Una biografía desde enfrente (parte 1) por Alexandra Lobato Quezada

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Una biografĂ­a desde enfrente (parte 1) Cactus y otros textos Por Alexandra Lobato Quesada

Donativo: 20 pesos



Texto: Alexandra Lobato Quesada Portada: Julio Cesar Cervantes

Edición Mario Eduardo Ángeles

La Testadura, una literatura de paso. www.issuu.com/latestadura www.latestadura.blogspot.mx latestaduraliteraria@gmail.com elgallodeletras@gmail.com México, Abril, 2016. Síguenos por Los derechos de los textos publicados pertenecen a sus autores. La Testadura, una literatura de paso, hecha para olvidarse en los lugares públicos o salas de espera.


Una biografĂ­a desde enfrente (parte 1) Cactus y otros textos Por Alexandra Lobato Quesada


Presentación Por José Luis de la Vega

Entre locos y sus pacientes Kundera tiene razón Cactus Por Alexandra Lobato Quesada



La Testadura, una literatura de paso

PRESENTACIÓN Me complace presentar estos textos, escritos por Ale Lobato (Ciudad de México, 1977) y que de seguro agradarán a los lectores de la Revista La Testadura, que se edita bajo el emblema: Una literatura de paso. Se trata de tres trabajos literarios: Kundera tiene razón, Entre locos y sus pacientes y Cactus, que me atrevo a definir como cuentos. Al menos cumplen con las características que el género adopta. Todos narran una anécdota, sabiamente contada y que, al final, se resuelven con maestría. Si bien, en los tres, el protagonista es el mismo, el Diablo o el Muerto, cada uno de los trabajos sobrevive en solitario. Kundera tiene razón, el primero, cuenta el final de una noche de farra, la detención del Diablo por orinar en la calle y su posterior encarcelamiento. Los policías le pasan ―báscula‖, pero él no suelta un libro de Milan Kundera y es con lo

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Alexandra Lobato Quesada primero que se encuentra, cuando despierta en prisión. El título del libro de Kundera da la clave de la narración. Con claridad y humor, el texto corre: ―Sin motivos legales, pero motivado por la irritación de que el Diablo siga riéndose solo, uno de los muchachos lo esposa. ―—Ni mi esposa se ponía tan violenta, carnal. ―El aludido hace un gesto de desagrado, pero los otros dos no pueden evitar reírse. Hay un jaloneo en el asiento de atrás, porque la mano derecha no se permite soltar a Kundera. Con todo y libro, los fierros se colocan en las gruesas muñecas del preso por hacer pis‖. El siguiente, Entre locos y sus pacientes, describe la estancia del Muerto o Diablo en ―La Casa de la Risa‖, no la Dr. Ignacio Mena, sino en el Fray Bernardino. Una delicia de relato, que nos muestra lo insano que puede ser el estudio de la locura:

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La Testadura, una literatura de paso ―—Soy el doctor Jiménez. ―—¿Qué pasa, doctor Jota? ―Una mueca en la boca del médico le hubiera indicado a cualquiera que el chiste no era bienvenido, pero al Muerto todo le valía madres, pues nunca fue propenso a sutilezas. De modo que le valía un popote la mueca; para ser precisos, no es que le valiera, sino que ni siquiera la había percibido‖. Y más delante, en el texto: ―—Doctor Jiménez —repitió el galeno. ―—Doctor Jota —repitió el interno. ―Y el de título importante se rindió. Basta explicar que había estudiado psiquiatría para comprender que no tenía ningún interés en hacer entrar en razón a un joven provinciano, acusado de esquizofrenia. ―—Anda, Julio, como quieras‖.

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Alexandra Lobato Quesada La relación con el doctor Jota obliga al psiquiatra a reconocer que el Diablo no está loco. Es más, en un momento dado, le pide un diagnostico de sus compañeros; diagnósticos que rayan en la genialidad. El tercero se titula Cactus y cuenta la aventura que vivieron el Diablo y el Viejo, en una noche que se colaron a un bar ―fifí‖, cuyo nombre da título al texto, y en el que, para ingresar, fingieron ser ―judas‖: ―—Pon cara de judas, cabrón. ―—Pero nos conocen, maestro. ―—Nada de que nos conocen ni qué nada. Tú sígueme, Juliano, y haz exactamente lo mismo que yo. ―Llegaron a la entrada, donde un pequeño tumulto se arremolinaba. ―—Permiso, permiso. ―—Permiso. ―Abriéndose campo, empujando a la gente, repartiendo codazos, llegaron hasta el cadene-

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La Testadura, una literatura de paso ro. Julio murmuró a espaldas del Viejo. ―|—¿Y la charola, maestro?‖. Todo les resultó, salvo que sí los conocían. Se trata, pues, de tres ejemplos de esta propuesta de la escritora Ale Lobato (de quién se, tiene varias novelas inéditas) y de cuya obra, tanto por el lenguaje que emplea como por el humor que desborda, dará mucho que decir. Ya la esperamos. Mientras esto sucede, adelante lector. José Luis de la Vega

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Alexandra Lobato Quesada

Entre locos y sus pacientes Con frecuencia el Diablo abre los ojos y no sabe dónde está. Pero cuando aún le decían el Muerto y no el Diablo, era un jovenzuelo de veinte años a quién sus parientes no comprendían como un alma libre, sino que lo pasaban por loco. De modo que la madrugada en que abrió los ojos temblando de frío y no reconoció rastro conocido en las paredes blancas, no comprendió que estaba en la casa de la risa: San Bernardino, para ser exactos. Hay algo distinto entre las drogas que te pones y las drogas que te ponen. Y el muerto... o el Diablo en su tierna juventud solamente conocía esas drogas que él mismo se proporcionaba. De modo que cuando despertó no tenía idea de qué estaba aconteciendo. —Soy el doctor Jiménez.

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La Testadura, una literatura de paso —¿Qué pasa, doctor Jota? Una mueca en la boca del médico le hubiera indicado a cualquiera que el chiste no era bienvenido, pero al Muerto todo le valía madres, pues nunca fue propenso a sutilezas. De modo que le valía un popote la mueca; para ser precisos, no es que le valiera, sino que ni siquiera la había percibido. —¿Tons qué pasa, doc? Repitió la pregunta en un tono que hubiera aprendido en la colonia Tepito, o al menos la Bondojo si hubiera crecido en el Distrito Federal. Pero no, habiendo crecido en la conservadora, pulcra y de buena conciencia, hermosa ciudad de Querétaro, ni sus hermanas ni su propia madre pudieron explicarse a lo largo de su vida "de dónde mijo" sacó semejante cantadito arrabalero. —Doctor Jiménez —repitió el galeno. —Doctor Jota —repitió el interno. Y el de título importante se rindió. Basta explicar que había estudiado psiquiatría para

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Alexandra Lobato Quesada comprender que no tenía ningún interés en hacer entrar en razón a un joven provinciano acusado de esquizofrenia. —Anda, Julio, como quieras. Y para el Muerto se cayó el chiste, pues confrontar a alguien consiste en disfrutar que se irrite, pero ésta era la primera experiencia, de varias, que le permitiría comprobar que es casi imposible sacar de sus casillas a un psiquiatra. Entonces se sembró el silencio. El Muerto ya consideraba, desde tan tierna edad, que las personas que se toman demasiado en serio a sí mismas son aburridas. —¿Entonces? Silencio. El doctor supo en ese momento que no lograría hacerlo hablar, al menos no ese día. Y así fueron varias consultas, cuatro para ser exactos. Periodos entre los cuáles el muerto se dedicó a regurgitar y guardar con celo las pastillas que le querían hacer tragar, a hacer amigos, contar chistes, poner apodos, ligarse a una gordita a

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La Testadura, una literatura de paso través de la malla ciclónica que separaba el anexo de hombres del de mujeres, jugar ajedrez y ganarles a todos los loquitos, estuvieran cuerdos u orates. Fue en la quinta cita cuando el doctor se dio cuenta de que Julio César no era el Muerto, no era el Diablo y no estaba loco. —¿Qué pasa, Jota? —le preguntó como siempre con desparpajo. —Pásale, Julio, ¿cómo te has sentido? El muerto le extendió la mano, tronó cinco, chocaron puños y se sentó. —A toda madre, excepto porque todos están locos. El doctor no pudo evitar sacudir su gran caja torácica en alegres carcajadas. —¿Y tú? —Usted dirá, mi Jota, para eso estudió un chingo de años, y para eso le pagan, mi buen. Otras sacudidas. —Tú no estás loco, Julio. —Como usted diga, mi Jota. Yo soy fiel cre-

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Alexandra Lobato Quesada yente de la ciencia. El doctor no pudo evitar otro espasmo de carcajadas. Finalmente, logró enterarse de que el muerto no tomaba ninguna de sus pastillas ylas canjeaba por cigarros pues aun babeados los chochos tenían cierto valor. —Te veo en dos semanas. Me cuidas a mis loquitos – le encomendó el médico. Con esa sencilla explicación el Muerto comprendió su nuevo rol en la casa de la risa. Pasaron dos semanas entre pin pon, cigarros al hartazgo, ajedrez casi siempre empantanado en discusiones sin sentido o en miradas pérdidas en el vacío, la gordita de la enramada implorando por un padre para su hijo... Mientras el Muerto le daba largas a la pequeña bola blanca que se disparaba al vacío, la boca seca de tabaco, en el tablero el rey quedaba esperando, igual que la gordita, una respuesta. ¿Veredicto, mi Muerto? El Jota había cambiado su registro retórico.

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La Testadura, una literatura de paso Y el Muerto dio arte y parte de cada uno de sus compinches. El Dientes es depresivo. El Cadáver, mitómano. Pepe el Loco no está loco. El Gato es esquizofrénico; ese güey habla con Dios, y hasta le tenemos miedo. ¡Está carbón! El Chango es un pinche psicótico. El único problema de la Márgara es que tiene ácidos en la boca. Cuando la besas te avienta uno. ¡Cuidado, mi Jota! Pero si le quitan los chochos puedes darla de alta, mi buen. El Jota solamente asintió. Tú ya estás curado, Julio. ¿A quién le hablamos? El Muerto pensó en su madre, la buena Amalia; pensó en sus hermanas; pensó en esos dos cabrones con su misma sonrisa larga y ligera que se hacían llamar sus hermanos, pero luego pensó que haría mejor apostando por el vacío en la sala de espera, por no hacerle daño a nadie. Nel Salió del consultorio, papelito en mano.

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Alexandra Lobato Quesada Cruzó el pasillo frío. Llegó al pasillo caliente, donde el pin pon volaba pelitotitas contra las paredes y todos podían ser quien su diagnóstico les permitía ser. ¡Muerto! Siguió de largo. —Tengo la agüita loca. El Muerto de sintió tentado por ese coctel que se lograba los martes, cuando nadie se tragaba las pinches pastillas y hacían una margarita de colores. Incapaz de decir que no a semejante alipús, espetó: —¡La última y nos vamos! Agitando el papelito amarillo con la mano en alto, ante lo que los compinches estallaron en júbilo, se escuchó zapateo de pies, golpes en las mesas, carcajadas, y luego comenzaron los abrazos con sus tremendos golpes en la espalda. Felicidades, mi carbón. Eso es, pinche Muerto. Y brindaron por la libertad del Diablo, que

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La Testadura, una literatura de paso saldría a la luz, libre para seguir con sus andanzas, demostrar con otra dosis de desparpajo que la libertad no es locura. ¿Pues qué le dijiste a ese güey? Lo que quería oír —dijo el muerto, tal vez porque ni aun cuando lo tildaron de loco aceptó que estaba loco. —Yamvoy —susurró, porque ese es el sonido de la libertad. El muerto lo sabía desde hacía tiempo, pero esa noche confirmó que ese sonido era la salida de muchos pantanos. Y se fue. Eso fue todo.

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Kundera tiene razón Con la ligereza de no tener a nadie esperando en casa, ni miedo por recorrer las calles de la ciudad solo y de madrugada, el Diablo confirma a su compadre de borrachera: —Aquí me quedo, carnal. Sobre el asiento, busca el libro con Kundera en la contraportada, lo apresa y se baja del auto con el alegre desparpajo de siempre, se sumerge en los andadores bañados por esa luz amarillenta que permite imaginar el pasado colonial de esta ciudad. En las terrazas de los restaurantes, las sillas y mesas están ya apiladas y arrinconadas, los meseros barren con agua y jabón el piso de cantera, ven la sombra enjuta y de paso ligero. Lo saludan con afecto: —¿Qué pasa, Diablo? Sin detenerse, levanta la mano que sostiene

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La Testadura, una literatura de paso el libro, lo agita a modo de saludo. —¿Qué pasa, maestro? —y suelta su perenne carcajada. Sigue su camino decidido, aparentando saber exactamente a dónde se dirige. Recorre, con esa falsa certeza, las calles a lo largo de cuarenta minutos, tiempo que le permite vaciar en breves y discretos tragos el pomo de tequila que lo acompaña en el morral. Cuando el sagrado líquido se ha terminado, comienza el desconcierto. —¿Y ahora a dónde carajos? Son las cuatro de la mañana. Ya no deambulan ni meseros ni clientes despistados, ni siquiera los teporochos a los que irónicamente el Diablo evita. Ya en pleno desconcierto etílico, siente dolor en la mano derecha; la observa: la presión que ejerce sobre el rostro de Kundera le ha entumecido los dedos, se recuesta en una pared. A un costado descubre un tronco delgado y retorcido. Lo sigue con la mirada, con ese asombro casi pueril que permite el alcohol: las ramas se enredan en un barandal y abrazan los barrotes, ro-

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Alexandra Lobato Quesada deando de hermosas flores el balcón. El Diablo recuerda que ha nacido en una ciudad de gente linda y señoritas castas que cuidan los balcones y las buganvilias. Se ríe a voz en cuello de toda esa hipocresía y, de tanto reír, despierta el llamado de la naturaleza que provoca un litro de líquidos en la vejiga. Su mirada regresa a su diestra: Kundera le tiene ocupadas las falanges; imposible dejarlo ir, con la izquierda, y con considerables complicaciones, logra sacar de sus pantalones el equipo masculino de orinar, y hace lo debido, regando la pequeña jardinera. —¿Qué pasa, Don Diablo? Uno vestido de azul se acerca. —¿Qué pasa, maese? —contesta como siempre, sin ningún sentido de respeto por la autoridad. —Va a tener que acompañarnos, mi buen. En la patrulla lo esperan otros dos: chofer y copiloto. Le piden que entregue morral y libro. Del primero se deshace sin contemplaciones:

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La Testadura, una literatura de paso —Ahí tienen, cabrones, pero sólo estaba meando. Los policías, fieles a su persistente ignorancia, no insisten en Kundera; en todo caso, no lo consideran un peligro, de modo que se dedican a vaciar el morral en el asiento: una botella vacía, dos armónicas, un diseño de la virgen para un vitral que le han encargado… Es todo, en eso consisten los secretos del Diablo. Decepcionados por no encontrar nieve ni mois, regresan los pobres objetos a su sitio y le avientan el morral entre las piernas. El Diablo ha observado la escena y, al recibir el morral, suelta tremenda carcajada. En un instante de lucidez, piensa en explicarles a los oficiales lo gracioso que resulta todo aquello, pero se arrepiente a tiempo: sabe bien que el sutil sarcasmo no es para el limitado tamaño de la comprensión de quien goza de hacerse llamar ―oficial‖. Sin motivos legales, pero motivado por la irritación de que el Diablo siga riéndose solo, uno de los muchachos lo esposa. —Ni mi esposa se ponía tan violenta, carnal.

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Alexandra Lobato Quesada El aludido hace un gesto de desagrado, pero los otros dos no pueden evitar reírse. Hay un jaloneo en el asiento de atrás, porque la mano derecha no se permite soltar a Kundera. Con todo y libro, los fierros se colocan en las gruesas muñecas del preso por hacer pis. La patrulla arranca, y luego pasan cosas que se borraron de los recuerdos del Diablo. Cuando despierta, su nariz está a dos centímetros de la pared. Levanta la vista siguiendo las alturas del muro, más y más alto. Más arriba encuentra la pequeña ventana con barrotes. —¡Ay, güey! Se sienta en el catre; otros barrotes le confirman la sospecha. Un oficial dormido se desparrama en la silla de vigilancia. El Diablo reconoce una punzada aguda en su mano derecha, la levanta: incapaz de abandonar a Kundera, sus dedos tiesos, fríos y adoloridos se despegan de la portada. Se encuentra con el título: La vida está en otra parte. —Gracias, mi cabrón —le contesta en voz alta el Diablo. Reconoce que Kundera siempre tiene

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La Testadura, una literatura de paso la razรณn. La carcajada del preso despierta al guardia.

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(Cactus) Nadie nos conoce —… tú sígueme Juliano, y haz exactamente lo mismo que yo. Y el Diablo, obediente, va detrás del Viejo, copiando todos sus movimientos. —Vamos a hacernos pasar por judas Y el Diablo, obediente, pone gesto duro, junta las cejas, infla el pecho, se acomoda el abrigo. El Viejo continúa su decidida marcha hacia el pretencioso bar Cactus, que está a dos cuadras y es el objetivo de los improvisados judiciales, todo porque el orgullo del Diablo había sido herido durante años: —Nel, a mí no me dejan entrar a esos lugares elegantes. —¿Cómo que no? —preguntó a gritos Chava. —Así, Viejo: nomás no me dejan.

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La Testadura, una literatura de paso De ahí la idea del poeta. —Pues, ¡de que entramos, entramos! Las opciones eran el JBJ, el Qiu y el Cactus, los únicos tres lugares de mediana categoría en el Querétaro de los setenta. —Pon cara de judas, cabrón. —Pero nos conocen, maestro. —Nada de que nos conocen ni qué nada. Tú sígueme, Juliano, y haz exactamente lo mismo que yo. Llegaron a la entrada, donde un pequeño tumulto se arremolinaba. —Permiso, permiso. —Permiso. Abriéndose campo, empujando a la gente, repartiendo codazos, llegaron hasta el cadenero. Julio murmuró a espaldas del Viejo. |—¿Y la charola, maestro? Sobre el hombro, Chava le lanzó una mirada que contenía los insultos que el Diablo ya había escuchado antes y, recuperando la compostura, buscó en el bolsillo de su camisa una cartera:

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Alexandra Lobato Quesada estirando bruscamente el brazo, y con el pulgar abriendo la pieza de piel, la extendió a la altura de la nariz de uno de los hijos de Navarro, a dos centímetros de su cara. —¡Ahí tienes, cabrón! Cerró la cartera de golpe, con un sonoro palmazo, haciendo parpadear los ojos confundidos del elegante gorila que custodiaba la puerta, quien de inmediato quitó el seguro de la cadena. Chava, decidido, avanzó haciendo gesto al Diablo de que lo siguiera, apartando con el antebrazo al segundo guardia, que no se había movido de su lugar. Apenas cruzaron la puerta, de nuevo la voz de Julio interrumpió la magnánima escena que se estaba montando Chava: —Ese tipo es hijo del jefe de la judicial. —Ya te dije que te calles, pinche Juliano. El ruido a tono de rock-pop le recordó al Diablo que la maldita idea de entrar era algo más cercana al orgullo que a las verdaderas ganas de estar ahí.

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La Testadura, una literatura de paso —Te vas por la derecha y yo por la izquierda. Haz como que estás vigilando y nos vemos en la barra. Así lo hicieron: rodearon el lugar fingiendo estar en una comisión de suma importancia, pero llegando a la barra se pusieron a beber y se olvidaron de lo demás. A eso de las tres de la madrugada salieron del lugar, completamente ajenos a su papel de judas. —¿Ya ves, cabrón, cómo si entramos? Al día siguiente, fiel a sus hábitos de domingo, el Diablo compró el Diario de Querétaro., Regresó a su casa, complaciente se prepara un café. Mientras bebe, hojea las secciones. Al llegar a la nota roja, en una esquina lee: ―La noche de ayer el poeta Salvador Alcocer y el maestro Julio César Cervantes allanaron con lujo de violencia el conocido bar Cactus‖. ―¡Lo bueno es que nadie nos conoce, cabrón!‖ piensa Julio, pero en el fondo sabe que no será la última vez que, por hacerle caso al poeta, aparecerá en la Sociales B del periódico.

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Alexandra Lobato Quesada, nací en el D.F. en 1977, vivo en Qro. desde el 98. Estudié la licenciatura y la maestría en filosofía en la UAQ.


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