SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 3 DE MARZO DE 2019 NÚMERO 1252
Patriotismo sin fronteras: el Batallón de San Patricio hecho novela
Marco Antonio Campos
El asno de oro: la primera novela de la historia
Enrique Héctor González
LA FURIA DE LAS IMÁGENES
MÁS ALLÁ DE LA FOTOGRAFÍA Entrevista con el fotógrafo Joan Fontcuberta
Alejandro García Abreu
LA JORNADA SEMANAL
Joan Fontcuberta, 2002
Munkki Juhani hace leer a unas suricates laponas ,
2 3 de marzo de 2019 // Número 1252
PATRIOTIS
LA FURIA DE LAS IMÁGENES: MÁS ALLÁ DE LA FOTOGRAFÍA Captor de imágenes, historiador, docente y curador de exposiciones, además de merecedor de los principales premios fotográficos, el barcelonés Joan Fontcuberta es también un sólido ensayista que habla, con total conocimiento de causa, de la cultura visual contemporánea y el papel actual de la fotografía en particular y la imagen en general. Entrevistado en exclusiva para La Jornada Semanal, Fontcuberta aborda los principales postulados de su ensayo más reciente, publicado en 2016, cuyo provocador título es nada menos que La furia de las imágenes. Notas sobre la postfotografía.
||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||| DIRECTORA GENERAL: Carmen Lira Saade DIRECTOR: Luis Tovar EDICIÓN: Francisco Torres Córdova COORDINADOR DE ARTE Y DISEÑO: Francisco García Noriega FORMACIÓN DE DOSSIER: Rosario Mateo Calderón FORMACIÓN DE COLUMNAS: Juan Gabriel Puga RETOQUE DIGITAL: Jorge García Báez y Ricardo Flores PUBLICIDAD: Eva Vargas y Rubén Hinojosa 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. CORREO ELECTRÓNICO: jsemanal@jornada.com.mx PÁGINA WEB: http://semanal.jornada.com.mx/ TELÉFONO: 5604 5520.
SIN
FRONTERA
Una acercamiento, con muy buen ojo literario, a una novela que cuenta la historia de un batallón formado por extranjeros, sobre todo irlandeses (había además escoceses, polacos, negros africanos, italianos, alemanes y estadunidenses) que lucharon en defensa del territorio mexicano (1846-1848), y que también reivindica el valor de sus soldados y la deuda histórica de México con ellos.
||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||| La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauhtémoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cuitláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jornada Semanal núm. 04-2003-081318015900-107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores. La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor.Títulos y subtítulos de la redacción
Marco Antonio Campos ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
H
ay dos períodos trágicos de nuestra terrible historia que no se pueden leer sin una continua opresión en el pecho: los años de la conquista (1519-1521) y la guerra criminal de despojo de Estados Unidos (1846-1848). En 2015, en Italia, se publicó Quelli del San Patricio, de Pino Cacucci, en la prestigiosa editorial Feltrinelli, y en 2017 apareció el libro en Planeta con el título El batallón de San Patricio. La novela está contada desde el punto de vista del sargento John Riley, a veces conocido también como Really o Reley, nacido en Irlanda pero ante todo héroe mexicano, quien narra supuestamente los hechos personales y los hechos de la guerra de despojo en orden cronológico: desde que Ryley –como tantos irlandeses– sale de su natal Irlanda, donde se padece una hambruna, navega hacia Nueva York y entra al ejército estadunidense, hasta su muerte, pasando por cada batalla en la que participó al lado mexicano: en el norte (Monterrey y La Angostura) y en el oriente y en el centro de lo que hoy es nuestra república (Cerro Gordo –el gran desastre–, Padierna, Churubusco, Molino del Rey, el centro histórico). Caccuci combina muy bien un animado rigor histórico con los detalles de ficción. En otro plano, en los capítulos escritos en cursivas, hallamos de Riley los recuerdos de la vida irlandesa, reflexiones sobre el acaecer histórico inmediato y la relación amorosa de Riley y la mexicana Consuelo hasta que la mujer lo abandona. Uno de los más altos momentos de grandeza solidaria en la historia de México lo representa
LA JORNADA SEMANAL 3 de marzo de 2019 // Número 1252
3
MO
AS
El batallón de San Patricio hecho novela
sin duda la incorporación y la actividad de los soldados del Batallón de San Patricio, desertores del ejército estadunidense en aquellos años, principalmente irlandeses, pero también escoceses, polacos, negros africanos y aun italianos, alemanes y estadunidenses avecindados en México. Según estimaciones formaban el batallón –las cifras son dispares– entre trescientos y setecientos. Los miembros del batallón fueron no sólo los más disciplinados sino quienes más conocimientos técnicos tenían de la guerra. Ante todo, las causas de la deserción se debieron al trato infamante que recibían irlandeses y negros en Texas y en varios estados de la Unión Americana, y en este caso particularmente, claro, en el ejército estadunidense. Se trataba a los irlandeses como raza inferior, quienes, además, eran católicos. Les endilgaban toda suerte de epítetos: papistas, cerdos, escoria, parias, lastres y zaborra, es decir, quienes padecen enfermedades, infestan el ambiente y profesan religiones retrógradas. Los barrios de los emigrantes irlandeses en Estados Unidos solían convertirse en verdaderos ghettos. Irónica o paradójicamente, para los gringos los mexicanos que defendían su propio país eran guerrilleros, y si de manera inconveniente se defendían de más, bandidos. En esa década de los cuarenta del siglo xix los mexicanos en Texas sufrían toda suerte de vilezas y humillaciones, entre ellas auténticas barbaridades –como cuenta Riley–: “civiles masacrados sin motivo, niñas violadas, casas incendiadas, campesinos deportados y exiliados, ellos [los mexicanos] que
siempre han vivido aquí”. Sin duda, los peores eran los colonos texanos, los impulsivos y brutales Rangers, que estupraban mexicanas como botín de guerra. Para ellos el mexicano era un ser despreciablemente católico, perezoso, borracho, incapaz y “no tenía alma”. En la novela, luego de la tortura y muerte del hermano de Consuelo, Riley cruza Texas y se incorpora al Ejército del Norte, que era un ejército pésimamente alimentado, visiblemente inferior en armamento, pero en ocasiones de una valentía sin límite. Es doloroso decirlo, por tantas decenas de muertes inútiles que causaron, pero los mexicanos no merecían generales como Mariano Paredes, Mariano Arista, Pedro Ampudia e, infinitamente menos, claro, Antonio López de Santa Anna, quien colapsó prácticamente todo. En cierto momento Pino Cacucci hace decir a John Riley con lapidaria agudeza: “En todo caso, nosotros, los combatientes tendríamos dos adversarios: el poderoso ejército de Zachary Taylor y el ambiguo, inepto y jactancioso general Santa Anna. En la práctica el enemigo marchaba a nuestra cabeza.” Como se sabe, Santa Anna retira el ejército de La Angostura, cerca de Saltillo, cuando la batalla estaba equilibrada, y regresa a Ciudad de México; escoge mal el terreno para la batalla de Cerro Gordo, en Veracruz (la derrota es la gran catástrofe), y ya en Ciudad de México no ayuda, por puro rencor personal, al general Gabriel Valencia en la batalla de Padierna (19 de agosto), manda otro tipo de parque para los rifles a
los generales Rincón y Anaya en Churubusco, y entre eso, tiene rencillas personales con varios generales. Nunca sabremos si Santa Anna fue un traidor, pero dejó huellas visibles para parecerlo. En la desigual y heroica batalla del 20 de agosto en Churubusco, sólo setenta y dos soldados sobreviven del Batallón de San Patricio, los cuales son hechos prisioneros. Torturados, tratados peor que a bestias, pero no perdiendo el humor sarcástico para responderle a los estadunidenses, son ahorcados como traidores en San Ángel y Tacubaya. ¿Traidores? Para nosotros, en cambio, aquellos combatientes son exactamente lo contrario: resplandecen como un faro en la noche de nuestra historia trágica. Algunos de aquellos irlandeses fueron enterrados en el atrio de la iglesia de la Purísima Concepción de Tlacopan que, cuando uno visita el sitio, siente en la raíz del alma la deuda de gratitud que tenemos los mexicanos, que sin dificultad también podríamos decir, Erin go bragh, es decir, “Irlanda para siempre”, lema patriótico que se leía en la bandera del inolvidable batallón. Gracias a su fervor por México, que es mucho mayor que el de tantos mexicanos, debemos a Pino Cacucci, entre otros, la novela Puerto Escondido, quizás su libro más valorado, ¡Viva la vida!, un monólogo alucinante de Frida Kahlo, y las crónicas El polvo de México. El Batallón de San Patricio (Quelli del San Patricio) –intensa, conmovedora– va más allá: debe ser una novela indispensable de lectura para todos los mexicanos l
LA JORNADA SEMANAL
4 3 de marzo de 2019 // Número 1252
ASNO DE ORO,
EL
LA PRIMERA NOVELA DE LA HISTORIA
Espléndido ensayo que trata de un autor, Apuleyo, nacido en Madaura, al norte de África, circa 125 dc, que fue un cínico cuyo talento y ambiguo sentido del humor creó una obra sin duda bien y muy leída por San Agustín, Dante, Petrarca, Boccaccio (tres de sus narraciones están incluidas en el Decamerón) y Cervantes, en la que se tocan con temeraria maestría los límites entre lo ejemplar y lo grotesco, el erotismo más delicado y la sexualidad no menos alucinante.
Enrique Héctor González ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
I
H
ace casi treinta siglos se configuraron, en la Grecia antigua, dos poemas que se han atribuido, con obcecada desidia, a Homero, un poeta cuya existencia es tan demostrable como la de la partícula de Dios. No sólo se le endilgó la autoría de esos dos monumentos de la épica occidental, la Ilíada y la Odisea, sino que hubo además quienes le endosaron, asimismo, el impecable don de la ceguera, severa conjetura que abona a la inverosimilitud de la leyenda. Sin embargo, los poemas ahí están, excelsos, inauditos, inamovibles, mil veces trasvasados a idiomas de todas las índoles, indolentes a la gratuidad que los vuelve tersamente sublimes o melodramáticos cuando así conviene a ediciones juveniles. Ya antes la épica hindú y la mesopotámica habían abrumado con vastas hazañas los destinos de Rama y Gilgamesh en aventuras que se pierden en el segundo milenio antes de nuestra era; ya después de las rapsodias homéricas, el poeta latino
Virgilio había pergeñado y apenas terminado (la muerte le impidió cerrar, con la obsesiva perfección propia de los poetas, la versión definitiva de su libro) la Eneida unos cuantos años antes del advenimiento de Cristo, en el siglo i ac. Y probablemente en China, en Persia, en las vastas arenas de Arabia, se habrán escuchado puñados de historias que constituyen el legado primigenio de la narrativa mundial, por no mencionar otras tradiciones, como la japonesa o la china, donde el inveterado arte de contar se tradujo en apólogos, consejas y relatos que nos han llegado fragmentariamente. Es asunto sabido que esas historias de héroes paradigmáticos y proezas bélicas, de hazañas azarosas y definitivas, estaban casi siempre acuñadas en verso y fueron el punto de partida de la novela occidental. Pero no es sino con los romanos, y ya de este lado del año cero, que nacen las primeras novelas escritas en prosa de que se tiene memoria, esto es, en la forma natural en que se comunicaban los informes, los edictos, las personas entre sí. Su nacimiento corresponde a un desgaste natural de la épica en una época de franca decadencia social pero no espiritual, pues se trata de dos siglos, el primero y el segundo de nuestra era, en que al ocaso de los dioses latinos aún no le sobrevenía el auge del cristianismo, que estaba lejos de su determinante consolidación. Hacia el año 50 o 60 Petronio, un ciudadano romano proclive a los excesos y a la frivolidad de la moda (se lo conoció como arbiter elegantiarum), pero asimismo un escritor libertino y con un vasto dominio de la lengua latina, reunió en el Satiricón relatos pecaminosos, febriles, deshilvanados, sicalípticos, en torno a dos personajes, Encolpio y Ascilto, que deambulaban por las plazas romanas en busca de placer. Las imágenes y, sobre todo, la sensualidad y la amoralidad de ciertos pasajes, escabrosos y sugerentes, no consiguen perfilar una historia con unidad propia y objetivo definido, una novela en sí misma, pero sus cuadros y viñetas son el antecedente más claro de la que podríamos llamar la primera novela de la humanidad, una historia escrita en prosa delicadísima y que, a diferencia del texto de Petronio, articula una trama precisa, atractiva, cifrada en la unidad de su anécdota y no desdibujada en estampas de cuentos milesios. Esa novela es El asno de oro y su autor se llamó Apuleyo, escritor nacido en la provincia romana de Madaura, al norte de África, alrededor del año
LA JORNADA SEMANAL 3 de marzo de 2019 // Número 1252
5
El texto alega desde el principio la eficacia de la novela como entretenimiento, su derecho a la diversión y sólo eso, por encima de los deberes edificantes en que se ampara la literatura seria.
125 dc, bajo el imperio de Adriano, el memorioso personaje de Marguerite Yourcenar. No sólo es, con gran probabilidad, la primera novela hecha y derecha de la tradición occidental, sino asimismo una exquisita, concupiscente historia que merece en sí misma un lugar que no siempre se le ha reconocido en los mapas de la literatura europea.
II
La ambigüedad, ese rasgo esencial del humorismo (libresco o no), es la nota esencial de la novela de Apuleyo, sea que descanse en divertidas obscenidades o aun en asuntos religiosos o de búsqueda de una determinada trascendencia. Que el protagonista sea un asno cuyos rasgos más señalados son la obcecación, la curiosidad y la lujuria, deja ver que el ánimo del autor es totalmente paródico. Es notable el tino con que Apuleyo procede para ironizar a través de los nombres adjudicados a los personajes del libro, por ejemplo el de Sócrates para un hombre torpe que es víctima a modo de una hechicera, el de Areté (la virtuosa) para una mujer que acaba engañando al marido por dinero, o el de Fótide, la luminosa, a una chica que enciende sexualmente al protagonista, que deviene asno, como queda dicho, pero que antes de ello era un joven inquieto, indiscreto y fisgón que llega a la ciudad de Tesalia, movido por la fama de que en ella residían los más desparpajados hechiceros; Lucio cede a sus impulsos lujuriosos y la casualidad lo transforma en el animal más afín a Príapo (dios del falo entre los griegos) por las dimensiones de su aguijón amoroso. Casi no cabe duda que la novela fue leída provechosamente por un célebre paisano de Apuleyo (Hipona está apenas a unos kilómetros de Madaura, en la Argelia actual), san Agustín, el padre de la Iglesia cristiana, y por esos no menos célebres autores italianos del siglo xiv: Dante, Petrarca y Boccaccio. De hecho, tres de las numerosas anécdotas licenciosas de El asno de oro, la de la tinaja, la de la molinera y la de la mujer del batanero, fueron trasladadas casi textualmente por el último de ellos a su célebre colección de cuentos, el Decamerón, libro salpicado también de historias salaces y otras zalamerías del desasosiego inguinal. No sería un alarde de la hipótesis alegar que en el lejano origen de un género que floreció más tarde, la novela picaresca, se asienta la novela de Apuleyo, influencia que va a dar también a La Celestina y naturalmente a Cervantes, quien supo apreciar, además de las virtudes fantásticas del libro (retomadas en una de sus novelas ejemplares, “El coloquio de los perros”, cuyos canes parlanchines, como Lucio el asno, razonan temiblemente como humanos y muestran todas las grandezas y villanías de los seres de nuestra especie), los episodios burlescos, como el de la confusión de unos ladrones con unos cueros de vino (que Cervantes retoma en la célebre turbación de don Quijote, quien destaza unos semejantes en la venta de sus desgracias), y aun la “Novela del curioso impertinente”, interpolada en el Quijote como lo hizo Apuleyo con la historia de Psique y Cupido, escrita en un estilo preciosista y elegantísimo que también y tan bien empleó Cervantes.
III
Volver la mirada casi diecinueve siglos atrás no es una ociosidad académica cuando se descubre que en su lánguida frivolidad, en su retrato de un mundo entregado dulcemente a la conciencia de su fin, El asno de oro nos devuelve una imagen cuyo enigma (advirtamos que ambas voces son anagramáticas) es fácil de identificar: en todas las épocas la heterodoxia es la axila que mueve los miembros del cuerpo, la bisagra que abre y cierra la puerta por donde pasa la obra destinada a perdurar. Apuleyo es un espíritu cínico, devoto de las artes mágicas en una época en que dudar de las proezas mitológicas era abandonarse en numerosas creencias, insertarse en sectas y encajarse en prácticas de hechicería propias de una época en transición (de hecho fue enjuiciado y luego absuelto por utilizar filtros y encantamientos para seducir a una viuda rica). En uno de los estilos más puros de la latinidad, la escritura sin pudores, casi ajena a los juicios morales de El asno de oro, se erige en un erotismo del lenguaje que solapa historias que se van endilgando como cuentas de rosario en las sucesivas aventuras del asno humano. Esto hace a Apuleyo un autor plenamente moderno, no un clásico enclavado en el canon de la literatura occidental; un autor anómalo que combina la increíble metamorfosis de Lucio con un realismo de la carne en el que la denuncia de la deslealtad amorosa es un homenaje al hedonismo y una pirueta de la ambivalencia del humor. El texto alega desde el principio la eficacia de la novela como entretenimiento, su derecho a la diversión y sólo eso, por encima de los deberes edificantes en que se ampara la literatura seria. Su juego de una historia dentro de otra dentro de otra es una confirmación de esa actitud libérrima y desobediente. El tratamiento de la credulidad como un asunto de menor importancia frente al más apasionante de pasar el rato con una fábula absurda, no pocas veces obscena e inverosímil, marca una pauta que otros heterodoxos posteriores (Boccaccio, Rabelais, Sterne, el mismo Cervantes) siguieron con idéntico donaire. Si la irreverencia corre a parejas con la condena de la curiosidad imprudente es porque, ajeno a todo propósito unívoco, Apuleyo es un maestro en el arte de combinar lo grotesco con lo modélico, lo ejemplar con lo alucinante, dada la genuina
ambivalencia de su sentido del humor, cuya esencia no reside (¡cuántas veces se habrá de decir!) en la inmediata comicidad o en la admonitoria ironía, sino en esa exquisita indefinición de la naturaleza de las cosas que está en la base del verdadero ingenio. La convivencia del erotismo más delicado (la descripción del cabello de Fotis, por ejemplo) y la vulgaridad menos digna (la micción de la hechicera Méroe en el rostro de Sócrates, la infinita fecalidad de Lucio) son caldo de cultivo en el espíritu de lúcida incertidumbre que constituye la atmósfera del libro. De una manera prolija y parsimoniosa, la novela entreteje aventuras e intercala historias de diversa índole, entre las que destaca por sus dimensiones (casi una cuarta parte de la novela), por su ubicación a la mitad del libro, por su intensidad, la de Cupido y Psique, naturalmente tomada de la mitología pero reelaborada por Apuleyo con mano maestra. La cuenta la vieja cocinera de una runfla de ladrones a una chica secuestrada por ellos. Su infortunado destino es de algún modo similar al que sufre la doncella mítica, atormentada por los celos de la envidiosa Venus, que ve a su hijo alfilerado por los encantos y las dudas, por la astucia diagonal de los alfiles del amor. No exenta de salacidad, la historia se permite episodios de miembros destrozados en las escarpaduras de las montañas lo mismo que delicados detalles de lujuria: “siete dulces besos de Venus en persona y uno más, que será pura miel, con la puntita de la lengua”.
IV
Entre las infinitas riquezas y la variedad de rasgos de esta espléndida novela, quizá deba destacarse a la curiosidad como el motivo central, incesante, que anima las historias del libro, lo mismo las desopilantes y fantásticas que las terribles y funestas. A través de Lucio somos testigos de anécdotas que cuentan sus protagonistas o viven a través de versiones mil veces contadas y contrastadas por los diversos amos que se apoderan de los destinos y la suerte del asno, víctima de esa diosa odiosa que es la Fortuna, dispuesta a dar y quitar sin parar mientes. Cierto: el texto de Apuleyo explora con nitidez los límites entre lo sexual y lo escatológico; asume los presupuestos de una fe famélica que se debate entre los ritos grecorromanos y la creencia en viejas deidades egipcias sin la menor noción de si son más ciertas que las prácticas de hechicería; la novela asimismo entrecruza episodios reales y mágicos con garciamarquiana soltura. Sin embargo, es su incansable búsqueda de la extrañeza y de lo maravilloso la que probablemente sentencie a su favor en el ilegible juicio literario del tiempo. Las contrariedades del penoso riesgo de conocer, guiadas por la imprudencia y la lascivia, llevan a Lucio a convertirse en asno. Pero tal lección moral no es en la novela sino una metáfora, más rica y más densa, del arte de leer, la de la voraz devoción por curiosear en las historias de los libros lo que sus páginas encierran. Y es notable que un libro casi olvidado nos recuerde todavía que, en el centro de la literatura, como uno de sus rasgos inherentes e indispensables, está la curiosidad natural de quienes nos sentimos destinados a disfrutar sus hechizos l
LA JORNADA SEMANAL
6 3 de marzo de 2019 // Número 1252
REFLEXIONES SOBRE EL
ENSAYO MEX Un muy pertinente artículo sobre el estado de salud, o no, del ensayo literario, o no, en México los últimos veinte años, antes y después de Carlos Monsiváis, en el que surgen los nombres de Sergio González Rodríguez, Juan Villoro, Francisco Segovia, Daniel González Dueñas y Luigi Amara, y un ejemplo que sirve de hilo conductor a estas notas, Strauss quería pastel, de Adrián Chávez.
José María Espinasa ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
M
anual de uso para jurados de concurso: los escritores mexicanos trabajan mucho y trabajan de lo que sea, en lo que haya. Alguna vez incluso hacen de jurados en concursos. Yo lo he hecho en muchas ocasiones y no soy una excepción sino un síntoma: hay que ganarse el sustento. Lea usted doscientos libros de poemas en tres semanas para otorgar alguno de los
muchos premios que se ofrecen en nuestra geografía. Entre nosotros lo platicamos: pueden estar las nuevas Elegías de Duino y no darte cuenta, pero uno trata de hacerlo lo mejor posible, con seriedad y rigor, arriesgándose a que premies a tu compañero de la preparatoria sin saberlo y te acusen de corrupto, o a que ese amigo que tiene un libro en concurso no te vuelva a hablar porque no se lo diste. Puros sinsabores. No es a eso a lo que quiero referirme aquí sino a un caso menos frecuente y por lo tanto no sintomático: eres jurado y premias un libro que luego lees impreso y te sientes contento de haberlo premiado. Eso me ha sucedido recientemente (principios de 2019) con Strauss quería pastel, de Adrián Chávez; el premio fue el José Luis Martínez, lo publicó Tierra Adentro y el jurado lo formamos Nelly Palafox, José Israel Carranza y yo. Su lectura me impulsó a escribir este texto que glosa algunas reflexiones dispersas en otras notas ya publicadas y parte de una hipótesis bastante evidente y comprobable: el ensayo de imaginación ocupa un lugar central en la literatura mexicana del siglo xx, pero a partir de la generación del ’68 empezó a perder su lugar desplazado por la historia, la sociología y la academia. Para colmo, el periodismo, que se presentaba como su espacio natural, hacia los años ochenta lo rechazó a la vez que reducía sus espacios y lo ofrecía como sacrificio al olvido. Más o menos esa concepción fue lo que me llevó, en 1995, a impulsar
LA JORNADA SEMANAL 3 de marzo de 2019 // Número 1252
7
ICANO CONTEMPORÁNEO un proyecto editorial específico para ese género –el ensayo– y así nació Ediciones Sin Nombre. El perfil propuesto se desdibujó pronto y se le identifica hoy como una editorial de poesía, a pesar de que tiene otras diez colecciones diferentes y más de la mitad de su catálogo es de otras disciplinas. Pero como es una editorial pequeña, con prestigio pero mala distribución y poca venta, se le identifica (se le reduce) a ser una “editorial de poesía”. No obstante, el impulso de hace veinticinco años tenía sus razones: el ensayo mexicano seguía siendo muy bueno. Y algunos escritores de mi edad lo practicaban con gran talento. Pongo cuatro ejemplos: Sergio González Rodríguez, Juan Villoro, Francisco Segovia y Daniel González Dueñas. El segundo fue jurado en un concurso de ensayo promovido por el fce de España, que dio el premio al cuarto mencionado, por El libro de nadie (2003), excepcional texto, ejemplo de lo que dije antes. Pero el libro circuló poco y mal, tanto aquí como en España, y no ha sido reeditado. El libro de nadie anuncia una nueva manera de hacer ensayo que ya se intuía en los otros libros, como El centauro en el paisaje, Retrato hablado y en varios de los de Villoro. Luego lo han prolongado, con diferentes características, Silvia Eugenia Castillero, Javier Garcia Galeano y Gabriel Bernal.
Antes y después de Monsiváis EL ENSAYO LITERARIO mexicano estuvo dominado durante el último cuarto del siglo xx por una figura muy influyente: Carlos Monsiváis. Su estilo, muy personal, era radicalmente distinto del de Octavio Paz, Tomás Segovia, Juan García Ponce y Salvador Elizondo. Manejaba un barniz sociológico de carácter coyuntural que lo hacía muy efectivo en el tiempo inmediato –su espacio ideal era la prensa– y, con el paso de los años cada vez más confuso, hasta volverse ilegible. Dos libros claves: Días de guardar y Amor perdido. En la sombra, aunque en una sombra llena de luz, Hugo Hiriart practicaba un ensayo muy distinto, en la cauda de Torri y Arreola. Sin embargo, ese ensayo de imaginación perdía espacios en las editoriales y en la prensa a pasos agigantados, a la vez que perdía también lectores. Pero no se le dejaba de escribir. Hoy, sin haber recuperado del todo sus espacios y menos aún sus lectores, sí tiene una evidente resurrección en la práctica. El autor más visible en este momento y en esa línea es Luigi Amara. El tono es claramente paródico, cada vez menos periodístico, y con un manifiesto (y a veces excesivo) diletantismo. Un ejemplo claro: Strauss quería pastel. El tono literario se acentúa, más que eruditas, las referencias son extrañas y hasta secretas, o bien de la cultura popular compartida por una generación –la de los millennials— y eluden de manera sistemática el señalamiento coyuntural a la moda y los asuntos políticos. No rehúyen en cambio las referencias personales, la anécdota vivida o referida, y manejan un escepticismo que va de lo hiriente a lo amable. Los
enunciados tienden siempre al funcionamiento de una bomba del absurdo y se acercan al epigrama, el aforismo y la escritura fragmentaria, se disfrazan de diarios de lectura o de confesiones íntimas. O de diario profesional, como las muy interesantes y poco desarrolladas reflexiones sobre la traducción. Les interesa lo raro, lo no convencional, lo ajeno a la tradición y, por lo mismo, lo mexicano les preocupa poco y siempre con voluntad paródica. Atienden a los gazapos y errores no sólo del habla sino del propio pensamiento, se fijan en el sentido de las muletillas, desentrañan el sentido real de las formas retóricas y apelan a una cierta densidad estilística y cultural, asunto que no les facilita su reconquista del lector perdido en tiempos de la televisión y no recuperado en tiempos de la red. Pero parecen haber asumido con gusto su condición minoritaria en una época de opinadores profesionales, youtubers y otros tics de lo moderno. Curiosamente, ante la sociedad del espectáculo recurren a un espectáculo textual; todo texto es pretexto. Strauss quería pastel es un libro juguetón, en donde las reflexiones sobre la noción –el acto, el hecho– del cover da unidad a unas reflexiones que tienen algo de autobiografía en tono de parodia, de cuaderno de viajes, de notas de lectura de un no-lector (el libro, un ensayo claramente literario, habla poco de literatura, y su contexto o marco referencial es la cultura popular, del Chavo del 8 al ánime, de la historia a las réplicas. Una reflexión lo recorre de manera subterránea: qué ha pasado en las dos últimas décadas para que ellos – los millennials– sean tan diferentes de sus padres y antecesores, o, mejor, qué ha pasado para que se busque establecer un sensor diferencial tan sensible y matizado. No en un mundo de replicantes, sino en un mundo de réplicas, toda ilusión de contenido es banal. Ya ni siquiera le da tensión el pesimismo (que, a pesar de todo, todavía es contenido) sino que su apuesta es formal, más formal en la medida en que su carácter es aleatorio, azaroso, caprichoso. Cuando la realidad reaparece, lo hace como un cover de sí misma. El temblor
de 2017 como réplica –una palabra que los sismos han puesto de moda–, como cover del ’85, Trump como un cover sintético de Hitler, Stalin y Mussolini, Dragon Ball y el Chavo del 8. Si Hannah Arendt no nos hubiera dicho que el mal es estúpido, la pesadilla que simboliza el magnate gringo sería –en cierta manera lo es, a pesar de la filósofa alemana– intolerable.
El espacio de la impureza EN EL TRÁNSITO que se ha dado desde el ensayo de los años ochenta al día de hoy el péndulo oscila entre lo abstracto y distanciado y lo personal autobiográfico, con modalidades como la persona sin biografía o lo abstracto sin distancia. En Strauss quería pastel, Adrián Chávez pasa de una cosa a otra sin necesidad de justificar las variaciones. En el reino de la minucia todo tiene un papel que jugar. Y en el imperio del terror que vive hoy el mundo, la única manera de resistir es la minucia. No sé si sea lícito establecer correspondencias entre la minucia y lo minoritario, pero es tentador. Armar un rompecabezas es una manera de dar sentido a un mundo que no lo tiene. Las vanguardias, las históricas, ésas que hoy son ya centenarias, nos mostraron que la gracia está no en armarlo sino en desarmarlo. Desde un punto de vista sociológico el asunto clave es si ese estilo ensayístico podrá recuperar a los lectores perdidos. Luigi Amara o Gabriel Bernal los tienen, no muchos, pero tal vez los necesarios. Juan Villoro tiene más. Pero el autor de El disparo de Argón es un caso complejo: famoso por sus crónicas y su protagonismo público, autor de notables ensayos, apuesta por la narrativa en novelas que no han conseguido todavía convencer a un lector masivo. Por su lado, Francisco Segovia, Amara y Bernal apuestan por la poesía. Ni siquiera González Dueñas, que ha practicado muchos géneros, es un ensayista puro, tal vez porque eso –ensayista puro– es un contrasentido. No es que ellos consideren (o considere yo) al ensayo un género secundario o subsidiario, sino que es el espacio de la impureza. Así, cuando en un concurso el jurado lee muchos textos, frutos no pocas veces de investigaciones académicas o tesis reescritas, y encuentra un texto claramente ensayístico (el ensayista puro no existe pero tal vez el ensayo puro sí), llama su atención. Un paso más es cuando se enfrenta a ese libro publicado y tiene que reconocer el porqué de su decisión. No pocos jurados, al ver impreso el libro que premiaron, se preguntan las razones de su decisión. A veces han pasado años y ya no las recuerda. En el caso de Strauss quería pastel la publicación ha sido realmente rápida, tanto que incluso la inmediatez de las referencias –por ejemplo Trump o el temblor de 2017– nos hacen sentir una actualidad propia del periodismo. Y eso me permite tener presente que la preferencia de mis compañeros de jurado y mía fue unánime l
LA JORNADA SEMANAL
8 3 de marzo de 2019 // Número 1252
LA
FURIA
DE LAS IMÁGENES
MÁS ALLÁ DE LA FOTOGRAFÍA Nacido en Barcelona en 1955, Joan Fontcuberta es fotógrafo, crítico, docente, historiador y comisario de exposiciones alrededor del mundo. Entre sus múltiples galardones destaca el Hasselblad Foundation International Award in Photography. Fontcuberta ha expuesto en museos de todo el mundo, como el moma de Nueva York, Art Institute de Chicago, ivam de Valencia, foam de Amsterdam, MEP de París y Science Museum de Londres.
Alejandro García Abreu ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
Entrevista con Joan Fontcuberta
P
ara Joan Fontcuberta las imágenes articulan pensamiento y acción. El nacido en Barcelona hace sesenta y cuatro años y autor, entre otros títulos, de El beso de Judas. Fotografía y verdad (1997), La cámara de Pandora. La fotografí@ después de la fotografía (2010) y La furia de las imágenes. Notas sobre la postfotgrafía (2016), asevera que compete a la filosofía y a la teoría, pero también al arte, descifrar con urgencia la condición maleable y mutante de la fotografía. Fontcuberta analiza diversos aspectos de la cultura visual a tenor de las recientes transformaciones experimentadas por la fotografía. Su obra ha sido adquirida por múltiples colecciones públicas, como el met de Nueva York, macba de Barcelona, Folkwang Museum de Essen y Centre Pompidou de París. En esta entrevista, el fotógrafo español propone un análisis de carácter ontológico, revela sus faros de inspiración y conversa sobre la vía tecnológica para la postfotografía. –En “Por un manifiesto postfotográfico” –capítulo de La furia de las imágenes. Notas sobre la postfotgrafía– escribiste: “Hoy, las imágenes están disponibles para todos. Lo vaticinó con visión futurista Paul Valéry en 1928: ‘Como el agua, como el gas, como la corriente eléctrica que llegan de lejos a
nuestros hogares para satisfacer nuestras necesidades casi sin esfuerzo, así nos alimentaremos de imágenes visuales o auditivas, que nacerán y se desvanecerán al menor gesto, a la menor señal’.” El vaticinio de Valéry, incluido en “La Conquète de l’Ubiquité”, podría ser el epígrafe de La furia de las imágenes. ¿Cómo percibes el pasaje de Valéry? –Se trata de la validez de una visión de Paul Valéry que hoy se ve perfectamente refrendada por los hechos. Internet funciona efectivamente como una instalación doméstica en la que se nos suministran imágenes simplemente abriendo el grifo: imágenes masificadas y en tiempo inmediato, sin ningún tipo de cortapisas, sin ningún costo. Y eso evidentemente genera una relación distinta con la imagen. Hasta ahora había sido un bien preciado, un bien escaso. En cambio, esa proliferación, esa masificación, nos lleva a una situación de supersaturación en la que la cantidad, en vez de conducir a una hípervisibilidad, lo que produce es ceguera. La censura ya no se ejerce vedando la información a los ciudadanos, sino apabullándoles con un marasmo de imágenes, con una selva inexplicable de información visual en la que nos resulta difícil penetrar y encontrar información pertinente. Por eso hoy en día los instrumentos de mayor poder son justamente los motores de búsqueda. Nos permiten acceder a los datos valiosos, más allá de ese encomio, de esa enormidad de imágenes que los esconden. –En “La danza sélfica” —incluido en La furia de las imágenes– aseveras: “Las imágenes no se dirigen a interlocutores concretos, sino que quedan
LA JORNADA SEMANAL 3 de marzo de 2019 // Número 1252
a la disposición de todo el mundo con un acceso libre y democrático en permanencia.” ¿De qué manera distingues a las imágenes convertidas “en nodos de interacción cultural y social, en herramientas de conversación y circulación”? –Asistimos a un trasvase, a un tránsito de la fotografía entendida como una escritura de la luz, que era competencia exclusiva de unos escribas privilegiados, a la fotografía entendida como un lenguaje universal que todos utilizamos de una manera espontánea. Queremos integrar la fotografía a nuestros hábitos de comunicación interpersonal. Nos expresamos con toda espontaneidad con imágenes que tomamos y enviamos a un determinado interlocutor. Entonces esa idea de la fotografía que se convierte en un habla porque ya no hace falta un aprendizaje particular, no hace falta una competencia técnica porque no hay costo, hace que las imágenes funcionen casi como las palabras. Entonces las palabras abundan como las imágenes, y una vez que las palabras formulan un determinado mensaje que llega al destinatario, no hace falta muchas veces conservarlas porque ya han cumplido su propósito, y esto es lo que sucede con las fotografías. Si otrora eran imágenes con un deber de memoria y por lo tanto con una necesidad de salvaguarda, de conservación, de perdurabilidad, hoy en día las imágenes se generan, se transmiten, se consumen y simplemente se borran. La vida, el metabolismo de la fotografía cambia. Lo más importante es la idea de que esas imágenes que se borran, esas imágenes que no son necesarias, hablan de un
protocolo de relación distinto con el régimen de memoria que hasta ahora ha sido fundamental en la fotografía. –En una entrevista con Jaume Vidal Oliveras afirmas que un aspecto fundamental en tu vida “ha sido la fascinación por el mundo del libro como depositario de imaginarios”. ¿Suscribes la etimología de la palabra fotografía, “escribir con la luz”? –Sí. Para mí la fotografía es una forma de escritura. Yo procedo del ámbito de la semiótica. Mis primeros pasos se produjeron a principio de los años setenta durante el auge del estructuralismo, de la semiología, de toda una serie de movimientos artísticos e intelectuales que forjaron seguramente mi propia percepción del hecho fotográfico. Yo entiendo que la fotografía está muy relacionada con el texto, con la descripción, pero también
9
Al centro, Hydropithecus of Sanary, 2012 Derecha: Solenoglypha Polipodida, 1987, de la serie 'Fauna' Proyecto Hervarium, 1982, 1984, 1984. Tomadas de: www.fontcuberta.com
con la facultad literaria de explicar, de narrar. Incluso he diferenciado el hecho de que mientras la fotografía analógica tiende a la inscripción, la digital tiende a la escritura. La fotografía digital tiene una estructura interna, una estructura semiótica, que favorece todavía más el desarrollo lineal de la escritura. Siempre he pensado en la alianza de la fotografía con el texto, sin necesidad de que haya una subordinación de un ámbito a otro. Pero para la fotografía siempre ha sido vital el anclaje del texto. Es como si las fotografías siempre agradecieran o tuvieran necesidad de unas palabras, como si redirigieran su contenido, que es habitualmente
LA JORNADA SEMANAL
10 3 de marzo de 2019 // Número 1252
ambiguo y equívoco. Por eso es abierto. Para mí esa proclividad a la palabra me ha llevado también a que cada vez me interese más la escritura. Muchos de mis proyectos resultan una alianza de texto e imagen. –“Si Borges levantara la cabeza no saldría de su asombro: las imágenes exceden hoy la realidad misma y componen, nunca mejor dicho, una ‘realidad aumentada’, una realidad superlativa. Por eso hay que insistir en su nueva dimensión ontológica y política. Como consecuencia perversa de su desmesura, más que en mapas, las imágenes se han convertido en laberintos”, escribiste en “La colección como necesidad”, capítulo de La furia de las imágenes. ¿Cómo vinculas los planteamientos de Jorge Luis Borges con la postfotografía? –En otro texto especulaba con que Borges era fotógrafo pero él no era consciente de serlo, porque todo su universo bebía de la imagen, de las ilusiones, de los juegos de reflejos, de los espejismos. Borges siempre ha sido uno de mis faros de inspiración, una guía a la ficción. Hoy Borges se deleitaría con el estado ilusorio o paradójico de imágenes que no sólo representan la realidad sino que también la suplantan, provocando esta especie de juego de espejos que tanto le complacía. –En el texto “La colección como necesidad” afirmas: “En la actualidad la idea de la colección como obra no sólo revive sino que se intensifica, como si el fantasma de los gabinetes de curiosidades sobrevolase las escenas del arte contemporáneo”. ¿Cuál es tu clase de colección predilecta cuando cobra “naturaleza de poética artística”? –El símil del gabinete de curiosidades me ha parecido siempre muy inspirador, muy fructífero, porque el coleccionismo no es más que un gesto tendente a comprender el mundo y apropiarse de él. Pero hay un trasfondo de afirmación de una cierta mirada hacia lo real y, por tanto, con una firma personal, el coleccionista intenta con su colección superar su propia finitud. El mundo de internet es un gran universo, un gabinete de curiosidades monumental en el que cabe todo, en el que todo está desordenado, en el que las categorías clasificatorias son absolutamente anárquicas, por lo tanto no es extraño que para muchos artistas contemporáneos el gabinete de curiosidades sea un modelo de creación. –En “Ruidos de archivo” –ensayo incluido en La cámara de Pandora. La fotografí@ después de la fotografía– afirmas que “la historia de la fotografía la han escrito consecutivamente coleccionistas, conservadores, críticos y naturalmente historiadores. Pero ha llegado un momento en que también participamos los fotógrafos, los creadores, los artistas, haciendo, como Machado, camino al andar”. ¿Qué significa la memoria en la era de la postfotografía? –Sobre la fotografía analógica podíamos decir que la cámara proporcionaba una memoria de elefante. En la postfotografía se trata de la memoria de pez, que teóricamente dura poco. De la memoria del elefante a la memoria del pez hay evidentemente un trecho sustancial. El concepto de memoria como elemento primordial de la actividad fotográfica se ve cada vez más arrinconado por otros elementos: la conectividad, la comunicación. Utilizamos las fotografías para un repertorio de actividades mucho más diversificado que hace unas décadas. Para la fotografía analógica la memoria era una obsesión y para la postfotografía es sólo una opción entre muchas otras.
–¿Cómo percibes el concepto de olvido en la postfotografía? –El olvido está presente en la postfotografía. Snapchat sería el gran ejemplo. Las imágenes una vez recibidas se autoborran al cabo de segundos. Han cometido su objetivo de vida: la transmisión de un determinado mensaje. Las imágenes desaparecen, se olvidan, pasan al territorio de la invisibilidad. –En La cámara de Pandora. La fotografí@ después de la fotografía rindes homenaje a Henri CartierBresson. ¿Cómo aprecias su obra? –Cartier-Bresson no sólo fue un fotógrafo inconmensurable, un monstruo fotográfico del siglo xx, sino que con su obra y con sus escuetos textos formuló una de las bases fundamentales de la creación fotográfica: la segmentación temporal, la rebanada en el tiempo, entender que la cámara fotográfica interrumpe la diacronía de la vida y obtiene un encapsulamiento del tiempo y del espacio. Henri Cartier-Bresson saca esta idea de la confluencia de dos sensibilidades distintas: por un lado el surrealismo –la fotografía entendida como una escritura visual automática– y por otro la filosofía zen –la idea de que no es tanto el fotógrafo el que captura la realidad, sino la realidad es la que se hace capturar por el fotógrafo. –¿Qué significa el arte en la fotografía? –El artista en realidad sólo hace una obra en su vida. Simplemente le va dando retoques. Se va preparando para llegar a cometerla. Picasso decía: “Yo nunca termino una obra, simplemente la abandono.” Entonces la obra es algo abierto, simplemente requiere que sea pulida, que sea revisada, que se acomode a la presentación. Hay vías: una teoría de la obra de arte abierta versus una teoría de la obra de arte cerrada. Yo soy un gran defensor, un apóstol de la idea de apertura. Entiendo que una obra existe hasta que hay un espectador. Como cada vez el espectador es distinto, la obra se modifica en consecuencia. –Recuerdas: “El 11 de junio de 1997 se envió la primera fotografía desde un teléfono móvil, y se compartió al instante desde una red colectiva. El empresario e innovador tecnológico francés Philippe Kahn acompañó a su esposa al hospital para dar a luz a la primera hija de ambos. Como hacía habitualmente, cargó con su cámara digital, su ordenador portátil y su teléfono móvil. […] Pensó entonces en una utopía: la posibilidad de tomar fotos y transmitirlas inmediatamente tan sólo pulsando un botón. Se puso a trabajar allí mismo. […] Ese día nacieron al unísono Sophie Kahn y la
Del proyecto Frottogrames Derecha: Laurus oxyrinchus, 1988-89 Izquierda: Tatlin dinosaure, 1990 Tomadas de: www.fontcuberta.com
comunicación visual instantánea. [...] Kahn presintió que ese descubrimiento iba a ejercer una influencia notable en la sociedad. [...] La vía tecnológica para la postfotografía quedaba expedita.” ¿Qué te condujo a estudiar el entorno cultural e ideológico que acogía la vía tecnológica para la postfotografía? –Hay una tendencia perezosa a entender la fotografía como resultado de una evolución de los procedimientos tecnológicos generadores de imagen. Podríamos decir que la tecnología propició que hoy existan la imagen digital, internet, las redes sociales... Pero podemos formular la cuestión de otra manera: ¿por qué esa tecnología existe hoy y no lo hizo antes? En el fondo, tanto la tecnología como los usos que hagamos de ella no son elementos separados de un contexto geopolítico, sociocultural y económico, sino que resulta al revés: están muy implicados. La fotografía es el resultado de la Revolución industrial, de la sensibilidad tecnocientífica del siglo xix, del pensamiento positivista, de las ciencias empíricas. Eso que vemos coherente con determinadas pautas históricas enclavadas en el siglo xix debe hacernos formular cuál es la imagen que debe corresponder al siglo xxi, en el que prevalecen las economías virtuales, hay globalización feroz, la realidad se ha vuelto líquida. La velocidad del exceso, el vértigo de la urgencia, lo caótico de la desmesura, parecen ser síntomas de una hipermodernidad que ya no se confronta con los valores de la modernidad sino que los exacerba, los intensifica. ¿Cuál es el tipo de cultura visual que debe corresponderse con los nuevos parámetros? Para mí la respuesta es la postfotografía. Más allá de que existan las cámaras digitales y los escáneres, se debe responder con una nueva filosofía a esta situación histórica y social. –Se trata de un análisis de carácter ontológico, tal como hizo Walter Benjamin en sus escritos sobre fotografía y la obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica. ¿Cómo percibes esos textos? –La realidad ha cambiado, pero las metodologías de análisis son perfectamente vigentes. Hoy podríamos hablar de la obra de arte en la era de la apropiabilidad digital. Se trata de la clonación de los contenidos a través de los dispositivos digitales y de las redes que permiten una extraordinaria interconexión l
LA JORNADA SEMANAL 3 de marzo de 2019 // Número 1252
Leer
11
DOS POEMAS LOS NIÑOS Juan Manuel Roca Si te fijas bien, tú que odias la ebriedad y amas a los niños, más al señor Piaget que a los discípulos de Poe, los niños viven borrachos como un tonel. Hablan a media lengua, repiten palabras como mantras, se tropiezan con los muebles, dicen verdades aterradoras. Si te fijas bien, antes que a la hostia le sacan la lengua a los espejos, suben sin pudor sus decibeles e irrumpen en los salones con deseos de quebrar la pomposa realidad. Si te fijas bien, como los ebrios, los niños aman las líneas de fuga, los tres rieles de un desbocado tren.
SIN TÍTULO No. 6 Francisco Hernández
a la memoria de Miguel Flores Ramírez
Solo en la casa nuevamente. Solo en compañía de las gatas y del cangrejo que suele aparecer al lado de Metástasis, la soberana del camino donde el azar se multiplica. Al pronunciar en voz baja su nombre, se hace presente un eco que en otros significados se convierte: éxtasis, ibis, astas, meta, taxis o sintaxis. La gata más grande salta a la mesa donde escribo, me mira con sus ojos amarillos y con dos o tres maullidos me aconseja: “Tu meta debe ser alcanzar el éxtasis dentro de un taxi que te conducirá a la comunidad de Asís, donde te espera un ibis. Con su pico te señalará el punto final de tu recorrido en la tierra.”
12
LA JORNADA SEMANAL 3 de marzo de 2019 // Número 1252
Leer
BUENAS NOCHES, TRISTEZA All in, Sinatra, Pedro Zavala, Random House, México, 2018.
Vanessa Téllez
||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
PEDRO ZAVALA (Ciudad de México, 1981) es el más reciente galardonado con el Premio Mauricio Achar, en el pasado 2018. Del libro ganador, titulado All In Sinatra, se ha dicho que se trata de un minucioso vértigo narrativo. Pues bien, quizá esta novela de casi trescientas páginas sea exactamente lo que la contraportada asegura. Zavala posee una peculiar capacidad de introspección matemática, extraña cualidad sólo comparable a la que algunos especialistas en esa materia llevan a cabo frente a un problema. Aquí, todo se mueve en torno a una tirada continua. La historia describe a un hombre, Génesis Montesinos, profesor de literatura de sesenta y cuatro años de edad, como alguien que, pese a ciertos éxitos en lo laboral, se admite como dueño de una vida insípida y apenas memorable. Lo anterior lleva a Génesis de ser un simple profesor a convertirse en un potencial suicida, no sin antes apostar todo lo que tiene, incluidas fe y esperanza. All In, Sinatra se compone de cuatro apartados: “Flop”, “Turn”, “River” y “Showdown”. En cada uno de ellos, el lector se encuentra con una prosa agitada que, a manera de rizoma, va revelando la “Divina Comedia” que, como en apariencia pareciera sugerir esta novela, cada hombre lleva consigo. Si bien el arranque pareciera anticipar un pesimismo recalcitrante, la historia no deja indiferente a quien haya visto en el suicidio la solución a cualquier mal. All In... no es pesimista, aun cuando la anécdota podría sugerirlo; de hecho, incluso cuando el personaje principal anuncia el hartazgo en cada una de las acciones que se van precipitando sobre él, pareciera –contra su propio deseo– buscar un pretexto para quedarse en el mundo. Y de algún modo, cuando el personaje acaba en Las Vegas, uno adivina que el suicidio no sólo pasará a un segundo plano, sino cualquier otro deseo que alimente el espíritu de Génesis Montesinos. Los sucesos que rodean al suicida en potencia van de la mano de una prosa inquieta que no se estanca, pese a la negritud de sus escenarios. Zavala se mueve de la misma forma en que lo haría
EN NUESTRO PRÓXIMO NÚMERO
MIGUEL LEÓN-PORTILLA Xabier F. Coronado
un apostador en su mejor juego. La partida de All In... es lúcida, aguda, a ratos abrasiva. La novela deambula entre una suerte de bitácora contada desde el exterior y un alegato sobre la muerte. Dos partidas van de la mano. La primera habla de aquello que se ha perdido, y la segunda de aquello que se perderá. Génesis deambula en los dos hemisferios de una sola pérdida. Por un lado, busca desprenderse del mundo como lo conoce; por otro, busca partir de un mundo que conoce después de un giro en el destino de sus últimos días. All In, Sinatra evidencia la incapacidad de un individuo frente a su destino y potencia su papel como títere en el mundo. Los acontecimientos que el personaje presencia actúan sobre él como simples pretextos de una conclusión previamente firmada. No obstante, algunas de estas acciones lo hacen dudar y replantearse el futuro fulminante. El viaje de Génesis es una partida que nada ni nadie puede alterar. Un último juego de todo o nada. Una última carta sobre la incertidumbre del azar. Acaso uno de los párrafos más digno de evidenciarse sea éste: “…estamos solos; el orden es una apariencia, y la palabra apropiada para eludir a la suerte es otra: caos”. Al terminar de leer All in…, queda resonando otra frase: “A pesar de nuestra perfección, estamos imposibilitados para escapar de nuestros males. Condenados a vivir nuestras propias vidas
La Jornada Semanal
@JornadaSemanal visita nuestro PDF interactivo en: http://www.jornada.unam.mx/
un filósofo del tiempo
Arte y pensamiento
LA JORNADA SEMANAL 3 de marzo de 2019 // Número 1252
13
Artes visuales Germaine Gómez Haro
germainegh@casalamm.com.mx
Hilma af Klint: un descubrimiento EL MUNDO DEL ARTE quedó conmovido hace apenas unos años cuando se presentó por primera vez el trabajo de una pintora sueca totalmente desconocida: Hilma af Klint, nacida en Estocolmo en 1862 y fallecida en 1944. La suya fue una vida dedicada a la creación artística, matizada por una serie de tribulaciones espirituales que fueron el motor y el hilo conductor de su pensamiento y de su creación. Su reaparición en la escena artística, gracias al empeño de sus sobrinos que resguardaron la obra por décadas, abrió el debate sobre el surgimiento del arte abstracto en los primeros años del siglo pasado, comúnmente atribuido a pintores como Wassily Kandinsky, Piet Mondrian, Kazimir Malevich y Frantisek Kupka. Fue una sorpresa constatar que esta mujer que nadie recordaba llegó a la abstracción avant la lettre y se anticipó a los manifiestos de sus colegas contemporáneos sobre el arte no figurativo. Hilma af Klint decidió mantener su arte en la privacidad, lo exhibió sólo en contadas ocasiones, convencida de que el mundo no estaba preparado para entender su lenguaje, y
dejó estipulado que su trabajo, integrado por mil 200 pinturas y dibujos y 124 cuadernos de apuntes, no fuera mostrado hasta veinte años después de su muerte. En los albores de su carrera, hacia 1880, tras su paso por la prestigiada Real Academia Sueca de las Artes en la que se graduó con honores, Af Klint se dio a conocer como paisajista y retratista, géneros que le ganaron el respeto como artista ante una sociedad conservadora que no tomaba en cuenta a las mujeres como creadoras profesionales. También destacó como ilustradora en publicaciones de ciencia y diseño, y fue miembro de la Asociación de Mujeres Artistas Suecas. Su trabajo de esos años denotaba una maestría en el conocimiento y manejo de las técnicas clásicas, aunque también se interesó por el impresionismo que comenzaba a revolucionar el arte europeo. Sin embargo, muy pronto dejó de participar en el mundo del arte para concentrarse en sus prácticas espirituales y en el desarrollo de una pintura que permaneció prácticamente oculta por tres décadas. Desde muy joven, Hilma af Klint se inclinó por el estudio de las religiones tanto occidentales como orientales, e incursionó en las ciencias ocultas, entre ellas el espiritismo, la teosofía y el rosacrucismo, aunque en sus inicios mantuvo estas prácticas al margen de su creación artística. En 1906 su arte da un giro total y rompe categóricamente con la figuración para desarrollar un lenguaje críptico, lleno de simbolismo, basado en la esencia de su espiritualidad. La pintora sueca atribuyó el origen de este cambio al llamado de los espíritus con quienes establecía contacto a través de sesiones que llevaba a cabo con otras cuatro amigas, grupo que se hacía llamar “Las Cinco”, y que buscaba el acceso a un nivel más elevado de conocimiento. En sus sesiones practicaron en colectivo la escritura y el dibujo automáticos realizados en estado de trance. Fue así como Af Klint comenzó a liberarse de las ataduras de las técnicas
De la serie El cisne
academicistas y sus trazos dibujísticos alcanzaron otro vuelos, dando lugar a imágenes no figurativas y altamente poéticas y evocadoras. Sus guías espirituales le dictaron la misión trascendental que habría de cambiar radicalmente su vida y su obra: la creación de un recinto que albergaría pinturas inspiradas en una dimensión metafísica. Entre 1906 y 1915 realizó una serie de 193 pinturas y dibujos sobre papel conocida como Pinturas para el Templo, el trabajo más relevante de su carrera y al que dedicó toda su fuerza física e intelectual; el edificio nunca se logró construir. La exposición que se presenta actualmente en el Museo Guggenheim de Nueva York y que ha despertado un asombro e interés inusitados –Hilma af Klint: Pinturas para el Futuro– da cuenta de una artista inclasificable que vivió para crear lo que sus convicciones le dictaron, al margen de las modas y el mercado, y su legado abre la brecha a nuevas lecturas e interpretaciones en los estudios de arte y de género
De la serie Altares
Vista de la serie Los diez más grandes
Bitácora bifronte Jair Cortés
jair_cm@hotmail.com twitter: @jaircortes
Estromatocirco: arte y ciencia para defender la naturaleza ORGANIZADO POR Patricio de la Risa (de la compañía ítalo-argentina Jugamos al circo), Adrián Herrera (del Centro cultural independiente Galeón Pirata) y un equipo de artistas, se realizó del 14 al 17 de febrero el Primer encuentro circense Estromatocirco, en Bacalar, Quintana Roo, dedicado a los estromatolitos y su conservación. Este Encuentro reunió una gran cantidad de artistas y científicos de diversas partes de México y de otras partes del continente que, durante cuatro días, participaron en talleres, conferencias, cursos, lecturas de poesía, conciertos de música y espectáculos circenses en escuelas, parques, plazas y otros espacios públicos. Todas las actividades se realizaron en torno al tema de la importancia de
los estromatolitos, esas “extrañas” rocas vivas, formadas por bacterias, que permitieron que la vida, tal como la conocemos, apareciera en la Tierra, y que se encuentran en gran parte de la Laguna de Bacalar, misma que se ha visto amenazada por el despiadado crecimiento turístico y por la codicia y ambición que despertó la amenaza de la construcción del Tren Maya. En Estromatocirco, los asistentes comprendieron qué son los estromatolitos, los manglares, los humedales, los petenes, los diversos tipos de flora y fauna, así como la importancia de la Laguna de Bacalar para el ecosistema mundial, al mismo tiempo que pudieron disfrutar de magníficos espectáculos. Estromatocirco ha sentado las bases para una reflexión mucho más profunda acerca de la relación entre la sociedad y la naturaleza en Bacalar, punto geográfico medular del Caribe mexicano; su principal virtud ha sido la de conjuntar arte y conocimiento científico en dos de las experiencias
más necesarias y significativas de la humanidad: el juego y la risa. También deja claro que la sociedad civil organizada va siempre un paso adelante de las políticas gubernamentales, cuya demagogia sólo intenta encubrir intereses económicos y de poder
14
LA JORNADA SEMANAL 3 de marzo de 2019 // Número 1252
Arte y pensamiento
Tomar la palabra Agustín Ramos
Huachicol (ii de iii)
DON TIBURCIO HERNÁNDEZ, campesino de Tothié, platiEs por misericordiacaba que de niño era dócil y empeñoso, por eso su padre no le levantaba la voz y nunca le pegó, o casi, “porque un día al regreso de la milpa unos carajos más grandes me sonsacaron, vamos a dar la vuelta, ¿a qué?, tú ven, ¿no eres valedor?, sí soy pero no voy…, total, acabé acompañándolos y llegué noche, ¿y eso?, es que se emborracharon y ni modo de dejarlos si yo era el único que andaba en mis cinco, pero usted era más chico, sí pero se les acabó el dinero y acabaron la parranda con huachicol esos carajos”. De nuevo la palabra, ahora en Tothié, traducido del ñañú como lugar donde la nube vira… En La nube estéril. Drama del Mezquital, de Antonio Rodríguez, se dice: “En el Cerro del Tothié hay una fuente de agua milagrosa que una serpiente sagrada cuida de día y de noche.” Don Tiburcio y sus hermanas pronunciaban Totiyé, con la nasalización dulce y melódica del idioma ñañú. El contraste entre esa agua y el huachicol se parece al de la propiedad y el robo. En ¿Qué es la propiedad? Sobre el principio del derecho y del gobierno, Pierre Joseph Proudhon dice que la esclavitud equivale al asesinato, pues despoja al ser humano de pensamiento, voluntad y personalidad; en consecuencia la propiedad es un
robo. Y si la propiedad es un robo, el propietario es ladrón. Proudhon reconoce que esto es una provocación para despabilar la esperanza y animar la lucha por la igualdad; en efecto, su argumentación diferencia entre propiedad privada y propiedad individual y pública, así como entre igualdad y uniformidad, para dar en lo que llamamos equidad. “La causa de la igualdad –dice– es hermosa [pero] nadie ha respondido al desafío de los leguleyos de la propiedad, nadie ha tenido el suficiente valor para combatirlos. La falsa sabiduría de una jurisprudencia hipócrita y los aforismos absurdos de la economía política, formulados por y para la propiedad [privada], han oscurecido las inteligencias más potentes, al punto de imponer como verdad evidente que la igualdad es una quimera.” Un siglo y medio después, la delimitación de la propiedad privada de los medios de producción dejó atrás las leyes emanadas en forcejeos de la lucha de clases. Ahora la depredación del planeta es total y la tecnología hace que las clases sociales parezcan mera evanescencia, y que el rotundo fracaso del capitalismo suene a herejía. Por ello el
pensamiento revolucionario de la mitad del siglo antepasado continúa y continuará vigente, porque desmonta la rapacidad característica del capitalismo, que conduce a la máxima concentración de la clase propietaria (ladrona, diría Proudhon). Marx confirma a profundidad este latrocinio legalizado, no sin tremendas fricciones políticas y filosóficas con Proudhon, al develar la dialéctica de acumulación y reproducción del capital a costa del despojo de las clases sometidas. La democracia, ajustable a los intereses de los capitalistas hegemónicos globales, sólo es el acompañamiento armónico de las guerras frías o abiertas que no van por la victoria sino por el exterminio de los prescindibles. Y es que el fracaso del capitalismo no significa su derrota. En México campean quienes se dicen independientes, ¿de quién o de qué, acaso del chayote, de la beca, del subsidio?, ganan los organismos que usurpan la voluntad de sus representados o falsean conceptos como sociedad civil, ¿en nombre de quiénes y para defender qué, además de privilegios onerosos?, triunfa la ruinosa partidocracia aun cuando lo ciudadanos hayamos elegido, a noventa años de la Revolución, al Presidente de la República, ¿para qué, hasta dónde y mediante cuáles acuerdos?, en un contexto mundial de asfixia de las soberanías, de miseria moral y de inminencia del colapso ecológico y del estallido nuclear. Ahora más que nunca es imprescindible el pensamiento revolucionario, actualizado, propositivo, sólido, creativo: propiedad pública contra robo privatizador, agua contra huachicol
Biblioteca fantasma Eve Gil
Virginidad NO EXISTE AÚN una semblanza de April Ayers Lawson en Wikipedia. La ficha biográfica que acompaña la edición española de su primer libro, Virgen y otros relatos (Anagrama, 2018) es demasiado escueta. Sacamos en conclusión que es estadunidense por recibir el Premio George Plimpton, gracias al relato que abre esta colección, “Virgen”, su estancia en la residencia para escritores de Yaddo (Nueva York) y los escenarios en que transcurren los cinco relatos largos que componen el libro. En una página localizada al azar en internet, aparece el árbol genealógico de una ilustre familia Lawson que tiene sus raíces en Alemania, y menciona a “una tal” April Ayers Lawson, US-amerikanische Schriftstellerin, nacida en 1979. La fisonomía de un escritor no necesariamente refleja lo que escribe, pero el rostro bello y anguloso de Ayers Lawson, rematado con una sonrisa de Monalisa, es su escritura. Aunque muy distintos entre sí, estos cinco relatos tienen tres cosas en común: la virginidad (abordada desde diversas perspectivas), la represión religiosa (que ha incitado reiteradas comparaciones con Flannery O’Connor, aunque yo las encuentro por completo distintas) y el aura de misterio que nimba a prácticamente todos los personajes. Misterios jamás revelados, pero claramente intuidos. Tanto en el primer relato, como en el segundo y el quinto, las protagonistas han sido objeto de algún tipo de abuso sexual. En “Vulnerabilidad”, el April Ayers Lawson
que cierra, se alude a una violación. La protagonista narradora la alude continuamente, sin ofrecer detalles. La pintora en plena crisis vocacional y, pudiera decirse, matrimonial –un esposo ensimismado, como si estuviera muy lejos de ahí– busca darle un giro a su monótona existencia y se topa con un marchante de arte que no sólo ejerce sobre ella una gran atracción desde el primer minuto, sino que le trae, más nítido que nunca, el recuerdo de su violador (que no de la violación como tal). “Virgen” es narrado por un joven médico que expone su vida al lado de una mujer por demás ambivalente, su esposa Sheila, que tras sufrir el abuso de un tío en la infancia –tema tabú al interior de su religiosa familia– ha desarrollado un trauma sexual. El hecho de provenir de una familia conservadora le permite justificar ante su prometido su resolución de llegar virgen al matrimonio. “El problema de casarte con una virgen, comprendía ahora, era que te casabas con una chica que
sólo se convertiría en mujer después del matrimonio.” Lo insólito en Sheila, que demora en consumar el matrimonio con Jake, es que se trata de una mujer extraordinariamente sensual cuyos ojos van detrás de cada hombre atractivo que pasa a su lado. “Así es como tienes que tocar siempre” es, a mi parecer, el relato que genera más tensión. Gretchen es una niña de trece años que accede a intercambiar ciertos tocamientos con un primo cercano a la adultez y, al ser sorprendidos por la madre de la niña, ésta opta por llenar sus tiempos libres con clases de piano que ni siquiera le gustan. Las clases adquieren un tinte emocionante cuando Gretchen se topa con el hermano enfermo de su enigmática instructora, y desarrolla una obsesión sexual por él, pues le resulta tremendamente atractivo pese a las placas de la cabeza y la rancia nubecilla que lo sigue doquiera que va. Su aspecto enfermizo no espanta ni tantito a la morbosilla, menos el hecho de que sea un hombre de poco más de treinta años. “Los efectos negativos de la educación en casa”, único protagonizado por un varón, un adolescente, aborda otro tipo de iniciación: el rústico mundo de Conner se pone patas arriba cuando descubre que la mejor amiga de su atractiva madre es en realidad un hombre… es decir: una transgénero. “Tres amigas en una hamaca” es, sólo en apariencia, el más sencillo, aunque su técnica narrativa sea ambiciosa y entre líneas se enumeren culpas, rencores y secretos que ninguna compartiría con las demás por nada del mundo. De entre las críticas de prensa sobre este excelente debut literario, rescato la de npr Books: “refinamiento impresionante”
Arte y pensamiento
LA JORNADA SEMANAL 3 de marzo de 2019 // Número 1252
15
Bemol sostenido Alonso Arreola
@LabAlonso
Mark Hollis, manteniendo el curso –¿TE GUSTA Talk Talk? –Fíjate que no mucho. Es raro. –Sí. Es un grupo raro… pero es más raro que no te guste. Así la conversación con un amigo músico tras comunicarle que Mark Hollis, cerebro de aquel conjunto inglés que brillara de forma tan peculiar en el cielo de los ochenta, había muerto. –Poquita justicia le hizo la Revolución, finalmente. Eso hubiéramos añadido de haber continuado platicando. Porque nos sorprendió que en redes como Twitter, inesperada y gratamente, se mostraran señales de humo espeso, con formas distintas a la superficialidad del boteprontísmo. Así fue como nos enteramos del fallecimiento de Hollis: a través de sentidos mensajes con que se manifestaron melómanos adeptos al new wave y el pop, sí, pero que también reconocían la sofisticada sustancia que el cantante y letrista inyectaba a su banda. Hablamos de un hombre expresivo que, si bien acercó su voz al timbre de contemporáneos como Simon Le Bon (Duran Duran), sobre todo en sus inicios, pronto se distinguió compartiendo un mapa sentimental propio. Dicho esto, si traemos a colación esa raquítica charla matutina, es porque horas después pensamos como nuestro colega, que muchos fueron los que no conec-
taron con el carácter que oscureció a Talk Talk tras alcanzar la fama. Eso puso al conjunto en un estatus de culto extraño, de ésos que terminan por ser contraproducentes en la memoria colectiva. Digamos que en un mundo como el de los años ochenta, con una ola gigante en movimiento (la de una saludable industria musical), con una tabla probada para surfear (consiguieron hits importantes, como “It’s My Life”), con críticos y entusiastas llenando las playas (todos los celebraron), con inversionistas disfrutando el espectáculo desde lujosos yates (emi no los quería dejar ir)… Con todo ello, Talk Talk dijo “no”, y siguió el rumbo que trazaba su misión cotidiana soportando corrientes que los sacaron de la bahía y les complicó la existencia. Dejaron de tocar. Se silenciaron. Y si el tránsito grupal fue ése, más radical fue el de su capitán, quien se perdió en el océano con el atardecer. Cada vez más solo e incomprendido por la masa que algún día le dio su pase al éxito, Hollis continuó bregando teniendo clara su meta terrestre: un puño de discos con Talk Talk y –siete años después del último– su único trabajo como solista. Íntimo. Desconcertante. Complejo. Bellísimo. Ese trabajo homónimo fue habi-
Mark Hollis
tado por poemas breves y ambiguos que se erigieron sobre armonías con ambiciones entrañables, provenientes del discurso jazzístico, clásico y contemporáneo pero apelando al corazón. Ocho tracks compuestos en contubernio con Warne Livesey, Dominic Miller y Phil Ramacon, continuación y punto final del recorrido andado con Talk Talk; conclusión que se diluye en etéreas singularidades tímbricas. En eso Mark Hollis se asemeja a Scott Walker, otra rara avis que renunció a su gigantesca fanaticada adolescente para internarse en senderos que lo llevaron –sigue tocando y grabando– a convertirse en una influencia señera para artistas como David Bowie; que lo alejaron de las grandes audiencias por un compromiso con las preguntas que llegan a su magín cotidiano. Y es que sí: cuesta trabajo imaginar a los artistas pop luchando con demonios en un taller arrasado por noches de movimiento aislado. Es más fácil imaginar a un pintor o a un escultor afectado por el encierro que revela formas tocadas por sus manos. No a un músico que se ha hecho estrella y renuncia a seguir titilando. Pero sucede. Hay músicos que usan los colores del pop en su paleta y que, tras batallar en silencio, revelan cuadros preciosos en que suena la honestidad, hallazgos a prueba de balas. Así fue Mark Hollis. Creador sin cuya obra no imaginamos la de Radiohead o Sigur Ros. Quede como despedida de este notable músico una de sus últimas letras: “Feel my skin, Lord./ Feel my luck tumbling down./ Left no life, no more./ Turn my seasons, turn./ Lived in much younger times./ Left no life, no more./ For me to shine.” Prometa que escuchará su álbum solista. Prométalo. En serio. ¿Ya? Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos
Cinexcusas Luis Tovar @luistovars
Apuntes para una memoria SIN DEJAR NUNCA de prestar atención a películas procedentes de todo el mundo, así como a cualquier tema en ellas abordado, desde su debut en el suplemento cultural Sábado –del todavía disponible pero en realidad ya bien muerto diario unomásuno– es claro que los principales intereses cinematográficos del columnista, crítico, guionista, ensayista, novelista, conductor televisivo y radiofónico, catedrático e investigador mexicano Rafael Aviña se concentran en dos vertientes principales: el cine nacional y todo aquello que da en ser englobado bajo el concepto periodístico de “nota roja”. Lo demuestra, por un lado, la incontable cantidad de críticas, reseñas, y artículos publicados en diversos medios, así como su participación, a manera de entrevista, en más de un documental, pero sobre todo ha quedado plasmado en la treintena de volúmenes de su autoría. Ambos intereses equivalentes a una verdadera pasión, basten unos cuantos ejemplos: del primer tema están Tierra brava. El campo visto por el cine mexicano y David Silva. Un campeón de mil rostros, y del segundo destacan Asesinos seriales. De la nota roja a la pantalla grande y Mex Noir. Cine mexicano policiaco, este último editado en 2017, del que se dio cuenta aquí mismo.
Micro y macro historia A principios del presente año, el autor entrega su libro más reciente, ¡No queremos olimpiadas, queremos revolución!, cuyo título recoge una de las consignas más significativas de las incontables que se multiplicaron a raíz del movimiento estudiantil que tuvo lugar en México hace poco más de medio siglo. Más específico, el subtítulo aclara de qué va el volumen: “1968: una crónica desde la infancia y todas las películas sobre el 2 de octubre”. Nacido a finales de la década de los cincuenta, Rafa –como lo llamamos los que lo queremos– contaba exactamente nueve años, tres meses, diecinueve días, veintitrés horas y cuarenta y cinco minutos de edad, cuando en el cercano Tlatelolco, a muy poca distancia de su domicilio en la calle de Brasil, en el Centro Histórico de Ciudad de México, de un helicóptero descendían unas funestas luces de bengala. El estruendo de un tiroteo en ese momento inexplicable llegó hasta los oídos de Rafa, a quien se le había ordenado esconderse debajo de la cama para evitar que se atravesara en el trayecto de alguna bala perdida. Previamente convertido en lector furtivo y furibundo de pasquines de la nota roja, lo mismo que de cómics y de libros de aventuras, ya para entonces un cinéfilo empedernido gracias a la feliz culpa de su padre, ese niño habría de mantener, a lo largo de los años, el recuerdo fiel de aquellos tiempos, y llegado el momento habría de fusionar esa memoria prodigiosa con las dos pasiones antes mencionadas. El resultado es, precisa-
mente, la prolífica creación escritural de Aviña, de la cual ¡No queremos olimpiadas, queremos revolución! es una suerte de génesis, en virtud del cual resultan diáfanos los motivos, las pulsiones y las obsesiones de quien bien puede ser definido como un auténtico cineasta de la pluma y el teclado. Dividido en Lado a y Lado b, como los antiguos discos de 78, 33 o 45 revoluciones por minuto, el libro desgrana primero los recuerdos de Rafa: su barrio, su escuela, sus gustos, qué se veía, se oía y se comentaba en el lapso que va de diciembre de 1967 y octubre de 1968, cómo era percibido el clima sociocultural por un niño menor de diez años… La palabra ha sido desvirtuada más de una vez, pero aquí aplica perfectamente: “entrañable” es la mejor definición para este ejercicio de memoria compartida que, conviene insistir, explica muy bien el interés, rayano en obsesión, de Rafa por revisitar, registrar y conservar, para entender, lo que el cine mexicano ha entregado en torno al parteaguas histórico que significa el ’68. El Lado b es la consecuencia: en él, Rafa compendia y reseña todo lo cinematográficamente disponible al respecto, desde los primeros ejercicios hasta los más recientes. Una delicia de libro, indispensable en la construcción de nuestra memoria histórica, micro y macro
Ensayo
SEMANAL 16 LA JORNADA Ricardo Guzmán 3 de marzo de 2019 // Número 1252
Elmore Leonard y la novela negra
Un tipo implacable, novela del narrador estadunidense Elmore Leonard (1925–2013), demuestra que el género policíaco siempre tiene variantes novedosas.
E
n Un tipo implacable, una novela “de época”, con la prohibición de bebidas alcohólicas y la depresión económica como fondo, se enfrentan policías y ladrones, la mayoría asesinos. La particularidad de este texto es que el policía Carlos Webster (Carl, para que lo tomen en serio) es hijo de un rico petrolero que se dedica a cultivar árboles y arrienda sus terrenos para la extracción del oro negro. No es el sheriff, sólo su ayudante, pero se ha hecho famoso por su templanza y su buena puntería, al haber matado, a los quince años de edad, a unos cuatreros a más de 300 metros de distancia. Su contrapartida es Jack Belmont, el delincuente al que Carl persigue, también de familia adinerada. El hecho de que ambas partes sean hijos de millonarios evidencia que el género negro no necesariamente tiene que ver con la lucha de clases sociales que otros autores plantean, ya mediante el detective privado que entrega la vida por unos cuantos dólares, con tal de lograr que el bien triunfe sobre el mal, ya mediante el castigo del delincuente antisocial, ya mediante la pelea interminable de las bandas de ladrones que sólo en la delincuencia encontraron un modo de salir adelante en la gran depresión gringa.
La metáfora social (a la inversa) Si los involucrados en la trama tienen la vida más que resuelta económicamente, ¿qué sentido tiene que arriesguen el pellejo en actos crimina-
les o en el enfrentamiento con los delincuentes, siempre dispuestos a matar a sangre fría? Así como hay personas esencialmente honestas y capaces de todo para mantener un orden social, también hay transgresores para los que asesinar, robar, mentir y romper todas las reglas es la única manera de vivir. Hay un enfrentamiento de valores a nivel etiológico. Carl ha buscado desde su infancia una sociedad donde se respeten los valores (estadunidenses), como la propiedad, con la libertad de elegir, siempre dentro de la ley. Además, logra ver más allá de la norma y atiende a las causas: a más de un delincuente, incluso a quien intentó matarlo para hacerse famoso, les platica sobre la posibilidad de reinsertarse en la sociedad sin tener que pasar por procesos judiciales. Aplica una peculiar justicia restaurativa. Por su parte, Jack no ha dudado en hacer daño, incluso desde su infancia: celoso de la hermana menor (el padre ha nombrado los pozos petroleros con el alias de la hija), la hace saltar a la alberca y la deja abajo del agua, con lo cual queda paralítica y afectada mentalmente. Cuando el padre lo pone a trabajar en los pozos petroleros, arroja cerrillos encendidos en los tanques de petróleo, con lo que vuela toda la estación y provoca daños cuantiosos. Su padre lo envía a la cárcel pero, lejos de reformarse, Jack se relaciona con otros hampones con los que empieza a cometer robos y asesinatos, hasta infiltrarse en el mundo de la prostitución como “gerentes”. En el ánimo de ser el “enemigo público número uno”, Jack sentencia a muerte a Carl, una vez que logre escapar de prisión.
La integración como ideal El Estados Unidos descrito por Leonard es un país devastado por sus problemas económicos, pero
también por la hipocresía de “respetar” a los americanos originales en sus reservaciones, donde el alcohol circula casi libremente; además, donde los moralinos encapuchados tipo Ku Klux Klan son una calamidad con la que tienen que luchar incluso los delincuentes. El imaginario se decanta por los ladrones capaces de hacer realidad el sueño americano, incluso en la desgracia económica: tener dinero a manos llenas. Y si de soñar se trata, la democracia no para ahí: el policía millonario se enamora de una guapa de mínimos recursos financieros, quien incluso parrandeó con unos ladrones, al grado de tener que matar a uno que no se dejaba atrapar por la policía. Luego de enviudar, el padre de Carl vive por décadas con una india. No hay clases sociales diferenciadas, en el ánimo de no contaminarse con el resto de la población, como sucede, por ejemplo, con Edith Warthon en su “edad de la inocencia”. Para Elmore el mundo se divide sólo entre quienes quieren vivir y quienes quieren matar y/o morir. Como si el dinero fuera secundario en esa sociedad. Los delincuentes de Leonard matan caprichosamente, lo cual nos suena verosímil en un país con índices de feminicidios y homicidios altísimos. El cronista del encuentro en la novela considera que la realidad debe verse como un experimento: evita participar en los hechos, aunque con ello permita que los asesinatos continúen. Es un peculiar alter ego del autor, quien muestra a los escritores ajenos a la realidad objetiva: sólo tratan de narrarla. Este recurso que busca dar verosimilitud a la trama es discutible, pues además de que son pocos los autores adjuntos a los delincuentes, lo regular es que éstos busquen el anonimato para continuar. Un tipo implacable es prueba de la persistencia de la novela negra, donde el único límite es la imaginación