Ricardo Martínez
UN SIGLO DE JUVENTUD Marco Antonio Campos Zarina Martínez Juan G. Puga
SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 4 DE NOVIEMBRE DE 2018 NÚMERO 1235
Eduardo Galeano:
hacer y nacer en la palabra José Arreola Elegía del libro: Inge Feltrinelli y Paul Virilio José María Espinasa
Chéjov y el juez indigno
Ricardo Guzmán Wolffer
LA JORNADA SEMANAL
Los amantes, 1959, col. Yolanda y Jeffrey Stern
2 4 de noviembre de 2018 // Número 1235
RICARDO MARTÍNEZ: UN SIGLO DE JUVENTUD “Lo que otros tardan en conseguir, Ricardo Martínez lo había logrado a sus veinticuatro años”: así visualiza Marco Antonio Campos a uno de los artistas plásticos mexicanos más relevantes, de sello inconfundible y profunda sensibilidad. Nacido en 1918 y contemporáneo de Alí Chumacero, Juan José Arreola, Carlos Illescas y otros grandes de la cultura nacional, la obra exquisita de este capitalino fallecido a principios de 2009 se resiste a las clasificaciones ortodoxas y es, en sí misma, su propio género pictórico. Con textos del propio Campos, de Juan G. Puga y Zaira Martínez, hija del maestro, conmemoramos el centenario de quien, en palabras del poeta Francisco Giner de los Ríos, fue un “pintor fatal, de nacimiento”.
EDUARDO GA Recuerdo inteligente de una voz con enorme resonancia en América Latina, sus obras principales y su presencia a través de la palabra articulada en el “sentipensar” y las luchas de resistencia en nuestro continente pues, como su admirado Che, “fue capaz de decir lo que pensaba y de hacer lo que decía”. El pasado 3 de septiembre habría cumplido setenta y ocho años de edad.
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esde muy joven, Dudú –como cálida y amo rosamente lo llama Helena Villagra– se hablaba de tú con la muerte. Por mano pro pia, a los diecinueve años, quiso conocerla, pero ella le negó el pasaporte. La insatisfac ción con las letras, un llanto que le brotaba desde lo más hondo del alma sin saber por qué y otros dolores de la vida lo arrojaron a esa dura experien cia. Para Eduardo Germán María Hughes Galeano el episodio, que lo llevó a un comatoso umbral por varios días, significó un nuevo nacer. Cuando des pertó, los textos antes negados empezaron a fluir con tono, forma y sueños propios. A partir de entonces, decidió llamarse solamente Eduardo Galeano porque así recordaba que, en los días finales de 1959, nació otra vez y que la vida, a pesar de los golpes como del odio de Dios, bien vale ser vivida.
José Arreola ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
Tataranieto de ingleses, alemanes, italianos y españoles, Galeano se supo siempre tan Latinoa mericano como “el más humilde guijarro” de Uru guay. A los silencios y los misterios marginados de Latinoamérica y el mundo brindó su hacer que, desde el origen, estuvo ligado al periodismo. Tenía catorce años cuando sus primeras publicaciones vieron la luz en un semanario socialista de Mon tevideo. No eran textos, sino caricaturas. Marcha, el legendario semanario uruguayo, representó para él un aprendizaje a partir del reto constante. Como bien anota Roberto López Belloso, Juan Car los Onetti y Carlos Quijano fueron sus maestros, el primero en el hacer literario, el segundo en la tarea periodística. En 1961, su destino y el de Marcha se encontraron. Hasta 1964 fue redactor en jefe de aquella revista cuyo papel impugnador a través de la crítica lúcida, el profesionalismo y la radicalidad de sus planteamientos la convirtieron, a decir de Claudia Gilman, en un “espacio político y cultural fuera del cual era difícil circular con legitimidad”. El nombre de Galeano se inscribió pronto dentro de una generación marcada por una clara tenden cia a la problematización, a la duda como arma y a la crítica como ejercicio periodístico, literario e intelectual. Con Alfredo Zitarrosa, Carlos María Gutiérrez, Ángel Rama, María Ester Gilio y Mario Benedetti, entre otros, se inauguró y consolidó una manera de hacer y entender el periodismo en Uruguay y en toda América Latina; era el periodismo que ponía en primer plano al mundo marginal, aquel del arrabal, los prostíbulos y la gente que, a fin de cuentas, dentro del gran relato del poder, era negada. Gracias a esa generación, Dudú aprendió el oficio de mirar, escuchar, criti car y escribir sin apartarse ni medio milímetro de
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ALEANO: hacer y nacer en la palabra
sus convicciones políticas y, sobre todo, sin darle oportunidad a la mediocridad, al dogmatismo o a la peligrosa zalamería ante los mandamases que hoy, en más de un lugar del mundo, se practica como sinónimo de trabajo periodístico.
*** Galeano sintió un cariño sincero y un respeto sin fronteras por el Che Guevara. No por nada lo definió como el “más nacedor de todos”. Según el uruguayo, aquel argentino asmático, trota mundos, futbolero y tozudo, hizo posible la comunión entre las palabras y los hechos porque fue capaz de decir lo que pensaba y de hacer lo que decía. En esa frase, él mismo se reconoció; era una suerte de manifiesto que acompañó con otra formulación del nicaragüense Carlos Fon seca Amador: “amigo es el que critica de frente y elogia por la espalda”. Cuando la revolución encabezada por el Frente Sandinista de Libera ción Nacional (fsln) cayó a manos de sus errores, del cansancio y el sincesante ataque de Estados Unidos, llegó “la piñata”. Era la hora de criticar de frente. Desde su querer y su entender, la trai ción al pueblo de Sandino resultaba tan grave que no valía la pena continuar en esa senda; por eso rompió, de manera definitiva, todo vínculo con la dirección del fsln. En 2003, luego de que tres personas fueron fusiladas tras cometer actos de sabotaje en Cuba, Dudú criticó y fue criticado. Para él, la decisión de los fusilamientos era un síntoma de la pérdida de entusiasmo, “esponta neidad y frescura” que habían hecho de la Isla la patria del socialismo alegre, rumbero y solidario. “Cuba duele”, escribió sabiéndose y queriéndose
amigo de aquel país chiquito e indoblegable. El distanciamiento terminó luego de nueve años. En 2012 regresó a Casa de las Américas, la Casa, su Casa. Aunque estuvo lejos, no se fue del todo. Como no se fue, seguía escribiendo sin miedo a la crítica de propios y extraños. En Espejos. Una historia casi universal, publicado en 2008, hay un texto que lleva por título “Fidel”. Para Galeano, los enemigos de la Revolución cubana nunca dijeron que ella era apenas “lo que pudo ser y no lo que quiso ser”, gracias al imperio y su bloqueo. Y callaban, además, que “esta isla sufrida pero porfiadamente alegre ha generado la sociedad latinoamericana menos injusta. Y no dicen que esa hazaña fue obra del sacrificio de su pueblo, pero también fue obra de la tozuda voluntad y el anticuado sentido del honor de este caballero que siempre se batió por los per dedores, como aquel famoso colega suyo de los campos de Castilla”. Dudú escribía lo que pen saba y lo hacía como el más crítico de los ami gos, como el más queredor de todos.
*** La utopía, dicen que Galeano decía, sirve para caminar. La frase es del cineasta Fernando Birri, un amigo suyo. Dudú se encargó de aclararlo, pero por más que lo intentó no hubo caso. Lecto res y escuchas saben que esas palabras, las haya dicho quien las haya dicho, son del uruguayo. El concepto de “sentipensar”, tan ligado a él, tam poco fue solamente suyo. Lo escuchó a lado de Orlando Fals Borda, conviviendo a la luz de una fogata en la costa colombiana. Un pescador fue el autor de aquel verbo que, para Dudú, resumía lo
Eduardo Galeano dio lectura de una parte de su obra en la sala Nezahualcóyotl del Centro Cultural Universitario de la UNAM, el 2 de abril de 2009. Foto: Francisco Olvera/ La Jornada
que el ser humano representa: un mundo de ideas y de emociones, de corazones y razones. Nunca se atribuyó los derechos de autor de nada que él no sintiera, pensara y escribiera. Para poder ver, escuchar iba primero, decía.
*** En 1971, Las venas abiertas de América Latina, libro extenso, corajudo y de una prosa poética vibrante, obtuvo una mención honorífica. Hasta el día de hoy, pocos saben quién ganó el Premio de Ensayo otorgado por Casa de las Américas. Según Galeano, aquel texto lo escribió cuando entre los intelectuales de izquierda había una certeza: todo lo que no resultara aburrido no podía ser serio. Por eso perdió. Porque, como escribe Pedro de la Hoz, “pesó más la tradición que la transgresión”. El libro, insistía Dudú, tuvo éxito porque las dic taduras de Chile, Brasil, Uruguay y Argentina lo prohibieron, y lo prohibido incita a ser descu bierto. En ese texto volcó no sólo sus amores más reales y sus furias más profundas, sino también la historia no dicha de Nuestra América expoliada y condenada a empobrecerse por la desgracia de sus riquezas; la historia de una América desangrada por los modernos piratas sin parche en el ojo ni loro en el hombro; la historia silenciada a través de la explotación, las balas, la cárcel y la muerte. “Perdimos; otros ganaron. Pero ocurre que quie / PASA A LA SIGUIENTE PÁGINA
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nes ganaron, ganaron gracias a que nosotros per dimos: la historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se ha dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial”, escribió. Con razón, Eric Nepomuceno señala que Galeano enseñó a “releer nuestra historia desde otro ángulo: desde el punto de vista de los humillados, de los derrotados”. En abril de 2009, Hugo Chávez le regaló el libro a Barack Obama. Se trató de un reclamo anticipado: en la historia de los podero sos, Obama –que tanto promovió la guerra– fue nombrado Premio Nobel de la Paz en diciembre de ese mismo año.
*** Eduardo Galeano sabía que la inflación mone taria era terrible y terrible también la inflación palabraria. “Las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio”, dijo que dijo Juan Carlos Onetti. Para el alumno del novelista de las sombras, fue ley de vida. Fascinado por la capacidad de decir mucho con poco, la brevedad se convirtió en la manera de relatar los dolores y los amores, las fantasías y las rebeldías. Creía que era posible hacerlo mirando el universo “por el ojo de la cerradura” y que narrar a pedacitos bien valía la pena si así se recuperaba la unidad entre el hacer y el decir, entre el soñar y el crear. Para que no hubiera “piedras en las lentejas”, Galeano tachaba y rehacía sus textos una y otra vez, como ejercicio de honestidad consigo mismo. Más que escribir, borraba. Cuando le preguntaron quiénes eran sus mayores influencias literarias, respondió “Juan Rulfo, Juan Rulfo y Juan Rulfo.”
*** La obra del “señor de los fueguitos” –único título nobiliario que Dudú recibió de algunos pequeñi nes del paisito– es vasta y no sabe de casillas. Sin embargo, desde el campo del análisis literario se le estudia más bien poco. La negativa se cimienta menos en términos estéticos que en aspectos ideológicos. Eduardo Galeano nunca negó el ori gen de sus palabras: nacían desde la izquierda, desde lo ignorado y humillado por todos los poderes. Por eso se preocupó por conversar con las voces y los haceres de las mujeres, condena das a aparecer, cuando aparecían, en el segundo plano de la historia. Por eso puso oído atento a la vida nacida y resistida en los arrabales. Por eso fue preso y luego obligado a vivir lejos de la tie rra de José Artigas. Por eso su andar solidario con el pueblo venezolano y su simpatía multipli cada con los indignados de España, los zapatistas en México y la resistencia indómita en Palestina que mucho pelea por la libertad de existir. Entrevistado por Eric Nepomuceno, señaló que sentía una identificación con los que luchan; “estoy seguro –dijo– de que las palabras vienen de ellos y a ellos son devueltas. Palabras que tie nen una capacidad de vida, de multiplicación”. Galeano militaba desde la palabra, era su hacer, su nacer.
*** El 2 de abril de 2009, en la Sala Nezahualcóyotl de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), Dudú se encontró con miles de personas deseosas de escucharlo. Allí recibió uno de los símbolos de dignidad más emblemáticos en el México contemporáneo: un paliacate rojo. Trini
dad Ramírez, mujer peleona hecha de pura ter nura y tesón, se lo puso al cuello. Así le mostraba que en Atenco lo querían de veras. En una sala repleta, que gritaba por la libertad de los campe sinos atenquenses encarcelados desde mayo de 2006, Eduardo Galeano dijo que si la tierra era sagrada, sagrados eran también quienes la defen dían; no sabía que ya antes sus palabras habían contribuido a esa lucha. Ignacio del Valle, el más pequeño de los grandes hombres nacidos en suelo mexicano, resistía en el penal de máxima seguridad del Altiplano. El frío le quebraba los huesos, lo dejaba sin piel. Nacho –como compa ñeramente se le conoce en la vida brava de los de abajo– no podía leer más que los libros de la triste biblioteca carcelaria. Las normas de seguridad del penal impedían que recibiera cualquier texto impreso o con imágenes; toda carta dirigida a él debía ser escrita a mano, sin dibujos. Galeano se coló. En 2008, por iniciativa de estudiantes y profesores de diferentes facultades de la unam, El libro de los abrazos rompió los barrotes de las distancias y los silencios. A mano, por muchas manos, el libro se copió completo para que Nacho leyera y resistiera y venciera el encierro. El libro de los abrazos fue el abrazo que Eduardo Galeano le dio a Ignacio del Valle a través de aquellas manos anónimas que, letra a letra, se hicieron manto para combatir el frío del penal. Así se abrazaba a los atenquenses para que ellos, guardianes sagrados de la tierra, no flaquearan por soledad o por tristeza.
Eduardo Galeano, durante una lectura de pasajes de su obra en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes. 29 de febrero de 2000. Foto: Omar Meneses/ La Jornada
*** Dudú, el mayor hincha del Nacional, el club de futbol de sus amores, fue una voz cálida y soli daria de las causas justas. En diciembre de 2014 escribió que los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa no estaban solos en “la porfiada búsqueda de sus queridos per didos”. Contribuía así a combatir la sordera del poder que, a casi cuatro años de aquel suceso, se niega a escuchar. En diciembre de 2015, Helena Villagra, cuyos sueños despertaban la envidia constante de su Dudú, dedicó el doctorado honoris causa, concedido a él por la Universidad de Guadalajara, a “la lucha de esos ‘nadies’ doc torados en Ayotzinapa”. Helena bien sabía que Galeano así lo deseaba.
*** El “señor de los fueguitos” habría cumplido setenta y ocho años el pasado 3 de septiembre. Sus palabras vibran en las resistencias de nuestro país. En el suelo sagrado de Atenco y los guerre ros que lo protegen. En Ayotzinapa y la memoria necia que exige justicia. Desde la palabra, sigue haciendo. Desde la palabra, sigue naciendo l
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La Pureza DE CÉSAR VALLEJO A NICOLÁS GUILLÉN, PASANDO POR GALEANO
U
I
no de los tantos episodios recogidos en El libro de los abrazos (1989), del entrañable Eduardo Galeano, habla de José Manuel Castañón, un militar que había peleado por la causa de Francisco Franco; un represor de la República, pues. Por casualidad, cierta noche, el personaje se enfrenta a un libro de César Vallejo, peruano universal, y no puede dejar de leerlo. Después de la lectura, renuncia a la milicia y a su salario. Luego de estar preso, se resigna a vivir en el exilio. Este cambio de actitud hizo imaginar la utópica situación en la que alguno de los siniestros indi viduos que detentan el poder político-económico de este agobiado planeta –por lo menos uno–, reculara luego de la exposición al siguiente poema y se operara una transformación en su conducta. II
Entre las muchas maneras que hay para reflexionar sobre un poema, aquí se propone una que confía en la inteligencia de la intuición, el conocimiento de la obra y una función inusitada del diccionario.
Surge el poema vivo e impetuoso. Se muestra sin pudor ante nuestros ojos: “No voy a decirte que soy un hombre puro/ Entre otras cosas/ falta saber si lo puro existe.” Escrito por Nicolás Guillén (1902-1989), gloria de las letras cubanas, sus estrofas son las últimas en aparecer en el libro Las grandes elegías y otros poemas, que comenzó a circular en 1984. Trotamundos incansable, camarada de grandes personalidades de la literatura mundial, político convencido de las virtudes del socialismo y poeta a ultranza, Guillén legó al mundo una obra pode rosa, cargada de ritmo y del color de Camagüey, lugar de su nacimiento. El poema que nos ocupa lo revela rebelde y apasionado. III
Saúl Toledo Ramos ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
En uno de tantos diccionarios que se pueden con sultar en línea, el vocablo “puro” se define de las siguientes maneras: Que no tiene mezcla de otra cosa. “O si es, pongamos, necesario./ O posible./ O si sabe bien./¿Acaso has tú probado el agua quí micamente pura,/ el agua de laboratorio,/ sin un grano de tierra o de estiércol,/ sin el pequeño excremento de un pájaro,/ el agua hecha no más de oxígeno e hidrógeno?/¡Puah!, qué porquería.” Que no contiene ninguna sustancia extraña que lo adultere o lo haga perjudicial. “Yo no te digo pues que soy un hombre puro,/ yo no te digo eso, sino todo lo contrario./ Que amo (a las mujeres, naturalmente,/ pues mi amor puede decir su nombre) y me gusta comer carne de puerco con papas,/ y garbanzos y chorizos, y/ huevos, pollos, carneros, pavos,/ pescados y mariscos,/ y bebo ron y cerveza y aguardiente y vino,/ y fornico (incluso con el estómago lleno).” Que tiene una belleza, virtud o corrección no disminuida por ningún defecto. “Soy impuro ¿qué quieres que te diga?/ Com pletamente impuro./Sin embargo,/ creo que hay
muchas cosas puras en el mundo/ que no son más que pura mierda.” Que no tiene lujuria u obscenidad. “Por ejemplo, la pureza del virgo nonagenario./ La pureza de los novios que se masturban/ en vez de acostarse juntos en una posada./ La pureza de los colegios de internado, donde/ abre sus flores de semen provisional/ la fauna pederasta./ La pureza de los clérigos./ La pureza de los académi cos./ La pureza de los gramáticos./ La pureza de los que aseguran que hay que ser puros, puros, puros./ La pureza de los que nunca tuvieron blenorragia./ La pureza de la mujer que nunca lamió un glande./ La pureza del que nunca suc cionó un clítoris.” Que es rigurosamente fiel a su deber y princi pios morales. “La pureza de la que nunca parió./ La pureza del que no engendró nunca./ La pureza del que se da golpes en el pecho,/ y dice santo, santo, santo,/ cuando es un diablo, diablo, diablo.” Se refiere a la raza o sangre que no se ha mez clado con otras estirpes. “En fin, la pureza/ de quien no llegó a ser lo suficientemente impuro/ para saber qué cosa es la pureza.” IV Probablemente no es exagerado afirmar que, en cierto grado, son sinónimos “puro” y “racismo”, cuya definición es: “Ideología que defiende la superioridad de una raza frente a las demás y la necesidad de mantenerla aislada o separada del resto dentro de una comunidad o un país.” Basta hacer un rápido recorrido por la historia de la humanidad para darnos cuenta de que en nombre de la pureza sanguínea se han cometido los más atroces abusos y crimenes. Asimismo, la defensa de creencias religiosas e ideológias políticas ha provocado guerras que han llevado a excesos, como los practicados por la Alemania nazi o las registrados durante la guerra de lim pieza étnica en la desparecida Yugoslavia. El papel de los conquistadores es siempre sentirse no sólo vencedores, sino superiores y “puros”, en todo sentido, a los sometidos. V “Pureza”, más una abstracción que una realidad. El poema de Guillén cobra una singular vigencia en estos aciagos días en que se imponen opinio nes a sangre y fuego (Trump, Ortega) como si fueran verdades absolutas. Es difícil que la lectura de “Digo que no soy un hombre puro”, obre el milagro imaginado líneas arriba, no por falta de fuerza en sus versos sino, simple y llanamente, porque a los “líderes” sus “urgentes asuntos” no les permiten tiempo para lo importante, entre otras cosas, la lectura l
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Elegía del libro y celebración del pensamiento:
INGE FELTRINELLI y PAUL VIRILIO
Una gran editora italiana y sus pares en España, Esther Tusquets y Beatriz de Moura, y en México, Neus Espresate, y un pensador francés que advirtió sobre los peligros del encumbramiento de la tecnología, son aquí el motivo de una elegía que es más que un lamento, es decir, una reflexión que honra.
José María Espinasa |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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as damas de ese momento privilegiado de la edición en el mundo surgido a mediados del silgo xx van poco a poco dejándonos más solos. ¿Cuándo empezó ese estado de gracia del invento de Gutenberg? No es fácil decirlo, al menos para el idioma español, pero su momento cenital fue, sin duda, la aparición y fulgurante éxito de Cien años de soledad en 1967, y fue Feltrinelli el sello editorial impulsado por el millonario comunista Giacomo Feltrinelli el primero en publicar en otro idioma la gran novela de Gabriel García Márquez. La editorial, fundada en 1954, fue llevada con mano firme y gran inte ligencia y sensibilidad por su mujer, la alemana Inge Schoenthal a la muerte de su marido, en 1972, al estallarle una bomba con la que pretendía volar una torre eléctrica. Con el nombre de Inge Feltrinelli, ella se vol vería la reina de la edición italiana y la figura tutelar de la Feria de Frankfurt. A los ochenta y siete años, el pasado jueves 20 de septiembre, dejó este mundo. Su legado es admirable. Y su figura fascinante. Tanto su obra fotográfica como su labor editorial son un referente. La foto que veo en la prensa me hace pensar en un personaje de Djuna Barnes o de Gertrude Stein. El mundo editorial que hoy conocemos y en el que vivimos desde hace sesenta años sería ini maginable sin ella. Y ellas son legión. En España Esther Tusquets y Beatriz de Moura eran de ese fuste. Y en México la gran Neus Espresate. Fue un cambio notable, radical y subterráneo que ahora nos parece absolutamente lógico y natural gracias
a su actividad. Y no fue un trabajo que hicieran contra los hombres sino con ellos, prolongando el quehacer de sus maridos o compañeros, e incor porándoles una dosis de sensibilidad distinta que proyectó a los sellos editoriales que encabezaron a otra dimensión. Y con una eficiencia adminis trativa notable, rescatando muchas veces los pro yectos del barranco económico y la quiebra. Inge, por ejemplo, tuvo la idea, hoy muy socorrida, de extender el trabajo editorial a la librería, abriendo una cadena de ellas. De estar a punto del cierre pasó a ser un emporio del papel impreso. Y miró con constancia y cariño hacia nuestra lengua, tanto que hace unos años absorbió en un admirable proceso de compraventa al sello catalán Anagrama de Jordi Herralde y Lali Gubern (otra de esas damas admirables). Al leer la noticia de la muerte de Inge en la prensa, uno se sorprende; tenía la sensación no de que era inmortal, sino de que era eterna, de que siempre estaría ahí. ¿Cómo sorteó sin perder identidad y carisma ese mundo de los tiburones editoriales en busca de cardumen para alimentarse? No lo sé. En ese tiempo aún no se hablaba tanto como ahora de las editoriales independientes (las buenas ni necesitaban decir que lo eran). Al mismo tiempo me enteró también de la muerte del pensador francés Paul Virilio, contem poráneo suyo, y pienso: ¿quién publicaría en Italia a Virilio? Me habría gustado que fuera Feltrinelli, aunque excediera por la izquierda el discurso ideológico de la editorial. Quiero, en cambio, contar una anécdota: hace años, unos veinte, busqué en una importante biblioteca académica de México libros de Virilio y no había entonces ninguno, pero como lo hice por vía electrónica
Hombre leyendo (III), 2013, © Quint Buchholz. Foto: www.quintbuchholz.de
al día siguiente recibí en mi correo un mensaje: una organización ciberterrorrista ponía a mi dis posición los textos de su ideólogo, Paul Virilio. Me sorprendió y me dio miedo. Lejos estaba todavía esa convicción de la sobrevigilancia del Gran Hermano que hoy sabemos posible y que basta su posibilidad para que exista… cuando se la necesite. Virilio expresó conceptualmente los peligros de una civilización hipertecnologizada en las que el libro en papel parece perder su sentido (es demasiado lento), ese sentido que defendió el sello editorial italiano. Las circunstancias nos llevan de manera casi inevitable a la construcción de una elegía por la muerte de una época. Todo el tiempo mueren personalidades, pero la sensación de que muere una época es acuciante, incluso cuando, como en los dos casos, la editora italiana y el pensador francés, han vivido una vida plena y cumplida. La elegía es algo más que un lamento, pues hay en ella un sustrato celebratorio y termina siendo un elogio de la demora. Hoy, que no podemos leer la prensa sin recor dar el ’68 (movimiento que tanto influyó en Virilio) ni mirar las noticias sin asombrarnos de las dimensiones que toma la violencia impe rante, ésa que hace insuficientes las morgues con refrigeración y envía a las carreteras camiones de cadáveres, como una brutal metáfora del diá logo interrumpido con los muertos, la elegía del libro es necesaria, imperativa. Y honrar a los que han hecho del pensamiento y su manifestación escrita un arte l
LA JORNADA SEMANAL 4 de noviembre de 2018 // Número 1235
Diario del viejo boxeador Juan Manuel Roca Mi envejecida sombra se niega a seguirme por las calles del barrio.
excesivas aún para un viejo boxeador que lanza un surtidor de golpes al aire.
Creo que ahora soy mi propia sombra, una silueta dibujada al carboncillo.
Antes, para deshacerme de mi sombra entraba a un río, iba a un cine, cruzaba un túnel, o encendía en la casa la lámpara de la oscuridad.
Debo recordar que nunca pude ser ni siquiera buen prójimo de mí mismo. Mi obediente sombra se aburrió de seguirme como un paje obediente. Cuántas veces la conduje a lugares enfermos: Velorios de ladrones, cenas de tahúres y bodas de vírgenes necias. Mi sombra ha pasado de sierva a gobernanta. Es más ágil que yo. No tiene arrugas ni en su traje ni en la frente. Soy, a decir verdad, más sombra que cuerpo, más ayer remoto que incierto presente. Mi sombra no repite mis golpes secos al saco de arena. Parece que olvidó el aire invencible del que fui, efigie de bronce, un brazo en alto y un rival en la lona.
Ahora es ella quien se niega a seguirme. La he visto sentada en mi sillón mientras salgo a pasear mi soledad por la calle de los que fueron. Creció conmigo. Se hastió de mi camino. De la favela al salón de la fama, del salón a un luminoso palacete, del palacete al parque de las agujas, del parque al hospicio, mi sombra se cansó de ser mi canpanera jorobada. Cuando las sagradas familias del bulevar de los necios me arrojaban sus perros guardianes, ella corría mejor suerte que yo. No se necesita saber de animales para aprender que la sombra de un perro de caza sólo logra mordernos los talones cuando ya somos la sombra de una sombra. Vivo un último combate.
Mi desgarbada sombra calzaba guantes más negros que mi infancia. Espejo negro, primate de organillo, bailaba al son que le tocara. Ahora ha decidido jubilarse de mi cuerpo. Es la hora del lobo. Recibo una guarnición de burlas en el barrio,
La sombra me acorrala en la cuerdas de un vallado y me arrastra hacia la niebla. Ah, pero pronto seré viudo de mí, me liberaré de su sonámbula presencia.
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LA JORNADA SEMANAL
8 4 de noviembre de 2018 // Número 1235
RICARDO M Un certero acercamiento crítico, que no oculta ni su entusiasmo ni su afecto, a la obra de un maestro indiscutible de la plástica mexicana del siglo xx, la consistencia y compromiso de sus temas, la calidad de su trazo, y el hombre apartado de los reflectores, totalmente entregado a su arte como forma de vida.
Marco Antonio Campos ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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acido en 1918 –año de la muerte del pintor Saturnino Herrán y el nacimiento de poetas como Alí Chumacero, Jorge González Durán, Carlos Illescas y Juan José Arreola –gran poeta en prosa–, Ricardo Martínez no tuvo niñez ni adolescencia artísticas. Nació al arte cuando el viento hacía caer los frutos maduros en casi cada uno de sus cuadros. Lo que otros tardan lustros en conseguir, Martínez, lo había logrado a sus veinticuatro años, cuando era ya un joven maestro, lo cual resultaba más plausible pues se formó lejos de academias, talleres y salones de clase. “Pintor fatal, de nacimiento”, lo llamó el poeta español Francisco Giner de los Ríos. Pueden gustar o entusiasmar más unas u otras creaciones, pero no hay pintura en la cual no se vea la habilidad del trazo, la destreza del mode lado en los juegos de volúmenes, la yuxtaposición de colores y el equilibrio de la composición. “Nada ocurre por azar en la obra de un gran artista”, escribió sobre Ricardo Martínez el poeta Rubén Bonifaz Nuño, pero aun en el caso de que el azar haya colaborado, en Martínez parece dominar siempre el cálculo. La geometría de las pinturas, tan sutilmente oculta, tan misteriosamente ela borada, sólo una mirada crítica es capaz de perci birla, y ese secreto que de súbito se devela hace sus obras formalmente aún más admirables. En todo
verdadero arte el crítico, en el análisis, irremedia blemente se encuentra con un muro que impide dilucidar del todo la obra; eso mismo hace que la pieza artística, a lo largo de los años y los siglos, tenga múltiples o innumerables interpretaciones. Recuerdo cómo mis amigos y maestros, los poetas Alí Chumacero, Ernesto Mejía Sánchez y Rubén Bonifaz Nuño sentían una férvida admira ción por la obra de Ricardo Martínez, e inclusive los dos primeros tenían como cuadro principal en su sala uno del pintor nacido en Ciudad de México: Chumacero, El Pirul (1947), Mejía Sánchez, Paisaje de San Ángel (1950). Chumacero y Bonifaz Nuño escribieron sobre él, y aun Bonifaz Nuño1, en el catálogo para la exposición de Bellas Artes de 1994, describió detalladamente cada pieza: lo que veía y lo que podía imaginar que había. Cada texto de cada cuadro es un hermoso poema en prosa más que crítica de arte tradicional. En cada rama del arte es válida y valiosa cualquier suerte de interpretación siempre que se haga una buena tarea. Bonifaz Nuño la realizó a conciencia. Entre 1940 y 1958, en la primera gran etapa de su obra artística, Ricardo Martínez fue variada mente figurativo. Prevalecen cuatro temas: uno, de niños, jóvenes y hombres del campo, músicos y trabajadores; un segundo, los retratos de su esposa Zarina2 y de familiares próximos; un tercero, dos obras que anticipan las figuras prehispánicas monumentales, y por último, los ásperos y lumi nosos paisajes de llanuras, de campos, de mon tañas, de rocas, de magueyeras, con lejanías de cielos melancólicos. En la segunda gran parte de la obra, que abarca cerca de cincuenta años, sobresalen sus pinturas monumentales. La notable crítica de arte colom biana Marta Traba opinó en la introducción al catálogo para la exposición de 1974 en Bellas Artes, a propósito de una serie de nueve grandes telas, que cada composición “se apoya una con otra, no obstante ser un mundo cada una en sí misma. Un mundo cerrado, autónomo y suficiente”. Sin embargo, esto podría aplicarse a todas las telas de tamaño colosal que Martínez pintó entre 1960 y
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MARTÍNEZ: 2008. Me doy por imaginar que con todas sus pin turas monumentales podríamos llevar a cabo la construcción de una casa de múltiples imágenes y colores: una casa hermosísima donde, en una síntesis de siglos, habitara la pareja primordial de los gigantes, haciendo el amor en variadas posi ciones en el nacimiento del México antiguo, hasta los últimos hombres y mujeres antes de la caída de México-Tenochtitlan. Muy a menudo los cua
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UN SIGLO DE JUVENTUD De izquierda a derecha: detalle del proceso creativo del pintor. La llorona, 1954, col. Juan Rafael Coronel Rivera. Mujeres en el río, 1964, col. Phoenix Museum of Art. Mujer en cuclillas, 1965, col. particular. Fotos: Fundación Ricardo Martínez. Derecha: El artista y su obra Los hombres del valle, 1946. Foto: G.Pyle ca 1950. Abajo: Mujer desnuda con fruto, 1968, col. Héctor Ziperovich. Cortesía de Sotheby’s
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RICARDO A MARTÍNEZ HOLLANDO ENTRE NOSOTROS Zarina Martínez |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
fines de julio asistí a un acto en la Biblioteca de México dedicado a la revista Tierra Nueva, creada por Alí Chu macero y Jorge González Durán, ambos contemporáneos y amigos entrañables de Ricardo Martínez y cuyos hijos son a la fecha amigos nuestros. Se habló de Alí Chumacero como amante de los libros y mentor de jóvenes escritores. Pos teriormente hubo una visita a una pequeña pero excelente expo sición de Tierra Nueva. Uno de los ponentes contó que Alí Chumacero decía que vivi ría quinientos años y que por lo tanto su muerte había sido una gran sorpresa. Al escuchar eso pensé inmediatamente en Ricardo Martínez, mi padre, quien hubiera cumplido cien años en octubre y murió de noventa, en enero de 2009. Tanto él como muchos de nosotros, consciente o inconscientemente, pensamos que viviría para siempre. A casi diez años de su muerte me resulta difícil asu mirla y constantemente lo busco, hablo con él y le cuento cosas. ¿En qué consiste la vitalidad en un artista o en un poeta? ¿En una vocación absoluta? ¿En que mientras tenga qué crear, qué decir, su vida tendrá sentido y será digna de continuar? Ricardo Martínez murió pintando: en ese caso debería seguir entre nosotros. En la Fundación que lleva su nombre quisimos marcar el cente nario y rendir homenaje a Ricardo Martínez como artista y como persona por distintos medios y desde enfoques novedosos: por ello hemos elaborado un libro conmemorativo con obra y ensa yos inéditos; acordado exposiciones con la Secretaría de Cultura y Fomento Cultural Banamex en Ciudad de México y al interior del país; se está elaborando el documental titulado Recordando a Ricardo Martínez e integrando el catálogo de obra a la base de datos del Instituto de Investigaciones Estéticas de la unam. Esperamos así lograr mantener vivos su obra y su legado l
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dros de Martínez causan un arrebato y un ahogo de asombro, que sólo dan los altos instantes de la poesía. En el arte de Ricardo Martínez lo que se calla es a menudo más importante que lo dicho. En cuanto a los muchachos y hombres pobrí simos que pintó en las décadas de los cuarenta y cincuenta, en buen número hay en el rostro una quietud que, paradójicamente, nos deja intranqui los. En la aparente imperturbabilidad de esos ros tros hay algo que nos estremece y parece hablar nos desde siglos atrás. En su cuadro El Ángel, de 1942, vemos a los muchachos que tratan de alcan zar un “ángel infantil y desnudo” y a unos perros que imitan a los muchachos mirando el ángel.3 Es el mundo melancólico de los niños que se imagi nan compañeros de los ángeles, que andan des nudos por el mundo buscando un reino que no se sabe si se perdió o si se aspira a tenerlo, como se ve asimismo en El niño triste (1943), niño pobrísimo, un escolar que en sus ensoñaciones y fantasías ve surgir ángeles, es decir, algo que no puede tener en la tierra; la falta de zapatos nos da en un detalle toda la pobreza del chiquillo. Igualmente emotiva es la tristeza en el niño pobre de La pizarra (1945), en cuyo rostro se percibe el desamparo y el fra caso que irremediablemente vendrá. Otro cuadro de dos niños, Las canicas, simplísimo en tema y composición, nos conmueve porque nos ofrece un momento de inocencia límpida. En otras obras, jóvenes de ojos achinados, de cara ovalada, con sombreros breves, se muestran impávidos, pese a estar viendo una furiosa pelea de perros, o en otra, una ligera curvatura de las figuras, los vasos de pulque en las manos, nos hace ver o intuir que los hombres ya se hallan en estado de ebriedad (Los compadres). Sin embargo, el cuadro de cuadros de esta etapa, en mi criterio, es el sobrecogedor Memoria de mi padre (1944). Es el tránsito de la vida a la muerte de Néstor Martínez Perales: en el primer plano está el cuerpo desnudo del padre
La siembra y la cosecha de
RICARDO MARTÍNEZ Juan Gabriel Puga
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aún semienvuelto en la sábana mortuoria; en un segundo plano, aparece una alta mujer de espaldas vestida de pies a cabeza que acaso es la muerte, y en el último plano, la figura oscura y la sombra del padre que se alejan hacia un horizonte que terminará no sabemos en qué parte. Es una obra que cala tan hondo en ojos, corazón y alma, que queda desde la primera vez grabada en la pantalla de la memoria, y la cual, al recordarla, nos oprime el pecho. Asimismo, su recreación o variación mexicana de la deposición de Cristo, La sábana (1950), nos hace sentir toda la tris teza y el dolor de las mujeres que acompañan al cuerpo fallecido. Los tres –el muerto y las mujeres– tienen rostros con rasgos indígenas. El amarillo intenso y el morado del vestido de las mujeres confieren más vida a la imagen y hacen contraste con los colores suaves de las magueyeras y las ruinas que están detrás de los tres. II Estas y otras imágenes de cuadros con ángeles (u otros sin ángeles como Nocturno, El escondite, El hijo pródigo y Despedida en el mar), pueden hacer pensar que Ricardo Martínez no se sentía alejado del surrealismo. Pero eso fue algo que el pintor negó sistemática, rotundamente. Jamás quiso pertenecer a ningún grupo o movimiento. En la entrevista que le hice en 2008, un mes antes de cumplir los noventa años (la única que concedió), trajo a cuento que Octavio Paz4 –de quien admiraba su centellante inteligencia– quiso incorporarlo al surrealismo. “Pero yo ¿qué tenía que ver con eso?”, me repuso. Y recordó una res puesta de Balthus que la volvía completamente suya: “Balthus es un hombre del que se sabe poco. Ahora vamos a los cuadros.” Eso: Martínez se dedicó –consagró– toda su vida a la pintura, y si querían juzgarlo era sólo por su pintura, porque para él arte y vida formaban un uno indivisible.
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arina Martínez me pidió que escribiera sobre su padre, el pintor Ricardo Martínez, y sugirió una nota personal, casi íntima, de lo que significó para mí conocerlo a través de sus hijos, dos de los cuales fueron mis compañeros en la escuela primaria; más adelante yo entablaría una gran amistad con Alejandro, el intermedio, quien dejó este mundo hace ya algu nos años y es recordado puntualmente cada 25 de mayo por sus hermanos, Pablo, Zarina y Ricardo. Ellos mismos se abocaron a la tarea, nada fácil, de localizar y rastrear la obra inédita de Ricardo Martínez. Fue necesario crear una fundación con su nombre y emprender una intensa búsqueda y localización de las obras, tanto pictóricas como plásticas; viñetas, dibujos, bosquejos e ilustracio nes que Martínez dejó a lo largo de su productiva carrera como artista plástico. Los detalles de estas búsquedas están anotados con mayor precisión en los textos que acompañan esta crónica; baste decir que tanto Dabi Hernández como Aurora Avilés se han echado a cuestas la misión de reunir la obra inédita del pintor, compuesta de óleos, sanguinas, bocetos, viñetas y serigrafías que casi igualan su producción conocida, y han rescatado un número sorprendente de trabajos que permanecían desco nocidos. Gracias a la fundación, estos trabajos han sido debidamente registrados y algunos de ellos expuestos. Se ha abierto un nuevo espacio que permite conocer a Ricardo Martínez en todas sus
Hombre bebiendo, 1963, col. particular. Cortesía Sotheby’s
Nunca quiso dar entrevistas, ni aparecer en nin gún medio de comunicación, ni hablar en actos públicos. Por eso me sorprendí mucho cuando en septiembre de 2008 recibí una llamada suya para decirme que me daría la entrevista5, sí, claro, “pero no grabada, sería algo informal, conversado, usted iría tomando apuntes en un cuaderno, editaría lo escrito y me la daría a revisar”. Con asombro admirativo recuerdo sus respuestas, llenas de lucidez crítica y de un gran bagaje de conocimiento de arte, poesía y literatura. Es con mucho el pintor más culto que he conocido en mi vida. Muy lejos que la cultura fuera para él un ornato social o un esnobismo: todo lo que apren día y memorizaba era porque le entusiasmaba o le apasionaba. Decir poemas formaba parte natural de su conversación. Por demás, nadie ignora, la poesía se halla en todas partes. Por ejemplo, en la pintura moderna se percibe de inmediato en cua dros de Chagall, de Magritte, de Miró, de Tamayo, de Martínez.
variantes y vertientes, y todo ello se ha plasmado en un libro que, además de ameno, está hermosa mente compilado, ilustrado y diseñado. La época de “siembra”, que comenzó hace casi diez años, se caracterizó por una actividad poco común en la que familiares y allegados a Ricardo se volcaron sobre museos, galerías y colecciones particulares de toda la República Mexicana y atra vesaron fronteras para solicitar a museos de Ari zona, Texas, y Nueva York los trabajos del maestro. Al paso de los años, la fundación logró varias exposiciones, de las cuales la más importante tuvo lugar en el Museo de la Ciudad de México, donde se exhibieron las obras más recientes del pintor, entonces aún desconocidas para el público. La época de cosecha fructificó en el libro Ricardo Martínez, a 100 años de su nacimiento que contiene imágenes pertenecientes al acervo reunido durante los últimos nueve años. Además de la publicación, las actividades conmemorativas incluyen la presentación del libro llevada acabo en el Palacio de las Bellas Artes el pasado 27 de octu bre de 2018 y, este domingo 28, la transmisión del documental Recordando a Ricardo Martínez por Canal 22; asimismo, el 27 de noviembre próximo, la exposición Centenario en las salas Paul Westheim y Justino Fernández del mismo Palacio; y el 3 de diciembre una mesa de reflexión en torno a Ricardo Martíez en la sala de murales de Bellas Artes. Por otra parte, se hará la exposición Ricardo
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En cuanto a la pintura de paisajes, él confesó la influencia de pintores de los siglos xviii y xix. Sin duda la más advertible es la de Cézanne, cuya obra es la gran puerta abierta a la pintura moderna. No deja uno de admirar de Martínez, por muchas veces que los vea, la composición en cuadros paisajísticos de 1950 como Montañas azules (1950), donde se une el azul de las mon tañas con el verde de las praderas y el verde más intenso de los magueyes; o Paisaje de San Ángel, que tiene una magia infantil, donde se suceden en los planos un breve campo, la casa azulada con techos naranja de dos aguas, los árboles y al fondo los cerros pequeños, y el cual nos hace sentir nos talgia por un paisaje que los habitantes de Ciudad de México ya nunca volveremos a ver, o peor, que ya nunca volverá a ver nadie; o El Apantle, donde la pradera, los árboles y los cerros se combinan con tonalidades verdes y ligeramente rojizas, par das y marrones; o, sobre todo, Mujeres con bueyes (1953), de gran belleza, en el cual dos muje res, inmediatas en el óleo, ambas vestidas de un color verde total, parecen ser parte –o lo son– del alto maguey de pencas puntiagudas.6 Al fondo, una lenta mujer acompaña a los lentísimos bue yes. Mujeres y bueyes se perfilan de lado desde la perspectiva del pintor. Alguna vez en Lima, comiendo con el gran pintor peruano Fernando de Szyszlo y con su hijo Vicente, salió a colación Ricardo Martínez, de quien Szyszlo me habló admirativamente. En ese momento asocié que en ambos había una doble confluencia: la búsqueda en su pintura del pasado prehispánico y el mundo poético de sus composiciones. Casi no hay buen crítico que no haya enfatizado el ascendente de las esculturas prehispánicas en Ricardo Martínez. Él mismo lo reconocía. “Hay que saber oír las voces antiguas”, me dijo en la entrevista. Nuestra tradición –añadió bellamente– “hay que aprovecharla y merecerla”. El fervor por nuestro pretérito prehispánico le
Martínez y la figura humana (ya en una de las tres sedes de Fomento Cultural Banamex): Museo Casa Montejo, Mérida, Yucatán (agosto 2018-enero 2019); Casa del Mayorazgo de la Canal, San Miguel de Allende, Guanajuato (enero-abril 2019) y Pala cio del Conde del Valle de Súchil, Durango (mayoagosto 2019). Alguna vez, en alguna de nuestras pláticas, Ricardo hizo alusión a mi condición de persona “privilegiada” y admitió que su comentario era hecho “modestia aparte”. Privilegio que, para mí, consistió en admirar de cerca su obra, verlo tra bajar, batallar, sufrir y gozar; sentir cómo vibraba cada grano de la tela recién pintada y cómo de la oscuridad surgían formidables figuras luminosas. Ricardo Martínez no pintó para vivir; vivió para pintar. Con su muerte, el valor de su tra bajo no se deprecia ni se incrementa, como es el caso de pintores cuya obra adquiere valor tras su fallecimiento. Martínez supo aquilatar su pro ducción en vida y fue tan cuidadoso en el aspecto artístico como en el administrativo. Vivió de su pintura y vivió bien; es por ello que su obra per manece aún vigente l
Sin título, 1977. Acervo frm. Imagen tomada del libro: Ricardo Martínez 100 años. Fundación Ricardo Martínez, primera edición 2018.
crecía desde las raíces del alma. En su pintura trató de dejar una mirada de siglos. Esto, que se haría común a partir de 1960 en sus pinturas monumen tales, tiene su claro antecedente en dos cuadros de 1946: El hombre del pedregal y Los hombres del valle. En ambos cuadros se advierte que en esa tie rra rocosa, altos y fuertes hombres desnudos, casi todos de espaldas, miran un paisaje duro y cruel y un cielo nuboso con azules tenues, violetas, ama rillos apagados y un blanco levemente grisáceo, pero más allá de eso, creemos que miran también hacia un tiempo de fechas vagas que se perdió para siempre. Tienen los cuerpos masculinos de ambos cuadros esa fuerza que se repetirá, de variada manera, en las pinturas monumentales, a partir, sobre todo, de 1960. Esas pinturas monumentales podrían hacer pensar en la influencia fecunda de Miguel Ángel; sin embargo, aun si Martínez veía al gran florentino como cumbre de cumbres, se sen tía mucho más próximo a la música de la mate mática de los cuadros de Piero della Francesca y de Paolo Uccello. La figura femenina fue luz cenital en la vida y la obra de Ricardo Martínez. En las telas monumen tales sobresale la mujer en un incendio erótico. “Y hay que decir que muy pocas veces la mujer había sido figurada con majestad tan alta”, escribió Bonifaz Nuño. A su vez, acerca del cuerpo feme nino, Alí Chumacero dijo: “La majestad de su pre sencia, cercana al tacto, a la mirada, es un resu men de las fuerzas de la armonía preestablecida en la naturaleza.” Martínez solía citar con gusto un verso de Ramón López Velarde: “El perímetro jovial de las mujeres.” López Velarde llamó a Saturnino Herrán “poeta de la figura humana”; en Ricardo Martínez la poesía la hallamos ya en sus cuadros de gente del campo, ya en sus paisajes que encantan con sus iluminaciones verdes, ya en las atmósferas sen suales y las prodigiosas coloraciones de sus pintu ras monumentales.
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Hasta el final de su vida Martínez dio la imagen de un hombre por el que no pasaba la edad. En un artículo-retrato de 2003 (“Visiones”), cuando Martínez tenía ochenta y cinco años, Laura Emi lia Pacheco decía que dominaba “el difícil arte de ser joven”. Educado, irónico, enemigo de lo solemne, amenísimo en su plática, fue un ejemplo de alguien que nunca dio concesiones sino al arte. Como pintor fue una de las cumbres del siglo xx. A fines de diciembre de 2008, pocos días antes de morir, me habló por teléfono. “No has venido a visitarme”, me reclamó suavemente. “He estado con una gripa feroz”, repuse. El 11 de enero de 2009 murió. No podía creerlo. Estaba extraordi nariamente bien l Notas 1. Rubén Bonifaz Nuño había escrito otro texto para la introducción del libro que publicó la unam en 1965. 2. En los óleos de Martínez su esposa aparece bellamente como persona o personaje. 3. Por demás, los perros son tema común de cua dros, dibujos e ilustraciones. Baste recordar que son la imagen de la portada de la mejor novela mexicana (Pedro Páramo). No sobra decirlo: falta el estudio debido de Martínez como ilustrador de libros. Es curioso: en su estudio Martínez tenía dos retratos en donde aparecía al lado de Rulfo. También hay un encanto especial en los cuadros de músicos que sos tienen una guitarra. 4. Curiosa y extrañamente, en su vasta obra de crítica de arte Octavio Paz no mencionó nunca a Ricardo Martínez. Entre los poetas preponderantes que escribieron sobre él están Luis Cardoza y Ara gón, Alí Chumacero y Rubén Bonifaz Nuño. 5. Salió publicada en la revista Proceso del 26 de sep tiembre de 2008 y en el libro de entrevistas Respondo por lo que digo (uam, pp. 375-382, México, 2011). 6. El maguey, acaso la planta mexicana por exce lencia, es también una presencia constante en sus cuadros.
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UNA EDICIÓN PARA UN CENTENARIO Ricardo Martínez, 100 años Varios autores, Fundación Ricardo Martínez. a . c ., México, 2018.
Aurora Yaratzeth Avilés García y Dabi Xavier ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
EN EL MARCO del centenario del natalicio de Ricardo Martínez, pintor destacado en el panorama artístico de la segunda mitad del siglo xx mexicano, la Fundación Ricardo Martínez de Hoyos, ac publicó este libro conmemorativo que aborda distintas facetas de su producción, algunas de ellas poco exploradas hasta el momento. Ricardo Martínez, a 100 años de su nacimiento está dividido en seis apartados y una introducción escrita por Arturo López Rodríguez. En el primero, Zarina Martínez, hija del pintor, realiza una entrañable biografía de su padre, en la cual contextualiza la vida de Ricardo Martínez tomando en cuenta a su familia y amigos. La autora sumerge al lector en la intimidad del artista al referir aspectos de su cotidianidad, de sus gustos personales, de su estudio y la importancia que en su trabajo tuvieron los objetos que lo integraban: herramientas pictóricas, libros, objetos prehispánicos, entre otros. El siguiente ensayo, escrito por Miriam Kaiser, se titula “Ricardo Martínez y la naturaleza”. En él la autora enfatiza la importancia de la naturaleza como tema principal en la obra de Martínez. Explora los antecedentes, algunas de las influencias y las corrientes pictóricas por las que atravesó el pintor y destaca las características de su estilo propio, sin dejar de mencionar la influencia del elemento prehispánico en su obra. Uno de los principales aportes de esta publicación es el estudio de la obra pictórica de Ricardo Martínez, dividida en dos grandes etapas creativas. En este sentido, el texto de Aurora Yaratzeth Avilés García aborda la primera etapa productiva del artista, comprendida entre 1940 y 1980. La autora identifica los cambios en su manera de pintar, desde un período de formación delineado por la influencia de artistas contemporáneos y anteriores, hasta la consolidación de su estilo personal, caracterizado por la representación de figuras colosales con recuperaciones de las formas de la escultura prehispánica. Por otra parte, María Fernanda Matos Moctezuma se ocupa de la producción plástica de 1940 a 1980, centrándose en la importancia del gran formato en las obras del pintor, del uso del color, del influjo de la escultura prehispánica, de la monumentalidad de las figuras y de la sensibilidad erótica que evocan muchas de sus obras de este período. Cada etapa se acompaña
En nuestro próximo número
con un catálogo de obra que permite apreciar los cambios y la continuidad en la producción del artista. Además de la obra pictórica, en Ricardo Martínez, a 100 años de su nacimiento también se da a conocer al artista como ilustrador. María José Ramos de Hoyos escribió el ensayo “Un intercambio generoso: viñetas y dibujos en publicaciones literarias”. En éste, la investigadora realiza un estudio de las ilustraciones de Martínez en portadas e interiores de obras literarias publicadas desde principios de los años cuarenta hasta finales de los cincuenta, cuya importancia tiene que ver con el vínculo del artista con sus amigos escritores, poetas y editores. El texto va acompañado de las portadas y una selección de viñetas que le permitirá al lector conocer esta interesantísima aportación. El siguiente apartado trata del acervo personal del pintor. Dabi Xavier escribe cómo fue conformado: su organización, clasificación y digitalización. El acervo comprende cartas personales e institucionales, fotografías, periódicos y revistas con artículos sobre el artista, invitaciones a exposiciones individuales y colectivas, textos originales sobre su obra, así como el inventario de la biblioteca y el registro de la colección prehispánica. El libro cierra con la cronología “Ricardo Martínez y su tiempo” donde se hace mención de acontecimientos de gran relevancia durante la vida del artista, y por último la versión en inglés de los ensayos. La coordinación editorial estuvo a cargo de Alberto Tovalín y el concepto y diseño editorial, de Teresa Peyret. El tiraje consta de 3 mil ejemplares, los cuales serán distribuidos en librerías y habrá venta directa. Más información en www.fundacionricardomartinez.net y al correo fundacion. ricardo.martinez@gmail.com
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Ecos del Festival Internacional Cervantino
Arte y pensamiento
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Las rayas de la cebra Verónica Murguía
La irradiación de la ausencia ¿CÓMO NOS AFECTA la ausencia? ¿Cómo nos modelan la carencia, el silencio y el ocultamiento? Ese es el secreto que guardamos todos aquellos que sobrevivimos, nos revela la novela Chernóbil, de Iliana Olmedo. Ese crecer alrededor de un cráter, de construir el mundo a distancias variables del abismo, asomarse a la oscuridad y no arrojarse al vacío: esa es la tarea de vivir. Quizá no es causal que la fisión nuclear, esa ruptura de lo que parece indivisible, sea la línea rectora de esta narración. En la fisión el átomo se abre y se desata una energía que puede curar o destruir, así el matrimonio que se rompe y deshace. En Chernóbil la protagonista es Daniela Arenas, una fotógrafa obsesionada, como lo estuvo su padre, con la energía nuclear. Es su voz de niña –muy bien lograda por Olmedo, llena de humor, de confusión, de verdades que no entiende– la que nos narra cómo el 26 de abril de 1986 la explosión del reactor nuclear de Chernóbil en Ucrania cuenta, entre las víctimas, a su familia, una familia mexicana clase media. Esa voz se transforma en otros capítulos en la voz de una adolescente enojada, incompleta. También escucharemos a una joven mujer que atestigua la destrucción de su hermana Paula, la víctima “que jugaba a ser el cordero de dios”,
herida por un acto que funciona como la radiación, una atrocidad no visible que tarda en gestar el exterminio, y que, inexorablemente, lo completa. Al final, la voz de Daniela es la de una joven madre que sabe que si únicamente mira hacia atrás y no da el paso que la internará en el futuro, terminará por convertirse en una estatua de sal. En esta novela Chernóbil irradia con su veneno a un matrimonio mexicano con tres hijos, tan incapaz de asumir la catástrofe como el gobierno de la Unión Soviética. Patricia, la madre, está dispuesta a cubrir la verdad, a mentir y callar como Gorbachov lo hizo en su momento. El padre de Daniela, Fernando Arenas, es investigador, físico. Para él “la historia del átomo no es un secreto militar […] Es nuestra religión”. Arenas está convencido de que en México algo indebido pasa con el uranio nacional. Algo turbio. Y un día, poco después de la explosión de Chernóbil, Arenas desaparece. La madre deja entrever que se trata de un amorío y que Arenas huyó con otra mujer. Personas cercanas a la familia temen que se trate de un
Iliana Olmedo
secuestro. Los niños, con el pragmatismo sin concesiones de la infancia, repiten frases que no comprenden cabalmente: “Está en la Unión Soviética”, “Al final ya está acabado”, “Sólo está desaparecido” y descarnadamente “Seguro ya lo mataron”. Abandonados a su suerte por una madre violenta e incapaz de sobreponerse a la ruina de la familia nuclear, amparadas las niñas por un abuelo siniestro y su amante Anabel, una mujer que amenaza, chantajea y miente, los niños crecen como pueden. Daniela atestigua sin entender pero consigna todo lo que vive en su diario. En las imágenes recogidas como instantáneas por esa mirada de niña están las claves de la vida adulta de la familia Arenas: la ceguera voluntaria de la madre; las alianzas y traiciones de los chicos; el sacrificio de Paula, el germen de la locura y la laboriosa y frágil felicidad de los tercos que desean vivir. A lo largo de esas páginas infantiles una y otra vez aparecen la culpa y la impostura como una bola de pasta venenosa en la garganta, un grumo de materia radioactiva imposible de tragar, de digerir. Una y otra vez Daniela niña, en un juego lleno de significados, escupe pan masticado que repite de adulta. Con Paula, con su amiga Raquel, con Hugo, el compañero de vida. Escupe lo que no puede pasar, la materia irradiante que la asfixia. A pesar de ese veneno, la novela termina con una nota afirmativa y poderosa. Hemos sido traicionados, nos muestra Olmedo, pero nos queda la voluntad de no traicionar a nuestra vez. Sobre este humilde ladrillo se puede construir la reparación
La otra escena Miguel Ángel Quemain
quemainmx@gmail.com
El amoroso laberinto de Raquel Araujo SE INAUGURÓ la Muestra Nacional de Teatro en su 39 edición con una puesta en escena extraordinaria, Amor es más laberinto, de Raquel Araujo, en versión contemporánea de la comedia de Sor Juana, con escenografía e iluminación de Óscar Urrutia, la pareja creativa de esta directora que auténticamente pone en escena una celebración de treinta décadas con una generosa inclusión de un puñado de actores que vienen de la región sur, apoyados por el Fonca en ese territorio, además de ser una coproducción con la Compañía Nacional de Teatro y la Secretaría de Cultura capitalina. Esto se da en un contexto posible para quien ha alcanzado el reconocimiento institucional y profesional. Es todo lo que desearía que sucediera alguien que ha defendido su vocación y ha hecho el mejor teatro posible en tres décadas de pasar por muchas carencias, golpes bajos, envidias, auténticas rencillas del más alto nivel profesional para afianzar su estética, sus puntos de vista y al mismo tiempo ser capaz de crear un mundo que la sobreviva. Ya el colmo de todo eso es que suceda en uno de los rincones (no sé si Mérida es un rincón, eso dicen los más centralistas) más fascinantes del país. Es en Mérida donde Araujo le ha dado estabilidad a su compañía y a un espacio teatral riguroso. La cereza es la recepción de la medalla Xavier Villaurrutia por su labor de desarrollo del teatro en el interior del país. Ese
es el contexto político cultural de esta obra que hoy, 4 de noviembre, dará su última función en cdmx. Una manera de entrar en materia es ofrecer en primer plano la imagen que guardo de Raquel Araujo y que, en un reconocimiento que emprendió Paso de gato para valorar su trabajo, escribí para hacer memoria de esa trayectoria inspiradora y fundacional en nuestro teatro contemporáneo: “Creo que siempre conservaré la imagen de una joven atlética y poderosa, la mayoría de las veces en unos botines de agujeta que se recortaban justo al inicio de sus pantorrillas, que continuaban unos muslos marcados y amplios como los de aquellos que han recorrido durante años kilómetros de subida en bicicletas de carrera.” Traía entonces algo que podría ser un portafolio o una maleta. Muy grueso para portafolio, muy delgado para maleta. Ahí guardaba toda clase de cosas y además podía sentarse ahí sin dañarlo. Por lo general la veía en las tardes de 1989, cuando iba con sus compañeros de ruta al teatro Santo Domingo donde era la sede de La
Amor es más laberinto
Rendija, grupo señero, con el deseo de hacer un teatro animado por la voluntad de lo autobiográfico. La Rendija, integrada por un conjunto amplio de jóvenes formados en el mundo académico y nada menos que bajo la égida de Gabriel Weiz, lúcido, arriesgado y con ideas propias, trabajaba dividido entre la necesidad de investigar para el montaje y de buscar algún modo en el que la experiencia de lo que dejaban atrás se fundiera con lo futuro. La Rendija se ha dado también a la tarea de participar en la promoción de la cultura teatral e inscribirse en los esfuerzos institucionales que la impulsan en la ciudad de Mérida. Yo veía a Raquel Araujo entonces con las enormes cualidades que hoy la distinguen: un enorme poder de convocatoria, honestidad, experiencia y gran intuición para estructurar festivales, encuentros, clínicas, seminarios, marcados por la pluralidad y la exigencia de dar resultados en la investigación, la promoción y la experimentación teatral. Si hablo de Raquel Araujo, en lo personal tengo que mencionar a un hombre genial y generoso, sumamente creativo y con una imaginación desbordante: Óscar Urrutia, quien completa y suma y es, en fin, el interlocutor más importante que tienen La Rendija y Raquel Araujo. Hoy veo a esa joven que juega con su maleta de metal y noto que ese equipaje es un espacio de creatividad inagotable, como la escenografía de Amor es más laberinto. Esta es la continuidad de un trabajo que busca la interlocución con el teatro europeo, pero también es el lazo con el teatro indígena más exquisito y poderoso
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Arte y pensamiento
Prosaísmos Orlando Ortiz
¿Fuenteovejuna reloaded? HACE ALGUNOS MESES, tal vez un año o poco más, encontré amarrada a una reja —de ésas que ya se ha vuelto costumbre que coloquen en las entradas de algunas calles laterales— una manta que advertía a los delincuentes que, de ser sorprendidos en flagrancia, no se llamaría a la policía porque lo lincharían los mismos vecinos. Supuse que la leyenda era medio en broma y medio en serio. La manta estaba ubicada en una colonia de clase media, seguramente habitada por familias con estudios mínimos de nivel medio superior, y un buen porcentaje de ellos con licenciaturas. Me pareció imposible que personas con estudios e informadas estuvieran proclamando hacerse justicia por propia mano, recurso frecuente y hasta “normal” hace varios siglos. Fuenteovejuna, de Lope de Vega, testimonia lo antes dicho; y si se hurga en antiguos legajos y crónicas es posible hallar relatos de ejecuciones similares en cuanto a lo multitudinario, y semejantes en crueldad serían las ejecuciones de la (nada santa) Inquisición. Según datos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, entre 1988 y 2017 ha habido 862 linchamientos en nuestro país, es decir, casi una media anual de veintinueve inmolaciones de esta índole. Es lamentable que den tal cifra y no digan en qué porcentaje los ejecutados podrían haber sido, o eran inocentes.
Si ya es incomprensible que en pleno siglo xxi sigan presentándose tales atrocidades, lo es más que en un país en el que hay instituciones, leyes, reglamentos y todo un aparato para investigar, impartir justicia y castigar, se presenten linchamientos como el ocurrido el 30 de agosto próximo pasado en Acatlán de Osorio, Puebla, donde fueron quemadas vivas dos personas inocentes, porque supuestamente eran “robachicos”. La multitud los ejecutó sin haberlos juzgado y sin haberles demostrado su culpabilidad. ¿Podría decirse, en este caso, que es lo mismo que nos presenta la obra de Lope de Vega? Desde luego que no. Aquí no se trataba de un Comendador despiadado y arbitrario, cruel e injusto. El mismo día, si mal no recuerdo, un matrimonio fue ejecutado por linchamiento similar en el estado de Hidalgo. Hasta el momento, que yo sepa, la acusación fue la misma: “robachicos”, y las circunstancia igual, es decir, la multitud no los juzgó y tampoco les demostró nada antes de proceder a golpearlos y quemarlos. ¿Qué diferencia hay entre estos casos y el de Fuenteove-
juna? Que en la villa hispana escenario de la obra de Lope, estaban más que probados (y vividos) los abusos y crueldades del comendador, y en los mencionados, al menos en uno de ellos lo que se evidenció fue la inocencia de los ejecutados, y en el otro prevalece la incertidumbre. Lo ocurrido se puede explicar: la gente está harta de la impunidad de los delincuentes y a la menor “denuncia” arremete contra los presuntos implicados, olvidando aquello de que el ladrón siempre grita “al ladrón” señalando a otro, para desviar la atención de la gente y eludir su captura. Está harta, decía, de que son numerosísimos los casos en que detienen a delincuentes hasta en flagrancia y a las pocas horas o días quedan en libertad; y lo peor es que buscan a quienes los denunciaron para vengarse. Hartos, en pocas palabras, de que la justicia no haga justicia. Sea por el “debido proceso” o por corrupción, el hecho es que los delincuentes se burlan de la justicia o están en descarado y cínico connubio con policías y jueces. Sí, eso explica la exagerada proclividad a hacer justicia por propia mano, y también que la acción multitudinaria permite diluir responsabilidades y reducir cualquier sentimiento de culpa. Más explicaciones pueden mencionarse, pero el linchamiento no es hacer justicia, es asesinar a una persona con por lo menos dos de las agravantes. Es decir, aun cuando sea todo un pueblo el verdugo, cabe preguntarse si es plausible ese acto sólo porque lo cometió la multitud, el pueblo, y el pueblo siempre es sabio, dijo alguien. Yo me permitiré poner en duda tal aseveración, porque el pueblo llevó a Hitler al poder y... bueno, para qué seguir
Lope de Vega
Monólogos compartidos Francisco Torres Córdova
Preguntas de Julio en noviembre EL MISMO DÍA. Este día otra vez cada día, erguido en el tiempo detrás de los días. Es también la misma hora y su último instante continuo en la punta de aceros, palos y puños. El Andariego le dicen aquí a este camino de tierra, a esta brecha que viene hasta mí y se sigue sin mí. En el aire zumba una mosca su paso; el relumbre azul de su vuelo rabioso. Se secaron los charcos; se llenaron de nuevo. Ya son cuatro veranos de polvo, de lluvias, de barro. Por una orilla de aquí hace poco cruzaron los muertos a ver a sus vivos y se asomaron los vivos a su cálida ausencia. Les llevaron lo suyo a la mesa, sus prendas de fiesta y sus flores, y sus rezos y cantos de vida cumplida. De un lado y del otro se dieron los nombres, el santo y la seña del pan y el azúcar para ir y volver. Luego se fueron cada uno a su lado, a sus labores y tiempos; los vivos a soñarse una muerte serena y los muertos cansados a colmarse de sueño. Yo sigo aquí, en este día en vilo y en vela ya siempre. Cae la luz y se alarga la noche bajo un cielo impasible que en la grava retumba su puntual lejanía… Quiénes son ellos y cuántos lo que me hicieron el cerco alevoso y rompieron sin pausa tantas veces mis
huesos –sesenta y cuatro fracturas en sólo cuarenta–; qué mandatos siguieron sus barras y mazos sobre mi torso y mi cráneo; para qué sus insultos y risa; por qué su terrible tardanza y su esmero tortuoso en apenas mi rostro… Aquí no cesa este día clavado en sí mismo, que tiembla sus luces conmigo en el muñón de una hora; no cejan sus filos los humildes guijarros que me horadan la espalda, tampoco la errancia de perros que pasan y orinan sus bordes y huyen de pronto aterrados, y la misma basura y el hedor de los charcos… Qué reporte te dieron entonces de canto al oído a ti en el Palacio; cuáles fueron las cinco o catorce o doscientas palabras que te hablaron de mí y los demás que conmigo ya no, según tú su rastro, su razón y su parte, su edad y su ropa sólo cenizas; cuál el tono y calor de esa voz obediente a coro contigo; con qué fibras se urde el silencio en que juntos hundieron los nombres y grados y huellas y alianzas que hiciste con ellos sobre mi pecho; qué sueños de esbelto poder te dio ya entrada la noche en ese silencio tapiado…
sus cuencas vacías acunaron mis ojos y un momento viví la salud de su muerte. Una vez cada año con ellos respira mi severa vigilia a la luz de la nada… Qué lamento solemne ensayaste ante el espejo privado que pule tu rostro; en mangas de qué camisa de raso diste ese día o al otro un sentido discurso; con qué fibras y agujas torcidas tejiste el enredo oficial que me miente; en qué sillón con remaches de bronce apoyaste los pies doloridos después en la tarde, y tú con los tuyos en tu casa robusta y los míos sin mí en la suya quebrada, con qué dedo de qué mano dices que das vuelta a la página… Sopla el viento y mece los pastos que crecen las lluvias. El Andariego se enloda pero no se tropieza; sigue su trazo en el monte o se entronca en las calles, entra y sale de barrios, cansa veredas y remonta avenidas, se divide y se ovilla, se acompasa o se vierte pero no se dispersa. Así llega a tu casa conmigo tendido en la grava. Golpean sus guijarros su altiva blancura. Y en tu oscuro silencio resuena mi nombre Camino del Andariego, terracería en Iguala donde fue tor-
Los muertos que vinieron de paso en su día a recordar a sus vivos rozaron mi tiempo caído; me arroparon sus sombras, con su soplo de fiesta soplaron el polvo cuajado de sangre en mis costillas abiertas; en
turado y asesinado a los veintidós años de edad Julio César Mondragón Fontes, estudiante de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, la madrugada del 27 de septiembre de 2014, aún impune.
Arte y pensamiento
LA JORNADA SEMANAL 4 de noviembre de 2018 // Número 1235
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Bemol sostenido Alonso Arreola @LabAlonso
Nerds, músicos, cómicos, críticos… Two Set Violin EN LA PANTALLA APARECE un joven sonriente, arreglado con esmero sospechoso, que presume la presteza de sus manos y el precio de su violín eléctrico adornado con piedras y metales preciosos. (No diremos su nombre. No queremos hacerle promoción.) El presentador del programa, por su lado, se muestra incómodo, falsamente interesado en el eslogan que aparece repetidamente ante nuestros ojos: “El violinista más rápido del mundo.” Aún así, se esmera en leer preguntas que exhiben la ignorancia de ambos y que propician uno de los más bobos criterios para el juicio musical: la velocidad. Cronómetro en mano, el entrevistador llega al clímax de la tontería midiendo una promesa sin sentido: tocar todas las notas de “El vuelo del abejorro”, pieza emblemática de Nikolai Korsakov, en tiempo récord. Desde luego, ambos cumplen su meta con “éxito” a costa del hermoso insecto y de nuestros oídos, incapaces de entender lo que suena en aquel remolino absurdo, desenfrenado, sacrificio de elementos que en manos de virtuosos como Paganini arrobaran al mundo. Permítasenos aquí, lectora, lector, un solo párrafo de aburrimiento informativo: mientras la nomenclatura de la música de concierto contempla la lentitud entre los 20
y 70 pulsos por minuto con términos como grave, largo, larguetto y adagio, identifica aquellos abocados no sólo a una vacua rapidez sino a consideraciones dinámicas específicas, entre los 160 y 240: presto, vivacissimo, vivacissimamente, prestissimo, allegro prestissimo con fuoco. Hablamos de vocablos que se moldearon con el esfuerzo histórico de incontables compositores interesados en sutilezas y no sólo en la velocidad. Pues bien, observar, señalar y criticar situaciones como la del violinista del inicio ha sido el objetivo de Two Set Violin, un dúo de músicos y cómicos australianos de origen chino que gana fama en internet por su talento e inteligencia, por dar un impulso inusual al repertorio “culto” de la música clásica entre nuevas generaciones de intérpretes y melómanos. Ello nos entusiasma, pues celebramos toda filosofía que promulgue comportamientos auditivos alejados del frenetismo digital. Se llaman Brett Yang y Eddy Chen. El primero ama el café y el sushi. El segundo tiene fobia a las cucarachas. Ambos se graduaron como violinistas en el Conservatorio Queensland de Sydney. Ambos cuentan numerosos premios escolares y participaciones con grandes orques-
Two Set Violin
tas de Australia. Debido a su popularidad como “críticos” con sentido del humor, han girado por Asia, Europa y América con un espectáculo cómico-musical al tiempo que desarrollan contenido digital para su página (www. twosetviolin.com), lo mismo que de manera individual. Brett Yang tiene un podcast en el que entrevista a grandes músicos del mundo, llamado Brettybang. Eddy Chen, por su lado, tiene su propio canal en Youtube: EddyChenViolin. En sólo cuatro años, los dos suman más de un millón de seguidores que atienden a simpáticas ocurrencias en torno al ser músico en un momento como éste. Educados, nerds, vestidos con playeras habitadas por Bach y Beethoven, estos jóvenes ejemplifican la natural reconciliación entre saber, entender, criticar y proponer. Amantes del manga japonés, Yang y Chen parecen personajes salidos de The Big Bang Theory, sitcom estadunidense en el que triunfa la otrora impopularidad de los “mataditos” que solían ser alimento para abusadores. Por ello, en sus contenidos conviven los videojuegos, la cultura popular, los mitos y chistes sobre instrumentos y músicos, la burla ácida contra quienes han convertido el violín en vehículo de manierismos patéticos en los que glissandos innecesarios, armónicos taladrantes, procesamientos eléctricos y entornos inadecuados se entregan al confort de una falsa cultura. Dicho esto, recomendamos dudar de quienes venden velocidad por talento y, sobre todo, recomendamos buscar a Two Set Violin para entretenerse y aprender sobre uno de los más expresivos instrumentos construidos por el ser humano. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos
Cinexcusas Luis Tovar
@luistovars
Morelia 16 (ii de iii) COMPUESTA POR once filmes, y tomando en cuenta los inevitables y a veces muy marcados altibajos año con año, esta vez la sección de largometraje mexicano de ficción del Festival Internacional de Cine de Morelia (ficm), integrada exclusivamente por óperas primas o segundas películas, tuvo un nivel más que aceptable. Lo que sigue son brevísimos apuntes, a reserva de volver a esos filmes más adelante.
Las primeras seis Alonso Ruizpalacios desciende algunos escalones desde su estupenda Güeros (2014) con su segundo largo titulado Museo, extraño ganador del premio al mejor guión en la Berlinale de este año, y que tiene en Gael García Bernal un enorme miscast (¿o a estas alturas alguien le cree a Gaelito un personaje de veintimuchos). Ortodoxo hasta la inanidad narrativa, dicho guión recrea el célebre robo de piezas arqueológicas en el Museo Nacional de Antropología, cometido por dos estudiantes de veterinaria a finales de 1985. Lástima por la buena recreación de aquella época. Coproducida por México, Grecia y República Dominicana, Luciérnagas es la ópera prima en largoficción de Bani Khoshnoudi, cineasta iraní radicado en México. Cuenta con soltura y sensibilidad la historia de Ramin, inmigrante que va a parar involuntariamente al puerto de Veracruz, donde todo le es ajeno:
el idioma, los hábitos y costumbres, la idiosincrasia… en la búsqueda de la sobrevivencia, este joven gay de maneras tímidas vive la suerte bifronte de ser al mismo tiempo ayudado, ignorado, cobijado, repudiado, hasta que la fuerza misma de la cotidianidad va poco a poco amoldándolo a su nueva condición. Magníficas actuaciones de Arash Marandi y Luis Alberti, pero sobre todo de Edwarda Gurrola. Ópera prima de Isaac Cherem, con guión de él mismo y de la actriz Naian González Norvind, aquí protagonista, Leona es algo así como un retrato cultural contemporáneo de la comunidad judía mexicana: la mujer homónima del título tiene veinticinco años, es artista plástica y pertenece a un familia que busca preservar la “pureza” de la comunidad, por lo cual convivir, querer y planear futuros con un goy –léase “no judío”– es una transgresión que se paga con ostracismo. En esa encrucijada está Leona, a quien le corresponde una elección final que el filme deja convenientemente abierta.
Museo
Otra adaptación de época situada en los terribles años ochenta mexicanos, Las niñas bien –segundo largoficción de Alejandra Márquez Abella, luego de Semana santa (2015)– es fría y dura en su retrato de Sofía, mujer joven adinerada cuya única “virtud” es la exhibición permanente de un modo de vida repleto de lujos, insultante por inalcanzable para una población que, en 1982, comenzó a hundirse en una crisis económica de la que hasta hoy seguimos tratando de salir. Magnífica recreación de los tiempos del arribo neoliberal, vistos a través de los ojos del insensible y muy individualista uno por ciento social de hasta arriba. Luego de Fecha de caducidad (2011), Kenia Márquez dirige y coescribe –con Alfonso Suárez Romero– su segundo largometraje de ficción titulado Asfixia, historia sencilla y bien contada que habla de un tipo peculiar de racismo: el que se da por prejuicios y estigmas pararraciales contra los albinos. Lo que padece Alma, la protagonista, es una triple marginación: albina, expresidiaria y mujer, no tiene nada fácil una reinserción social agravada por el hecho de que su expareja le impide ver a la hija que tuvieron en común. Mejoró mucho Iria Gómez Concheiro luego de Asalto al cine (2012) para confeccionar Antes del olvido, filme coral que retrata bien el centro de Cuidad de México a través de los habitantes de una vecindad ruinosa pero llena de vida, que están en riesgo permanente de ser desalojados para dar paso a la gentrificación. Hacinamiento, constante disputa por el espacio, solidaridad espontánea, espíritu comunitario y organización, marcan la conducta de un conjunto de personajes emblemáticos y muy bien interpretados. (Continuará.)
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LA JORNADA SEMANAL 4 de noviembre de 2018 // Número 1235
Ensayo Ricardo Guzmán
Chéjov y el juez indigno Una mirada a una obra de teatro del gran dramaturgo ruso: el drama de sus personajes atrapados en un aislamiento interno que la sociedad –el matrimonio, la familia– ya no pueden redimir.
La voluntad criminal del hombre exige sus derechos. Chéjov
L
a maestría de Antón Chéjov (1860-1904) es evidente en sus obras de teatro. En Un drama de caza, además de una novela policíaca adelantada a su tiempo, estamos ante los jueces y sus excesos. En el campo, el Conde, amigo del narrador (un juez de instrucción), tiene romances y excesos: come y bebe sin moderación. Y ese juez lo acompaña en varias aventuras. En muchos momentos surge la necesidad de que el juzgador guarde la compostura, pues quienes lo miran beber y aproximarse a las mujeres son lugareños de la jurisdicción donde trabaja. Pronto inicia la tragedia y la muerte llega para dar pie a las investigaciones. Romances frustrados, vividores, una naciente burguesía que no acaba de acomodarse ante la población rural rusa y una narración que apenas deja ver el rumbo de la pesquisa, son los elementos entre los que el juez advierte, antes que nada, su imposibilidad para ser parte de esa sociedad con la que no logra una verdadera empatía.
El individuo y la sociedad inútil Chéjov destacó en las letras rusas por ser uno de los pioneros en apartarse de las novelas clásicas en las que la comunidad rusa era el referente, la salvación para el individuo. Sus personajes, como quedaría manifiesto en su dramaturgia, son solitarios, con problemas para interiorizar su papel social. El juez de Un drama... no es la excepción: ni su compañero de borracheras le es simpático. Piensa en rehusar las invitaciones, pero termina aceptándolas. Intenta encontrar pareja, pero falla: se enamora repetidamente e incluso intenta llevarse a la esposa de un trabajador del Conde el mismo día de la boda, al sentirse súbitamente urgido de escapar con ella. Es un ente aislado emocional y sentimentalmente. Y eso es tratado por Chéjov mediante los
mínimos gestos, comentarios, pequeñas acciones de los personajes, para evidenciar su contención emocional y cómo la presión interna brota en una mirada o un silencio: el tormento del juez, la huida frenética del tedio por parte del Conde, las mujeres abusivas y con complejos que “apagan” al comprar vestidos, son los contendientes que se ensañan entre sí ante la mirada perdida, casi ausente de inteligencia, de esos campesinos acostumbrados a obedecer. Especialmente dramático es este rasgo del juez: su incapacidad emocional debería llevarlo a desempeñar un mejor trabajo, por la imposibilidad de involucrarse con los conflictos que ventila en su juzgado, pero el descontrol emocional se hace patente en su mal trabajo. Si una característica ineludible de los juzgadores es que tengan el aplomo emocional para aplicar con inteligencia las leyes al desentrañar el sentido de las normas para aplicarlas a cada caso, Chéjov pinta un juez doblemente odioso: es mal juzgador, por hacer mal su trabajo debido a su descontrol emocional, y es mala persona, pues ante la falta de conexión con sus semejantes actúa sin importarle cuánto afecte a los demás, como sucede con la hija del otro juez, con quien todos lo suponen casado por haberle hecho la corte que le ha hecho por mucho tiempo, hasta que un mínimo comentario hace que modifique la actitud hacia la joven y prácticamente la abandona. El aislamiento interior se extiende y no sólo vive en soledad, sino que la provoca en los demás. Al referirse al Conde y sus intereses comunes, el juez afirma: “Nos es indiferente la opinión del mundo… Somos inmorales y seguramente terminaremos mal.”
Un trágico matrimonio La intriga en la que participa el juez, ya como espectador, ya como actor mudo, culmina con la boda del viudo cincuentón Urbenin y la joven Olenka, una tragedia en sí misma. La diferencia de edades, los hijos de él, la belleza de ella, la aparente relación entre el juez y la joven, la intromisión del Conde, todo presagia la tragedia que será doble. Las características de los futuros cónyuges evidencian su incompatibilidad, pero es el descaro de ella, al dejar al esposo con sus hijos para irse a vivir con el Conde, lo que lleva a Urbenin a beber hasta perder sus posesiones y cambiarse de ciudad. La desventura es mayor, pues representa la imposibilidad del individuo para redimirse mediante el matrimonio, la propia familia, célula social: la soledad parece ineludible. Incluso el Conde intenta casarse con la joven que el narrador hizo a un lado, pero, vaya sorpresa, resulta que ya estaba casado, en una borrachera, con otra abusiva que llega para pedir dinero, acompañada de un pariente parásito. Los personajes centrales están condenados a esa soledad que no logran descifrar. Si las leyes (morales, sociales o codificadas) no son la respuesta, tampoco lo son el trabajo y el dinero: el Conde es un despilfarrador de la fortuna amasada con trabajo por sus antepasados, y eso lo saben sus invitados, pero incluso los cultos evitan enfrentar al Conde. Es mejor vivir a su costa. El final sorpresivo resulta contemporáneo. El asesino se congratula de haberse revelado, al menos con una persona. Al estilo de los serial killers cinematográficos, lo más importante es salir del anonimato, pero no es un psicópata, sino un desadaptado más: cada individuo es reprochable socialmente