La Testadura no. 25: Fernando Zesati

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Coordinación editorial: Mario Eduardo Ángeles. Equipo editorial: Mo. Eduardo Ángeles, Pedro Serrot, Jesús Reyes, Lizeth Briseño. Fotografías e ilustraciones: El Pulpo Santo. Agradecimientos especiales a la Facultad de Lenguas y Letras de la Universidad Autónoma de Querétaro, a Roxana Jaramillo, Diana Isabel Enríquez, Cristian Padilla, Tzolquín Montiel, Enrique Ibarra y David Morales. Consejo Editorial: Manuel Bañuelos, Miguel Escamilla, Salvador Huerta, Pedro M. Serrot, Mo. Eduardo Ángeles, y Jesús Reyes. Contacto: latestaduraliteraria@gmail.com latestadurliteraria@hotmail.com México, Noviembre 2012. Los derechos de los textos publicados pertenecen a sus autores. Cuida el planeta, no desperdicies papel.


Fernando Zesati Tengo 23 años y estudié en la facultad de filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro. He sido seleccionado en los certámenes "Tinta fresca" 2011 y "Pluma, tinta y papel" en el 2012. He publicado textos en la (desaparecida) revista zacatecana "Sigma" y en la compilación "Su sombra y otros relatos" en 2011.



CONTENIDO Una situación sencilla Una situación absurda Una situación real Una situación eterna Una situación monetaria Una situación complicada



Una situación sencilla Después del naufragio y después de haberse reunido todos alrededor de un fuego (casi dos docenas de sobrevivientes), se sintieron envueltos por ese peculiar vínculo que reúne a los hombres durante las desgracias y nació en ellos el sentimiento de comunidad. Se organizaron, en poco tiempo, para construir refugios, procurarse agua La Testadura

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y alimento y encomendar a un grupo de ellos que se encargara de las señales de auxilio. Decidieron sólo usar las bengalas, aunque tenían demasiadas, cuando hubiera algún medio de rescate en su proximidad. Y, en efecto, este medio se presentó, quizás demasiado pronto. A sólo seis semanas de encontrarse ahí, un gran buque de apariencia militar se detuvo a pocos kilómetros de la isla, durante un día de abril con bastante humedad y poco viento. Los náufragos lanzaron una bengala y obtuvieron una respuesta; se emocionaron mucho. Brincaron, algunos, y otros comenzaron a reLa Testadura

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unir sus cosas, se abrazaron y dieron gritos de júbilo, una joven se desmayó, hubo lágrimas. Pasaron un par de horas y, después, un par de pares de horas, sin que el buque se moviera de su sitio. Ellos lanzaron otra bengala y esta vez no hubo respuesta; sus rescatistas guardaron silencio y la cosa se mantuvo así de ahí en adelante. El buque pasó semanas fijo en su lugar y ellos siguieron enviando señales, a pesar de que estaban desesperados y no comprendían porqué el rescate tardaba tanto en realizarse. Pasaban sus días contemplando el horizonte y, en La Testadura

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él, se concentraban en ese barco que debía llevarlos a casa; mantenían aún las actividades necesarias para sobrevivir – pescaban y recolectaban frutas, entre otras cosas – pero su actividad principal era observar al buque y especular el porqué de su lejanía. Tenían tan fija su atención en ese barco que todos estuvieron ahí el día en que naufragó, en medio de un incendio, soltando su contenido hacia los estómagos del océano. Para ellos fue más una muerte que un naufragio, la muerte de quien los llevaría a casa, de su rescatista. Y, como toda muerte, los hizo llorar La Testadura

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un poco y les quitó el sueño, pero ellos no desistirían: seguirían lanzando bengalas, periódicamente, y haciendo señales de todo tipo. Estaban convencidos de que serían rescatados, de una u otra manera, e interpretaban que lo sucedido con aquel buque era de algún modo presagio de ello. Pero los días pasaron y se volvieron semanas y meses, sin que nadie atendiera sus gritos transoceánicos de auxilio. Ellos siguieron con sus bengalas, y con todas las señales que conocían. Y cada año, cuando llegaba el mes de abril hacían una gran fogata y lanzaban La Testadura

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luminarias toda la noche para conmemorar la aparición del gran buque de apariencia militar. Años más tarde, el día de hoy, parecería que han enloquecido, ciegos todos por un delirio sobrenatural, una fantasía mitológica – se dice entre los náufragos que el buque aguarda aún en el mismo punto, pero bajo el agua, esperando algo que debe ocurrir antes de que pueda rescatarlos.

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Una situación absurda No le molestó, en principio, que alguien más se hubiera convertido en dirigente de los náufragos, pues no estaba tan necesitado de dirigir ni de dictar. La molestia se había asomado a su rostro, más bien, porque nadie lo consideró siquiera para el cargo, que habría rechazado, de cualquier manera. Sin embargo, independientemente La Testadura

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de que él quisiera o no llevar las riendas del grupo, le parecía que haberlo convocado para que lo hiciera era, sencillamente, lo más lógico y lo más razonable, considerando que había sido alcalde antes de zozobrar en aquella miserable isla. Y, si se le piensa bien, la situación era por completo absurda: tenían a un gobernante profesional entre ellos pero decidieron, mejor, que un veterinario jubilado fungiría como líder. Vaya montón de cabezas huecas. Cuando, después de algunos días, se acostumbró a la idea de no ser él quien mandaba, comenzó a ver las venLa Testadura

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tajas y beneficios de aquella posición. Nadie vendría a reclamarle si el alimento era escaso, ni tendría que rendir cuentas sobre el manejo del agua potable, ni planificar la construcción de refugios, ni resolver los conflictos entre los isleños; antes bien, sería él quien podría hacer todos los reclamos que quisiera y exigir que su líder pusiera el esfuerzo necesario para satisfacerlos. O, al menos, así lo veía él. Y quizás sólo él. Lo cierto es que la gente se quejaba poco y, más que eso, lo que hacían era sugerir y cooperar para que las sugerencias se vieran realizadas. Su pequeña La Testadura

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sociedad estaba muy lejos, como todas las demás, de la perfección utópica con que sueñan algunos hombres, pero la cosa no iba tan mal, gracias a una preocupación generalizada por el bien común (que resulta del todo comprensible, pues no eran realmente tantos y, por ello, todos tenían una función y necesitaban unos de los otros.) Sólo él emitía constantes reproches y se dedicó durante algunas semanas a criticar las decisiones del régimen, sin ser tomado en serio. . Y no se le escuchó ni se le dio seguimiento a sus quejas por una sencilla razón: no existía tal régiLa Testadura

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men. Los náufragos habían colocado a uno de ellos a cargo únicamente para tener una especie de dictamen último en las discusiones, algún baremo fijo que no estuviera sujeto a sus variados y ondulantes criterios. Pero ese líder nunca decidía él mismo sobre nada; siempre había consenso, siempre se hablaron los temas importantes y nadie le reclamó asunto alguno, pues sabían todos que cualquier reclamo estaría dirigido a la comunidad entera. Llegó el día – algún tiempo después de la aparición y el hundimiento del buLa Testadura

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que de apariencia militar – en que él, que estaba tan molesto, aunque no quería llevar las riendas, reunió al líder y al resto de sus compañeros para hacerles ver que si las decisiones las tomarían comunitariamente, no hacía falta tener al viejo veterinario ocupando su puesto. Ellos lo pensaron un rato y, después, le dieron la razón y decidieron que nunca más habría entre ellos un jefe y que nadie estaría más allá de nadie. Eso representó para él el final de todo cuanto era razonable y justo. No soportaba la idea de que nadie mandara y temió que el orden desapareciera y La Testadura

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comenzaran, pronto, a comportarse como salvajes; y pensó que quizás ya lo eran: perdidos a mitad de una nada oceánica, en una isla incivilizada, indómita, inhumana, sin estructura y sin norma. Y eso lo hizo enloquecer un poco, retirarse de los otros y pasar varios días sin comer; hasta que una noche, sin que nadie se diera cuenta, ató sus extremidades a una valija que contenía la totalidad de sus posesiones y se lanzó a las aguas y en ellas murió ahogado. Es probable que se haya hundido hasta tocar, con los pies aun dentro de los zapatos, la cubierta del buque. Y pueLa Testadura

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de que ahí haya descansado con una sonrisa satisfecha, estando en una embarcación militar, donde, aún muerta la tripulación, existen las jerarquías y, sobre todo, se respetan.

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Una situación real Siempre había sido una mujer sociable y había ayudado enormemente a que los náufragos se organizaran. Era una importante pieza en la estructura social que mantenía unidos a los sobrevivientes, pero le gustaba, por qué no, pasar un poco de tiempo a solas. Cada mediodía se adentraba en las pobladas selvas insulares y las recorría La Testadura

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a paso lento, pensando o a veces hablando consigo misma, lejos de todos los demás. Y fue en uno de esos paseos que realizó el bello descubrimiento: la flor de pétalos amarillos con puntos de un ligero tono magenta, que encontró, sin pretenderlo, a la sombra de un árbol. Esa flor o, mejor dicho, esas flores tenían algo que la cautivaba y que la llevó a comunicar el hallazgo a otros de sus compañeros. Eran plantas únicas, que no guardaban similitud con ninguna otra que ella hubiera visto antes. Y, según confirmó con los otros, parecían pertenecer a una especie aun no regisLa Testadura

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trada en las bases de datos de las comunidades científicas internacionales. Ya que el descubrimiento había sido suyo (y a nadie más le importaba tanto como a ella) decidieron todos que ella sería la encargada de ponerle nombre, aunque todo el grupo debía estar de acuerdo. Pero no se le ocurría ningún apelativo y, además, no tenía noticia de los latinismos que para eso se usaban, ni conocía las reglas de nomenclatura de los hombres de ciencia. Así que optó por reunir a varios de los náufragos y que la nombraran en conjunto. Hubo una gran cantidad de opciones; La Testadura

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unas rendían homenaje a sus héroes y familiares más caros, otras se derivaban de palabras habituales y había algunas de extravagante fonética, producto de imaginaciones desbocadas. Lo que no hubo fue un acuerdo. Pese a las labores que debían realizar para conseguir la subsistencia, los náufragos tenían cantidades enormes de tiempo libre y podían pasar tardes y quizás jornadas enteras discutiendo sobre este tipo de asuntos. Hablaron sobre el posible nombre para la flor durante semanas. Y hablaron y hablaron y hablaron, sin llegar a una solución defiLa Testadura

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nitiva. Ella, por otro lado, ya había perdido el interés y se dedicaba, ahora, a recolectar frutos y muy rara vez se demoraba en el tema de las flores. La última vez que pensó en el asunto, un martes típico en aquella isla (mediodía, ninguna nube, sol amarillo), la discusión le recordó al viejo diálogo familiar, de hacía varias décadas, en el que se habló largo y tendido sobre el posible nombre de su hermana. Sus padres decidieron, al final, llamarla Claudia y eso a ella la dejó igual. Veía los nombres como simples palabras, La Testadura

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vanos conjuntos de letras, y no le importaba mucho si su hermana recibía eso nombre o cualquier otro. Mientras los demás seguían pensando en cómo debía llamarse la planta, ella había asumido que el nombre poco importaba y que, de cualquier manera, pasaría lo mismo que había pasado con su hermana menor: tomaría un nombre genérico que no podría describirla jamás, pues no hay nombre ni palabra que permita conocer una cosa o una persona en específico, sino que se aplican a cualquiera por igual y sin distinciones. Estando ahí, en una isla perdida en La Testadura

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algún punto del océano, lo había comprendido todo finalmente. Nunca podría hablarse de aquellas flores, mucho menos de una de ellas, ésa, que tenía ella en la mano mientras pensaba estas cosas, pues flor se dice de cualquier flor, de una flor abstracta, irreal. Las palabras guardaban toda la lógica y el sentido de lo que podía hablarse y la realidad, si es que la había, se encontraba muy lejos de todo esto y debía ser indefinible, innombrable y por completo absurda. Ya lo había comprendido. Y estuvo a punto de comentarlo con los otros, de La Testadura

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no ser porque se enteró de que alguien había vislumbrado un barco y parecía que pronto podrían dejar la isla. Lo olvidó todo de pronto y se concentró en reunir sus cosas y alegrarse por lo que acababa de escuchar, esas palabras, irreales palabras, esa promesa de poder regresar a casa.

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Una situaci贸n eterna Sab铆a muy bien que esa no era su funci贸n, siendo apenas un grumete, pero estaba dispuesto a hacer el trabajo y a hacerlo lo mejor posible. Consideraba que esa era la oportunidad perfecta para hacer ver a sus superiores que no era tan torpe como muchos pensaban y que, de hecho, podr铆a tener un futuro brillante, o por lo menos un poco ilumiLa Testadura

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nado, en la marina y sus corporaciones. Su trabajo era copiar la lista, ya revisada por los oficiales correspondientes, de las embarcaciones que llegarían a los puertos y las que los dejarían. Era un trabajo tedioso pero sencillo, como buscar un número o un nombre en el directorio telefónico. Y eso no importaba, él iba a realizarlo a la perfección y a demostrar a todos que era capaz y eficiente, quizás más que la mayoría. Tenía una intención firme de sobresalir en el cuartel, de hacerse notar por su dedicación y esmero, y por eso, entre otras cosas, hacía que su apariencia se La Testadura

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mantuviera dentro de las precisiones que había leído en los códigos navales. Cuidaba mucho el largo de su cabello (que debía ser mínimo), la presencia de la barba en su rostro y la limpieza de cada partícula de su joven anatomía y de su uniforme. Trataba de asimilar su imagen a la de los cadetes en los afiches. Y casi siempre conseguía una similitud exacta. Pero le parecía, a veces, que era demasiado esfuerzo, no por difícil de realizar, sino por la periodicidad y la constancia de su repetición. Ahora que hacía la copia final de la lista, revisaba doblemente cada número La Testadura

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de matrícula, poniendo todo el cuidado del que era capaz y haciendo un enorme esfuerzo por evitar confundir una fila con la otra, una columna con su vecina. Pero pensaba también en la repetición de las sesiones de corte para su cabello, en la necesidad de lavarse las manos todo el tiempo, en la obligación diaria del baño. Y no sólo eso: también repasaba el asunto de la alimentación y del proceso contrario a ella, la aparición del sueño que siempre debía ser saciada en el curso de una noche y, en general, en todo aquello que debía hacerse una y otra vez para mantenerse en condicioLa Testadura

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nes de ser considerado el mejor de su grupo o, sencillamente, para mantenerse con vida. Los marineros de los afiches, por otro lado, se mantenían siempre idénticos, nunca tenían que cortarse el cabello, ni hacía falta que limaran sus uñas, ni habían de lavarse el rostro. Y, además, sus uniformes se encontraban impecables cada vez que los inspeccionaba. Se imaginaba que esa permanencia era justo lo que necesitaba. Lejos del constante cambio y del flujo de todo, se mantendría siempre igual, siempre perLa Testadura

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fecto y en las condiciones esperadas de un oficial de marina. Aunque también era cierto que el afiche mismo se había deteriorado un poco; estaba manchado en una esquina y era notorio el efecto de la humedad en el papel. Y, además, el estatismo de aquella imagen no era exactamente lo que a él le convenía. Él soñaba con crecer y subir de rango en la marina y para eso había que cambiar, no mantenerse inmóvil, aunque perfecto, como los cadetes del afiche. Ellos no estaban vivos, pero tampoco estaban muertos, quizás nunca hubieran existido, o no de ese modo; quizá nunca La Testadura

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fueron soldados, sino actores o modelos que recibían una paga por posar para esos carteles. Ahora estaban ahí, en aquella situación eterna, inmóviles, mientras él los veía y admiraba su gracia, más allá del tiempo y de todo cambio. Esa visión momentánea de la eternidad en un afiche le produjo un pavor extraño, que se disolvió a los pocos minutos cuando la lista estuvo terminada. Él se sintió muy bien, yendo a entregar el documento un cuarto de hora antes de que se venciera el tiempo que le habían asignado. Y comenzó otra vez a pensar La Testadura

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en que así demostraría lo capaz que era y lo dedicado de su labor, arañando casi un sueño que le parecía cada vez más próximo, como si fueran a ascenderlo sólo por haber hecho un esfuerzo tan sencillo. Y, de hecho, su esfuerzo resultó vano. Desatendió, sin darse cuenta, los números de catorce embarcaciones que llegaban y nueve que se iban. Y fue dado de baja cuando los oficiales correspondientes se percataron del enorme error que había cometido, por estar en pensando en eternidades y cortes de cabello. La Testadura

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Una situación monetaria Todos los hombres tienden por naturaleza al conocimiento, según dijo un filósofo. Y tienden también, como todos hemos visto, a acumular riquezas, quizás por naturaleza, por costumbre o incluso por un tedio insoportable, como en este caso. El barco llevaba meses en altamar y parecía muy lejano el día en que tocaría La Testadura

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la tierra, así que la tripulación se entretenía, por momentos, pues tenían otras ocupaciones, en jugar a la baraja. Y apostaban, como era de esperarse, y perdían y ganaban, algunos más que otros. Él estaba entre los que ganaban más frecuentemente, casi todo el tiempo, y había acumulado una buena cantidad de dinero. Al principio le interesaba sólo jugar y pasar el rato, distraerse, no pensar tanto en la continuidad ridícula de las aguas oceánicas. Pero llegó el punto en que su interés no era otro que el económico: apilar las monedas una sobre La Testadura

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otra y pasar sus intervalos de ocio contando billetes; no sabía por qué pero algo en aquella pequeña fortuna, que aumentaba constantemente, lo hacía sentirse bastante bien. Su función había sido mantener la comunicación entre el buque y los puertos, pero no habiendo puertos ni costas ni playas, su trabajo se había esfumado y sólo le quedaba juntar dinero. Jugó a las cartas hasta que sus compañeros se convencieron de que hacía trampas – y las hacía, pero no siempre – y decidieron no jugar contra él. Después comenzó a vender las botellas que había traído a La Testadura

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bordo y de eso obtuvo una buena ganancia, pues los rangos elevados mantenían escondido, en algún compartimiento secreto, el resto del licor (llevado por ellos mismos pese a la clara prohibición del reglamento naval). Cuando se terminaron las botellas, vendió parte de su ración alimentaria, se ofreció a realizar las tareas de otros, por un módico precio, y, en sólo tres ocasiones, llegó a robar lo que descuidadamente había sido dejado a su alcance. También vendió un poco de su equipaje, fungió como intermediario entre otros marineros y sustituyó a un hombre en un La Testadura

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par de peleas a puño a limpio; todo, claro, con alguna ganancia. Llegó el día en que se volvió propietario de todo el capital que había en la embarcación. No tuvo que hacer algún trabajo, ni estafar a nadie con los naipes, ni robar ni vender nada; simplemente encontró el billete, con un hermoso número cincuenta impreso en él, mientras subía una de las escaleras que llevaban a la cubierta. Cuando supo, gracias a varias conversaciones con varios de los marinos, que era el hombre más rico del barco, se sintió contento como nunca antes en toLa Testadura

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da su vida. Jamás había sido el más acaudalado de ningún lugar, bajo ninguna situación. Y ahora tenía todo el dinero de un buque militar y era el hombre más feliz del mundo. Y comenzaba a sentirse distinto, como si hubiera, de pronto, alcanzado un rango más alto que cualquiera de los oficiales en el navío, como si así nada más, casi por accidente, se hubiera convertido en un monarca marítimo. A partir de ese momento no volvió a realizar ningún tipo de trabajo en el barco; convencía a todo mundo de hacer sus labores, prometiéndoles un pago, La Testadura

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que no acontecía jamás. Comenzó a dar órdenes a sus compañeros y a promover la idea de que al tener todo el dinero tenía, también, todo el poder. Y eso le funcionó muy bien, pero sólo durante algunos días. Un jueves, o quizás era martes, salió de su camarote (ahora ocupaba una de las habitaciones más grandes) y pidió a un grumete que tendiera sus sábanas, sin que el muchacho siquiera lo volteara a ver. Después quiso que le lustraran las botas y que recortaran su cabello, pero recibió sólo negativas y en muchos casos risillas burlonas. Ni siquiera los más La Testadura

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sumisos de los marineros parecían dispuestos a prestarle algún servicio, aun cuando él les recordaba que era el hombre más rico del barco. De hecho, fue por recordar aquel asunto de la riqueza que comprendió lo que sucedía. Sus compañeros se lo explicaron, haciendo un enorme esfuerzo por no soltar la carcajada a mitad del diálogo. La noche anterior, en un concilio que él desconocía por completo, se acordó cambiar de moneda, por lo menos hasta que desembarcaran en algún lugar. La nueva moneda, o más bien los La Testadura

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nuevos billetes, eran unas delgadas tiras de papel blanco que llevaban un número (había de cinco, de diez y de cincuenta) y un sello del capitán que los volvía oficiales y válidos. Cada marinero, excepto él, que antes era el más rico de todos, había recibido la misma cantidad de billetes y era libre de hacer con ellos lo que mejor le pareciera. Y, como era obvio que iba a pasar, nadie quería que uno solo de esos billetes tocara las manos del campeón de los naipes. A él sólo le daban alimentos y los insumos necesarios para permanecer con vida, si realizaba las tareas que le La Testadura

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correspondían, dejándolo con una pequeña pero maciza fortuna de billetes y monedas que no tenían, ya, ningún valor más que el sentimental, que, por supuesto, no alcanza para comprar un solo átomo de nada.

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Una situación complicada Después de haber visto la costa, el capitán comenzó a sentirse muy alegre y avisó a su tripulación que pronto pisarían en firme y que la desdicha había terminado. ¡Tierra, tierra, tierra! – gritó frente a los marinos y éstos se prepararon para desembarcar y pensaron que, tal vez, les sería posible beber algunas cervezas esa misma noche. La Testadura

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El capitán y su tripulación habían sido víctimas, como tantos otros, de la desidia de algún burócrata, que no anexó el número de su buque a la lista de navíos con autorización para volver a casa. Y, debido a la guerra (esto ocurrió hace bastantes años), ningún otro país los quería cerca de sus playas; de modo que habían pasado la mitad de un semestre en alta mar y se estaban quedando sin suministros. Por eso es que la vista de un horizonte sólido emocionó tanto a todo mundo y por eso se imaginaban a las puertas del Paraíso, a punto de entrar. La Testadura

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En algún momento las personas en tierra lanzaron una bengala y ellos respondieron con otra. Les pareció que eso era un gesto de bienvenida y se sintieron a salvo, por primera vez, tras varios meses vagando sobre el agua salada. Se sentían vivos y, sobre todo, seguros, confiados y con ganas de celebrar; y como ya no tenían que moderarse con las provisiones, terminaron con sus bodegas en un banquete vespertino. Calcularon que más adentrada la noche podrían reabastecerse, pero, en medio del júbilo, el capitán y sus subalternos liberaron las botellas que habían La Testadura

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mantenido escondidas y la cosa se puso grave – la juerga fue tal que se olvidaron de echar a andar los motores y despertaron, a la mañana siguiente, con una resaca a cuestas y estando aún en el mismo punto sobre el océano. Pese al malestar, a la náusea y al dolor de cabeza (que se agigantan con sol de altamar), algunos miembros de la tripulación se colocaron al timón y se dispusieron a navegar hasta llegar la costa. Y navegaron, en verdad, y durante muchas horas, pero daba la impresión de que la isla permanecía siempre a la La Testadura

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misma distancia. Parecía que no se movían o que la playa retrocedía mientras ellos avanzaban o alguna otra cosa que no podían comprender. Aceleraran o desaceleraran, la costa seguía estando sólo un poco lejos, como si pudiera igualar su velocidad y detenerse cuando ellos lo hicieran para mantenerse, siempre, más allá de ellos. Eso, al menos, es lo que parecía. Y no faltó, entre los marinos, quien tuviera alguna ocurrencia que explicara lo que pasaba; aunque, ya se dijo, nadie sabía exactamente qué estaba sucediendo. La hipótesis más repetida, de hecho, La Testadura

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durante semanas, fue que por haberse embriagado y haber armado la bacanal a bordo no merecían desembarcar y que por ello la Isla se alejaba de ellos y les negaba el rescate constantemente. Por supuesto que no todos lo creyeron y se formó una discusión, después una disputa, luego un pleito y, finalmente, un motín, en el que todos enloquecieron y terminaron incendiando el buque.

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