la CRóNICA
Psicodelia y buenos negocios En Brasil, el mayor festival de trance de América latina es también un submundo donde se vende hasta la sombra TEXTO y FOTOS
Ana Schlimovich
Universo Paralello es el nombre del encuentro
L
PRATIGI, SALVADOR DE BAHÍA
a noche de la Gillette. Así le dicen algunos miembros del personal de seguridad al 31 de diciembre. Mientras veinte mil personas celebran la llegada de 2016 en las pistas del mayor festival de trance psicodélico de América latina, unos pocos aprovechan para desgarrar las telas de las carpas y robar con calma: nadie se queda en su carpa la noche del 31. “Los que más roban son los de seguridad”, cuenta Vinícius Conceição con una latita de cerveza en la mano, en un caserío que surgió junto y por el festival. Sobran unas cuantas piriguetes en la caja, como le dicen en Bahía a las latas de 250 ml, frías todavía. En el mercado, cuestan veintiséis reales las veinticuatro latas; en la fiesta, cinco reales cada una. Vinícius tiene 21 años y es de Barra dos Carvalhos, un pueblo costero a pocos kilómetros de Pratigi, una extensa playa al sur de Salvador de Bahía, donde cada dos años se hace el festival Universo Paralello. Está con su jefe, Eduardo Gomes, responsable del grupo de cargadores de equipaje, un montón de hombres de todas las edades, descendientes de africanos, que cargan las pertenencias de los ravers en una carretilla. Los precios por tramo son fijos y la organización se lleva el cincuenta por ciento. Vinícius, mulato oscuro, pómulos marcados, pura fibra, también trabajó en el armado de las estructuras: las cuatro pistas de baile; las pirámides ubicadas frente al escenario donde tocaron los rappers Criolo y Emicida, y la banda paulista Pedra Branca entre varios otros; el chill out, una estructura baja y circular llena de mandalas psicodélicos, impresos en colores fluorescentes, donde la música también es más baja; la torre de tres pisos instalada en el mar desde la que los más valientes saltan al agua dando mortales; la isla flotante a 300 metros de la orilla, una balsa anclada con palmeras incluidas a la que sólo llegan los buenos nadadores. Es el segundo año que Vinícius trabaja en el festival, gana poco, pero cuando hay trabajo en la región no puede dejarlo pasar. Por cada día recibió 35 reales, casi nueve dólares; en la edición anterior pagaban más. “El dueño de la fiesta quiso economizar un millón de reales”, dice el chico y se apura a tomar y ofrecerme otra cerveza antes de que alcancen la feroz temperatura del mediodía bahiano. A ambos lados de la calle los terrenos van quedando sin árboles para dar lugar a estacionamientos donde miles de autos con patentes de los más diversos estados brasileños se calcinan y se llenan de arena. Los más alejados cobran cincuenta reales la estadía desde el 27 de diciembre hasta el 4 de enero, lo que dura la fiesta. Cuanto más cerca de la fiesta, más cara la tarifa. Ya en el cordón, los nativos de esa región de Ituberá venden platos del día con wi-fi gratis, panchos, agua de coco y paquetes de agua mineral, quince reales las seis botellas de litro y medio. En el Universo Paralello la botellita cuesta cuatro.
NUEVE DÍAS Desde 2003, en una playa paradisíaca del litoral bahiano se realiza este festival por donde pasan más de setecientos DJ y que dura más de una semana
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El misterio es encantador, magnético. Y aunque ya participen de la fiesta más de veinte mil personas, sin contar otros cinco mil entre personal y artistas –el número de habitantes de la ciudad más próxima, Ituberá–, poco se sabe de este universo. Fue la película Paraísos Artificiales, dirigida por el carioca Marcos Prado y producida por su socio José Padilha (Tropa de Elite 1 y 2), la gran ventana a ese mundo de latidos electrónicos non stop. Se filmó en Pernambuco, pero los escenarios se parecen, y también las chicas vestidas con minifaldas y blusas tejidas al croché; los tatuajes de árboles, de pájaros, de símbolos sagrados; las riñoneras de cuero, los diseños indígenas hechos con tintas naturales en la cara, los chalecos, los pantalones babucha, los collares de caracoles y huesos. El look hippie, en definitiva. Y también se parecen la música, las drogas sintéticas, las sesiones de cura, los malabares con fuego, la luz violeta que resalta las fluorescencias, los masajes colectivos, las estructuras circulares de bambú, el arte plasmado en lonas, en esculturas, en
Al segundo día me quiero ir, al tercero me quiero quedar...
banderas. El director pasó cuatro años investigando el universo de las fiestas electrónicas y del narcotráfico y participó dos veces del festival. Situada a mediados del año 2000, la película provocó las ganas de experimentar de muchos jóvenes y sucedió más o menos lo mismo que con The Beach –de Danny Boyle, con Leonardo Di Caprio– y la isla Kho Phi Phi, en Tailandia. Después del film todos quisieron conocer el lugar, que como siempre pasa, ya no es lo que era. Nada permanece como en su esencia. Para el escenógrafo Michelle Petrillo, encargado de la decoración de la pista principal e idealizador de las estructuras de bambú, cada vez es más difícil mantener un universo fuera de la realidad, “de la situación crítica que existe en términos de violencia, pobreza, robos.”
CHILL OUT Es una estructura circular llena de mandalas impresos en colores fluorescentes, el volumen de la música es más bajo que en el resto del predio
DIFíCIL ACCESO Si fuera fácil llegar no tendría gracia, dicen. La ruta repleta de pozos hasta la playa de Pratigi no les L A NAC I O N R e v i s ta // 35
simpatiza a los dueños de los vehículos, que casi se desarman con cada agujero que no esquivan. También, gracias a esos pozos la playa de Pratigi se mantuvo desierta, fuera del circuito turístico. En la combi viajan un alemán, que fue quien más agitó para venir a la fiesta, un grupo de italianos y un bahiano nervioso. El trayecto cuesta treinta reales y recorre unos veinte kilómetros. La combi para en la rotonda del shopping paralelo, el caserío donde venden la cerveza barata. Un vendedor de bebidas, justamente, ofrece entradas para la fiesta a seiscientos reales. El bahiano nervioso compra. Se acerca una mujer cuya camiseta rosa dice Pau de Arara. Hay varias con la misma remera. Viene a ofrecer su producto, un pase para ir y venir de la fiesta en una jardinera, por cincuenta reales. Nadie compra. Caminamos sin saber para dónde hay que ir. No hay indicaciones. Unos dicen que hay que caminar ochocientos metros, otros dos kilómetros. La jardinera del Pau de Arara, negocio que pertenece al dueño de la hacienda donde se hace la fiesta, un político local, pasa repleta de gente. Se confirma por qué el bahiano está nervioso. Viene cargado de éxtasis y también quiere vender su producto. No tiene éxito y se sube a una moto-taxi. Con el alemán, las mochilas, una carpa, un colchón inflable, un bidón de agua y algo de comida caminamos hasta la entrada donde ya se empiezan a sentir la fiesta. Bum, bum, bum, un sonido que nos acompañará por ocho días. Por eso ir al shopping paralelo es un descanso. El postnet para pasar la tarjeta no funciona. Sólo efectivo. Seiscientos cincuenta reales. El primer lote de entradas se vendía por internet a 490 reales. “Los que compran primeros son, al final, nuestros socios inversores –dirá el escenógrafo Petillo–, es un festival completamente independiente, sin auspiciantes.” Y es cierto, una semana sin carteles publicitarios es, hoy en día, un acto rebelde y heroico. En cambio, los primeros en llegar a la fiesta no se vieron favorecidos. Una mañana en la cocina comunitaria, Igor Pandora, 23 años, look andrógino-indígena, de Belém do Pará, me contará que tuvo que aguantar dieciséis horas de fila, después de haber viajado otras treinta y seis de ómnibus, para poder entrar. Tampoco hay mapas en la entrada. Había, pero se acabaron, como les gusta decir a los que no les gusta negar. Adentro, entre el polvo y las últimas luces de la tarde, surge una ciudad de carpas. Carpas de todos los tamaños, formas, marcas. Iglús de Hungría, de Francia, de Rusia; de la Argentina, Chile y Perú. Y más que nada, nacionales, de Santa Catarina, de Curitiba, de Ceará, Brasilia y Belém do Pará, la ciudad de Igor, en el Amazonas. Miles de carpas apiñadas bajo la mezquina sombra de las palmeras de esta inmensa hacienda de cocos; armadas alrededor de caminos de arena por donde circulan a toda velocidad –para no quedarse atascados– autos, motos, tractores, cuatriciclos y camiones que transportan trabajadores con camisetas verde flúor que dicen Sombra. Carpas en la playa, frente al mar, con la ventaja del viento marítimo y la desventaja del sol, que entre las diez y las cuatro de la tarde es
Empezó como una fiesta de amigos
demoledor. Por eso la sombra es otro producto en venta. Junto con el agua, el más valorado. Los muchachos de la sombra te arman una por ciento cincuenta reales, después bajan a cien, noventa y, desesperados, hasta setenta. Es que tienen que pagar al festival cincuenta reales por cada kit: cuatro palos de bambú, hojas de palmera, alambre y una herramienta para cavar. Los últimos días ya casi no se ven carpas sin la sombra privada. Sólo los de Overland, un sistema de camping de lujo con desayuno, tienen sombra incluida. Hay que recaudar porque el festival tiene que pagar los cachés de los más de setecientos DJ nacionales y extranjeros, y el personal de limpieza de los baños, las bombas de agua, los decoradores, los productores, los constructores como Vinícius Conceição, los artistas, los médicos, los bomberos y los de seguridad, que al final son los que más roban. De eso no habla Paraísos Artificiales, ni de las filas, ese hábito brasileño. Tal vez porque hace diez años, cuando se filmó, no había. Fila para el baño, fila para ducharse, fila para comprar el ticket de alimentación y otra para comprar el de bebidas. Fila para pedir la comida en el puesto de yakisoba, esos fideos chinos con verdura y piscas diminutas de carne; en el de açaí, comida de la India o las tortas con brigadeiro, un dulce hecho con leche condensada. Fila para calentar una olla con agua en
el fuego a leña de la cocina comunitaria. Fila para contratar el wi-fi. Hay que saber que en el Universo Paralello una buena parte del tiempo se va en filas.
EL ORIGEN ACTIVIDADES La playa es uno de los atractivos. Frente al campamento se monta una torre desde la que los más valientes saltan al agua
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Todo empezó en las playas de Goa, India, unos cincuenta años atrás, cuando hippies del mundo entero recalaban en esas costas de palmeras orientales atraídos por el bajo costo de vida, el clima, las divinidades hindúes, el hachís barato y legal hasta mediados de los 70 y las fiestas. Este movimiento fue acompañado por el rock psicodélico de Led Zeppelin, The Who, The Doors, Pink Floyd y el reggae de Bob Marley. Un año antes de los 80 ya se podían escuchar algunos sonidos electrónicos de la banda alemana Kraftwerk, pero el verdadero cambio de estilo fue introducido por dos DJ franceses y un norteamericano: Laurent, Fred Disko y Goa Gil. Este último, que a sus 64 años vive parte del año en Goa y hace giras internacionales en las que toca durante 24 horas seguidas, fue el organizador de las Full Moon Parties –fiestas de la luna llena–. Al principio se reunían unas doscientas personas que bailaban en la playa bajo el efecto de la música trance, mezclada en cintas de cassettes porque los vinilos se derretían con el calor; del ácido lisérgico y hongos alucinógenos en una
Una buena parte del tiempo se va haciendo filas
búsqueda voraz de expandir la conciencia. A partir de los 90, cuando se fue corriendo la voz, se sumaron viajeros de todas partes y la cifra de ravers se mutiplicó sin parar. Ya en 2000, con la invasión del éxtasis (MDMA), Goa se transformó en otra Ibiza. Michelle Petillo, el escenógrafo italiano que vive en Brasil desde hace tres décadas y tiene los ojos del mismo color que el mar de Pratigi, es uno de los que vivió en Goa antes de que colapse, y también las primeras fiestas de música electrónica en Brasil, en los 90. “Los viajeros europeos que pasaron por la India trajeron para Brasil la música, las decoraciones fluorescentes, la luz negra, varias novedades”, cuenta Petillo. En el verano de 1994, llegó a Trancoso, litoral sur de Bahía, una tribu de extranjeros que seguía los eclipses de sol por todo el planeta y hacía fiestas electrónicas en esos lugares. “Fue un espectáculo fantástico –recuerda Michelle, que vivía en Trancoso, y se involucró con la organización de las fiestas– había varios malabares de fuego, la música, los colores.” Para fin de 1999, la fiesta, que era gratis –el sonido se pagaba con el bar– ya contaba con dos mil personas y veintidós DJs. Después vino Celebra Brasil, el primer festival electrónico del país, que hizo dos ediciones, una en Ubatuba, Litoral Paulista, y la otra en Paraty, Estado de Río de Janeiro. Y en 2003 se hizo el primer Universo Paralello, en la Chapada dos Viadeiros, cerca de Brasilia. Al segundo día me quiero ir, pero al tercero estoy bailando en la arena todavía fría de las primeras horas de la mañana, y alrededor hay una diversidad de seres jóvenes y bellos que también celebran la danza, y el mar es una delicia, y dan ganas de comprar anillos, gargantillas, sombreros de hoja de palmera y tatuarse con tintas naturales por los indios pataxós. El quinto día es 31 de diciembre. A las ocho de la mañana la cocina comunitaria está concurrida. Varias ollas calentándose a un fuego alimentado por
NON STOP Bum, bum, bum, un sonido que acompaña todo el festival. La música no para nunca
troncos, cocos secos, hojas de palmera. La mayoría de los brasileños calientan agua para agregar a sus vasos de plástico que tienen fideos deshidratados con gusto a a gallina caipira –de campo–; o a costilla con salsa de churrasco; cosas así. Otros cocinan arroz, feijão –porotos negros–, papas asadas, huevos. –Feliz año nuevo, mi amor –dice una mujer con acento porteño, y la parejita se besa hasta que los DJs hacen explotar la pista principal. Media hora antes del cambio de año varios pataxós de una comunidad indígena de Arraial D’Ajuda, al sur de Bahía, enfilaban con sus taparrabos, sus collares de semillas, sus coronas de plumas, sus caras pintadas y sus cantos hacia el Main Floor, la pista principal en la que empezaban a reunirse miles de personas frente a una especie de altar coronado por el rostro de una mujer azul con tentáculos de pulpo, donde tocaba un DJ inglés. Los pataxós tenían previsto hacer una ceremonia con danzas y pidieron que parara la música. La producción les dijo que no, que cantaran encima del sonido, que la música no puede parar. Pero los pataxós no quisieron y el 2016 empezó igual, con gritos de alegría y besos y abrazos de gente vestida de blanco que saltaba al compás de los beats acelerados de The First Stone, el trío de DJ del que forma parte el organizador de Universo Paralello, Juarez Petrillo. El dueño de la fiesta, diría Vinícius. A esta altura del encuentro, el colchón inflable es un plástico inútil, la carpa un horno imposible de compartir y el amigo alemán un comprador compulsivo de todos los productos ofrecidos a viva voz, repletos de siglas. Mis vecinas de camping, dos húngaras que me prestaron una hamaca con mosquitero que les sobraba para dormir el resto del festival, estaban impresionadas con la cantidad de opciones. “Ni en Ozora (el festival de música electrónica más grande del mundo, que se hace en su país) se ve algo igual. Acá la gente ni baila, se droga sin parar,” dice Esther, 23 años, rastas, primera vez en Brasil y última en el festival.