODELASMUCHASPRIMAVERAS Emblemáticas de una gesta lo mismo cultural que política y social, París, Praga y Ciudad de México son tres de las urbes en donde, hace cinco décadas, las viejas estructuras del status quo evidenciaron una serie de grietas por las cuales, con mayor o menor velocidad, se ha colado hasta alcanzar al mundo entero un espíritu de protesta, resistencia y renovación resumidos en la idea que simbolizó al año de 1968: la primavera. El narrador, dramaturgo y periodista chileno Omar Saavedra Santis hace el recorrido puntual de los lugares, los momentos y los hechos cruciales de una época que, medio siglo después, conserva intacta la frescura de su espíritu lúdico y libertario.
MAURICIO BEUCHOT y las filosofías barrocas
El estudio del pensamiento de Giordano Bruno, Tommaso Campanella, Baltasar Gracián, Sebastián Izquierdo, Athanasius Kircher y sor Juana Inés de la Cruz, es el propósito del filósofo y sacerdote dominico en su obra Tramos en el camino del pensar barroco que aquí se comenta. El barroco planteó preguntas fundamentales sobre la relación del hombre consigo mismo, con lo divino y la naturaleza que en nuestro siglo al borde del caos y del vacío no han perdido su vigencia.
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Carlos Oliva Mendoza ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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I
or azares y fortunas diversos, he topado con cinco libros que aportan cuestiones en verdad trascendentes para pensar el hecho barroco en la filosofía mexicana contemporánea. Se trata del injustamente olvidado Estética y doctrina moral en Baltasar Gracián, de Claudia Ruíz García; Destrucción del ídolo ¿qué dirán?, de Pedro de Mercado; del fascinante relato, en donde ocupan un lugar central los jesuitas expulsados de América, Sueños de la razón. 1799 y 1800. Umbrales del siglo xix, de Jorge Aguilar Mora; del sorprendente y revolucionario libro sobre ese barroco plenamente americano que describe Sergio Ugalde Quintana en La biblioteca en la isla. Una lectura de la expresión americana, de José Lezama Lima; y last but not least: Tramos en el camino del pensar barroco, del infatigable Mauricio Beuchot, libro que tomaré como eje de un tramo del camino-barroco… aquel que nunca fuera el camino-real. ¿Cuál es la importancia de regresar al obscuro y complejo hecho barroco? Según Bolívar Echeverría, volver y “reasumir críticamente” “un tipo de discurso reflexivo, el teológico práctico, y de un género literario, el de la prosa edificante, que predominaron durante cosa de dos siglos en nuestra historia y que han marcado profundamente nuestra manera de pensar y de hablar […] puede ser una manera de recordar un futuro que no podía prosperar, por lo ilusorio de su anticapitalismo, y de preparar otro diferente que tal vez pueda tener un mejor destino”. En este contexto, quiero insertar la obra de Mauricio Beuchot, quien ha realizado el estudio de seis barrocos de muy distinto talante: Giordano Bruno, Tommaso Campanella, Baltasar Gracián, Sebastián Izquierdo, Athanasius Kircher y sor Juana Inés de la Cruz. Su objetivo, claramente, es buscar la analogía central del microcosmos humano como punto último de referencia proporcional o de semejanza con lo divino y lo natural. En el fondo, lo que hace Beuchot es revitalizar la vieja idea del gran Longino: ¿cómo el ser humano es capaz de sublimar la naturaleza y lo divino para comprender qué hace y a qué vino a este mundo? Esta pregunta, revalorada y replanteada en la época barroca, es lo que hace al largo siglo xvii un escenario tan potente; un escenario que, en muchos de sus aspectos, está de regreso en el siglo xxi. Nadie duda ahora de que la pregunta central no es sólo sobre el tipo de relaciones entre el ser humano consigo mismo, sino sobre sus relaciones con las formas animales, vegetales o minerales que se asientan en eso que hemos llamado la naturaleza. Voy a señalar algunos ejemplos de este nervio o tronco central de la propuesta de Beuchot. Empiezo con la figura más polémica, Giordano Bruno. Escribe éste: “Si, pues, la tierra y otros mundos son animales en un sentido diferente de los que comúnmente se consideran tales,
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Mauricio Beuchot. Fuente: www.uan.edu.mx
son, en todo caso, animales con mayor y más excelente razón.” Mauricio Beuchot comenta sobre esta cita: “Bruno nos enseñó un manifiesto panteísta y panpsiquista: Dios es natura naturans, el mundo, en cambio, natura naturata, de ahí que la trascendencia de Dios sea tan sólo relativa.” En otras palabras, el poder natural de crearse a sí mismo como substancia y permanecer infinito, es inferior al desarrollarse como despliegue natural de esa substancia en efecto. Mientras la naturaleza más se materialice, más potente puede llegar a ser. De esta tesis se desprende otra más potente, expresada por Bruno en La expulsión de la bestia triunfante: Natura est Deus in rebus (la naturaleza es Dios en las cosas); así Bruno preludia ya todo un formalismo y materialismo filosófico de gran importancia para el desarrollo de las contrafilosofías modernas, como la de Spinoza, Leibniz o Marx.
cián. Al igual que con Giordano Bruno, topa aquí con un pensador muy agudo que incluso llega a plantear el despliegue de un modo cultural que se convierte en una verdadera segunda naturaleza. En última instancia, esta es una máxima del barroco: la permanente imaginación de la certeza de que no existe ya ninguna substancia o fundamento aprehensible por lo humano. Claudia Ruíz atina cuando señala que
II
Este doble enmascaramiento es todo un proyecto de vida dentro de la modernidad barroca; por eso el motor del comportamiento es el ingenio que, paradójicamente, es llevado hasta transfigurarse en discreción. El límite del comportamiento barroco en la actuación es discrecional. Se trata de una razón que trabaja para contener a la propia razón, no como será posteriormente pensada en la modernidad, como una razón que encuentra la voluntad individual y deduce la existencia de la libertad. Al fin y al cabo razón moderna; sin embargo, el proyecto barroco de lo moderno siempre tiene una deriva trágica. Beuchot lo detecta en su estudio sobre Gracián, al anotar que en el jesuita
Un caso muy diferente es el de Campanella.
Beuchot detecta de manera brillante que ahí hay un correctivo espiritual a la filosofía barroca y renacentista de Bruno. Este correctivo no es otro que propiamente la inserción definitiva del microcosmos humano como principio de analogía, de comparación y proporcionalidad, con la naturaleza. Lo dice de manera sofisticada y cuidadosa Beuchot: Campanella sigue la fórmula baconiana: una interpretatio naturae ex analogia hominis (interpretación de la naturaleza a partir de su analogía con el hombre); allí cabe el microcosmos como clave del macrocosmos; pero añade que ese mismo autor encontró en nuestro pensador el movimiento contrario: una interpretatio hominis ex analogia naturae, y eso atemperó su cosmovisión.
La naturaleza se interpreta entonces desde lo humano a la par que lo humano se interpreta desde la naturaleza, en movimientos de ida y vuelta, en hechos barrocos y constructos renacentistas. Beuchot ha trabajado también a un autor plenamente barroco, el jesuita español Baltasar Gra-
[...el] hombre será actor de sí mismo, aunque para Gracián todo lo real al componerse de contrarios, algunas veces obligará al hombre a encargarse de representar y otras de contemplar dicha representación, según convenga, pues la prudencia para Gracián es enmascaramiento de sí y desenmascaramiento de otro, ya que es necesario saber penetrar toda voluntad ajena, descubriendo efectos y defectos para conocer cómo acerarse al otro.
[...el] conocimiento […] se basa en lo relativo, en las relaciones entre cosas, sobre todo las de semejanza, de analogía. Se sustenta en las cosas concretas, no tiene demasiada confianza en el substrato esencial de todo; esto es, además de las relaciones objetivas entre las cosas no es posible afirmar una realidad, una verdad fundamental. He aquí el monto del escepticismo de Gracián, que es más bien desengaño, desconfianza en la propia capacidad de conocer, como se encuentra en la desembocadura del Primero sueño de sor Juana Inés de la Cruz.
III
El trabajo sobre lo barroco es de una actua-
lidad absoluta en la filosofía contemporánea. Desde mi perspectiva, nos encontramos en el desplazamiento radical de la perspectiva antropocéntrica y acaso logocéntrica del mundo. Ahí se enmarcan, por ejemplo, las luchas contra el patriarcado y el capitalismo o la aprehensión detallada, prudente y sorpresiva de la múltiple, compleja y rica forma animal, vegetal y mineral. El hecho de que Beuchot regrese a un punto de crisis donde fue tan importante la analogía determinante con lo humano (él mismo trabaja sobre la figura del Quijote de manera ejemplar al seguir a Badiella Magrinyà), nos indica la atención histórica que tenemos que otorgar a la época barroca. No sé si esto enfrenta a Beuchot con otras filosofías de avanzada, pero sí sé que lo coloca como una voz sui generis en este mundo. Pienso, por ejemplo, en las distancias entre Beuchot y Agamben, cuando el italiano escribe: ¿Qué es el hombre, si es siempre el lugar –y a la vez, el resultado– de divisiones y cesuras incesantes? Trabajar sobre estas divisiones, preguntarse de qué modo el hombre ha sido separado del nohombre y el animal de lo humano, es más urgente que tomar posición sobre las grandes cuestiones sobre los llamados valores y derechos humanos. Y, quizá, hasta la esfera más luminosa de las relaciones con lo divino dependa, de algún modo, de esa otra esfera, más oscura, que nos separa del animal.
¿Hasta dónde la idea del microcosmos humano, como punto central de inflexión de todo el mundo (ya no digamos el Cosmos) puede regular eso negado –lo animal– que está en nosotros? ¿No será acaso que los caminos luminosos no están ya cifrados en la razón humana, sino en una forma de vida más simple y regulada de forma no preferentemente lingüística, sino esencialmente perceptual y sensorial, como la forma constante del animal, las plantas y la tierra que nos sostiene? l
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4 1 de julio de 2018 // Número 1217
Octavio Paz. Foto: La Jornada
DOS DÉCADAS EN PAZ A dos décadas de la muerte de Octavio Paz La figura del poeta y ensayista pasa por el cedazo del tiempo, veinte años precisos, y deja ver el relieve de sus cimas y simas. Grandes facetas tiene su obra: la poética, la del promotor cultural y la de sus pasiones políticas, pero es en “la lucidez poética de su prosa crítica” donde se encuentra la raíz de su poderoso atractivo.
Enrique Héctor González ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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ntre todas las vetas del árbol que constituye la obra completa de Octavio Paz (1914-1998), quien comparte nada menos que con Goethe la narcisista precaución de haber organizado en vida sus obras completas, sin duda la que él privilegió siempre fue la de poeta. No fecundó, por cierto, todos los géneros literarios, aunque dejó algunas prosas en Libertad bajo palabra (1949) que pueden leerse como cuentos y una obra de teatro que es, más bien, un poema dramático, La hija de Rappaccini (1956), basada en un cuento de Nathaniel Hawthorne y cuya fuente es una historia hindú del siglo ix. Novela no escribió. Ensayos sí, muchos y sobre muy diversos temas, y siempre en un estilo fulgurante que no a pocos sedujo pero que sin duda distrae a menos lectores hoy en día: era un pensador de naturaleza lírica. Y sin embargo, es el Paz que mejor ha sobrevivido, el de las intuiciones en forma de ideas, el de la impecable pericia para polemizar con elegancia sobre asuntos artísticos, no así en el terreno de la historia y de la política, donde solía mostrarse encarnizadamente recalcitrante frente a otros puntos de vista. No era un ensayista que buscara la discusión tanto como la admiración. Luego de veinte años de su desaparición física, conviene hacer un recuento de su vigencia, dado que ningún autor permanece entre lectores de diferentes generaciones de manera idéntica y que muchas de las preocupaciones e intereses
que lo inquietaban han dejado de hacer eco en los creadores de la actualidad, o cumplen este efecto de otra manera. I
Si bien es cierto que algunos poemas o poemarios de esa trayectoria de más de sesenta años de creación son verdaderas piedras angulares en el edificio de la lírica mexicana actual –Piedra de sol (1957), Blanco (1967), Pasado en claro (1975) y algunos más–, también lo es que su poesía completa resulta cada vez más admirable que influyente y que los poetas actuales no la consultan con la avidez de la devoción sino con el aire de reconocimiento en la nostalgia que nos provocan, por ejemplo, la obra de Darío o la de López Velarde. Nada menos, pero nada más. Y aun la poesía de estos dos demiurgos de la literatura en lengua española puede resultar más nítida y sugerente que la de Paz. Es evidente que esto ocurre con la mayor parte de los grandes poetas en todo el mundo, que con el tiempo se vuelven icónicos pero nadie querría escribir como ellos, y pocos ven ya en su estética y en la manera como la ejercen un ejemplo a seguir. Pasa con la mayoría, pero el caso de Paz es emblemático, porque casi cada poema tiene un afán así de totalizador que uno teme que la idea, encarnada de tal forma en el verso, haya terminado por dominarlo… para mal de la poesía, reveladora de instantes significativos a los que les sobra el altavoz de un programa inserto en el texto a manera de manual de lectura. Además, cierto facilismo, cierto “alocado rigor” formal vuelve a veces predecibles algunos procedimientos, como el juego con oxímoros del tipo “adentro es afuera”, “el pasado es lo que vendrá”, “síguelo sin seguirlo”, o el manejo de voces simbólicas (“agua”, “viento”, “piedra”) que se trasvasan unas en otras de un modo casi litúrgico. Por supuesto que la poesía de Paz no se reduce a esta elocuente o desastrosa elementalidad, y que el volumen de su obra lírica ha dejado monumentos literarios incuestionables; sin embargo, no es un poeta que haya abierto una brecha significativa en el campo de la creación en lengua española, un gran descubridor
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de “yacimientos poéticos”, como escribió él mismo a propósito de Breton, sino uno que supo cosechar, espigar y reconocer sus fuentes en la tradición con inusitada sagacidad. II
Hay por lo menos otros tres muy reconocibles
niveles de aproximación a la figura de Octavio Paz que no se pueden dejar de lado: el de promotor cultural, el de sus pasiones políticas y el del ensayista. Como este último quizá merezca una mayor atención, tal vez sea conveniente referirse antes a los otros dos destacamentos. No ha habido en México, excepción hecha de Fernando Benítez, alguien que se compare a Octavio Paz en el oficio tan sacrificado, tan influyente, de la dirección de revistas y suplementos de arte, política y literatura. Fue nuestro último “mandarín cultural” y, dado que es difícil (acaso aterrador) el surgimiento de caudillos o caciques de ese forje, cuya labor es comparable a la que en su momento ejercieron Ortega y Gasset o Lezama, Reyes o Borges en las letras hispánicas, es posible que no exista alguien así en los tiempos que corren. A diferencia del último, que era infinitamente irónico, el liderazgo de Paz fue evidentemente visceral: se tomaba demasiado en serio. Sentía, quizás con razón, que su labor, iniciada desde la preparatoria en las revistas Barandal y Cuadernos del Valle de México, continuada en Taller y El hijo pródigo y culminada ya en la madurez con las revistas Plural (1971-1976) y Vuelta (1976-1998), era esencial para poner a la literatura y al pensamiento mexicano moderno en contacto y diálogo permanente con la creación y la crítica mundiales. Su obra, sus relaciones diplomáticas, su natural inclinación a denunciar fallas, marcar líneas y establecer directrices, fueron de gran eficacia a la hora de agenciarse colaboraciones y fomentar la divulgación de una muy precisa visión de la cultura. Se advierte, eso sí, que su devoción por la poesía y el ensayo lo hizo mirar poco hacia la narrativa y, por lo menos en las dos últimas revistas, se echa de menos la presencia de cuentos y crónicas, géneros tan entrañables y extrañables en las publicaciones culturales. Asimismo, fue siempre sintomático que en proyectos que alegaban la pluralidad ideológica desde su propio título, hubiera una comparecencia tan parca del pensamiento de izquierda y que la crítica a las dictaduras se haya enfilado preferentemente contra las de ascendencia socialista (Cuba, Vietnam, la Unión Soviética) cuando eran tan numerosas, despiadadas e inmediatas las que pulularon, el último tercio del siglo pasado, en Centro y Sudamérica, sin contar a la “dictadura perfecta”, con la que siempre dialogó en un nivel tan intelectual y poco persuasivo que rayaba en la condescendencia. Y esto a pesar de que Paz se confesaba un “marxista con dudas” y alguna memorable vez se levantó iracundo de una mesa redonda, muy a su manera, cuando José Luis Martínez prescribió que en él no había nada de revolucionario. Aquí entra un tercer Paz: el de las pasiones políticas. La primera de ellas, México, la verdadera musa del poeta según Harold Bloom, y que este escritor, nacido en Mixcoac, hijo de revolucionario zapatista y madre española y nieto de un porfirista liberal, retrata con gran precisión en su “Canción mexicana”: “Mi abuelo, al tomar el café,/ me hablaba de Juárez y de Porfirio,/ los zuavos y los plateados./ Y el mantel olía
a pólvora.// Mi padre, al tomar la copa,/ me hablaba de Zapata y de Villa,/ Soto y Gama y los Flores Magón./ Y el mantel olía a pólvora.// Yo me quedo callado:/ ¿De quién podría hablar?” Quizá el fulgor intelectual de Paz en asuntos ideológicos quede retratado en el título de uno de sus libros, Pasión crítica, pues el sentimiento encendido y el bisturí verbal de su inteligencia en llamas marcaron casi toda su prosa. Con Dante, con Quevedo, con Goethe, Paz sostiene una equidistancia temporal que acaso los identifique en su propensión a la mundividencia, así como a la contradicción: nadie tan religioso y herético como el autor de la Comedia; pocos tan paradójicos como el sublime y socarrón Francisco de Quevedo; escasas las inteligencias tan frenéticas, omniscientes y caprichosas como la de Goethe; nadie tan capaz en nuestro medio, como Octavio Paz, para participar en el congreso antifascista de 1937, al lado de la España esperanzadora, de renunciar treinta años después “al servicio diplomático de un país que masacra a sus estudiantes”, para luego afirmar que la revolución zapatista era la revuelta de un grupo de encapuchados en un solo estado del país y no la voz de las etnias expoliadas, durante cinco siglos, en su propia tierra. III La raíz del atractivo que siempre ejerció la personalidad de Paz, con su incesante cauda invocatoria de aversiones, está en la lucidez poética de su prosa crítica. Quienes lo quieren ver principalmente como poeta, soslayan que nueve de cada diez de sus páginas fueron prosa de ideas escrita en “el centauro de los géneros”, como llamaba Alfonso Reyes al ensayo. Desde El laberinto de la soledad (1950) hasta Vislumbres de la India (1995), las “estaciones ensayísticas” de Octavio Paz, parafraseando el título del estudio sobre su poesía de Rachel Phillips, casi cuarenta libros sobre arte y literatura, política y antropología, erotismo y traducción, denotan una capacidad de reflexión cuya aristotélica o goethiana ascendencia no tiene parangón en nuestra lengua, ni lo tendrá pronto pues no abunda el don de la conversión de las ideas propias (y algunas ajenas) en “cantidad hechizada” –como escribiría Lezama–, en una escritura que funciona por encantamiento. Es posible que su sibaritismo estilístico, por llamarlo de alguna manera, haya fenecido con
Paz se confesaba un “marxista con dudas” y alguna memorable vez se levantó iracundo de una mesa redonda, muy a su manera, cuando José Luis Martínez prescribió que en él no había nada de revolucionario.
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Octavio Paz en 1938. Fuente: tomada del libro México inédito de Carla Zarebska y Alejandro Gómez
él, y que no sea de lamentar tal deceso. Pero la vertiginosa cadencia de sus ideas, siempre atrapando y atropellándolo todo a su paso, sin temor a aliterar (al fin y al cabo, somos “costra y cáscara de la casta Castilla”, escribirá en El laberinto de la soledad), a jugar con la lengua y las ideas, a disentir de quienes piensan que la crítica no es al mismo tiempo un acto de creación y, por lo tanto, un espacio para hacer de cada ensayo un refrigerio refractario de la abúlica sobriedad de los hombres de ideas, es algo que todo lector de Octavio Paz reconoce, porque siempre se agradece el artificio, y aun la excitación verbal, cuando en la escritura prevalece la genuina sabiduría del arte sobre la frívola artificialidad. Desde Lecumberri, preso por los acontecimientos de 1968, José Revueltas reconoció en un compañero de celda a un lector de este tipo, fanático de la obra de Paz, y lo llamó “gran prisionero en libertad, en libertad bajo poesía”. El hechizo se había cumplido en ese hombre: había sucumbido al ritmo de las ideas, a la apertura de un espectro que impacta por su amplitud de miras y su concentración verbal. Ahora bien, la “lucidez del juicio” paciano, que destaca el mismo Vargas Llosa, la “vastedad de su información”, es una mezcla de erudición y destreza que, nuevamente, lo vuelven irrepetible en la literatura en lengua española, pero que no deben distraer acerca de la justeza de esa ecuación: entre sabiduría y pericia, algunas veces la segunda maquillaba a la primera cuando aquella renqueaba. ¿Trapacería? ¿Cinismo? ¿Variedad del plagio? Todo puede ser, diría Sancho, el personaje de Cervantes; pero, en cualquier caso, se trata de un gran prestidigitador intelectual, un demiurgo de la prosa que, un grado más original y audaz en el ensayo que en la poesía, sabía decir como nadie lo que otros balbuceaban con frugal insipidez. Por ello, frente a los reclamos de que muchas de sus ideas no eran “propias”, solía contestar con devaneos devastadores del tipo “el león se alimenta de ovejas”. Así era Paz, quien veinte años después es menos “una voz que nos reúne”, como proclamaron alguna vez sus incondicionales, que una formidable conjunción de astucia y pirotecnia, vasta cultura y destreza argumental que todavía nos sigue entreteniendo l
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6 1 de julio de 2018 // Número 1217
LA CRUZADA DE LOS NIÑOS
Tributo para los 43 de Ayotzinapa. Todas las obras hechas por el artista escocés
i. El ejército infantil
Repaso de la famosa y trágica leyenda del siglo xii que generó en la época moderna La cruzada de los niños (1896), del Marcel Schwob, Las puertas del Paraíso (1960), de Jerzy Andrzejewski y Amuleto (1999), de Roberto Bolaño, hasta la matanza de jóvenes atrapados en medio de otra guerra con resultados no menos trágicos en nuestro país. Auxilio Lacouture, la protagonista de Amuleto, se vuelve loca de desesperación ante el canto de los niños camino del abismo. Y a nosotros, ante los 43 de Ayotzinapa y los tres estudiantes de cine de Guadalajara, para mencionar apenas dos casos, ¿qué nos queda de sus cantos?
Lucía Noriega Hernández ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
A
lrededor del año 1200 dc tiene su origen una de las leyendas más misteriosas y conmovedoras que nos han quedado de la época medieval: la cruzada de los niños. Los acontecimientos reales que le dieron lugar son borrosos y se confunden entre la multiplicidad de fuentes y versiones. Así, la tal cruzada no lo habría sido en forma, sino una serie de movimientos migratorios en los que gran cantidad de gente se volcó a los caminos buscando mejores condiciones de vida; los niños aludidos no habrían sido infantes, sino las resultantes hordas de mendigos y menesterosos a quienes de manera desdeñosa el pópulo denominó pueri, término latino para “niño”, “infante”, y cuyo sesgo despectivo se da a notar todavía en nuestro uso de la palabra “pueril”. Las confusiones usuales en la transición de una fuente a otra y la popularización de las versiones hicieron el resto, de manera que, más allá de los hechos originales, la epopeya cristalizó en unos pocos retazos argumentales revestidos de un luminoso patetismo. En líneas generales, la cruzada de los niños puede ser articulada como sigue: termina el siglo xi, llamado “de las cruzadas”, y para entonces las distintas empresas bélicas que el clero y los señores han dirigido con la intención de recuperar el control de Tierra Santa demuestran ser un fracaso tan general como catastrófico, a pesar del éxito dispar de algunas campañas particulares. Por esos días, en la región agreste entre Francia y Alemania, un adolescente empieza a tener visiones divinas que le ordenan dirigirse a Jerusalén para recuperarla de manos de los musulmanes y restituirla así a la cristiandad, pues sólo la inocen-
cia de los niños y la pureza de sus almas echará abajo el cerco del enemigo. El niño parte hacia el Mar Muerto esperando cruzarlo en dirección a Oriente y contemplar un día las murallas de la ciudad prometida. En el camino se le unen niños y niñas que, con el paso de los días, llegan a conformar un auténtico ejército, todos inspirados por las mismas visiones o por simpatía fraternal hacia el joven cruzado. Ni la súplica de la madre llorosa ni la del padre anciano detienen el éxodo de los que dejan su casa, impelidos por el llamado a cumplir una misión más grande que todos ellos. Las promesas de conquista incluyen el prodigio: para ellos el mar se abrirá, dicen las visiones, como hizo una vez para los israelitas. Los niños marchan cantando a través de campos y bosques, cruzan aldeas en las que bien los alimentan y dan cobijo, bien los apedrean. El riesgo es constante: secuestro, hambre, agotamiento, muerte. Ávidos de los pequeños cuerpos, los perversos acechan, esperando aprovecharse de su desvalimiento. Pero los niños no se arredran, confían en la protección de los cielos y en la santidad de su empresa. Menguados en número y débiles de fuerzas pero no de espíritu, llegan un día al puerto y allí contemplan el mar y durante días y noches oran para que las aguas se abran, para que el milagro que los confirmará como enviados de Dios se cumpla. Nada ocurre. Inspirados por la fe de los inocentes o, más probablemente, deseosos de deshacerse de la turba de infantes que se ha estacionado en el puerto, algunos mercaderes les ofrecen barcos para cruzar las aguas. Antes de partir los niños recorren la playa, recogiendo conchas marinas y caracolas para llevarlas consigo como signo
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y cineasta, Jan Nimmo ©. Entre octubre de 2014 y octubre de 2015
Homenaje a los 3 tres estudiantes de cine asesinados en Jalisco: Javier Salomón (izq), Daniel Díaz (cto) y Marco Ávalos (der)
de buen augurio. Todavía cantando se hacen a la mar. La travesía es terrible; algunos barcos se hunden y los que quedan, después de días y más días de sortear los temporales, llegan finalmente a tierra, donde esperan ya los traficantes para tomar prisioneros a los viajantes y venderlos en los mercados de esclavos de Oriente. Su rastro se pierde entonces en lejanos países y geografías. La cruzada de los niños llega así a su fin. La empresa, a no dudarlo, ha sido descabellada; absurda desde su génesis, trágica en su desarrollo y catastrófica en el desenlace. La esencia de tan extraña parábola está a la vista: la paradoja terrible de un ejército infantil.
Niños que abandonan el hogar y cantando se hacen a los caminos; niños que se dirigen cantando a la guerra, pero ya no vuelven de ella; niños que mueren cantando y cuyo destino fatal se pierde en los ecos. Extraños son también los relatos que inspira, como el cuento popular del flautista de Hamelin, recogido por los hermanos Grimm en el siglo xix, que conserva en sus propias variaciones ciertos elementos comunes: la partida de casa bajo el hechizo de una música cautivadora, el camino gozoso en el que hay cantos y juegos, el desenlace enigmático donde los niños se desvanecen en una tierra lejana y secreta mientras los desconsolados padres son incapaces de descifrar el significado de semejante pérdida. En la época moderna, la leyenda inspira también algunas obras literarias. Tres novelas se destacan: La cruzada de los niños (1896) del francés Marcel Schwob, Las puertas del Paraíso (1960) del polaco Jerzy Andrzejewski y finalmente Amuleto (1999), del chileno Roberto Bolaño. Si bien entre ellas median varias décadas, el hilo temático común las sitúa en una misma serie de parábolas siempre actualizables. La novela de Schwob es construida a partir de varias voces: las de los testigos que ven u oyen hablar de la marcha del ejército infantil, así como las de cuatro de los niños. Entre lo que relatan los adultos y los infantes se teje una red de contradicciones. Por un lado, está la inocencia con que los niños emprenden la aventura casi como un juego, la ternura con que se aman y cuidan unos a otros y su ilusión por ver la tierra que les ha sido prometida; por el otro, los cuestionamientos, primero esperanzados y luego devastados, de aquellos que los observan o escuchan hablar de ellos y no logran dar sentido cabal a la empresa ni a su desenlace fatal: la matanza absurda de los inocentes, por la que no saben si culpar a dios o al diablo. La novela de Andrzejewski es toda una demostración de maestría verbal, pues está integrada casi en su totalidad por una de las frases más largas de la literatura: alrededor de noventa páginas sin un solo punto. El planteamiento de este escritor polaco es de un tono bastante pesimista: las confesiones que los niños hacen al clérigo que los acompaña revelan la ausencia de sentido de la cruzada. Así, el supuesto designio divino es sólo la interpretación ingenua que un huérfano ha dado a un sueño, e incluso la inocencia de los niños es ilusoria, pues están ya trastocados por las mismas pasiones que los adultos: el deseo carnal, la avaricia, la envidia, la desesperación. Esperanza y desesperanza son los corolarios respectivos de las novelas de Schwob y Andrzejewski, mismas que se oponen tanto como se entrelazan y son, hasta ahora, el más reconocido diálogo literario alrededor del tema. Estas dos novelas anteriores dice haberlas leído ya Auxilio Lacouture, la protagonista de Amuleto, quien se autodenomina la “madre de todos los jóvenes poetas latinoamericanos”. Vagabunda, llegada al df desde su natal Montevideo, Auxilio es ella misma una loca portentosa en la saga del caballero errante Alonso Quijano. El argumento de esta novela tiene lugar durante los más de diez días en que la protagonista resiste encerrada en un baño de mujeres, sola, en la tercera planta de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Desde allí se propone narrar el “gran crimen” de su tiempo: la masacre del 2 de octubre del ‘68, atestiguada por medio de las visiones que tiene mientras dura el encierro. Estas visiones le traen retazos del pasado, presente y futuro y culminan en una especie de alucinación o sueño final donde
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se ve a sí misma descendiendo por las cumbres nevadas de una montaña hacia un valle que es también el Valle de México y el valle de la muerte. Mientras camina entre la nieve, la narradora ve una multitud que surge a lo lejos: Caminaban hacia el abismo. Creo que eso lo supe desde que los vi. Sombra o masa de niños, caminaban indefectiblemente hacia el abismo. / Después oí un murmullo que el aire frío del atardecer en el valle levantaba hacia los faldeos y riscos, y me quedé estupefacta. / Estaban cantando. / Los niños, los jóvenes, cantaban y se dirigían hacia el abismo. […] Quiso mi mente recordar un texto que hablaba de niños que marchaban a la guerra entonando canciones, pero no pudo. Tenía la mente al revés.
La locura de Auxilio Lacouture se cifra en esa escena simbólica donde le es dado conocer el futuro, que no por conocido será menos irremisible. Porque tal como se lee en Las puertas del paraíso: “no es la mentira, sino la verdad la que destruye la esperanza”. Todo lo que puede hacer Auxilio es oír el canto; el milagro, el prodigio incomprensible de ese canto: […] los oí cantar y me volví loca, los oí cantar y nada pude hacer para que se detuvieran, yo estaba demasiado lejos y no tenía fuerzas para bajar al valle, para ponerme en medio de aquel prado y decirles que se detuvieran, que marchaban hacia una muerte cierta. Lo único que pude hacer fue ponerme de pie, temblorosa, y escuchar hasta el último suspiro su canto, escuchar siempre su canto, porque aunque a ellos se los tragó el abismo el canto siguió en el aire del valle, en la neblina del valle que al atardecer subía hacia los faldeos y hacia los riscos.
ii. El canto
La noche del 25 de septiembre de 2014 los nor-
malistas de la escuela normal rural de Ayotzinapa se preparaban para la marcha de conmemoración del 2 de octubre en Ciudad de México. Mientras se dirigían, sin saberlo, hacia la guerra, hacia las balas y la incertidumbre, ¿cantaban los 43 y sus compañeros a bordo de los camiones que acababan de tomar en la central de autobuses de Iguala? Cantaban, sin duda. El 24 de marzo de 2018, diez días después de la masacre en una escuela secundaria de Parkland, Florida, los sobrevivientes y sus simpatizantes salieron a las calles para marchar por los compañeros muertos y exigir la regulación de las armas en su país. Medios de comunicación e individuos, escuderos de la Organización Nacional del Rifle (nra), no tardaron en lanzarse contra los escolares; los acusaron de ignorantes, de pueriles, de ser poco compasivos por gritar ruidosas consignas, en vez de elevar oraciones discretas, privadas, silenciosas. El 19 de marzo de 2018, tres estudiantes de cine de la Universidad de Guadalajara, Jesús, Marco y Javier, emprendieron con sus acompañantes el regreso a casa luego de una jornada de trabajo en una finca que se avenía bien con su proyecto escolar: estaban filmando un cortometraje de terror. ¿Qué letras, qué canciones entonaron para sí mismos o a coro en los descansos de la cámara, en los trayectos en auto? Porque todo grupo de jóvenes lleva consigo la música, las palabras que los unen, los inspiran, los alegran. Antes del abismo y la desesperación, seguramente hubo cantos. ¿Qué nos queda de todos esos cantos, qué nos dice ahora su eco? ¿Cómo es que no nos hemos vuelto locos? l
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8 1 de julio de 2018 // Número 1217
1968: EL AÑO DE LAS MUCHAS PRIM Lúcido y riguroso ensayo sobre el contexto histórico, político y cultural de las dos primaveras, la de Praga y la de París, que en 1968 tomaron y perdieron la imaginación, la esperanza y el poder del mundo, su tino y desatino, su legado apenas ya visible bajo la pesada losa del neoliberalismo voraz. En México, en septiembre de ese año, Octavio Paz afirmaba que el movimiento proponía “la gran rebelión de los sentidos”; un mes después, en la Plaza de las Tres Culturas de Tlateloco, sólo sonaba metralla.
Omar Saavedra Santis ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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on parquedad reconocida los almanaques suelen evocar fechas jubilares sin mencionar el antes ni el después de los sucesos que registran, ni mucho menos las sinapsis que unen a éstos con otros sucesos y procesos. Algo semejante hace también el historiógrafo taxidermista, aquel que arranca al hecho histórico de su hábitat sociotemporal, lo limpia a su amaño de cierto polvo y cierta paja, lo diseca con primor y lo presenta detrás del vidrio de algún insectario público, clavado para siempre con el alfiler indiscutible de la inmutabilidad de las cosas. A esta óptica retrospectiva del ojo tuerto, ora el diestro, ora el siniestro, viene a añadirse el influjo siempre cómodo y poderoso del mainstream y además, en la actualidad, el valor contante y sonante que el mercado comunicacional y político asigne a la ocasión recordatoria respectiva. Factor éste no pocas veces decisivo a la hora de (re)escribir la historia. Mucho de esta sesgada manera de mirar hacia atrás se observa en estos días de primavera europea, cuando una marea de monografías, memorias, testimonios, balances y ediciones especiales inunda las librerías y los kioskos de diarios. Tema de tal inundación es el emblemático año 1968. En especial aquella primavera en París y en Praga. Aunque las coordenadas geográficas del justamente legendario ’68 abarcaron una región mucho mayor que la que se extiende entre el Sena y el Moldava, fueron sin duda las primaveras parisina y praguense las que mejor simbolizan el epicentro del sacudón telúrico que hace cincuenta años remeció los establishments de Europa. Y agreguemos, sin temor a exagerar, también del resto del mundo, porque no fue una, ni dos, sino fueron muchas las épicas primaveras que en esos tiempos hicieron temblar el “orden establecido”, de este a oeste, de norte a sur: Estados Unidos, Alemania Occidental, Italia, España, Bélgica, Polonia, Yugoslavia, Japón y, hasta un
cierto punto discutible, también en China, durante la wuchanjieji wenhua dageming 1. También en Argentina, México, Chile, Uruguay, Brasil, movimientos estudiantiles remecieron los edificios orinientos del Poder con estruendos de primavera, aunque tuvieran lugar en invierno. La coincidencia que une el mayo de París y el de Praga es quizá calendaria, pero menos casual de lo que podría parecer a simple vista. La genealogía de ambas arranca del tronco común que significó la segunda guerra mundial y sus consecuencias. Sin duda el tumultuoso movimiento estudiantil de aquella época se engendró en esa matriz histórica tan jodidamente europea, a la que no permaneció ajeno ningún país del Viejo Continente, ni siquiera los que frente al conflicto se autodeclararon neutrales. La valo ración y ponderación que la juventud hizo del capítulo más horrendo del pasado siglo xx tiene, por lo tanto, un innegable carácter postraumático y fue distinta de país en país. Su denominador común fue el rechazo radical a esa vergonzosa herencia de plomo recibida de sus padres, y su decidida militancia en la causa de la libertad y la paz mundial. No por acaso fue en la entonces llamada República Federal de Alemania, donde la implacable condena estudiantil a “la generación de los hechores” -muchos de ellos reciclados como políticos “demócratas” en altas funciones de Estado- alcanzó su máxima expresión. Menester es recordar que aunque en Francia, Checoslovaquia, Italia, Polonia, Grecia, Dinamarca, Ucrania, Bielorrusia, Yugoslavia, Hungría, Noruega y otros países se organizaron y combatieron movimientos de resistencia contra la ocupación alemana, también actuaron fuerzas no despreciables de colaboracionistas que, después de la guerra, supieron acomodarse a las nuevas condiciones impuestas por los contendientes de la guerra fría.
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MAVERAS
Izquierda: París, mayo de 1968. Fuente: franceculture.fr. Centro: Praga 1968. Fuente: www.rferl. org. Derecha: México, Tlatelolco, 2 de octubre de 1968.
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Es plausible suponer que los primeros brotes
de la primavera de Praga comienzan a asomar, tímidos todavía, por entre la asfixiante maraña de revelaciones públicas con que el informe al xx Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en invierno de 1956 da a conocer las dimensiones más que trágicas del estalinismo, al mismo tiempo que anuncia su propósito de renovación y democratización de la entonces aún joven sociedad socialista soviética, que acababa de sobrevivir la guerra más apocalíptica de la Historia. Como es sabido, tal propósito deviene en manos de la burocracia partidaria del pcus en maculatura. No obstante, su solo enunciado logra agitar las conciencias y fervorizar las esperanzas de muchos que creen en él y comienzan a bregar por su realización. Esporádicos, surgen en Polonia, en Yugoslavia, en la misma Unión Soviética algunos movimientos iniciales de protesta que exigen dar los primeros pasos en dirección a un futuro socialista donde la palabra “libertad” no suene a calabaza hueca. Pero es en Praga donde las agujas de los sismógrafos comienzan a volverse locas cuando, en enero de 1968, un funcionario comunista más bien gris y hasta entonces poco conocido, Alexander Dubček, es electo Primer Secretario del pc checoslovaco. Desde esa posición -hasta entonces indiscutible- del Elegido, anuncia un breve “programa de acción” que apunta a corregir las deformaciones del sistema político imperante a través de una renovación democrática del Partido, del Estado y de la Sociedad, sobre la base de un efectivo pluralismo. Tal programa se reduce a la formulación escueta, y sin duda atractiva, de un objetivo primordial: “Un socialismo con rostro humano”. Lo que sigue a este anuncio es una verdadera explosión de entusiasmo popular. La atención internacional comienza a concentrarse en lo que sucede en el pequeño país. Pero también dudas se hacen oír. La ola de simpatía o rechazo frente
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al experimento checolosvaco es de motivación tan variopinta como los intereses de los bloques político-militares en que se hallaba dividido el mundo de entonces. Lo que siguió es conocido. El proyecto de renovación iniciado en enero de 1968 concluye en agosto del mismo año con la ocupación de Praga por tropas del Tratado de Varsovia. Fotos de la época muestran a jóvenes que, frente a los tanques invasores, alzan retratos de Dubček, Lenin y Marx, pero también del Che. Casi veinte años después de aquella esperanza, nacionalistas eslovacos y checos, antes hermanos, deciden que poco y nada los une, y todo los separa. Checoslovaquia, como unidad políticoadministrativa, deja entonces de existir, para dar paso a la República Checa y la República Eslovaca. Y en ambos países, como en todos los otros del “socialismo real”, aquella lejana ilusión de un “socialismo con rostro humano” es sustituida de inmediato, sin emociones ni temblores, por la realidad de un neoliberalismo de una sola cara.
*** Los vientos huracanados que comenzaron a
soplar en las calles de París a comienzos de mayo, aunque no idénticos, fueron muy semejantes a los de Praga. Muy pronto quedó claro que no soplaban para desempolvar el viejo sistema existente, sino para derrocarlo y sustituirlo por uno nuevo. Lo que ocurrió en las calles de París no fue un simple proceso de renovación de lo que había, sino una revolución. Mejor dicho, el anuncio esplendoroso de una que no llegó a ser. André Malraux, en esa época ministro de Cultura de Charles de Gaulle, reconoció: “El ensayo general de este drama suspendido anuncia la gran crisis de la civilización occidental.” Sus palabras reflejan uno de los enésimos intentos por entender aquel mayo parisino en sus intrincadas dimensiones y alcances. / PASA A PÁGINA 10
La década de gestación del ’68 parisino fue, además, cuando la píldora anticonceptiva abre las puertas a la liberación sexual a una generación que se da en pensar que All you need is love es la mejor fórmula para arreglar el planeta.
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Tropas del Pacto de Varsovia, invadieron la ciudad de Praga, Checoslovaquia, 21 de agosto de 1968
Como la de Praga, tampoco la primavera de París del ’68 fue de generación espontánea. La década anterior había ido agregando sin cesar ingredientes de la índole más distinta al caldo de cultivo de la que emergió, y que durante todo ese tiempo se cocía a fuego lento en la marmita de la subconsciencia francesa y europea. Fue aquella década en que el “primer mundo” se convertía a la religión del consumo a costa del saqueo y endeudamiento crecientes del “tercero”; años en que el perfil humano de la persona ya comenzaba a desdibujarse en la abulia del consumidormasa; cuando el aparato político y económico del sistema, a parejas con el paternalismo autoritario de una democracia estadística, funcionaba inmutable porque se sabía perfecto; una década en que la defensa de los “valores occidentales y cristianos” ante la “amenaza comunista” se entendía compuesta por un artefacto nuclear y un cerrojo cerebral. Pero era también la década de una insólita revolución que osaba salir al encuentro de un destino diferente al que los augures del Capitolio habían prescrito para la América Latina; era el tiempo de la América ricacha que se enfrentaba aún perpleja a los beatniks, al flower power, a los black panthers y se afanaba en una nueva forma de matar y morir en Vietnam; un tiempo en que Francia comenzaba a comprender que con la bestialidad de sus paras 2 no lograría retener a Argelia en los grilletes coloniales, pero sí perder para siempre su dignidad de Grande Nation; también era el tiempo del aggiornamento con que El Vaticano pretendía alcanzar una “claridad más grande de pensamiento”, para entender mejor al Hombre y su Mundo, más allá de los bordes de una medallita parroquial. La década de gestación del ’68 parisino fue, además, cuando la píldora anticonceptiva abre las puertas a la liberación sexual a una generación que se da en pensar que All you need is love es la mejor fórmula para arreglar el planeta; la década en que el Fluxus se echa a andar en pos del “arte total”, sin direcciones prefijadas ni ordenanzas del tránsito,
al ritmo de un piano loco preparado por John Cage; cuando Heráclito y Marx, Lenin y Babeuf, la Luxemburgo y Gramsci se sacudían de encima el polvo de los dogmas en que los habían sepultado vivos y regresaban de sus tumbas a la vida silbando un “valsecito bailador”; cuando Europa decreta la muerte de la novela y ésta, porfiadamente, comienza su resurrección en el magín de Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes. En fin, de todo esto y mucho más se fue haciendo la primavera parisina del ’68, hasta que llega a la pila bautismal de la Universidad de Nanterre, la rebalsa y se extiende luego por toda Francia y parte importante de Europa. Quizás sea este ubérrimo cocktail genético de su gestación histórica lo que explique, en parte, su carácter tan desenfadadamente heterodoxo y tan resueltamente radical. Aquel fenómeno sin precedentes del “encuentro de la juventud con el proletariado” (Malraux), a pesar de algunas estúpidas desconfianzas iniciales de la “vieja izquierda”, demuestra en pocos días ser una avasalladora fuerza de creatividad y combate. Estudiantes y obreros, técnicos e intelectuales, jóvenes y viejos descubren que tenían intereses comunes que defender y derechos que conquistar. Huelgas cada vez más multitudinarias paralizan el país y aterrorizan a las “buenas conciencias de la Nación” con sus demandas por una mayor participación directa de trabajadores y estudiantes en todas las instancias del proceso político, económico y social del país, en toda la esfera de la administración del Estado. Las fábricas, los teléfonos, el correo, el transporte, los semáforos y los servicios públicos, dejan por semanas de funcionar. La alegría de la lucha popular crece en proporción geométrica al espanto de la burguesía, que sólo atina a lanzar las jaurías de las crs 3 en contra de las barricadas callejeras, las universidades y fábricas tomadas, en defensa de su Bolsa, sus bancos y sus cotos de caza. La “revolución” del ’68 cobró siete muertos. Todos ellos, víctimas de la represión policial.
Como en París, en México el movimiento telúrico social se gestó en las universidades, en la unam, la Iberoamericana, la Benemérita Autónoma de Puebla, La Salle, El Colegio de México. En su sentido más prístinamente moral, el mayo parisino fue un alzamiento-símbolo contra Babilonia la Grande, la Madre de las Rameras y de las Abominaciones sobre la Tierra. Contra sus disfraces. Contra sus hipocresías. Contra sus crímenes. Contra su riqueza. Contra sus fetiches. Contra sus dioses, sumos sacerdotes y soldados. 1968 fue el año de la contestation más rotunda que registra la biografía del espíritu francés: todo fue cuestionado, puesto patas arriba, todo fue viviseccionado con un bisturí de reciclado filo cartesiano y sometido a las ordalías implacables de la creación poética. Porque el mayo parisino fue además una insurrección violenta y sin tregua de la Poesía, y nos recordó que ésta es parte vital de toda revolución que pretenda ser verdadera, es decir humana. Octavio Paz escribe en septiembre del ’68: “Estoy más y más convencido que la rebelión actual, sobre todo en Europa y eu, no es política sino moral y, más que moral, sensual, sentimental, emocional. Es la gran rebelión de los sentidos.” Carlos Fuentes memora que en el mismo lugar donde comienza Rayuela, en la calleja que une la rue de Seine con el Quai de Conti, donde Horacio Oliveira busca a La Maga, el propio Julio Cortázar plantó un cartel saludando
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Manifestación estudiantil en París, junio de 1968. Foto: Henri Cartier Bresson
a los insurrectos: “Ustedes son las guerrillas/ contra la muerte climatizada/ que quieren vendernos/ con el nombre de porvenir.” Esta fue sólo una entre las diez mil consignas que hicieron de los muros de París el pizarrón más espectacular y bello de los aprendices de hechiceros que una vez más osaron intentar el asalto al cielo, en las mismas calles donde habían sido masacrados en esa otra primavera, en ese otro mes de mayo de 1871. “¡La imaginación al poder!” “¡No tomen el Metro, tomen el poder!” “Decreto el estado de dicha permanente.” “Un pensar que se estanca, es un pensar que se pudre.” “Cuanto más hago el amor más ganas tengo de hacer la revolución, cuanto más hago la revolución más ganas tengo de hacer el amor.” “Estamos tranquilos: 2 más 2 ya no son 4.” “Francia para los franceses: slogan facista.” “Todos somos judíos alemanes.” 4 “El derecho de vivir no se mendiga, se toma.” “Dejemos el miedo al rojo a las bestias con cuernos.” “Soy marxista de la tendencia Groucho.” “La revolución no es un espectáculo para anglicistas.” “El tedio es contrarrevolucionario.” “Bajo los adoquines hay playas.” “¡Dios no es conservador!” “¡Corre, camarada: el viejo mundo está detrás tuyo!” “Seamos realistas: pidamos lo imposible.” Et cetera. Et cetera.
La lista de las consignas parisinas es tan larga como la memoria que las ha resguardado en el tiempo que vino después del ’68, hasta la actualidad. Quizá sirvan para otra vez. El mayo de París fue breve. Fue aventado de las calles con la
misma celeridad con que se apropió de ellas. La revolución nonata murió durante el parto del que debía nacer. Cierto, en su muerte colaboró el discurso de hierro, cerrilmente anticomunista y corporativista que el general de Gaulle pronunció en la hora undécima. El gobierno no tuvo empacho en mostrar el comodín de la guerra civil asomado en la botamanga de su uniforme. Efectivamente, el general Jacques Massu, el torturador de Argel, ahora en Baden-Baden a cargo de las Fuerzas Francesas en Alemania, ya había recibido las órdenes para que los blindados de la 3ª División echaran a andar sus motores. No obstante, habría que agregar que la insurrección se extinguió en el momento mismo en que las reivindicaciones sociales de los diferentes grupos fueron separadas de la acción política unitaria de las masas, entendida ésta como una acción cultural de nuevo tipo. Así, la lucha contra “la Gran Costumbre”, “la Gran Polilla”, “el Gran Consumo”, “el Gran Sistema” (Cortázar), se perdió cuando degeneró en vademécum y no fue capaz de ofrecer un camino por andar.
*** Cada revolución crea iconografías y confi-
gura su propio sistema de códigos y referencias para explicarse a sí misma y que la unan al tiempo en que tiene lugar. América Latina es, junto al “Vietnam heroico”, una de las referencias principalísimas de aquella primavera insurreccional. Naturalmente que América Latina ya estaba presente en París desde mucho antes de comenzar el mes de mayo de 1968. Porque en esa pobre América de las satrapías bananeras y las sangrías rutinarias de los golpes militares, algo había comenzado a cambiar. El 1 de enero de 1959, un ejército de barbudos no sólo había irrumpido a la fuerza en La Habana, sino ante todo en la conciencia activa de todo un continente y de allí al imaginario rebelde de toda una generación
mundial. A partir de esa fecha y de manera acelerada destacamentos de choque del pensamiento joven, en decenas de ciudades entre el Río Grande y la Patagonia, se daban en sacudir desfachatadamente el árbol del fruto prohibido, y aventar de paso las telarañas de una sociedad que olía a naftalina. En las infinitas extensiones latinoamericanas del hambre y la miseria comenzaban a multiplicarse las comunidades de base de los cristianos pobres, cada vez más dispuestos a desclavarse de la cruz y echarse a andar. Ni las dictaduras militares, ni las adormideras reformistas, ni el gran guiñol de la “Alianza para el Progreso” parecían impedir que a la amenaza monstruosa de “crear dos, tres, muchos Vietnam” comenzaran a crecerle brazos, patas y cabezas. Cualquier cosa, menos eso: Vietnam era a la sazón el lugar donde el Imperio Más Poderoso del Mundo (en aquel tiempo una definición en ningún caso peyorativa) por primera vez se rompía los dientes en el lodo blando de los arrozales. Así los asuntos, ya antes de que comenzara mayo, la embajadora indiscutible de esa América Latina que comenzaba a cansarse de su posición de rodillas frente a la historia, era Cuba: ninguna advenediza en la actualidad europea y francesa. Jean Paul Sartre ya había publicado “Huracán en el azúcar”, una serie de artículos sobre la experiencia revolucionaria cubana, no exentos en aquel tiempo de admiración, cariño y respeto. Desde un comienzo Cuba estuvo presente de cuerpo entero en el estudiantado de París, en el corazón de la revuelta, en su poética y en la llama del discurso. Para los estudiantes de La Sorbonne o Nanterre y los obreros de la Renault o Sud-Aviation, Cuba ya no era una isla, era un arrondisement, un banlieu, una ruetan propia como el Boul’ Mich’ o Saint Germain-de-Prés. El “hombre nuevo”, solidario, creativo y libre, profetizado por el Che, daba señales de su existencia en cada uno de los insurrectos. En una de las mil discusiones maratónicas de la Cité Universitaire, / PASA A PÁGINA 12
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12 1 de julio de 2018 // Número 1217
*** Las primaveras de Praga y París, y el octubre
Tlatelolco 1968, soldados y tanques del ejército mexicano en el Zócalo
el ejemplo de Cuba es enarbolado una vez más por Sartre quien les recuerda a los estudiantes que en Cuba la teoría de la revolución había nacido de la experiencia revolucionaria, en vez de antecederla. Era exactamente lo mismo que en esos momentos estaba ocurriendo en París. También Fidel y los suyos habían echado por tierra los pruritos dogmáticos de la “vieja izquierda” y las teorías anquilosadas de “las vanguardias”. Por todas partes se repetía que “este movimiento nuestro es a la revolución francesa (y europea) lo que el ataque al Cuartel Moncada fue a la Revolución Cubana”. El Che reunía sus huesos dispersos en Vallegrande y no faltaba a ninguna de las asambleas en el Odeón ni olvidaba cumplir sus turnos en las barricadas del Quartier Latin. Junto a él, codo a codo, l’oncle Ho, el Gran Timonel Mao, y también Rimbaud, Baudelaire, o el viejo pendejo de Louis Aragon. Y Roberto Matta, Jean Cassous, Michel Piccoli, Jean-Louis Barrault, Jean-Luc Godard, Marguerite Duras, Michel Butor, Julio Cortázar, Paul Ricoeur, Alain Touraine, Alfred Kastler, tantos. El mayo francés fue europeo y latinoamericano. “A través de Francia”, dice Carlos Fuentes, “podemos comprender y ser comprendidos. Esta revolución también es la nuestra”, y recuerda las palabras de un estudiante con el que conversó en Bari: “Dígale a sus lectores y a sus amigos en Hispanoamérica que no se dejen desorientar, que esta lucha de los jóvenes europeos es a favor de ustedes, conscientemente. Estamos continuando, por otros medios, la lucha de Zapata y Guevara, de Camilo Torres y Frantz Fanon. Luchamos contra el mismo mundo de la opresión centralizada”. Son palabras que hoy, cincuenta años después, bajo el aturdimiento espeso del marasmo global, tienen una resonancia de patética ingenuidad.
***
En el ’68 la primavera mexicana terminó en el
octubre de Tlatelolco. Como en París, en México el movimiento telúrico social se gestó en las universidades, en la unam, la Iberoamericana, la Benemérita Autónoma de Puebla, La Salle, El Colegio de México. Y a él se fueron sumando en el curso de los meses ingentes masas de obreros, intelectuales, dueñas de casa, pequeños comerciantes, profesionales de todo tipo. Agrupados todos en el Consejo Nacional de Huelga, cuyo programa de lucha exigía una medular transformación democrática del país, la libertad de los presos políticos, mayores libertades cívicas y políticas, y el fin del cacicazgo matonesco del pri. El movimiento culminó el 2 de octubre de 1968 con la escabechina de la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, en el centro fundacional de Ciudad de México, ordenada por el propio presidente Gustavo Díaz Ordaz y ejecutada por tropas policiales, militares y paramilitares, con la asesoría activa de la Central de Inteligencia de Estados Unidos, efectuada bajo el nombre operacional de “Litempo”. El número exacto de víctimas se desconoce hasta el día de hoy. El gobierno mexicano impuso una censura de treinta años, que prohibió informar sobre la matanza. El periódico inglés The Guardian estima que la cifra de 325 muertos es la más probable. Diez días después de Tlatelolco comenzaron con toda solemnidad los xix Juegos Olímpicos, en el Estadio Olímpico Universitario de Ciudad de México, los primeros realizados en América Latina. En señal de protesta, Octavio Paz renunció a su cargo de embajador en India: “Luego del gran ritual azteca del 2 de octubre en la llamada Plaza de las Tres Culturas, decidí que lo único decente que podía hacer era cortar toda relación con Huitzilopochtli y su gran sacerdote.”
púrpura de Tlatelolco, han devenido en instantáneas en blanco y negro que hoy amarillean en álbumes cada vez más desmemoriados de las familias felices, junto a un trozo de estuco del Muro de Berlín, algún panfleto con la palabra “compañero”, quizás un clavel rojo, seco y sin ningún olor. Bajo los adoquines, catequiza ex cathedra algún contemporáneo, no existen playas ni nada que se le parezca, sino sólo una red de cloacas inmutables. Muchos de los que ayer desde la tribuna del agitador describían con pasión inigualada el color de la esperanza y llamaban a “avanzar sin transar”, hoy –en las pausas que su adiposidad le permite- queman lo que ayer adoraron con la misma intransigente vehemencia con que ayer quemaron lo que hoy adoran. Muchos, demasiados, de los líderes que ayer desde su altura avizoraron la tierra prometida de justicia y equidad de los hombres libres, hoy recomiendan con humor alopécico que el político con “visiones” debería ir al oculista o consultar un psiquiatra. Los estrategas infalibles que ayer organizaban y capitaneaban la transformación inmediata de los sueños en realidad, hoy se remiten a la etimología sumisa del convertido para probar que la Utopía es un lugar que existe sólo en el Absurdo. Para muchos héroes de ayer, la Realidad era algo que sólo estaba para ser cambiado; para los mismos, hoy es el Abracadabra que puede transformarlo todo a condición de que no se cambie nada. Sí, aquel mayo del ’68 sirvió también para advertirnos que a menudo las revoluciones suelen ser planeadas por utopistas, realizadas por fanáticos y aprovechadas por sinvergüenzas. “¡Qué planeta, hermano, qué mierda increíble! ¡Pero siempre con una florcita creciendo encima del montón de mierda, como en el poema de Allen Ginsberg!”, le escribía Julio Cortázar a Gregory Rabassa, su traductor estadunidense, el 26 de junio de 1968, comentando suspiroso la derrota de la primavera de París. Una florcita como para llevarla en el ojal, hasta la próxima. Aunque sea nomás por joder l
Notas 1. Transcripción latina de “Gran Revolución Cultural del Proletariado”. 2. Abreviación de “parachutistes” – tropas paracaidistas de asalto del ejército francés. 3. Compañías Republicanas de Seguridad. 4. Este lema fue acuñado como respuesta a los odiosos ataques antisemitas de la derecha francesa en contra de Daniel Cohn-Bendit, entonces uno de los líderes del movimiento estudiantil parisino.
en nuestro próximo número:
CENTENARIO DE ALÍ CHUMACERO: 100 AÑOS DE PALABRA Y POESÍA
La Jornada Semanal @JornadaSemanal jsemanal@jornada.com.mx http://semanal.jornada.com.mx/
Arte y pensamiento
JORNADA SEMANAL 1 de julio de 2018 // Número 1217
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Monólogos compartidos Francisco Torres Córdova
ftorrescordova@gmail.com
Plegaria de la mujer forzada DÓNDE ES AQUÍ que no termina su horizonte y me despiertan sus nudillos en los ojos. Y cuándo ya no más de ahí que viene conmigo desde entonces, que no me suelta aunque lo suelte, que no se va y no cesa y en la noche me embiste la memoria, y por encima de mí y por debajo, a mis costados siempre la llama de su sombra, su ruido de insecto erizado en mis silencios. Es esa hora de una tarde inalterable, fija en un taxi en una ruta inesperada, en un pulcro consultorio se supone, o en un rincón del patio o en el baño del colegio, en una sacristía cerrada desde adentro, un autobús a mediodía en carretera, la oficina en horas extras, contra la barda rota de un baldío, en la punta sin remedio de una esquina, en una muda bocacalle a las orillas que se vuelcan en mi centro, o en la casa de infancia si lo era en esa media noche desasida, en esa insomne madrugada, tanta la anchura y el poder de sus dominios. Miro alrededor y nada. Tengo lacerados los codos, hundidas las ingles, cortes de vidrio en las costillas; golpes y rasguños en la cara, las uñas levantadas, el cabello en plastas sudorosas y marañas,
magullados los muslos de burlas y amenazas, prensada la voz en la garganta, los ojos terrosos, rojos y aterrados. O eso mismo en disimulo, con el tacto sedoso y sigiloso, tramado poco a poco en las pausas y astucias de la voz, del juego que deslumbra y confunde indefensa la mirada y al cabo asesta sin reserva una vez y otra y más su manoseo. Miro a mi alrededor y nada. Todo quieto y llano y afuera a cada cual lo suyo y su distancia. De aquí a dónde, me pregunto todavía. A quién le digo qué. Y cómo. Y quien o quienes su tumulto. Ese pasmo que agrieta en un instante los talones; esa soledad que saca pellejos a los labios. Busco mi cuerpo entre las prendas
que le quedan, busco su forma deformada, retorcida en mi persona, y me tropiezo con él y se me encaja, se aleja luego y se ovilla en las palmas de mis manos que me cierran, que me pliegan en un hueco que no era de mi alma. Pasan los años que no pasan. Ahora me levanto y vago descalza por la casa o doy vueltas nudosas en el lecho. Aún tengo las agujas del miedo punzando en los huesos temblorosos y el aliento; en los hombros, las mejillas y la frente la negra sal de una vergüenza sin fisuras; la mordida de la ira contenida en la quijada, tu olor untado que me cunde la arcada de la náusea. No quiero estar aquí que es ahí no importa donde vaya. Me acechabas. Me rodeas. Me sitiabas. Me detienes. Tú que estabas cerca y yo contigo a salvo me decías. Tú mi padre, mi tío, mi primo, mi abuelo, amigo o compañero entrañable y alevoso. O tú un desconocido que llega por la espalda embozado, desatado, abandonado al arrebato de sus manos y el fardo inmundo de su cuerpo. Pero a esta madrugada vengo al fin a que pase esa hora que no pasa. Ya no más los ojos bajos y vedados los espejos. Ya no más la noche dislocada y el día tartamudo en su recóndito silencio. Ya no contaré los días de tu vida, ya no esperaré la limpia de tu muerte. De adentro vuelvo a mí y miro a plena luz tu sonrisa contrahecha, carcomido tu rostro en tu deseo. Una a una escupo entonces las letras de tu nombre y retumba en el aire tu derrumbe. Se raja el mármol del secreto, la planicie interminable de su celo. Así me dejo atrás para encontrarme enfrente. Así te dejo solo sin coartada ni recurso, solo contigo en la plaza sin mi culpa y mi vergüenza, atado tú contigo a tu violencia.
La otra escena Miguel Ángel Quemain quemainmx@gmail.com
Animales en la sopa, de Maldito Teatro ANIMALES, INSPIRADA EN Animal crackers in my soup, de Charles Bukowski, en la versión de Aristóteles Bonfil y, bajo la dirección de Geovani Cortés, es una evocación muy rica de varios temas que enriquecen la escena nacional con asuntos que no dejan de obseder la creación contemporánea, como el propio proceso creativo con sus apagones e iluminaciones, la prisión adictiva y el grotesco desfile de la normalidad frente a los barrotes de esas prisiones interiores con ventana a la calle, donde transcurre una normalidad incapaz de ver en sí misma la insania mental que tanto se teme y rechaza en los otros. Desde hace dos años, Maldito Teatro carga o moviliza esta pequeña joya teatral que debe estar siempre a la mano en el repertorio de una compañía como ésta. Es un punto muy rico del trabajo de conjunto de los talentos que hacen posible esta esfera sin costuras que se llama Animales y que, efectivamente, tiene mucho del espíritu bufonesco, paródico (Shirley Temple y su numerito musical inolvidable) y transgresor del cuentista y miniaturista Bukowski, que inspira y espanta al mismo tiempo.
No tiene sentido contar aquí esta conmovedora historia de absurdos que constituyen el cuento, el profundo erotismo que circula entre dos seres cuyo encuentro está signado por el hambre y el deseo de mirarse a sí mismo desde los ojos de otro, de amar cuidando de alguien y de cuidar entendido también como la capacidad, egoísta o no, de crear una extensión del propio cuerpo, imaginarios múltiples que le dan identidad. Aristóteles Bonfil propone un texto que le permite a Geovani Cortés insuflarle a su enorme Golem una personalidad poderosa, sostenida en la voz pero amplificada en el gesto. Cortés es el padre de esta marioneta voluminosa de poco más de dos metros que transmite una enorme compasión por sus propias circunstancias, la circunstancia misma del escritor y también del teatro, a veces famélicos. Rodrigo Hidalgo, Ana María Aguilar y Aristóteles Bonfil son la musculatura de esta historia. Mara Téllez lo viste y en su periferia de títere están el propio Aristóteles Bonfil en la creación musical y Mario Hernández en las
Animales
ilustraciones, evocadoras y rigurosas, para construir esa narrativa que atrapa y provoca sonrisas con sus monos tan sintéticos y poéticos, tan reconocibles y originales. Estamos frente a un sólido equipo de seres humildes e inteligentes que ponen por delante el teatro por encima de cualquier protagonismo. La oscuridad que han decidido como compañera de esta visión narrativa no sólo forma parte de la técnica que hace posible el manejo del títere y los trazos; el clarososcuro es un forma de estetizar su propuesta, haciendo de un recurso plástico la visión de una existencia sórdida, aplastante, llena de angustia, donde los excesos son formas de mantenerse en vilo, de reconocerse vivos, de contrastar la propia existencia frente al desfile de normalidades heteronormadas y homogéneas, es decir, impedidas de imaginar animales en una sopa que te miran tender el puente que construye la cuchara entre el plato y la boca. Tengo que confesar que Bukowski nunca me atrapó. Desde la adolescencia y el intento de dirigirme hacia un mundo adulto, percibía una forma de redención, de culpa, conformismo y espectacularidad de la que me habían prevenido las lecturas de Jean Genet y de Louis Ferdinand Céline. Esos sí me parecían bajos fondos, aunque creo que difícilmente serían tan motivantes para un lector juvenil educado en la periferia de nuestras ciudades, con su espíritu urbano de aspiración cosmopolita y los suburbios asfixiantes con sus autobuses chimecos, peseros y colectivos como única salida de esos colmeneros dormitorio que se encuentran en las salidas cardinales de Ciudad de México. Bukowski parece su cronista. Animales muestra la multiplicidad de lecturas hacia la cultura, la plástica y la filosofía, que corren sobre un aparato circulatorio teatral delicioso, breve e intenso. Hasta el 22 de julio de jueves a domingo en la Sala ccb del Centro Cultural del Bosque.
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JORNADA SEMANAL 1 de julio de 2018 // Número 1217
Arte y pensamiento
El vacío de la Ley
Para Federico Samaniego
EN EL PROCESO, KAFKA introduce una parábola que un sacerdote narra a Josep k, el protagonista. La parábola, que lleva el título de Ante la Ley, es un género literario cuya enseñanza no tiene una respuesta única, pero que, en el caso de Kafka, guarda como un enigma el tema fundamental de su propia vida y de su obra y, como una premonición, el de los Estados totalitarios: el padecimiento de un castigo arbitrario amparado por la Ley. Un campesino, dice la parábola, se encuentra ante la puerta de la Ley que está abierta y custodiada por un guardia de aspecto sobrecogedor, que le dice que no puede entrar en ese momento. Ante la negativa, el campesino espera. Pero ese momento nunca llega. Mientras se pasea y husmea a través del hueco de la puerta, intenta convencer infructuosamente al guardia, incluso con sobornos, que le conceda el permiso. “Si tu deseo es tan grande –le dice sonriendo el guardia– intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso y el último de los guardias. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. El tercer guardia es tan terrible que no puedo siquiera mirarlo.” Intimidado, el campesino continúa esperando a lo largo de los años, hasta que le llega la muerte. Mientras agoniza, pregunta al guardia por qué, si todos buscan la Ley, nadie ha llegado para intentar como entrar él.
El guardia le responde que esa entrada estaba reservada únicamente para él y con su muerte cerrará la puerta. El gran enigma de la parábola no es el guardia, ni el miedo ni la intimidación –toda ley es custodiada por la presencia y la amenaza de un aparato policíaco brutal–; tampoco el que la puerta de la Ley esté abierta. El enigma puede resumirse en una pregunta: ¿por qué el campesino no entra? ¿Realmente, como lo señala el guardia, nadie puede conocer la Ley porque es imposible franquear su aterradora custodia? O ¿en realidad la Ley está vacía, tan vacía que si el campesino entrara desmoronaría su presencia basada en un horror psíquico? No lo sabemos. Lo único que sabemos –y de ello da testimonio toda la obra de Kafka– es que el aparato, que dice custodiarla, es tan intimidatorio que inhibe cualquier sentido de la libertad y de la Ley. Kafka no podía ir más allá. La visión que el mundo de su época y la brutalidad de su padre le impusieron fue la de un período inhumano que pronto llegaría con su intolerable y absurdo rostro; un período en el que la Ley, como en su Carta al padre y El proceso, será sólo el terror y el medro inevitable de la tiranía, el crimen y la demagogia. Detrás de Ante la Ley está la inhumana topografía de la crisis civilizatoria que vive el mundo actual; está también, en su particularidad, México y su Ley de Seguridad Interior, sus crímenes, sus desaparecidos, sus fosas, sus presencias criminales y sus narrativas tan sobrecogedoras, para disuadirnos, como las del guardia de la parábola; están también sus demagogos que, disputándose en largos y aburridos shows mediáticos la custodia de la Ley, nos prometen que el próximo primero de julio nos
Ilustración de Juan Puga
La casa sosegada Javier Sicilia
dejarán por fin entrar en ella. Mientras tanto, los ciudadanos, si no nos asesinan como es el destino del protagonista del El proceso y de tantos y tantas otras en nuestro país, languidecemos impotentes, paralizados, pero absurdamente ilusionados con la idea de que el nuevo guardia cumplirá su palabra de dejarnos entrar en la Ley. Kafka sabía, como escritor y judío, que en el principio era la Palabra, el sentido y la Ley que lo contenía. Lo que no sabía es qué había después. Es la pregunta que no deja de hacernos en su parábola, que no deja de hacernos la realidad que nos circunda y que él, para su desgracia, entrevió. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el ine.
Las rayas de la cebra Verónica Murguía
La muralla invisible HASTA HACE POCOS AÑOS se escribía poco sobre la enfermedad desde el punto de vista del paciente. Claro que tenemos La montaña mágica de Thomas Mann; La muerte de Virgilio de Hermann Broch, esa caudalosa agonía del enfermo que se despide de la vida incorporando al delirio sueño y recuerdos del mundo y, cómo no, El Sur, de Borges. Pero ésas son recreaciones, hechas con la materia de la enfermedad mezclada con la invención. Borges, pudorosamente, mezcla la descripción de su septicemia con la enfermedad de Dahlmann, porque, reitero, hasta hace algunos años pocos escribían de sus males. Ignoro si se consideraba de mal gusto o descarado. Eso, apuntaba Virginia Woolf, es extraño, si consideramos que la gran mayoría de nosotros hemos padecido cualquier cantidad de cosas y éstas nos afectan profundamente, más tenazmente, me atrevo a decir, que la mayor parte de las experiencias que nos facilita alegremente la salud. ¿Cuántos libros se escriben sobre el amor, el sexo o el dinero en comparación con lo que se escribe en primera persona sobre la enfermedad? En su ensayo sobre la enfermedad, Woolf habla del ser como si nuestra esencia estuviera encerrada en una especie de traje de buzo con un visor. La enfermedad empaña o mancha el visor; ensordece y debilita al por-
tador, le dificulta moverse, pensar, comer. Yo disiento de ella en una sola cosa, aunque su descripción me parece inteligentísima: yo sostengo que el traje de buzo también somos nosotros. El cuerpo es un espíritu disfrazado, leí en alguna parte y se me grabó para siempre. No es el disfraz del espíritu. Es el espíritu mismo, presente en cada célula, en cada acción involuntaria y puramente física como el latir del corazón. La enfermedad nos aparta de los demás: el enfermo está preso en su cuerpo doliente o en su mente herida, que también son él. La enfermedad se alza, insalvable como el muro de una cárcel, y pocos pueden salvar el abismo que se abre entonces entre el enfermo y el sano. Suelen ser los cónyuges, los hijos, los padres, los amigos cercanos y no siempre saben cómo. El enfermo también lo ignora. Está perdido en el océano de la enfermedad, a merced de los síntomas y del dolor, enemigo de la orientación. El médico no puede cruzar y acompañarlo, aunque su trabajo consiste en conocer el abismo: si se acerca demasiado al enfermo pierde la objetividad necesaria para el tratamiento. Yo pienso que escribir sobre la enfermedad es cantar una especie de épica del caído, con protagonistas maltrechos y
obligados al heroísmo, con cuerpos heridos en batallas que suelen ser invisibles, con armas gastadas: la jeringa, la compresa, la pastilla, la solución que gotea dentro de la vena. Es el campo de batalla después de la lucha, donde sólo hay caídos y pocos actos son hermosos. Por eso, quizás, esa escritura necesaria es tan escasa, al menos en español. Es notable cómo en nuestra sociedad estar enfermo es un asunto que tiene absurdas connotaciones: los actores, por ejemplo, se resisten a aceptar públicamente que padecen cualquier dolencia. Quizás es porque la prensa rosa es todo menos rosa y se ensaña de forma obscena hablando de los enfermos. José José sería el caso más reciente. Todo, su aspecto físico, su estado de ánimo, las relaciones con su familia, es escrutado de forma desvergonzada, como si la enfermedad lo despojara no sólo de su fuerza, sino también de su dignidad. Y aquí he llegado al quid de esta reflexión. Tal vez en México no sabemos cómo tratar a los enfermos porque identificamos la enfermedad con debilidad, asociación parcialmente verdadera, aunque no considera, ni de lejos, al ser en su conjunto. De ahí y de forma brutal, consideramos la debilidad como falta de dignidad. Y ahí sí que regamos el tepache. El enfermo tiene la misma dignidad que el sano; lo que no tiene es salud. Ya es hora de entender esto: es muy importante. Necesitamos un ombudsman de los enfermos.
Arte y pensamiento
JORNADA SEMANAL 1 de julio de 2018 // Número 1217
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Bemol sostenido Alonso Arreola
@LabAlonso
Felipe Deckers, colombelga en México CONOCIMOS AL GUITARRISTA Felipe Deckers hace unas semanas, durante un encuentro de música para profesionales ocurrido en Jalisco. Nos lo presentó el amigo mutuo en cuyo entusiasmado juicio confiamos a ciegas. Días después y cumpliendo palabra, Felipe hizo contacto con un correo que dice así: “Soy guitarrista clásico de formación, rockero desde niño, improvisador autodidacta y apasionado por los ritmos afrocolombianos. También tengo un master en pedagogía musical.” Al final venían algunas ligas. Las visitamos y sí, efectivamente se trata de un ejecutante talentoso y expresivo en cuyo magín se combinan sonidos tradicionales de Colombia –su tierra– con hipnóticos fraseos que nos recuerdan guitarras norafricanas. Además, por supuesto, está el funk aderezado con distorsiones, lo que nos hizo pensar en los Screaming Headless Torsos de David Fiuczynski. Tómense estos referentes como rosa de los vientos y no como indicación de copia, pues si bien lo de Felipe se adscribe a tradiciones reconocibles, queda en evidencia su propio aporte. Música serpenteante, muchas veces frenética, la de su proyecto Filip Lewin y Woppe invita al trance inmediato. Un par de acordes bastan para que la repetición de per-
cusiones y bajo soporten solos de relámpago, desarrollos a la Hendrix y tramas de ácido dramatismo; despliegues que se vuelven gaseosos y armónicamente sorpresivos mezclando escalas variopintas. Sea en trío o cuarteto, el grupo garantiza sonrientes resultados por la calidad de los músicos que invita a sus filas. Así las cosas, lectora, lector, si atiende a estas palabras podrá escuchar en vivo a Felipe asistiendo al Foro del Tejedor, especio señero en la cafebrería El Péndulo de la colonia Roma, el próximo miércoles 25 de julio. No. El grupo no está de gira. Sucede que el guitarrista lleva poco más de un año viviendo en México, lo que abre un sendero distinto en nuestro bosque sonoroso. “Fui maestro de guitarra, tanto de cursos individuales como colectivos, del 2009 hasta el 2016, en la Academia de Música de Waterloo (Bélgica) y en la Academia de Música de Bruselas del 2011 al 2016”, continúa su correo líneas abajo. Tiene sentido. Sus raíces también son belgas, lo que parece dotarlo de una visión panorámica en el instrumento.
Luego dice: “He compuesto y liderado musicalmente el 70% del repertorio de la banda La Chiva Gantiva […] Puedes escuchar y ver clips aquí: www.lachivagantiva. com”. A ese proyecto ya lo conocíamos gracias a Circulart, mercado de música sudamericano con el que hemos estado vinculados. Formado por gente de Colombia, Chile, Vietnam y Bélgica, el grupo posee una fuerza escénica deslumbrante. Con un espíritu emparentado al de los californianos de Ozomatli, su fiestero repertorio apunta al mismo objetivo que apreciamos en el cuarteto de Deckers: la fuerza transparente del arte inmigrante. La Chiva tiene menos de una década de existencia. Cuenta con tres discos hasta el momento: Pelao, Vivo y Despegue. Con ellos ha viajado por el mundo entero. De Rusia a Australia, pasando por Corea, toda Europa y buena parte de América, tiene las proporciones justas –políticamente correctas– de rebeldía y creatividad (con poquito riesgo). En otras palabras: cualquier turista del sonido aplaudirá su pulso. ¿No nos cree? Póngalos en fiestas y reuniones de concurrencia exigente pero bailadora. Triunfará. Hablando de música colombiana, por cierto, teníamos un pendiente viejo: mencionar a Puerto Candelaria, otra agrupación que amerita existencia en nuestros oídos. Comandada por Juancho Valencia, la salud que muestra junto a Bomba Estéreo, Esteman, Monsieur Periné, Maité Hontelé y Crew Peligrosos, entre varias más, representa la alegría que hoy flota en diversos géneros del país sudamericano; territorio que tira los dados allí donde las raíces mandan. Ojalá que resistan los embates de su nuevo y oscuro gobierno. Ojalá nos visiten pronto. Buen domingo. Buenos sonidos. Buena semana.
La Chiva Gantiva
Cinexcusas Luis Tovar @Luistovars
Estreno Nacional NO CINEMATOGRÁFICA SINO sociopolítica, la cartelera que hemos visto en los recientes meses –y que en su fase crucial culmina el día de hoy– ha consistido básicamente en una cuarteta de refritos, una potencial doble secuela y una sola novedad, que muchos consideramos inminente aunque su estreno todavía está por confirmarse, lo cual debería ocurrir antes de que acabe este domingo 1 de julio de 2018.
Estrenos que no lo son
Refrito Uno o Ya paren esta mierda fue la cascada de spots, promocionales, anuncios espectaculares y de los otros, elementales cancioncitas pegajososas, cursis, ridículas o todo al mismo tiempo, pseudodebates más anticlimáticos que ver el Canal del Congreso, capaces del contramilagro de hartar incluso desde antes de haber comenzado en forma las campañas, en todo lo cual incurrieron, sin que faltara ni una, cada entidad e instancia involucrada en el proceso electoral. Refrito Dos o Ahí viene el coco fue la fastidiosa reedición de una guerra sucia mediática que ni de lejos alcanzó el éxito de taquilla conseguido hace seis, pero especialmente hace doce años: que si de nuevo el “peligro para México”; que si el “oro de Moscú”; que si la “venezolización” con Hugo Chávez reencarnado en Macuspana; que si el caos, la fuga de capitales y la pérdida de empleos; que si “no votes por un viejito enfermo”, más un etcétera que solamente demostró dos cosas: la primera, una absoluta falta ya no se diga de argumentos, sino también de creatividad por parte de un poder que acabó ahuyentando de la sala a los pocos espectadores que aún quedaban.
Todavía exhibiéndose, Refrito Tres o A ver si nos alcanza con el fraude, consiste en ver una vez más a la mula en el trigo de la obtención de votos a favor del status quo, a cambio de lo que sea: dinero contante y sonante, promesas monetarias “en caso de ganar” por medio de tarjetas de hule, amenazas de perder la chamba y hasta el nombre, robo anticipado de boletas electorales, acarreo de huestes con su bien conocida cauda de “estrategias”: ratón loco, carrusel, casillas zapato, robo de urnas, sustitución a última hora de funcionarios de casilla, alteración de actas y paquetes electorales y, desde antes y mucho peor, el asesinato selectivo de contendientes incómodos o poco dados a la anuencia o a la franca transa. Refrito Cuatro, cuyos productores quisieran estrenar hoy mismo, lleva por título El segundo lugar va a rebasar, y según esto sucedería lo mismo que hace una
década y dos años: “sorprendentemente”, las tendencias de votación irían cambiando de tal modo que, falso suspenso de por medio, el mejor posicionado en las encuestas vería cómo se le escapa el triunfo, haiga sido como haiga sido. El coproductor de este refrito cibernético, apoyado a continuación en una negativa igual de rotunda que de sospechosa a revisar lo que sucedió realmente, es eso que los dinosaurios llaman “voto duro” y “estructura partidista”, partes fundamentales del argumento que se repite desde hace por lo menos ochenta años.
La secuela y el estreno real
La secuela es doble y doblemente indeseable: Secuela Uno es el consabido conflicto postelectoral, al que más vale no apostar porque esta vez, tigre mediante, la cosa puede no parar en meros plantones en Reforma. Secuela Dos es terrorífica por donde se le vea: consiste en la enésima parte del agujero profundo en el que los productores hasta hoy hegemónicos de Realidad Mexicana nos han sumido, especialmente desde hace cincuenta años: masacres, represión, Estado policialmilitarizado, devaluaciones, crisis y pauperización económica, desánimo, depresión, desesperanza, hartazgo, estúpidas guerras inútiles y falsas contra el narco, polarización social, más un etcétera excesiva y exasperantemente largo. El único verdadero Estreno Nacional sería, un siglo y ocho años más tarde, el añejo anhelo mexicano del sufragio efectivo, después del cual, y sin milagros ni ingenuidades sino con trabajo, trabajo y más trabajo, por fin empezaremos a sacar a este país de su marasmo. Salvadas las enormes diferencias de importancia entre uno y otro actos, el símil es de una claridad meridiana: votar es como elegir qué película quiere uno ver.
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JORNADA SEMANAL 24 de junio de 2018 // Número 1217
Ensayo José María Espinasa
La poesía de Adonis Kavafis, Miguel Hernández, Neruda, Lorca, son sin duda autores emblemáticos, y lo son también por sus circunstancias. Son escritores símbolo, como el sirio nacido en 1930, que desde las márgenes nos vienen a “contar el mundo” CON FRECUENCIA, EN EL PANORAMA cada vez más extremo de marginalidad que ocupa la poesía, surge un nombre que rompe el aspecto gris y sin relieve de la frecuentación –que no consumo– del género. Ese surgimiento de “la excepción que confirma la regla” tiene, sin embargo, razones pocas veces de índole literaria. Por ejemplo: cuando se pone el caso de que poetas como Antonio Machado, Pablo Neruda Miguel Hernández y Federico García Lorca sí tenían lectores y muchos ejemplares vendidos, ediciones numerosas y un lugar en el imaginario colectivo, no se suele agregar que esto se debe en buena medida a razones sociales y políticas, como el asesinato del autor de Poeta en Nueva York. Hay otros casos en que las razones son menos obvias. Por ejemplo, el caso de Constantino Kafavis, en cuya fama priva una extraña nostalgia, entre simbolista y new age, por el ámbito helénico. Y en efecto, una de las virtudes mayores de la poesía del escritor alejandrino es hacer brotar de nuevo, como si estuviera intacta, una atmósfera perdida, que sólo se conserva gracias a la poesía. Es, en esos términos paradójicos de una expresión, extraña, un fósil viviente. Y así un poema como “Ítaca” trae, incluso para el menos versado, el eco de La odisea entera. Y así, un poeta que daba a conocer sus textos en hojas sueltas impresas, se vuelve de pronto un icono, con numerosas traducciones a muchas lenguas.
Es evidente que ese “de pronto” tiene sin embargo un proceso, una duración, una narratividad fascinante. Es una lástima es que el surgimiento de esas excepciones sirva para justificar, de nuevo, el olvido o el franco desprecio por el género, y se tiende a señalar que la poesía es un género para consumo adolescente, por un lado, o de académicos, por el otro. Y así el misterio de una lírica se preserva intacto justamente en su condición marginal. La poesía es, en la modernidad, un arte de las catacumbas o del samizdat, pero si por alguna causa surge a la luz y se hace presente en el mundo cotidiano, adopta un disfraz que le permite seguir siendo un secreto, aunque lo sea a voces. Pongo otro ejemplo: la creación de un mundo literario autónomo, con su propia realidad paralela a la “realidad real”. Es el universo de Pessoa y los heterónimos. Ese “gran teatro del mundo”, es en realidad un teatro textual en el que las malversaciones que hace la sociedad de la poesía ya no cuentan, están excluidas. Por eso el portugués se vuelve objeto de culto autónomo y conforma una novela imposible, o mejor aún, una “historia” imposible, en la medida en que su posibilidad –su realidad– es sólo textual. Con ese gesto la lectura quiere, no sólo en el caso de Pessoa, sino en el de todos los autores antes citados, devolver una sacralidad al texto. No es un hecho menor que esa insurgencia de lo poético venga de los márgenes: no sólo se restituye el sentido griego, sino que se lo hace no desde Atenas sino desde Alejandría; Machado, Lorca y Hernández son derrotados históricos de una aventura política que creyó en serio en la cultura como su razón de ser y desde el portugués como lengua periférica, una burbuja radical –un autor que es una literatura–, nos vienen a nombrar el mundo. Uno de los casos recientes de esa emergencia lírica es el del poeta Adonis (Siria, 1930). Todo contribuye a su creciente fama: árabe, nacido en Siria, tiene en su escala, la función de Kavafis respecto a lo helénico, con la cultura de Medio Oriente. En medio del fanatismo surge una poesía refinada, incluyente, cargada de referentes históricos a la vez que manifiestamente original, que nos trae ecos de la cultura del Al
Ándalus. Hombre forjado desde abajo (en términos capitalistas), campesino que accede a la universidad, estudia filosofía y se vuelve intelectual, preso político por su militancia socialista, promotor primero de un nacionalismo sirio y luego de un panarabismo civilizado, tiene todos los rasgos de un escritor símbolo, necesario en nuestra época como factor de reconciliación. Pero ¿y sus valores literarios? Para mí son evidentes. No puede haber una de estas “excepciones” sin una real calidad literaria, pues se derrumba pronto su carácter de excepción. No es Jalil Gibran. Es un poeta extraordinario. Pero corre el riesgo de ser leído como Gibran. Su poesía, como casi toda la poesía árabe que conozco (y sé que conozco poca y generalizo) tiene el lirismo a flor de piel y no existe el miedo a la cursilería, por lo que su acción en el lector tiene algo de inmediata, sintoniza con quienes no les gusta la poesía, precisamente por su aspecto poético. Y en un momento dado, coincidiendo probablemente con su traslado a París a principios de los ochenta, en un exilio disimulado (ya antes había abandonado Siria y vivía en Líbano), salta a la fama. En su país y en el mundo árabe ya era conocido desde bastante antes, y también entre los especialistas En español, incluido México, hay abundantes ediciones (para un autor de poesía) de sus obras, antologías y libros unitarios. En México ha venido a varios festivales de poesía y sus lecturas son emocionantes, tienen algo de ritual religioso, se está ante la otra voz. No creo que esta fama vaya decrecer en los próximos años. Un detalle que hay que tomar en cuenta es el tono religioso que permea su escritura. Adonis expresa, en contraste con la mayoría de la lírica occidental, esa condición de lo sagrado como espacio aún habitado por los dioses (algo similar a lo que ocurrió en un momento con un poeta de origen judío, Edmond Jabes). Y en ese contraste destaca también la presencia de lo corporal –muchos de los poemas Adonis son de amor– como encarnación de esa condición sagrada. Paralelamente a esa creciente fama, hay que seguir leyéndolo como se lee la poesía: desde su lugar en los siempre cambiantes márgenes del mundo.