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La carta de un preso

Por W. M. Farías Interno del Pabellón 37, Devoto, Buenos Aires

Todo lo que alguna vez fue mi vida, hoy no se parece en nada. Me despierto y nadie alrededor forma parte de mí, como con gente que no conozco. Les miro a los ojos y lo único que tenemos en común es esa mínima esperanza y deseo: que esto pronto termine.

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Las 24 horas del día no son las mismas que antes, el sol y la luna tampoco lo son. Los sabores de las comidas, tampoco. Esto es una enfermedad, el encierro te ahoga, te consume poco a poco por dentro. Los huesos duelen, los músculos se debilitan, el alma llora sin tener consuelo alguno. El remedio no calma, la incertidumbre se apodera de mi mente por no saber cuándo todo esto terminará. La desesperación por tener un poco de paz, el deseo profundo de volver a sentir seguridad, unas ganas de que las rejas de una vez por todas se abran y correr, sí, correr sin parar…

Hoy lo único que me hace sentir libre es escuchar, aunque sea por unos minutos, a la familia que me está esperando allí afuera. Allí donde alguna vez estuve, allí donde realmente pertenezco, allí, aquel lugar que no supe valorar. Por eso estoy convencido de que, si salgo vivo de esto, cuidaré mi libertad con todas mis fuerzas.

Hay muchas cosas que podría contarte, pero prefiero no hacerlo para no cargarte. Por eso sonrío y te escribo para decirte que todo esto es pasajero y pronto todo, Dios quiera, volverá a la normalidad.

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