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■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 9 de noviembre de 2014 ■ Núm. 1024 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

Sergio gómez montero enrique Héctor gonzález JoSé ángel leyva guStavo ogarrio elena PoniatowSka

J osé

R evueltas y la desobediencia crítica


9 de noviembre de 2014 • Número 1027 • Jornada Semanal

bazar de asombros NOTAS SOBRE LA HISTORIA DE LA PRENSA (v de viii) “¡Ay, José, cómo me acuerdo de ti con estas Revueltas!”: esta frase, repetida a lo largo de las últimas cuatro décadas en innumerables mantas, pintas y pancartas en manifestaciones políticas y de reivindicaciones sociales de todo tipo, simboliza bien el espíritu del narrador, guionista, ensayista, intelectual, politólogo y siempre militante José Revueltas, cuyo centenario se cumplirá el próximo 20 de noviembre. Los textos de Gómez Montero, González, Leyva, Ogarrio y Poniatowska que presentamos aquí abordan, desde distintos flancos, el inmenso ejemplo de congruencia ideológica, de capacidad crítica, de gran refinamiento literario y, sobre todo, de altísima estatura humana representado en el autor de El luto humano, Los días terrenales, El apando y Dios en la tierra, entre otros títulos insoslayables.

Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx

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ennet, Dana, Greely y Pulitzer, a pesar de su ade­ cuación a los datos esenciales de un sistema en el cual creían y para el que proponían reformas tendientes a su perfeccionamiento, eran buenos li­ berales y estaban convencidos de algunos aspectos románticos característicos del periodismo informal; en cambio, William Randolph Hearst se olvidó de las tradiciones del periodismo liberal y, como hombre con los dos pies sólidamente plantados en la tienda de la sociedad mercantil, se desembarazó de pre­ juicios morales para inaugurar los años y los daños de la prensa burguesa. Mientras que los teóricos del pe­ riodismo estadunidense de la vieja escuela apelaban a la búsqueda de una conciliación, siempre precaria, entre su objetivo y los imperativos económicos o las presiones del poder, el equipo financiero de los pe­ riódicos de Hearst se preocupaba por un solo aspec­ to: el crecimiento de los costos de producción y la necesidad de vencer la competencia, aumentando la circulación. Esto, a la postre, vino a conformar to­ da la vida de los diarios de Hearst y a señalarles las líneas políticas y publicitarias más convenientes para enfrentarse a los conflictos económicos. Lo que se buscaba era el éxito financiero y la influencia política. Para lograr estas metas todos los medios estaban permitidos. Muy pronto, Hearst vio cómo se hundían los periódicos de la vieja escuela. El nuevo imperio se levantó sobre las bases de una mentalidad y una or­ ganización de empresa mercantil. Para destruir la competencia y vender más ejemplares de sus dia­ rios, Hearst no reconoció límites para sus tácticas: inventó noticias, organizó guerras. Es de citarse un telegrama que envió al fotógrafo Remington que se encontraba en Cuba en los días en que se fraguaba la guerra contra España: “Por favor quédese. Usted po­ ne las fotografías y yo pondré la guerra.” Las ligas de los periódicos estadunidenses con los distintos grupos del poder político y económico se afianzaron en los primeros años del siglo xx . En esa época, algunos diarios dedicaban hasta el sesenta y cinco por ciento de su espacio a los anuncios comer­ ciales, y las grandes empresas, con el objeto de re­ ducir los costos de sus campañas publicitarias, deci­ dieron adquirir diarios ya prestigiados, fundar nuevas publicaciones, especialmente revistas semanarias, y

Hugo Gutiérrez Vega

echar a andar un complejo proyecto de concentra­ ción económica consistente en la organización de cadenas de periódicos que funcionaban en las gran­ des ciudades y de una manera especial en las peque­ ñas ciudades de la provincia. La estructura econó­ mica del país, basada en la libre empresa, permitió a los propietarios de los trusts financieros entrar a saco en los terrenos ocupados antes por los periodis­ tas profesionales. Desde ese momento, un buen nú­ mero de publicaciones periodísticas cambiaron su forma de financiamiento y revisaron sus objetivos. La prensa era ya un negocio organizado, una industria cuya materia prima era la noticia y en el que los aspec­ tos profesionales y el trabajo intelectual estaban su­ peditados a los requerimientos y los propósitos del aparato financiero. Un fenómeno similar se presentaba en la mayor parte de los países del mundo. Los periodistas profe­ sionales pasaron a ser empleados de los propietarios de la industria periodística. De esta manera los con­ troles y las presiones sobre la prensa se multiplicaron. Ya no sufría, tan sólo, la censura de los poderes po­ líticos: a ésta se sumaban las presiones de los gru­ pos financieros y las decisiones de los propietarios de los negocios informativos. La corrupción hizo fácil presa de muchos periodistas, quienes aceptaron las reglas del juego del sistema y vendieron su trabajo intelectual al mejor postor. La prensa domesticada se convirtió no solamente en servidora, sino también en promotora del orden burgués. Por esta razón, los periódicos que no aceptaron el juego y que siguieron la línea de conducta crítica propia del pensamiento liberal, fueron hostilizados y, en muchas ocasiones, asfixiados por medio de maniobras financieras. La crítica marxista se enfrentó al manoseado y desna­ turalizado concepto de libertad de prensa, desen­ mascaró las trampas y mostró la cara de los titiriteros que movían los hilos desde la oscuridad de sus gabi­ netes y de sus salones de juntas de negocios

(Continuará)

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Portada: Escritor telúrico Ilustración de Mariana Villanueva Segovia

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Revueltas José Ángel Leyva

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y el mal

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Foto: cnl / inba

Revueltas quiso distinguir a su narrativa como una escritura del realismo social.

n Revueltas vida y obra funcionan como un todo orgánico, cada parte contribuye a la realización de las otras que constituyen su necesidad de saber y de ser. Su moral revolucionaria es también la del escritor que no claudica ni ante sí mismo porque es, sobre todo, un hombre habitado de preguntas más que de certidumbres y consignas, guiado siempre por el amor al otro y a la vida. Tras la lectura de su reportaje “El sádico de Tacuba”, publicado originalmente en El Popular, en 1942, confirmo la estrecha relación de su escritura literaria con el periodismo, pero sobre todo con una visión de la condición humana desde una perspectiva no explícita y sí implícita del mal, más allá del cuadro teórico marxista. Revueltas aborda el proceso judicial y las investigaciones médicas en torno a Goyo Cárdenas, el estudiante de química convertido en asesino serial, con un profesionalismo impecable, sin emitir juicios ni opiniones, simplemente presentando el caso y las disputas de los especialistas por imponer su razón y su diagnóstico. Revueltas no hizo de este ejercicio periodístico una pieza literaria, aun cuando la historia representa una tentación para cualquier escritor de su estirpe, como lo hizo Truman Capote en A sangre fría. Quedan sí, a la vista, su espíritu testimonial y la curiosidad por los motivos que impulsan al hombre al asesinato. La pesquisa del reportero y la experiencia carcelaria son fuentes directas del autor de una literatura única no sólo en su generación, sino en las nuevas, que comienzan a debatir acerca del periodismo narrativo o de la literatura testimonial. Revueltas quiso distinguir a su narrativa como una escritura del realismo social. Quizás por ello se la han escatimado virtudes y reconocimientos que poco a poco emergen sin prejuicios. La visión revueltiana envuelve el drama de la libertad, el hombre cautivo en su imposibilidad de ser en la diferencia, en el otro. En su libro El mal, Rudiger Safranski cita la visión teológica y cósmica de Schelling: “Por medio de su libertad el hombre puede convertirse en cómplice del Dios inacabado. El abismo en Dios y el abismo del mal en la libertad humana están unidos entre sí […] la libertad incluye siempre la opción del mal.” Son frecuentes las referencias bíblicas de Revueltas en cada una de sus novelas y sus cuentos, sus adjetivaciones connotan siempre esa potencia sobrehumana y antinatural, la cerrazón ante otra fe, otro pensamiento, una humanidad distinta. Seres blindados en su razón o aislados en el dogma, como en el cuento “Dios en la tierra”: “La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de Dios.” La compasión no tiene lugar en esa determinación de venganza, de “justicia”. Los cristeros estacan vivo al maestro que da agua a los soldados federales, lo encajan por la entrepierna tirando de sus extremidades para que luzca como un espantapájaros. “Todas las puertas cerradas en nombre de Dios.” Safranski cita a Einstein cuando nos previene acerca de la perversión de la ciencia, cuyo espíritu brota de la capacidad humana para rebasar sus límites e intereses egoístas y dirigir su mirada a la totalidad de la naturaleza a la cual pertenece. Pero la ciencia traiciona ese espíritu cuando se pone al servicio de fines egoístas y materiales, sin reconocer la dimensión del hombre limitada en el tiempo y el espacio, como una entidad independiente que no es otra cosa que una ilusión óptica de la conciencia. “Esta ilusión es, para nosotros, una suerte de prisión, que limita nuestras aspiraciones e inclinaciones a unas pocas personas cercanas a nosotros. Es tarea nuestra liberarnos de esta prisión.” El universo narrativo de Revueltas es también un presidio, un apando. Lo abyecto sucede en ese ámbito oscuro de la conciencia, la sociedad vive entre las paredes de su enajenación material, de su individualismo atroz que se consagra en la desaparición del otro, en su negación o su eliminación. Pero no sólo es la sociedad capitalista, lo es también la experiencia del socialismo real, donde las masacres de opositores e inadaptados no fueron menores y la crítica y el disenso fueron tronchados con guadaña, como lo narra Víctor Serge en El caso Tulayev. Tarde o temprano, los inquisidores y victimarios pasaron a ocupar el lugar de sus víctimas. Es poco probable que Revueltas haya leído a Hanna Arendt y hubiese reflexionado sobre la “banalidad del mal”. En su novela Los motivos de Caín parece responder a esa perspectiva del mal desde la esfera de los buenos. Revueltas nos coloca ante la tortura y la negación de los derechos humanos por parte del Ejército de Estados Unidos durante la guerra de Corea y el macartismo, encarnado en la más fiera y paranoica persecución de los comunistas que representaban el demonio.

Estaba pues justificado degradar al enemigo como personas y como seres vivos. Revueltas parece haber leído las noticias sobre los casos de tortura y humillación de los cautivos musulmanes en Guantánamo. Ya no comunistas sino terroristas, fundamentalistas, extraños, bárbaros. El mejor ejemplo de esa perspectiva periodístico-literaria y de banalización del mal se halla en el epígrafe del cuento “Hegel y yo”: “Agente del Ministerio Público:… y todavía no se contentó usted con la forma de haber dado muerte a su víctima, sino que a puntapiés, es decir, a patadas, condujo la cabeza del occiso hasta el basurero próximo… El Fut: Sí señor, cómo lo había de negar yo. Así fue, tal como usted lo dice. Pero no lo hice por mal, señor. Verdad de Dios que no lo hice por mal. ¿Cómo quería que yo agarrara esa cabeza con las manos, cuantimás habiéndolo yo matado, digo, siendo yo el autor de la muerte de ese occiso? No lo hice por mal, señor… Agente del Ministerio Público: ¿Así que lo hizo por bien…? El Fut: Sí, señor, como todo mundo puede ver si lo mira en mi corazón. Lo hice por bien…


JoséRevueltas

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o la entereza

Elena Poniatowska

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ntes de cualquier otra averiguación, quisiera advertirles a mis jueces que no soy crítica de literatura, que ni en sueños pienso compararme a Philippe Cheron, Evodio Escalante, Álvaro Ruiz Abreu, mi muy querido y admirado José Joaquín Blanco, Edith Negrín, Sonia Peña, Christopher Domínguez, José Manuel Mateo, grandes especialistas en José Revueltas. Mi acercamiento es sólo reverente y amistoso y, para hablar en este foro, pido permiso primero. A José Revueltas le era más familiar la muerte que la vida, el dolor que la alegría y, sin embargo, buscó siempre el calor de los más desposeídos, los obreros, los campesinos, los ignorantes, las prostitutas, los sin amor, los fracasados, los encarcelados, los de a pie. En 1968, Revueltas aún era un hombre fuerte, incluso físicamente. Salió airoso de más de una huelga de hambre. Sonreía, un tanto distante, descreído, ajeno a la admiración que suscitaba. Lo buscaban mucho los jóvenes, primero los Espartacos, luego los líderes del ’68 reunidos en una crujía que no era la de todos, sino un redondel en el que se abrían paso en medio del asfalto unos escuálidos arbolitos en la cárcel preventiva o Palacio Negro de Lecumberri. Todos los sesentayocheros recurrían a él, como seguirían buscándolo hasta su muerte. Manuel Marcué Pardinas, Eli de Gortari, Armando Castillejos, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, lo veían un poco como se ve lo que no se entiende. Heberto Castillo le aconsejaba que no fuera a ingerir la cocción embriagante de cáscara de plátano que hervía durante horas en un perol ennegrecido porque le perforaría los intestinos. Salvador Martínez della Rocca, el Pino, destilaba con un alambique otro tipo de alcohol que a todos convidaba con la ruidosa generosidad que lo caracteriza. También andaba tras él el joven escritor de la llamada onda, José Agustín, originario de Acapulco, que en Lecumberri y en esos mismos años escribió El rock de la cárcel. Cada tercer día con su hoja en la mano corría a enseñársela a su crujía. A Revueltas se le podía enseñar todo, decir todo. Sus amigos fueron Roberto Escudero, su compañero de celda Martín Dozal, Raúl Álvarez Garín, Gilberto Guevara Niebla, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, que murió hace poco, y casi todos los chavos rebeldes y revolucionarios de 1968. Era bonito verlo entre ellos, mirarlo prender el enésimo cigarro y encajarlo en una boquilla en un gesto que nada tenía de proletario; discurrir largamente con su voz cascada ante estos cachorros que apenas iban cuando él estaba de regreso de todo. Menos del amor, claro está. Porque si hubo un hombre que supo amar a las mujeres o a una sola mujer entre todas las mujeres o a todas las mujeres en una sola, o a muchas pero cada una a su tiempo, ese fue José Revueltas. A mí me habría encantado encontrármelo en un autobús, sentado al lado de un león, o en la banca de un parque y escuchar su arenga a los perros, porque eran los únicos que habían acudido al mitin, o verlo sortear las tribulaciones que son parte de la vida de un militante que nunca El día de su detención en 1968, acompañado por su esposa María Teresa y el hijo de ambos Román

sabe si va a comer o si encontrará en el fondo de la bolsa de su pantalón una moneda para su transporte. Me habría emocionado oírlo decir la frase que justificó su vida entera: “En realidad yo tengo un amplio, profundo trabajo que realizar por México.” Sí, Pepe, sí: tú sí hiciste un amplio, un profundo trabajo por México. Sonreía bajo su bigote y su piochita de chivo a la Ho Chi Minh, enseñando sus dientes manchados de nicotina, dientes de hombre sufrido, dolido por la suerte de los demás, de hombre que escogió desde el primer momento estar del lado de los jodidos. Su estado natural –a pesar de su capacidad de enamoramiento, ya que Revueltas se enamoró mejor que ningún otro hombre, hasta perderlo todo, hasta empezar de nuevo, hasta el enloquecimiento–, su estado natural era el de la pasión y el del olvido de todas las reglas, el del perro enyerbado, el de sus más tiernos

años, el de la celda carcelaria y el del sufrimiento de todos los hombres. Siempre me maravillaron las apariciones que hacían sus mujeres en su literatura; una que casi no iba vestida, descalza, la ropa en jirones, bella y escalofriante como una tempestad de la que Revueltas escribió: “Era hermosa como un relámpago y amaba como si matara, como una criminal que ya no tiene nada en el mundo sino ese amor, suyo hasta el exterminio y la ceniza.” O la de Cecilia en El luto humano frente a Úrsulo: “Cecilia era fieramente suya, como si se tratara de algo a vida o muerte. Suya como su propia sangre o como su propia cabeza o como las plantas de sus pies. La quería cual un desposeído perpetuo, sin tierra y sin pan; cual un árbol desnudo y pobre.” Sobre la protagonista de Los errores, Elena, el enano, escribió frases atroces, orozquianas, describe a un cerdo de un metro de alto, de párpados hinchados y rostro de náufrago a la que el Muñeco, su padrote, besa de vez en cuando hasta lograr exterminarla. A propósito del exterminio, escribió desde Perú, en 1943, en un viaje como periodista para la revista Así a su esposa Olivia Peralta: “Mis colegas de a bordo, Fernando Benítez y Luis Spota, se portan muy bien. Hemos fraternizado como amigos y no tengo nada de qué quejarme en relación con ellos, antes al contrario, Spota está corrigiendo una última novela suya, de la cual me ha leído algunos capítulos. No está mal, pero le falta hacerse mucho más desde el punto de vista humano. Le he dicho a Spota que le hace falta sufrir, y tal vez no personalmente, sino sufrir por los demás, para llegar a ser un buen artista.” ¿Hace falta sufrir? ¿Sufrir por lo demás? ¿No fue esa la vida de Revueltas que se echó la culpa de todo el movimiento estudiantil de 1968 y terminó en la cárcel de Lecumberri? Escribió que la muerte es maravillosa. Y también escribió del fuego. Y del cielo. Dijo textualmente: “Dios ha de decir desde las alturas: este cabrón no cree en mí: pero soy hijo de la chingada si no me lo traigo al cielo.” Era bonito verlo en Ciudad Universitaria, un portafolio bajo el brazo, su pelo ya largo (nunca tanto como en la cárcel), los anteUna de sus fichas de detención


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De izquierda a derecha: Manuel Marcué Pardiñas, José Revueltas, Eli de Gortari, Carlos Sevilla y un compañero del Sindicato de Autores de Cine. Lecumberri, 1970

del árbol

“En realidad yo tengo un amplio, profundo trabajo que realizar por México.”

ojos coronando su cabeza, atravesando la explanada para asistir a una u otra de las reuniones del Consejo Nacional de Huelga en cualquiera de los auditorios. A los jóvenes, él los llamaba “compañeros”, pero muchos de ellos, los de Filosofía y Letras, los de Ciencias Políticas, lo llamaban “maestro”. Respondía a las preguntas más inoportunas; nadie, ni hombre ni mujer, le pareció despreciable, escuchaba hasta a los más simplones sin una sola chispa de fastidio o de ironía en sus ojos cansados y, cuando terminaban su perorata, tomaba la palabra con su voz dulce, cada vez más entrecortada: “Pues mire usted, compañerito...” En 1968 era común verlo a cualquier hora en un salón de Filosofía y Letras escribiendo en una mesa que algunas veces le servía de cama. Los muchachos lo asediaban y nunca dudó en integrarse al movimiento pese a su edad, su mala salud y la avalancha de críticas. Apoyó durante los

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En Lecumberri, 1970

146 días del movimiento al Comité de Lucha de la Facultad de Filosofía y Letras; protegió a Alcira, la uruguaya que permaneció un mes encerrada en el baño de mujeres cuando el ejército entró a Filosofía y Letras; apoyó a jóvenes que en la calle habían sido amenazados. (Sobre Alcira Soust, Roberto Bolaño hizo una novela: Amuleto).

La verdad primero De la cárcel, Revueltas lo sabía todo. Desde muy niño se puso de parte de los marginados. Y ponerse de su parte no era echar largos discursos desde alguna curul o sentarse en torno a una mesa de café, sino compartir su vida hasta la médula de los huesos, allí donde los pensamientos duelen y se encajan y no dejan respirar. A los catorce años entró al Socorro Rojo Internacional y a los quince participó

en una protesta de apoyo a la Revolución de Octubre. Fue él quien colocó una bandera roja en el astabandera de la Catedral Metropolitana. Salió de las Islas Marías por intervención del general Múgica, quien alegó que era menor de edad. Regresó a Ciudad de México y, a las dos horas, ya era secretario juvenil de la Confederación Sindical Unitaria de México. Organizó entonces una huelga en Ciudad Anáhuac, Nuevo León, y lo enviaron de nuevo –sin proceso– a las Islas Marías, condenado durante diez meses a trabajos forzados. Recobró la libertad en 1935, durante el régimen de Lázaro Cárdenas; o sea que, entre 1932 y 1934, José estuvo en la cárcel tres veces, dos en las Islas Marías y una en el Tribunal de Menores. Nunca le preocupó estar rodeado de agua por todas partes, al contrario; en las Islas Marías escribió Los muros de agua, pero antes había escrito un capítulo de “El quebranto”, que creyó novela y quedaría definitivamente en forma de cuento. Gregorio, el protagonista de Los muros de agua, nos narra la vida de los desgarrados, los desposeídos de la tierra. Al igual que Revueltas, Gregorio inquiere, titubea, lo atormentan las dudas y las contradicciones. Desde el principio Revueltas discrepó de la política tradicional. ¡Cuántas veces lo obligaron a retractarse! Lo cierto es que fue un hombre libre –“dialéctico”, diría él– y sus actos, poco ortodoxos, muy pronto dejaron de seguir la línea estalinista. Amante de la verdad hasta el escarnio, Revueltas defendió al poeta Heberto Padilla, condenado por el castrismo, y perdió la amistad de los cubanos, cosa para él muy dolorosa. Aceptó también ir a una reunión a Santiago de Chile para hablar en contra del antisemitismo en la Unión Soviética, exponiendo un trabajo que le costó lágrimas de sangre. Su tercera novela, Los días terrenales, fue destrozada por el Partido Comunista y sus compañeros de la célula “José Carlos Mariátegui” lo satanizaron por mal comunista. Enrique Ramírez y Ramírez, primero en El Popular y luego en El Día, lo condenó cuando él mismo habría de terminar en el Pri , el partido oficial. Revueltas humildemente aceptó la crítica y retiró su novela de la circulación, y Los días terrenales sólo volvió a aparecer cuando los dogmas estalinistas se eliminaron de la dirección del partido. De todos los intelectuales mexicanos, fue el que mejor se alejó de honores y preseas. Dijo que jamás aceptaría ser miembro del Colegio Nacional y que si le ofrecieran ingresar a la anquilosada Academia de la Lengua sería tanto como entrar a la corte de Felipe ii . Libre de ataduras, aunque no era vasconcelista, definía al vasconcelismo como “el intento más sano de buscar una esencia de la cultura nacional”. Años más tarde, le habría parecido estupendo que los intelectuales salieran a la calle, como Regis Debray, Foucault, Costa Gavras, Yves Montand, etcétera, como sigue

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ENSAYO ahora salió Adolfo Gilly a protestar al lado de Cuauhtémoc Cárdenas. Pedía a gritos que los intelectuales no fueran contempladores y saludó la renuncia de Octavio Paz a la embajada de México en la India, a raíz del movimiento estudiantil de 1968.

SenciLLez y coherencia Lo conocí en casa de la poeta costarricense Eunice Odio, cuando José era más joven y no llevaba barba. Separado de su primera mujer, Olivia Peralta, se había casado con Mariate Retes y escribía guiones de cine. Era un hombre pequeño, delgadísimo, con hambre en los ojos. El mismo Revueltas escribió: “Cada vez que me encuentro con un comunista de los treintas –y quedan pocos– me basta mirarlo a los ojos: son un pozo de tristeza, de larga, increíble soledad. Queda algo importante: el amor que nos tenemos y la decisión –desesperada, si lo quieres– de seguir luchando. ¿Fe en el hombre? Quizá no pueda contestarse afirmativamente.” Lo mismo podría decirse de él, niño de las Islas Marías, que en cada uno de sus ojos había un pozo de tristeza. Pero nunca se quejaba, al contrario, mentaba madres, pero aceptaba con humildad los juicios en su contra, los denuestos de quienes le eran harto inferiores. Esa noche, Revueltas era la figura más entrañable de la reunión, por su encanto, por su ingenio, su generosidad sin límites y porque a pesar de su leyenda tenía la sencillez de los grandes. Pensé que Durango era el único estado de la república que podía enorgullecerse de haberle dado a México una familia de creadores, y que este hombre obsesivo y solitario (a pesar de sus amores) era el autor de la frase que ahora se repite en todas las manifestaciones: “¡No están solos!”“¡No están solos!” Todos los Revueltas destacaron: en cada uno ardía la chispa sagrada. Silvestre, el músico extraordinario, quizá el mayor que ha dado nuestro país; Fermín el pintor; Rosaura, la actriz de la película censurada La sal de la tierra. José, el más joven, discutía con Margarita Michelena, su amiga, y en él buscaba yo la pasión o, mejor dicho, la desesperación de los Revueltas. Cuando José se disponía a enseñarle el manuscrito de su primera novela a su hermano, Silvestre murió. Así como José, Silvestre era alcohólico. Tanto los hijos de José como Eugenia, hija de Silvestre, tuvieron la certeza de que sus padres hacían algo trascendental para México y nunca lamentaron abandono y pobreza, al contrario, José respondió a sus inquisidores que la suya era una familia común y corriente de Durango, que su padre había muerto cuando él era aún un niño y que cuando trabajó por primera vez lo hizo en una tlapalería. Más tarde habría de contarme Guillermo Haro, su compañero de generación, que Revueltas y él distribuían la revista Combate en 1941, en la sierra de Puebla, y que la repartían –por encargo de Narciso Bassols, quien fuera más tarde ministro de Educación– a los pueblos más distantes. A lomo de mula, de burro o, cuando bien les iba, a lomo de caballo, salían con su paquete de revistas bien amarrado y terminaban invariablemente en la cantina, porque la mayoría de los campesinos no sabía leer y entonces los dos militantes los invitaban para explicarles lo que decía la revista frente a una convincente cerveza. Alguna vez, cuando Revueltas le comunicó a Bassols que no podría salir a repartir Combate porque su mujer, Olivia, estaba a punto de dar a luz, Bassols respondió: “¡Qué contratiempo, camarada Revueltas, qué contratiempo. ¿No podría su mujer parir otro día?” José Revueltas tuvo cuatro hijos con Olivia Peralta: Andrea, Fermín, Pablo (por Pablo Neruda) y Olivia. El quinto hijo es el músico Román Revueltas Retes, hijo de María Teresa Retes. La sexta, su última hija, Moura, nacida en Cuba, es médica y podría curarnos a todos.

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Su hija Olivia (Revueltas Peralta), música jazzista, considera que el apellido Revueltas es una bomba. Llevarlo la atenaza, le quema la garganta y las manos. “Soy hija de un amor pavoroso porque mi madre, a punto de separarse, se planteó: ‘¿Para qué tengo esta hija si él ya me va a dejar?’ Yo soy la última de los hijos del matrimonio RevueltasPeralta, porque José se enamoró de Mariate Retes. Mi madre pensó en abortar, pero Teresita Proenza, secretaria de Diego Rivera, le dijo: ‘¿Cómo sabes si este hijo que esperas no va a poner muy en alto el nombre de Revueltas?’” José Revueltas con su primera esposa Olivia Peralta

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¿Qué compartía con Revueltas? En su última cárcel en el negro palacio de Lecumberri, Revueltas escribió El apando, una de las joyas de la literatura mexicana, un libro de apenas cincuenta y seis hojas, escrito entre febrero y marzo de 1969 en su celda, al lado de Martín Dozal Jottar, su compañero, y publicado por la Editorial era , lo mismo que toda su obra. José Agustín dio un curso de cinco sesiones sobre El apando y también sobre la vida carcelaria que el poeta Álvaro Mutis había descrito en su Diario de Lecumberri para desmentir la creencia de que la cárcel puede servirle de algo a escritor alguno. Si un escritor mexicano ha sabido adentrarnos en el tema del proletariado, el del sindicalismo, el de la defensa de los derechos humanos, ése es José Revueltas. Nunca le oí decir que le fascinara la novela de la Revolución mexicana, estudiada por investigadores europeos y estadunidenses; nunca un elogio para Mariano Azuela. Tampoco

Revueltas trabajando en su casa a principios de los cuarenta

Aunque su vida llevara en sí una carga de indignación profunda, de cólera sagrada, como un ancho río subterráneo y negro que enlaza sus novelas y sus cuentos, Revueltas fue un hombre contenido, consecuente, un hombre que sabía preguntar: “¿Compañero, qué le pasa?” Recuerdo cómo amé al contramaestre Galindo de Dormir en tierra, brusco, ronco y torvo, quien a bordo de El Tritón se aventó al mar con el único chaleco salvavidas del barco al niño de siete años que llevaba a bordo. También recuerdo al terrible pescador Ventura, tullido y tuerto, sus muñones como estrellas en El luto humano y a toda esa gente “inevitablemente horrible”. Todos los títulos de Revueltas son en cierta forma bíblicos y cavan hondo, como cava su literatura. Quería reunir su obra bajo el título de Los días terrenales y los miles de tomos de su Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, que intentan forjar un mundo en el que no se le dé la espalda a los pobres, a los que sufren. A José Revueltas nadie tuvo que darle un té amansalocos. Su cólera era una cólera ideológica, porque con los hombres y las mujeres de todos los días, su paciencia fue infinita. Nunca fue impositivo, nunca hizo visible su propia importancia. No pronunció jamás una palabra que denostara, humillara, rechazara, aunque en alguna que otra ocasión lo vi levantar los ojos al cielo, es decir, nunca se hizo valer, nunca creyó que algo le fuera permitido. Nunca tuvo un centavo, nunca un pantalón nuevo. Al contrario, toda su vida pareció un niño de reformatorio, un niño que se avienta y se la juega y que en el último momento te regala una sonrisa cómplice. Curiosamente, Rosario Castellanos, defensora de los chiapanecos más olvidados, también se hacía menos.

hablaba de la novela indigenista (a Rosario Castellanos le chocaba que le dijeran que sus novelas lo eran), de la novela urbana como podrían ser las de Fuentes o Spota, y ahora las de Fabrizio Mejía Madrid, la de la onda, término que también le recontrachoca a José Agustín, la de la provincia, centrada en Agustín Yáñez, en Luisa Josefina Hernández. Habría que recordar que Rulfo tuvo un número muy respetable de imitadores, Tomás Mojarro para citar uno solo. José Revueltas escoge (o él es el escogido, o mejor dicho el atenazado) la lucha obrera y esa cosa extraña llamada “la izquierda”, y es satanizado por sus mismos camaradas. En su conocimiento de los trabajadores del riel, Revueltas tiene un antecesor que admiré cuando Gustavo Sainz puso entre mis manos Juan del Riel, de José Guadalupe de Anda. En los últimos meses, José Revueltas vivió por espasmos, empujando su cuerpo, jalándolo hacia sí mismo, recuperándolo aquí y allá, juntando sus piezas para poder echarlo a andar. Se daba cuerda pero, al rato, la falta de combustible lo dejaba parado en la primera esquina. A los sesenta años era un hombre cansado y traqueteado, en cierta forma desencantado. Es cierto que los estudiantes se detenían en su trayecto a la Universidad para subir a su minúsculo departamento en la avenida Insurgentes número 1224 a tomarse un café con él. Es cierto también que Roberto Escudero y otros jóvenes lo veían una o dos veces por semana. Es cierto que sus médicos lo querían como a un padre, pero él traía desde niño un sentido de culpabilidad que lo hizo consciente de la fealdad del mundo. Escribió: “No olvidemos que también hemos sido Hitler, por mucho que nos repugne.” Dijo también: “Yo me mato en todos los demás a quienes


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ENSAYO

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mato.” Para él, el mundo andaba mal; admiraba a los monjes budistas de Vietnam que se incendian: “Son la única conciencia lúcida del suicidio universal antropomórfico que ellos tratan de evitar, como individuos, con su propia muerte. Lo trágico de nuestro tiempo reside en que esta conciencia lúcida, que se expresa por un signo negativo, sea precisamente la única conciencia humana real, auténtica, indiscutible. Esto quiere decir que la enajenación humana ha llegado a un extremo tan radical que lo humano verdadero, sólo puede realizarse con la muerte.” Yo no sé lo que quiso evitar José Revueltas con su propia muerte. Lo que sí sé es que toda su vida fue una inmolación, una entrega a sus hermanos libremente escogidos; sus hermanos con rostros de tierra labrantía, sus hermanos que andan por la calle arrastrando los pies, pegándose a los muros para que no los vean, para que los dejen en paz, para que la indiferencia los deje embarrados en la pared.

como la suya, sobre todo por sus compañeros de izquierda. La derecha también dejaba caer despectivamente: “Si no fuera militante, dedicaría más tiempo a su obra y sería mejor.” ¿Hacia quiénes podía Revueltas volver la cabeza? Sólo hacia las mujeres. Era fácil destrozarlo como destrozaron sus obras de teatro: El cuadrante de la soledad, en el que participó Diego Rivera, Pito Pérez en la hoguera. El larguísimo trabajo político Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, México, democracia bárbara y la cantidad infi-

Nunca nadie pudo quebrar su entereza, la tortura jamás lo aniquiló como tampoco lo destruyó la cárcel.

cuando ya le había echado el ojo a otra; un hombre que se reía de sí mismo y sabía entretener a los oyentes más disímbolos, sabios e ignorantes, tontos e inteligentes. Se pitorreaba de los militantes, y claro que su ironía irritaba a los solemnes asnos del Partido Comunista que terminaron en el Pri, y claro que Revueltas siempre tuvo fricciones con las órdenes enviadas desde Moscú. Él sabía lo que es el trabajo forzado, sabía de castigos, injurias y golpes. Nunca nadie pudo quebrar su entereza, la tortura jamás lo aniquiló como tampoco lo destruyó la cárcel. La vida y la obra de José Revueltas nos salvan. Al menos sabemos que uno de entre nosotros ha sido capaz de vivir de acuerdo consigo mismo, ha dicho lo que cree sin miedo: “He recapacitado mucho, he pensado mucho y he sometido toda mi vida a un análisis. Ahora es preciso no perder el tiempo; llevar una vida recta, austera, de sacrificio y trabajo. Estos grandes viajes, más que nada, son viajes por el interior de uno mismo. Y entonces aprende uno a conocerse mejor y a ver sus errores.” “Los errores” ¡Ah, cómo los ponderó! José Revueltas nunca atendió a su cuerpo, nunca lo cuidó: lo usó, lo gastó hasta dejarlo en una simple hebrita rompediza, frágil, un hilo que apenas podía mantener los brazos y las piernas unidos al tronco. Pepe jamás se compró un par de zapatos. Trabajó a la intemperie, le cayeron muchas tormentas sobre los hombros, de rayos políticos y centellas dialécticas, salió destapado del Partido Comunista. Revueltas fue nuestra única posibilidad de tener un Dostoievsky, dice muy bien Eugenia Revueltas, hija del genio Silvestre, quien lleva la sangre de todos los Revueltas en sus venas y hace el símil entre Dostoievsky y Pepe al contarnos que una vez le preguntaron al ruso: –Y a usted, ¿quién le ha dado derecho para hablar en nombre del pueblo ruso? Dostoievski se recogió un poco los pantalones y, señalando a la altura de los tobillos, sobre su pierna, las huellas de las cadenas que había arrastrado en Siberia durante años: –He aquí mis derechos –dijo.

Trabajando en su último domicilio en 1972

Caótico, contradictorio como todo lo que vive, Revueltas nunca perdió su coherencia. Por eso mismo se le respeta y se le ama, porque todo lo puso en entredicho, y por eso mismo resulta tan avasalladoramente atractivo a los ojos de los jóvenes. Vive en la contradicción misma y en la coherencia óptima. Es un Luzbel angelical. Revueltas nos reconcilia con nosotros mismos. Su vida y su obra literaria son de un extraordinario fervor intelectual. Nervioso, Revueltas temblaba pero, a pesar del tormento de su vida, conservaba su sentido del humor. Me acuerdo que un día, en 1975, me envió un recado a través de Eduardo Iturbe –que en ese entonces era secretario de la Asociación de Escritores en la calle de Filomeno Mata– para decirme que si tomaba tres platos soperos de frijoles aguados al día, el cerebro se me llenaría de hierro, de fósforo, de potasio, y escribiría muy bien novela, cuento, ensayo, crónica, poesía, lo que fuera, porque los frijoles tienen propiedades energéticas destinadas únicamente a las escritoras inseguras e ilusas. Obediente, herví un perol de frijoles como para un regimiento. En el desayuno, me supieron a gloria. A mediodía, me di cuenta de que se me había empañado el entendimiento, porque por más que quería escribir, me sentía pesada y con más sueño que la Bella Durmiente. En la noche, después del gran plato lleno de hierro y fósforo que va directamente al cerebro, volaba por la casa como globo de Cantolla, sin haber atinado con una sola idea. Cuando me quejé, Revueltas se rió, burlón: “¡Pero qué tonta! ¿Te lo creíste? ¡Si era una broma! Claro que las francesas no pueden comer frijoles.” Compleja, violenta y denostada, ninguna obra literaria de México ha sido puesta en el banquillo de los acusados

nita de artículos políticos sobre México contenidos en seis grandes cajas que su joven mujer Emma y su hija Andrea ordenaron para su publicación en veintiséis tomos destinados a la Editorial era .

Un árboL LLamado hamLet Pepe y yo platicábamos de vez en cuando; lo interrumpía sin ton ni son cuando tomaba el camino de la filosofía, de las disquisiciones que mi ignorancia volvían lentas y farragosas. Entonces, con una impertinencia siempre tolerada, volvía yo a temas “concretitos” y fáciles: sus gustos literarios, su amor por Dostoievsky, sus críticas al Tolstoi, terrateniente compasivo, su fe en el chavo de la onda, José Agustín, y en el admirable Vicente Leñero, cuya novela Los albañiles le pareció buena. Bueno, benévolo, benigno, afable, clemente, generoso, sensible, bondadoso, lo era con todos. Nadie le pareció despreciable, nunca. Siempre escuchó y siempre respondió. Como ya dije, ante todo, a Pepe le atrajeron las mujeres y desde joven se enamoró hasta morir de amor, hasta crucificarse, hasta caer redondo en el aserrín de la primera cantina, hasta andar arrastrando la cobija por las calles de México llorando por su amada. Hay quienes han calificado su literatura de cruel y sórdida y, sobre todo, de angustiosa, pero Revueltas era un hombre lleno de declaraciones amorosas, de parlamentos felices, de encuentros con el ángel de la guarda que era su dulce compañía cuando hacía el amor y cuando subía al camión Roma-Mérida o al Mariscal Sucre, y lo protegía de las despechadas a quienes aseguraba que eran la única

Así como el ruso, Revueltas se ganó el derecho a hablar en nombre del pueblo de México. No sé lo que quiso evitar José Revueltas con su muerte, el 14 de abril de 1976, a los sesenta y dos años. Lo que sí sé es que toda su vida fue una inmolación, un holocausto, una entrega a los demás, a sus hermanos libremente escogidos; sus hermanos los pobres, las prostitutas, sus hermanos con sus rostros morenos de tierra labrantía, los padrotes, los merolicos; sus hermanos, el lumpen que anda por la calle arrastrando los pies, pegándose a los muros para que los dejen en paz, para que la muerte no los apachurre y los deje embarrados sobre la acera. En los años previos a su muerte, José Revueltas se quedaba durante horas viendo un árbol que sobresalía por encima de los techos de lámina del rumbo de Insurgentes en donde vivía. Se levantaba en medio del asfalto y de los coches; una gran rama estaba seca, otra se había extendido casi sin hojas, la otra sí reverdecía frente a la ventana de Revueltas. El cielo entreverado entre sus ramas, el árbol era el único lujo de Revueltas. En la mañana y en la tarde lo saludaba y le puso Hamlet. Aseguraba que ambos estaban a punto de secarse. Solo y enfermo, Revueltas solía ir de su mesa de trabajo a la ventana, de su cama a la ventana, veía el árbol y regresaba a su mesa, lo saludaba y regresaba a la cama. Al final ya no se levantó y entonces le preguntaba a su esposa Emma Barón: “¿Cómo amaneció hoy el árbol?” Ahora, Revueltas amanece con sus cien años de árbol y nosotros quisiéramos ser sus hojas, las más conscientes, las que mejor se preocupan por los otros, las que quieren evitar el dolor y las llagas, los que buscan que México ya no sea una ballena boqueando en el lago de Chapultepec, llena de enorme fatiga


José

Revuel L

Enrique Héctor González

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iteratura y política son dominios que exigen una entrega casi absoluta. Así de intensa y celosa es su respectiva naturaleza, que se combinan con alguna dificultad: el escritor permeable a sus convicciones ideológicas termina a menudo por ser su propio demiurgo, profeta en su tierra, albacea de sus instintos y progenitor de una obra que acusa su ilumi nación, a menudo una forma de la ceguera en términos estéticos; el político devenido escritor, si rebasa el nivel del mero testimonio o la autobiografía (pero por la suya, según histéricos criterios, le dieron el Nobel de Literatura a Winston Churchill), es un especimen de obra casi invisible destinada a sucumbir en la memoria de sus avatares logísticos. Hay aún otra flexión en este esmerado maridaje: la del escritor que se siente llamado a volverse conciencia de una nación y termina como estadista dirigiendo los destinos de su país (Rómulo Gallegos, Domingo Faustino Sarmiento, Léopold Sédar Senghor) o fracasando en el intento (Vasconcelos, Vargas Llosa). Sin embargo, una cuarta modalidad es la del escritor cuyos temas y obsesiones no pueden deslindarse del perfil político inherente hasta a su lenguaje, pues perderían en la escisión la naturaleza de su propósito y hasta su identidad. Camus y Sartre no se propusieron escribir sobre la sociedad y sobre el mundo con afanes peyorativos (esto es, electorales), pero qué duda cabe de que su obra es una reflexión y una radiografía de época. En ese mismo sentido, la narrativa de José Revueltas, plenamente inmersa en la irreductible tarea de examinar, testimoniar e imaginar la Historia con mayúsculas, no puede desgajarse de la estruc tura ideológica que

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la determina pues, más allá de la biografía del escritor y de sus andanzas políticas, el río de su discurso literario se nos aparece tan enjuagado en los problemas sociales que sería difícil recorrerlo sin humedecerse. Treinta y tres años –de Los muros de agua (1941) a Material de los sueños (1974)– son los que abarca la producción narrativa del más bíblico de nuestros escritores. Por cierto que dentro y fuera de tal período aparecieron numerosos ensayos políticos, guiones cinematográficos, algunas obras de teatro y escritos de diversa índole recogidos en los veinte tomos de sus Obras completas. Se trata, por lo que respecta a la narrativa, de un material no muy abundante pero tampoco frugal, si tomamos en cuenta que sólo vivió sesenta y un años: de noviembre de 1914 a abril de 1976. Se evidencia en estas diez obras –siete novelas y tres colecciones de cuentos– una unidad que rebasa sus posturas éticas, y aun la idéntica progenitura que hace reconocible la semejanza entre los libros de un mismo autor, para afincarse en un sustantivo del que carece la lengua española, pues no es “terrenalidad” ni “terrosidad” su nombre, ni se satisface con adjetivos como “telúrico” o “terráqueo”, y al que habría que designar con algún neologismo que indicara su pertenencia a la tierra y a la Tierra al mismo tiempo: acaso “terraridad”. Militante del viejo Partido Comunista Mexicano, del que fue célebremente expulsado por sus actitudes antidogmáticas, encarcelado en su juventud y luego en el ’68 al ser considerado ideólogo del movimiento, miembro de una familia artística equivalente a la de los Parra en Chile, en la que destacan el pintor (Fermín), la actriz (Rosaura) y un músico realmente excepcional, Silvestre Revueltas, José navegó siempre por los enardecidos mares de la política en el barco de la duda. La suya iba siempre más allá de la discusión partidista para insertarse en planos metafísicos que zanjaban sanamente las pueblerinas diatribas del primitivo estalinismo mexicano, que encontraba diletante una literatura que luego Evodio Escalante calificó con otro oscuro neologismo: afín al “lado moridor” del mundo. Lleva razón José Ramón Enríquez cuando ubica a Revueltas como un cristiano ateo y asocia su espíritu ético al de Pasolini y Buñuel, reconocidos agnósticos preocupados por la dimensión moral del hombre. Pero esta conjetura no alcanza para ver en la recurrencia ya aludida de la palabra “tierra” (tres de sus obras narrativas la perfilan desde el título) la “voluntad de construir una religión terrenal”, ni para ubicarlo, según cierto marxismo guadalupano, como un “profeta ateo” o un “mártir cristiano”. Sin duda fue Revueltas un escritor apasionado, pero su rebeldía tiene más de desobediencia crítica que de revelación doctrinal. A este respecto, Edith Negrín, una de las estudiosas más atentas de su obra, observa que el indiscutible aire de familia de sus historias parte “de la actitud hermenéutica del narrador, de su convicción de que, ocultos por la superficie perIlustración de Mariana Villanueva Segovia


desobediencia crítica ceptible de la vida cotidiana, se encuentran los significados verdaderos”. Es difícil saber si en realidad existen sentidos unívocos en el mundo, pero la sospecha de tal certeza semántica, en todo caso, ha de ser enfocada, tratándose de un novelista, desde los elementos literarios que mejor definen su obra –el punto de vista, la cohesión estilística– antes que considerando asideros siderales o sólo las inclinaciones ideológicas del escritor. Porque si algo sabe un autor en el que se reúnen tan intensamente política y literatura, es que se trata de dos dimensiones que deben dialogar en la obra a través de una cuidadosa mediación.

dialoga puntualmente con el retrato de personajes apasionados (Magdalena, Lucrecia, Olegario Chávez) que equilibran sus frecuentes arrebatos en escenas que el autor interpola con mano maestra. Así por ejemplo, ante la contemplación, desde su cuarto en un décimo piso, de cierto desorden vial, Ponce se fascina con el caos automovilístico tal como lo haría “un ser racional no perteneciente a la tierra sino venido de algún otro punto del universo”. Esto no sólo revienta y reinventa el aliento político del personaje, sino que asimismo lo humaniza al subrayar un momentáneo y reparador desentendimiento de su quehacer intelectual.

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Desde Los muros de agua (1941), y sobre todo en El luto humano (1943), llama la atención una mezcla específica en la narrativa de José Revueltas: la del paisaje en su dimensión más plenamente humana –donde el trazo racial de los personajes y la inclemencia climática no desplazan la reflexión sobre problemas sociales lacerantes– y el rostro preciso de las urbes de provincia (donde la actividad del militante recoge, con casi espantosa precisión, el gesto adusto o tierno de hordas de hombres usados como carne de cañón por el enganchador político). La impronta del autor se resuelve en una sensibilidad afín a Dostoievsky y su religiosidad del sacrificio, dimensión de la fuerza con que ocurren los acontecimientos, tal como lo advierte el Tuerto Ventura, líder de los indígenas, en la segunda novela. Pero no sólo la ostensibilidad de las masas anónimas sino asimismo la del innombrado avaro de En algún valle de lágrimas dejan ver que, en Revueltas, tan abstrusa es la angustia colectiva como penoso el desazolve emocional de los individuos, pues las rudas generalizaciones de la novela proletaria y sus obreros ejemplares a la José Mancisidor y La ciudad roja (1932) –ampliamente traducida en su momento– están lejos del ánimo ontológico de Revueltas, para quien tan único y desolado es el ser individual como la masa engañada. Entre dos escritores peruanos que leyó desde los treinta y a quienes conoció en algún momento, el filósofo marxista José Carlos Mariátegui y el novelista José María Arguedas, la literatura de Revueltas asume la reflexión como el caldo de cultivo de la historia a contar. Novelista de intensidades, no siempre escapó al áspero rigor de la meditación en medio de la intriga; sin embargo, la pertinencia de estas pausas reflexivas se convierte casi en asunto de estilo, visto que se trata de irrupciones contrapuntísticas como las que tan generosamente alienta su hermano Silvestre al intercalar la frase de un son en la gélida geometría de un poema sinfónico. Probablemente Los errores (1964) sea la novela donde la preocupación filosófica y la crítica política de Revueltas, manifiestas en Jacobo Ponce, se entreveren con mayor lucidez, pues la denostación del estalinismo que emprende desde las entrañas del partido que lo expulsó

Sólo de manera muy general se puede convenir con Edith Negrín en el apotegma que emplaza lo definitorio de los textos narrativos de Revueltas a la paradójica tensión entre el existencialismo y el marxismo, porque junto a su evidente inmersión en tales líneas de pensamiento, la literatura revueltiana es humanista y hasta de ascendencia bíblica en su sintaxis enumerativa y donde las frases en períodos terciados (“despaciosa, cuidadosa, ordenada crueldad”; “una muerte injusta, irritante, estúpida en absoluto”) llegan a ser casi agotadoras. Vincular su pasión política con la de José Vasconcelos (para Octavio Paz, ambos pertenecen “a la misma familia anímica”) o con el expresionismo dramático de Orozco puede resultar más provechoso para acercarse a una obra novelística que deviene minuciosa imagen terrenal del siglo xx mexicano y que es notable también en sus cuentos, entre los que sobresale el merecida y múltiplemente estudiado “Dios en la tierra”, breve historia incluida en el libro homónimo de 1944. El texto recuerda el famoso poema “Los heraldos negros”, de César Vallejo (“Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios”), pues la oposición odio-dios-piedra, enfrentada a la trilogía amor-hombre-agua, gobierna la ideología del relato, que narra un afanoso operativo federal en tierra cristera donde, se sabe, una estrategia de los alzados consistía en abandonar los pueblos en retirada silenciosa a fin de diezmar, por hambre y sed, a los ejércitos gobiernistas. Los señalados períodos trimembres de Revueltas convienen aquí, en su apatía sintáctica, al cansancio militar, a la lenta travesía de una tropa destripada por la fatiga. La sed física es asimismo espiritual y habla del completo desamparo en que el hombre vive en la tierra, del sufrimiento inmediato y su naturaleza de maldición eterna. La grisura del paisaje, el dolor de estar vivo en campos arrasados por la desecación, se lleva también los nombres, las anécdotas: no parece pasar nada sino, diría Gorostiza, “una sed de siglos en los belfos” de los caballos y en individuos sin identidad en medio del vacío y el polvo. Esta errancia casi sin fin, sin embargo, se mantiene de una esperanza: la del profesor del pueblo que, compadecido por

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Sin duda fue Revueltas un escritor apasionado, pero su rebeldía tiene más de desobediencia

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crítica que de

revelación doctrinal.

la situación de los soldados, ha prometido acercarles furtivamente un poco de agua. Los hombres lo esperan casi sin hablar: los diálogos desaparecen del texto. Naturalmente, la promesa queda sin cumplirse pues, en los dos últimos párrafos, Revueltas abandona completamente el tono poético y desolado del relato para describir la manera como, enterados del acceso humanitario del maestro, los cristeros lo empalan. La imagen es de una intensidad tan precisa y siniestra que lo mejor es ceder al impulso de citarla completa: Para quien lo ignore, la operación, pese a todo, es bien sencilla. Brutalmente sencilla. Con un machete se puede afilar muy bien, hasta dejarla puntiaguda. Completamente puntiaguda. Debe escogerse un palo resistente, que no se quiebre con el peso de un hombre, de un ‘cristiano’, dice el pueblo. Luego se introduce y al hombre hay que tirarlo de las piernas, hacia abajo, con vigor, para que encaje bien. De lejos el maestro parecía un espantapájaros sobre su estaca, agitándose como si lo moviera el viento, el viento, que ya corría, llevando la voz profunda, ciclópea, de Dios, que había pasado por la tierra.

De tal modo se puntualiza, casi metódicamente, el acto espeluznante, que todo el primer párrafo oculta mediante un pronombre (“dejarla puntiaguda”) el sujeto “estaca”, que se aparece como un fantasma en la mente del lector y sólo se explicita en el párrafo final. No me parece una exageración considerar que la virtud del cuento y, en alguna medida, de la narrativa completa de José Revueltas, depende de la pericia con que modera el dramatismo, la crudeza de sus historias, mediante estos raptos de objetividad narrativa que contrastan drásticamente con su manera de singularizar el dolor y la desesperanza


Elsantohe Para José Agustín Ramírez, un compita de siempre Soy el último hombre Sobreviví a la ruina de mi especie J. E. Pacheco, “México”

La Santidad Siempre

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esde luego, el título de esta nota le debe mucho al título (y ensayo) del libro de Octavio Paz El ogro filantrópico, que en el año de su publicación (1979) causó cierto escozor y malestar aún entre la elite de políticos priístas de aquel entonces (a pesar de que Paz, para esa época, ya había doblado las manos frente a ellos), presididos por Miguel de la Madrid, a quienes les costó trabajo tragar las sencillas elaboraciones filosóficas de Paz en torno a la contradicción que bañaba al Estado mexicano postrevolucionario y que son el origen del oxímoron del título de su libro. Valga, pues, usar el oxímoron de Paz como referencia para hacerlo extensivo a esta nota, que gira en torno a uno de sus coetáneos y con quien no siempre, hasta donde se sabe, llevó buenas relaciones. La vida de Revueltas fue de una diversidad manifiesta, desde el momento en que le toca nacer en Durango (noviembre de 1914) como parte de una familia excepcional. Pero, ¿de dónde viene la santidad herética de Revueltas? ¿Qué hay en la personalidad de José Revueltas, escritor y político, que lo hace ser un personaje singular? Hay, en principio, tanto en política como en escritura, una resistencia absoluta hacia la tradición, el oficialismo y la continuidad sistémica. Para él, resistirse a lo establecido era un principio de vida por una razón muy sencilla: porque tanto en política como en literatura quien dominaba y dictaba las reglas era el Estado (el Estado postrevolucionario de nuestro país) y para él ese Estado nada tenía que ver con los intereses de las masas que habían dado su vida en el movimiento armado de 1910-1917, masas con las que el escritor estaba totalmente identificado. Hoy, a treinta y ocho años de su muerte y a cien de su nacimiento, con remilgos e hipocresías, el Estado del cual abjuró Pepe es el que se encarga de elevar su nombre para, supuestamente, rendirle honores y tributos, sabiendo que si Revueltas siguiera con vida lo más probable es que su respuesta sería el repudio. Al igual que Rubén Salazar Mallén, Revueltas siempre fue enemigo furibundo del servilismo, y si eventualmente lo tuvo que aceptar (servir al Estado priísta) fue porque tenía que trabajar en lo que hubiese para, de una u otra forma, sobrevivir. No por nada en 1968 Revueltas fue el paradigma de lo que ese movimiento representaba, y que puede resumir-

LaS condenaS SatánicaS ¿Por qué, en el caso de Revueltas, las condenas satánicas a las que estuvo sometido? ¿Había en él, acaso, un espíritu de resistencia y rebeldía que convocaba, por sí mismo, la condena? ¿De dónde viene la causa por la cual el marginamiento y la represión rondaron la vida y la personalidad de Revueltas, como si se tratara de un aura? Si la condena hubiese surgido sólo por cuestiones políticas podría ser explicable, ¿pero por qué también sucedía en el ámbito literario? ¿Por qué la publicación de El luto humano en 1943, por ejemplo, atrae sobre él la condena implícita a nivel literario, pero más grave aún, la condena política abierta de quienes en aquel entonces se suponían sus camaradas, es decir la camarilla dirigente del Partido Comunista Mexicano? Es evidente que para entender a personalidades tan complejas como la de Revueltas hay que ubicarlas históricamente y, al mismo tiempo, abordarlas con elementos de análisis diversos y en un momento dado complejos (es preciso hacer de la intertextualidad una herramienta). No es fácil, pues, calificar al sujeto ni tampoco a las obras emanadas de él. Por el contrario, el que analiza tanto al sujeto como a la obra se encuentra de continuo en el dilema de la calificación, pues si ésta no se halla debidamente sustentada siempre corre el peligro de ser equívoca o equivocada. Así, por ejemplo, al hablar de su obra literaria, como lo esboza Evodio Escalante en su libro José Revueltas:

Las herejías literarias y políticas de Revueltas lo conducen a ser, hoy, un santo, por la validez que, poco a poco, tuvo que ser reconocida ineludiblemente, tanto en sus escritos literarios como en los de carácter político.

Sergio Gómez Montero

se en las siguientes palabras de Toni Negri: “A partir del ’68, las nuevas subjetividades revolucionarias han aprendido a reconocer las rupturas impuestas por el enemigo, a medir su consistencia y sus efectos.” Surge de allí, pues, un aprendizaje de lo negativo: la manera en que las subjetividades revolucionarias saben que sus enemigos (los capitalistas) han copado virtualmente todos los campos de lucha y han pervertido la conciencia de quienes históricamente debieran ser sus enemigos (los socialmente pobres). Pero esa negatividad, desde el punto de vista de Revueltas, aún era insuficiente, en el ’68, para apagar el fuego de quienes ese año no considerábamos que el Estado priísta era invencible y por esa razón, de maneras múltiples, nos enfrentamos a él para tratar de cambiarlo. Empero, la rebeldía que acompaña a Revueltas en lo político no se queda sólo allí. Esa rebeldía, desde mucho antes, aparece también en sus escritos literarios, todos ellos magistrales y, además y sobre todo, críticos también, desde un principio, de tradiciones, escuelas y costumbres, lo cual conduce sin remedio a su autor a ser condenado no sólo por los círculos literarios, sino también por sus camaradas políticos de aquel entonces. No en balde en las obras literarias de Revueltas existen no sólo condenas explícitas para la situación social generada por los gobiernos postrevolucionarios, sino también hay condenas explícitas e implícitas dirigidas hacia la ortodoxia política del comunismo, liderado entonces a nivel mundial por José Stalin. Las herejías literarias y políticas de Revueltas lo conducen a ser, hoy, un santo, por la validez que, poco a poco, tuvo que ser reconocida ineludiblemente, tanto en sus escritos literarios como en los de carácter político. ¿Tarde? Quizá, pero no se vale que hoy, una vez santificada su obra, su herejía trate de ser sometida por sus enemigos históricos para así restarle toda la validez que tiene. En otras palabras: si alguien no tiene derecho de rendir homenajes a Revueltas es precisamente el Estado priísta.


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Fuente: YouTube

una literatura del lado “moridor” ( era , México, 1979), es difícil calificarla, porque se ubica marginalmente en la corriente artística entonces dominante, y dicha corriente es ambigua y resbalosa: un nacionalismo cuyo centro de atención, la Revolución mexicana, escasamente consiguió –Bassols, Múgica, Cárdenas– definirse a favor de los sectores más desprotegidos de la población, inclinándose finalmente por un capitalismo que dejó virtualmente desprotegidos a esos sectores. Los vaivenes de esa Revolución, su indefinición, alimentan la obra del escritor y alimentan también las ideas políticas de Revueltas, lo que ocasiona que se haya visto primero marginado, y luego condenado, por quienes se consideraban sus camaradas de izquierda, ya no se diga por el conservadurismo priísta de antes y de ahora. Para Revueltas nunca hubo vaivenes: desde siempre, tanto en literatura como en política, se movió en la marginalidad y por eso sufrió represión (sus años en las Islas Marías y en Lecumberri) y condena. Algo que distingue a Revueltas es su personalidad múltiple, que lo mismo se movía intensamente en lo político (es militante desde los catorce años), que generaba incesantemente obra al respecto (será difícil algún día recabar todos los escritos que Revueltas elaboró sobre tales cuestiones, pues seguramente muchos de ellos no se podrán recopilar), que se movía y producía en lo literario. Es aquí donde él y su obra son ubicados con mayor facilidad. Revueltas fue un hombre para quien la amistad era principio de vida: sabía que sin amor la vida no tenía sentido. Desde luego, vivir ininterrumpidamente bajo condena y persecución nunca fue motivo para quebrantarlo. Por el contrario, puede decirse –el aura que siempre lo iluminaba– que dicha condición es la que lo condujo a su particular santidad.

Santa herejía

Fuente: Internet

Pero, ¿cómo explicar la santidad de Revueltas, si evidentemente nada tiene que ver con cuestiones religiosas? ¿De dónde la libertad para calificarlo como “santo”? Explicar esa santidad es sencillo si, por ejemplo, se toman en cuenta las siguientes palabras de Peter Sloterdijk entresacadas de su libro Muerte aparente en el pensar (Siruela, España, 2013): “La vida ejercitante constituye un ámbito de mezcla: aparece como contemplativa sin renunciar por ello a rasgos de actividad; aparece como activa sin perder por ello la perspectiva contemplativa.” Transpolando, habría que considerar el principio marxista de que sin teoría no hay práctica y viceversa. Esa dualidad santificante (vida

activa y vida contemplativa, teoría y praxis), en principio conduce a pensar en la totalidad del ser humano, cuya vida se concibe total sólo si el individuo practica tanto lo activo como lo contemplativo, a diferencia del ascetismo que, durante mucho tiempo, caracterizó a la vida clerical, y que por ello se concebía como una forma de ser incompleta, tanto como la del guerrero, cuya vida total era pura acción. El justo medio, entonces, sería la perfección. Es así, pues, que la dualidad en la que siempre vivió Revueltas (quien nunca dejó de ser un militante político de tiempo completo, a la vez que un escritor de ficción cotidiano e intenso) lo hace ser, dada esa dualidad, un ser íntegro y equilibrado, lo que siempre se reflejó en su vida de todos los días. A la hora de autoexaminar su obra literaria, Revueltas optó por definirla a partir del existencialismo sartreano: “Aquí no se trata tan sólo de la realidad objetiva, como pudiera suponerse equivocadamente. Para la novela la realidad es un todo objetivo, pero también subjetivo y fantástico, del cual puede eliminarse incluso cualquier objetividad”, escribe en Mi posición esencial, en Antología personal ( FCe , México, 1975), lo que también es evidente en el “Prólogo del autor” a los dos tomos de su Obra literaria). Nada de lo anterior obsta, sin embargo, para que en sus escritos políticos –en la gran mayoría de ellos, muchos contenidos en los veintiséis tomos publicados por era y particularmente en Ensayo de un proletariado sin cabeza– su referente teórico se alinea desde muy temprano con aquellas tendencias que nunca comulgaron con el estalinismo a ultranza (piénsese en Korsch, Reich, en el joven Lukács y en otros varios), aunque sin llegar aún a concebir (pero sí a vislumbrar) que la Revolución mexicana no era opción, desde los años cuarenta, para impulsar al poder al proletariado del país. En fin, aquí se repite que lo más importante, al margen de las inquietudes teóricas que alimentaban sus obras literarias y políticas, lo que en Revueltas siempre fue una constante, es la acción concebida invariablemente como práctica política en todos los lugares en donde estuviera (la prisión, la clandestinidad, en el país, en el extranjero), pues para él esa acción significaba vida, de la misma manera que lo era escribir y pensar políticamente, o redactar novelas y cuentos que resumían la intensidad de una vida cotidiana situada siempre en los límites y que, en El apando, llega a sublimarse. Por todo lo antedicho es preciso insistir en que, si hoy el Estado priísta levanta altares para Revueltas, se trata de una total herejía

en nuestro próximo número:

Neoliberalismo, educación y juventud (para entender el origen de la masacre en Iguala) Miguel Ángel Adame

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arte y pensamiento ........

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Ricardo Venegas

MENTIRAS TRANSPARENTES Orígenes En el principio fue la Gran Boca, el hambre primigenia, el gaznate sin fondo, el vuelo y la caída: entrañas siempre vacías. Por eso surgieron las canciones. Para entretener el hambre. Canciones bárbaras. Canciones donde hacían falta pulmones y lengua y venas en el cuello que se saltaran al cantar más alto. Pero no fue suficiente. Porque no bastan la lengua ni los pulmones ni que se revienten las venas para dar gusto a los dioses. Hacen falta también las orejas, pues. De otra manera, para qué tanto esfuerzo. En un principio no había tiempo, según dicen. Luego alguien dijo que hacía falta Dios y enseguida hubo que dejar un lugar al tiempo, para medir la devoción. Luego vinieron el rayo, las panteras y los capulines. Lo siguiente que apareció fue el dinero, pero eso fue el principio del fin y obra enteramente del demonio. Ahora pensamos, con nostalgia, que lo primero fue una canción. Siempre hay alguien que nos corrige: lo primero es el hambre •

Rogelio Guedea al vuelo Zapatos con suela de tractor Seguro habían sido ahí abandonados por un niño. Tenían las agujetas largas anudadas de las puntas. Me recordaron aquellos que me compraba mi madre en la Zapatería Canadá. Ponérmelos era como enfundar mis pies en un motor de tractor. Subía corriendo montículos con ellos y, una vez arriba, me jactaba de su potencia, miraba a mis amigos –que se quedaban a medio camino– con orgullo, y luego los hacía derrapar y echar polvo hacia uno y otro lado, tal como hacen los carros de carreras. Además eran impenetrables a cualquier clavo, vidrio o estaca. Por eso cuando vi los zapatos que estaban afuera de la casa, junto a la cerca de madera, de bruces, pensé en el niño que los llevaría puestos y en las razones que lo hicieron abandonarlos ahí. Ya no subirían los montículos de nieve como él quería o quizá estaban tan agujereados que podías tocar con los dedos el suelo. Quién lo sabría. Los hice a un lado, para que no entorpecieran el paso de los transeúntes, esbocé una media sonrisa y me perdí entre la niebla de la mañana fría •

BITÁCORA BIFRONTE

Felipe Garrido Ethel Krauze: Mujeres en Nueva York

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n alguna conversación que concediera, Ricardo Garibay habló sobre la mujer en México. El autor de Treinta y cinco mujeres (1996) advertía: “Hoy en día los divorcios se multiplican y son promovidos por ellas, deciden separarse por la evolución que experimentan. Le ponen fin al matrimonio tradicional mexicano. No soportan al macho que decide, sin posibilidad de contradicción, cómo ha de ser su vida. Los jóvenes mexicanos son casi iguales a sus padres o a sus abuelos, no admiten diferencias, las mujeres sí. Es a partir de ahora cuando posiblemente cambie la sociedad mexicana.” Sobre el particular, Amaranta, una de las protagonistas de Mujeres en Nueva York, novela de Ethel Krauze, ahora reeditada por Punto de Lectura (2014), dice categórica en algún momento del libro: “Somos mujeres modernas, conscientes, libres. Ya no queremos parecernos a nuestras madres y abuelas.” Hace más de veinte años la poeta, ensayista, narradora y dramaturga Ethel Krauze publicó por primera vez este libro que sigue siendo un testimonio de esa evolución que Garibay evoca. Cuatro amigas viajan a Nueva York, en donde habrán de experimentar sus inseguridades, sus miedos, su noción del éxito y del fracaso. En la historia, la primera parte es narrada como una bitácora de viaje y la segunda en tercera persona. Todo parece ocurrir ahora mismo. El metro de Nueva York, además de albergar a los roedores más grandes del mundo, es uno de los transportes más cosmopolitas. La ciudad se devela en fotografías verbales en la obra de Krauze: “Una mujer dorada flota bajo la araña de cristal. Una familia de hindúes ondea sus coloridas túnicas. Negros de smokings. Jóvenes en pantalón corto de mezclilla. Vitrinas con deslumbrantes joyas y relojes y manteles y llaveros I love New York. Hay una barahúnda de maletas detrás de tanques germanos o diminutos y susurrantes asiáticos y un ir y venir de capitanes en uniforme guinda haciendo suntuosas reverencias y ladrando en inglés.” Ethel es, además, autora de más de una treintena de libros publicados entre los que destacan El secreto de la infidelidad (2000), El instante supremo (2002), Bajo el agua (2003), La casa de la literatura (2003), Cómo acercarse a la poesía (2005), El diluvio de un beso (2005), La hora de la decisión (2007), Cuentos con rimas para niños y niñas (2007), Escenas de ira, tristeza y desesperación con momentos felices (2010), Dulce cuchillo (2010), Inevitable (2010) y Desnudando a la musa: ¿qué hay detrás del talento literario? (2011), entre otros. Auténtico manual de la psicología femenina, Mujeres en Nueva York también rememora la travesía que Santiago Genovés emprendiera con la embarcación Acali, en donde sus tripulantes estuvieron a prueba –y sabido es que la prueba de ácido ocurre en lugares desconocidos– y de ellos emergió lo mejor, lo peor y hasta lo tragicómico. La prosa dúctil, ágil y precisa de Krauze nos dice que la verdadera literatura siempre contradice al tiempo •

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El sombrero de mi abuela Eleni Vakaló

Le pregunté cómo se había enamorado la primera primerísima vez Llevaba un sombrero Con flores alrededor Y encima en la punta un pájaro Del pájaro colgaba otra rama Y en la rama flores Y en el extremo un nido Se quedaba en mi cuello Y ahí había pájaros también Los pájaros volaban.

Eleni Vakaló (Constantinopla 1921-Atenas 2001), estudió Arqueología en la Universidad de Atenas y luego Historia del Arte en La Sorbona. La crítica la considera miembro de la Primera Generación de Postguerra y, más ampliamente, del postsurrealismo. Es autora de dieciséis libros de poesía y de seis libros de crítica e historia del arte. En 1991 recibió el Primer Premio de Poesía Estatal y, en 1997, el Premio de la Academia; el doctorado Honoris causa por la Universidad de Salónica, en 1998, y el de la Universidad de Derby, en 2000. Véase La Jornada Semanal, núm. 859, 21/viii /2011 Versión de Francisco Torres Córdova


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Alonso Arreola

Miguel Ángel Quemain

Antes de la caída, Leñero y su erótica de la fratría

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Ntes de lA cAídA, de Estela Leñero, dirigida por Gema Aparicio, es una puesta en escena de la poética plasticidad de un texto que fluye, melódico, a través de tres personajes que son espacio y movimiento en un presente donde acción y palabra exploran en el pasado de unos cuerpos que se trenzan incestuosos y edípicos. Dos hermanas que se comen el corazón de un hombre que las comparte primero en un trío, donde el secreto edifica poco a poco el conflicto, el análisis y la discusión escénica, erótica y ética por venir a lo largo de 90 minutos casi acrobáticos, que transcurren en columpios y andamios. Son seis plataformas de madera que muestran el frágil equilibrio del que declara y recuerda, de quien se defiende a su modo, sus caídas y goces, en esa exploración de

los cuerpos prohibidos y, sin embargo, compartidos en ese mundo que tiende a ser endogámico y repetitivo, cuando no se desobedecen las leyes del parentesco que finalmente nos garantizan que fuera de casa están los horizontes de la libertad personal, como lo propusieron Freud y Levi-Strauss. Estela Leñero traza una dramaturgia que ella misma reconoce como anómala en su escritura, y que Gema Aparicio toma oportunamente para lanzarla fuera de los rigores del realismo como género y situarla en otro realismo, el del estilo, el de los cuerpos y las emociones que se liberan de las nociones sobredeterminadas de tiempo-espacio para así construir una especie de mónadas donde los personajes/burbujas corroboran, contradicen, completan los recuerdos de unos y otros trenzados en amores que muestran las escisiones psíquicas, que les permiten exiliar momentáneamente la culpa de sus acting out. Estela Leñero nos presenta un mundo posible para las mujeres que comparten a un hombre y, además, son hermanas. Es una invitación también a mirar las cosas bajo el signo contrario y preguntarse qué pasa con dos hermanos que comparten a una mujer. Es una idea fascinante porque significa construir la indagación en la certeza de que ambos sexos funcionan en un orden tan complementario como equidistante. Separación de los sexos tejida de matices psíquicos delicados que se construyen desde su naturaleza mental, pero también desde el horizonte social donde los intercambios simbólicos son ordinarios, muy delimitados por lo imaginario que ha hecho de “la cuñada” parte del erotismo barato como el que construye la imagen tan manoseada:“a la prima se le arrima” para explorar la representación de ese erotismo voyerista y de rasgos perversos que destruye a la pareja propia, con sus temores a la rivalidad fraterna que, primero, se disputa a papá y luego al hombre que tomará el relevo

de ese falo insustituible inserto en la parentalidad. La propuesta tiene densidad, complejidad que se encuentra incluso en las elecciones vitales de los personajes: la pareja estable conformada por una alpinista, Rita (Aurora Gil) y un fotógrafo, Diego (Daniel Bretón), que mira y mira a su cuñada Martha (María Inés Pintado), una especie de free-lance que se dedica a viajar, a vivir como puede, haciendo lo que más le gusta. Hay un conjunto de ideas dramatúrgicas y escénicas complementarias que fluyen: el juego y la conexión con la fotografía, su juego de representaciones y puestas en escena de la imagen; el juego del secreto y su develación; el orden de la pérdida en lo simbólico y en lo real, con la presencia, transfiguración, enigma y metamorfosis de lo materno vivo y en duelo; diálogos apretadísimos y cortos, de gran velocidad y expresividad. Gema Aparicio ha logrado que las desigualdades actorales no prosperen y ha hecho del conjunto, de ese trío, un concierto de cámara armónico donde los desequilibrios apenas se notan. El texto exige un nivel actoral que en seguida se evidencia si no se acompañan esas voces concebidas como una línea melódica que tiene un texto que, sin dificultad, podría aprehenderse con la luz apagada porque no exige un contexto espacial preciso para desarrollarse, y es en lo anímico donde las voces pueden marcar sus posiciones. No estoy convencido de que esa masculinidad posea la complejidad en el orden de construcción del personaje. Tal vez no se le pueda reclamar demasiado, porque en el fondo tiene algo de fantasma que se pasea como una mediación entre la corporalidad y el psiquismo de dos hermanas que son una especie de Caín dividido en dos cuerpos. Antes de la caída concluye su temporada en el Cenart este domingo y participará después en el Festival de Tlaxcala y en Bogotá •

Son de Madera los Chefes del Hotel Garage

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OMO Cada fin dE año, varias son las presentaciones de discos que dan oxígeno al raquítico mercado de la música. Aquí tres invitaciones que nos llegaron recientemente y que extendemos a nuestra lectora, nuestro lector en este día del Sol, todas buenas para brindar y celebrar… antes que nos lleve el Diablo.

Not Made IN ChINa/MúsICa eN uNa galleta Estos cuatro chicos se metieron en camisa de once varas. Y nos da gusto. Nos entusiasma no sólo porque sean buenos en lo que hacen sino porque están intentando nuevas recetas para agasajar a la audiencia. El disco se llama Chefes de chefes y, como exhibe su vestuario en vivo, está dedicado a la gastronomía (más bien a la cocina). Nomás cheque el nombre de algunas de sus piezas (describen su género como Comida Instrumental), y díganos si se le antoja sentarse a la mesa con ellos: “RockaCola”, “James Brownies”, “Taco al Pastorius”, “Aquiles Chill Out”, “Fala-Fela-Kuti”, “Boogie Burger”, “Suaperro Jazzeado”, etcétera. Llevando al extremo la idea, el disco no será físico ni estará llanamente en internet. Viene en una galleta china de la suerte. Tal como lo leyó. El “comensal” que los vea en vivo la recibirá gratis y, en su interior, encontrará el código para descarga en línea. ¿Qué a qué suenan? Imagine sabores venidos del blues, el funk, el jazz, el rock y el pop… no tan mezclados sino servidos cada uno a su tiempo. La presentación para degustar este plato será muy pronto. Para conocer su fecha siga el olor hacia Facebook.com/chefesdechefes.

soN de Madera/de la Costa a la urbe

La otra tarde nos encontramos a Ramón Gutiérrez, líder de Son de Madera, en casa de una amiga mutua. Hacía tiempo que no nos veíamos. “Años”, dijo él. Y tenía razón. Recordamos entonces la coincidencia en Toulouse durante un festival en el que sonamos con distintos grupos. Lo que no hablamos –y que luego vino a nuestra mente– fueron los días que compartimos en la misma casa mientras grababa el debut del grupo en los estudios Peerless del df. En fin, el caso es que Ramón compartió información sobre su nuevo disco, Caribe, mar sincopado, que presentarán el 11 de diciembre en el Teatro de la Ciudad. Aún no lo hemos escuchado completo pero nos atrevemos a recomendarlo porque sí, se trata de Son de Madera, uno de los conjuntos emblemáticos de Veracruz y México entero, responsable de obras indispensables que mantienen vivo y renuevan nuestro cancionero. Verlos en concierto, además, es buen pretexto para el gozo de la memoria profunda, para alimentar raíces lejanas y darles alas. En sus entrañas hoy tocan, cantan y bailan el propio Ramón Gutiérrez más Natalia Arroyo, Tereso “la trompeta de Sotavento” Vega y Aleph Castañeda. Por cierto, ya se puede comprar su primer sencillo en iTunes, cuyas ganancias, según dicen, les

ayudarán a redondear la presentación de diciembre. Como ahora trabajan en plan independiente, sabemos que el riesgo es alto. Hay que apoyarlos.

JaIMe lópez y su hotel garage/“yo sólo sé que No sé Náhuatl” Magnífico el título del nuevo álbum, como pasa siempre con Jaime López: Di no a la yoga. Una vez más, el Malafacha extiende invitación a quienes gustan de su pluma, de su voz y, en este caso, de su bajo. Porque en Hotel Garage es el encargado de las cuatro cuerdas, no de la guitarra ni del piano. De hecho ha confesado que una de las nuevas piezas surgió repentinamente cuando se compró su último bajo (claro, un Fender). Es “Las mazmorras del blues”. A ella se suman otras inéditas más algunos arreglos a canciones ya conocidas (“Tu maldición”, “Me siento bien pero me siento mal”) entre las que hay rock pero también norteño (“Nordaka raza”, “La bestia”, “Los trenes de la muerte”,“Sueños sin fronteras”). Sus cómplices son José Luis Domínguez en la guitarra e Iván García en la bataca. Además hay otros invitados, colegas cercanos al Mundo López: Roberto Villamil (guitarra), Julio Aguilar (acordeón), Chema Aguilar (bajo), David Sosa (programaciones), Abril Domínguez y Samantha Figueroa (ambas en coros) y djj (armónica y coros). La oportunidad de escucharlos será íntima y poderosa porque ocurrirá en el Foro del Tejedor del Péndulo el 14 de noviembre. Quede como intrigante llamamiento lo que nos dijo el cancionista en nuestra última conversación al preguntarle sobre el show (es una frase del disco):“Mira… yo sólo sé que no sé náhuatl.” Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos. [p.d. Justicia para Ayotzinapa.] •

bemol sostenido

@LabAlonso

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la otra escena

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Jorge Moch

Verónica Murguía

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a Mañana dE La marcha del día 22 de octubre llamé a x por teléfono para invitarla a ir conmigo. –¿Para qué? –me respondió con languidez burlona– Todos son iguales. –¿Quiénes son iguales? –Los políticos… –Pero no voy a ir a marchar por ningún político. Voy a marchar porque se llevaron a los normalistas. Etcétera. x me hablaba como llena de una sabiduría enorme. Esa sabiduría era tal, que la obligaba a la inacción y la condescendencia. Y me enojé. Monté en cólera (adoro esa expresión: me imagino la cólera como una yegua roja, velocísima. Lo malo es que es ciega y propensa a estrellarse contra las bardas). No porque x se rehusara a acompañarme. Por distintas razones mucha gente me había dicho que no iba, desde la imposibilidad de salir del trabajo o postergar las tareas domésticas, hasta la falta de ganas. Me enojé porque detrás de ese “¿para qué”? hay una filosofía de la inercia disfrazada de savoir faire, un nihilismo fodongo que detesto y que había visto en otros, no en ella. No he hablado con x desde ese día. No pasará a mayores. Sé que raramente tengo razón y mi récord como asistente a las marchas dista de ser ejemplar. Todos la regamos. Admito que fui a la marcha aquella convocada por los de blanco, a pesar de que todo el mundo me dijo que no fuera. Llegué y huí a los cinco minutos al ver acercarse un nutrido contingente pro pena de muerte, enarbolando un ataúd de utilería y coreando consignas sanguinarias. Otra vez, en una marcha ecologista, terminé con un puñado de bien intencionados en las escalinatas del Ángel de la Independencia, sintiéndonos un poco solos porque, entre todos, no llenábamos cuatro escalones (aunque a mi lado estaba don Fernando Canales, muerto de risa y enseñando con su ejemplo que la vida y el interés por el mundo deben ir siempre de la mano). No soy tan ingenua para creer que con salir a marchar con una cartulina voy a cambiar las cosas, pero estoy de acuerdo con esa sentencia atribuida a Edmund Burke: “Para que el mal triunfe, lo único que hace falta es que nadie intervenga para impedirlo.” Al “¿para qué?” se puede oponer el “para que por marchar no quede”. Ahora sabemos que esa marcha, tildada de gesto inútil por x, sirvió para apresurar la salida de Ángel Aguirre del cargo y para que la gente de Guerrero no se sintiera aislada del resto del país. No es poca cosa. La conciencia cívica tiene muchas facetas: tal vez una de ellas sea la obligación de manifestarse, de decir no, de solidarizarse con las víctimas de los abusos.

Se marcha por la víctima, se marcha contra el agresor. No me puedo quedar apoltronada en el sillón mientras tenga la posibilidad de exigir que se castigue a los culpables de un crimen tan gratuito. Siento, aunque parezca una exageración, que el que calla, otorga. Yo, a Abarca y su esperpéntica mujer, no les otorgo nada. Puede que uno de los rasgos que revelan con más claridad que durante muchísimo tiempo vivimos sin poder ejercer la libertad de expresión, es el recelo que sienten muchas personas frente a las manifestaciones de inconformidad. Revoltosos, flojos, alborotadores. Esos son los adjetivos más comunes para estigmatizar a los inconformes, sin detenerse a pensar que la protesta es la prerrogativa de las sociedades democráticas. Dos ejemplos de estos días: esta semana un millón de italianos salieron a las calles de Roma para protestar por al reforma laboral propuesta por el primer ministro, Matteo Renzi. Ni Renzi, ni político alguno pueden hacer a un lado a un millón de manifestantes. Es una demostración que obliga al diálogo. En cambio, en China, los estudiantes que se han expresado en las calles de Hong Kong han sido hostilizados por la policía, aunque sus marchas son todavía más organizadas que las del Poli. En muchos periódicos se asegura que los “civiles” que han aporreado a los estudiantes son miembros de triadas, es decir, gángsters. Hay 332 arrestados, a pesar de que este grupo híper pacífico cuenta con enormes simpatías. El lema de la “revolución del paraguas” como se le ha llamado, es “sin protesta no hay cambio”. Ya las autoridades chinas saben todo de cada uno de ellos, porque China, señores, no es una democracia. Las libertades que ejercemos en México, las que sean, han sido ganadas a pulso: no nos las regalaron. Si no las exigimos, nos las arrebatan junto con todo lo que somos. Lo profetizó Kafka y lo sabemos nosotros: fue el Estado •

Estampas elocuentes Benditos cibernéticos faros (señor Usabiaga) que permiten cobrar silueta al navío amigo perdido en la mar del tiempo Santemebrás, Preceptos

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OLiCíaS dE OriZaba prOpinan una golpiza a una pareja que al parecer se resistió a ser extorsionada mientras en Xalapa por todos lados se alzan anuncios espectaculares de una policía militarizada, pero profesionalísima, y Veracruz está cruzado de retenes, puestos de revisión, soldados y marinos atrincherados, gente armada en camionetas y tanquetas; se supone que porque hay un contingente de

criminales, asesinos, secuestradores, narcotraficantes, asaltantes y extorsionadores sueltos en las calles de ese estado que presume una policía moderna. Pero la gente, inerme, no puede armarse y defenderse a sí misma de lo que la propaganda oficial a raudales, como en el resto del país, no puede protegerla por complicidad siniestra o simple ineptitud: la tasa de criminalidad sigue en disparo casi vertical, pero el regordete gobernador del estado declama ardorosas porras a unos Juegos Centroamericanos más bien ignorados por el mundo, a los que ya los veracruzanos con su agridulce humor característico llaman los Juegos del Hambre. Es de escándalo, por cierto, la manera en que algunos personajes logreros cercanos al gobernador, algunos ni siquiera veracruzanos pero primos, compadres o protegidos de un amigo del mandatario, han robado a manos llenas, enriqueciéndose explicable y rápidamente con estridencia propia de nuevo rico desbocado: casas que crecieron en palacetes, flotillas de camionetas de lujo, multiplicación de propiedades y negocios nuevos… Forenses argentinos, no mexicanos, son los encargados de llevar a cabo el macabro proceso científico de recuperación e identificación, cuando lo que quede de restos humanos sirva para pruebas de laboratorio, de las víctimas del odio o la más inmisericorde indiferencia por la vida humana que se amontonaron en fosas clandestinas en Guerrero. Esos forenses argentinos ya han reportado, asustados, amenazas y agresiones, la velada, pavorosa sensación de tener entre sus escoltas a más de uno de los verdugos. No hay en los discursos y declaraciones, hechos con toda gravedad por parte del secretario de Gobernación o del procurador general de la República, ni una sola mención a las cuitas de los forenses. La maquinaria del priísmo rancio, en cambio, lanza mordiscos y ladridos mediáticos, desde luego con el pronto respaldo de las televisoras, a la figura del líder de lo que queda de oposición política. La saña y la insidia llevan ya más de una semana de vigencia, de golpeteo constante que

viene de gente que tiene prontuarios en el extranjero sospechosamente largos y mantenidos en reserva, pero hoy aparecen como señores decentes, de manos limpias. Mientras tanto, circula en redes sociales un video de policías (¿o militares?) vestidos de civil que amenazan con fusiles de asalto a periodistas que los filman. Burdos macacos que, se nos dice, forman filas en un organismo de inteligencia del Estado… Guanajuato aparece en estadísticas como uno de los estados, el 3º, con el mayor índice de crímenes violentos en México, precisamente cuando sigue en la incertidumbre si la policía de la ciudad homónima asesinó a un estudiante de Jalisco durante el connotado –y corrupto por el alcohol y el desmadre– Festival Cervantino. Eruviel Ávila persiste en el silencio a pesar de que el estado que dice gobernar se cimbra con una violencia desatada en todos los ámbitos, pero en los que tristemente destaca una ola indetenible de feminicidios. Siguen sin aclararse identidades o causa de muerte, y mucho menos culpables, de las decenas de mujeres jóvenes descubiertas en un canal de desagüe. Y no es difícil inferir que calla sobre ellas porque sabe de las otras, las que todavía no han aparecido en la prensa. Michoacán, Oaxaca, Durango, Tamaulipas, Nuevo León, Chiapas o Quintana Roo cuentan historias parecidas, infamantes, de violencia, corrupción, colusión, miedo y crueldad, y el que dice gobernar siente la urgencia de viajar, ojalá ya lo dejemos estrenar el nuevo avión, tan bonito y lujoso, y tan inútil en tierra. Mientras, muchos millones de mexicanos estamos pensando en cómo parar este baño de mierda. Pero ya. Porque hace no mucho tiempo uno podía salir de campamento con la familia sin temor al secuestro y la violación tumultuaria. O los hijos podían irse en camión a la escuela sin miedo a que un grupo de infelices los jalonearan en la esquina a una camioneta para no volver a ser vistos. O podíamos deambular en calles o plazas sin miedo a balaceras o granadazos. Que desde luego no se ven desde las alturas. Ni en la televisión •

cabezalcubo

La marcha necesaria

las rayas de la cebra

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Javier Sicilia

Luis Tovar

La literatura y el mal

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ESdE HaCE añOS MéxiCO vive en el mal. La palabra es tan inmensa como inasible. No hay explicación que pueda contenerla. Y, sin embargo, su expresión es tan concreta y atroz como el rostro del muchacho encontrado en Ayotzinapa con la cara arrancada y los ojos saltados; tan espeluznante como los degüellos hechos y filmados por los yihadistas de Irak. El mal pertenece al universo de lo mudo, de lo que no tiene palabra, porque es algo específico e irreductible, como los sonidos de los que sólo se le puede dar una vaga idea a un sordomudo mediante imágenes y analogías; pertenece también, a diferencia de Dios o del amor, a lo que carece de significación y de sentido. Tal vez por ello, y contra lo que filósofos y teólogos han dicho de él –explica-

ciones que no han hecho otra cosa que justificarlo y darle un absurdo sitio en la existencia–, la poesía ha intentado mostrarlo identificándolo con un lugar. La tradición grecolatina lo llamó el Inframundo o el Infierno: aquello que está en el interior del suelo, el sitio de la podredumbre y de las tinieblas. La tradición evangélica, Gehena, el Valle de Hinon: un basurero en llamas. Tal vez estas imágenes llevaron a Dante en su Comedia a hablar de él como un lugar donde suceden atrocidades. Sin embargo, describir los actos del mal es, si se tiene una buena pluma y una fuerte presencia de espíritu, sencillo –nada más sobrecogedor que las atrocidades descritas por Vargas Llosa después del asesinato de Trujillo en La fiesta del chivo. Pero mostrar el mal en sí es, por su condición de mudez y no sentido, casi imposible. Por ello ciertos escritores usan imágenes y analogías traídas de las pesadillas. Stevenson, nos recuerda Borges, habla de un matiz abominable de color pardo que lo perseguía en su infancia. Melville de la insopor table b l a n c u ra d e l a b a l l e n a . Chesterton se refiere a una torre cuya sola arquitectura es malvada. En otros lados habla de un laberinto cuyo centro no existe. William Beckford imagina un palacio infinito en cuyo interior caminan errantes miles de personas, silenciosas y pálidas, que no se miran entre sí. Kafka a un hombre convertido misteriosamente en cucaracha. A lo largo de mi vida, a mí me ha perseguido una recurrente pesadilla que se hizo presencia pura en el asesinato de mi hijo: la de una casa de mil habitaciones, penumbrosa y asfixiante, cuya infinitud es a la vez tan estrecha como la celda de un metro cuadrado, donde lo abominable habita y donde, haga lo que haga, sólo puedo sufrir su espanto y sus estragos. Esas imágenes develan y comunican algo de la densidad irreductible del mal en el que México vive, de su inaudita concretud, de aquello que lo atroz provoca y, golpeando el alma, descompone la carne y genera algo semejante a un dolor físico, a un desorden biológico que se expresa en un caos del organismo. No podemos remediar lo que hace –la crueldad y la muerte son irreparables e inabarcables–

ni evitar la descomposición que provoca. Pero podemos y debemos limitarlo. Contra el mal no sólo la justicia –que exaltan esas novelas sobre la dignidad como La peste, Robin Hood o El último samurái–, sino, acompañándola, una irracionalidad tan irreductible como el mal, pero en sentido contrario: el amor, que brilla en el fondo de esas historias. Contra la irracionalidad del mal, la irracionalidad del amor. Es la enseñanza más profunda y más olvidada del Evangelio. A diferencia del camino de la pura justicia, Jesús se preocupó, antes que por los cul-

pables, por las víctimas. Su respuesta ante el mal fue, antes que la acusación, la compasión. Hay que luchar por la justicia. Hay, incluso, que defenderla, si es necesario, con las armas. Pero no por eso hay que dejar de mirarnos como víctimas a las que es preciso socorrer frente a la irracionalidad del mal y su injustificable presencia. Necesitamos, al lado de la justicia, la compasión. De lo contrario la justicia corre el riesgo de no aplicarse y volvernos justicieros, perseguidores, doctrinarios del castigo. La dignidad, dice Gesché, no sólo opone al mal la justicia, que es la mirada hacia el culpable; debe también oponerle la compasión, que es la mirada sobre la víctima. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales •

Noé Hernández, Tenoch Huerta y Gerardo Taracena

Morelia doce (ii y última)

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ara su exhibición en el ficm, El Charro Misterioso cambió de título a El más buscado, se le añadió como subtítulo “la leyenda del…”, así como la advertencia recurrente “basada en hechos reales”, y se le suprimieron unas cuantas escenas, sobre todo al final, pero en esencia sigue siendo la misma cinta que pudo verse hace poco menos de un año en el biff o Baja Internacional Film Fest. Producida por la empresa Lemon Films y dirigida por José Manuel Cravioto, la película no niega ni matiza su vocación taquillera –vocación, y queda por ver si también éxito en el mismo sentido– aunque, al mismo tiempo y para fortuna de quienes no consideran víctimas de un divorcio insoluble al cine genéricamente llamado comercial del también genéricamente conocido como de autor, a El más buscado le asiste más de una cualidad notable. En términos de producción, deben destacarse las funciones más que cumplidoras del diseño de arte: ubicada en la Ciudad de México de los años ochenta del siglo pasado, en este rubro la cinta goza de una considerable verosimilitud: vestimentas, peinados, locaciones, moblaje doméstico y urbano, entre otros aspectos, realmente se ven como lucían en aquellos años, a lo cual contribuye, en muy buena medida, tanto la cinefotografía como el trabajo de postproducción –sobre todo la corrección de color, convincentemente cargada hacia un ligerísimo tono sepia–, que le imprimieron a la cinta entera una especie de pátina bastante ad hoc. Por lo que hace al casting y, a partir de ello, al desempeño actoral –naturalmente pasando por la capacidad del realizador en cuanto a dirección histriónica–, los resultados fueron afortunados: la muy televisiva Paola Núñez no acusa en su desempeño coprotagónico las habituales deficiencias emanadas de la reiteración en la pantalla chica; el eficaz Gerardo Taracena cumple más que suficientemente su encargo en un papel también coprotagónico, pero sobre todo Tenoch Huerta luce en pleno dominio de sus alcances, de suyo amplios, como actor. Puesto que se trata de una historia eminentemente biográfica –incluso sin ser del todo lo que da en llamarse biopic–, la cinta entera descansa en su personaje protagónico, lo cual conlleva un alto grado de responsabilidad en el tono general que tiene este tipo de filmes. Si no existiese Güeros (2013), asimismo protagonizada por Huerta, debería afirmarse que la de El más buscado es su labor más destacada.

el arte de la realIdad El propio Cravioto se encargó, hace un año, de aclarar que su filme no pretende ser una apología de la vida criminal, por más que se trate –salvo obvias licencias narrativas que puedan alejarse más o menos de la historia efectivamente su-

cedida– de contar la vida y obra de Alfredo Ríos Galeana, eficacísimo asaltabancos que hace treinta y tantos años se volviera mediáticamente célebre y alcanzara, en el imaginario popular, una suerte de prestigio cuyas causas y naturaleza son de llamar la atención y merecen un estudio sociológico aparte. Empero, lo más notable de la cinta es algo que no se tenía previsto, a juzgar por la intención del filme, tanto la declarada por su realizador como la evidente en pantalla: con todo y tratarse de una ficción –cabe mencionar aquí que el mismo Cravioto hizo previamente un documental con el mismo tema y personaje–, El más buscado vale como referente histórico de un tiempo definitivamente ido, que visto a la distancia pareciera tener incluso cierto carácter de ingenuidad, casi de bondad, pese a formar parte de anales criminalísticos, pero que hoy evidencia su carácter de antecedente directo –entre varios otros, claro está– de la situación alarmante de inseguridad que se vive en este país, indisolublemente vinculada al amasiato entre delincuencia y autoridades gubernamentales. Baste mencionar algo que la cinta narra tal como fue: atrapado tras un robo ínfimo, el exmilitar Ríos Galeana es invitado a formar parte de una de las muchas y muy corruptas policías locales, y a esa doble expertenencia le debió mucho de su posterior eficacia delincuencial. Después, a lo largo de dicha carrera delictiva, el ciertamente carismático ladrón gozó no únicamente del solapamiento, sino de la complicidad franca de una corporación policíaca, en su caso la capitalina dirigida por el infausto Arturo Durazo Moreno. Cambie usted, querido lector, el sustantivo “asaltabancos” por “narcotraficante” o “miembro del crimen organizado”, e incluso “presidente municipal”, y convenga con este juntapalabras en que, dicho con la frase clásica, cualquier parecido del pasado reciente con la realidad actual no es mera coincidencia •

cinexcusas

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casa sosegada

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ensayo

9 de noviembre de 2014 • Número 1027 • Jornada Semanal

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l igual que otros escritores latinoamericanos en los que se advierte una conexión totalizadora entre literatura y política, José Revueltas (1914-1976) y su obra exigen a un lector que comparta también la clave de esta unidad de sentido. A la figura de Revueltas le sienta bien su acomodo en esa tradición que va del peruano José Carlos Mariátegui (1894-1928) al argentino Rodolfo Walsh (1927- ¿1977?); escritores que ampliaron las fronteras y el significado de lo que se ha entendido como “compromiso político”; obras que guardan sus claves más sustantivas en lo que el mismo Mariátegui llamaría unimismidad: vida y escritura entendidas como un “único proceso” de los que metieron “toda su sangre en las ideas”; enfoques políticos que se fundamentan en una crítica puntual a la totalidad de la vida en el capitalismo y que se funden con una perspectiva estética propia. Por más que a Revueltas se le acose para escindir su poética narrativa de sus ideas políticas, en los casos más sonados y vergonzosos como los de las novelas Los días terrenales y Los errores, una y otra vez Revueltas se niega a esta desmembración en la escritura misma de su obra, aunque su mea culpa ante la férrea disciplina del Partido Comunista Mexicano no sea más que una estrategia para reconsiderar su militancia pero nunca el vínculo orgánico entre narrativa y política. Tampoco sirve ya para entender la complejidad de la obra y la vida de José Revueltas su estigmatización como un “poseído”, como un escritor telúrico que genera animadversiones retrospectivas que tratan de escamotear el valor artístico de su obra y, sobre todo, de obnubilar esa complejidad de sus ficciones que siempre atentan contra cierta ingenuidad con la que se concibe muchas veces la autonomía del mundo literario. Revueltas es uno de los autores en lengua española más conscientes de la especificidad política de la ficción, de las modulaciones narrativas de ciertas perspectivas del mito que ayudan a presentar ese fondo oscuro y violento de la condición humana. Revueltas escribe y milita con una conciencia narrativa sumamente desarrollada respecto al desafío de recobrar, para el mundo contemporáneo, algo de esa unidad de la tragedia clásica y en la que todavía no estaban separadas la palabra de la poesía y la política. ¿Qué zona de la obra de José Revueltas permanece hasta cierto punto inexplorada a la luz de esta totalidad de sentido bajo la cual literatura y política se articulan trágicamente? Las crónicas de Revueltas están en las orillas de su obra, sin entender esto como cierto carácter marginal de sus textos periodísticos o de sus relaciones de hechos. Más bien, la crónica le sirve a Revueltas para emprender tempranamente ese registro asombrado y sombrío del “viaje”, hacia las entrañas míticas de la erupción del volcán Paricutín en 1943, por ejemplo; y para ensayar narrativamente, muchos años después, una de sus expe-

Ilustración de Juan Puga

riencias revolucionarias más intensas: el movimiento estudiantil de 1968. Publicada en El Popular en abril de 1943, en tres partes, la crónica “Visión del Paricutín” no sólo da cuenta del nacimiento del volcán más joven del mundo en Michoacán, en febrero de ese mismo año; Revueltas también se expresa como un narrador-testigo que modula una voz en primera persona que registra esa soledad milenaria, material y metafísica a un mismo tiempo, de los despojados del mundo. Como afirma Carlos Monsiváis, también da cuenta de “la destrucción de los pueblos de Michoacán”: “Dionisio Pulido, la única persona en el mundo que puede jactarse de ser propietario de un volcán, no es dueño de nada. Tiene, para vivir,

José Revueltas y las orillas de sus crónicas Gustavo ogarrio

sus pies duros, sarmentosos, negros y descalzos, con los cuales caminará en busca de la tierra; tiene sus manos totalmente sucias, pobres hoy, para labrar, ahí donde encuentre abrigo”. “Otros miles más” padecen también la estridencia del volcán, el arrasamiento de la vida y de la muerte. Vivos sin muerte, muertos en vida, ebrios de lava todos, son mirados a los ojos por el testigo Revueltas, por un narrador que va buscando también lo que nadie puede ver: el llanto “terrible, siniestro y tristísimo” de la tierra; “una rabia humilde”, “una furia sin esperanza y sin enemigo”. ¿Qué fondo mítico e histórico sostiene al cronista Revueltas en su acercamiento a la suma de tragedias que va dejando el nacimiento de fuego del volcán Paricutín? Encontramos ya una resonancia bíblica plenamente secularizada y que posteriormente va a manifestarse como el punto de vista inicial en obras como Los días terrenales. Revueltas afirma en su crónica: “En San Juan Parangaricutiro hay un pavor religioso, una fe extraída del fondo más oscuro de la especie, cuando el hombre huía de la tempestad y un dios frenético ordenaba el destino”. En el comienzo de Los días terrenales se puede leer otra manera de modular esta voz con resonancias míticas, primigenias, siempre sobre un relato que contrapuntea la experiencia bolchevique “a la mexicana” con su deshumanización basada en la sospecha conspirativa contra “cualquier heterodoxia”: “En el principio había sido el Caos, mas de pronto aquel lacerante sortilegio se disipó y la vida se hizo. La atroz vida humana.” ¿Qué es la crónica para José Revueltas en esa “era de la revolución” que fue el movimiento estudiantil del ‘68? Es una relación de hechos de lo que no alcanzan a conceptualizar sus ensayos y sus textos más militantes, como esa respuesta memorable al Cuarto Informe de Gobierno de Díaz Ordaz de 1968, y en la que Revueltas es devastadoramente puntual en describir los miedos del régimen ante el “despertar de conciencias” y los nuevos “ejercicios de la libertad”. En su Diario, Revueltas da cuenta de la ocupación de Ciudad Universitaria, el 18 de septiembre de 1968, “a las 22 horas”; además, registra las fechas de los mítines y manifestaciones para enfilarse hacia el 2 de octubre y anotar lo espeluznante con puntualidad: “Nos enteramos de la terrible matanza”. “Sobrevienen días absurdos, increíbles”, en los que el cronista Revueltas se prepara también para narrar su persecución y, finalmente, su estancia en prisión. El Diario también dispone narrativamente a Revueltas para escribir la relación de hechos en Lecumberri. La crónica puntual y fragmentada de Revueltas del ‘68 es también el puente trágico con su narrativa de presidio, entre esos dos textos que se presentan a través de un solo enunciado: “Ezequiel o la matanza de los inocentes” y su obra maestra El apando. El registro narrativo de un “país monstruoso”, carcelario, en el que nadie “se dolió de la matanza de los inocentes” •

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