Julio-Agosto 2008. Año 3. Número 26.
www.periodicolamanzana.blogspot.com
ensayo
René Avilés Fabila Jezreel Salazar
columnas
plástica
Armando González Torres Luis de la Peña Martínez
Iñaki Beorlegui
la malsana
Poesía Angélica Íñiguez
Eduardo Casar Alejandro Tarrab
periquete requiero
Narrativa
Arduro Suaves
Orso Arreola Edgar Velasco Barajas
Reseña
Rogelio Villarreal
editorial Directorio
Editorial
Dirección y edición Ingrid Valencia Consejo consultivo Armando González Torres Patricia Medina Luis de la Peña Víctor Ortiz Partida Asesor editorial Fernando de León Corrección Arturo Suárez Diseño OHM En portada Anhelo de Iñaki Beorlegui Coordinadores de las secciones Periquete requiero: Arduro Suaves La Malsana: Angélica Iñiguez Arqueología del recuerdo: Fernando de León Corresponsales Oaxaca: Edgar Saavedra Ciudad de México: Askari Mateos Chiapas: Margarita Alegría Mérida: Armando Barrera Torreón: Julio César Félix Ciudad Guzmán: Ricardo Sigala
La Manzana, arte & psique es una publicación bimestral y editada en Guadalajara, Jalisco, México. Registro en trámite. Los artículos firmados son responsabilidad de los autores. La redacción no se hace responsable de los originales no solicitados con anterioridad.
periodicolamanzana@yahoo.com.mx Esta revista cuenta con apoyo otorgado por el Programa “Edmundo Valadés” de Apoyo a la Edición de Revistas Independientes 2006 del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
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a Manzana arte & psique cambia su periodicidad a bimestral. ¿Por qué no? Si desde el mito bíblico la manzana fue un fruto para dos. Cuando Guillermo Tell la flechó se partió en dos, y cuando Newton la vio caer del árbol lo hizo con sus dos ojos. Bueno, quizá lo de Newton suena forzado (aun cuando es sabido que aquel fruto rebotó dos veces sobre la tierra), pero a veces las circunstancias propician tantas situaciones, como la que lleva a una publicación independiente a dejar de ser mensual y convertirse en bimestral. Para estar a tono con nuestros propios cambios, lanzamos al aire una moneda con doble cara y las dos son de Carlos Monsiváis, pero una tiene la cruz de tache: firmada por René Avilés Fabila, testigo lúcido e implacable crítico de la historia cultural del país; y la otra tiene el sello, benévolo y puntual, de Jezreel Salazar: la crítica nos ampare y se desate con estos ensayos. En su excéntrica Zona Freak, Armando González Torres nos aproxima a la obra del escritor japonés Shusaku Endo, especialmente su libro de mayor renombre: Silencio. Por su parte, A-palabra-dos, con Luis de la Peña Martínez, nos sumerge en la mejor tradición de la literatura italiana como un presagio ineludible sobre la fiesta que significará la venidera Feria Internacional del Libro de Guadalajara, cuyo invitado es Italia. Al centro de esta Manzana brillan las imágenes del artista plástico Iñaki Beorlegui, que enfrentan la luz con especial entereza. Eduardo Casar nos habla de Dios a su poética manera, y Alejandro Tarrab elabora un poema que es una plegaria politeísta para enfermos. En el cuento de Orso Arreola un oso, amante y artesano, es la pasión y la perdición de una mujer. En cambio, en el cuento de Édgar Velasco Barajas, la pasión y la perdición son la crónica de un accidente anunciado. Angélica Iñiguez elabora un valioso perfil de una leyenda de la danza en Jalisco: Amelia Ángela Bell. Arduro Suaves coordina un compendio de ingenio verbal en su Periquete requiero, y Rogelio Villarreal comenta a detalle Balas de plata, la nueva novela de Élmer Mendoza. Así, duplicada en calidad, dividida en tiempo y consciente de la dualidad que representa su nombre, La Manzana arte y psique sigue por el sendero que se bifurca.
Periquete requiero periquete requiero. sarna del club de periqueteros solitarios de occidente, asociación banal, dirigido por arduro suaves • • • • • • • • •
dealers que no me maten (sisi) el charro cantón (¿es tuyo?) fernando de león y aragón (raúl aceves) cuando cierran la gandhi te mandan a la gonvill (jorge orendain) descalzada independencia (liz salgado) nos reservamos el derecho de ambición (césar lópez cuadras) con tres pajaretes te pones como araña (josé ramos) el gato en el teclado (françoise roy) hágase, señor, tu cancerígena voluntad, así en el imss como en el issste (es mío) • jacarandosa en flor (óscar tagle) • tómame y déjame (denise montiel) • me kansas city (angélica íñiguez)
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Pesadilla de una noche de
otoño
Dedicatoria con sus asegunes
Hace exactamente cuarenta años, en 1967, escribí y publiqué mi primera novela, Los juegos. Qué escándalo. La historia ha sido repetida una y otra vez y yo he procurado esparcirla con audacia y cierto cinismo. En ella, una obra contracultural, critiqué a un grupo destacado de intelectuales, quienes se llamaban a sí mismos La Mafia y aunque eran una suerte de broma pesada para México, tenían un poder que ofendía el desarrollo armónico de la cultura nacional. Es curioso, y quizá Vicente Leñero me lo advirtió, las cosas no han cambiado un ápice. A lo sumo uno o dos de los mafiosos de aquella época (razones naturales) se han muerto de vejez o de inanición literaria. Es decir, nada ha cambiado desde entonces a pesar de que el PRI perdió el control del país, los medios de comunicación lograron hacerse más o menos independientes y los periodistas formados en aquella época oscurantista y represiva pasaron de sumisos a “independientes y rebeldes”, algunos hasta progresistas son hoy. A los intelectuales les sucedió algo semejante y se convirtieron en héroes de una izquierda ilusoria aplaudida por una sociedad en pañales. En esa “mafia” destacaba un hombre un poco mayor que yo, que ya era famoso por haber sido un niño, particularmente arrogante, catedrático y dueño de una memoria sin duda prodigiosa. Era Carlos Monsiváis, heredero de las glorias de todo grupo o persona que aspiraba a ser dueño de México o al menos a tener la razón por encima de todo. Con mi generación, que a pesar de la escasa diferencia de los años, tres o cuatro, no se entendió. Nos miraba con desdén y nosotros nos negamos a recibir sus consejos y directrices. José Agustín le hizo las primeras bromas hirientes no exentas de ingenuidad: “Monsiváis, a donde vais ni lo sabéis ni lo buscáis”. Ante esta ironía de carácter infantil, Carlos respondió con fuego de alto calibre: nos desdeñó y, con la ventaja de no tener mayor respuesta (fuimos una generación desunida, a diferencia, por ejemplo, del Crack), precisó que habíamos plebeyizado la literatura. Quizá tenía razón si el punto paradigmático era su propia generación: García Ponce, Gurrola, Pacheco, Arredondo,
o para documentar la biografía de
Carlos
Monsiváis
René Avilés Fabila [Ciudad de México]
Ángel Boligán (www.cartonclub.com.mx)
Melo, Elizondo… Pero nosotros éramos –guste o no– un grupo que veía las cosas de manera diferente a aquellos pretenciosos que todavía suponían que Europa era única e irrepetible. Parménides García Saldaña fue el punto extremo. Es verdad, éramos distintos de la generación anterior, pero hay algo peor: fuimos incapaces de ser tan amigos y solidarios como eran y son, por ejemplo, Monsiváis y Pacheco. A la fecha, hace un lustro que no veo a mi entrañable José Agustín, y cuando algo sé de él es porque está elogiando a otro distante del grupo original, pero me queda una idea suya, una certeza generacional: fuimos incapaces de ser unidos. Hasta donde sé, ninguno de nosotros logramos fumar la pipa de la paz (la mota de la paz). A Carlos Monsiváis, que no fuma ni Delicados con filtro, le dedico este trabajo, escrito a cuarenta años de distancia de la primera vez que, según sus amigos, lo “ofendí” o, digo yo, lo critiqué o lo describí. Es un sobreviviente único, cada día que pasa su fama es mayor e imposible de refutar. Me gustaría haber puesto en la página inicial “A Carlos, por lo que ya sabe; total, hemos conversado, comido, estado de acuerdo más de una vez y viajado por Europa y Estados Unidos”, pero me limito a dar mi opinión sobre estas cuatro décadas de represión cultural, como diría sor Juana, yo, el peor de todos. Quizá el único que ha sido constante en el rechazo a todo tipo de tiranía, política o cultural, y al que no le importaron jamás los riesgos que a ello han llevado. El gran poeta Dionicio Morales dijo hace poco como conclusión de una época: si René no hubiera escrito Los juegos, hoy casi sería respetable y tendría un éxito más amplio y muchas menos aversiones. Gulp. Julio-Agosto 2008
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La metáfora
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quel domingo parecía plácido y hasta promisorio, dejaría de lado la lectura de Fernando Vallejo para concentrar la atención en diarios y revistas y ver qué ocurría en México. No debí hacerlo. Aquello me enloqueció. Abrí las páginas de El Universal y había dos artículos de Carlos Monsiváis y una entrevista en la que pontificaba sobre la poesía urbana de los aborígenes australianos. En Monitor diario aparecían dos discursos suyos y unas declaraciones sobre Elena Poniatowska: su nueva novela (El tren pasa primero, que perdió el Premio Colima y a cambio obtuvo el Rómulo Gallegos, y al recibirlo escuchó la voz bien timbrada y viril de Hugo Chávez cantarle “La Adelita”): es la mejor de todos los tiempos, decía con claridad extraña en su habitual discurso críptico. En La Jornada había un largo ensayo de Monsiváis sobre la generosidad del tequila reposado, prólogo al libro Yo también bebo, México mío. Este trabajo me llamó especialmente la atención porque el tipo es abstemio. Pero el desconcierto fue en aumento cuando abrí las páginas de Proceso y me topé con varias fotos de Carlos para ilustrar un artículo suyo sobre las cabareteras y prostitutas. Pensé: ¿y qué hace allí si en tales sitios ni siquiera conversa con las pobres mujeres, pues las observa como si fueran copias del personaje de Federico Gamboa, Santa? Bueno, recuperé el optimismo, es probable que investigue algo sobre el mundo marginal. No, era algo de corte folklórico, superficial. La revista y el ensayista usaban el ridículo y cursi término de sexoservidoras para referirse a las putas. Algo semejante sucedía en El Financiero: estaban dos artículos suyos, una crónica y declaraciones sesudas y llenas “de ingenio y gracia” respecto a la estupidez de la televisión comercial. En otro, en Milenio, brillaba en primera plana una nota que venía de Miami: Carlos discutía en “Sábado gigante” con don Francisco acerca del descubrimiento de América (si fue encuentro, choque o invención) y destruía al pobre de 4
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Cristóbal Colón por ser el arranque de la leyenda negra de España, el mayor genocidio de la historia que hasta hoy no ha encontrado más juez Garzón que el muy discutido fray Bartolomé de las Casas. Las fotos mostraban al primero con traje y corbata, algo ajeno a su habitual indumentaria descuidada e informal, desaliñada que suele mostrarle a los mexicanos. Me recordó un viejo filme nacional donde Arturo de Córdoba (eso espero) de día pide limosna y de noche vive como aristócrata. En los demás diarios sólo estaban fotografías suyas con Paulina Rubio, López Obrador, Jorge Volpi, Elena Poniatowska, Carlos Fuentes, Juan Ramón de la Fuente, Juan Gabriel, Luis Miguel, Sergio Vela, Ronaldo y Gabriel García Márquez, quien acababa de regresar de un bautizo en Toluca. Por cierto, en esa ceremonia religiosa, el cura recibió al bebé con palabras dignas de Marta Sahagún: “Angelito de Dios, ¿sabes en manos de quién has entrado a la sacrosanta Iglesia? En las del más grande escritor del mundo, Premio Nobel, el autor de obras memorables, ¿qué hiciste niño angelical para recibir este premio del Señor?”. Gabo para sus amigos y más cercanos seguidores, quien a lo largo de su vida igual se ha retratado con Fidel Castro que con Fidel Velázquez y Fidel Herrera, rezaba, se persignaba con fruición sin preocuparse del riesgo que significaba soltar al niño que lloraba y sólo quería que lo amamantaran para enseguida dormir lejos de aquel ruido celestial. A su alrededor todos los fieles (invitados o no) aplaudían con discreción (estaban en la casa de Dios) y se aprestaban a retratarse con García Márquez. Supuse que en las abominables secciones de sociales, la celebridad de Portales no aparecería. Me equivoqué: allí estaba Carlos, en unas fotos aparecía develando su propia escultura en Guadalajara; en otras, recibía en Santa Fe un sentido homenaje de las damas proletarias de Bosque de las Lomas. ¡Basta! Prendí el televisor y lo dejé en el canal 22: Carlos Monsiváis hablaba de sus recuerdos universitarios y explicaba las razones por las cuales nunca se tituló a pesar de que su cul-
tura era infinitamente superior a la de sus profesores, luego de pasar por varias carreras en busca del conocimiento absoluto. En verdad, eran simpáticas y amenas. Entendí por qué una revista frívola acababa de mencionarlo como uno de los mexicanos más queridos e ingeniosos y no como el arroz de todos los moles que lo mismo habla de los moluscos tuertos del Bajío y sus funciones nutricionales que de la fragilidad de los molcajetes de vidrio soplado de Toluca y la posibilidad de las luchas contra el PRI, porque le arrebató su juventud al obligar a los centros nocturnos a cerrar a la una de la mañana, todo con sabiduría, profundidad y sentido del humor, que me hizo notar hace muchos años el pintor Mario Orozco Rivera en una reunión política del desaparecido Partido Comunista. Rectifiqué por un instante: ¿y si en realidad no es un entrometido, chismoso y exhibicionista sino un ser ávido de asimilar todo el conocimiento del mundo cuya curiosidad carece de límites? ¿Un hombre del Renacimiento en nuestra época? Deseché esta posibilidad, pues ante todo es un visible descarado vanidoso. Para mí aquello comenzaba a ser una aberración. Así que cambié de canal y pasé al 11. ¡No! También en esa estación una encantadora periodista le formulaba preguntas al desaliñado Monsi. “Sí, cuando muera, quiero ser incinerado y que mis cenizas sean esparcidas en el California Dancing Club donde tan buenos momentos he pasado”. Mi asombro fue mayor: pero si Carlos no baila ni los ojos. Un dolor de cabeza comenzó a darme molestias, mientras las llamadas de admiradores eufóricos comenzaban a llegar a la televisora del Politécnico. Tenía que acabar con aquella presencia. Imposible: en radio, estaba Carlos haciendo bromas sobre el raterazo Vicente Fox; alternaba sus críticas con palabras de elogio a Elena Poniatowska, López Obrador y Marcelo Ebrard, quien, por cierto, acababa de instituir el “Premio Intergaláctico Elena Poniatowska para novela femenina revolucionaria” con un monto de cien mil dólares. Al concluir anticipó la salida de
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Cartón: Rogelio Naranjo
su próximo libro, un seguro best seller, en el Fondo de Cultura Económica, Cómo tener el don de la ubicuidad en tres lecciones, con prólogo de ¡Elenita! y epílogo de Gabo. Desesperado, busqué en Internet y encontré una lista de Carlos, todos célebres: Fuentes, Slim, Marx, Peralta, Salinas de Gortari… Hice clic en el primero. Fuentes apareció con su distinción acostumbrada, de traje y corbata azul celeste: hablaba del subcomandante Marcos y precisaba: Tiene “la frescura del lenguaje de Carlos Monsiváis y no la pesadez estructural de Marx”. ¡Suficiente!, me refugié en un sitio donde era imposible que estuviera: en el deporte. Me equivoqué. En el canal de las estrellas el mismísimo Carlos Monsiváis era entrevistado por Hugo Sánchez sobre las posibilidades de que la selección nacional ganara la copa del mundo a disputar en Brasil. Me pareció, a estas alturas, algo natural; pero qué asombro, en el 4 jugaba América contra Guadalajara. El “clásico” de los mexicanos. Lo inaudito era que el centro delantero del segundo equipo, el número 9, que movía con habilidad el balón, era nada menos ni nada más que Monsi. Envainado en el uniforme tradicional de las chivas rayadas, evidente crítico de Televisa, gambeteaba con inteligencia y fuerza: se quitó a dos medios y luego burló a las defensas para pegarle con violencia: ¡¡¡gol!!! La cámara le hizo un close-up al atlético y estilizado goleador, mientras que el locutor, que al menos tenía la voz de Carlos, gritaba ¡gol, gol, gol, una computadora para los niños pobres de la escuela primaria “Carlos Monsiváis” de Portales! Un hermoso momento para el deporte de las patadas, explicaba otra voz en off, para la estética viril del futbol (“el juego del hombre”, afirmaba el fallecido Ángel Fernández), la de Elenita, la Poni, como le dicen los que la tratan y admiran o al revés. Debía estar soñando, aquello era increíble. En vano me puse un cigarrillo encendido en la mano para que el dolor me despertara. Pues nada, sentí el fuego y grité: alucinaba despierto. O quizá grité desconcertado porque la cámara enfocaba al portero del América y Julio-Agosto 2008
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éste también era Carlos Monsiváis, en tanto que el jugador número 9 del Guadalajara, de rodillas, se quitaba la casaca y mostraba en su pecho desnudo un letrero que decía: “Princesa Poniatowska, te quiero”, pintado con colores verde, blanco y rojo. En el graderío miles y miles de personas con la cara patética, como de plañidera sin sueldo fijo, de Consuelo Zaizar, la dueña del Fondo de Cultura Económica (y yo que pensé que era una editorial del Estado, hoy más cerrada que en tiempos de Miguel de la Madrid, un ex presidente quien, por cierto, alardeaba de su amistad con Monsi), todas vestidas de negro luctuoso, aplaudían imparables y hasta conseguían hacer muecas de felicidad, ya lejana de las penurias de la editorial derechista Jus y amiga cercana de Elba Esther Gordillo, quien todos los días asesina al otrora digno magisterio nacional. Eso fue la semana pasada, ahora no leo periódicos ni revistas y menos atiendo medios electrónicos, me cuidan dos psiquiatras y sólo duermo un poco con diez ativanes de dos miligramos y siete valiums. En realidad, temo dormir, las pesadillas me muestran al imaginario izquierdista Carlos Monsiváis recibiendo su acostumbrado doctorado honoris causa cada tercer día, alternándolos con Elenita, la que los recibe los días en que su mejor amigo descansa. La Poni, la princesa, una feminista dedicada a elogiar caudillos (Cárdenas, Marcos, López Obrador, Ebrard, Monsiváis, desde luego…, alguien que asimismo ama el poder y el poder le devuelve el amor-pasión a través de todos los reconocimientos que es posible recibir en un sitio que jamás consideró a Elena Garro, una escritora muy superior, a la que Carlos, en el colmo de su sarcasmo para pobres calificó como “la cantante del año” en 1968. Creo que no sería tan complicado hacer un ejercicio de memoria y ver la historia con espíritu crítico: los héroes del 68 terminaron sus días ricos y afamados, los delatados por Elena Garro pasaron por los altos cargos de un Salinas o un Zedillo (Gilberto Guevara Niebla entre ellos, subsecretario de 6
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la SEP; nomás me pregunto: dónde están los revolucionarios marxistas: como los maestros de Efraín Huerta, en la cárcel o en el poder, bueno, ya nomás en el poder). Los domingos, según mis horrendos sueños, ambos, en lugar de reposar, recibían premios internacionales. De este modo, a Carlos que en su vida ha escrito un poema, le entregan el Nacional de Poesía o uno de prosa narrativa cuando jamás ha redactado una novela o un cuento o uno de cine (la diosa de ónix dorado) por su espléndido papel de sociedad civil en A pesar del fraude, estoy contigo, Peje admirado de Luis Mandoki. Finalmente, tiene la beca a perpetuidad de literatura del Sistema Nacional de Creadores, él que es periodista, sí, agudo, culto, aburrido, ingenioso, críptico, oscuro, demócrata de tiempo completo, pero periodista al fin. La realidad Quiero pensar que Monsiváis es una marca registrada y no un ser que ha buscado empeñosamente ser la figura central del México intelectual. Muerto Octavio Paz, quien para ocupar ese lugar trabajó con intensidad; criticó al poder para hacerlo suyo. Monsiváis ha ocupado el cargo ante el desinterés de Carlos Fuentes en ser el jefe supremo de la cultura del país. Monsi: figura destacada en cada fiesta, cada coctel, cada mesa redonda, cada suplemento cultural, cada encuentro social o literario, político o deportivo, para la mayoría, ajena a las disputas del mundillo intelectual, representa lo preclaro, el no hay dudas, lo inobjetable, él tiene la razón absoluta, no hay pillerías en su biografía, tampoco actos
de deshonestidad o incapacidad para equivocarse. Elogió (como Elenita) con entusiasmo a Gloria Trevi y luego la dejó sola en medio del escándalo y la cárcel. Esto podría ser una nimiedad, pero hay que observar su inicial y fervorosa adhesión a López Obrador (que fue ampliamente pagada con el Museo del Estanquillo) con su discreto alejamiento una vez que AMLO asumió los riesgos de su demencia. Si Carlos lo dice, es correcto. Los demás están equivocados. Es inaudito caso de dominio y control sobre los medios de comunicación. ¿Quién publicaría una crítica a su poder político e intelectual, quién aceptaría las críticas sin al menos intentar defenderlo con fuerza? Nadie. Nunca el PRI tuvo tal poder. Si se necesita una opinión sobre narcotráfico, él es la voz autorizada y si se requieren palabras sobre los niños mutilados en Afganistán, nadie como él para hablar y despertar la preocupación de los mexicanos que difícilmente ubican a tal país en el mapamundi. Una palabra suya es suficiente para que un filme o una novela se conviertan en obras maestras y sus autores en genios. Qué no he escuchado sobre Carlos desde antes de cumplir veinte años y pensaba entender a
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la nación: “conciencia de México”, “cronista de la ciudad”, “alma del país”, “intelectual supremo”... Para acabar pronto, y en apretadísima síntesis, no es más que un tirano ilustrado. Que el hombre que antes de los treinta años escribió su autobiografía prologada por Emmanuel Carballo está sobrevaluado, ni hablar, lo está, pero quién enfrenta el reto de ponerlo en su justa dimensión y decir que no es infalible, que no es Dios, que tampoco es incorruptible, que acepta premios y becas desde siempre, que coquetea con todas las fuerzas políticas y que en ninguna aterriza; jamás se ha comprometido realmente con una doctrina política aunque con muchas ha coqueteado, que sus prólogos son prescindibles, que no siempre tienen sentido, que sus artículos son aburridos o que están equivocados sus análisis por lo regular inocuos ante el poder ilimitado del sistema. Así será porque en efecto posee el don de la ubicuidad y lo mismo está simultáneamente en Radio Fórmula, en Televisa o en el canal 22, o en este o en aquel diario y que en consecuencia nadie se atreve a desafiarlo, ni siquiera sus enemigos que optan por el anonimato o la discreción. El caudillismo es un grave defecto nacional en lo político y en lo intelectual. Nos ha dañado y convertido en estúpidos. Nuestra historia es la de los caudillos, los iluminados, los tiranuelos, los dictadores, los emperadores y las altezas serenísimas, lo mismo en materia política que en las artes. ¿Lo sabrán todos aquellos que abren una sección o suplemento cultural o una galería de arte o un diario y se mueren porque al menos Monsi les preste su nombre, les tome la llamada, acepte una invitación a un restaurante de lujo? La sola posibilidad de contar con la animadversión –el rechazo, la negativa, la descalificación o, peor aún, el silencio– del sabio de Portales, les provoca pavor. No hay retador posible. Nadie correría el riesgo, ni siquiera sus peores enemigos o críticos, el miedo los sobrecoge, los paraliza ante el obvio proceso: primero, al redactar la crítica a Carlos aparece la autocensura; si ella sólo reduce las palabras críticas, surge, impe-
tuosa, la censura del medio. Quizá no sea el pánico al afamado intelectual sino a la furia de sus admiradores, tan lejos de Dios y tan cerca del PRD. Sus coqueteos con el poder lo confirman como el más fuerte de los intelectuales mexicanos. Algunos escritores han enfrentado a un partido o a un caudillo, él ha tenido la habilidad de quedar bien con todos. Lo que le permite hacer talco al PAN en un discurso de apariencia audaz y al mismo tiempo recibir todos, pero todos, los beneficios del gobierno panista a través del Conaculta y la Secretaría de Relaciones Exteriores, donde es el rey cultural y político y los funcionarios se desvelan por atender sus exageradas peticiones. Sólo el máximo caudillo cultural que hemos padecido en México, Octavio Paz, pudo ponerlo en su sitio al calificarlo no como hombre de ideas sino de ocurrencias. Cierto, es chistoso, en mis años universitarios todos festejaban y repetían sus humoradas, con frecuencia simplonas. Francamente, a veces se acercaba más al bufón de la pequeña burguesía ilustrada que al hombre irónico, incorruptible, tenaz crítico del poder que, por ejemplo, fue José Revueltas o al cordial y simpático revolucionario de siempre llamado Juan de la Cabada. De apariencia crítico, se ha convertido en censor, en ministro de una novedosa Inquisición: Monsiváis decide quién va a la hoguera y quién se salva. Lo que antes hicieron el grupo Los Contemporáneos y más adelante la “Mafia” encabezada por Fernando Benítez. Como Paz, amó el poder, y como Paz lo obtuvo para beneficiarse él mismo en primer término. Pero, naturalmente, las diferencias son notables. Octavio era un poeta soberbio. Monsiváis no es más que un falso humorista incapaz –regla de oro– de hacerse una broma a sí mismo. A diferencia de grupos que colectivamente ejercieron la tiranía intelectual como Los Contemporáneos o “la Mafia” (allí mero Carlos se formó y alcanzó el número suficiente de adulaciones y apoyos que lo pasaron de hijo sobreprotegido a semidiós, exitoso y rico), ahora lo hace una sola persona: de él nace el ninguneo actual o las palabras fervorosas que transforman a
un simple mortal en asiduo de las mejores editoriales y los diarios más famosos. Monsiváis aprendió las ventajas del poder, llevado de la mano de sus mentores (como Fernando Benítez, autor de libros memorables como El rey viejo y de obras vergonzosas como Relato de una vida, conversaciones con Carlos Hank González) que lo prepararon para sólo estar en las alturas y desde el cielo despreciar a los mortales). Me sorprende que él, de suyo severo criticón de la corrupción, no vea la suya o la de sus amigos cercanos, que su conducta esté, como observó José Agustín, más del lado fascistoide. Es un hombre aristocrático mal disfrazado de pelado. Fanático de la añeja costumbre nacional de sólo reconocer a los amigos, algo que criticó con dureza Ikram Antaki. Autoritario con sus inferiores, mudo ante los errores de sus escasos pares. Pienso en el libro más reciente de Julio Scherer, La terca memoria: arranca ofendiendo –con el inefable aval de Monsi– a Gastón García Cantú por un nimio error cometido (la discutible adhesión al canalla Regino Díaz Redondo), sin considerar la portentosa obra de investigación histórica que realizó, a quien en vida ninguno de los dos se atrevió a agredir. Luego, en dos capítulos inauditos, Julio, el impecable e implacable, acepta una camioneta de lujo que le obsequiara el bandido Carlos Hank González; se la queda para no ofender la amistad fraternal, explica. En otra parte ocurre lo mismo con un préstamo concedido por otro afamado pillo priísta, Francisco Galindo Ochoa, “hermano querido”, no lo paga para no lastimar el afecto del poderoso funcionario encargado de corromper periodistas. Esto, en cualquier parte del mundo, se llama claramente podredumbre, pero aquí, fiel a la máxima de que si el chayo no te corrompe, acéptalo. Julio mejoró su situación sin perder su condición de justo, el prestigio de ser incorruptible. Ello no le molesta al otro justo, a Monsi, ahora estrechamente vinculados por la descomposición moral de México. Queda algo: Monsiváis escribe dos veces por semana al menos en el diario El Universal, Julio-Agosto 2008
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cuyo dueño, Ealy Ortiz, recibe una severa felpa de Julio Scherer en el citado libro de memorias. Esto es, la pureza tiene límites. Las mafias y los caudillos culturales apenas permiten vislumbrar qué es México literariamente hablando. Si un extranjero se informa sólo a través de los medios de comunicación, inevitablemente tendrá la idea de que somos una nación de cinco o seis escritores a lo sumo, de entre ellos sólo destacan Carlos y Elenita; Fuentes lo hace cuando realiza uno más de sus infortunados comentarios o críticas de orden político. El resto es vivir de sus bien ganadas regalías, en Europa o en Estados Unidos. Carajo, uno comienza a echar de menos a caudillos como Octavio Paz: es verdad, no tenía amigos, eran súbditos, pero al menos el tránsito de república de las letras a monarquía, con rey y aristocracia, se dio con el espaldarazo del Premio Nobel de literatura y con el reconocimiento artístico a su liderazgo intelectual.
señora muy agresiva, como del PRD, me dijo a gritos que ni me atreviera a tocar a Monsi, “él siempre tiene la razón y usted es un tapete del imperialismo”. No, pos sí. Me atrevo, con timidez, a preguntarme, ya que mi propia respuesta me aterra: ¿en verdad los mexicanos estamos tan urgidos de líderes, caudillos y tiranos de toda índole? De ser positiva la respuesta, sólo me queda comparar, muy nostalgioso, las diferencias entre los caudillos intelectuales del pasado como Lombardo Toledano, Gómez Morín, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Salvador Novo o los que se arriesgaron en el campo de la plástica al decirnos que no había más ruta que la suya, como Siqueiros y Rivera, con el atroz presente de Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska, tenaces edificadores de sus propios mitos, más adorados y temidos que realmente analizados.
Los riesgos
Ojalá que los médicos y enfermeros que me atienden en esta clínica gratuita para pobres de Marcelo Ebrard, que lleva un nombre prestigiado, “Carlos Monsiváis”, se descuiden: pienso fugarme y cambiar de país. Alguien me dijo que en Tanzania nadie conoce a Monsiváis ni a Poniatowska.
Supongo que mi vida quedará en riesgo de una agresión física de parte de los admiradores de Monsiváis que, gracias a los medios, no son pocos. Lo mismo que me ha sucedido con López Obrador cuando me atrevo a criticarlo. Una vez acudí a un restaurante afamado y antipático, estaba yo con Griselda Álvarez cuando irrumpió Monsi vestido de mezclilla, sin peinarse y más descuidado que nunca. El capitán lo condujo a una mesa donde ex priístas ya festejaban algo, qué, no sé, tal vez su salida de ese partido siniestro para ingresar a otro: el PRD. Llamé a un mesero y le pregunté quién era aquel personaje que podía entrar sin cumplir las exigencias formales del restaurante (“No aceptamos a nadie que no use traje y corbata”). El tipo me miró con asombro: ¡Cómo, no sabe usted que es el sabio Monsi! No, repuse con falsa ingenuidad, cuando lo conozco desde 1960, año en que preguntó por el Califa de Portales un padrote soberbio y un aguerrido madreador, amigo mío, dizque para escribir su biografía. Pues es una gloria del país y puede entrar como le venga en gana, concluyó con enfado el meserete. Finalmente, hace poco, en una conferencia, tuve la osadía de comentar su extraña relación con la Cuba de Fidel Castro y con el más acabado crítico de esa nación, Jorge Castañeda, quien del comunismo pasó a las filas del foxismo. Una
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Los resultados
Moraleja en forma de interrogante ¿Qué hubiera sido de Carlos Monsiváis si en lugar de nacer en el convulsionado Defe lo hubiera hecho en Suiza, donde no hay miseria ni terremotos ni la policía mata estudiantes, un país sin caudillos, democrático, donde, como bien dijo Orson Wells, en trescientos años de tranquilidad sólo han inventado el reloj cucú, sitio hermoso con lagos y ríos potables que Borges seleccionó para morir porque en su infancia la ausencia de ruido le permitió concentrarse en la lectura, país en el que no hay tragedias y entonces los periodistas se aburren contando calles limpias y tranquilas, sin policías ni ambulantes, lejos de un sistema idiota de partidos como el nuestro? Sería el caudillo del silencio sin temas dramáticos sobre los cuales escribir y deambularía buscando alguna notoriedad por bancos en los que millonarios ladrones de todo el orbe esconden sus fortunas y con una profunda “tristeza reaccionaria” por no ser un mexicano que vive y disfruta sus tragedias nacionales.
Cartón (detalle): Loredano
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entre el
placer crítica moral Jezreel Salazar [Ciudad de México]
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e ha hablado mucho de Carlos Monsiváis como una especie de flâneur “posmoderno” que recorre la ciudad recogiendo las voces citadinas y realizando la crónica de sus multitudes urbanas. Sin embargo, Monsiváis no posee las mismas características que tenía el flâneur descrito por Walter Benjamin y representado por Baudelaire. Esta transformación del papel del cronista está intuida en Los rituales del caos cuando afirma (en referencia a la masificación urbana) que “caminar es imposible, dejarse arrastrar es lo conducente”. Como ya lo anunciaba premonitoriamente el Duque Job hacia finales del siglo XIX en La novela del tranvía, la Ciudad de México ha ido desarrollándose en torno a los medios de transporte y en detrimento del disfrute a pie. El paso de las ciudades tradicionales a las megalópolis globales ha transformado el deambular que antes ejercía el escritor sobre la ciudad. En ese sentido el paseante se ha convertido en un pasajero y la mirada ha adquirido una relevancia mayor. Dice Néstor García Canclini: “Todas las ciudades presentan una tensión entre lo visible y lo invisible, entre lo que se sabe y lo que se sospecha, pero la distancia es mayor en la megalópolis”. Es posible afirmar que en la megalópolis de finales del siglo XX y principios del XXI, el flâneur se ha vuelto cada vez más un voyeur. Monsiváis flanea por nuestra mons-
La mirada monsivaisiana
y la
truópolis, pero el fundamento de su escritura se centra en la representación urbana a través de la mirada y es que Monsiváis concibe al cronista como alguien capaz de disfrutar ir reuniendo imágenes, aunque éstas sean mórbidas o desdichadas. ¿Monsiváis voyerista? Él mismo lo ha aceptado. Al finalizar el homenaje que se celebró en Bellas Artes hace 8 años, el cronista hizo una serie de promesas que en seguida reproduzco: Me prometo conocer a la persona de la que tan generosamente han hablado aquí y de la que hasta ahora no tenía la menor noticia. Me prometo releerme minutos antes del suicidio para ver si desisto de mi acción o la apresuro. Me prometo admitir que no se ríen conmigo sino de mí. Me prometo ya no ser un voyeur con la condición de que me dejen meter mano. En estas palabras, Monsiváis definía de manera sintética una de las actividades centrales que han forjado su carrera como escritor: el oficio de mirar con placer todo lo ajeno, el arte de ser voyerista. ¿Quién imagina a Monsiváis sin sus anteojos? Los dibujos sesenteros que un joven José Luis Cuevas realizó en torno al rostro de Monsiváis justamente hablan de esa imposibilidad. Uno de los motivos que más se reproducen a la hora de caricaturizar al autor son sus lentes; esto ocurre a tal grado que parecen formar parte ya de su rostro o incluso llegan a sustituirlo. Uno de sus artí-
culos publicados en los años sesenta aparece ilustrado por unos anteojos gigantes sin rostro detrás; al texto lo acompaña el siguiente título: “La ciudad vista por las gafas alucinantes de Carlos Monsiváis”. Es claro que sus anteojos no son un rasgo más de su personalidad, sino el rasgo fundamental. Monsiváis es un mirón, husmea a través de sus lentes, escudriña y espía desde ellos. No por nada uno de los mejores amigos de Monsiváis tiene el apodo de “El Fisgón”. No cabe duda: las lealtades devotas siempre son una forma del parentesco. Al cumplir setenta años, Monsiváis apareció dibujado en un periódico detrás de una lupa. A manera de entomólogo que vigila los comportamientos de la sociedad y los disecciona, la imagen de este autor siempre se ha construido a partir de la certeza de que es el poseedor de una mirada excepcional, clarificadora, lúcida. Monsiváis es alguien que sabe mirar y elegir dentro del espectro de lo visible, lo que es necesario resaltar, lo valioso del momento preciso. Y ese es justo un rasgo del quehacer cronístico: ser testigo de la realidad, registrar los hechos, fijar con la mirada aquello que resulta irrepetible. De hecho, uno de los cimientos de la legitimidad de todo cronista es lo que Clifford Geertz denominaba retórica de la presencia, el haber visto con los ojos y haber estado en el lugar de los sucesos. En una entrevista de 1972, al hablar de los casi dos años que pasó en Londres, Julio-Agosto 2008
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Monsiváis afirmaba la condición de observador como una característica fundamental del cronista: “Me concebí como una especie de almacén y decidí que debía cumplir a fondo mis vocaciones más entrañables: de testigo y de butaca. No sé si asimilé; pero por lo menos acumulé como desesperado”. En repetidas ocasiones Monsiváis se ha autodefinido como un testigo de la vida nacional cuyo propósito consiste en la persecución y el desmenuzamiento de las imágenes que se encuentran a su alcance. En efecto, su labor como cronista reside en dar testimonio de lo que llega a sus ojos en tanto espectador de lo real que disfruta del goce que produce simplemente mirar: “Asisto, fundamentalmente como espectador al que acompaña un tanto a disgusto un crítico, pero mi primera visión es desde el público […] En la crónica tiene que estar en primer término el espectador que es cómplice, que es coautor, que es escenario vacío poblado de pronto con resonancias artísticas”. Otra analogía que ha servido para hablar del registro de las visiones y los puntos de vista del cronista consiste en compararlo con la actividad del fotógrafo. El cronista es un compilador de imágenes y en el autor de Amor perdido esto es clarísimo. En torno a la noción de voyerismo, la caricatura que Ulises Culebro hizo de Carlos Monsiváis lleva un título muy significativo: “Se retratan mitos”. En ella Monsiváis se encuentra sentado en un banco recargado sobre una cámara fotográfica con tripié, de la que cuelgan una serie de retratos: María Félix, El Santo, la Virgen de Guadalupe… Monsiváis recorre la ciudad haciendo de la mirada una forma de enunciación. Su escritura se centra en la representación visual de las metamorfosis culturales de su entorno. Por ello puede afirmarse que se trata del gran voyerista cultural del país. Al final de uno de sus ensayos sobre las funciones de la crónica en México, la voz del cronista confirma lo anterior: “Mudo espío, mientras alguien voraz a mí me lee”. Asimismo, las metáforas en torno a lo visual se multiplican en su obra. Sólo por citar una, Monsiváis afirmó alguna vez, en un impulso borgiano, que el centro histórico de la ciudad era el gran aleph de los mexicanos donde era posible verlo todo al mismo tiempo. El cronista realiza retratos, pero no se trata de fotografías fijas o acabadas, sino de imágenes cambiantes, en movimiento (como en el cine). Dice Monsiváis: 10
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El fotógrafo –por oficio constructor y recreador de ciudades– elige la ciudad que le interesa y delimita su geografía de imágenes y sensaciones. El conjunto es inabarcable, pero la ciudad –dócil, levantisca– se deja representar por el detalle y por la contingencia, por el dato simbólico […] En su carácter de relator de hechos que ni empiezan ni continúan (cada foto despliega y agota un tiempo narrativo), el fotógrafo es delegado plenipotenciario de quienes, lo piensen así o no, admiten una limitación central: ¿quién captará el conjunto y los márgenes, quién será el depositario fiel de las incontables imágenes a su alrededor? Dar cuenta de los hechos y las imágenes que los circunscriben supone crear una literatura testimonial, en donde el verdadero instrumento para registrar no son las gafas o el aparato fotográfico, sino la crónica en tanto género literario. ¿Qué son las crónicas sino fragmentos visuales de la realidad? A manera de una cámara lúcida que permite tener una doble perspectiva sobre el mundo (ver al mismo tiempo el paisaje y la forma en que éste se registra en el papel), Monsiváis sale a las calles con la sospecha de que estamos ahí para ver y ser vistos, toma notas y funda en sus crónicas una tradición de la mirada. Monsiváis construye, gracias a una escritura cargada de intenciones visuales, un estilo que en el ejercicio de observar amplifica aquello que, si él no hubiera existido, no nos habríamos detenido a contemplar. En Monsiváis el placer de ver, el disfrute voyerista se convierte en obsesión por las imágenes, lo cual es muy visible en su actividad como coleccionista, o para decirlo de forma más precisa, en su oficio de museo a dos pies. Las caricaturas de Andrés Audiffred, Gabriel Vargas o Santiago Hernández; las litografías que ha acumulado de Claudio Linati y José Guadalupe Posada, los grabados de Leopoldo Méndez, las maquetas de Teresa Nava, o su colección de miniaturas y fotografías, hablan de un interés iconográfico por reconstruir la historia visual de la nación. Puesta en museo, su descomunal colección (más de doce mil piezas) resulta un retrato necesariamente fragmentario pero re-ordenador de la historia gráfica del país. Repertorio de estereotipos y estímulos visuales, el Museo del Estanquillo permite acercarnos a lo que se veía en otros tiempos y a cómo se observaba el mundo en distintas épocas; en conjunto, constituye el registro de
las diversas miradas estéticas que han habitado el país. Lo mismo ocurre con otras obsesiones monsivaisianas marcadas por la voluntad voyerista, por esa necesidad de acumular imágenes. ¿Qué otra cosa es su memorización de poemas, sino un archivo de imágenes consagradas por el gusto (en este caso el suyo)? Él mismo lo afirma: “Sin poesía y literatura, la sociedad simplemente carecería de almacenes visuales y verbales”. Lo que impide que el voyerismo de Monsiváis se vuelque a la contemplación anodina de la intimidad ajena y a la exaltación frívola de imágenes efímeras que a la intención de observar, siempre la acompaña una voluntad interpretativa que parte del azoro, y establece valoraciones cívicas. Me explico. En un documental Carlos Monsiváis narra su desconcierto porque ya no hay ningún tipo de sorpresa o pudor frente a la pornografía que todos los días es posible observar en las calles de la ciudad: Ya no hay una capacidad de asombro colectivo, ya no hay nadie que se pare y llame la atención ante la pornografía y diga ‘caerá la furia del cielo, evitemos esto, yo no quiero que mi hijo que va a nacer dentro de tres años lo vea’, e inmediatamente le cierre los ojos a dos ancianitas que van pasando. La Ciudad de México ha perdido su capacidad de asombro. Este moralismo evidente en la exaltación de Monsiváis frente a la pornografía es algo constante en la configuración de su proyecto literario y político. Desde Días de guardar hasta sus últimos textos podemos observarlo. La suya es una escritura con una fuerte conciencia del pudor, siempre matizada con aciertos irónicos y distancia gozosa. No digo que se trata de un moralino, por el contrario: siempre ha celebrado la transgresión, ha luchado contra esas morales de la respetabilidad y la hipocresía, incluso al grado de convertir la lucha contra las normas en un anatema, como afirma Adolfo Castañón: Carlos Monsiváis corre el riesgo de establecer un razonamiento a propósito de la virtud y la fuerza moral: como si la virtud civil y política estuviese fundada necesariamente en la desobediencia, la ruptura de las convenciones y la confrontación con la sociedad y sus valores […] y la felicidad y las obras maestras sólo pudiesen nacer […] en la luz pública, la fama y el escándalo.
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A lo que me refiero es a que detrás del voyerista siempre hay un moralista, es decir, alguien que ejerce valoraciones sobre la vida pública como modo de entrar en contacto con la realidad. En ese sentido, Monsiváis es alguien capaz de discernir críticamente las conductas sociales y ejercer juicios propositivos que no parten de una diferencia tajante entre el bien y el mal, sino de convicciones “móviles” que se anclan a una moral autónoma, laica y disidente. Ahora bien, refiriéndonos a su escritura me parece que es en la mirada como forma de enunciación donde se gesta y se ancla esa perspectiva moral. Doy ejemplos. En su crónica sobre El Catorce, titulada en una de sus versiones “Dos murales libidinosos del siglo XX”, narra un espectáculo nocturno de sexo en vivo: ¿Dónde quedó la intimidad?, me pregunto un tanto retóricamente mientras los jóvenes fornican […] Quien fornica delante de una multitud distribuye noticias detalladas de su técnica más personal y renuncia para siempre al misterio, a esos enigmas de lo íntimo que dependían del testimonio siempre parcial de una sola persona. Eso fue hace un muy buen rato, cuando uno le cedía a los demás el privilegio de revelar la intimidad. Nunca más. Si es mi intimidad me toca divulgarla. La ironía en la voz narrativa del autor establece una tensión no sólo entre los ámbitos de lo público y lo privado; también pone en juego una valoración entre lo permitido y lo prohibido socialmente, es decir, entre la censura y la aprobación morales. Si por una parte pareciera que las conductas transgresoras son celebradas por nuestro voyerista heterodoxo, también es cierto que la ironía encierra una censura moral e incluso un relato nostálgico de cuando no ocurrían este tipo de espectáculos. (El voyerismo resulta aquí una ironía del goce, o por decirlo de otro modo, un placer irónico). ¿Puede hablarse de un voyerismo moral? Me parece que, en el caso de Monsiváis, esto es factible. Doy otro ejemplo que aparece en Escenas de pudor y liviandad, un libro que me parece no ha tenido las lecturas críticas que se merece, un libro alucinante donde es posible ver esta tensión entre mirada moral y espacio público de manera muy clara, y en donde conviven personajes de la farándula con escenarios y atmósferas de la cultura popular, creando un completo mural de las sensaciones y las esencias corporales de la urbe. De su crónica sobre
Lourdes Almeida
el Salón México, extraigo este fragmento: los salones de baile son lugares controvertidos: el gobierno de la capital los cierra y reglamenta (y si los dueños los abren, el gobierno se hace el desentendido). En los teatros, se fiscaliza a las parejas y se vigila que no entren jovenzuelos. Ya aclarado el tipo de clientela, se autorizan los antros: ¿qué moral se extravió en sitios de parias? […] ¡Qué horror! Una lujuria que nos excluye, el mal en forma de locura irresistible […] El danzón es la música por excelencia de los prostíbulos, acoplamiento vertical, vuelo erótico fijado al piso. La música legitima las predisposiciones cachondas y los que habitan la pista lo agradecen, en plena feria de dualidades: el acto de bailar y el sitio donde se ejerce, la exhibición de habilidades y las licencias eróticas, la celebración de la pareja y el placer por las multitudes, la vocación de encierro en escenografías indescriptibles y el anhelo del aire libre, la melancolía y el relajo, el deseo de ser contemplado y la urgencia de intimidad […] ¿Cómo abandonar el apretón autorizado, la comprobación al minuto de los poderes de seducción? Al entreverar destilaciones aromáticas y olores orgánicos, el danzón es promesa: si me arrimo lo suficiente conseguiré lo bastante. Desde el subtítulo del apartado (“Las manos buscan algo y algo encuentran”), Monsiváis celebra la ciudad de los placeres, disfruta observar la fiesta de la calentura y al mismo tiempo pone el acento en los mecanismos de prohibición morales que prevalecen en la sociedad mexicana. Todo con la finalidad de exhibir cualquier forma de represión social, y de criticar el atraso cultural o las actitudes mochas ante la vida.
Por eso es que la obra de Monsiváis está repleta de atmósferas luminosas y de espacios accesibles, se trata de una obra en donde incluso los cuartos cerrados parecieran abiertos a la mirada pública, de modo que la ciudad intramuros es tan visible como el mundo exterior. Una crónica de Los rituales del caos da cuenta de ello: “Hay cuartos en donde caben familias que se reproducen sin dejar de caber, los hijos y los nietos van y regresan, los compadres y las comadres se instalan por unos meses, y el cuarto se amplía, digo, es un decir, hasta contener al pueblo entero de donde emigró su primer habitante”. Lo que busca Monsiváis con esto es hacer visible lo que en la ciudad se encontraba bajo un velo. El voyerismo moral del que vengo hablando trabaja en contra de la censura y la demagogia, dos formas de ceguera voluntaria. Al buscar darle luz y de-velar lo que se encuentra oculto o negado en la sociedad, Monsiváis está haciendo uso del voyerismo para impulsar su proyecto de modernización cultural, de apertura de las costumbres, de reconocimiento de los letargos y las inhibiciones. Por ello es que para Monsiváis, como él mismo lo ha expresado, luego del 68 la crónica se convirtió en un espacio de resistencia. De ahí también que el voyerismo en Monsiváis no resulte para nada vergonzoso: se funda en una ética de la visibilidad; no se trata aquí de la discreción, sino de la exhibición del chisme. Centro de los rumores, coleccionista de imágenes impúdicas, a Monsiváis no le queda sino difundirlas. Pensándolo desde esta perspectiva, ¿qué cosa ha sido la columna Por mi madre bohemios… sino la exhibición pública de lo impúdico? Y lo impúdico ahí es el lenguaje de políticos y empresarios que Monsiváis retoma con sus lapsus autoritarios e intolerantes. Por algo Adolfo Castañón caracterizó a Monsiváis como el “sastre y streapteaser de las pulgas intelectuales y políticas de México”. En una entrevista publicada en una revista porno de los años setenta, Monsiváis hablaba de la pornografía en dos sentidos, como el acuerdo entre la censura y la privación, y como “la exaltación de cualquier zona inconfesable de la sociedad”. Y ahí es donde este arte del voyerismo tiene cabida. Es como si Monsiváis nos quisiera decir que debiéramos vivir de manera tal que, en el caso de que nuestras acciones se hagan públicas, no sintamos vergüenza. O por decirlo de otro modo, que toda nuestra vida sea confesable. Julio-Agosto 2008
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Iñaki Beorlegui
La
figuración velada
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plástica
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ñaki es la sobriedad en el color, la sensación táctil de las superficies, la figuración velada, el gesto, la mancha impronta contenida, a veces intelectualizada, otras muchas más líricas. Temperamento, raza, oficio, y un gran carácter son sus distintivos.
Gutierre Aceves Piña [Guadalajara] Iñaki Beorlegui (Ciudad de México, 1964). Desde 1978 radica en Guadalajara. Comenzó a dibujar y pintar en 1982. De formación autodidacta, participó en diferentes talleres de dibujo y pintura en el Instituto Cultural Cabañas en 1985, y con el pintor José Fors en 1987. Ha impartido talleres de dibujo y pintura en el ITESO. Actualmente expone en la galería Pablo Guerrero la serie En busca del paraíso.
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poesía
segundos errores de razonamiento en cierto punto del colegio una oración para los enfermos
repetición de cristo mantra de krishna bajo una fronda adulterada desde esta inundación renuevo hoy los martirios
la escuela de la comunión fue durante largo tiempo un hospital
revulsión
en este espacio ahora anegado se pronunciaron posibles para los enfermos
concatenación lamento
los terrenos de descanso del otrora hospital hoy son patios de árboles sintéticos
una oración de nada para los enfermos un propagar el eje de la voz para estos contagiados
mentira lo que antes fueron árboles en un espacio de descanso hoy son palmas plastificadas sembradas en jarrones
Alejandro Tarrab
plantas artificiales de punto cinco por uno y medio de largo ordenadas en los patios de la escuela no-árboles repeliendo los martirios de esas plagas la leucemia las oraciones para enfermos resuenan en las inundaciones de esta explanada donde se dijo cristo no-enfermo hoy se dice cristo no-enfermo con una voz algo más grave como una repetición más profunda en estos terrenos santo cristo doctor una cruz en forma de aspa comulgo cristo en silencio comulgo cristo sin haberme confesado porque soy judío digo judío como decir ateo como decir nada en una confesión en los patios de esta escuela porque da pena hincarse en el recinto de los sacramentos sin una religión porque da pena esparcirse como una plaga para los enfermos pronuncio nada en oración en un contraveneno enfermo pronuncio plaga en esta eucaristía digo intervención de una enfermedad digo calamidad sobre las florestas artificiales como una realidad algo distante
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poesía
Dios Dios cree que yo soy Dios. Oigo cómo me reza entre las ramas cuando está amaneciendo, como a las seis y cinco. Quiere que haga milagros, como si me pidiera la magia de los magos, pero que fuera cierta. Se me ocurre que un día accederé por fin a complacerlo. Y voy a hacerme el desaparecido.
Dios dos Dios cree que yo soy Dios. Oigo cómo me reza entre las ramas cuando está amaneciendo, parece que chiflara. Él no puede saber, Él nunca fue a la escuela, ni platicó con nadie de su edad, ni tomó catecismo, ni ha leído a Spinoza o a Leibniz. Quiere que haga milagros, la magia de los magos sin espejos, que respire en el aire de la ciudad podrida, que camine en la tierra sin que me mate un coche. Se me ocurre que un día voy a hacérmele el desaparecido para que sienta qué se siente estar solo.
Eduardo Casar
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cuento
OSARIO Orso Arreola [Ciudad Guzmán]
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o hay duda: la autopsia realizada por los médicos legistas revela que la mujer fue devorada de pies a cabeza por un oso. En la ciudad, todas las personas se encuentran sorprendidas por tan extraordinario acontecimiento. Nadie imaginó que pudiera ocurrir semejante crimen. Las autoridades optaron por guardar un silencio absoluto. El único que se vió obligado a declarar ante la presión de los periodistas fue el Director General de los Zoológicos Nacionales. Entre la población ha cundido la voz de alarma y los familiares de la víctima se preguntan confundidos de dónde pudo escapar o salir el oso. Para consolarlos les dicen que probablemente escapó de un circo instalado en las afueras de la ciudad. Otros creen que el oso se escapó del nuevo Zoológico, que no cuenta con la protección necesaria para evitar la fuga de las bestias. El caso es que nadie sabe de dónde salió y los ciudadanos tienen pánico y transitan nerviosos, sobre todo en las noches, cuando tienen que caminar por calles solitarias, atravesar parques, especialmente el bosque de los Colomos. Las mujeres se encuentran excitadas y alarmadas por las preferencias sexuales del oso: piensan que ellas serán las futuras víctimas. Se han reportado casos de mujeres desmayadas, otras han recurrido a los tranquilizantes y a los baños de agua fría… Se supo de una mujer que hace limpias allá por Tlaquepaque y diariamente atiende a numerosas pacientes que acuden a verla para que les dé friegas de alcohol mezclado con marihuana, las que les aplica en el ombligo hasta que quedan borrachas y relajadas. Por cierto que una curandera adora a un tal san Ours, un santo francés, que en idioma español sería san Oso. Pero volviendo al espantoso y horrendo asesinato de la bellísima mujer, diremos que la policía, después de la obligada reconstrucción de los hechos, sugirió como una pista probable que el asesino pudo ser un hombre atlético disfrazado de oso, debido a que las huellas del plantígrado no quedaron bien marcadas en el lugar del crimen. Por otra parte, resulta sospechoso que hasta el día de hoy no se haya presentado ningún testigo a declarar, puesto que a la hora en que ocurrió el crimen suele haber algunas personas en el parque. Una llamada telefónica de carácter anónimo dejó atónitos a los agentes encargados de la investigación, pues por el auricular del teléfono una voz femenina comentó que había unas cinco personas cercanas al lugar de los hechos, pero que se limitaron a ver, cada una desde su sitio, el martirio de la misteriosa mujer, quien lejos de tratar de huir y pedir auxilio, se echó en los mortales brazos del oso y parecía gozar como si estuviera loca. La gente que observaba no hizo nada para salvar a la víctima, y lo que es peor, que parecían gozar con el macabro espectáculo. Las averiguaciones previas arrojan cierta luz sobre un hecho que ha desconcertado a los más experimentados criminólogos, los que incluso han solicitado el apoyo de un psiquiatra para que colabore en algunos aspectos oscuros de la investigación, porque otras pistas que se tienen, hacen pensar que la víctima propició y en cierta manera facilitó a la fiera su trabajo mortal. Se conocen casos de zoofilia, pero nadie, en ningún lugar del mundo ha reportado un caso de una mujer seducida por un oso, ni tampoco el de una mujer haciendo el amor con un oso en un parque público, aunque claro, uno puede sospechar que en privado, más de alguna rica extravagante puede darse el lujo de tener un oso amaestrado en su casa… De las investigaciones han surgido algunas hipótesis que llevan a pensar que el oso estaba amaestrado y pudo desarrollar aptitudes eróticas parecidas a las de un adolescente masculino. Todo este lío tiene a las gentes azoradas y confundidas. Los familiares de la víctima hacen esfuerzos, con la ayuda de la doctora Elba Juárez, reconocida psiquiatra del Hospital Civil,
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para tratar de interpretar un caso que por momentos pasa de lo trágico a lo surrealista, dando pie para que tirios y troyanos opinen en programas de radio y escriban en diarios de circulación nacional e internacional. En una caricatura despiadada presentaron a la mujer completamente desnuda y acurrucada en el pecho de un hermoso ejemplar siberiano, Ursus horribilis, en la que el cachondo animal parece arrullarla, como si quisiera dormirla para siempre en sus brazos de astronauta. Un perito en criminalística, enviado a Guadalajara por el F.B.I., declaró en conferencia de prensa que no tiene la menor duda en afirmar que el crimen lo cometió un oso, y para sustentar su dicho comentó a los periodistas lo siguiente: “Si en lugar de un oso la hubiera matado un león, éste, al devorar a la mujer con sus poderosas fauces, dejaría las huellas evidentes de sus colmillos en los huesos de la víctima “eso en el caso de no dejar los huesos convertidos en astillas”, y agregó con voz de experto: “Estoy seguro de que el atacante fue un oso, por el extremo cuidado con que se cometió y se concluyó el crimen, al cual yo no calificaría de pasional, sino más bien un acto amoroso y en cierta manera artístico por las únicas evidencias que nos deja. No olvidemos que los osos también son vegetarianos, como revela su dentadura: ya que el cuarto premolar superior en lugar de ser una gran pieza cortadora, como en los carnívoros, presenta reducido tamaño y cúspides romas; por su parte, los dos molares superiores y los tres inferiores están provistos de coronas tuberculadas a propósito para triturar vegetales”. Después de declarar y entregar su dictamen, el perito se marchó. Los zoólogos saben que a diferencia de otros depredadores, el oso es un plantígrado elegante que se viste con su propia piel y que con su espléndido hocico alargado, puede roer silenciosamente cada extremidad y cada hueso de su presa, hasta dejarlo perfectamente pulido. Con infinito amor el
oso talla todo el esqueleto de sus víctimas, sin ningún movimiento que denote voracidad, precisamente en eso consisten tanto lo delicioso de comerse un manjar largamente apetecido, como lo exitoso de su tenacidad, que recuerda a los artistas chinos que tallan prodigiosamente los colmillos de los elefantes. En materia de huesos el oso es un artista lapidario, pero por su capacidad para pulir algunos objetos sólidos, también puede convertir un esqueleto humano en un sonoro laúd de maderas preciosas. Noble artesano, el oso lame y pule con su hocico, sellando tiernamente cada porosidad del hueso hasta dejar una superficie perfecta de acabado piano, parecida a las lacas chinas de la dinastía Ming. Oscilando como un péndulo entre Eros y Tánatos, el oso inicia la danza milenaria del amor, colocándose frente a la hermosa doncella, que lo mira con sus enormes ojos lascivos. Luego la rodea con sus brazos de bailarín ruso, y poco a poco, comenzando por el cuello virginal, con pequeños y suaves mordiscos va arrancando la tersa piel de su dama, que no ofrece resistencia alguna ni da muestras de dolor. No sé si sea cierto, pero uno de los que estuvieron presentes cuando se cometió el crimen anda diciendo que la mujer provocó la embestida de la bestia, puesto que se desnudó frente a él, y que era hermoso ver cómo el animal le agradecía con movimientos pausados de cabeza, la invitación al festín amoroso. Para una mujer desnuda, el oso resulta irresistible, y se olvida de todo. Esto lo aprovecha el oso para saciar su hambre milenaria. Es como si se bebieran un panal de miel abandonado por las abejas en un claro del bosque. Al final, el trabajo del oso es tan perfecto que el alma femenina pasa a formar parte de su belleza, mientras que el esqueleto resplandeciente puede ser utilizado de inmediato para ilustrar una clase de anatomía o para servir de modelo a los estudiantes de pintura de la Academia de las Bellas Artes. Julio-Agosto 2008
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Yo te lo dije Édgar Velasco Barajas [Guadalajara]
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e dije que no era buena idea. Nunca has entendido, y nunca lo harás, que no es obligación ir a todas las fiestas a las que te invitan. Pero ya lo habías decidido sin que importara mi opinión. Ándale, dijiste con ese tono tan tuyo, cargado de erotismo, inocencia, súplica y mandato. ¿Podía decir que no? No: ver tu cuerpo tan cerca, húmedo aún por la ducha, la piel erizada, los pezones rígidos: una suma que vuelve imposible cualquier resistencia. Y te aprovechaste, siempre lo has hecho, de mi debilidad por ti. Claro, respondí, aunque presentía que no era buena idea. Te dije, también, que no te pusieras ese vestido. El escote es demasiado pronunciado y la falda muy corta. Eso, sumado a la diminuta tanga negra y la ausencia de sostén, se convierte en el pretexto ideal para empezar a follar, no para ir a casa de Marcelo. No importa, dijiste, estaremos en confianza. Mira tú por donde. Como si la confianza matara el deseo. Como si no pudiera prever las miradas de tus amigos recorriéndote, imaginándote, deseándote. Lo que pasa, querido, es que piensas que todos son igual que tú. ¿De verdad crees que no me doy cuenta de cómo observas a la puta de María? Nunca te quedas callada: siempre debes tener la última palabra. También te lo dije: no bebas. Pero una fiesta sin alcohol no es fiesta, pregonas. Una 18
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al año no hace daño, dijiste cuando Marcelo te trajo la sexta bebida de la noche, ninguna igual a la anterior. Tu estado no te permitió ver la forma en que clavó la mirada en tu escote, adivinando —¿recordando?— el resto. Tampoco te permitió, después, ver cómo Esteban sólo tuvo que agacharse un poco para ver tus nalgas cuando fuiste al baño. No me estés jodiendo. Deja de estar de aburrido y diviértete. Esa fue la orden cuando te conté ambas cosas en el baño. Tu beso supo a vodka, cacahuates y cerveza. Hay una cosa que nunca te dije: desde hace mucho sabía lo tuyo con Héctor. Por eso te pedí otra cerveza: sabía que te encontrarías con él en la cocina. Y por eso, también, esperé unos segundos antes de abrir la puerta. Para darles tiempo y encontrarlos: tú, aprisionada contra el refrigerador, con una mano sosteniendo una cerveza —para mí— y la otra metida en su nuca; él, manoseándote el trasero apenas cubierto por la falda y devorando tu cuello. Estaban tan entregados al placer que reaccionaron tarde: Héctor cuando tuvo mi puño entre los ojos; tú cuando te jalé hacia fuera de la cocina y de la casa. Mientras el remedo de Casanova maldecía desde el piso, saliste lanzando besos y gritando que la fiesta estaba maravillosa. Te dije tres veces que estuvieras quieta. Sólo alguien tan cínica como tú podía, des-
pués de lo que acababa de ocurrir, pretender siquiera tener sexo. Seguro querías terminar conmigo —o con quien fuera— lo que Héctor había comenzado. Te dije que no me mordieras el cuello, que quitaras la mano de mi entrepierna, que no bajaras la cremallera. Pero eres, siempre lo has sido, terca. Y yo débil: no resistí tu aliento entre mis piernas. Por eso no me di cuenta de que la luz había cambiado. Tampoco vi el auto que, a toda velocidad, venía por la otra avenida. Por eso seguí de frente, con los ojos cerrados, hasta escuchar el estruendo. Los gritos allá fuera me hacen suponer que la cosa no va bien. Además, hace rato que no te mueves. A lo lejos se escucha una ambulancia, quizá dos. En unos minutos nos sacarán de aquí, lástima que no podamos seguir juntos: la ambulancia viene por mí, a ti te espera el carro del Forense. Te dije que no saliéramos esta noche. Yo te lo dije.
Este relato forma parte de Ciudad, proyecto que recibe un apoyo del Programa de Estímulos a la Creación y el Desarrollo Artístico, en su edición 2007-2008, a cargo de la Secretaría de Cultura de Jalisco y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
reseña Rogelio Villarreal [Torreón]
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os narcos ‘son muy generosos con las sociedades de sus pueblos, meten la luz, ponen comunicaciones, carreteras, por cuenta de ellos. Son muy generosos... No los estoy justificando, simplemente estoy diciendo la evidencia. En algunos pueblos donde el gobierno no tiene recursos para actuar, los narcos hacen obras muy significativas... Muchas veces construyen una iglesia’”. Esta declaración es de Carlos Aguiar Retes, presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano [“Había una vez un obispo que elogió al narco”, Luis Miguel González, Público, 7 de abril, 2008]. Es verdad, deben ser muchos los favorecidos por esta “generosidad”, pero también es cierto que cada vez son más los mexicanos que viven la cotidianidad de la violencia de los narcotraficantes muy de cerca, en todo el país, pero quizá más todavía si se ha vivido siempre en la costa o en el campo sinaloense. ¿La realidad supera a la ficción? Falso dilema éste: no se trata de una contienda para ver quién resulta más violento, más grotesco. La literatura tiene que ver con el genio y, como hija de la realidad, se alimenta de ella, recreándola, cuestionándola, tratando de mostrar sus misterios y entresijos. Élmer Mendoza reconstruye en sus ficciones una realidad avasalladora, muy próxima a las noticias de la radio y la televisión –no por nada el epígrafe de López Dóriga– y apropiándose felizmente de sus recursos narrativos. Eso podría parecer Balas de plata: una larga noticia de crímenes, policías, narcotraficantes –narcopadres y narcojuniors–, encobijados, periodistas y gente común –es decir, amas de casa y travestis, bartenders y sinuosas mujeres, niños y putas– de Culiacán, sus lugares típicos y sus alrededores. Policías con palm y celulares con cámaras digitales, aunque no todos sepan usar bien a bien aquel aparato y las fotos les salgan movidas, aun si se trata de un cadáver; escritores famosos cuyas obras se vuelven personajes del relato –El llano en llamas, Noticias del imperio, algún poema de sor Juana– y personajes que, extrañamente, encuentran cierto gusto en ver el canal 22... Balas de plata es una apretada narración donde distintas voces y referencias cinematográficas, musicales, literarias y deportivas
Balas de Plata Élmer Mendoza Tusquets, 2008
se suceden casi atropelladamente, apenas separadas –y a veces ni eso– por las breves frases del narrador o las constantes llamadas al celular del detective Mendieta. También por el soundtrack permanente que escucha el lector al leer esta novela, sobre todo el entrañable rock de los sesenta: los Rolling, Joe Cocker, Janis. El libro debería venir acompañado de un CD. Acaso pueda parecer una novela policíaca, negra, otra de crímenes y pesquisas, de intrigas, balaceras y persecuciones; una que podría llevarse fácilmente a la pantalla o convertirse en una serie de TV, incluso la novela y su vertiginoso desarrollo puedan leerse como un guión, y no es difícil imaginarse a los personajes descritos tan vívidamente por Mendoza: esas mujeres vaporosas, esos hombres bragados, esos políticos taimados y todos esos extras depositar ios de la más profunda idiosincrasia norteña. Pero no es tan simple. La invención de un crimen y la compleja y ardua recolección de pistas, el minucioso recuento de los posibles sospechosos, los que se conocen y los que no, no es una tarea sencilla. Hay que indagar en la psicología de los personajes reales y los ficticios, en sus razones y motivaciones, en sus pulsiones vitales y en las de muerte. (¿Por qué Men-
dieta se escandaliza y tira sus palomitas ante el beso de los vaqueros en Brokeback Mountain?) Ya Élmer nos ha dado muestras de su destreza para hurgar en el alma humana, basta leer Un asesino solitario o El amante de Janis Joplin –hasta ahora mis favoritas. “Me asumo como un experimentador, como un provocador, como quien está buscando crear una prosa representativa de su tiempo”, declaró Mendoza en alguna entrevista. Su prosa recoge el espíritu de los tiempos. Leída en el futuro lejano, siempre se sabrá que Balas de plata es de un escritor mexicano que construyó su obra a fines del siglo XX y principios del XXI. Y seguramente sus lectores, presentes y futuros, aprenderán de psicología e idiosincrasia en los diálogos y pensamientos de Mendieta y sus acompañantes literarios. Frases ingeniosas extraídas de la cotidianidad que plasmadas en el papel adquieren visos de sabiduría filosófica: “Cuando hay un cadáver los vivos son más importantes que el muerto”. “Como decía mi abuelo, las mujeres no nacieron para ser comprendidas por brutos como yo”. “N’ombre, qué tal si el plebe se vuelve intelectual, pinche maldición”. “Alguien que te pone a leer te odia desde lo más profundo de su ser”. “Puta vida, qué se puede esperar de ella si comienza entre los gritos de una madre que pare y el llanto del bodoque que nace”. “No se coge a sí mismo porque no se alcanza. Dicen que sí se alcanza pero que no se gusta”.
Narconovela Julio-Agosto 2008
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La malsana Recuentos de pluralidad 20
Angélica Íñiguez [Guadalajara]
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anza es formol”, se dice entre los bailarines. Y Amelia Angela Bell Feeley (1907-2008) fue un claro ejemplo de ello, pues a los cien años se le vio entera pisar el Foro de Arte y Cultura para recibir un homenaje en 2007. Aún más, diez años atrás tuvo la desfachatez de bailar como una quinceañera. Ya se había despedido de la danza varias veces –aunque gente como ella podrá dejar de bailar pero nunca dejar la danza, porque existen tantas formas de abordarla como la creatividad lo permite—, pero en 1995, a los 90 años, se despidió bailando una pieza de tap en el escenario del teatro Degollado con tal vitalidad que arrancó ovaciones del público. Miss Bell dio las primeras clases de ballet clásico de que se tiene noticia en esta ciudad. Según el grupo Tenamaztli A.C., fue alrededor de 1934, en el hotel Francés, cuando una mujer le rogó a Miss Bell que le diera clases a su hija. “Yo le dije que no, porque yo era artista, no maestra, pero la señora me insistió tanto que me convenció”, comentó en una entrevista, y así fue como Ivonne Nap se convirtió en su primera alumna; por lo tanto, en la presunta primera alumna de ballet de Guadalajara. Amelia y su familia circense vivían en el hotel Francés, pues se encontraban dando temporada en el teatro Degollado. Así que la recién estrenada maestra de baile pidió permiso al dueño del hotel de hacer las clases en el lobby. Pero luego llegó otra alumna, y otra y otra, hasta que el lugar lucía lleno y el dueño del hotel le recordó lo que más claro no podía ser: “Esto es un hotel, no una academia de baile”. Miss Bell buscó un local céntrico y allí abrió su academia de ballet, donde tiempo después impartió danza folclórica mexicana, bailes internacionales y tap. Desde entonces, su sorpresiva carrera como docente la llevó a preparar niñas y muchachas para la danza. Y aunque no tuvo hijos, Miss Bell dejó una gran descendencia de bailarinas. En 1935 presenta el primer festival infantil de danza “Los sueños de un niño” con su nutrido grupo de alumnas. Los 40 años siguientes realiza estos festivales sin parar, la mayoría de ellos a beneficio de obras de noble causa y con unas 150 niñas en escena. Siempre en el teatro Degollado. En las vacaciones Amelia Angela Bell escribe los cuentos que luego llevará a escena y diseña su propia escenografía y sus vestuarios. Pero no sólo es miss de academia, también da clases de danza y cultura física en 40 de los mejores colegios de Guadalajara, y se convierte, junto con Miss Cuca, en el sueño de la profesora de danza de toda niña tapatía. En 1946 ya es profesora de danza en el Departamento de Bellas Artes de Jalisco.
Julio-Agosto 2008
Misspara Bell rato
La dinastía Bell Miss Amelia Bell proviene de una familia circense. Todo comenzó con el mimo James Bell, su abuelo escocés que se casó con la francesa Emilia Guest y procreó con ella a Ricardo Bell que llegó a ser un destacado clown. Don Ricardo vino a México en 1889 con todo y su troupe para integrarse al circo Orrín. Ricardo Bell, siendo ya un payaso y acróbata destacado en México, se casó con Francisca Peyres, con quien tuvo 13 hijos y con su descendencia llegó a tener su propio circo: el famoso Circo Bell. El primogénito, también Ricardo, viajó a Nueva York en busca de nuevos espectáculos y allá se casó con Amelia Feeley, estrella del Ringling Brothers Circus, de quienes nació, segunda de dos hermanas, Miss Amelia Bell. Cuando la revolución mexicana, Ricardo Bell se llevó a su familia a Estados Unidos, pues planeaba regresar a México, su patria adoptiva, en cuanto terminara la guerra. Pero nunca se imaginó que los revolucionarios tomarían por asalto los vagones del ferrocarril que transportaban al Circo Bell entero y robaron todo. Luego de no pocos avatares, la familia circense regresa a Guadalajara y decide quedarse a vivir en la Perla Tapatía, que gozaba de un clima excepcional. En 1923 los Bell adquirieron una hermosa casa en la esquina de Vallarta y Chapultepec, en la colonia Americana y Amelia estudia en el colegio teresiano.
Durante toda su etapa formativa, Amelia Bell tuvo los mejores maestros de baile en Estados Unidos y Sudamérica; de hecho, comenzó con la danza en Nueva York a los cuatro años, más tarde siguió con violín y canto. Dijo Miss Bell alguna vez que nunca añoró una vida infantil más convencional, con amigos y juegos, puesto que no conoció otra vida más que la del circo: de niña no tuvo amigos fuera de su entorno familiar, que era el de la empresa del circo. “Yo no conocía otra forma de vida mas que la que tuve yo, así que no fue difícil para mí, porque tampoco tuve amigas ni conocí otras niñas”, afirma con una sonrisa. En 1974 tuvo una fractura de rodilla y cerró su academia al presentar el montaje Los sueños de Rosalía. Pero se recuperó y comenzó a dar clases de nuevo, pero esta vez no a niñas, sino a señoras mayores y en 1983 el gobierno estatal la invitó a integrarse como profesora de danza al Centro Jalisciense de Atención al Anciano del DIF, donde dirigió el grupo Años de oro, hasta 2002, que fue cuando se retiró de manera definitiva. Miss Bell dejó el mundo de los vivos a los 101 años de edad, pero ha dejado también su legado. Sus restos descansan ya en el panteón de Mezquitán, pero su herencia perdura entre las nuevas generaciones de bailarinas y bailarines que han preparado las diferentes academias de la ciudad.
Zona Freak
Armando González Torres
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l difícil encuentro entre el catolicismo y la cultura japonesa, pero, sobre todo, la complejidad y aridez de las revelaciones divinas son temas que marcan la obra del excéntrico y deslumbrante escritor japonés Shusaku Endo (1923-1996). Silencio, su obra más famosa, es la reconstrucción del viaje de tres sacerdotes portugueses a Japón en el siglo XVII, época de encarnizada persecución a la religión católica y, más allá de su imponente recreación histórica, plantea de manera franca y violenta el tema de los vericuetos y vacilaciones de la fe individual. No se requiere más que una glosa de la anécdota de esta impresionante indagación en la fe. Sebastián Rodrigo y otros dos jóvenes jesuitas han quedado asombrados con el rumor de que su admirado maestro Cristóbal Ferreira, quien por décadas había misionado en Japón, finalmente incurrió en apostasía tras ser atormentado. Convencen a sus superiores de que los dejen partir a ese país para averiguar la verdad y volver a prender, predicando clandestinamente, la semilla de la fe. En el trayecto, uno de los misioneros enferma
Apalabrados
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Luis de la Peña Martínez
n un viejo cuaderno, entre escolar y de apuntes personales, encontré una serie de anotaciones y citas de la Historia de la literatura italiana de Mario Penna (Ed. Atlas, Madrid, 1944). Escritas a modo de fichas de lectura, en ellas intenté consignar la información más relevante de dicho libro: la que se refiere al periodo que va desde las obras escritas en el siglo XIII en lenguas romances, o “vulgares”, en la península itálica (en contraposición con el latín culto) hasta las de mediados del XIV( por ejemplo, la Comedia de Dante, el Canzoniere de Petrarca, el Decamerón de Bocaccio). Así como, también, las obras que pertenecen al periodo humanista y las del siglo XVI, en el que Ariosto escribe Orlando el furioso y Maquiavelo hace lo propio con El príncipe, cuando España y Francia invaden a Italia que se encontraba divida en pequeños Estados. Todo esto ilustrado con versos como estos de Dante: “Io vidi già nel cominciar del giorno/ la parte oriental tutta rosata / e làltro ciel d`un bel sereno adorno...”. Pero igualmente, hallé en las hojas de ese cuaderno estos versos de Carducci que al releerlos no dejan de conmoverme como la primea vez que los anoté: “Io credo che solo, che eterno/che per tutto nel mondo é novembre” (Yo creo que solo, que siempre,/ que doquiera en el mundo es noviembre). Sin embargo, mis primeras refe-
Del irresistible silencio y sólo pueden viajar a Japón Rodrigo y el otro jesuita. Llegan a un pequeño poblado. Los habitantes son cristianos y los acogen. El escondite es infrahumano, la comida horrible, la grey torpe y maloliente; no obstante, ellos se sienten felices de su predicación. Pronto, sin embargo, las autoridades sospechan y los lugareños son atormentados para que los delaten, y el miserable pueblo es arrasado. Los sacerdotes huyen por separado. Rodrigo es entregado por el guía, mientras que su compañero muere. Comienza el cautiverio, sus captores son casi benévolos y el Señor de Ichiguro, el perseguidor de los cristianos, es un hombre afable y astuto. Lo conmina suavemente a apostatar, aunque cada vez que se niega los campesinos devotos que comparten su cautiverio son muertos de manera espantosa. Rodrigo se exaspera ante el horror, le duele el silencio de Dios. Una noche lo llevan con el padre Ferreira, quien aparece vestido y peinado a la usanza japonesa, ahora tiene nombre nipón y lo obligan a escribir un tratado contra el cristianismo. Ferreira
invita a Rodrigo a apostatar, éste rebate a su antiguo maestro, su debilidad y humillación lo llenan de fuerza, más que nunca está decidido a soportar. Sin embargo, lo encierran en un calabozo y lo enfrentan a unos cristianos que agonizan por desangramiento y que sólo serán salvados por su apostasía. La compasión por los supliciados, el miedo de sufrir el mismo tormento, el instinto de conservación, la noción de que el máximo sacrificio es la propia humillación, algo de esto lo lleva a apostatar. Le acercan una imagen casi irreconocible de Cristo y la pisa, sin saber si siente dolor u orgullo. El padre Rodrigo sobrevive treinta años a su renegación, adopta nombre japonés y acepta a una viuda que le ofrecen como esposa, delata posibles cristianos y escribe diatribas contra su antigua religión. Junto con Ferreira son dos apóstatas legendarios que despiertan tanta curiosidad como desprecio. Sin embargo, Rodrigo, o San´emon, como se llama ahora, piensa que, a su manera, sigue amando a Cristo y que todo lo sucedido ha sido indispensable para descubrir ese extraño modo de amar.
Dante, Carducci y Pasolini: notas sobre literatura italiana rencias a la literatura italiana se asocian en particular con un poema de Pier Paolo Passolini de 1956 titulado “Il pianto della scavatrice”(El llanto de la excavadora). El poema forma parte del libro Las cenizas de Gramsci de 1957, cuya edición en español de 1975 (año del asesinato de Pasolini) apareció en la número 58 de la Colección Visor, con traducción y prólogo de Antonio Colinas. Una traducción de Guillermo Fernández al mismo poema se incluye en el número 61 del Material de lectura de poesía de la UNAM, dedicado al poeta nacido en Boloña en 1922 . Escrito en tercetos, como mucha de la poesía de Pasolini, el poema refleja la forma de vida de una ciudad como Roma después de la segunda guerra mundial. Los ambientes suburbanos, con su ajetreo y el surgimiento de un (lumpen) proletariado como aquel de las películas del neorrealismo (Pasolini dirige una excelente, llamada Mamma Roma) están presentes a lo largo del texto: “Pobre como un gato del Coliseo/ vivía en un barrio todo lleno/ de cal y de polvo, lejano de la ciudad// y del campo...”. Poesía en que se conjuga magistralmente la dimensión personal e íntima con el entrono social: “Mísera y magnífica ciudad/ que me has enseñado lo que, alegres y feroces/ los hombres aprenden de niños,// las pequeñas cosas en las que se descubre/ la grandeza de la vida en paz, como el andar/ fir-
mes y apresurados entre la muchedumbre...”. Se trataba del ritmo mismo de la historia: “El mundo ya no era motivo de misterio,/ sino de historia. Por mil/ se multiplicaba la alegría de conocerlo”. Y aparecían en el poema los nombres de Marx, Gobbeti, Gramsci y Croce. Por lo que quizá, a un joven interesado por la filosofía, la literatura y la política, que vivía en un barrio popular al oriente del D.F., como lo era yo, lo sedujo inmediatamente, pese a la distancia temporal y geográfica, los versos en los que se declaraba “la ingenua vergüenza de no estar,/ con el sentimiento, en aquel punto/ en el que el mundo se renueva”. Es más, en el propio poema de Pasolini hay una extraña referencia a México: “<<¡Viva México!>> está escrito con cal/ en las ruinas de los templos, en los muros/ decrépitos, ligeros, casi hueso...”. Correspondencias secretas entre un lector que hallaba en este poema un eco a sus preocupaciones existenciales y un autor que se opuso siempre a las imposiciones del “fascismo liberal” (de derecha y de izquierda ) cuya cara visible era (es) el autoritarismo y el machismo. Pasolini, el cineasta poeta o el poeta cineasta, representa todavía para muchos, desde la otra orilla del siglo, la imagen alentadora de esos “obreros que, en silencio/ en el barrio del otro frente humano,/levantan el rojo trapo de la esperanza”.
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Escribir sobre nuestra vida es una manera de comenzar a conversar con nosotros mismos.
Curso-Taller de escritura autobiográfica Impartido por Fernando de León En la librería del Fondo de Cultura Económica “José Luis Martínez”
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