Los tipos duros no bailan (en el centenario de Norman Mailer) Moisés Elías Fuentes La narrativa de Mercè Rodoreda Evelina Gil SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 8 DE ENERO DE 2023 NÚMERO 1453 o la oscura inteligencia de una época Sylvia Plath
Antonio Valle
Desde hace al menos seis décadas, cuando con apenas veintinueve años de edad ella misma se quitó la vida, la leyenda negra en torno a la poeta y narradora Sylvia Plath ha tendido un contradictorio y definitivamente inmerecido manto de opacidad sobre su obra literaria pues, en efecto, ésta revela mucho de su vida personal, llena de episodios trágicos, depresión y no pocas injusticias, de manera que la gran mayoría de los miles de estudios en torno a dicha obra parecieran pretender que la biografía es más importante que los poemarios, la novela y los diarios escritos por quien, sólo póstumamente, fuera reconocida con el prestigioso Premio Pulitzer. De igual modo, su vínculo sentimental y profesional con el también poeta Ted Hughes ha distorsionado la perspectiva de innumerables estudiosos y lectores en general a la hora de apreciar la escritura de una autora –y siempre será bueno insistir en esto– que por supuesto es valiosa por sí misma. El ensayo de Antonio Valle abona a ese reconocimiento, y lo ofrecemos a nuestros lectores para conmemorar la prematura extinción de la voz poderosa y valiente de una autora incomparable.
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LOSTIPOSDUROS NOBAILAN:
REBELDÍA Y AUTODESTRUCCIÓN
(en el centenario de Norman Mailer)
Entre otras novelas que alcanzaron la fama, en Los tipos duros no bailan, de Norman Mailer (19232007), el polifacético escritor, dramaturgo, periodista y activista político, trata con gran lucidez y especial severidad crítica la cultura y el carácter de Estados Unidos como pueblo y como nación.
Nacido el 31 de enero de 1923, Norman Mailer tenía veinticinco años al publicar Los desnudos y los muertos, novela en que expuso su experiencia como soldado en las islas del pacífico sur y que le otorgó una temprana fama, a más de ligar indefectiblemente su obra literaria y periodística a las transformaciones de
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Portada. Ilustración: Rosario Mateo Calderón.
SYLVIA PLATH O LA OSCURA INTELIGENCIA DE UNA ÉPOCA
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Moisés Elías Fuentes
la sociedad estadunidense posterior a la segunda guerra mundial, según se constata en Un sueño americano y Los ejércitos de la noche, o en las biografías de Marilyn Monroe y Lee Harvey Oswald, testimonios de la involución que ha llevado a Estados Unidos de las conquistas sociales ocurridas entre las décadas de 1950 y 1970, al neoliberalismo y su subsecuente retroceso en justicia social, lo que Mailer denunció hasta su muerte, el 10 de noviembre de 2007, teniendo a la vista el fracaso de las invasiones militares en Afganistán e Irak.
Novela publicada en 1984, Los tipos duros no bailan continuó la crítica social que caracterizó a la obra de Mailer, aunque despojada de cualquier heroísmo, incluso de los inútiles, pero sinceros, arrojos de los soldados en Los desnudos y los muertos, o de la rebeldía como creación colectiva en Los ejércitos de la noche, por lo que la novela que nos ocupa aún incordia a algunos críticos, que la tienen por gratuitamente pesimista y sarcástica.
A lo largo de las páginas de Los tipos duros no bailan,* la voz de Tim Madden devela espacios en que cohabitan, entre otros, ludópatas, alcohólicos, drogadictos, sexópatas y policías corruptos, una legión de desencantados a los que el fracasado escritor Madden retrata como un dios que en lugar de redención ofrece degradación, según se entrevé desde las primeras líneas: “Al amanecer, si la marea no había cubierto los bajíos, me despertaba a veces el griterío de las gaviotas. Cierta mañana particularmente mala, me sentí como si hubiera muerto y aquellas aves devoraran mi corazón.”
Brutal con todos, Madden también lo es consigo mismo, retratándose como un dios impostor que recibió el don no por sus méritos, sino por el matrimonio con Patty Lareine, quien se volvió millonaria al exprimir a su exmarido, aliada con un leguleyo abogado de divorcios. Abandonado por Lareine, Madden se observa como un inocuo adicto al alcohol, la marihuana, el tabaco, los delirios de grandeza y las tendencias autodestructivas:
Yo solía decir que es más fácil renunciar al amor de tu vida que dejar de fumar, y lo cierto es que estaba convencido de la verdad de esta afirmación. Pero un buen día del mes pasado, hacía de eso veinticuatro días, mi mujer me dejó. Hacía veinticuatro días. Y aprendí algo más acerca de lo que es estar dominado por un vicio.
A lo largo de las páginas de Los tipos duros no bailan , la voz de Tim Madden devela espacios en que cohabitan, entre otros, ludópatas, alcohólicos, drogadictos, sexópatas y policías corruptos, una legión de desencantados a los que el fracasado escritor Madden retrata como un dios que en lugar de redención ofrece degradación.
Afamado e infamado por ególatra y machista, con Madden ajustó Mailer cuentas consigo mismo, pero también con los vicios que han signado y signan a la sociedad estadunidense; a través de la caída moral del malogrado escritor, Mailer expuso, hasta en sus mínimos aspectos, la obcecada fe de sus compatriotas en el éxito monetario como única razón de la existencia, al tiempo que reflexionó sobre la estrecha relación entre dicha fe y la cotidianidad de la violencia, que sólo deja lugar para el miedo y el odio al otro: “¿No se sienten un poco inquietos, cuando invitan a sus fiestas a negros desconocidos?”
Desafiante, en Los tipos duros no bailan Mailer hizo que Madden rompiera la pared de separación con las y los lectores para hablarles, de modo que la realidad de la novela trasmina a la realidad real y la subvierte, como ocurre en la crónica de la Ciudad del Infierno, que deviene alegoría de la fundación no mítica de Estados Unidos: “¡El espectáculo que ofrecía la Ciudad del Infierno, con sus pederastas, sus sodomitas y sus prostitutas transmitiendo de generación en generación las mismas enfermedades infecciosas a los mismos piratas con la barba manchada de sangre, debió de ser realmente bíblico!”
Con la fundación no mítica de Estados Unidos, Mailer desposeyó a las y los estadunidenses de su destino manifiesto como redentores de la humanidad que se revuelca en el fango de la injusticia, la infidelidad y la tiranía. En Los tipos duros no bailan, las y los compatriotas de Mailer son hombres y mujeres obesos de defectos y raquíticos de virtudes, tan simple y llanamente humanos que, como Frank Costello, pretenden escapar de la muerte diciendo “los tipos duros no bailan”. Y he ahí la mayor herejía de Mailer, la de recordar a sus coterráneos su naturaleza humana. Herejía que es sacrilegio, pero también decisión y, por ende, evolución, actos que mucha falta hacen a la sociedad estadunidense para encontrar su otredad y rescatarse a sí misma l
*Mailer, Norman. Los tipos duros no bailan (Tough Guys Don’t Dance). Traducción de Francesc Roca. Editorial Anagrama. Barcelona, 2018. Las citas de la novela provienen de esta edición.
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s Imagen de la portada de Un arte espectral, reflexiones sobre la escritura, Norman Mailer.
Pelé, el Rey del futbol recién fallecido el 29 de diciembre pasado, es recordado aquí con admiración y cierto distanciamiento al ponderar algunos aspectos de su vida y su contexto social y político, marcado por el inicio del neoliberalismo, en contraste con su enorme talento para el deporte más popular del mundo.
I
ESTOY MARCADO POR mi segundo nombre, el cual me une irremediablemente al futbol, a los mundiales, a Brasil y a Pelé. Esto a pesar de que he atravesado por largos períodos de profundo desánimo e indiferencia hacia el futbol, por no decir que ya he perfeccionado un escepticismo crónico. Mi segundo nombre siempre me recuerda esa marca mundialista del año en que nací, la atmósfera de algo que bien podría decir es una “reminiscencia construida”, que no me pertenece como experiencia adquirida directa y conscientemente pero guardo como si fuera absolutamente cierta y mía; me hace sentir que tengo recuerdos vividos de jugadas, goles, celebraciones que no vi en su momento, ni en vivo ni a distancia. Pelé –levantado por Jairzinho con su número 7 en la espalda– con el puño en alto, gritando y mirando a la cámara; el pase de Pelé a Carlos Alberto para el cuarto gol de Brasil en la final ante Italia; los anuncios en el Estadio Azteca: Cinzano, Canadá, Selecciones… momentos que se han quedado en una zona intermedia del pasado, en el fetiche del Mundial de 1970 con todo y sus imágenes en revistas, diarios y ahora en internet, evocaciones casi en cascada, a través de los años, enlazadas siempre a mi fecha de nacimiento y a mi segundo nombre.
Nací cuatro días antes de que comenzara el Mundial de 1970, el miércoles 27 de mayo. El domingo siguiente, 31 de mayo, iniciaría la justa mundialista con el partido entre México y la Unión Soviética, que empatarían sin goles. El presidente homicida de estudiantes en México, Gustavo Díaz Ordaz, recibiría una rechifla cuando quiso dar por inaugurado el Mundial. En esta competencia se estrenaría el sistema de tarjetas para amonestar o expulsar jugadores, los partidos se transmitieron a color por primera vez y se generó el primer reglamento de sustitución de jugadores por razones tácticas y no sólo por lesión o imposibilidad física (esto último se venía ya aceptando en años anteriores). En perspectiva histórica, el Mundial de 1970 en México representó un cambio bastante drástico en el futbol, no sólo por los cambios de jugadores y las tarjetas o por la televisión a color, todavía conservaba algo de su impulso estrictamente popular, pero su nivel de sofisticación comercial ya se desplegaba a través de la gran figura de este Mundial: Pelé. El jugador número 10 de Brasil que brillaría como nadie antes lo había hecho, atrapado en ese encantamiento mediático resultado de la articulación
PELÉ
Y MI SEGUNDO NOMBRE
entre la imagen del jugador popular de origen humilde (cuenta la leyenda que Pelé, siendo niño y viendo llorar a su padre cuando Brasil perdió el campeonato de 1950 ante Uruguay, le juró que ganaría un Mundial para él) y la promoción de su figura en una dimensión internacional nunca antes vista. El símbolo Pelé aterrizaba en México como un huracán de murmullos y expectativas. Su nombre completo y verdadero, Edson Arantes do Nascimento, era motivo de precisiones y simbolizaciones sobre el origen de aquel jugador que venía decidido a conquistar para sí y para Brasil su tercer Mundial y quedarse definitivamente con la Copa Jules Rimet. Pelé y su sobrenombre de batalla fueron el hierro magnético del Mundial de 1970. Muchas personas fetichizaron su imagen e inauguraron la costumbre de bautizar a sus hijos con el nombre del ídolo en turno. Mi padre y mi madre así lo hicieron, intuyo que también como una manera de atraer la buena suerte, como resuena en la definición de “fetiche”. Estoy marcado por mi segundo nombre que es una paráfrasis de aquel mundo que surgió con el último Pelé, el de la madurez de una forma de jugar al futbol
siempre sorprendente, nigromancia acumulada en los pies envuelta en un tiempo casi fabuloso, casi imposible de evocar en su nitidez cromática de velocidades futbolísticas ahora incomprensibles; el Pelé del tercer campeonato del mundo ganado en México en el año de 1970. Como Pelé, también me llamo Edson.
II
NUNCA VI JUGAR a Pelé pero puedo decir, con cierto pudor inexplicable, que he visto jugar a muchos de los mejores de una época: Maradona, Hugo Sánchez, Cabinho, Muñante, Gatti, Riquelme, Enzo Francescoli, Gregorz Lato, Schuster, Platini… Sin embargo, pude seguir a Pelé a distancia en sus últimos años, por televisión y a través de notas en los diarios deportivos que mi papá leía y comentaba, en una brumosa memoria de infancia apenas recordada. Pelé fue a retirarse al Cosmos de Nueva York y su vida futbolística fue el motivo de una de las primeras historias paradigmáticas de una nueva manera de concebir la relación entre capitalismo y futbol. Pelé y el exilio de oro de un jugador que fue contratado para
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Gustavo Ogarrio
(1940-2022)
impulsar a una liga de futbol naciente, como era la de Estados Unidos, con un sueldo estratosférico; la “economía política de un signo”. Marcas comerciales, vida personal, impacto mediático y mercado capitalista del futbol a gran escala se enlazaron en Pelé de una manera inédita hasta entonces. Lo que yo podía entender es que detrás de esta redención económica y emocional del mejor jugador del mundo había una soledad brutal: Pelé se iba quedando sin futbol, sin el encantamiento que durante veinte años sostuvo en el terreno de juego.
Pelé nunca había jugado en un equipo que no fuera el Santos de Brasil. En 1959, después de haber ganado su primer Mundial en Suecia a los diecisiste años, Pelé estaba dispuesto a ir al Real Madrid; dijo en ese momento que era un profesional y que jugaría en el equipo que le ofreciera más dinero, que incluso podía nacionalizarse español. Santiago Bernabéu, presidente en ese entonces del Real Madrid, pensó que Pelé sería el gran relevo de Alfredo Di Stéfano, pero finalmente le pareció que Pelé todavía estaba algo inmaduro para ir al “mejor equipo del mundo”.
Durante la década de los sesenta del siglo XX, la gran década de Pelé como jugador, el 10 de la selección de Brasil se negó sistemáticamente a considerar cualquier oferta para jugar en algún equipo fuera de su país y lo argumentaba de la siguiente manera: “Yo tenía mis razones: en pocas palabras, me encantaba el arroz con frijoles que hacía mi mamá, me sentía cómodo y feliz en mi país. Mi mamá y papá vivían a pocos metros de nuestra casa, la temperatura siempre era de 25 grados y la playa era estupenda.” Así como había jugadores que decidían quedarse a jugar en “el equipo de toda la vida”, en su país, en su ciudad o en su barrio –y Pelé fue uno de ellos–, también empieza con él la globalización económica del futbol. La nueva era de capitalización del balompié comienza a generar una movilidad de jugadores nunca antes vista y Pelé es sin duda la figura inaugural de este proceso. Pelé llega al Cosmos de Nueva York en 1975. También van a este “cementerio de lujo” jugadores como Franz Beckenbauer, Giorgio Chinaglia, el mismo Carlos Alberto, compañero de Pelé en Brasil, entre otros. Steve Ross, magnate estadunidense, junto con un grupo de empresarios entre los que se contaban algunos dueños de Atlantic City Records, crearon en 1971 el equipo de futbol que “necesitaba” la ciudad más cosmopolita del mundo: Nueva York. Pelé se había despedido del futbol en 1974 con su equipo de toda la vida, el Santos, sin sacrificar los arroces de su madre ni la cercanía con el paraíso. En un año, Ross y compañía armaron la contratación y la llegada de Pelé a Estados Unidos. Si el Mundial de 1970 había significado para el 10 de Brasil la divulgación de su imagen a nivel masivo e internacional, su contrato con el Cosmos fue una operación de mercado todavía a mayor escala. Camisetas, botines de futbol, toda una línea de ropa deportiva, colonia y lociones, crema de afeitar, derechos de transmisión televisiva, todo esto dirigido al mercado de consumidores más grande del mundo en ese momento: los Estados Unidos de América.
Pelé se retiró definitivamente el primero de octubre de 1977 en un encuentro entre Santos de Brasil y el Cosmos de Nueva York, su primer equipo y el último. Pelé jugó medio tiempo con cada uno. Después vino el silencio eterno del nunca más ante el balón: “He muerto un poco, pero la vida sigue”, declaró Pelé, lacónico y hasta cierto punto satisfecho por la vida futbolística más plena jamás imaginada hasta ese momento.
III
LOS ÍDOLOS No se escogen, se imponen. A mí me impusieron ídolos algo pedestres y que siempre me generaron un rechazo en sus declaraciones y posiciones políticas o en el “manejo de su imagen”. Pelé… pero también Hugo Sánchez en la época de esplendor de los Pumas. Quizás el ídolo más benévolo que tuve fue Cabinho. Un ídolo siempre es, potencialmente, una caja de pandora y eso parece parte del juego entre futbol y espectáculo. También me hubiera gustado que mi segundo nombre tuviera algo más que ver con Pelé. Admiré a Pelé un poco a escondidas, sin las absurdas canonizaciones que hoy se usan (“el más grande de todos los tiempos”) para establecer esa competencia simbólica a la que es tan adicta el mercado neoliberal del futbol. Sin embargo, conforme crecía y seguía mundiales y me desencantaba del futbol, Pelé se me iba revelando como una figura que fui rechazando sin concesiones. En algún documental se muestra que Pelé no quería ser Pelé y también el silencio y sumisión que guardó ante la dictadura en Brasil que comenzó en 1964. Ahora pienso: quizás yo tampoco quería ser Edson, pero tuve la buena suerte de que fue mi segundo nombre y que ahora, conforme pasan los años y las nuevas generaciones de espectadores olvidan a Pelé, se disuelve su significado. Quizás, en algún momento de nuestras vidas, nadie quiere ser lo que es.
Hace poco tiempo que se dio mi ruptura definitiva con la figura de Pelé. El tricampeón del mundo usó mi segundo nombre para divulgar que le regaló una camiseta firmada del Santos al expresidente de Brasil, Jair Bolsonaro: “Al presidente Bolsonaro, con un abrazo, Edson Pelé.” La tristeza de los ídolos y sus simpatías fascistas. Llega un momento en que los ídolos van a un cementerio de equívocos y decepciones, incluso aunque no hayan muerto.
La imagen y el nombre de Pelé estuvo presente en los partidos que disputó Brasil en el Mundial de Qatar. Sin embargo, la selección verde-amarela fue eliminada por Croacia, en penales. El partido tuvo un dramatismo muy particular: el estado de
salud de Pelé, de ochenta y dos años, se agravaba. No pudieron dedicarle los jugadores brasileros a Pelé la Copa del Mundo de 2022. Pelé murió el pasado 29 de diciembre: mi segundo nombre se quedó sin su fetiche.
Nunca vi jugar a Pelé, pero mi padre cuenta que él sí lo vio en un torneo pentagonal internacional, en un partido entre el Santos de Brasil y el América y que ganó el equipo brasileño por goleada, 5 a 0, con dos goles de Pelé, esto en el Estadio de CU en 1959; se podían escalar las piedras del recinto para brincarse a las gradas sin pagar boleto cuando se agotaban las entradas.
Sin embargo, pienso que me hubiera gustado despedirme de Pelé como lo hizo el escritor António Lobo Antunes de Frederico Barrigana, el portero que fue su ídolo en la niñez. Lobo Antunes tampoco vio jugar en vivo a Barrigana, solamente lo seguía a través de los diarios y de las crónicas radiofónicas de sus partidos: “El dolor de no haber presenciado nunca un solo partido del gran Frederico Barrigana me acompañó toda la vida.” Un día en Angola, en 1973, en plena guerra a la que Lobo Antunes había sido enviado como médico, al pasar por un campo de futbol en un “intervalo de dramas guerreros”, vio a “un hombre de cierta edad, calvo y barrigón, pateando con ropa deportiva a la meta defendida por un mulato con raya abierta a navaja en la maraña de rizos de su pelo”. Algunos niños le gritaban a Barrigana. Lobo Antunes, “incrédulo, después extasiado”, presenció las enseñanzas futbolísticas del portero retirado a los críos de la guerra: “poseído por un espíritu misionero y de una devoción pedagógica que me transportaron y enternecieron… Nunca lo admiré tanto como ese día”. Uno debería tener el derecho de destruir conscientemente la imagen de sus ídolos, de verlos patear el balón en la soledad de la guerra… en el ocaso de todas las vidas l
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Página anterior: imagen del documental Pelé. Foto: cortesía NETFLIX. Arriba: final de la Copa del Mundo, Ciudad de México, 1970.
Alguien que me bese la cara: la
narrativa de
Mercè Rodoreda
Acercamiento a la obra de la gran escritora catalana Mercè Rodoreda (1908- 1983), autora de más de quince novelas, de las cuales en este artículo se habla en particular de La plaza del diamante , considerada su obra maestra, Aloma y de Cuánta, cuánta guerra , escrita en 1980, con rasgos de realismo mágico a la catalana.
Qué destartalado todo: hasta los santos, otrora preciosamente ataviados. La rodilla bajo la raída sotana, que alguna vez hilaran aterciopeladas manos, atacada por las ratas. De la virgen maravillosamente ataviada sólo queda una carita quemada que, borrada por una ráfaga, no deja lugar a la duda de su dulzura y magnanimidad… ah, y una flor de lirio de madera pintada que Cecilia reconoce florecida de sus propios dedos. La iglesia sigue de pie, aunque el techo esté a punto de desplomarse. Mientras recobra restos de su Virgen, que no sabe por qué se llama así, Cecilia experimenta el roce de unos dedos en su cabello. Sus ojos coinciden con los de un joven soldado que la contempla como perro vagabundo. Ella tiene doce años, pero parece mayor. Se retira sin aspavientos. Sólo la siguen aquellos ojos apaleados. Cecilia busca una cajita de zapatos donde guardar lo que queda de su Virgen. Ni quien se ocupe de acercarle rosas frescas a la pobre Virgen que, vaya incongruencia, también es Madre. Adriá Guinnart, el muchachito que hacía poco lucía tirabuzones de niña hasta que la guerra lo fuerza a raparse, se queda muy quieto ante otra cuyo putrefacto laurel más parece corona de espinas. Ese es sólo un aspecto de aquel mundo de castillos abandonados… tumbas de reyes y reinas que alguna vez celebraron festines… ríos por donde, cotidianas, se deslizan las Ofelias que también fueron princesas y hoy no tienen derecho ni a una tumba. Una que otra, antes de arrojarse –o ser arrojada–, se atrevió a coger una pluma, no menos maltrecha que su propia pureza, para increpar in extenso al amado. Doblando posteriormente la carta con tiento quirúrgico para introducirla, sin hacer ruido, en un sobre que lleva inscrito un domicilio en Italia… un palacio todavía habitado, rodeado de ríos por donde aún no se deslizan muchachas ahogadas.
COMO POCAS, MERCÈ Rodoreda detalló el proceso mediante el cual la inocencia quema entre
las piernas… y lo hizo despistando a la censura; todo un logro. Imposible no asociar ese pragmático rostro femenino con los susurros y risitas perversas y lúbricas de niñitas habituadas a ahorcados y fusilados. Es la mirada en abismo de las fotos. Ojos que parecen grandes pero más bien son acaparadores, abarcadores, totalizadores. Y luego… la foto de infancia que linda el mal gusto: una bebita ataviada con joyas de hetaira. Futura esposa incestuosa de catorce años… futura autora de novelas cuyas protagonistas tienen en común preferir no casarse… que no quieren ser llamadas por otro nombre que no sea el suyo. ¿Está el tío-futuro esposo, Joan Gurguí, tras el obturador? La niñita disfrazada de hetaira, sin embargo, no dejará escapar la inocencia tan fácilmente: se aferraría a ella con toda el alma, por mucho que deseara los dedos de un muchacho enredándose en su pelo, prematuramente aperlado…¿será por ello que Mercè Rodoreda, como la huérfana Cecilia… como la indescifrable Aloma… como “la Colometa” de La plaza del diamante, son tristes y peligrosas y sólo piensan en escribir cartas para después quemarlas? ¿Y aquella otra niñita, Mariona, con quien el protagonista adolescente –único protagonista varón en la novelística de Mercè– de Cuánta, cuánta guerra, se ensaña como para templarse al fuego?
Niña y adulta: la inocencia y la malicia
MERCÈ RODOREDA i Guirguí nació en Barcelona el 10 de octubre de 1908, predestinada a ser la más catalana entre los escritores catalanes, hija única de un modesto contable llamado Andreu que murió
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Evelina Gil ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
en medio de un bombardeo, siendo Mercè muy pequeña. Ese padre anónimo se convirtió en motivo de los primeros, precoces y muy numerosos poemas de la huérfana. Su madre, en cambio, tendría larga vida para tratar de meter en cintura a esa niña terrible que se negaba a desperdiciar su tiempo en coser y cantar. Niña solísima, tuvo sólo un amigo: su abuelo materno, Pere Gurgui i Fontanillas, que en lugar de cuentos de hadas le inventaba historias de santos que sufrían martirios desmedidos que, lejos de hacer que la pequeña Mercè se tapara la cara con la sábana impoluta –las sábanas suelen ser impolutas en tiempos de guerra– la hacen brincar expectante. De niña y de adulta. Como Cecilia, cubriendo de fascinado vaho el espejo que le devuelve su reflejo. Maravillada e iracunda como la hermanita de Adriá Guinnart, a la que en medio de un berrinche le estalla una vena del cuello. Adriá ve morir a sus tres hermanitas en distintas circunstancias, coleccionándolas como muñecas. Como con Mariona. Terror a las muñecas. Primera menstruación que coincide con la primera bomba. Inocencia y malicia, explosiva emulsión que dirigió no sólo la pluma de la escritora que iba al cine a ver películas de vaqueros, también sus arriesgados amores. No se conformó con escribirles a amantes imaginarios. Casó con el tío que no resultó tan ducho para narrar cuentos en la cama como el abuelo Pere, aburriendo bien pronto a la niña… estando ya preñada del que será su único hijo, Jordi. La literatura contribuyó a que sobrellevara su aburrimiento de ama de casa. Por entonces empezó a escribir para diversas revistas y completó cuatro novelas que se encargaría de destruir con la piromaniaca ansiedad de sus heroínas, lo mismo que una casi mítica obra de teatro.
El “pecado” de Aloma
ALOMA, NOVELA DE espíritu un tanto gótico –nada raro en vista de su declarada admiración por Lovecraft y Poe–, narra las desventuras de la chica, aludida en el título, que vive en una vieja casona con su veleidoso hermano mayor, Anna, la sufrida esposa de éste y el pequeño hijo de ambos. Esa casa es todo cuanto tienen. Esa casa y el pequeño Dani, que cierto día enferma misteriosamente. Tras la cruenta Guerra Civil están a punto de perder ambos, casa y niño, y es justo entonces cuando llega de Argentina el hermano mayor de la cuñada de Aloma, llamado Robert, por quien, de entrada, la muchachita no experimenta siquiera el estremecimiento de Cecilia al sentir el toque de los ojos del soldado adolescente. Hasta que le da la mano. El “pecado” de Aloma es desear a Robert sin estar enamorada de él, sin tratar siquiera de convencerse de que lo ama. Incapaz de mentirse a sí misma. Pudiera decirse que pudo haber sido Robert o cualquier otro, como insinúa el tosco Cabanes, viejo malicioso que, al tiempo que se compadece de la soledad de la muchachita, detecta los anhelos de su abandonado cuerpo, inmerso en la maternidad ajena de un niño moribundo. Pese a su ingenuidad y a una educación estricta y religiosa, Aloma sucumbe al primer beso… desde el primer beso de los labios del enigmático Robert. El exagerado dramatismo que rezuma la pérdida de la virginidad de Aloma se atenuará conforme descubra que hay cosas mucho peores que sucumbir al placer… como cuando visita a una amiga que se burla del novio al que pretenderá hacerle creer que es virgen, mientras se prueba su impoluto traje de novia… y una examante de su hermano que se rehúsa a devolverle el anillo con que puede salvar la casa familiar… mismo con el que Joan, hermano de
Y luego… la foto de infancia que linda el mal gusto: una bebita ataviada con joyas de hetaira. Futura esposa incestuosa de catorce años… futura autora de novelas cuyas protagonistas tienen en común preferir no casarse… que no quieren ser llamadas por otro nombre que no sea el suyo.
Aloma, compra la virginidad de aquella chica. Ni tú ni yo: Aloma pierde el anillo, pierde su casa, pero se rescata a sí misma.
La
plaza del diamante:
la gran novela catalana de la posguerra
MERCÈ, CONTRARIO A Aloma, que no se atreve ni a mirar a los árboles, no parece haber experimentado culpa alguna por su sexualidad si nos atenemos a sus datos biográficos. Se divorció de su primer marido en 1937, época en que las divorciadas eran muy mal vistas, y se afilió a la Comisaría de Propaganda, órgano mediante el cual se difundía y conservaba la cultura catalana en tiempos de la Guerra Civil, si bien su labor no parece haber sido muy comprometida. Dos años más tarde se exilió en Francia, dejando a su hijo a cargo de su madre, detalle que indica no mucha abnegación: eran los niños a quienes se les enviaba a otros países para ponerlos a salvo. La escritora permaneció corto tiempo en los arrabales de París, pues al poco se suscitó la invasión alemana y huyó con rumbo a Ginebra, donde conocería, en un castillo, al que sería su compañero sentimental, con quien no se casaría nunca, el crítico literario Joan Prat. Fue en esta ciudad y durante su relación con Joan que escribió la que para muchos críticos es su obra maestra: La plaza del diamante, considerada además la gran novela catalana de la postguerra. Como Aloma, Natalia, la protagonista, es una mujer sumisa en apariencia, tanto, que se somete al capricho del marido de cambiarle el nombre por “Colometa”, “palomita” en catalán. Pero Natalia se rebela, apenas finalizar la guerra. Su primer acto de rebelión es exigir a quienes la llaman Colometa que se refieran a ella como “Señora Natalia”. A diferencia de otras novelas de protagonista femenina, La plaza del diamante es un monólogo interior que nos permite acceder de primera mano a los sentimientos, sensaciones y emociones más íntimos de Natalia, recurso que Mercè no hubiera arriesgado más joven. Sólo Cuánta, cuánta guerra supera en brutalidad a La plaza del diamante, ambas impregnadas por el hedor de la sangre y la pólvora y el reguero de cadáveres.
Cuánta, cuánta guerra: el cruel realismo mágico
EN 1972, TRAS la muerte de su amado Joan, Mercè retorna a Cataluña donde concluiría su ambiciosa novela Espejo roto y una colección de relatos. Su última novela fue precisamente Cuánta, cuánta guerra, escrita en 1980, que presenta atisbos de realismo mágico o, en todo caso, un realismo mágico muy catalán, muy cruel, vacío de presencias angélicas pero lleno de muertos de dentaduras cariadas, asesinos que engullen un banquete ante las piernas abiertas de una joven violada y asesinada y un ahorcado que se enoja por haber sido descolgado. Por esta obra insólita en su bibliografía, Mercè Rodoreda recibió el Premio de Honor de las Letras Catalanas. La “persecución de los fans”, a decir de la escritora en una de sus últimas entrevistas, no la conoció sino hasta pasados los setenta años, en los que empezó a dejar de contestar el teléfono para que la dejaran trabajar. Se encontraba escribiendo una novela que se publicaría póstumamente bajo el título La muerte y la primavera, en 1985, cuando la muerte la sorprendió, en 1983, a los setenta y cinco años de edad. Al parecer ignoraba que los achaques que padecía eran producto de un cáncer l
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Sylvia Plath
La obra y la vida de la poeta Sylvia Plath (1932-1963) han sido objeto de innumerables estudios e interpretaciones desde múltiples puntos de vista. Enmarcada en la llamada “poesía confesional” es, se afirma aquí, su máximo representante. En este ensayo se comentan ambas dimensiones, al fin y al cabo la misma, de su ser poético.
¿Que cuento intimidades? Lo íntimo siempre es algo social. Annie Ernaux
1. Una poética de la locura y la muerte
SYLVIA PLATH ES la escritora más importante de la literatura confesional. Desde hace ochenta años los lectores de sus libros de poesía: El coloso, Ariel y Tres mujeres; de su novela La campana de cristal, así como de sus numerosas cartas y diarios, se han empeñado en extender un inagotable caos literario. Abismándose con una obra y una vida abierta entre lo ominoso y lo sagrado, miles de ensayos y estudios, profanos o académicos, han diseminado por el mundo su vida y obra; sobre todo, su leyenda negra. Sobran quienes –desde el miedo o la insolencia– han intentado redimir o condenar la biografía de una mujer leída, observada, absuelta o juzgada como ninguna otra; una mujer que desde su muerte y hasta nuestros días terminó convertida en bandera de innumerables y dudosas causas.
La historia de Sylvia Plath es la de una mujer intensamente “auto-confesada” cuya obra literaria, la propia, pero sobre todo la que gira en torno a ella, es inmensa. Sin embargo, la verdadera dificultad reside en que es difícil acceder o procesar una poética que, más allá del escándalo o la banalidad, apunta hacia la locura y la muerte. Si como dice Octavio Paz, que todo aquel –o aquella– poeta, al acceder a cierta experiencia llamada “poesía”, escribirá un poema, artefacto verbal cuyo destino es el lector, éste, al hacer contacto con el poema, terminará por convertirse en poesía. Siguiendo ese razonamiento, al leer los poemas de Sylvia Plath nosotros mismos experimentamos cierto tipo de “conocimiento directo” en torno a la locura y la muerte. Sin embargo, la poeta encontró una estrategia literaria para “aislarse” y de paso proteger a sus lectores; entre nosotros y ella diseñó una prótesis, un artefacto metafórico llamado “campana de cristal”. Gracias a esa protección, y desde nuestra “realidad objetiva”, podemos acceder a una experiencia estética y a un “saber” endemoniadamente doloroso. Una vez que tomamos prudente distancia, leemos-vemos cómo sufre la poeta, como apenas sobrevive y se autodestruye. Imagen de aislamiento y paradoja de una desnudez aterradora que también revela un mundo sórdido, persistentemente sonoro, un mundo cerrado en el cual, en el fondo, sólo ella escucha su propia voz, pensamientos oscuros que traduce en textos y que, exceptuando el breve período en el que conoció el amor y el erotismo, nunca dejaron de torturarla. Sin embargo, esa campana de cristal, metáfora de una disposición psíquica, prótesis que la resguarda del mundo
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Antonio Valle
Sylvia Plath. Ilustración: Rosario Mateo Calderón.
o la oscura inteligencia de una época
exterior, es una técnica literaria que al mismo tiempo que la separa la aísla. Operación peligrosa y absurda, en el sentido etimológico que tiene esa palabra: “absurdo”, del latín, absurdus, disonancia, algo que no se entiende, susurrante, cierta voz que inevitablemente derivará en sordera.
Para acercarnos mejor a la raíz de ese “absurdo”, visualicemos una escena de Mulholland Drive, filme en el que David Lynch presenta a una cantante haciendo gestos de dolor y asfixia. La angustia de esa mujer obedece a que se encuentra prisionera en una cárcel invisible, límite que le impide hacer contacto con el público (con lo público), es decir con “nosotros”, sus inauditos espectadores. Como se escuchan ciertas palabras en los sueños, de la “nada”, que es una manera popular de nombrar al inconsciente, dice una voz en off en español: “No hay banda”; en otras palabras, no existe un medio que nos permita escuchar lo que trata de decir(nos) la mujer. No es imposible que David Lynch tomara como referente algunos pasajes de la vida o de la poesía, que es lo mismo, de Sylvia Plath, para crear el personaje de esa cantante “absurda”, personaje que al final de la historia terminará descomponiéndose en una habitación oscura. Las poéticas de Sylvia Plath y Mulholland Drive son verdaderos ríos pulsionales del género confesional, género subjetivo, altamente simbólico y catártico, lenguaje dispuesto para que las audiencias descubran el sentido de sus imágenes, de sus palabras y silencios. Ambas poéticas nos confrontan –y nos recuerdan– que todos tenemos una voz oculta, un discurso que necesita descifrarse, discurso enmascarado que demanda una audiencia, discurso secreto, inevitablemente oculto, hasta para nosotros mismos.
La madre del deber ser
DURANTE SU ADOLESCENCIA Sylvia Plath era, o parecía ser, una chica como todas. De hecho, en las cartas que le envía a su madre se describe a sí misma como una joven a la que le interesan –ade-
más de las ansiadas becas y premios académicos– la moda, los chicos, las fiestas y el glamour. Como la protagonista de Mulholland Drive, Sylvia Plath parece gozar de una vida prometedora, dulce y llena de “ilusiones”. Sin embargo, esas cartas también revelan un lado oscuro; vemos cómo su “carrera académica” está plagada de rechazos y descalificaciones, dificultades que Sylvia supo sortear gracias al empuje de una “recia voluntad”, de una tenacidad no exenta de violencia. Ejemplo de esta determinación es el fragmento de la carta que en 1951 le envía a su madre: “Y cuando miro hacia adelante sólo veo un ritmo acelerado de trabajo hasta el día de mi muerte.”
DURANTE 1958, EN una carta dirigida a su hermano Warren, Sylvia Plath describe así a sus colegas de la academia: “son personas débiles, celosas, vanidosas y mezquinas”… [sólo les importan] “nombramientos, despidos, bolsa de estudios, alumnas, crítica literaria –siempre de segunda mano”. Sylvia hace una crítica puntual de los eruditos orgánicos: “Lo terrible del escritor académico es que vive del aire y de lo que otros escriben.” Acerca de los escritores que trabajan en la universidad explica: “son especialmente sospechosos, sobre todo si no ponen la vida académica por encima de todo… Y a nosotros dos (se refiere a ella y Ted Huges, con quien ya está casada) […] nos ha sido imposible trabajar en lo nuestro y pensamos que, de refugiarnos en esta seguridad bien pagada, dentro de diez años nos maldeciremos pensando en lo que podríamos haber sido.”
Ya apuntábamos que Sylvia vivió un breve verano de felicidad al lado de Ted Huges. Al abandonar el mundo académico, diseña lo que será el período más dichoso de su vida: “buscar alguna clase de trabajo que nos permita escribir y vivir, de manera que podamos acrecentar nuestras
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En medio de una oscura academia; de pronto, al amanecer…
experiencias y facultades creativas.” En abril de 1957, una irreconocible Sylvia Plath, comenta: “Hoy nos hemos levantado a las cuatro y media de la mañana y antes de empezar a escribir hemos dado un largo paseo hasta Granchester. No quisiera perderme ningún otro amanecer así.”
El deber ser y la gran depresión
LOS ENSAYOS SOBRE la poeta suelen pasar por alto un asunto estructural. Sylvia Plath nació en el corazón de la depresión económica de 1929. Para 1940, año en el que su padre muere, aumentan las inquietudes por la sobrevivencia. Para Aurelia Plath, la madre de Sylvia, aquello era una preocupación extrema, desasosiego que inevitablemente le transmitió a la niña poeta. Aurelia decía que entre ella y su hija existía una especie de “ósmosis psíquica”, es decir, un extraño fenómeno que se “instaló” en el imaginario de Sylvia, fenómeno que terminaría por convertirse en un implacable “deber ser”, en una disciplina inflexible. Anomalía descrita por el psicoanálisis como elemento constitutivo de “la gran voz” o “superyo”. Es probable que esa sea la razón por la que en 1962, un año antes de morir, Sylvia escribe el poema “Tres mujeres”. En este poema, escrito para ser leído en voz alta, nos da la impresión de que Sylvia Plath quisiera escuchar fuera de sí a esa “gran voz” que nunca la abandonó. El desgarrador poema, entre otras cosas, dice: “Lo que sucede en mí tendrá lugar de todos modos”, terrible sentencia que la lleva a estar segura de que sufre un padecimiento incurable: “una enfermedad que llevo conmigo, es una muerte”.
Papito, hijo…
EN CUANTO AL papel ambivalente que juega el padre de Sylvia Plath, es importante analizar algunos versos incluidos en “Tres mujeres”: “¿Es él mi amante? ¿Esta muerte, es ella otra muerte? Cuando fui niña, amé un nombre corroído por el liquen. ¿Sería entonces el único pecado, este viejo amor/ muerto de la muerte?” Sin duda, el nombre aludido en el poema es el “nombre del padre”, el amado-amante no puede ser otro más que el padre. Al parecer, desde la infancia la poeta se encontraba en una situación de incesto y su inevitable pulsión de muerte. Sin embargo, es visible el afecto por el padre en “Tres mujeres”, ese amor prohibido que, al ser cuestionado por ella misma, abría un umbral hacia la cura; pero el nivel de culpa que le provoca ese “único pecado” se transformará en un furor sin límites. La visión amorosa del padre es desmentida hasta llegar al parricidio en el poema “Daddy”: “Papi, tenía que matarte pero/ Moriste antes de que me diera tiempo.” El poema termina de esta manera: “Papi, papi, hijo de puta, al fin te rematé.” Sylvia Plath no sabía –o sí, oscuramente– que al sentir, pensar, visualizar y escribir el “remate” del poema “Daddy”, no le ponía sentencia de muerte a su padre, ya de por sí muerto, sino a su propio “yo”.
2. La oscura inteligencia de una época
RESULTA ESCANDALOSO que los servicios de salud mental de Estados Unidos e Inglaterra, que los intelectuales de élite, maestros, amigos y compañeros de Sylvia Plath, no conocieran el libro Duelo y melancolía. En ese estudio, Sigmund Freud establece que el duelo es “la pérdida del ser amado que finalmente es aceptada como
parte de la vida”; a diferencia de la melancolía, que define como un duelo no resuelto, estadio en el que el tiempo no pasa frente a la pérdida. Al parecer, los intelectuales de élite y los especialistas en salud mental tampoco habían leído Más allá del principio de placer, estudio que aborda las pulsiones de vida y muerte. Ambas obras fueron publicadas por Freud entre 1917 y 1920, es decir, veinte años antes de que la pequeña Sylvia perdiera a su padre y tres décadas antes de que la poeta protagonizara su primer intento de suicidio. Los “especialistas” en salud mental, la madre, o ambos, deciden, como le pasó a Virginia Woolf, tratar a la joven poeta con fármacos, consejitos y electroshocks.
3. Suma provisional
¿QUÉ MATÓ O SUICIDÓ a Sylvia Plath? Ella abrió la llave de gas, es cierto, pero muchos años antes la mató la muerte de su padre. La niña poeta murió de furia porque aquel hombre la abandonó a una increíble experiencia de “ósmosis”, “misterio” que la condenó a escribir interminables cartas a su madre. Se suicidó porque se quedó sola y desnuda, hablando sólo para sí; oculta sólo para sí; intensamente revelada bajo una campana de cristal. La mató la impotencia que le heredó su padre, quien, por cierto, un médico dijo que se había dejado morir. La envenenó su propia voz diciéndole: “ama a tu padre/ odia a tu padre”, “no seas como tu padre/ sé cómo él”. No la mataron los alemanes ni los austríacos: no fueron Mozart, ni Rainer Maria Rilke, ni C.G. Jung ni Otto Rank. Se murió de nazismo (Sylvia Plath inventó que Sylvia Plath era judía y que tenía que pagar por ello, pagar por los ojos azules de sus ancestros, por los que inventaron los campos de concentración y la cámara de gas). Ella misma diseñó su holocausto privado: una pequeña cámara saturada con gas doméstico. Murió de terror por la gran depresión del ’29 en Estados Unidos y por la niña que vio durmiendo en una calle. La mató la primera guerra y la segunda y el período de entreguerras. Se
murió de postguerra y su falsa happiness. La mataron de vergüenza sus “compañeros” millonarios y sus “maestros” ilustrados. La mató una voz enardecida por la disciplina, el miedo y la censura. La suicidó su complejo de inferioridad y su superioridad poética. La mató el amor y la esperanza y el desamor de Ted Huges, del que nunca sabremos cuál era su integridad ética. La mató una academia insensible. Se murió de coraje por lo inconsciente de una madre viuda y proyectada en su hija, una madre empobrecida y temerosa. La mataron los “muchachos machos”, mediocres y altaneros, los aprendices de las ciencias mentales. La mató la ancestral lucha entre los sexos, un aborto, una tristísima maternidad y su correlato de baby blues La mataron las abejas muertas y las cajas negras que construyó su padre. La mató su falta de deseo, los mandatos y sus feroces cumplimientos. La mató su despiadada autoobservación. Se murió de audacia y valentía. Murió en un duelo interminable (ella desapareció del mundo, sí, conociendo el sarcasmo y la ironía, pero no el sentido del humor). Se suicidó porque fue cierto aquel verano inolvidable, porque fue demasiado: excitante, corto y hermoso, cuando se asoleó con su marido en una playa del Mediterráneo. Se suicidó porque al morir su padre ella le dijo: “Nunca volveré a hablar con Dios.” Desde entonces la niña poeta vivió amargas discusiones con un cadáver hasta que un día pensó que ella misma era dios. Murió por el malestar de la cultura, porque llegó demasiado tarde el peace and love. A ella la desapareció el Estado: el statu quo de la postguerra. Como César Vallejo, aunque por razones éticas –sobre todo políticas– distintas, Sylvia Plath se murió, tal y como había vivido y escribió en “Solterona”: “¡Cómo deseo el invierno!/ Austeramente, en orden minucioso…” Y un día muy frío, después de preparar el desayuno para sus hijos, al fin alcanzó la ansiada levedad del éter y el gas; lejos de su madre y de su padre; muy lejos de su madre/patria l
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Otto Plath, padre de Sylvia Plath.
BRADBURY Y SUS NUEVAS-VIEJAS CRÓNICAS DE MARTE
Otras crónicas marcianas, Ray Bradbury, Libros del Zorro Rojo, Argentina/España/México, 2022.
En 1949 Ray Bradbury consiguió una entrevista con su homónimo Walter Bradbury, editor de ciencia ficción en Doubleday. En esa oportunidad le vendió la idea para un libro que funcionara como un tapiz, sobre historias con un trasfondo marciano. Hoy, setenta y tantos años después, el editor y traductor Marcial Souto –una de las figuras fundamentales para la difusión y popularidad de la ciencia ficción en el mundo hispanoamericano– reúne una decena de relatos y los publica con el título de Otras crónicas marcianas
Este rol de seleccionador no es menor, porque sólo entre 1940 y 1949 Bradbury publicó 133 cuentos en revistas estadunidenses. Se calcula que su producción total de cuentos ronda los seiscientos, de manera que la tentación de traducir y publicar en formato de libro algunas de aquellas historias es grande, y representa una buena fuente de ingresos para cualquier editorial: el estadunidense sigue siendo uno de los escritores de ciencia ficción y fantasía más leídos en Argentina y el resto del mundo hispanoparlante. Su literatura circula en escuelas, entre fans del género y en librerías de anticuarios, que mueven copias de las viejas ediciones de Minotauro como si Bradbury no hubiera dejado de escribir.
Souto señala en la introducción que este libro es “una posible versión antológica” de los relatos de Marte que habían quedado fuera de las Crónicas publicadas en 1950, “a los que [Bradbury] nunca llegó a dedicar un libro exclusivo”. Esta antología, observa Souto, es aquel libro “invisible pero real desde hace más de setenta años”, que hoy reseñamos aquí: “diez historias de la extraña y austera vida en Marte… familias que buscan alguna forma de arraigo, exploradores solitarios que se entregan a seductoras visiones, religiosos que rozan el misterio, pobladores que empiezan a sentirse peligrosamente marcianos, vagabundos a la caza de una fabulosa botella de la que esperan beber algo más que alcohol, un joven marciano atraído por una inescrutable humana, un monstruo que no tiene conciencia de lo que es, marcianos que, después de todo, parecen haber sobrevivido y se ocultan en lugares apartados y ofrecen hospitalidad a los últimos e ingratos terrestres”. Estos relatos fueron publicados entre 1949 y 1982, con uno de ellos, “El mesías”, publicado en 1971, año en que la sonda Mariner orbitó el planeta rojo. A propósito de este relato, vale recordar que pocos años después, en 1976, Larry Cohen estrenaba Dios me lo ordenó, un extrañísimo filme con tema similar al cuento, en el que un extraterrestre se hace pasar por Dios. También vale la pena destacar “El que espera” y “La botella azul”, en donde
se comprueba la magnífica habilidad de Bradbury para mitologizar.
Aunque es un ejercicio que merece un tratamiento más extenso, considero interesante reflexionar sobre qué paralelismos se pueden trazar con las Crónicas que todos conocemos. Por citar algunos, “El mesías”, con sus religiosos perplejos en Marte, espeja “Los globos de fuego”, que suele incluirse en algunas ediciones; “Los solitarios”, con sus exploradores desesperados por el contacto humano, es el doble de “Los pueblos silenciosos”, aunque sin el humor de éste, y “Ajuste de cuentas” se puede leer en tándem con “Aunque siga brillando la Luna”, por sus expedicionarios embrutecidos por el alcohol.
Hay algo raro en el nombre: mientras que las Crónicas ya conocidas hay un ordenamiento cronológico explícito de los textos, a través del uso de “puentes” que sirven como bisagra para los relatos de mayor extensión, aquí no parece haber marcadores temporales. Por otro lado, el Otras en el título puede decepcionar al lector desprevenido: puede sentir que está leyendo una copia, una obra literaria clonada de la que había disfrutado en su momento. Marte sí está, obviamente, y es el mismo planeta bello, sutilmente hostil y fronterizo de las Crónicas que prologó Borges en su momento l
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Matías Carnevale |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
EN TORNO A LA POESÍA CONTEMPORÁNEA
La poesía contemporánea en su escritura, Mario Calderón, Ediciones Eón/The University of Texas at El Paso, México, 2021.
Un libro reciente de crítica e investigación sobre la poesía mexicana actual es La poesía contemporánea en su escritura, del poeta e investigador Mario Calderón.
En México continúa escribiéndose por orientación oral y tradicional que se transmite principalmente en los talleres de creación poética. La poesía contemporánea en su escritura, a partir de deducciones obtenidas después de analizar poemas de varios autores que han sido galardonados con el Premio Nacional, el mayor reconocimiento a los poetas mexicanos, explica cómo se ha escrito un poema en México en los últimos treinta años. Se comenta la poesía de José Emilio Pacheco, Francisco Hernández, Óscar Oliva, Efraín Bartolomé, Baudelio Camarillo, Héctor Carreto y A. E. Quintero, entre otros.
El volumen consta de ocho capítulos: el primero, “Como se escribe un poema en México, cuatro modos, cuatro tendencias”; el segundo, “Lo poético de los textos de cuatro integrantes de Poesía ante la incertidumbre”, observa el modo de escribir de cuatro poetas de diferentes países de habla española que se hallan unidos en el grupo Poesía ante la incertidumbre; el tercero, “El neocostumbrismo poético en la poesía mexicana”, descubre un modo realista de escribir poesía que hasta el momento no ha sido consciente o intelectualizado, pero que tiene su base en las costumbres; el cuarto, “Otra mirada a Fin de siglo de José Emilio Pacheco”, analiza la forma de pensar la poesía de uno de los grandes poetas contemporáneos mexicanos; el quinto, “Híkuri de José Vicente Anaya, una aventura de la mente y la poesía”, estudia un poemario clásico mexicano representante de la vanguardia infrarrealista; el sexto, “Dos discursos en la poesía de Efraín Huerta”, comenta los dos registros de uno de los poetas más imitados, su modo de expresión natural y su manera experimental; el séptimo “Poesía y poetas para qué” realiza reflexiones sobre la estética y la razón de ser de la poesía en esta época. Finalmente, el octavo, “Otra mirada a la poesía de Ramón López Velarde”, donde se comenta la obra de un poeta básico de la poesía mexicana y se redefine “Suave Patria”, una de las manifestaciones poéticas más destacadas de la literatura mexicana considerada como derivación del costumbrismo iniciado por Guillermo Prieto.
Otra aportación del libro es su empleo de la teoría literaria, que comprende un poema como una macropalabra o macrosigno lingüístico de un segundo nivel de la lengua, que es el poético, con las equivalencias de sinonimia, poemas con el mismo tema; antonimia, textos con temática opuesta en un nivel de idioma donde la primera articulación es la unidad temática de los poemarios, tan apreciada en los concursos.
La poesía contemporánea en su escritura es un libro que debe leerse si hay interés en la poesía actual, a veces tan difícil de comprender l
CALVINO Y PASOLINI:
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nuestro próximo número SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA
UNA POLÉMICA
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INTELECTUAL
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Ricardo Venegas
Arte y pensamiento
La flor de la palabra/ Irma Pineda Santiago La religiosidad en los festejos
EL COMIENZO DE un nuevo año tiene diversos simbolismos para la mayoría de las personas, casi siempre para reconfigurarnos como mejores seres humanos, desde el cuidado del aspecto físico hasta el emocional. Las personas indígenas también entramos en estos procesos y agregamos otros que tienen que ver con nuestra vida como parte de las comunidades, tales como los cambios de autoridades, de mayordomías o madrinazgos, dedicadas a diversas figuras religiosas que se han vuelto parte fundamental de la vida de los pueblos.
Si bien podemos acusar a la religión católica de los crímenes y atrocidades cometidos en contra de las poblaciones indígenas, mientras se desarrollaron los procesos de colonización y posteriormente como gran aliada de los caciques y personajes de poder que deseaban mantener a los indígenas en la oscuridad del miedo y la ignorancia, lo real es que en la actualidad difícilmente podemos observar a alguna comunidad que no organice sus fiestas, economía, vida social y política, alejada de los elementos del catolicismo. Basta detenernos a mirar un poco las recientes celebraciones de Navidad y Año Nuevo, las cuales se dan de manera sincrética, por lo que reconocemos en ellas tanto las luces cristianas como las comunitarias.
Para las celebraciones del nacimiento de Jesucristo, las comunidades suelen buscar a una pareja que sea madrina y padrino, quienes en la misa del día 24 de diciembre se encargarán de depositar la figura del niño dios en el pesebre. Una vez cumplida esta parte viene la celebración en comunidad y madrina y padrino obsequiarán comida, bebida y música de alguna banda tradicional del pueblo, de tal manera que mientras se ve a la gente disfrutar de esta convivencia, pareciera no existir ningún recuerdo del reciente ritual cristiano, pues ya sólo se nota la alegría de compartir entre miembros de la misma comunidad. La celebración de fin de año cambia un poco, en el sentido de que se vuelve más íntima para las familias, quienes acostumbran preparar cenas, donde se hace el mayor esfuerzo para contar con algo de carne de guajolote, pollo, cerdo o res, como un símbolo de que el año nuevo será de abundancia y buena comida.
Al amanecer del nuevo año se convoca a otra celebración importante, que es la de cambio de autoridades. Quienes asumirán el cargo son personas previamente nombradas por las comunidades en sus reuniones de asambleas o por el consejo de ancianos. Estas personas dedicarán un año entero a servir a su pueblo en el puesto asignado, que puede ser desde topil hasta agente o presidente municipal, para lo cual deben contar con el respaldo de sus familias, lo que muchas veces incluye el sostenimiento económico, dado que durante el año de servicio se tienen que dejar los oficios o empleos habituales. Incluso si la persona asignada para un cargo es migrante y radica en Estados Unidos o en otra ciudad de México, debe volver a su comunidad y desempeñar su encomienda.
Los rituales comunitarios para los cambios de autoridad en varios sitios también involucran los elementos religiosos, tanto cristianos como los de las raíces más profundas del pueblo, puesto que el cargo se asume poniendo al santo patrono del lugar como testigo del compromiso, de igual manera, las nuevas autoridades deben visitar o recorrer los sitios sagrados para el pueblo, para ir a empeñar su palabra de que cumplirán su deber con responsabilidad, humildad y dignidad. Ambos momentos son importantes, porque significa que los compromisos se adquieren no sólo con la gente, sino con las instancias sagradas, por lo que incumplir es quedar mal con el mundo terrenal y el mundo divino. Lo que nos recuerda que, al final de cuentas, sea la creencia que sea, la religión cumple su función de re-ligar, es decir, volver a reunir al pueblo l
La otra escena/ Miguel Ángel Quemain
Alejandro Luna, el escenógrafo integral
LA DESAPARICIÓN DE un artista plástico y teatral con la trayectoria y alcance de Alejandro Luna obliga a pensar en el respaldo no sólo de su obra, sino de la cauda que la acompaña y hace necesario recuperar los múltiples contextos que la explican y ayudan a entender el teatro en sus dinámicas de concepción, producción, realización y dirección de escena, así como la heterogeneidad del teatro nacional: el que se hace en todo el país mirando casi siempre al centro, compuesto por lo estudiantil, lo amateur, el ámbito profesional comercial, con la enorme influencia de la televisión (la radio parece que quedó muy atrás para directores y actores), lo profesional independiente y universitario sostenido en lo patrimonial, la experimentación y lo que de entretenimiento puede tener esta dupla.
Si se traza una línea de tiempo para entender los conceptos clave que desarrolló Alejandro Luna en la escenografía y cómo influyeron en el teatro contemporáneo, vamos a encontrar en el camino formas de entender la conformación de lo escénico a partir de una visión profundamente autoral. Alejandro (secreta y, a veces, explícitamente) se pronunciaba como parte integral de la dirección de escena. Cómo no iba a ser así, si la construcción del tiempo y espacio que determinaban la emotividad de la actuación y la atmósfera de las escenas las trazaba con una enorme humildad, pero también con gran firmeza y la convicción de que ese trazo conduciría a una concepción modeladora de la obra, tan importante como la costura fina que el director tenía la oportunidad de colocar en lo que de marioneta tiene cada actor y, desde luego, en los objetos que a pesar de su reposo están animados por la luz y el tránsito de los actores.
Invito aquí a los memoriosos y profundamente teatrófilos a recordar las puestas en escena de Alejandro Luna, en las que su vocación de director de escena apunta a conceptualizar la totalidad del montaje a partir de su intervención plástica. Su misma experiencia de actor, que él relataba con mucho humor y era, al fin y al cabo, la historia de una vocación postergada, muestran las posibilidades de meditación que el actor puede tener sobre el espacio.
Si me permiten algo de fabulación y testimonio oblicuo que tuve la oportunidad de ver en la fruición de su mirada, propondría que es incluso posible especular en cuáles/quiénes, actores/personajes eran con los que se identificaba para moverse en los espacios de sus gráficos. Los grandes directores con los que trabajó saben que si un cuerpo se movía primero entre los trazos materializados de sus diseños, era el del propio escenógrafo/actor/director Luna.
La profunda tristeza de no tenerlo más entre nosotros debe apuntar a su total rescate. Con esta palabra quiero decir que las instituciones correspondientes nos permitan apropiarnos de su legado, organizado y expuesto al alcance de todos, pues su trabajo no sólo aporta al teatro: es un legado para el cine, la plástica, la arquitectura y el diseño.
También el “rescate” de su persona, por supuesto (es un gusto volverlo a escuchar gracias al patrimonio que tienen Radio UNAM y TV UNAM), pero sobre todo de sus ideas, que con mucha concreción expresó públicamente en un par de oportunidades a propósito de reconocimientos recibidos. Por ejemplo, en la página de la Academia de Artes (https:// academiadeartes.org.mx//wp-content/ uploads/2019/09/DiscursoLunaAlejandro.pdf, 2019)
Escribe Luna lo que es una ruta estética: “el potencial expresivo del diseño del espacio para la puesta en escena lo constituyen tanto las dimensiones, la proporción, la escala, el color, la textura y los demás atributos de los límites del espacio, como la manera en que nos los revela la luz… La escenografía es un espacio organizado que es revelado por la luz”.
Es importante reconocer el aporte académico de Diego Montoya en Alejandro Luna: Aportes de una escenografía íntegral, publicado en la Revista Imágenes, del IIE, UNAM (http://www. revistaimagenes.esteticas.unam.mx/ alejandro-luna#_refa) como un ejemplo de la necesidad de una reflexión crítica que organice el patrimonio l
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Alejandro Luna. Foto: La Jornada/ Jesús Villaseca.
Cartas desde Alemania/ Ricardo Bada
Revolución, un libro revulsivo
HACE UN PAR de meses, un buen día llegó a mis manos un ejemplar de Revolución, de David van Reybrouck, enviado por mi cuñado Willy y del que ya teníamos la edición original, Revolusi (la palabra indonesia para designar a la revolución). Empecé a leer, pues, la traducción española, Revolución, y avancé de un tirón hasta la página 105, los tres primeros capítulos. Es apasionante, y la prosa de DvR tiene aquello que Borges tanto amaba, “la cortesía de la claridad”. Ya se puso en evidencia con su monumental historia del Congo y el expolio a que fue sometido por Bélgica, su país natal, un libro que figura con todo derecho junto al de Conrad, El corazón de las tinieblas, que se desarrolla en el mismo escenario. No me extrañaría que DvR fuese el primer autor del idioma neerlandés a quien le concedieran el Nobel. Lo merecería tanto como Mommsen (1902) y más que Churchill (1953), los dos únicos historiadores a quienes hasta ahora ha galardonado la Academia Sueca.
Revolución narra de manera magistral la historia de la lucha por la independencia de Indonesia, pero remarcando en qué medida esa historia condicionó la Historia Universal desde el vamos. Por ejemplo: DvR nos hace ver cómo el bombardeo de Pearl Harbor está directamente conectado con la conquista de los pozos petroleros en Indonesia. Es sólo un ejemplo de muchos de los que se incluyen en este libro, armado como una colcha de retazos, con testimonios personales recogidos por el autor en Indonesia, en Japón, en los Países Bajos, a lo largo de cientos de horas entrevistando a los protagonistas supervivientes de la enconada guerra por la independencia de un pueblo; un pueblo aherrojado en aras de una compañía mercantil respaldada por la marina, la aviación y el ejército neerlandeses, y a la mayor gloria de la Casa de Orange, la familia real en los Países Bajos.
Destaco el capítulo que enlista las masacres cometidas por el ejército neerlandés en 1947 en Indonesia. Destaco además el hecho de que en 1955, sólo seis años después de conseguida la independencia, Indonesia organizó en la ciudad de Bandung, al oeste de Java, el encuentro al más alto nivel de los líderes de los países africanos y asiáticos recién independizados también. Allá se dieron cita, entre otros, el egipcio Nasser, el ghanés Nkrumah, el indio Nehru, amén del propio anfitrión, Sukarno, fundando de manera solidaria el movimiento de los países no alineados, es decir, no dependientes del bloque occidental ni del socialista; una fuerza política neutral de gran importancia en el reordenamiento de la Historia Universal tras la segunda guerra mundial.
Revolución es un libro que podría leerse de un tirón, pero uno se engolosina más leyéndolo a “pequeñas diócesis”, como decía el camarero de La del manojo de rosas, a quien por ser tan redicho llamaban el Espasa. Anoto una muestra de lo poderoso de su estilo: “Quien viajara en aquellos años por la colonia [la actual Indonesia], podía ver al campesinado trabajando en silencio en los campos de arroz bajo un sol de justicia. Cuando los arrozales ya estaban crecidos, de vez en cuando se atisbaba un sencillo sombrero de mimbre trenzado que sobresalía entre los tallos, como un acento circunflejo en un libro francés del que hubieran desaparecido todas las letras.” ¡Chapeau, mijnheer van Reybrouck!
Para resumirlo en una sola frase: Revolución es el digno epílogo de Max Havelaar, de Multatuli, el más grande escritor neerlandés de todos los tiempos, autor de esa novela que fue la primera abiertamente anticolonialista de la Historia. Pero, como diria Rudyard Kipling, esa es otra historia de la que tal vez les hable en alguna de mis próximas Cartas l
Arte y pensamiento
Multitudinarias las ciudades
Yorgos Yeralis
Multitudinarias las ciudades de noche bellas, entre destellos multicolores ninguna luz, en el estruendo incesante ningún sonido, en innumerables rostros ninguna forma. De noche bellas, con la inmensa soledad en la multitud movediza, cuánto descanso, hablas no te oyen haces una seña y ellos sueñan, fluye el río reflejando estrellas disueltas, máscaras en una y la otra orilla. Bueno es en el multitudinario desierto abstraerse, no recordar si escuchaste “me ahogo” o “amor mío, llegaste tarde”, o algo aún más indiferente: “juntémonos un día”. Manos que ebrias se golpean, ojos insondables que no alcanzas, y los encuentros casuales y sin continuidad alguna, como los conocidos en los hospitales.
Yorgos Yeralis (1917-1996), abogado de profesión, nació en Esmirna, pero tras la Catástrofe de Asia Menor (1922) su familia, como miles otras, se refugió en Atenas. De 1942 a 1946, trabajó en Ferrocarriles Nacionales en Atenas, luego en varias editoriales y como parte del personal de redacción del Gran Diccionario de la Lengua Griega y de la Gran Enciclopedia Griega. Es autor de varios libros para niños y de nueve libros de poesía, tradujo obras de Albert Camus, Aleksandr Solzhenitsyn, François Mauriac, Françoise Sagan, Sófocles y Eurípides. Su obra ha sido traducida al inglés, alemán, francés, italiano, polaco, búlgaro y rumano. Obtuvo el Premio de la Sociedad de Escritores Griegos (1950), el Segundo Premio Estatal de Poesía (1957) y el Premio del Grupo de los Doce (1961).
Versión de Francisco Torres Córdova.
14 LA JORNADA SEMANAL 8 de enero de 2023 // Número 1453
Arte y pensamiento
Bemol sostenido / Alonso Arreola
Metaverso sonoroso
NACIMOS EN 1974. Eso da una posición curiosa ante el mundo virtual, ése que vimos nacer en los ochenta. Sí. Nuestra primera aproximación a una computadora fue la Commodore 64. Era impresionante pero poco aprendimos del lenguaje Basic. En lo que aparecían las genialidades de Apple, Microsoft y Windows preferimos entretenernos en consolas de videojuegos hasta que un buen día, por supuesto, dijimos “basta”. Comenzó allí nuestra separación de los códigos, las entrañas de la programación, para simplemente ser usuarios de una PC como instrumento de trabajo y de tantas cosas más. Y aquí seguimos, frente a ella, tecleando el nerviosismo por quedarnos atrás.
¿Sabe nuestra lectora, nuestro lector, que es la Web3? Digamos que es la era de internet que recién comienza ahora. En un principio existió la Web1, con páginas estáticas que sólo podíamos ver y navegar como testigos. Teníamos texto e imágenes, claro, pero no había interacción. Eran papel de luz. Luego llegó la Web2, con plataformas como Facebook, Twitter, Instagram, WhatsApp y YouTube, en donde finalmente podíamos crear cuentas y compartir contenido multimedia propio, aunque siempre controlado por grandes corporaciones a las que dimos la llave de nuestra intimidad, poniendo palomitas y dando “Aceptar” a diestra y siniestra.
Ello, como hoy se sabe, ha traído complicaciones con la regulación del mercadeo virtual y una nueva guerra entre gobiernos de ideologías disímbolas. Las regulaciones o prohibiciones a empresas como TikTok, verbigracia, muestran el poder de la big data en manos “enemigas”, puesta a fluir en algoritmos e inteligencia artificial. China contra India; Rusia contra Estados Unidos… Hacktivistas contra regímenes totalitarios… Todo por los millones de usuarios que van dejando su huella digital, oro molido para inversionistas y regímenes sedientos de manipulación.
En tal contexto surge la Web3, decíamos; un planteamiento más teórico que práctico que supone una internet propiedad de sus desarrolladores y de los usuarios, ambos comunicados a través de mecanismos cerrados que dejarían fuera a los poderosos de siempre. Algunos creen que será el futuro de la red; otros predicen el surgimiento de nuevos y peores intermediarios.
Nota: si de algo le sirve, ya hemos hablado aquí sobre Tokens, NTF (bienes no tangibles) y las cadenas de bloques (blockchains), tecnologías de encriptamiento, protección y transferencia de datos sensibles como las que se usan en las tarjetas de crédito o criptomonedas. Usted puede buscar todo ello en nuestro historial o con fuentes mucho más autorizadas, como Kevin Roose del New York Times. Su blog La guía cripto para despistados, disponible en español, es genial.
El caso es que si hoy escribimos sobre esto es porque, de pronto, nos sentimos un siglo más viejos buscando información a propósito del Festival de Música en Decentraland, ocurrido por segunda vez en noviembre pasado. ¿Qué es Decentraland? Un metaverso (programa) ejecutado en Ethereum (una de las criptomonedas más conocidas) para que usuarios de todo el planeta controlen y compartan su propio mundo virtual. Allí pueden comprar y vender bienes inmuebles digitales mientras exploran, interactúan y juegan tridimensionalmente con avatares diseñados a medida.
Dicho festival, planteado en semejante espacio onírico, ha contado decenas de tinglados y cientos de proyectos entre los que destacan nombres como los de Björk, Ozzy Osbourne o Megadeth, pero también artistas nóveles de numerosos e insospechados países (México incluido). Puede ver ejemplos de ello buscándolo en YouTube como “Decentraland Metaverse Music Festival”. Mejor aún, visite la página Decentraland.org y conozca todo lo que está pasando musicalmente allí, detrás de la pantalla, lejos de Zuckerberg, Musk, Bezos y sus secuaces. Por cierto, no es el único metaverso. ¿Se anima a dar el paso con nosotros? Nos vemos del otro lado. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos l
Cinexcusas/ Luis Tovar @luistovars
La indigestión de Alejandro (II y última)
PALABRAS MÁS, palabras menos, alguna vez Charles Bukowsky dijo que la buena literatura era aquella que hacía sencillo lo complicado, y la mala era aquella que complicaba lo sencillo. Transferido al cine, algo así sucede con Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, cuya trama es en el fondo tan sencilla que, de haberse contado de manera lineal, y si se hubiese prescindido de lo que aquí se denominó como “una larga y abigarrada serie de visiones relativas a su vida presente y del pasado inmediato”, habría podido contarse en media hora o quizá menos. Dicho de otro modo, la mínima trama es apenas un pretexto para justificar las mencionadas visiones pues Gama, el protagonista, está en coma y es en dicho estado cuando tienen lugar; claro está, sólo para él.
En ese entendido, y sin olvidar que se trata de un filme confesamente autobiográfico, no hecho para entender sino para sentir, como también se dijo aquí, lo que sucede/no sucede en la mente de Gama/ González, en tanto materia onírica, puede ser literalmente cualquier cosa, si bien ese “cualquier”, como resulta obvio, ha de circunscribirse a la memoria, la experiencia, el imaginario, las pulsiones y las obsesiones del protagonista.
Según se ve en el filme, de todo lo anterior destacan el nacionalismo, vivido y entendido desde una lejanía buscada para ganar en perspectiva pero causante de desconocimiento; el sentido de arraigo/desarraigo, patente en el malinchovinismo de querer ser algo así como “el mexicano más importante para los no mexicanos”; la opinión que Gama/González tiene de sí mismo, manifiesta en la congruencia o incongruencia entre el ser y el deber ser autoimpuesto, con la consecuente culpa o beneplácito, según sea el caso; y finalmente, de la mano de lo anterior, la opinión que de él podría tener –puesto que ya ha muerto– su padre, permanentemente cotejada con la que él mismo percibe que tienen sus propios hijos.
Quiero pero no puedo (vomitar)
SILVERIO GAMA no, pero Alejandro González sí, debió ser consciente del gran
riesgo de percepción implícito en el hecho de haberle dado a sus onirismos un tono ridículo, más que fársico. Por ejemplo, con la inicial secuencia de la batalla de Chapultepec, luego evocada en el área migratoria del aeropuerto de Los Ángeles, sucede lo mismo que con otras por el estilo: la gratuidad onírica, de aparente propósito desacralizador, se traiciona sola por culpa de la franca payasada, que en el mejor de los casos mueve a desconcierto.
Tal vez lo anterior no sería problema si ese tipo de farsas exponenciales, retomadas en más de un punto, no descansaran sobre la misma base que otras alucinaciones cuyo evidente cometido es el de ajustar cuentas consigo mismo –con su pasado reciente, con sus decisiones, con sus conocidos–, sobre todo a través del imaginario reencuentro con su madre y su padre, respectivamente. Considerando dicho propósito, no se supondría que dichas situaciones suscitaran burla, pero el mal icónico/conceptual ya estaba hecho desde el mismo arranque –verbigracia: como se niega a nacer, el hijo muerto debe ser empujado de regreso al vientre y la madre, después, arrastra un cordón umbilical sanguinolento largo como extensión eléctrica–; de este modo, cuando el filme arriba a la secuencia nodal, la del reencuentro con el padre, la enanización del protagonista y la escatología de fondo –están en un baño público pestilente, al principio falo en mano– poco o nada contribuyen a la epifanía freudiana, por decirle de alguna manera, que se pretendía, a menos que la intención haya sido precisamente el autoescarnio mediante el ridículo.
Además de ser un limbo nimbado de obvios y abundantes “préstamos” fílmicos y una suerte de purgatorio-desierto por recorrer a saltos kilométricos, el “estado intermedio” de Gama/González –acepción del Bardo del título– es uno donde el éxito, tema central del diálogo filopaterno, significa fracaso, del cual el protagonista se arrepiente y quisiera vomitarlo pero, como no lo consigue ni a fuerza de “autocrítica”, seguirá provocándole una indigestión de sí mismo durante un lapso indeterminado, tal vez por siempre l
15 LA JORNADA SEMANAL 8 de enero de 2023 // Número 1453
t : @LabAlonso / ig : @AlonsoArreolaEscribajista
Víctor Mandrago
Delicias de un patrimonio: la cocina indígena en México
Elogio y reivindicación de la gran diversidad de la cocina mexicana popular, es decir, la que tiene sus orígenes –e indudable vigencia– en la cocina de los pueblos indígenas de nuestro país, riqueza que la hizo merecedora a la declaracion de la UNESCO como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.
Al ser la mexicana la primera cocina reconocida en el mundo como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, la importancia de nuestra diversidad gastronómica nos obliga a degustarla mejor. En este sentido, no se puede entender la culinaria de México si no se conoce la cocina indígena; alimento de Mesoamérica que, a la par del antiguo Egipto, China o Mesopotamia, como lo han dicho eruditos del talante de don Miguel León-Portilla, es referente de las llamadas civilizaciones originarias en la historia universal.
Desmenucemos con calma esta materia. Aunque la comida indígena es la base de la cocina tradicional mexicana que fue distinguida por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), la diversidad de esta cocina es poco conocida y ensayada entre la mayor parte de los mexicanos. Sin duda, influye el aspecto geográfico; la mayoría de los pueblos originarios suelen estar lejos de los centros de la población.
Sin embargo, aunque desviemos la mirada, hay un problema de mayor gravedad. En México existe la discriminación racial. Por ejemplo, la palabra “naco” y el uso de la palabra “indio” de manera despectiva. Esto se refleja, también, en nuestra mesa. Gran cantidad de mexicanos, por ignorancia o manipulación mediática o histórica, creen que es de “mejor posición social” comer platillos italianos, franceses o alemanes que comerse una quesadilla de huitlacoche, de quelites, quintoniles o de flor de calabaza.
El pulque es un buen ingrediente para ilustrar este merequetengue. En el siglo XX el consumo de esta bebida disminuyó notablemente debido a mala publicidad que planeó la industria cervecera. Al difundir la mentira según la cual los pulques eran fermentados con excremento humano o de vaca, ahuyentaron la demanda y lograron que la cerveza, hasta la fecha, sea uno de los negocios más redituables en este país.
Por eso, en este pasaje, es importante señalar que el reconocimiento de la más alta autoridad cultural del planeta a la cocina tradicional mexicana como patrimonio mundial, no fue a la cocina de los chefs “elegantes”, a la cocina fusión, a la cocina de autor o a lo que muchos pedantes llaman nouvelle cuisine mexicaine
La declaratoria de la UNESCO fue a la cocina tradicional mexicana y ésta es la cocina de los
Gran cantidad de mexicanos, por ignorancia o manipulación mediática o histórica, creen que es de “mejor posición social” comer platillos italianos, franceses o alemanes que comerse una quesadilla de huitlacoche, de quelites, quintoniles o de flor de calabaza.
tianguis, de los pueblos, de nuestras familias y su base es el maíz, el chile y el frijol. Es decir, es un reconocimiento a la cocina popular, a la cocina tradicional mexicana, y es ésta la que tiene una fuerte raíz indígena, como lo ha señalado el historiador José Iturriaga de la Fuente, participante en la elaboración del expediente con el que se declaró, en 2010, a la cocina tradicional mexicana como patrimonio de la humanidad.
Para los convidados que dudan de esta importancia, añadimos otro argumento. Esta cocina, sin hacer tanta alharaca, representa más de la mitad de la colección Cocina Indígena y Popular de México, conformada por más de cincuenta tomos. En ella se pueden descubrir algunos tesoros culinarios de los más de sesenta pueblos autóctonos que habitan por casi todo el país y dan vida y fortaleza a la cornucopia cultural de la nación.
Aquí una probadita. La cocina hñahñu ofrece, por ejemplo, mole de tuna amarilla, tunas
rellenas de escamoles, consomé y salsa de xoconostle; los tepehuanes sorprenden con carne de venado, ardilla, armadillo, codorniz y de conejo.
Los nahuas de Tlaxcala preparan conejo silvestre a las brasas, pato y charales en chilpoctli, atole de masa, tamales de ajolote o pulque medicinal para los enfermos del cuerpo o del amor.
¿Piensan que estos ingredientes son difíciles de encontrar? Varios están cerca, sobre todo los vegetales, que se pueden conseguir en los mercados o incluso en los patios o las calles. Las carnes están los domingos en el mercado de Aculco, Estado de México; entre semana, en el de San Juan, Xochimilco o en los tianguis de Tláhuac o Milpa Alta en Ciudad de México; otra opción es enterrar los teléfonos celulares, subir a un autobús y visitar la feria gastronómica de Santiago de Anaya, en el estado de Hidalgo. Por la biodiversidad de México casi en cada rincón encontramos alimento.
Antes de levantar manteles, aquí el postre. El conocimiento ancestral de las cocinas indígenas, como lo ha planteado la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), también puede utilizarse para combatir problemas de salud como la obesidad, la diabetes o la desnutrición que afecta a México y a otros países debido al consumo enfermizo de la llamada comida “chatarra”, la desigualdad social o el incremento irracional de la vida sedentaria.
Para dar fin a este escarceo culinario, dejamos esta referencia. Parte de los recetarios, en pdf, sin costo, los pueden encontrar en internet o, si los prefieren en físico, hay que buscar los tomos de la serie en librerías y bibliotecas con el nombre de Cocina Indígena y Popular, de México. Buen pipirín l
16 LA JORNADA SEMANAL 8 de enero de 2023 // Número 1453
Cocina poblana, Agustín Arrieta, 1865.