De La vida breve a Cuando ya no importe: ironía y humanismo en
Juan Carlos Onetti Antonio Valle
SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 13 DE OCTUBRE DE 2019 NÚMERO 1284
Poniatowska periodista y las indómitas mujeres en blue jeans Entrevista con Elena Poniatowska/Lino Monanegi
El antagonista de la muerte: la poesía de Raymond Carver Alejandro García Abreu
Batalla lúdica en contra del tiempo y los relojes Juan Manuel Roca
LA JORNADA SEMANAL
Portada: Rosario Mateo Calderón
2 13 de octubre de 2019 // Número 1284
DE LA VIDA BREVE A CUANDO YA NO IMPORTE: IRONÍA Y HUMANISMO EN JUAN CARLOS ONETTI Ciento diez años y un cuarto de siglo han transcurrido, respectivamente, entre el nacimiento y la muerte del extraordinario narrador uruguayo Juan Carlos Onetti, Premio Cervantes en 1980, cuya obra novelística dio inicio hace ocho décadas, en 1930, mientras la mítica Santa María surgió justo a la mitad del siglo xx en La vida breve, y culminó por todo lo alto en 1993 –uno antes de la muerte de Onetti–, en Cuando ya no importe. En ese largo trayecto, al uruguayo quiso incluírsele en el Boom latinoamericano y, aunque no formó parte de dicho movimiento, el equívoco fue útil para que el mundo conociera uno de los corpus literarios más deslumbrantes, sólidos y complejos surgidos en esta esquina del planeta. Con el ensayo de Antonio Valle y textos de los talleristas de la Casa del Lago, conmemoramos el siglo y una década, así como los veinticinco años de la partida física del autor inmortal de El astillero y Juntacadáveres.
BATALLA LÚDICA EN CONTRA DEL TIEMPO Y LOS RELOJES Mucho se ha dicho del tiempo, pero al parecer mucho más se ha imaginado. En este delicioso ensayo se hace una docta apología de esa imaginación que no carece de rigor, elocuencia y humor, y en el que se presentan puntuales a la cita (en ambos sentidos), William Blake, Lord Byron, Harold Lloyd, Chaplin, algunos proverbios y, por supuesto, usted.
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Juan Manuel Roca ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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na cosa son las investigaciones científicas sobre el tiempo y el hallazgo de las ondas gravitacionales y otra muy otra la de quienes vivimos, querámoslo o no, atenazados por los minuteros. Creo que hasta Albert Einstein miraba de soslayo su reloj cuando de tomar alguna medicina se trataba, esto en cuanto a la cotidianidad individual, y que también lo miró cuando el calendario marcó un día de diciembre de 1932 y debía abandonar su Alemania natal ante la hora negra del nazismo. A quienes no tenemos un rigor científico sino más bien un talante patafísico y aficionado a las soluciones imaginarias, como ocurre con las artes y con la poesía que desde siempre han tenido una relación disfuncional con la realidad, quizá nos quede como una obsesión la fobia irremediable al tiempo manipulado. Por esto voy a referirme al tiempo alienado por el hombre o, mejor aún, al hombre alienado por el tiempo, sin grandes elucubraciones ni teorías. Desde los relojes de leche de Babilonia hasta la anulación casi total del hombre que juega por el hombre que trabaja, siendo el juego anterior a la cultura (Huizinga dixit), el tiempo es aquello que no debe perderse, más aún si es el tiempo de los demás parcelado por los que los explotan. Pienso en los luditas. En su mitológico líder llamado Nedd Ludd, pero también llamado el rey Ludd o el Capitán Ludd, un legendario hombre del pueblo que en medio de la llamada revolución industrial y en contra del movimiento del feroz maquinismo, realizó hacia 1811 acciones desesperadas contra las máquinas, contra las fábricas de hilados, lo que propició el ludismo del que hoy solamente existen vestigios en algunas repulsas teóricas a la tecnología. Muchos de los seguidores del mítico Ludd terminaron en la horca, que obviamente tiene una forma de péndulo negro. Vale mucho la pena leer lo que escribe Christian Ferrer, ensayista argentino y lúcido anarcólogo sobre ese movimiento libertario y hasta inocente frente a la industrialización, en su libro Cabezas de tormenta. Ferrer nos recuerda que esa revuelta era más de orden moral o social que político. Por supuesto que esta subversión ludita fue también, aparte de que veían la llamada revolución industrial como una automatización de la clase obrera, una repulsa contra la maquinación del tiempo.
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Algunos imaginaban, en una escena que podría ser de Jarry, un fusilamiento, anodino podríamos decir ahora pero no menos valiente y patafísico, de un regimiento o una fila india de relojes. Anodino, porque si bien, como dice el poeta, “los relojes pierden el tiempo”, más aún lo perdemos los que intentamos convencer a los más cerreros amantes del trabajo, que el ocio es el padre de toda creación y que por eso, en lo posible, hay que andarse con cuidado con la parcelación excesiva de nuestro tiempo. Esto lo han sabido bien los poetas. No en vano fue Lord Byron un gran admirador del movimiento ludita al que dedicó uno de sus cantos memorables. No es raro que el primer libro de Byron adolescente se llamara Horas de ocio y que proviniera de la pluma de un aristócrata que también era, sin juegos de palabras, un ácrata de corazón. Me dirán los científicos, y tendrán razón, que hago reduccionismo al hablar del tiempo manipulado y no del que gravita sin que en nuestra pobre cotidianidad lo notemos. Pero no le negarán a Amiel que “el tiempo no es sino el espacio entre nuestros recuerdos”, con lo que lo hace de un orden individual, para sentar además un posible camorreo con historiadores y sociólogos. Más obvio y aterrizado es el proverbio italiano que dice que “el amor hace pasar el tiempo y el tiempo hace pasar el amor” o el de William Blake que en los Proverbios del infierno manifiesta que “la eternidad está enamorada de las obras del tiempo”.
Ahora, es verdad que no todos vivimos en la misma hora. Hay quienes viven anclados al pasado y hay quienes sólo piensan en el futuro, con lo cual muchos nos quedamos en un limbo horario. También los que en materia política, valga el ejemplo, hace mucho no le dan cuerda a su reloj de paredón pero marcan tarjeta todos los días en el aburrimiento. Haciendo asociaciones ligeras sobre el tiempo y los relojes, sin inmiscuirme en las honduras de la ciencia, la imagen que más me seduce proviene más que de la literatura, del cine mudo. Harold Lloyd, el notable comediante estadunidense de
Ahora, es verdad que no todos vivimos en la misma hora. Hay quienes viven anclados al pasado y hay quienes sólo piensan en el futuro, con lo cual muchos nos quedamos en un limbo horario.
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origen galés, pende de un gran reloj en las alturas, como si la vida misma supusiera pender del oculto paso del tiempo, que tiene al parecer un paso sigiloso de galgo. El breve filme al que tradujeron como El hombre mosca, es una reiteración metafórica de lo temporal. En muchas de sus escenas y de sus situaciones, aparece un reloj. Que el formidable cómico huyera de la policía no era una novedad. Como lo hizo en otras películas y como ocurre también con Chaplin, los policías son los enemigos del tiempo libre y sin obligaciones laborales y de los Bartlebys de turno que, insumisos a cada propuesta, “prefieren no hacerlo”. Lloyd trepa a un edificio clásico y llega, como en una metáfora del ascenso de clase, del escalador que se ha vuelto en los años veinte el hombre estadunidense con ansias de conquistar la cima. Es el hombre corriente “del tiempo es oro” que quisiera leer en los billetes la frase luterana “In Gold we trust” mejor que la oficialmente acuñada “In God we trust”. Harold Lloyd logra coronar las manecillas del gran reloj que marca las 11 y 25 de la mañana, hora de trabajar, aunque un grupo de vagos o de transeúntes lo miren como un triste pero admirable espectáculo. Es de suponer que al grupo de expectantes les suene también el tic tac del corazón. Como posdata va un pequeño y fugaz poema: “Un niño/ Se zafa de la mano/ De su padre.// Entra por la puerta/ Giratoria de un hotel// Y tras el giro,/ Al volver a la calle,// Es un anciano.” (Juan Manuel Roca, “Poema del tiempo.”) l
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PONIATOWSKA PERIODISTA Y LAS INDÓMITAS MUJERES EN BLUE JEANS Entrevista con Elena Poniatowska
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A Jules, amiga y cómplice. Y a Katia Escalante y Perla Giadans, con afecto y en devolución por su ayuda.
Nellie Campobello
Josefina Vicens
Rosario Castellanos
Amplia y cálida conversación en la que resuenan los nombres de Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco y Sergio Pitol, figuras emblemáticas de la literatura del siglo pasado en México, pero también la admiración y la confianza de la gran narradora de La noche de Tlatelolco, Hasta no verte Jesús mío y Querido Diego, te abraza Quiela, y tantas otras obras ya consagradas, en las mujeres y su presencia en la vida del país, lo cual queda de manifiesto en Las indómitas y en los blue jeans.
Lino Monanegi Elena Garro
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–Empecemos hablando de su libro Las indómitas; en este estudio o recopilación de ensayos usted ha escrito sobre mujeres protagonistas de la historia de México, varias de ellas escritoras, quienes de alguna manera, hasta después de la segunda mitad del siglo xx no habían sido reconocidas o insertadas dentro de la tradición. Me refiero, por ejemplo, a Nellie Campobello, que es la gran novelista de la Revolución (es la única novelista mujer de la Revolución) o Josefina Vicens con El libro vacío, por mencionar algunas. Me parece bastante interesante que usted, protagonista indiscutible en el periodismo y en la literatura en México, pase revista a estas autoras mexicanas que el canon o la academia no ha atendido de igual forma que a los escritores hombres. –Sí es cierto que las mujeres han sido un poco barridas de la historia de la literatura y del periodismo, porque nunca se les ha dado el reconocimiento que se les da a los hombres en general. Pero yo creo que el reconocimiento ha sido paulatino, porque ahora hay muchísimas mujeres en las redacciones de los periódicos que han demostrado ser muy buenas y más honradas que los hombres. Esa es una de las razones por las cuales las mujeres han invadido las redacciones de los periódicos. Ahora tenemos a mujeres que son directoras de diarios; en El Día tuvimos a Socorro Díaz, que después se dedicó a la política (ya no sé a qué se dedica actualmente). Tuvimos como jefa de redacción también de El Día a Sara Moirón, que decía muchísimas groserías, siempre pendejeaba a la gente. En La Jornada tenemos a Carmen Lira. En general, si tú ves a las que van a cubrir los eventos, hay muchísimas reporteras. También tenemos a una mujer esencial dentro de la comunicación en México, que es Carmen Aristegui. Entonces, en el periodismo ya hay muchas mujeres con una honradez totalmente comprobada. Afortunadamente, en la literatura también ya hay más escritoras. Sin embargo, en el boom jamás hubo una mujer, aunque quizá las mujeres pudieron pertenecer a ese movimiento. En México tenemos a la mayor poeta de todo el continente, Sor Juana Inés de la Cruz, eso lo dijo Octavio Paz. Pero también hemos tenido a Rosario Castellanos o a Elena Garro. Rosario fue poeta, ensayista, reportera y periodista. Luego, Elena Garro escribió teatro y era novelista y cuentista. Actualmente ellas ya se paran por sí mismas y todo el mundo habla de ellas. El año 2016, por su centenario, se le dedicó a Elena Garro, por lo que ya hay un reconocimiento. Tenemos que decir que la Universidad Veracruzana fue punta de flecha al publicar La semana de colores, pero también al publicar
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Elena Poniatowska. Foto: notimex, Juan Carlos Rojas.
–Eso es muy interesante, ya que se tiene la idea de que el matrimonio entre Renato Leduc y Leonora Carrington era un acuerdo mutuo para que ella pudiera emigrar a México. –No, ellos se amaban; existen cartas apasionadísimas de Leonora hacia Leduc diciéndole: “Te quiero lamer todo, de los pies a la punta de los cabellos.” –Antes ha mencionado a maestro Sergio Pitol, quien lamentablemente falleció en 2018. ¿Cómo era viajar con el maestro Sergio? –Yo no viajé con él, salvo una vez en Polonia, pero cuando llegué, ahí estaba Sergio. Él no nos soltó a mi madre y a mí; nos llevaba aquí y allá, y fue muy cariñoso. La embajada de Polonia debería rendirle un homenaje porque fue uno de los traductores de los principales cuentistas polacos que están publicados gracias a él y que son conocidos aquí en México y en América Latina. Traducía del polaco, francés, inglés, ade*más del italiano, que traía en la sangre. –Él, junto con Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, forman una triada especial. ¿Cómo fue convivir con ellos en sus épocas más vitales? –Solían hacer muchas maldades. Una vez fuimos a la casa de Eugenia Cazo en épocas navideñas, ellos tomaron las esferas que adornaban el árbol y comenzaron a arrojarlas a todo el mundo; llegaron a reventarle una esfera en la cabeza a Eugenia y hasta se le encajaron pedacitos. Eran gente muy atrevida, muy alegre, muy valiente, muy de izquierda; participaron en muchas huelgas juntos. El más morigerado, el más cuidadoso era José Emilio, pero Pitol y Monsiváis eran de a tiro… Yo nunca había visto a nadie llorar con tanto sentimiento como a Pitol el día que visitó a Monsiváis en sus últimos días. Ya Pitol tenía un problema de habla y fue a ver a Monsiváis al [Hospital de] Nutrición, y salió, te juro, con la cara bañada en lágrimas. Era enorme el afecto que se tenían. Se llevaban bien, a cada uno le gustaba la obra del otro, y la conocían a fondo. Uno era viajero Pitol] y el otro [Monsiváis] era sedentario.
a García Márquez. En esa editorial estaban Jorge Ruffinelli y Sergio Pitol, hombres que se atrevían y se lanzaban a publicar a autores poco conocidos. Antes de ellos estuvo Sergio Galindo, que era un hombre muy generoso.
–¿Cuál era el rol cómplice de la joven Elena Poniatowska, amiga de los tres? –Yo trabajé más con Monsiváis y con José Emilio porque estábamos en el suplemento cultural; yo era la reportera. Yo era la pinche rata que traía los artículos y me mandaban a hacer el trabajo mientras que ellos eran los genios, pero nos queríamos mucho. Quise mucho a ambos, enormemente. Además, Pacheco era un verdadero pozo de sabiduría. A veces pienso: “¿y cómo será esto?, ¿cuál era el primer nombre de éste?” Antes, siempre descolgaba el teléfono y le preguntaba a Pacheco, pero ahora ya no está. Monsiváis era mi consejero áulico.
–¿Usted publicó en la época en la que Sergio Galindo lanzó la mítica colección Ficción de la Universidad Veracruzana? –No, yo publiqué en la época de Pitol. Él me pidió los cuentos que él mismo llamó Los cuentos de Lilus Kikus. Su estancia en Xalapa en ese tiempo fue muy breve, porque su idea de la vida era viajar, no quedarse. –Usted hablaba sobre la honestidad per se de las mujeres… –Existe una tendencia de honestidad entre las mujeres, porque las mujeres no llenan las cantinas como los periodistas de mi época; de éstos, todos escribían sus artículos en la cantina. El periódico Excélsior estaba encima de un restaurante muy elegante pero con una cantina muy famosa que era Ambassadors, y existía otra cantina frente al Novedades. El Universal estaba al lado de cantinas, pero las mujeres no iban. Renato Leduc era un escritor de cantina, es decir, platicaba en la cantina con sus cuates y eso hizo que Leonora Carrington le dijera que no, porque se la pasaba con sus cuates alegando en la cantina.
Antes, siempre descolgaba el teléfono y le preguntaba a Pacheco, pero ahora ya no está. Monsiváis era mi consejero áulico.
–Sin duda, el trabajo de periodista, el trabajo en la redacción de un periódico, le dio un oficio tremendo. –Yo generé una capacidad amorosa hacia los demás, que es algo mayor a que si yo estuviera sentada detrás de un escritorio exprimiéndome los sesos para ver qué sale de ahí. Era un continuo, absoluto contacto con la gente, no sólo con los escritores o los entrevistados, sino con los arquitectos, científicos y las mujeres, la gente de la calle; era estar dentro de la vida. Claro que para escribir una novela, por ejemplo, sí se necesita estar más encerrado. / PASA A LA PÁGINA 6
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VIENE DE LA PÁGINA 5/
–Sí, además a veces siento que los chavitos de ahora son más interesantes que los de antes porque tienen la capacidad de desobedecer; descubren la desobediencia antes y se encuentran con una sociedad que los mira con curiosidad y está más dispuesta a apoyarlos.
–Algo que le brindó el trabajo como periodista fue nutrirse del lenguaje cotidiano por el cual usted sintió una curiosidad muy temprana, tan pronto llegó a nuestro país. –Sí, me sentí muy cerca. Aprendí el español a los diez años al llegar a México y lo aprendí en la calle. Yo recuerdo que decía palabras como “nadien”, y decía con gran facilidad groserías que escuchaba en la calle sin entender lo que eran, pero eso le pasa mucho a los extranjeros (aunque yo no me siento extranjera para nada). Por ejemplo, Leonora Carrington, que vivió tantos años, con tanta cercanía, con Renato Leduc, cuando llegabas a su casa decía: “Oye, ¿tú no quieres un chingado tequila?”, y pues yo respondía: “Sí, quiero un chingado tequila”, porque estaba dentro del lenguaje normal, de todos los días.
–¿Qué es lo que nunca se imaginó ver en México y que la haya sorprendido o indignado? –Indignado sí, después del 2 de octubre, pensar que podía suceder lo de Ayotzinapa. Jamás pensé que sucedería que todo el gobierno le apostara al olvido de ellos y de sus padres, de borrarlos del mapa, tanto a ellos como a sus papás.
–Pero usted supo transmitirlo al papel, es decir, el arte de escuchar, del que alguna vez la criticó y acusó positivamente Octavio Paz; eso está registardo en el papel. –No recuerdo qué dijo Octavio Paz, pero él escribió sobre La noche de Tlatelolco. –Bueno, La noche de Tlatelolco y Hasta no verte, Jesús mío fueron recibidas con un aplauso eterno de la crítica. –Eso se dice ahorita. Con La noche de Tlatelolco, en primer lugar, había mucho miedo, era una época muy difícil. Lo que le ayudó al libro fue que se dijo que el gobierno iba a recoger los ejemplares de las librerías e iban a poner bombas en la editorial Era, pero eso sólo sirvió de publicidad, aunque nunca hubo un artículo sobre La noche de Tlatelolco. El único que hizo una crítica pequeña fue José Emilio Pacheco. Además, yo le llevé el libro a José Emilio antes de que se publicara para que lo viera, y me acuerdo que él me dijo: “Vamos a cerrar las cortinas.” Yo le dije que nadie me había seguido, que no importaba. Tenemos mucha tendencia en México a sentirnos héroes por default. –Hablemos sobre literatura testimonial, hay que decir que fue necesaria en 1968, cuando ocurre la matanza de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco, y lo es ahora, tras la desaparición, hace unos años, de 43 estudiantes en Guerrero. Y no solamente son 43, cada vez hay más desaparecidos, más madres y padres buscando a sus hijos y haciendo el trabajo de investigación que debería hacer el gobierno mexicano. ¿Está vigente la literatura testimonial? –Yo no diría eso; yo creo que todos los escritores escriben a partir de una realidad, quizá no digan el origen o de dónde sacan los temas, pero sus temas están ligados a la vida de todos los días, sin que eso sea hablar de literatura testimonial. Yo creo que he partido siempre de la gente; si usted me dice algo, yo lo retengo. –Siguiendo con la premisa de las mujeres en las redacciones, ¿cómo ve usted, miembro de una generación que luchó por integrarse en el mundo laboral, por integrarse en una sociedad ya equitativa, a esta ola de cambio y de lucha, de una segunda revolución de las mujeres por denunciar cualquier tipo de demérito o violencia? –Usted se refiere al #MeToo. Eso es algo que viene de Estados Unidos, es parte de la mentalidad estadunidense, pero yo no sé mucho de ese tema de la discriminación y de que a una mujer le echen los perros.
En una pareja, si ves, la mujer, que es la que trae el café, la que oye y la que espera, es muy superior al hombre, y lo que ella tiene que decir es mucho más interesante y apasionante que lo que dice el hombre.
–¿Cómo ve a las nuevas narradoras que están generando un movimiento literario actual? –Sigue siendo dispar, pero ahora ya se ve que está una mujer colombiana, Laura Restrepo, que es una gran escritora; hubo una mujer de otra generación que fue muy buena, María Luisa Puga. Existe una generación de mujeres jóvenes que creo que han cambiado el camino de la literatura; su lenguaje es nuevo y vital. Hay muchísimas creadoras. A mí me cuesta trabajo ver la obra de Betsabeé Romero, la pintora, porque me da una enorme curiosidad, pero lo hago desde mi generación, desde otra época; yo ya no soy una chava de la onda. Mis relaciones o coordenadas ya son de otra época. –Usted luce muy vital, no creo que viva muy desactualizada. –Bueno, soy como Sara García: tomo mi chocolatito caliente y lo sopeo, pero tengo que reconocer que admiro mucho a la gente que busca y va hacia adelante, admiro la búsqueda de la explicación de un científico, el tratar de explicarse qué filamentos de tungsteno hay en los focos que hacen que se prendan, de dónde vienen, si nosotros los fabricamos. Esta es una manera de estar viva, de estar en la vida, de saber cómo funcionan las cosas. Nunca he dicho que los tiempos anteriores fueron mejores, yo veo a mucha gente de mi edad diciendo eso de que “eso no pasaba antes”, “las mujeres no andaban así”, etcétera, eso me parece muy idiota. –Eso desactualiza mi siguiente pregunta: de entre todos los recuerdos y vivencias, ¿cuál es el más caro? Al parecer usted no se queda fincada en el tiempo pasado, considera que el tiempo presente es igual de valioso.
–¿Cree que el pueblo mexicano todavía tiene la capacidad de indignarse? –Sí, yo creo que sí. Creo que López Obrador congregó el apoyo de los mexicanos sólo con unas palabras: la mafia del poder y la corrupción, porque no ha dicho más que eso. No obstante, eso es lo que la gente quiere oír: que se va acabar la mafia del poder y la corrupción, así que él tiene mucha razón de usar sólo estas palabras que repite y repite y repite, y como un martillo las pone en la cabeza de la gente. Claro, los que están en contra dicen que es un caudillo, pero no es cierto. –¿Es optimista? –Sí, yo estoy con López Obrador desde hace muchísimos años, como Pitol y Monsiváis. –Tratando de regresar al libro con el que iniciamos la conversación; en Las indómitas también escribe sobre Jesusa Palancares, protagonista de Hasta no verte Jesús mío; novela que este 2019 cumple cincuenta años desde su publicación. El personaje real era bastante supersticioso o religioso de una manera poco convencional o mística, que creía incluso en la reencarnación. ¿En qué le gustaría reencarnar a Elena Poniatowska? Si es que cree en la reencarnación. –Yo creo en Jesusa, pero no me encantaría reencarnar en ella porque sufrió tanto. Los últimos días antes de su muerte hizo un esfuerzo tremendo por caminar en la calle y llegar a su casa. –¿Jesusa es una alegoría de nuestro país? Un país acostumbrado al sufrimiento. –Yo creo que México es un país de héroes y de heroínas. Ojalá y se les dé una oportunidad a todas las chavitas, que no se les refunda el perímetro de su vida, que no sea la cocina. No es por estar en contra de la cocina ni de los hijos, sino que ojalá tengan las mismas oportunidades, porque además muchas veces, cuando las tienen, resulta que ellas son muy superiores a los hombres. En una pareja, si ves, la mujer, que es la que trae el café, la que oye y la que espera, es muy superior al hombre, y lo que ella tiene que decir es mucho más interesante y apasionante que lo que dice el hombre. –¿Qué consejo hay para las nuevas periodistas, para las nuevas narradoras? –Como las circunstancias son tan distintas, no se pueden dar consejos. Lo que a mí me gusta muchísimo es que ya no usen tacones: ¿cómo podíamos caminar? Éramos casi como las japonesas a las que les deforman los pies. Si una mujer usa tacones, ¿cómo va a correr detrás de alguien a quien quiere tomarle una foto? La mezclilla es la gran salvadora de las mujeres. Yo tengo una amiga que se pone el mismo blue jeans durante un mes, igual que lo haría un muchacho. Incluso a esa prenda recurren las mujeres ricas, las modelos, las actrices. El blue jeans es el gran invento feminista, es la salvación l
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EL ANTAGONISTA DE LA MUERTE:
LA POESÍA DE
RAYMOND CARVER
Un acertado atisbo a la intensa obra poética del gran narrador de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos de amor y Tres rosas amarillas, reunida en Todos nosotros. Poesía completa, de reciente publicación. “Poeta, cuentista y ocasional ensayista” En el poema “En Suiza”, incluido en Donde el agua se junta con otras aguas (1986), Raymond Carver (Clatskanie, Oregón, 1938-Port Angeles, Washington, 1988) escribió: Todos nosotros, todos nosotros, todos nosotros intentando salvar nuestras almas inmortales por caminos en algún caso más sinuosos y misteriosos aparentemente que otros. El poema da título a Todos nosotros. Poesía completa (Anagrama, traducción de Jaime Priede, 2019), libro publicado originalmente en Londres por The Harvill Press en 1996. Carver aseveró: “Empecé como poeta. Lo primero que publiqué fue un poema. De modo que supongo que me gustaría que en mi lápida pusiesen ‘Poeta, cuentista y ocasional ensayista’, en ese orden”. Durante once años, Tess Gallagher (Port Angeles, 1943) fue compañera, colaboradora y, finalmente, esposa de Raymond Carver. “Experimento estos poemas de una manera muy íntima. Son mi lugar de descanso. El sistema nervioso de una vida compartida”, escribió la poeta y viuda. La mayoría de los poemas incluidos en Todos nosotros, volumen al cuidado de Gallagher, pertenecen a los diez últimos años de vida de Carver.
Alejandro García Abreu ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
Todos nosotros recopila los cuatro libros de poesía escritos por el autor de Si me necesitas, llámame: Fuegos (1983), Donde el agua se junta con otras aguas (1985), Ultramar (1986) y Un sendero nuevo a la cascada (1989, edición póstuma). Incluye un apéndice con los poemas primerizos de Carver, titulado Sin heroísmos, por favor (1991).
Un Chéjov estadunidense El final de su vida fue terrible. En 1987 se publicó la antología Bajo una luz marina. En septiembre, Carver sufrió hemorragias pulmonares y se le detectó un tumor cerebral. En mayo de 1988 reapareció el tumor. Recibió un tratamiento de quimioterapia en Seattle. Atlantic Monthly Press editó Desde donde llamo, su último volumen de cuentos. El tumor reapareció por tercera vez. El 17 de junio se casó con Gallagher en Reno, Nevada. Trabajaron juntos en el libro Un sendero nuevo a la cascada. Tras una dolorosa estancia en el Virginia Mason Hospital de Seattle, Carver murió en su casa de Port Angeles el 2 de agosto. Tess Gallagher no se desprendió de él ese día. Gallagher les atribuye a los poemas una sensibilidad portentosa y asequible. Suscribo el planteamiento de Gallagher sobre Carver: “Su habilidad para aunar contrarios y desplegar a la vez sus posibles ramificaciones, sin inclinarse hacia ninguno de los lados, me aporta mayor coraje para afrontar la vida”. En ese coraje suscitado por su obra reside la potencia creativa del “Chéjov estadunidense”. Fuegos incluye “No sabéis lo que es el amor”, en el que escribió: esta noche sólo hay un poeta en esta habitación sólo un poeta esta noche en la ciudad puede que sólo un verdadero poeta en este país esta noche y ése soy yo.
Lugares de pérdida y derrota En “Mi muerte”, perteneciente a Donde el agua se junta con otras aguas, Carver pensó en su propio fallecimiento: Poco se puede pedir al final. Espero que alguien llame a los demás para decir: “¡Ven rápido, se está yendo!”
Y vendrán. Así tendré tiempo para despedirme de las personas que amo. Si tengo suerte, se acercarán para que pueda verlas por última vez y llevarme ese recuerdo. Puede que bajen la mirada y quieran echar a correr. Pero, al menos, puesto que me quieren, me darán la mano y me dirán “Valor” o “Todo irá bien”. Y tienen razón. Todo irá bien. Me basta con que sepas lo feliz que me has hecho. Sólo espero que siga la suerte y pueda mostrar mi agradecimiento. Que pueda abrir y cerrar los ojos para decir: “Sí, te escucho. Te entiendo.” Implica la devastación. “No sólo amamos estos poemas por sus cumbres y valles biográficos, aunque a quién no le intriga la vida de un hombre que caminó de la mano de la muerte a causa del alcohol y luego siguió escribiendo con un tumor cerebral y un cáncer de pulmón. De todos modos, es esa intensa búsqueda subterránea la que mantiene nuestra atención, esa intención del poeta de volver a lo extremo, a sus lugares de pérdida, de derrota”, escribió Gallagher. El final convulso, la búsqueda de sentido y la posterior desgracia son elementos que pertenecen a “un circuito de intensos momentos emocionales”. Ante los infortunios su fortaleza artística se hizo evidente. Cuando Gallagher recuerda el empeño que Carver puso en su poesía, evoca en particular una tarde de verano de 1988: habían terminado de revisar Un nuevo sendero a la cascada, su último libro de poemas. Carver siempre supo lidiar con los lugares de pérdida, de derrota. Ejemplo de ello es el hermoso poema “Colibrí”, incluido en Un sendero nuevo a la cascada, escrito durante sus últimos seis meses de vida: A Tess Vamos a suponer que digo verano, escribo la palabra “colibrí”, la meto en un sobre y la llevo colina abajo hasta el buzón. Cuando abras la carta te acordarás de aquellos días y lo mucho, lo mucho que te quiero. Al final la ternura se convirtió en antagonista de la muerte. Como la propia escritura l
LA JORNADA SEMANAL
8 13 de octubre de 2019 // Número 1284
De La vida breve a Cuando ya no importe: ironía y humanismo de En este lúcido artículo se analizan algunos de los aspectos fundamentales de la personalidad y la obra del gran narrador uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994), el contexto político que subyace a la saga que va de La vida breve (1950) a Cuando ya no importe (1993), la peculiaridad de su estilo, que es un rasgo de su poderosa inteligencia, y su postura crítica ante las veleidades de la fama y los booms que fueron en su época. Sin duda, a pesar de que su obra hace pocas concesiones a sus lectores, aquí se afirma que “son y han sido la rebeldía y la intuición de los jóvenes las que año tras año validan el formidable talento de Onetti”. Una muestra de ello son los textos que acompañan este ensayo.
Antonio Valle |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
Phillies de la 43 Eduardo Díaz Casanova
E
arl llegó a la misma hora de todas las noches. Se sentó en el dinner a esperar su Philly Steak Sándwich que Simon le preparaba entre servicial y displicente. Habían pasado ciento ochenta días desde que Sara se marchó. La rutina era la misma: llegar al Phillies de la 43 a comer su sándwich, tomar café americano y a fumar los Viceroys que había comprado por 9 centavos. Inmerso en sus pensamientos hacía tiempo recargado en la barra de madera. La ciudad dormía mientras esperaba el primer rayo de sol entrando por el ventanal, el momento de irse a dormir sólo para regresar esa misma noche, confiando en que en alguna epifanía hallaría una solución para la realidad que lo humillaba. Su existencia se reducía a dos o tres costumbres que no eran suyas. Después de cincuenta años, ahora estaba predestinado a ser un hombre de hábitos y horarios. De Earl, el rebelde de nariz aguileña y cuello almidonado, no había quedado nada, o casi, tal vez los dientes manchados de tabaco y el rostro curtido. Medio siglo después
Juan Carl
1. ¿Infancia es destino?… no, si en el ínter te secuestra una dictadura En Cuando ya no importe, la novela con la que Juan Carlos Onetti cierra la saga de Santa María, sus recuerdos más amables podrían evocar la popular frase de Rilke: “La verdadera patria del hombre es su infancia.” A pocos escritores como a Onetti les habría venido tan bien este axioma; en su relato temprano “Los niños en el bosque”, recordaba así a la niñez: “Una canción sin palabras, sin más que los juegos de la boca reidora. Había una música rápida y sencilla, trenza de cantos, rondas y carreras que fueron abandonadas otra tarde –otra, aún, más allá del sueño y su país…” Escrito hacia 1932, este feliz fragmento difícilmente se repetirá cuando la buena fortuna lo abandone a él y a los uruguayos, quienes, después de cuatro décadas de tentativas golpistas, ven arreciar la violencia política que culmina en la dictadura de Juan María Bordaberry. En febrero de 1974 Onetti es detenido e internado en un sanatorio psiquiátrico. Su delito: formar parte del jurado del premio anual de Marcha, publicación clausurada por los militares que, a esas alturas, habían convertido Montevideo en una trampa mortal. Al recordar a un escritor con una sensibilidad política tan penetrante como la de Onetti, es difícil explicarse por qué, fuera de alguna excepción, la mayoría de críticos visibles en el largo período neoliberal, cuando se planteaban explicar la “oscuridad” en los relatos del uruguayo, omitían decir que la historia charrúa había sido determinada por décadas de intimidación, que el
había poco del chico que tocaba piano en los bares, del muchacho que huyó de casa para enamorar mujeres mayores mientras practicaba la habilidad que le heredó de su padre. Earl era uno de esos tipos que abandonaban los barcos antes del naufragio para perderse en la inmensidad. Ahora, después de devorar el sándwich con la mostaza que se había embarrado en su labio izquierdo, tomaba un sorbo de café y fumaba profundamente, como si en cada calada pudiera consumir la noche y las imágenes de Sara. Durante años había esquivado esa cosa a la que se referían como amor, que para él era un trámite carnal, un deseo encontrado entre la aburrición y un impulso producido por una necesidad biológica. Y sin embargo, cuando creía que ya se había librado de aquello, se daba cuenta de que el secreto continuaba ahí, cómo una bala expansiva entre las sombras, recargándose de pólvora para que la fuerza de su detonación fuera implacable, dejándolo como un animal herido entre sus pequeños hábitos para darle sentido a su supervivencia. El gran Earl del que todos hablaban en los bares, el músico indescifrable y místico que había pasado por las mujeres de sus amigos, el chico que todos querían ser, miraba la noche a la deriva buscando un pretexto para darle sentido a su existencia. Sara debió cansarse del mismo repertorio musi-
maestro había sido violentado, no sólo por el estado policial impuesto en la República Oriental del Uruguay, sino por la narrativa oficial que la oligarquía y la derecha rioplatense impusieron para instrumentar las políticas económicas neoliberales. Fue tal la efectividad de esa narrativa oficial que, apenas en julio de 2019, casi medio siglo después, la justicia italiana condenó a cadena perpetua a doce represores uruguayos que participaron en el Plan Cóndor de las dictaduras del Cono Sur.
2. Onetti, nuevos lectores y los jóvenes… siempre En un taller de creación literaria que recién concluyó esta primavera, un grupo de nuevos lectores de Onetti –a pesar de lo arriesgado que pudiera resultar esta experiencia– decidió trabajar con ejercicios basados en relatos del maestro uruguayo. Resultado de ese taller son los textos que acompañan a este ensayo: “Phillies de la 43”, que Eduardo Díaz Casanova escribió a partir de una lectura de “Bienvenido Bob” y del cuadro Nighthawks, de Edward Hopper; de Jesica Vázquez, el breve ensayo “El hombre de la rosa y la virgen encinta que llegó de Liliput” (en el que analiza los temas de bullying y segregación en México); el poema “Abriendo la pieza”, de Juan Ángel Torres, y un texto de Guillermina Acosta sobre El infierno tan temido, escrito “sólo para futuros lectores de Onetti”. En el contexto de los trabajos de estos nuevos forasteros de Santa María, vale la pena recordar,
cal, del choque de los vasos y la plática de hombres y mujeres que no eran sus amigos; harta de una ciudad como Nueva York que terminó por indigestarla con sus puntos de fuga y sus trazos geométricos, cansada de esa ciudad repleta de nacionalidades y visas a punto de expirar, de coladeras humeantes y sueños hundidos en sus drenajes, de ese mundo subterráneo bajo el asfalto. Quizás Sara no alcanzó a ver los rascacielos y por eso se marchó. Tal vez ella sólo extrañaba el sur recorriendo a caballo los campos bajo días soleados con horizontes y montañas. Pero Earl sabía que nada de eso era cierto, que aquellas palabras sólo vivían en su imaginación, funcionando como un mecanismo para huir de la verdad, de la realidad pulsante que estaba a centímetros de él, respirando en su espalda y susurrándole al oído que el gran Earl no era tan grande como pensaba, que estaba plagado de imperfecciones que crecieron con los años y que lo habían abandonado por eso. Sara dejó una carta en el buró pero Earl no tuvo el valor de abrirla. Prefirió darse otra vuelta por el Phillies de la 43 para pedir lo mismo. Juró que no volvería más al dinner, que esta vez lograría deshacerse del amor para empezar sin ella, pero antes de que terminara de darle cuerpo a esa idea lo alcanzó la noche.
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los Onetti El infierno tan temido: los nuevos lectores de Onetti Guillermina Acosta
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Onetti, en los años cuarenta del siglo pasado, foto tomada de un libro pubicado por editorial Era.
como dijo Emir Rodríguez Monegal hará unos sesenta años, que “algunos muchachos que habían descubierto por sí solos a Onetti... andaban por la principal avenida de Montevideo, entraban en los cafés de estudiantes y de intelectuales… con un ejemplar de El pozo bajo el brazo”. Por otro lado es claro que los cuentos y novelas de Onetti, lejos de ser historias “para iniciados”, continúan siendo las favoritas de miles de lectores sensibles, quienes, entre otras cosas, han sido capaces de examinar sus propios conflictos existenciales a la luz de las poderosas historias del maestro uruguayo. Esto puede documentarse en textos como los ya enumerados, o en los remotos planteamientos de Onetti cuando, al explicar su relación con el boom latinoamericano, aseguraba, que él no había pertenecido a ese fenómeno editorial y que, en última instancia, fueron los jóvenes quienes lo arrastraron –con todo y Santa María– al dicho fenómeno literario.
3. Onetti: inteligentes mediocres y poesía En La vida breve, cuando a Brausen –el doble de Onetti que fraguaba el proceso de creación poética de Santa María– le solicitan que el argumento de
Onetti también tuvo que trabajar como “creativo” en una agencia de publicidad y conoció las entretelas de la industria cinematográfica.
olamente al diablo, o a una mujer despechada, se le hubiera ocurrido diseñar con tanta maldad una venganza tan infame queriendo aniquilar a un hombre, pero sólo Onetti ha sido capaz de retratarla en esa implacable y terrible historia de amor. Esta vez Onetti, explorando entre las ambiguas prácticas sexuales y amorosas de Risso –un periodista cuarentón y anestesiado por el dolor de una viudez inesperada–, y los deleites pasionales de Gracia César –joven y fogosa actriz de teatro– después de casarse, imaginando que siempre van a estar juntos, son incapaces de darse cuenta de que la semilla del odio ha comenzado a germinar entre ellos. Gracia, perdida en una vana inocencia, creyendo que obtendrá su comprensión, le confiesa a Risso su baladí infidelidad; sin embargo, él no lo soporta y la abandona sin piedad. Despechada, Gracia César planea una venganza para atormentar al hombre, pues ante su frialdad emocional, ella también se sabe traicionada. Sumido en una profunda depresión, Risso comienza a recibir una serie de sobres con fotografías en los que Gracia le muestra imágenes de bizarros placeres eróticos. La espera de Risso y la venganza de Gracia completan el diálogo tácito que permea el espacio en el que sólo esos insólitos amantes (y los lectores avispados) conocen su codificación. Por fin Risso, en una especie de iluminación, entiende que necesita a la mujer y que estaría dispuesto a olvidarlo todo; sin embargo, no toma en cuenta que el plan de Gracia alcanzó un punto sin retorno y que… en fin, usted, apreciado e inimaginable lector, tendría que poner a prueba su capacidad de deducción, para que tal vez arribe –o no– a la misma conclusión, en la que yo aventuro que –con una buena reprimenda a tiempo– ésta hubiera sido una predecible historia de desengaño y resentimiento, no la clásica, feroz y genial obra de Onetti.
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Abriendo la pieza Juan Ángel Torres
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eo esta pieza con los ojos del espíritu. Hay felicidad, mucha felicidad, cuando escucho el ruido de unas zapatillas, que una tras otra, caminan sin los cordeles atados. Cuando despierto vuelan unas yeguas sin ataduras, ellas me ayudan a ver en la oscuridad. Todo está lleno del humo que intercalo con la esencia de sus axilas. Eso me ayuda a crecer. Busco a la niña prostituta de sexo lacerado, abusada por el tiempo y ráfagas de la vida. No recuerdo su cara –mal mío olvidar cosas bellas– aunque moviéndome entre esas ideas me encuentro. Descubrí que mi sombra emite un sonido, una música leve, que tranquila y afable camina conmigo. Nunca encontré esa música en la sombra de los demás. Descubrí que las acciones arrebatadas son las mejores, con ellas te sientes vivo y se guardan en la memoria. En silencio empiezo a escuchar a Dios que no es nada, que no emite ningún sonido, pero que debe cantar en silencio. Dentro de esa llama interna explotan las palabras, en ellas andamos y en ella nos arrojamos. Nunca hubiera podido imaginarme así durante cuarenta años, solo entre la basura abriendo esta pieza.
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cine que estaba escribiendo resulte interesante sólo para “idiotas e inteligentes”, pero no para los “demasiado inteligentes”, Onettí parece apuntar que si los productores de una película pueden imponerle a un guionista que trabaje con una “mediocre inteligencia”, una novela o un poema jamás podrán escribirse haciéndole concesiones a nadie. Como algunos poetas y narradores mexicanos, preferiblemente escasos de plata, en alguna época de su vida Onetti también tuvo que trabajar como “creativo” en una agencia de publicidad y conoció las entretelas de la industria cinematográfica; probablemente por eso en La vida breve apuntó que quien “escribe lo que le gusta a los demás puede ser un buen escritor pero nunca será un artista”, pensando que la máxima capacidad expresiva, es decir, la poesía, sólo podía ser escrita por grandes poetas, ya que no podía considerarse poeta a ningún escritor sumiso o mediocre. Esta idea radical puede ilustrarse con el fragmento de Whitman: “La vida es corta/ el arte largo”, dispuesto como epígrafe en La vida breve. En ese sentido, en “Arte y alusión en La vida breve”, Daniel Balderston ha señalado que la importancia del título de esta novela reside “en las asociaciones de la conocida sentencia latina”, Ars longa, vita brevis. Este proverbio –y leitmotiv– indica de qué manera Onetti, en un acto de coherencia espiritual y cultural, separa de tajo la obra de la vida breve en la que solemos agotar nuestras existencias mientras perdemos el tiempo.
4. Los dobles poetas Incluida la galaxia del boom, a Juan Carlos Onetti le tenía sin cuidado “brillar” en alguna de las vanguardias o de las varias “republiquitas” de las letras.
Como Juan Rulfo, Onetti era un escritor que irradiaba una “provocadora humildad”; abjurando de toda reputación intelectual –y aunque era un gran lector y un traductor muy fino– despreciaba a los colegas que fanfarroneaban con su erudición. Por supuesto conocía las obras de Horacio Quiroga, Felisberto Hernández e Idea Vilariño y, además de la obra de Faulkner, estudió a Shakespeare, Cervantes, Pound, Eliot, Rimbaud, Blake, Camus, Céline, Rulfo, Borges, Cortázar, Woolf, etcétera. No es aventurado suponer (como un día Pound procedió con la obra de Flaubert) que una parte axial de la poesía latinoamericana del siglo xx hubiera sido escrita por el narrador rioplatense, quien, desdoblado en una serie de personajes –un poco a la manera de los heterónimos de Fernando Pessoa– integrara un catálogo alucinante del “doppelgänger onettiano”. Personajes remotos como Aránzuru, de Tierra de nadie; Ossorio, de Para esta noche; o Brausen (el gran demiurgo) junto con Diaz Gray, Larsen, Jorge Malabia y Medina, son algunos de los dobles que, mientras narran algunas de las mejores historias de todos los tiempos, van revelándonos su fantástica y paradójica suerte de ser héroes y antihéroes creados por el lenguaje. Así, instrumentando una poética maldita, los dobles de Onetti suelen hacer que destelle un apenas perceptible sentido del humor sobre la base de un humanismo profundo. Ellos relatan, con desesperada simpatía, la historia de mujeres y hombres que fueron sometidos y obligados a ocultar su verdadero gusto y carácter; por eso, los dobles poetas de Onetti encarnan a miles de hombres, mujeres y niños desaparecidos en un tiempo y en una región caracterizada por la farsa y la violencia de ayer y por el horror de hoy mismo.
5. Enfáticos lugares comunes Es un teatral lugar común decir que Onetti era un tipo amargado y depresivo. La verdad es que mientras explora la condición humana, el maestro ejerce un control absoluto en el arte de la parodia, farsa y representación a la que, eso sí, no se accede tan fácilmente. Su crítica social suele ser tan punzante que obliga a que sus lectores naufraguen en finales inesperados. Sin embargo, la ironía es la llave que Onetti le entrega a sus lectores para que estén en condiciones de comprender, como el iluminado e impío Rimbaud, la “farsa salvaje” en la que sobreviven las sociedades contemporáneas. Gracias a eso vislumbramos que el narrador uruguayo no puede ser tan triste como alguna de sus célebres protagonistas, pues un hombre al que le gusta “emborracharse suavemente, hacer el amor y escribir” –como él mismo decía– es alguien que por lo menos sabe disfrutar de tres de las cosas más sensuales de este planeta.
6. Ricardo Piglia: una técnica insólita El gran Ricardo Piglia concibió un procedimiento que permite caracterizar los mecanismos, semejanzas y divergencias que existen entre el cuento, la nouvelle (novela corta) y la novela. Para crear su brillante y curioso sistema, Piglia analizó el conjunto de la obra de Onetti, descubriendo que la asombrosa técnica empleada por el creador de Santa María operaba como una red en la que el cuento, la nouvelle y la novela, si bien funcionaban de manera autónoma a través de una técnica que debía responder a los secretos, preguntas y enigmas planteados por cada uno de los géneros en
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cuestión, también se entreveraban desarrollando secuelas o precuelas con las proteicas biografías de héroes y antihéroes de la fabulosa Santa María.
los “filósofos de la sospecha”– son metáforas de la trampa en la que Montevideo se convirtió. Ya desde 1941, en la novela Tierra de nadie, donde los personajes huyen de una Buenos Aires que se cae a pedazos, y lo mismo sucede con la novela Para esta noche, de 1943 –que transcurre en una extraña ciudad sometida a un ambiente político asfixiante–, ambas historias anticipan la saga que va de 1950, en La vida breve –cuando nace Santa María– hasta desaparecer en 1993, en Cuando ya no importe. Tal vez como ningún otro escritor, Juan Carlos Onetti articula un haz de distopías que se proyecta en el presente –violento e inestable de las ciudades postmodernas. La originalidad de sus argumentos, tramas y ambientes equivale a la de cintas deslumbrantes y oscuras como Stalker, de Andrei Tarkovsky; Mulholland Drive, de David Linch, o Los límites del control, de Jim Jarmush.
7. Las malas conciencias… tal vez En algún texto, Mario Vargas Llosa afirma que Onetti “no ha obtenido el reconocimiento que merece como uno de los autores más originales y personales”. No es improbable que el gran escritor peruano hiciera esas declaraciones porque, evidentemente sin quererlo del todo, desarrolló una especie de mala conciencia. Desde hace años, tal y como consignan sus artículos periodísticos, el autor de La guerra del fin del mundo acentuó su militancia al lado de una derecha neoliberal, melodramática y radicalmente elitista; actitud y despliegue político e intelectual a los que evidentemente el narrador uruguayo se habría opuesto. Por otro lado, no pareciera –al menos para la historia de la literatura– que a Juan Carlos Onetti le haga falta “el reconocimiento que se merece”, porque no es un escritor de masas (no al menos en el sentido espectacular con el que brillaron en el boom escritores como Vargas Llosa), entre otras cosas porque su literatura no es una arte de consumo fácil, sus historias no se mueven con la misma lógica en los mercados donde otra clase de literaturas gozan de éxitos descomunales. En todo caso, son y han sido la rebeldía y la intuición de los jóvenes las que año tras año validan el formidable talento de Onetti.
8. Distopías y elipsis del porvenir Las inquietantes historias de Onetti –que con tanta frecuencia recuerdan los procedimientos éticos de
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9. Leer escribiendo/escribir leyendo
Juan Carlos Onetti articula un haz de distopías que se proyecta en el presente –violento e inestable de las ciudades postmodernas.
Como en cierto cine de autor, que para ser apreciado en todas sus dimensiones debe verse y pensarse desde territorios liminares entre el inconsciente y la conciencia, los cuentos y novelas de Onetti reclaman un nivel de lectura abierto y profundo, en el que sus incógnitas y elipsis –silencios, alusiones, vacíos espaciales, rarezas escénicas o psicológicas– sean “cubiertas” mediante una mezcla de curiosidad, imaginación, sensibilidad e inteligencia. Conozco testimonios de que nuevos lectores de Juan Carlos Onetti, una vez que han trascendido cierto “idealismo” literario y existencial, se han transformado en escritores. En estas mismas páginas es posible apreciar una breve muestra l
“El hombre de la rosa y la virgen encinta que llegó de Liliput”: Xenofobia y discriminación en México Jésica Vázquez
“L
a lluvia disolvería una ilusión.” Con esta frase, henchida de odio y miedo, comienza el atentado contra dos personajes clásicos, insólitos y felices. Ellos provocarán la insidia de los tres narradores en turno que hablarán en nombre de toda Santa María. Más allá del medio siglo que transcurrió desde que Onetti escribió esta historia, el sentido de la frase se repite de manera insistente en nuestro tiempo, donde las personas suelen vivir a través de un binomio de enemistad y sospecha. Aunque en México vivimos en una sociedad tolerante y plural, no es difícil que cuando aparecen personas felices (porque la felicidad es generadora de envidia como en la Santa María de Onetti) alguien dé la voz de alarma. Esta señal de miedo tiene que ver con un orden social que abierta o veladamente elimina, segrega, excluye y exilia a quienes son diferentes. Los miles de niños, mujeres y hombres desaparecidos en México son una forma letal de segregación, que de manera parecida al “hombre de la rosa” y a “la virgen encinta” algún día también fueron “bullineados”, “balconeados” o “halconeados”, entonces alguien ha de ver dado la voz de alarma, porque como dice Onetti, esos hermosos y felices debían ser “desterrados de Santa María y del mundo”.
La sociedad “onettiana”, tan pasmosamente semejante a la nuestra, se compone de falsos amigos, de borrachos violentos, de mujeres excesivamente interesadas en el dinero, de jóvenes preocupados en “hacer” amistades de clase. Vale la pena preguntar por qué ver a dos seres besándose en público tiene que provocar asco e indignación. ¿Acaso la envidia es un sentimiento que provoca buena parte de la violencia en México? ¿Alguna vez también fueron felices públicamente los muertos y desaparecidos? Lo cierto es que, como dice Onetti, la fraternidad humana es tan asombrosa como decepcionante, y añadiría, prácticamente inexistente. Por eso, cuando Onetti describe al hombre de la rosa besando los párpados de la mujer, se genera una corriente rara, una especie de sensación de pureza y fraternidad, porque un beso de esa naturaleza plantea que entre los personajes existe una conexión que va más allá de la necesidad de afecto corporal, es una forma de honrar la mente y el alma de una mujer. En esa breve escena, Onetti describe el afecto y respeto entre dos seres. Cuando leí esta escena vi el amor. No necesité más. Ahora bien, esta es una historia de crítica social, crítica a la frivolidad que la gente experimenta en el trabajo, hogares, viviendas y espacios públicos, en todos aquellos espacios saturados de odio y miedo, esos lugares que irremediablemente con-
ducen a situaciones violentas. Dice Onetti que el hombre de la rosa y la virgen encinta son esa rara clase de gente “que mejora y da sentido a esos lugares”. Santa María parece una ciudad clonada de algunas de nuestras ciudades, donde la felicidad, inalcanzable para tantos, es condenada y suprimida. Por eso no es raro que nos encontremos mezclados entre personas que aunque no sean malas, sencillamente por infelicidad viven deprimidas y resentidas. Onetti nos recuerda que cualquiera de nosotros (si somos infelices) podemos ocupar el puesto de alguno de esos tres curiosos (y excelentes) narradores “bullinistas” que suelen hacer las crónicas de Santa María, que en la historia del “Hombre de la rosa y de la virgen encinta que llegó de Liliput”, hilan fino, mientras intentan descifrar el enigma de los “aliens” que un día llegaron a dar vida y color a las calles y cafés de Santa María. Estos narradores “onettianos” nos ofrecen una gran lección, nos obligan a comprender que la literatura –como la vida misma– no es lineal, que la verdadera motivación de una historia suele permanecer oculta, que los relatos sólo hasta el final nos enseñan su verdadero rostro, y que sólo hasta que damos la última “vuelta de tuerca”, descubrimos que los cuentos no son como los cuentan.
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Leer
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UMBERTO ECO: ENSAYO PÓSTUMO EN DEFENSA DE LA VIDA Contra el fascismo, Umberto Eco, Lumen España, 2018.
Carlos Torres Tinajero ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
DÉJENLO TODO POR leer a Umberto Eco este domingo. Tal vez, al hojear Contra el fascismo, su ensayo póstumo, recuerden los peligros de preservar sus rasgos, en la cotidianidad, en las décadas por venir. El origen de este libro fue “El fascismo eterno”, una conferencia de Eco en la Universidad de Columbia, en 1995 –describió catorce “síntomas” del fascismo– para conmemorar la insurrección de la Italia del Norte contra el nazismo, a favor de la liberación europea. A estas horas, piensen en la trascendencia de la juventud de Eco en su pensamiento y en su oficio literario. Gracias a la conciencia histórica de cada lector, imaginen el polvo en las chaquetas de los ss; los fascistas –con quienes Eco pasó dos años–; los partisanos –un movimiento antifascista— en pleno combate; asistan –con la mente– a la toma de Milán en abril de 1945 y recuerden: Eco se sabía los discursos de Benito Mussolini. Pero de manera sorpresiva, después aprendió –para jamás olvidar– las implicaciones de la “libertad”: “libertad de palabra” y “libertad retórica”. Con esa conciencia histórica, dense cuenta del peso simbólico de la palabra “libertad”, como lo señala Eco. No descansen para que rija nuestra actividad cotidiana. La importancia de acercarse a esas páginas es convertirse en testigos, al disfrutarlas, de ciertas reflexiones para salvaguardar el pluralismo. Y la vida. Si tienen en la cabeza la palabra “libertad”, quizá la médula del texto les parezca aberrante: el fascismo. A partir de la claridad de Eco, asuman las consecuencias de este régimen político: a los ciudadanos se les prohíbe pensar, expresarse y decidir su rumbo con libre albedrío. Hay, además de esa temible descripción, una focalización conceptual de gran calado: el urfascismo. No se sorprendan con la frase. Son argumentos similares a los de Eco. El ur-fascismo tiene ideas amorfas, carece de estructura sistemática y, piénsenlo, lógica, por contradecirse con frecuen-
EN NUESTRO PRÓXIMO NÚMERO
Un escritor mexicano llamado
cia, parte de las debilidades de este orden político. En lugar de ideología, es retórica vacía. No dejen de lado las características claves del urfascismo: un jefe carismático, pensamiento único, predominante en un territorio específico –opuesto al ideal civilizatorio de la Grecia clásica– países uniformes y muestras palpables de nacionalismo exacerbado (hasta en el trazo homogéneo de los edificios de Albert Speer, en rechazo a las proyecciones del inigualable arquitecto Ludwig Mies Van der Rohe). La uniformidad, en el ur-fascismo, también se notaba en la valoración ética de la realidad, la denostación a la democracia parlamentaria, el antisemitismo, la cerrazón al debate. A lo mejor las peculiaridades del ur-fascismo se les hagan aberrantes, si recuerdan el ideal civilizatorio de la Grecia clásica. Según el historiador francés Jean-Pierre Vernat, en vez de ser únicas, las ideas en la polis tenían vitalidad por el diálogo de opuestos en el ágora –la plaza pública para debatir–, ausente en el fascismo. Con toda probabilidad, les llamarán la atención las particularidades sociales y culturales del urfascismo, distintas a la caracterización de Vernat. Sirven para definirlo desde una perspectiva tipológica y para nunca más repetirlas: el culto a la tradición, la oposición a la modernidad, el irracionalismo, el acuerdo igualitario entre pares –lejos del desacuerdo sano y esperable de la democracia liberal– el pensamiento único, la frustración individual o colectiva de las clases medias, el pavor a la diferencia social y cultural, el racismo, la xenofobia. En esencia, Contra el fascismo es una defensa –racional, emotiva– de la libertad y de la vida. Tal vez, al hojearlo, recuerden los inconmensurables privilegios de vivir en una democracia y la profunda necesidad de ejercer el derecho a disentir y a discutir, con armonía, para evitar –en nuestra sociedad y en nuestro tiempo– rasgos semejantes a las descripciones de este ensayo. Déjenlo todo por leer a Umberto Eco este domingo.
BRUNO TRAVEN
Arte y pensamiento
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Artes visuales/ Germaine Gómez Haro germainegh@casalamm.com.mx
transmitidos de generación en generación. Juanita Pérez tiene el conocimiento y la sensibilidad de abrevar en estas fuentes y traducirlas a su pintura en un lenguaje plenamente contemporáneo. Sus obras se asocian a los textiles ceremoniales por su suntuosidad y su poder evocador, pero también se perciben ecos del exquisito trabajo de orfebrería de Colombia elaborado con delicados hilos de filigrana de oro. Las pinturas de Juanita a lo largo de su trayectoria se han caracterizado por su colorido encendido y sus destellos dorados. En esta nueva producción atrapa la atención el grupo de seis pinturas titulado Tejiendo sombras en el que la paleta se ha reducido al uso exclusivo del color negro tratado con brillos y profundidades. Lo primero que vino a mi mente frente a estas piezas de extraña belleza fue la producción de barro negro de Ocotlán, Oaxaca, en cuya superficie bruñida a mano destella una luminosidad plomiza que lo dota de una elegancia discreta. Menos elementos, menos recursos, en pocas palabras: menos es más. En Hilos y secuencias estamos ante una novedosa propuesta en el quehacer artístico de Juanita Pérez; es una síntesis de donde surge un nuevo Huipil lluvia
Juanita Pérez: urdimbres pintadas LA PINTURA DE Juanita Pérez (Bogotá, Colombia, 1951) expresa la síntesis de su bagaje cultural intrínseco, mismo que fusiona su colombianidad y la influencia de la cultura mexicana que por elección ha hecho propia a lo largo de los años que lleva viviendo en nuestro país. Su trabajo reciente, reunido bajo el título Hilos y secuencias, se presenta actualmente en la Casa Lamm en lienzos pletóricos de texturas y color que evocan un universo de signos que va más allá de las imágenes reconocibles. Su vocabulario formal posee un valor simbólico que es el resultado de un largo y complejo proceso creativo que culmina en una muy elaborada capacidad de abstracción. Sus lienzos son el territorio donde convergen pasado y presente, en sutil fusión de la gran tradición de la arquitectura –tanto milenaria como contemporánea de Colom-
Huipil con centro amarillo
bia y México– y de su profunda observación de los textiles indígenas tradicionales de ambas culturas. Juanita pertenece a una familia de arquitectos colombianos cuya influencia se percibe en algunas de sus estructuras de raigambre geométrica que aparecen superpuestas entre las capas matéricas. La artista evoca el lenguaje simbólico de los bordados y brocados, ya sean mayas, zapotecas o wayuu, o de cualquier otro grupo originario de nuestra cultura amerindia. El trabajo de Juanita se ha vuelto cada vez más exquisito en su factura obsesiva y en el cuidado extremo de su técnica. Sus complejas composiciones revelan diversos cuadros dentro del cuadro que se van construyendo a través de capas y capas de pintura superpuesta, y de fragmentos de materiales diversos que, a manera de sofisticado collage, conforman un fino entramado. Juanita observa el lenguaje simbólico de los huipiles que “hablan” y cuentan historias como un libro abierto que se teje con los hilos de la vida. La trama de cada pieza evoca un universo de símbolos que pueden ser descifrados; así se vislumbran en sus lienzos diseños geométricos altamente estilizados que se repiten una y otra vez en las superficies de colorido explosivo, algunas veces monocromáticas y otras de contrastes audaces y arriesgados. Algunos de sus diseños remiten también a las grecas geométricas de la alfarería prehispánica en cuya simbología se lee su cosmovisión. Las tejedoras indígenas son depositarias de una cultura milenaria que se expresa a través de signos ancestrales
Huipil tejido y alas
estilo, siempre sellado con su marca personal. Sus pinturas recientes son sincretismo en las formas y algarabía en el contenido. Son luminosas por la belleza intrínseca que irradian. Su arte es celebración del universo femenino, que es universal y eterno.
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Arte y pensamiento
Tomar la palabra/ Agustín Ramos
El submarino amarillo EL SUBMARINO AMARILLO existió y participó en la segunda guerra mundial cuando ni siquiera había nacido el autor de la canción del mismo nombre, Paul McCartney. Por si esto no bastara, tomando en cuenta que las misiones japonesas de espionaje e invasión documentadas en Sinaloa, Sonora y las Bajas Californias suman casi medio centenar, no fue solamente uno sino tres los submarinos o quizás toda una flota la que anduvo tentaleando nuestras costas. Pero aunque sus rasgados ojos no vieran mal el aprovechamiento del viaje para conquistar México y obtener el petróleo del que estaban ávidos, el propósito principal de los japoneses era atacar e invadir a eu desde el sur. El submarino amarillo merodeó, pues, nuestro litoral del Pacífico a fines de 1941, veinticinco años antes de que el grupo británico de rock, los Beatles, grabara la canción de ese nombre y la incluyera en su disco Revólver para pasar a otro plano de creatividad y libertades. Así pues, al margen de la famosa canción, el submarino amarillo existió y dejó esa clase de vestigios que perduran con más tenacidad y brillo en la insuficientemente acreditada historia oral que en los quebradizos archivos y museos empolvados de olvidos y desprecio. Estas relaciones respecto del Sol Naciente –rastros en estado embrionario para historiadores, gambusinos y rastreadores del eco de los vencidos–, unidas al jamás envejecido vicio de poner apodos al extraño enemigo, puso el color amarillo como anillo en el dedo de quien tejió esta historia verdadera, hilándola con otros inciertos o certeros relatos de asedios, despedidas, naufragios, descubrimientos, fugas, zozobras, aventuras y desventuras. Tomando como referencia histórica este mar de fondo, valiéndose de documentación suficiente y de consultas indispensables, Manuel Alberto Santillana escribió la novela El submarino amarillo (Editorial Garabatos, Hermosillo, 2019), rescatando así un episodio poco conocido de la segunda guerra mundial, atesorado en el seno local y soslayado globalmente. Recurriendo a los elementos ficticios necesarios, en la primera parte narra los quince años de pasión de amor del militar japonés Ichiro Watanabe con Berenice Loustanau Anguamea, mitad europea y mitad indígena. De este modo, en la médula de la trama palpita la misión bélica del japonés en permanente tensión con la voluntad solar de una mujer sinaloense y sonorense. Asimismo, la narración constituye una caricia que abarca con lujuria virtuosa y sin frenos la naturaleza y la cultura del noroeste mexicano. Pero tal vez lo más digno de mención sea la estructura que Santillana escogió y que podría compararse con una plática bajo un cielo sin luna en las afueras de Ahome, Sinaloa, en torno a una fogata. Alguien ahí, digamos que el alma del Viejo Fred del filme El submarino amarillo, propone discurrir sobre el tema de las travesías, desembarcos, naufragios y otros acontecimientos entre lo conocido, lo imaginado, lo posible y lo comprobado en las costas de Sinaloa, Sonora y California a lo largo de toda su historia, aunque centrándose en la presencia de la submarinería nipona. El resultado es un rosario fluido y erudito de anécdotas, leyendas y rumores sabrosa y traviesamente enciclopédicos, mediante el cual cada voz cantante divagará en su turno lo pertinente para redondear una amena invención bordada sobre lo real y mostrar un tapiz de crónicas y decires del siglo xvi al siglo xxi, aludiendo al Steinbeck de Por el mar de Cortés o citando la confesión del escritor Luis Tovar, quien en el Diccionario del mar impone con razón su gusto excluyente por el submarino amarillo. El submarino amarillo es la primera de una promisoria trilogía novelística, con títulos cien por ciento roqueros, dedicada a la vida del noroeste de México. El autor, Manuel Alberto Santillana, es médico especialista, científico social, doctor en ciencias de salud pública, promotor cultural, productor de radio y televisión y conductor de Uber cuando hace falta, je.
Biblioteca fantasma/ Eve Gil
El austríaco que reinventó China COX O EL PASO DEL TIEMPO (Anagrama, Barcelona, 2019), del austríaco Christoph Ransmayr (Wels, 1954) es un juego que comienza desde el título, que alude a un personaje real, y una dedicatoria “para An”, nombre de uno de los más enigmáticos personajes de la obra. Existió, en el siglo xviii, un afamado relojero y creador de autómatas llamado James Cox, cuyos maravillosos inventos pueden apreciarse no sólo en museos de palacios europeos, sino también en los pabellones de la Ciudad Prohibida de Beijing..., pero Cox, que por uno de esos raros arrebatos poéticos que tienen ciertos escritores estilo Ransmayr, pasa a llamarse Alister en esta novela, nunca estuvo en China. Tampoco tuvo una esposa de nombre Faye, ni una hijita muerta llamada Abigail. El único reloj mencionado en la narración que Cox trabajó con un colega, que no se llamaba Joseph Merlin, es el Perpetual Motion, que se aproximó como ningún otro al soñado Perpetual Mobile..., pero todos los demás mencionados en la novela son invenciones del autor. El personaje que más se acerca a la realidad histórica es el emperador Quianlóng (que significa “Plenitud celestial”), nacido en 1711 y muerto en 1799, fue el cuarto de la dinastía Qing y único en abdicar voluntariamente, lo que estaría en consonancia con el personaje frágil y confundido, magistralmente trazado por Ransmayr. Llegó a tener cuarenta y una esposas y más de tres mil concubinas, pero ninguna se llamaba An. Coleccionaba obras de arte y relojes en cantidades industriales, pero jamás mantuvo contacto con ningún relojero inglés. A este tipo de novelas que recogen hechos históricos desvinculados y los hace converger, se le llama “ficción histórica” Alister Cox es el relojero más notable del mundo y ha sido llamado a la corte del joven emperador Quianlong para crear relojes muy especiales. La invitación no puede ser más oportuna: Cox está devastado por la reciente muerte de su pequeña hija y el cruel rechazo de su jovencísima esposa. El relojero se embarca en una aventura con altas posibilidades de terminar mal con todo su equipo, y una flota
Cristoph Ransmayr
que les ha proporcionado el emperador, equipada a modo de taller, acompañados de un séquito de soldados y un embajador e intérprete de nombre Joseph Kiang, también ficticio. Cox no considera estarse alejando de la tumba de su hija, por el contrario: ese mundo mágico lo aproxima más a su recuerdo y lo insta a crear esos preciosos “juguetes”, que es como los ve el emperador, que luce y se comporta como adolescente pese a haber cumplido cuarenta años. Pero no todo es belleza en aquel reino milenario cuyas descripciones me remitieron a las que hacía Gabriel García Márquez de Macondo. “También ese país ficticio comparte su nombre con un país real: China”, señala Ransmayr. El papel del emperador no era gobernar, sino ser adorado. Mantenerse inaccesible e invisible para el pueblo que se postraba ante él. Quienes imponían las leyes eran los mandarines y su crueldad innecesaria, que Cox tiene oportunidad de presenciar, se contrapone al aroma a lavanda, el rumor de las sedas y la extraña sabiduría de quien le habla con voz muy suave tras una cortina. El emperador cae súbitamente enfermo y los médicos imperiales reaccionan indignados porque prefiere ser atendido por unos curanderos tibetanos. El simple hecho de que cuestionen la voluntad del Supremo los hace acreedores a morir desollados en una plaza pública. Pero el emperador parece ajeno a todo lo que no sea la belleza –y un cierto aburrimiento– que lo rodea. Cuando al emperador termina por corroerlo su curiosidad respecto a los ingleses que trabajan en sus relojes, especialmente el Gran Reloj Eterno que nunca dejará de marcar las horas, escapa de su fragante prisión tomado de la mano de An, su concubina favorita, y comienza a visitar a los relojeros en sus viviendas y en su taller. Inevitablemente propiciará una suerte de amistad entre él y Cox, de edades similares aunque Quianlóng luzca como un muchachito en contraste con el curtido y entristecido hombretón inglés..., pero esa amistad podría resultar fatal en medio de las intrigas de esa peligrosa corte...
Arte y pensamiento
LA JORNADA SEMANAL 13 de octubre de 2019 // Número 1284
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Cinexcusas/ Luis Tovar @luistovars
Hechos incontestables Bemol sostenido/ Alonso Arreola @LabAlonso
Steve Turre, el del trombón y las caracolas
ATECOCOLI. SEGÚN EL Gran diccionario náhuatl, tal es el nombre del gran caracol que sonaba en tiempos precolombinos cuando sucedían ritos y ceremonias relevantes, hoy desconocidos. Soplado por sacerdotes más que por músicos, se dice, con ellos se llamaba a entidades sagradas o se señalaban puntos cardinales que darían su venia para el buen desarrollo de eventos religiosos, sociales o políticos. Tristemente, este exiliado del mar se asocia en nuestros días con bailes de absurda especie que afuera de museos o pirámides hipnotizan a turistas entregados a la mascarada de vacaciones prefabricadas. Lo mismo sucede con otros pocos instrumentos prehispánicos, soplados o golpeados bajo la tiranía de los disfraces y la repetición sin técnica o concierto. Una tristeza porque si bien siguen “vivos” y sonando diariamente, lo hacen aprisionados en aterradoras formas que les impiden integrarse a nuestro presente. Dicho esto que tanto nos desespera, hay quienes se toman muy en serio la ejecución de las caracolas y consiguen operar sus minúsculas y caprichosas posibilidades melódicas con sensibilidad micro mecánica, allí en sus pequeños laberintos de nácar. Algo que representa un reto enorme a falta de orificios calados según temperamentos occidentales. Uno de estos grandes maestros es Steve Turre, figura señera del trombón global con origen mexicoamericano y cuyo currículum raya en el esplendor inverosímil. Mire usted, lectora, lector, Steve Turre ha grabado y girado con absolutas leyendas como Art Blakey, Dizzy Gillespie, McCoy Tyner, j. j. Johnson, Herbie Hancock, Tito Puente, Mongo Santamaria, Pharoah Sanders, Horace Silver, Max Roach y Rahsaan Roland Kirk. Algunos de estos nombres le parecerán un tanto oscuros, pero pertenecen a la realeza más alta del jazz de los años cincuenta, la “época dorada”. Hablamos de ése que mezcló lo afro con lo latino, lo experimental con la mejor improvisación en alientos, cuerdas y percusiones generando clásicos del Real Book como ése que tan bellamente toca Turre con sus caracolas, “All Blues”, en un verdadero acto de virtuosismo y belleza de los que nunca faltan en sus presentaciones. Sucedió que en los años setenta y ochenta, cuando muchos de estos héroes seguían en activo, Turre los tomó por sorpresa con sus enormes cualidades como trombonista, pero también como artista que componía y arreglaba sus propios temas atendiendo a orígenes antiguos de su cultura. Hombre sensible, amante de finas maneras expresivas, así lo demostró en diecisiete discos como líder, de los cuales el último es The Very Thought of You, un discazo en el que cada miembro de su banda es monstruo y creador de innumerables trabajos aparte: Kenny Barron está al piano; Buster Williams en el bajo; Willie Jones iii en la batería; George Coleman en el saxofón; Russell Malone en la guitarra y Marty Sheller en los descomunales arreglos. Búsquelos a cada uno de ellos para que nos comprenda, por favor. Otro punto a destacar es el sentido del humor del trombonista. Sabedor de las características tímbricas de un instrumento tantas veces ligado al mareo, la borrachera, la payasada o la carcajada, Turre no desaprovecha la oportunidad de “hablar” a través de su aliento estableciendo un ambiente de placer y diversión, lo que podrán comprobar quienes asistan al Jazzatlán de la colonia Roma el día 29 de octubre, a uno de los dos sets que tiene programados (9 pm o 10:30 pm). Al día siguiente tocará en otro espacio del Centro Histórico cuyo nombre omitimos por la falta de respeto que comúnmente tiene hacia los músicos nacionales. Como último impulso para animar a quien esto lee, diremos que hace dieciocho años tuvimos la fortuna de ver y escuchar a Turre con su quinteto en el extinto Festival de Jazz de la unam, en la Sala Nezahualcóyotl, allí donde compartió escenario con el sexteto de David Sánchez, el grupo de John Scofield y el combo del pianista Héctor Infanzón. Un verdadero agasajo que seguro repetirá ahora con el acompañamiento de Alex Kautz, David Wong, Tim Mayer y Emmet Cohen. Allá nos vemos. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos
ESTE AÑO SE cumplen tres décadas desde que Jorge Fons filmara Rojo amanecer. La historia se ha contado innumerables veces, tanto por el propio Fons como por otras personas: en apretado resumen, el rodaje fue realizado bajo condiciones de clandestinidad; no se contaba con la certeza de que los recursos económicos fueran suficientes –Héctor Bonilla invirtió lo que tenía y ni así–, de modo que la producción corrió el riesgo de ser abortada; Valentín Trujillo le entró al quite poniendo lo que faltaba y la película pudo terminarse; cuando estuvo lista, la Secretaría de Gobernación del falsamente aperturista Salinas de Gortari, exigió suprimir del pietaje todo aquello que involucrara de modo craso al Ejército Mexicano y sólo entonces, luego de tantos y tan variados obstáculos, Rojo amanecer pudo exhibirse. Los reproches comenzaron de inmediato: comenzando por el referido escamoteo, absolutamente involuntario por parte del realizador, del papel desempeñado por el Ejército en la masacre del 2 de octubre en Tlatelolco, a los guionistas Guadalupe Ortega y Xavier Robles se les achaca, no sin alguna dosis de razón, una serie de imprecisiones –por decirlo con suavidad– respecto de qué y cómo debieron suceder ciertos actos aquella noche trágica. Por su parte y como es natural, Ortega y Robles han defendido la pertinencia del argumento de su autoría. Sin obstar las antedichas condiciones y atributos, tres décadas después hay al menos un par de hechos incontestables: tuvieron que transcurrir veintidós años largos para que fuese concebido, producido y exhibido Rojo amanecer, el primer filme de ficción que abordaba el parteaguas histórico mexicano más significativo del último medio siglo y poco más. Miradas cinematográficas tangenciales, alusivas, referenciales, e inclusive parasitarias en tanto han usado al 2 de octubre como mero telón de fondo, hubo antes, y hubo y habrá después de Rojo amanecer –verbigracia Tlatelolco, verano del 68 y otras cosas lamentables–, pero hasta la fecha, es decir cincuenta y un larguísimos años después, en materia de ficción la película de Fons sigue siendo la que, con todos los peros que se quiera, más se aproxima a la verosimilitud y ha contribuido a la indignación masiva y la consecuente instalación en la memoria colectiva del crimen de Estado que se perpetró en este país en 1968. Otro hecho incon-
testable: siendo una sola película la depositaria de tanto peso específico, es claro que aún padecemos un déficit fílmico que refleje ya no digamos a suficiencia, sino con la mínima amplitud exigible, un momento histórico de tales dimensiones.
Cotejos inevitables Vaya la mínima reflexión antedicha a propósito de y para contextualizar Olimpia, película en la que José Manuel Cravioto, según se apuntó en este mismo espacio, “aborda uno de los hechos cruciales que, en 1968, desembocaron en la matanza del 2 de octubre: la toma de Ciudad Universitaria por parte del Ejército Mexicano, concentrándose en la historia, mitad real mitad ficticia, de tres estudiantes cuya labor –cinefotografía, fotografía y escritura– permitió, aquí sí rigurosamente verdadero, que la posteridad se enterara de ciertos horrores cometidos por el Estado mexicano en aquellos días aciagos. Dos decisiones de Cravioto fueron arriesgadas: emplear la técnica de “pintado superpuesto” [rotoscopia] a la acción real, y soltar la historia justo cuando la lluvia de balas habría de comenzar en Tlatelolco”. En términos generales, Olimpia no merece mayores reproches que los antedichos; menor el primero, explicable el segundo, pues el quid de la trama no es la masacre sino los acontecimientos previos que la anticiparon. Empero, queda para ulteriores reflexiones un último hecho incontestable: el impacto y la relevancia fílmica, narrativa e incluso mediática de Olimpia son, hasta el momento –y no parece haber nada que cambie la situación–, infinitamente menores que los de Rojo amanecer
20 de mayo de 2018 • Número 1211• Jornada Semanal
SEMANAL 16 LA JORNADA Ensayo/ José María Espinasa 13 de octubre de 2019 // Número 1284
El mar y el canto de las ballenas en la poesía de Jorge Ruiz Dueñas Ilustración de Juan Gabriel Puga
En este artículo se honra la obra de un poeta que tiene muchas horas de vuelo por tierra y por mar, autor de libros como Tornaviaje, Tierra final, Guerrero negro y Tiempo de ballenas, y que por eso y más es muy merecido su ingreso a la Academia Mexicana de La lengua
T
odo o aquel que ha escrito poesía sabe que ésta se escribe, incluso cuando es inmediata y ligada al momento presente, como un recuerdo. Es la memoria la que nos permite concebir siquiera la poesía, pero no una memoria de lo ocurrido o lo que está ocurriendo, sino de lo que va ocurrir. De allí que en cierta manera en todo poema haya un rescoldo de profecía. Sólo que se trata no tanto de profecías que se cumplirán en algún momento, sino de aquellas que no se cumplirán jamás porque se han cumplido ya en el poema como pura posibilidad, enunciadas como tal. Por eso en cierta manera toda poesía es de circunstancia, de la circunstancia misma de esa escritura que es ya un mundo aparte pero no un mundo ajeno. Por eso la narrativa cuando más cerca está de la poesía es cuando busca el tiempo perdido, a la manera de Proust, que supo bien que todo tiempo es, por ser tiempo, perdido, y sólo así puede ser recuperado, encontrado, vivido. Esa es la función del poema. Y si cada poema –cada poeta– es hijo de su circunstancia, en un escritor como Jorge Ruiz Dueñas, que –nacido en Guadalajara, Jalisco en 1946– fue criado en Baja California, con las playas de Ensenada siempre presentes y con la idea del fin del mundo siempre en la cabeza (pues, míresele para donde se mire, hay en esa geografía un fin
del mundo presente, que se vive a cada momento como un umbral, un más acá que adquiere realidad frente a ese más allá. Ese Océano Pacífico tan real a la vez que tan mítico, construcción de un imaginario colectivo. Quien conoce Ensenada sabe que el mar allí no es un puerto de llegada sino de partida, en el que el poeta se está siempre despidiendo. ¿De qué? De sí mismo, siempre se está desdoblando en otro. Y Jorge Ruiz Dueñas describe muchas veces ese irse que es arraigar en la memoria. El primer libro que leí suyo, Tornaviaje, me marcó con esa idea del ritmo pendular, casi como un latido entre irse y quedarse. Neruda, en Confieso que he vivido, decía que él aprendió a contar las sílabas y a medir los versos con la lluvia. Los escritores que tienen al mar como horizonte lo aprenden con el caer de las olas. El mar, en palabras de Valéry, está siempre recomenzando. Como el verso, como el poema. Mirar el fin del mundo es ya entrar en él, ir hacia su secreto. Cuento una anécdota personal: la ciudad de Tijuana, tan cerca y tan lejos de Ensenada, es una ciudad con mar. La visité muchas veces sin saberlo. Un día un amigo me dijo que fuéramos a ver el mar y yo supuse que iríamos a Ensenada, a poco menos de una hora de allí, cuando vi que tomaba un camino extraño y llegábamos a una playa –a un mar– distinto, desolado, hermoso pero triste. Era un día nublado y se me reveló lo que significaba calificar al mar como gris. Después, cuando visité muchas playas de esa larga, interminable península, entendí que en “Baja” están todos los mares, todas las playas, todas las aguas, que allí la sal también forma un mar, que las ballenas –tan presentes en la obra de nuestro escritor– van allí a reproducirse, aparearse, desovar (ya sé que no desovan, pero algunas de las que describe Ruiz Dueñas sí) y quién sabe cuántas cosas más. Por eso Ruiz Dueñas ha buscado que los cetáceos le
cuenten su historia, le develen el secreto del fin del mundo. El segundo libro que leí de Ruiz Dueñas es (¿podía ser otro su título?) Tierra final. Se puede decir –lo decimos con frecuencia– que todo fin es un principio, pero todo final nombra algo más terminante, más absoluto, sin vuelta de hoja, tal vez sin tornaviaje, sin reverso y sin verso. Ambos libros mencionados son inspirados, y esto le da un lugar de privilegio al poeta en una lírica como la mexicana, más bien mesetaria, en donde el mar está casi siempre ausente (ya lo dije en otra ocasión hablando de su libro Tiempo de ballenas: López Velarde no conoció el mar). A Ruiz Dueñas no le bastó ese primer acercamiento, a lo largo de su obra ha seguido insistiendo en ese mar, en otros mares, en esa otredad del mar. Por ejemplo, en Guerrero negro, libro que toma su título del poblado del municipio de Mulegé, frontera –hasta en el fin del mundo hay fronteras– entre Baja California y Baja California Sur. Allí van a reproducirse las ballenas. En su poema, de Tornaviaje, “Yo leviatán” dice: “Ser como el bien y ser como el mal./ La extensión más plácida de la tierra…” Me gusta leer a veces ese fragmento con una errata visual musical: ser como el bien y ser como el mar. La oposición entre bien y mal es moral, la que hay entre bien y mar es poética. Y es que en Ruiz Dueñas las oposiciones siempre son de índole vital, no traen aparejada nunca una disyuntiva moral, sabe que la ética sólo es aplicable al héroe –al protagonista, pero todo protagonista tiene algo de héroe– del poema. La ballena es para el poeta la figura que representa a la vez la respuesta y el enigma. Si el poeta –la voz que habla en el texto– se desdobla, es lógico que mire desde el puerto y desde la nave que se va, que puede ser –debe ser, diría Melville– una ballena. Sirvan estas breves páginas sobre su poesía para celebrar la entrada del poeta a la Academia Mexicana de la L