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sueños en

Ariel continuó con su recorrido habitual y, al llegar a los contenedores donde se vuelca la basura, le prestó más atención a los sobres y se dio cuenta de que eran cartas viejas. Luego de leer sus remitentes, también entendió que habían sido enviadas por algunos de sus compañeros, por ende, nunca habían llegado a sus destinatarios. Otras eran de familiares de amigos que aún estaban detenidos con él y que tampoco les habían llegado.

Hace ya años que Ariel está en Devoto. Este lugar para él no tiene secretos, porque cuando estás tantos años buscando tu libertad y soñando con que llegue, no hay momento en que no busques salir.

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Ese día, como tantos, él ya jugaba con distintas actividades, trabajo estudio, estudio trabajo. Como sea, él trabaja ya hace varios años en el taller de sastrería del penal, que está en la parte externa de la cárcel. Aun así, con el correr de los años te aburre, y como a Ariel ya lo conocen todos, presos y cobanis, gatos y perros, le permiten recorrer el penal con el carro de la basura.

Ese día yo no fui y Ariel me contó que, recorriendo las oficinas donde desempeñan su trabajo las distintas áreas del personal penitenciario, realizando estas tareas le tocó sacar unos tachos de basura de una de estas oficinas. Al volcar el tacho en otro más grande que tenía en el corredor, observó que en la parte de abajo había un sinfín de sobres de cartas.

Ariel se enojó mucho y también se puso triste, estuvo a punto de contárselo al pibe que lo había acompañado a tirar la basura y a punto de bolacear al cobani que los custodia en esa tarea. Hasta se imaginó lo que le hubiera dicho: “Che, gorra, ¿qué onda con tus compañeros que tiran las cartas de las familias?”. Pero no se lo dijo nunca porque pensó que el cobani iba a querer ver las cartas, y luego seguro las iba a hacer desaparecer para cubrir a su compañero, encargado de la correspondencia. Todo porque Ariel conoce cómo se manejan los guardias.

Cuando miraba las cartas, vio que dos o tres de ellas todavía tenían a sus remitentes o destinatarios presos con él en Devoto. Cómo hacérselas llegar a sus pabellones era lo de menos, así que, con mucha astucia, tomó las pocas cartas que reconocía. Aunque le tentaba llevarlas todas, él sabía bien que, para pasar la requisa que le esperaba al volver del trabajo al pabellón, tenían que ser poquitas.

Cuando llegó al pabellón, tomó su teléfono y mandó dos mensajes a dos amigos suyos. Uno, a Nahuel, un pibe que conocía de la causa anterior, cuando había estado durante cuatro años. Luego de

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