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Editorial

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Al romper el día

Al romper el día

¡Fuera de aquí!

Se comenta en estos días extraños que la pandemia ha provocado problemas de salud mental en nuestros adolescentes. Los datos de hospitales y centros de salud y la observación diaria en los institutos así lo corroboran, aunque cabría matizar dos aspectos: quizá haya sido más la acentuación de tendencias que ya estaban ahí y, por otro lado, se trata de un mal que afecta a todos sin distinción de edad, porque en el profesorado, por ejemplo, también sufrimos esta merma que de una vez debería ser objeto de atención preferente de nuestros poderes públicos.

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A río revuelto ganancia de pescadores, dice el refrán. Y eso es lo que por desgracia suele suceder cuando determinadas personas o grupos organizados pretenden aprovecharse de la vulnerabilidad ajena siempre que se da una situación colectiva delicada. Ya de un tiempo a esta parte nos hemos encontrado en la Comunidad de Madrid y en determinados distritos con la presencia de bandas de delincuentes que reclutan a alumnado de instituto que bajo la promesa de cobijo pandillero, dinero y sexo fáciles y fanfarroneo y sensación de poder se van viendo envueltos en una maraña difusa que al final acaba siendo una espiral de horror y violencia. El perfil que se busca es muy concreto, el de chicos o chicas supuestamente malotes que puedan encontrar en esa familia alternativa y en esa épica de compadreo y códigos de honor sagrados las carencias que cualquier adolescente percibe por el mero hecho de serlo, y especialmente en los tiempos actuales repletos de incertidumbre e incógnitas no ya sobre el futuro, sino sobre nuestro mismo presente. El precio que se paga, sin embargo, es muy alto, porque estos grupos criminales tienen como fin en sí mismos la intimidación, el chantaje y las agresiones (que a veces desembocan en homicidios) y por eso precisan continuamente de víctimas con que alimentar su hoguera. Si alguien osa en poner en cuestión sus normas, en molestar a cualquiera de sus miembros aunque sea con un inocente comentario o en desdeñar formar parte de la banda se convierte automáticamente en un objeto a batir, a través de amenazas, advertencias y desde luego de palizas reales en las que cualquier cosa puede pasar y en las que normalmente el chico (también chicas) en cuestión se enfrenta a un grupo temible de adversarios, por lo numeroso y por la corpulencia y edad, que normalmente es superior a la del agredido.

Estas prácticas cobardes y repugnantes, esa dinámica mafiosa en alumnos de instituto que atraviesan una edad tan delicada de aprendizaje y apertura a la vida, merecerían una atención extrema por parte de nuestras autoridades y una denuncia clara y tajante por parte de las familias a quienes está repercutiendo esta situación. No os queremos, bandas, ni en nuestros patios de recreo, ni en nuestras calles, ni en Vicálvaro ni en ningún otro distrito. ¡Fuera de aquí!

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