No, Virginia, no y otros relatos por Belinda L. de la Torre

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N o , V irgin ia, no Y o tr o s re l at o s Por Belinda L. de la Torre

Donativo: 20 pesos



Texto: Belinda L. de la Torre. Fotografía de portada: Mario Eduardo Ángeles.

Edición Mario Eduardo Ángeles.

La Testadura, una literatura de paso. www.issuu.com/latestadura www.latestadura.blogspot.mx latestaduraliteraria@gmail.com elgallodeletras@gmail.com México, Septiembre, 2015. Síguenos por Los derechos de los textos publicados pertenecen a sus autores. La Testadura, una literatura de paso, hecha para olvidarse en los lugares públicos o salas de espera.


No, Virginia, no Y otros relatos Por Belinda L. de la Torre


No, Virginia, no SĂşbita Ausencia Residuos de un amor fugaz Belinda L. de la Torre



La Testadura, una literatura de paso

No, Virginia, no Cuando más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será. MILÁN KUNDERA

La alarma sonó. Sé que ella se levantó de su cama. Con pasos cortos, arrastra sus pies y avanza hacia el pequeño cuarto de baño: abre las manillas de la regadera y regula la temperatura del agua. Sé que hoy no se quedó más tiempo en la cama porque se baña con tranquilidad y puedo escuchar que entona una pegajosa melodía. En otras ocasiones escucho cómo, de modo frenético, de un manotazo, hace callar el molesto sonido del despertador hasta que, invadida por la angustia, se levanta de manera rápida con la intención de no llegar todavía más tar-

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Belinda L. de la Torre de a su trabajo. También sé que hoy despertó de buen humor. El clima puede influir en su estado de ánimo. Los días nublados no le gustan. En cambio los días repletos de sol son para ella alegría y tranquilidad porque es más fácil vestirse: puede ponerse un vestido ligero y sus zapatillas. Pero si llueve, tiene que pensar en largos abrigos, botas para la lluvia y una sombrilla que proteja su cabello de la humedad. Salió de la ducha. Puedo percibir el ligero sonido que hace al limpiar el espejo cubierto de vapor. Ahora se unta crema sobre su cuerpo. Apenas me percato de ello y comienzo a imaginar el ávido recorrer de sus manos por cada parte de su piel. La imagino sentada frente a su tocador, maquillando las tenues arrugas de su rostro, acomodando los mechones de su cabello largo y rizado, perfumando con delicadeza sus muñecas y su cuello. Selecciona con minuciosidad su atuendo: le gustan los colores llamativos, los que combinan con su tono de piel. Debajo de la ropa esconde sus curvas y deja ver

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La Testadura, una literatura de paso sólo lo necesario, lo que resulta suficiente para atraer a los hombres. Detesta la vulgaridad. Terminó de arreglarse. Lo último que se coloca son las zapatillas. Éstas la anuncian. Salió de su habitación y se dirige a la pequeña cocina, coloca la vieja tetera en la estufa y prepara lo mismo de todas las mañanas: un plato con fruta y miel. Prende la radio que se halla colocada arriba del refrigerador y escucha con atención el programa que resume las noticias más relevantes. El chillido de la tetera avisa que el agua está en su punto de ebullición. Coge una taza y prepara su té sin azúcar. Le toma veinte minutos en desayunar y cuando termina apaga el transistor, corre al lavabo a cepillar sus dientes y regresa a su alcoba para sacar su bolso. Después de reconocer sus acciones e imaginar cada uno de sus movimientos a partir de los sonidos, pude verla por muy breves momentos con un vestido holgado de color azul marino, un suéter negro y zapatillas. El eco de sus tacones

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Belinda L. de la Torre resuena después de que cierra la puerta del pequeño apartamento. El silencio se impone. El aire que entra ligeramente por la ventana abierta hace que las cortinas plisadas color malva se muevan. Los platos sucios se quedaron en la mesa. Las manecillas del redondo reloj color bronce colgado en la pared continúan su trayecto. Una mosca vuela cerca de la mesita de arrime y se posa en el marco de una antigua fotografía de su madre. La presencia de Virginia es necesaria para romper la densa armonía que invade el espacio. Y si la teoría de que los objetos son confesionarios en donde se vacían fragmentos de las personas, es verdadera, sin duda cada artefacto contiene la esencia de ella. En la pequeña sala de estar puedo observar un librero que sin estar atiborrado, separa equilibradamente con cajones, los juguetes decorativos y las esculturas de los libros. Virginia tiene una extraña fijación por coleccionar figurillas de

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La Testadura, una literatura de paso gatos, atesora varias en el librero. También es muy nostálgica: guarda fotografías muy viejas y las enmarca colocándolas de forma ordenada en sus paredes. Algunos de los cuadros que decoran su departamento son regalos de varios de sus amantes. Cerca de la nevera tiene un cuadro grande creado a partir de una influencia del expresionismo abstracto y fusiona colores vivos con tonalidades grisáceas. El día que su amante se lo obsequió, un tipo informal que dedica su vida a la pintura, se lo explicó. Aquel día Virginia lo planeó todo bien, compró varias botellas de vino tinto y usó el horno de la estufa para preparar pastel de carne. Cuando terminaron de cenar, él le sugirió que colocara su obsequio cerca de la nevera, Virginia aceptó y el individuo rápidamente puso el cuadro en el sitio. Supongo que ella estaba conmovida por el regalo que le había hecho, tanto que, como es costumbre en ella, trató de regresarle el favor haciendo otra cosa por él. Después de la risa compartida, después de un intento fallido por bailar swing, después de las copas que se vaciaron, después de

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Belinda L. de la Torre las pláticas repletas de remembranzas y después de un breve debate sobre el arte contemporáneo, el sujeto la calló besándola y ella lo dirigió a su alcoba. Las luces se apagaron. Virginia tiene un espacio predilecto. Le gusta permanecer largas horas en el sillón abotonado color hueso que colinda con la ventana de la sala; ahí, todas las tardes se recuesta. Después de sus cansadas, monótonas y exasperantes horas laborales en el despacho del señor Aguirre, da un respiro a su vida y se distrae con alguna novela rosa. Escucho cuando, invadida por una emoción incomparable, lee una y otra vez en voz alta algún pasaje que logró captar su atención e impresionarla a grado tal que, en frecuentes ocasiones, llora. Es posible que en el fondo de su alma desee vehementemente ser como uno de los personajes de esas novelas y vivir un amor apasionado que triunfe sin importar las adversidades que se le presenten. Sin embargo, quizá también se encuentre conforme con el hecho de asumirse como una mujer adul-

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La Testadura, una literatura de paso ta que disfruta de su propia compañía, después de todo, su latente soledad e independencia la fortalecen. En otras ocasiones tan sólo escucha música. Prende el tocadiscos que se llevó de la casa de su padre después de que éste falleciera y pone sus viejos discos de jazz. Invadida por las notas dulces del saxofón y la pasión que mueve a los intérpretes jazzistas, Virginia disfruta las melodías y se mueve despacio, muy despacio. Se quita las zapatillas negras con correa y baila sola. No necesita a ningún hombre que la sujete de la cintura o que se pegue a su cuerpo bien torneado, tampoco es indispensable que sus manos se entrelacen con las de algún bailarín. Ella cierra sus grandes ojos color marrón y baila, baila con soltura y desinhibición, se deja llevar, se abandona. Su cuerpo se convierte en una pluma ligera que exterioriza y guarda sentimientos. Cuando llueve es fácil reconocer la tristeza

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Belinda L. de la Torre en su rostro. Languidece. Recorre las cortinas plisadas y observa las gotas que poco a poco cubren su ventana. La lluvia tiene algo de hipnótico, Virginia la mira durante largos minutos. Tal parece que los aguaceros sólo la inspiran a una actividad específica: dormir, pues cada vez que la intensidad aumenta, ella se dirige a su alcoba y se queda profundamente dormida. Tal vez la lluvia para Virginia tenga una carga tan fuerte que la hace recordar circunstancias dolorosas, una partida o un engaño. No lo sé. Lo que sé es que no le gusta y que incluso se le puede ver perturbada cuando los relámpagos se hacen cada vez más impetuosos. Desconozco las reacciones que suele tener en su trabajo cuando este acontecimiento climático se presenta, sólo sé que en la hueca y palpable soledad en la que ella se mueve, la lluvia representa un conflicto, algo funesto que la hace padecer una profunda melancolía. Una noche ella llegó acompañada de un hombre alto que portaba gafas de pasta. Otro

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La Testadura, una literatura de paso de sus amantes. Virginia reía como nunca. La pude ver enérgica y sumergida en los excesos del alcohol. Bailaba, hablaba en voz muy alta y realizaba movimientos bruscos, torpes, vertiginosos. Sentados en el sillón abotonado, el sujeto la miraba, reía con ella, la abrazaba y la llenaba de besos. Al poco tiempo le acarició las piernas y hurgó dentro de su falda. Cuando eso ocurrió, Virginia se levantó apresurada de su lugar para dirigirse a la mesita de arrime a henchir su copa de vino. El hombre la siguió y tomándola por la cintura la dirigió de nueva cuenta hacia el sillón. Sus manos grandes recorrieron otra vez las piernas largas de Virginia, quien se estremeció y lo abrazó con mayor fuerza, aferrándose a su cuerpo como si buscara protección. Sentada arriba de él, el sujeto le fue desabrochando la camisa de lino hasta que dejó al descubierto su pecho. El delgado sostén blanco hacía que sus pezones endurecidos se trasparentaran. Los senos de Virginia fueron tomados por su amante, quien, haciendo a un lado las copas del sujetador, lamió cada pezón de ma-

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Belinda L. de la Torre nera rápida, como si quisiera devorarlos. Ella gemía y movía lentamente su cintura mientras él le daba nalgadas y continuaba sorbiendo sus pechos. Un susurro se escuchó: “Vamos a mi habitación”. Después de eso, los dos se levantaron, apagaron las luces y corrieron al cuarto de Virginia. Transcurrieron dos horas. El individuo emergió de entre las sombras, atravesó la pequeña cocina y después la sala. Abrió la puerta con la intención de no hacer el menor ruido y huyó como un ladrón. Alrededor de las nueve de la mañana ella salió de su alcoba, aún había rastros de maquillaje en su cara. Abrió la nevera y se bebió con rapidez una jarra de jugo de naranja. Virginia no suele tomar café, pero ese sábado soleado prendió la máquina cafetera y tomó a breves sorbos varias tazas contemplado el periódico con una especie de melancolía y nostalgia. Durante el resto del día permaneció en casa. El sonido del televisor se escuchó durante varias horas.

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La Testadura, una literatura de paso La soledad la atrapa. Se retuerce entre sus brazos intentando sin poder conseguirlo, escapar. A veces le juega bromas pesadas. Ella casi siempre pierde. Suele visitarla durante las noches, cuando todo se queda en silencio. Escucho sus murmullos, musita palabras que no alcanzo a comprender. La imagino postrada en su cama, con los brazos cubriendo su rostro enrojecido y el cabello ondulado revuelto entre las sábanas. Sus demonios, fantasmas y algunas ausencias también la suelen visitar. Durante las tardes cálidas, mientras cocina, ellos se sientan en el pequeño comedor, parece que han sido invitados. Los maldice a través de su silencio. Simula no verlos mientras engulle cucharadas de sopa y bebe té sin azúcar. Esquiva sus miradas fijando su vista hacia la ventana. Pero hay días en los que se deja llevar por ellos y ya no hace otra cosa más que tragar pastillas para dormir. No, Virginia, no, ellos siempre regresan.

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Belinda L. de la Torre Puedo escuchar sus tacones, los mismos que la anuncian. El sonido de las llaves: quita el seguro y abre despacio la puerta de madera. Observa que todo está en orden y coloca su bolso sobre el sillón. Parece que aún está de buen humor. Se quita los zapatos negros de correa y se amarra el cabello. Me contempla. Soy su favorito. Me acaricia quitando un pequeño residuo de polvo. Se dirige a la cocina.

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La Testadura, una literatura de paso

Súbita ausencia Me enojaré amor mío, sin que sea por ti, y compraré bombones pero no para ti… (A las palabras suicidas) JULIO CORTÁZAR

Dalia seleccionó su atuendo con esmero. Eligió una falda negra acampanada que le llegaba unos centímetros debajo de las rodillas, una camisa color hueso y sus zapatillas negras de charol. Se maquilló de forma sencilla, quería lucir discreta sin dejar de verse atractiva. Difuminó la sombra color malva sobre sus párpados y trazó una delgada línea negra sobre el nacimiento de sus pestañas. Se puso rubor en las mejillas y, finalmente, se untó bálsamo en los labios. Se miró por unos minutos en el espejo: le

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Belinda L. de la Torre gustaba lo que veía. Su cabello castaño claro caía sobre sus delgados brazos y le daba un aspecto de inocencia. Él había quedado de pasar por ella a las seis. Dalia llevaría unos papeles que olvidó darle durante la última cita que tuvieron. En aquel día pasearon, se detuvieron en una cafetería y conversaron muy poco. Él se mantuvo muy callado, un poco distante y pensativo. Ella lo miraba y lo encontraba perfecto. Tenía días soñando con el momento en que volvería a verlo y sabía que la entrega de papeles era el mejor pretexto. Imaginaba sus movimientos, sus miradas y, lejos de todo eso, fantaseaba con un tierno beso. De sólo pensarlo sus mejillas se tornaban carmesíes y una leve sonrisa se pintaba en sus delgados labios. “¿A dónde iremos?”, se preguntaba. A Dalia le encantaba ir al cine, adoraba la emoción que le provocaban las luces al ser apagadas lentamente para proyectar la película, la música, las

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La Testadura, una literatura de paso actrices hermosas y elegantes, el olor a palomitas, los asientos cómodos y las parejas enamoradas que llegaban a ver filmes románticos. Ella siempre iba con sus amigas, pero mientras lo esperaba, la ilusión de que la invitara al cine asediaba sus pensamientos. Quería verse como todas las demás parejas que llegaban tomadas de la mano mirándose de una forma dulce y apasionada. Y mientras su imaginación se desbordaba, el sonido del claxon interrumpió sus pensamientos. Él había llegado. Eran las seis con ocho minutos. Tomó su pequeño bolso negro, la carpeta con los papeles y salió de casa. Cuando él la vio salir se levantó de su asiento y le abrió la puerta del coche. Dalia, con una sonrisa que resaltaba la emoción y la alegría de su corazón, le saludó entusiasmada estrechando su mano y brindándole un caluroso abrazo que regresó a ella con indiferencia. Al estar sentada en el coche, podía respirar un ambiente tenso y una pesadez semejante a la que se desprende en los momentos incómodos y en los

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Belinda L. de la Torre que se intenta simular tranquilidad. Ella comenzó a hacer comentarios triviales sobre el clima y las tareas que había realizado a lo largo del día, sin embargo, la actitud que él había tomado no cambiaba y la misma indiferencia que sintió cuando lo abrazó, se manifestaba de igual manera en sus palabras y en los monosílabos que empleaba para responder los banales comentarios de Dalia. Ella miraba a través de la ventana el deambular de las personas, intentaba distraerse del silencio sepulcral que imperaba en esos momentos. Miraba los colores del cielo y el atardecer que amenazaba con teñir el firmamento de azul marino. Intentaba convencerse de que seguro él no había tenido un buen día en su trabajo y que su actitud frívola desaparecería dentro de poco tiempo. Perturbada e inquieta, Dalia jugaba con el lazo de su bolso, lo enroscaba una y otra vez, y se mordía el labio inferior intentando quitar las pielecillas resecas, proyectando con ello un nerviosismo exacerbado que le era

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La Testadura, una literatura de paso imposible ocultar. Él permanecía con la misma postura, mirando fijamente al frente, sin voltear a verla, como si sus movimientos fueran automáticos o involuntarios. Ella comenzó a sentir que sus manos sudaban, y por más que pensaba en una forma de cambiar la situación, no se le ocurría nada. Al tiempo que contemplaba la imagen que le brindaba la ciudad, recordó el día en que lo conoció. Su hermana mayor la había llevado a una fiesta que organizaron en su colegio. Para esa noche le prestaron un vestido gris, ceñido a la cintura, sin mangas y con amplio vuelo en la falda. Con ese atuendo logró darse cuenta de que su cuerpo había cambiado y que la silueta de chica escuálida casi desaparecía por completo. Sus formas de mujer eran cada vez más visibles. Llegó con su hermana al salón y entre una multitud de jóvenes lo vio, vestido con su chaleco abotonado y pantalones ligeros. Esa noche bailó con él y cada vez que sus ojos se encontraban, ella le regalaba una sonrisa coqueta acom-

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Belinda L. de la Torre pañada por un sutil rubor en sus mejillas. Al término de la fiesta, se despidió de él albergando en su alma la callada esperanza de verlo nuevamente. Después de unas semanas se vieron en una cafetería y Dalia experimentó la misma emoción de aquella noche, pero él no, él se mostró disperso, distante, alejado de ella y de todos. Cuando terminaron de recorrer la alameda, ella sintió que era el momento de decirle que había traído los papeles que olvidó entregarle en la última cita. Sujetó con sus manos blancas y delgadas la carpeta negra de piel y lo miró fijamente mientras una sonrisa nerviosa se dibujaba en sus labios. Con su voz dulce y delicada, turbada por la circunstancia, le dijo: “Traje tus papeles”. Conservando su apatía, él giro su cabeza para mirarla y asintió; tomó la carpeta con su mano derecha y sin mostrar el mínimo interés por abrirla, la colocó en el asiento trasero del auto. Dalia sentía que su corazón latía precipitadamente y que sus manos estaban

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La Testadura, una literatura de paso más sudorosas. Tomó de nueva cuenta el lazo de su bolso, lo enroscó una y otra vez, alisó la tela de su falda, jugó con los mechones de su cabello y luego miró a través de la ventana la calle, los transeúntes, los tranvías, los taxis, los colectivos. Miraba todo aquello con desesperación, con ganas de huir y perderse entre la muchedumbre, entre las viejas calles grises. Se sintió sofocada, su respiración se entrecortaba y para intentar aliviarse un poco bajó el vidrio de su ventana. Al sentir el aire fresco sobre su rostro, entendió que no podía lidiar con la situación por más tiempo y que era necesario poner sus pies en el asfalto para tranquilizarse. Haciendo un esfuerzo para que la voz saliera de su garganta y que al hablar sus palabras no se quebraran, Dalia hizo una sugerencia que sonó más como una súplica que como una propuesta: “Tal vez lo mejor es que me bajes aquí” dijo. Él, sin mostrarse asombrado, volteó ligeramente su cabeza y sin decir nada asintió. Miró a través del retrovisor con la intención de mantener distancia entre los otros coches y al poco tiempo

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Belinda L. de la Torre estacionó el káiser azul ópalo para que ella bajara. Ella permaneció en silencio y bajó del coche. Sus ojos ya no buscaban los suyos. Cerró la puerta y al dar unos cuantos pasos, la sensación de mareo se instaló en su cuerpo. Ofuscada, caminaba de manera inconsciente, sin saber a dónde se dirigía. Se movía aprisa aferrándose al lazo de su bolso mientras agachaba su cara como si se escondiera de alguien. Dalia contuvo sus inmensas ganas de llorar y decidió seguir avanzando hasta encontrar un sitio con poca gente donde pudiera derramar sus lágrimas. Mientras caminaba, escuchaba los sonidos de la calle: detrás de Dalia, los pasos de una mujer que caminaba despacio, a su izquierda, un vendedor que gritaba una monótona y triste melopea, a su derecha, el ir y venir de los coches, al frente, la melancólica melodía que tocaba el organillero, y en su interior, el rumor de su respiración arrítmica, agitada.

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La Testadura, una literatura de paso Con cada paso que daba se sentía más tranquila. Poco a poco levantó su rostro hasta percibir por completo los colores y la actividad del centro de la ciudad. Se bajaban las cortinas de las tiendas, los faroles se encendían y la gente caminaba más rápido. Era la hora en la que todos se disponían a regresar a casa, excepto ella, al menos no todavía. Buscaba un lugar para permanecer quieta unos instantes; a lo lejos, miró un pequeño espacio que podía ocupar, era el pórtico de una casa deshabitada, lucía descuidado, pero le pareció seguro, tranquilo y armónico. Avanzó hasta llegar a él, tenía unos viejos peldaños maltratados y un barandal oxidado; había unas hojas secas y piedras en los escalones, quitó algunas y se sentó. Miró a su alrededor. Las personas caminaban sumergidas en sus pensamientos, pensaban en sus problemas, a nadie le interesaba la presencia de Dalia que era tan desapercibida como la de cualquier extraño. Al ver su falda negra sus ojos se llenaron de lágrimas, pensó en que seguro él no se dio cuenta del esmero con el que eligió su

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Belinda L. de la Torre atuendo ni la delicadeza con la que se maquilló. Sintió vergüenza. También autocompasión. Tan sólo era una chiquilla crédula que mantuvo la esperanza de sentirse amada. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Su llanto era taciturno, mudo. De su pequeño bolso negro sacó una cajita acompañada de una pequeña nota que decía “Con cariño para ti”. Deshizo el moño rojo y la abrió, tomó los bombones cubiertos de chocolate que había dentro de la caja y comenzó a comerlos: con cada mordida sentía alivio, era como si destruyera los vestigios de la súbita ausencia que él había dejado. Engulló todos los bombones de la caja y lloró al mismo tiempo. El sabor del chocolate se mezclaba con lo salado de sus lágrimas y la insipidez de su tristeza. Quiso decirle tantas cosas… Mil palabras revoloteaban dentro de su garganta, saltaban, se retorcían, se agitaban vertiginosamente queriendo viajar a través del sonido. Quiso decirle que le quería, que había pasado noches enteras soñándolo, que había momentos en los

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La Testadura, una literatura de paso que recreaba la imagen de su rostro, que fantaseaba con una cita perfecta repleta de besos y abrazos cálidos, que imaginó el momento de la entrega de chocolates pensando que sería una agradable sorpresa. Pero sus palabras debían permanecer ahí, quietas, atadas, calladas. Debía tragarse su amargura e intentar olvidarlo todo. Cerró y guardó la caja dentro de su bolso. Con sus manos limpió sus grandes ojos marrón verdoso y se levantó. Sacudió su falda y se colocó el bolso sobre su hombro izquierdo. Miró el firmamento, la noche había caído y ella estaba sola, debía regresar a casa. Con pasos lentos Dalia avanzó, sus tacones se escuchaban sobre la estrecha calle poco transitada. Su silueta se perdió en la oscuridad.

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Belinda L. de la Torre

Residuos de un amor fugaz I am too busy to have friends a lover would just complicate my plans… AMANDA PALMER

Era un sábado por la mañana. El sol se colaba a través de las cortinas color malva que cubrían mi ventana. Intenté dormir un poco más, pero la jaqueca me obligó a levantarme de la cama. Abrí el refrigerador y saqué un litro de jugo de naranja, luego puse a trabajar a la vieja cafetera y me senté a leer el periódico. Con una interesante apatía, leí los encabezados y unas cuantas líneas de las notas, pero me distraje al recordar lo ocurrido. Me serví una taza de café y contemplé la calle; hacía un día precioso, tan hermoso que por momentos pensé que cambiaría mi humor, luego me percaté de que era imposible, siempre he sido una neurótica.

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La Testadura, una literatura de paso Mientras daba pequeños sorbos a mi café, imágenes de lo vivido durante la noche se proyectaban en mi mente. Recordé sus ojos negros y tuve miedo. Traté de reconstruir conversaciones, pero la latente posibilidad de mentira me aterraba. El recurrir a la memoria no siempre es una buena opción, a través de ella las remembranzas se degradan o se desfiguran dependiendo de las circunstancias. En mi caso, segura estaba de que había cosas que no debía recordar de aquella noche, entonces, enterré algunos recuerdos como si se tratase de cadáveres putrefactos y supe que con ello, tan sólo convertía a la memoria en una fuente irremplazable de verdad, sujeta al error. Olía a él. Me dirigí al baño y me quité lentamente la ropa con la que había dormido. Abrí las manillas de la regadera y nivelé la temperatura del agua. Al tener el suave contacto con ella, una extraña sensación de tranquilidad me cubrió: se limpiaba la inmundicia de mi cuerpo.

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Belinda L. de la Torre La suciedad física se iba por la coladera, sin embargo, el enorme peso de la porquería de mi alma permanecería intacto, ni todo el jabón podía hacerlo desaparecer. No sé cuánto tiempo permanecí en la regadera, sólo sé que no quería salir y que al quitar la capa de vapor que cubría el espejo, tuve vergüenza de mirarme, de ver el reflejo de una mujer frágil, débil y cobarde. Al vestirme pude ver unas ligeras marcas que delataban un golpe, intenté con todas mis fuerzas simular que no lo había visto, pero estaba ahí, en mi rodilla, funcionando como un recordatorio. Me recosté en la cama aún sin tender y miré el techo, a lo lejos escuchaba risas de niños y motores de coches. Me cubrí con una blanca y ligera sábana. Supe que había llegado el momento, que no podía guardar por más horas el sentimiento de culpabilidad y tristeza, debía escupirlo, sacarlo de una vez por todas. Lloré, lloré de rabia, pero al mismo tiempo de dolor. Sentía un hueco más profundo, un hueco que intenté rellenar aquella noche. Sentía más

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La Testadura, una literatura de paso intensa la soledad que en otros días. Me esforzaba por no traer los recuerdos a mi mente pero era imposible, aparecía él y sus grandes ojos fijos. Podía ver como si mirara a través de un catalejo, la avidez con la que sus manos recorrieron mi cuerpo y cómo su boca buscaba mi boca en la oscuridad. Podía ver también la ternura con la que correspondía a sus abrazos, las caricias que le brindaba y el modo frenético de aferrarme a su cuerpo buscando protección. Los seres humanos somos tan vulnerables, dóciles ante circunstancias que no podemos manejar. Vivimos a espesas de nuestra condición humana con la que cometemos errores, uno tras otro, olvidando por momentos el precio que debemos pagar después, tragando pedazos de conciencia, perdiendo la cordura intentando satisfacer necesidades, en mi caso, intentando sin poder conseguirlo, llenar mi propio hueco. No sé si recuerde mi nombre, no sé si guardó mi número telefónico, lo que sé es que sus pala-

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Belinda L. de la Torre bras quedaron almacenadas en mi mente y que, la esperanza de una llamada permanecerรก quieta.

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Belinda L. de la Torre: transeúnte, cinéfila, rockera de corazón y obsesionada con lo vintage, es originaria de la ciudad de Zacatecas. Licenciada en Letras, actriz de vocación. Ha formado parte de diferentes compañías teatrales como Luciérnagas de papel y Stigma. Ha participado con sus cuentos en suplementos culturales como La Gualdra del periódico La jornada y en programas radiofónicos como De viva voz de Radio Zacatecas. Actualmente vive sumergida en tiempos anacrónicos.


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