Todo que ganar, cap. VI

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VI

arde sin fuego la montaña alavesa. Se incendia despacio, pacientemente, a medida que amarillean las hojas de las hayas, los quejigos y los robles, ya en plena otoñada. La lluvia ha hecho crecer la hierba, devolviendo el verdor y la humedad al bosque, y ha aumentado el caudal del riachuelo que discurre entre las lomas, cerca del pueblo. Desde que salió de prisión, hace algo más de un año, Elena ha aprendido a valorar los pequeños momentos: un abrazo, un paseo, una conversación o el simple hecho de admirar el paisaje de la sierra. Los meses de verano han sido tensos, cargados de actividad política —elecciones, movilizaciones obreras, rumores de amnistía total—, y se alegra de haber podido desconectar de todo eso durante unos cuantos días para reencontrarse con la naturaleza y con su propio interior. Apura el cigarrillo y lo apaga en el poso de la taza de café. Después, se levanta y se aleja del mirador en dirección a la casa. En la cocina, los platos del día anterior y las tazas del desayuno están fregados y colocados en el escurridero, la mesa recogida, los quemadores del fogón limpios y relucientes. Consuelo termina de secarse las manos y extiende el paño sobre la encimera.

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—Mamá, te he dicho... —No me cuesta nada, hija. ¿Qué, cómo está la sierra? —Hermosa. Solo de mirarla relaja. —Si ya te decía yo que teníamos que venir más, que esto es un lujo. —¿Y la niña? —Con Santos. Apuesto a que están limpiando otra vez el coche, es lo único que ha hecho en todo el fin de semana. —Mamá... —dice Elena, en un leve tono de reproche. Poco antes de llegar a Maeztu, el paisaje se vacía. El bosque queda atrás y las ondulaciones de las lomas pronto son reemplazadas por la vasta extensión de la llanura. El Seat 600 que Santos ha comprado de segunda mano es incómodo, pero permite hacer el trayecto hasta el pueblo en poco más de una hora. Mientras se incorporan a la carretera general que une Lizarra y Vitoria, Elena observa el paisaje, abstraída, dejándose arrullar por el ronroneo del motor. En los pequeños pueblos por los que pasan apenas se ven unas pocas personas. Sus habitantes se fueron a la capital alavesa en busca de prosperidad y trabajo, aunque muchos regresan los fines de semana y mantienen más o menos vivo ese vínculo. Ella misma conoce varios casos así en Zaramaga y en otros barrios obreros; son gente humilde, sencilla, acostumbrada a hacer sacrificios. El perfil de Santos le hace sonreír. Parece muy concentrado en su tarea y agarra el volante con los brazos rígidos, como si temiera perder el control. Se siente tentada de distraerle, pero no lo hace; sabe que no se lo tomaría bien. En lugar de eso, se gira hacia el asiento trasero. La niña se ha dormido. Su madre también ha entrecerrado los ojos, aunque intuye que sigue despierta. Vuelve a su posición y recuesta la cabeza sobre el abrigo, colocado a modo de almohada, pero el efecto del café le impide dormir. Durante unos kilómetros deja que su mirada se pierda en el vacío, más allá de los eriales y las casas de piedra y los caminos, allí donde el mundo se convierte en mera


suposición, y así permanece hasta que algo reclama su interés, un cartel que indica el desvío hacia San Sebastián. Inmediatamente, piensa en Ander y siente una leve presión en el pecho. Quiere apartarlo de su mente, y a cada intento la imagen gana fuerza. No sabría decir cuántas noches recordó el tacto de su piel mientras estuvo encerrada en aquella celda, ni cuántas soñó que él la esperaba fuera para llevarla de vuelta a casa. Al cabo de un mes se enteró de que le habían recluido en el penal de Segovia junto a otros presos políticos. Por mediación de Consuelo le hizo llegar una docena de cartas, la mitad de las cuales obtuvieron respuesta. La correspondencia se mantuvo más o menos activa durante cuatro meses; después, Ander fue trasladado a otro penal y al poco ella obtuvo la libertad gracias a la amnistía parcial concedida por Suárez. Desde entonces no ha vuelto a tener noticias, como si se hubiera desvanecido o se lo hubiera tragado la tierra. Es posible que no tuviera ocasión de avisarla, o que prefiriera no inmiscuirse más en su vida. Este silencio la llena de dolor; sin embargo, el rigor de la cárcel ha modificado su carácter. La reclusión ha hecho de ella una mujer distinta. No es resignación, sino una paciencia que brota del aprendizaje vital, de la constatación de que los acontecimientos no quedan necesariamente en sus manos.

El locutor mira a cámara con expresión dramática. —La detonación ha tenido lugar a las ocho y cinco minutos de la mañana en una céntrica calle de la capital, con resultado de dos guardias civiles muertos y otros cinco gravemente heridos. A esta hora, varios agentes especializados en explosivos continúan inspeccionando la zona en busca de otros artefactos... A la mesa, Elena, Santos y Consuelo comen en silencio. Indar, por su parte, ni siquiera hace el esfuerzo, sino que mira embobaba la pantalla del televisor.

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—¿Puedes apagar ese trasto? No quiero que la niña vea esas cosas. —¿Qué hay de malo, mujer? Ni siquiera sabe de qué están hablando. —No es solo por ella —replica Elena—. No me gusta ver muertos mientras como, me revuelve las tripas. No puedo entender cómo lo aguantas. —Qué quieres, es el parte —alega Santos—. También dan noticias buenas. —Las menos —apunta Consuelo. —Por favor —insiste Elena. Santos no está conforme, pero acaba cediendo. Se levanta a apagar el aparato, pero entonces Elena le dirige un gesto. —Espera. —¿Qué pasa? —Déjame escuchar. En la pantalla, el locutor ha empezado a relatar la noticia: —...la nueva ley de amnistía, que supone una ampliación de la promulgada por el presidente y su consejo de ministros a finales de julio del año pasado. La medida, aprobada por la mayoría del arco parlamentario hace dos días supone un paso adelante en la construcción de la democracia, y su objetivo, tal como expresa el decreto en su párrafo inicial, es promover la reconciliación de todos los miembros de la nación. Elena se levanta y apaga el televisor, tras lo cual comienza a recoger los platos. —¿Y ahora qué pasa? —pregunta Santos, extrañado. —Nada, creí que hablaban de otra cosa. —Imposible —apunta él—, llevan dos días a vueltas con lo mismo. Pero al menos es para bien, hay mucha gente que gracias a esto va a poder dormir tranquila. —¿De los nuestros o de los suyos? —observa Consuelo, irónica. Santos rellena su vaso de vino y sale de la cocina. Elena cruza una mirada de complicidad con su madre.


—Llévate a la niña al cuarto, a ver si consigues que se duerma —dice—. Yo recojo. Mientras friega los platos, Elena piensa en Ander. Sabe que es uno de los beneficiarios incondicionales de la amnistía, pues fue detenido antes del quince de diciembre del setenta y seis, y que muy pronto será puesto en libertad. Se pregunta si aún pensará en ella. Si, una vez que salga, retomará el camino del compromiso político o escogerá, por el contrario, una vida sin tantos sobresaltos. En tal caso, le entendería; conoce demasiado bien el sufrimiento de la cárcel como para no hacerlo. Ella misma estuvo a punto de sucumbir a la desesperación, sobre todo durante los primeros días. Si en el oscuro y húmedo sótano del cuartel de la Guardia Civil su mayor problema fue el aislamiento, en la celda de la prisión lo fue, por contra, el no disponer de intimidad. Le costó días acostumbrarse a hacer sus necesidades delante de la compañera y a llorar sin sentirse avergonzada. La suerte quiso que al poco de entrar conociese a Felisa, una mujer joven, de aspecto curtido, que llevaba cinco años cumpliendo condena. Ella le enseñó a moverse por el módulo de mujeres y a buscar complicidades, le explicó las rutinas, el funcionamiento interno y le indicó qué guardias estaban dispuestos a hacer la vista gorda a cambio de unos billetes. Al cabo de una semana, Elena se familiarizó con el lugar y empezó a descubrir espacios y tiempos en los que era posible evadirse, sentirse menos humillada; al término de la segunda, estaba todo lo integrada que se puede estar. Es casi imposible olvidar los muros, pero se puede crear un hábito y mitigar el sufrimiento. La mente se resigna y acepta la nueva realidad, lo mismo que el cuerpo. Así, a fuerza de repetición, se acostumbró a los horarios, a las normas y a los vigilantes. Felisa era anarquista, repudiaba la jerarquía, la propiedad y el dinero. Había criado sola a su única hija y tenía una visión muy crítica del sistema y de las expectativas sociales. Cuestionaba, incluso, la organización de clase y criticaba con dureza el valor del trabajo asalariado. Sus opiniones

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s­ upusieron un reto para Elena. Podría pasarse la vida montando correderas durante ocho horas al día, cinco días a la semana. Muchas mujeres lo hacen. No pueden o no saben hacer las cosas de otro modo y, casi sin darse cuenta, se ven atrapadas en esa inercia, tanto que algunas ni siquiera alcanzan a valorar las consecuencias de seguir dando vueltas a la rueda. Ella sí lo ha hecho, y ahora el suelo se resquebraja bajo sus pies. Cuando la cocina está recogida, se dirige al salón y enciende un cigarrillo junto a la ventana. Es el mismo gesto que ha repetido cientos de veces desde aquel cuatro de marzo del setenta y seis. Entonces habían pasado solo unas horas desde la masacre y la ciudad entera jadeaba como un animal herido que embiste con la fuerza de su rabia. Nadie había perdido aún la esperanza. Un año y muchos meses después, esa palabra es como el último rescoldo de una hoguera: guarda el calor, pero es incapaz de avivar la llama. Lo que se intuye al otro lado del cristal —la ciudad, la gente, la vida— no es un escenario esperanzador. El capitalismo ha impuesto a sangre y fuego su programa económico y político, y así, mientras se legalizan los sindicatos jerárquicos y los distintos partidos se reparten las cuotas de poder, el asamblearismo es reprimido y la organización obrera criminalizada. En cuanto a las mujeres, el panorama no es más alentador, sistemáticamente ninguneadas y sometidas por una sociedad hecha por y para los hombres. El futuro se presenta, en definitiva, lleno de aros por los que la clase explotada habrá de pasar en su tránsito hacia la democracia y el supuesto bienestar. Así es como Elena vislumbra el camino que la sociedad ofrece. Y por más que rebusca en su interior no encuentra deseos de recorrerlo.


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