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Artículos de opinión
PABLO SIMÓN POLITÓLOGO
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NARRATIVAS Y REFORMAS
En el 40 aniversario de la Constitución, la más larga de las vigentes en nuestro país, será fácil ver dos relatos enfrentados. De un lado, el que insistirá en el espíritu de generosidad y de concordia de la Transición. Los que ensalzarán aquel proceso como el momento de mayor acuerdo en nuestro país, el mismo que ha permitido dotarnos de estabilidad y modernización como nunca antes. Del otro lado, tendremos el relato de quienes mencionarán que esa Transición apenas supuso un pobre apaño con el que nada cambió. Muchos mencionarán el alumbramiento de la constitución como una suerte de pecado original, de cambio aplazado, que explica los males que hoy sufre nuestro país.
Probablemente parte de la parálisis que tenemos hoy se entiende cuando uno piensa cómo ambas narrativas han terminado secuestrando a nuestra Carta Magna. Vemos lo que en el fondo es una escisión entre el enamoramiento generacional hacia aquella obra y la impugnación
de aquellos que ni siquiera son conscientes de lo que supuso. A mi juicio es vivir entre la narrativa que la plantea como ideal o que le hace una enmienda a la totalidad lo que impide su reforma. No permite aterriza negro sobre blanco cómo podemos mejorarla, emborronando el debate. Una cosa, por cierto, que se afronta con normalidad en otros países que, de manera prudente, actualizan el perímetro de las reglas de juego constitucionales para dotarles de un renovado caudal de legitimidad.
Es verdad que hoy tenemos mayorías complejas dado no solo el nivel de fragmentación de nuestra política, sino también de su polarización. Sin embargo, no se debería olvidar que el consenso es el punto de llegada, no de partida. Además, es poco probable que vayamos a reeditar un acuerdo constitucional que tenga los mismos niveles de consenso que en el pasado. Después de todo, no es lo mismo cuando se arranca los fundamentos de cero que cuando se discuten elementos más concretos. Aun así, hay aspectos jurídicos
en los que hay más acuerdo del que se pregona – y que pueden ir desde la supresión de los artículos de acceso a la autonomía por obsoletos hasta revisar instituciones concretas como el funcionamiento del Senado.
Por tanto, no es que una reforma sea inalcanzable cuando se concreta, el problema es la hiperinflación simbólica detrás de la Constitución. Esto lleva a que, con frecuencia, los partidos planteen su reforma como la extensión de sus propios programas electorales. Un mal de no pocos partidos que se la arrogan como propia – y que asimilan constitución a sus ideas y, fuera, la anti-España – y que comparten con aquellos que poco menos que la consideran un papel mojado e irrelevante. En lugar de plantear si las reglas de juego necesitan un ajuste, se insiste en emplear la Constitución como un arma arrojadiza en la liza partidista.
Hoy en día casi un 68% de los españoles, según el CIS, están satisfechos con la transición a la democracia lo que no obsta para que casi el 64% de ellos opine que la constitución es un texto que funciona mal o muy mal. Como se ve, el razonamiento de los españoles es bien claro. Reconozcamos que la transición fue un punto de arranque con más cosas positivas que negativas, pero afrontemos, con honestidad, el debate de la reforma constitucional para renovar la legitimidad del pacto de entonces.
JUAN OCÓN INVESTIGADOR DOCTORAL. GRUPO DE INVESTIGACIÓN ‘PODERES PÚBLICOS Y DERECHOS: NUEVOS ESCENARIOS’ DE LA UNIVERSIDAD DE LA RIOJA
EVOLUCIÓN, INTERPRETACIÓN Y CONSTITUCIÓN
Pretendemos que esta Constitución dure, que sea una Constitución que mire hacia el futuro, a cuyo efecto uno de los factores decisivos es prever los cambios técnicos que pueden afectar al ejercicio de las libertades». Los cuarenta años de recorrido constitucional nos permiten hoy valorar el éxito del propósito que encierran estas palabras de Jordi Solé Tura —uno de los denominados ‘Padres de la Constitución’— pronunciadas durante su elaboración.
Junto a las normas que se ocupan de la organización del Estado, las constituciones reconocen típicamente ciertos derechos y libertades fundamentales. Se trata de normas orientadas a garantizar la inmunidad de los ciudadanos en determinados ámbitos de la realidad que se consideran esenciales: poseer una propia ideología, profesar una determinada religión, expresarse libremente o mantener lejos de intromisiones ajenas aquello que queremos que pertenezca a nuestra esfera privada.
Precisamente porque protegen ámbitos de la realidad, cuando ésta evoluciona —o simplemente cambia— las que regulan los derechos fundamentales son las primeras normas que necesitan ser actualizadas al nuevo escenario que están
llamadas a tutelar. Y, aunque el paso del tiempo ha tenido, obviamente, incidencia en los cuarenta años de vigencia de nuestra Constitución, ninguno de los artículos que recogen esos derechos fundamentales ha sido modificado. Seguramente porque no ha sido suficientemente necesario.
La Constitución, como ‘norma de normas’, requiere cierta estabilidad y difícilmente podría soportar el ritmo de reformas que exigiría acompañar instantáneamente el frenético compás de la evolución social. Repárese, además, en que la reforma no es la única herramienta, ni frecuentemente la más adecuada, para adaptar el texto de las normas constitucionales a la fluida realidad del momento.
Consciente de ello, nuestro constituyente redactó las normas iusfundamentales en unos términos suficientemente —y al menos pretendidamente— abiertos, posibilitando al operador jurídico evitar (o al menos paliar) la obsolescencia de algunos preceptos mediante el uso de la herramienta de la que dispone para su acomodo «a la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas»: la interpretación.
Así, la buena labor de quienes elaboraron la Constitución y la pericia de sus intérpretes (principalmente el Tribunal
Constitucional) y operadores jurídicos ha permitido, por ejemplo, considerar protegidas las comunicaciones electrónicas, aunque la norma siga mencionando las «telegráficas». O que, a partir de la previsión constitucional de limitar la informática para garantizar los derechos del ciudadano, naciera un auténtico derecho fundamental a la protección de datos hoy convertido en bastión frente a los omnipresentes desafíos del ‘big data’. Así como, más recientemente y como vertiente de aquél, alumbrar el jurisprudencialmente denominado «derecho al olvido».
En otras ocasiones, la Constitución ha probado su elasticidad para soportar, ya no solo cambios técnicos, sino para ir más allá y alcanzar a adecuar sus preceptos a cambios sociales o valorativos como la conformidad con la constitución de la despenalización parcial del aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo y la nueva y variada idea de familia. Entre muchos otros.
Es evidente que la trepidante evolución de nuestro siglo planteará nuevos y variados retos a la Carta Magna. Por ello, y aquí viene la casi obligada reivindicación universitaria, la ineludible apuesta por la imprescindible investigación que nos permite avanzar como sociedad incluye la investigación en ciencia jurídica, que proporciona los recursos técnicos para identificar los problemas actuales y anticipar el tratamiento de los futuros proporcionando instrumentos y abanicos de opciones a las instituciones y a los actores jurídicos y políticos.
Con ello y con la voluntad política que nuestra sociedad pone de manifiesto indubitadamente, la vital longevidad de nuestra Constitución está por el momento garantizada.