Del viaje a la escritura antología
Bilis Negra Editorial
Del viaje a la escritura Antología (fragmentos)
Gustavo Adolfo Farías Ortiz (compilador)
Bilis Negra 2020
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Del viaje a la escritura Antología (fragmentos) Ernesto “Che” Guevara Fernando González Eduardo Zalamea Borda Flora Tristán Matsuo Bashō Ricardo Piglia
Bilis Negra 2020
Del viaje a la escritura. Antología (fragmentos). Primera edición. Diciembre de 2020. Bilis Negra Editorial Diseño y diagramación Gustavo Adolfo Farías Ortiz & Laura Fernanda Florez Fotografías Gustavo Adolfo Farías Ortiz & Laura Fernanda Florez Compilador Gustavo Adolfo Farías Ortiz Contacto bilisnegraeditorial@gmail.com Nos tomamos el atrevimiento de reproducir algunos fragmentos de estas obras. No contamos con los derechos, pero buscamos dar a conocer el trabajo de estos escritores, cuya autoría reconocemos, para que los lectores se interesen en profundizar en sus trabajos. Priorizamos el fin educativo más que el lucrativo.
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Contenido
Prólogo 11 Gustavo Farías Diarios de motocicleta 25 Ernesto “Che” Guevara Viaje a pie 39 Fernando González Cuatro años a bordo de mí mismo 53 Eduardo Zalamea Peregrinaciones de una paria 71 Flora Tristán Sendas de Oku 95 Matsuo Bashō Diario de un loco 107 Ricardo Piglia
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Prólogo
Viajar y narrar son actos siempre interrelacionados. Sea como búsqueda de libertad, o como el deseo de un simple cambio de rutina, el viaje y la escritura son algunos de esos espacios y tiempos en los que nosotros, como seres del lenguaje, intentamos responder a esas preguntas a veces tan difíciles respecto a nosotros mismos, como respecto a nuestra identidad —quiénes somos—, nuestro lugar en el mundo —de dónde venimos y para dónde vamos—, nuestra relación con los demás —quiénes son los otros que no soy yo—, nuestro sentido de vida —qué hacemos acá—, y nuestra relación con la naturaleza
Gustavo Farías
—por qué habito donde habito y no en otro lugar—. De hecho, muchas de las reflexiones que se puedan realizar al respecto se ven drásticamente transformadas cuando las personas que las piensan realizan viajes que en muchos casos se convierten en hitos de un cambio casi que paradigmático en el descubrimiento de su propia identidad. Y lo más bonito, creo yo, es cuando esas personas se atreven a compartir la transformación, y cuando lo hacen por medio de expresiones artísticas. Dentro de dichas expresiones, hay dos que en particular me llenan de regocijo y me incitan a realizar esos viajes —literarios, geográficos o escriturales—: la literatura de viajes y la fotografía. En la primera, sorprende la forma en la que escritores de grandes tallas han podido narrar de maneras tan íntimas y magníficas las historias que transcurren en sus vidas cotidianas, siempre con un tono autobiográfico que danza en la frágil línea que hay entre lo ficticio y lo real. En particular, una de las expresiones literarias que más me llama la atención es 12
Prólogo
la publicación de diarios íntimos o, como veremos en esta antología, de los diarios de viaje. En ellos, los autores escriben antes, durante o después de los acontecimientos, y muy en carne viva, cada uno de los detalles que van transformando sus vidas. Hay un principio —la partida— y un anhelado final —la llegada a un lugar desconocido o el regreso a lo conocido—, y es en ese interesante intermedio en el que suceden cosas que hacen que la persona nunca llegue al mismo lugar del que partió. Los acontecimientos vividos durante el viaje y las reflexiones sobre ellos convierten a ese escritor en otra persona. Narrar esa transformación es algo genial y extraordinario, porque no solo se narra lo externo, sino lo más íntimo en relación con lo que sucede —se hace filosofía—. Por otra parte, fotografiar espacios y tiempos particulares, capturar el instante en el que algo ordinario o extraordinario ocurre, será siempre de mi mayor admiración, pues la forma en que se haga reflejará mucho de la persona que observa. Muchas veces, las foto13
Gustavo Farías
grafías dicen más de quien las captura que de lo fotografiado, y buscar esos significados en lo “no dicho”, en lo que está fuera del lenguaje, siempre será digno del más grande esfuerzo intelectual, así como de la más sencilla e inentendible sensación estética. Las fotografías tomadas durante el viaje no solo hablan de los lugares visitados, sino que dan cuenta también de la transformación de aquel que se atreve a viajar. Ya lo veremos más adelante. Siendo así las cosas, en la presente antología quise compartir con los lectores algunos fragmentos de esos libros de literatura de viajes que considero reflejan de manera completamente bella e interesante la transformación del viajero. Para iniciar, en el primer capítulo aparecen los diarios del Che Guevara en su viaje por América Latina. De este, destaca la forma sincera y bastante clara en que el Ernesto que escribió los diarios durante el viaje se convierte en un Ernesto distinto gracias a la es experiencias del viaje. Conocer los rincones más íntimos del continente —y de su 14
Prólogo
gente— por el cual el revolucionario quiso dar su vida entera, indagar sobre los inicios de ese amor por el otro, y profundizar en las reflexiones íntimas que realizaba el Ernesto del viaje es algo que, considero, hay que leer con detenimiento y tomar como inspiración. A continuación, en el segundo capítulo tenemos la narración filosófica que realiza Fernando González en su viaje a pie desde Envigado hasta el Mar del Pacífico. De este, destacan las agudas reflexiones que realiza el escritor sobre el paisaje —y la manera en que este define su existencia—, así como sobre el hecho de ser filósofo, sobre la existencia de Dios, sobre las injusticias de las instituciones religiosas, sobre la ideología occidental que apaga el fuego de nuestros espíritus. Ver la forma en que el filósofo se relaciona consigo mismo, con los otros, con la naturaleza, con el futuro, con el pasado, con las expectativas, y con los demonios de su cabeza hacen de este viaje algo que pasa del cuerpo físico y literal del autor a transformar las 15
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creencias más intimas de los lectores. Todo a partir de unas cuantas reflexiones plasmadas en su diario de viajes. En el tercer capítulo tenemos a Eduardo Zalamea, con un título que desde el principio invita a la reflexión sobre cómo un viaje, más allá de ser algo geográfico, se convierte en un viaje espiritual y filosófico: “Cuatro años a bordo de mí mismo”. Con él veremos, con exquisitas descripciones, un viaje que nos hará sentir ahí, con él, en ese mismo lugar, y en ese mismo momento, los detalles más íntimos e impresionantes de un viaje a la Guajira en nuestro violento pero hermoso país. Ya en el cuarto capítulo quise traer la voz de una mujer. Muchas veces en la literatura se olvida la voz femenina, y dejar esta importante mirada es algo imperdonable en estos días. Con Flora Tristán tenemos el viaje de una paria, la aventura de una mujer exiliada de su país de nacimiento y excluida de la sociedad por el justo hecho de no estar de acuerdo con la cultura machista que la oprimía y 16
Prólogo
le negaba la posibilidad de ser ella misma. Con ella veremos la desgarradora descripción de cómo una madre se ve obligada a abandonar su lugar de origen e incluso a su propia hija, todo con el fin de volver, pero siendo símbolo de empoderamiento y lucha contra lo injusto. Aquí veremos la descripción de los absurdos actos de machismo contra los cuales nuestra autora tendrá que luchar para convertirse en lo que ahora es. Después, en el quinto capítulo tenemos los escritos más antiguos y lejanos de la presente antología. Se trata de los diarios de viaje de Matsuo Bashō, un poeta japonés del siglo XVII. Con él tenemos un ejemplo de la belleza de los haikus, lo que en occidente conocemos como poemas, pero que en él son expresiones de total belleza sobre cómo el sujeto nunca existe de manera independiente, sino siempre en estrecha conexión con el ambiente, el tiempo, el clima, la naturaleza, los animales, las otras personas, y, en definitiva, con el mundo. Es difícil ver, como él, la forma en que 17
Gustavo Farías
todo esto nos afecta. Somos egoístas y antropocéntricos. Eso, y muchas otras cosas, nos hace pensar Bashō con las descripciones que hace de su viaje. Y por último, en una última narración tenemos el diario de un loco, de Ricardo Piglia. Escogí este texto porque es un diario extraño y para nada ordinario —de aquí lo “loco” del sujeto que escribe—. Estamos acostumbrados a pensar de forma ordenada y lógica, tenemos una medición precisa del tiempo, con sus segundos, minutos, horas, días, semanas y meses, así como tenemos un ordenamiento del espacio. Sin embargo, estas no pueden ser las únicas formas de ordenar la experiencia. En este diario ficticio, Piglia nos deja ver el diario de una persona que no piensa como el resto de los humanos. No ordena los acontecimientos en días y fechas, sino en forma de diccionario, con sus definiciones y ejemplos. Acá, en vez de encontrar un viaje con principio y fin, tenemos significados. Sin embargo, será tarea nuestra encontrar el viaje que allí se narra. Aquí termina la selección de literatura de viajes 18
Prólogo
de esta antología. Con ella, mi objetivo es simplemente el de motivar a los lectores a leer estas vidas. Con estos fragmentos lo que más quiero es que el lector se motive a leer este tipo de literatura, y que, por su parte, inicie con la narración de sus propios viajes. Que estos textos sean el pretexto para atreverse a viajar, y, con ello, más que conocer lugares, se atreva a conocerse más a sí mismo. De hecho, esa inspiración, que me ha tocado a mí personalmente, también se encuentra reflejada en el libro. Las fotografías que se encuentran al final de cada capítulo —e incluso de este prólogo, y en la portada— fueron tomadas por mí o por Laura Florez —mi pareja— en nuestros viajes en bicicleta por Antioquia y Cundinamarca. Hemos recorrido cientos de kilómetros motivados por la aventura del viaje, ella desde una mirada más estética y yo desde esas preguntas filosóficas que planteé al principio. Ambos llegamos a lugares distintos, incluso estando en el mismo lugar. Ambos nos transformamos, ambos nos conocemos cada vez más a lo largo de estos largos 19
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y apasionantes viajes, no somos los mismos que éramos antes de iniciarlos, nuestras miradas se han ido transformando. Espero que el lector disfrute de esta selección de fragmentos, y que con ese disfrute encuentre también la inspiración que lo motive a viajar tanto literaria como geográfica y escrituralmente. ¡Bienvenido(a)! Gustavo Farías Agosto de 2020
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Diarios de motocicleta Notas de un viaje por América Latina Ernesto “Che” Guevara
Entendámonos No es este el relato de hazañas impresionantes, no es tampoco meramente un “relato un poco cínico”; no quiere serlo, por lo menos. Es un trozo de dos vidas tomadas en un momento en que cursaron juntas un determinado trecho, con identidad de aspiraciones y conjunción de ensueños. Un hombre en nueve meses de su vida puede pensar en muchas cosas que van de la más elevada especulación filosófica al rastrero anhelo de un plato de sopa. En total correlación con el estado de vacuidad de su estómago; y si al mismo
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tiempo es algo aventurero, en ese lapso puede vivir momentos que tal vez interesen a otras personas y cuyo relato indiscriminado constituiría algo así como estas notas. Así, la moneda fue por el aire, dio muchas volteretas; cayó una vez “cara” y alguna otra “seca”. El hombre, medida de todas las cosas, habla aquí por mi boca y relata en mi lenguaje lo que mis ojos vieron; a lo mejor sobre diez “caras” posibles solo vi una “seca”, o viceversa, es probable y no hay atenuantes; mi boca narra lo que mis ojos le contaron. ¿Que nuestra vista nunca fue panorámica, siempre fugaz y no siempre equitativamente informada, y los juicios son demasiado terminantes?: de acuerdo, pero esta es la interpretación que un teclado da al conjunto de los impulsos que llevaron a apretar las teclas y esos fugaces impulsos han muerto. No hay sujeto sobre quien ejercer el peso de la ley. El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra Argentina, el que las ordena y pule, “yo”, no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Ese vagar 26
Diarios de motocicleta. Notas de un viaje por América Latina
sin rumbo por nuestra “Mayúscula América” me ha cambiado más de lo que creí. En cualquier libro de técnica fotográfica se puede ver la imagen de un paisaje nocturno en el que brilla la luna llena y cuyo texto explicativo nos revela el secreto de esa oscuridad a pleno sol, pero la naturaleza del baño sensitivo con que está cubierta mi retina no es bien conocida por el lector, apenas la intuyo yo, de modo que no se pueden hacer correcciones sobre la placa para averiguar el momento real en que fue sacada. Si presento un nocturno créanlo o revienten, poco importa, que si no conocen personalmente el paisaje fotografiado por mis notas, difícilmente conocerán otra verdad que la que les cuento aquí. Los dejo ahora conmigo mismo; el que fui...
Pródromos Fue una mañana de octubre. Yo había ido a Córdoba aprovechando las vacaciones del 17. Bajo la parra de la casa de Alberto Granado tomábamos 27
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mate dulce y comentábamos todas las últimas incidencias de “la perra vida”, mientras nos dedicábamos a la tarea de acondicionar la Poderosa II. Él se lamentaba de haber tenido que abandonar su puesto en el leprosorio de San Francisco de Chañar y del trabajo tan mal remunerado del hospital Español. Yo también había tenido que abandonar mi puesto, pero, a diferencia de él, estaba muy contento de haberlo dejado: sin embargo, también tenía algunas desazones, debidas, más que nada, a mi espíritu soñador; estaba harto de la Facultad de Medicina, de hospitales y de exámenes. Por los caminos del ensueño llegamos a remotos Países, navegamos por los mares tropicales y visitamos toda el Asia. Y de pronto, deslizada al pasar como una parte de nuestros sueños, surgió la pregunta: ¿Y si nos vamos a Norteamérica? — ¿A Norteamérica? ¿Cómo? —Con la Poderosa, hombre. Así quedó decidido el viaje que en todo momento fue seguido de acuerdo con los lineamientos generales 28
Diarios de motocicleta. Notas de un viaje por América Latina
con que fue trazado: Improvisación. Los hermanos de Alberto se unieron y con una vuelta de mate quedó sellado el compromiso ineludible de cada uno de no aflojar hasta ver cumplidos nuestros deseos. Lo demás fue un monótono ajetreo en busca de permisos, certificados, documentos, es decir, saltar toda la gama de barreras que las naciones modernas oponen al que quiere viajar. Para no comprometer nuestro prestigio quedamos en anunciar un viaje a Chile; mi misión más importante era aprobar el mayor número posible de materias antes de salir, la de Alberto, acondicionar la moto para el largo recorrido y estudiar la ruta. Todo lo trascendente de nuestra empresa se nos escapaba en ese momento, solo veíamos el polvo del camino y nosotros sobre la moto devorando kilómetros en la fuga hacia el norte.
Por el camino de los siete lagos Decidimos ir a Bariloche por la ruta denominada de los siete lagos, pues este es el número de ellos 29
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que bordea antes de llegar a la ciudad. Y siempre con el paso tranquilo de la Poderosa hicimos los primeros kilómetros sin tener otro disgusto que accidentes mecánicos de menor importancia hasta que, acosados por la noche, hicimos el viejo cuento del farol roto en una caída para dormir en la casita del caminero, “rebusque” útil porque el frío se sintió esa noche con inusitada aspereza. Tan fuerte era el “tornillo” que pronto cayó un visitante a pedir alguna manta prestada, prestada, porque él y su mujer acampaban en la orilla del lago y se estaban helando. Fuimos a tomar unos mates en compañía de la estoica pareja que en una carpa de montaña y con el escaso bagaje que cupiera en sus mochilas vivían en los lagos desde un tiempo atrás. Nos acomplejaron. Reiniciamos la marcha bordeando lagos de diferentes tamaños, rodeados de bosques antiquísimos; el perfume de la naturaleza nos acariciaba las fosas nasales; pero ocurre un hecho curioso: se produce un empalagamiento de lago y bosque 30
Diarios de motocicleta. Notas de un viaje por América Latina
y casita solitaria con jardín cuidado. La mirada superficial tendida sobre el paisaje capta apenas su uniformidad aburrida sin llegar a ahondar en el espíritu mismo del monte, para lo cual se necesita estar varios días en el lugar. Al final, llegamos a la punta norte del lago Nahuel Huapi y dormimos en su orilla, contentos y ahítos después del asado enorme que habíamos consumido. Pero al reiniciar la marcha, notamos una pinchadura en la rueda trasera y allí se inició una tediosa lucha con la cámara: cada vez que emparchábamos mordíamos en otro lado la goma, hasta acabar los parches y obligarnos a esperar la noche en el sitio en que amaneciéramos. Un casero austríaco que había sido corredor de motos en su juventud, luchando entre sus deseos de ayudar a colegas en desgracia y su miedo a la patrona, nos dio albergue en un galpón abandonado. En su media lengua nos contó que por la región había un tigre chileno. —¡Y los tigres chilenos son bravos! Atacan 31
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al hombre sin ningún miedo y tienen una enorme melena rubia. Cuando fuimos a cerrar la puerta nos encontramos que solo la parte inferior cerraba, era como un box de caballos. El revólver fue puesto a mi cabecera por si el león chileno, cuya sombra ocupaba nuestros cerebros, decidía hacernos una intempestiva visita de medianoche. Estaba clareando ya cuando me despertó el ruido de unas garras que arañaban la puerta. Alberto a mi lado era todo silencio aprensivo. Yo tenía la mano crispada sobre el revólver gatillado, mientras dos ojos fosforescentes me miraban, recortados en las sombras de los árboles. Como impulsados por un resorte felino se lanzaron hacia adelante, mientras el bulto negro del cuerpo se escurría sobre la puerta. Fue algo instintivo donde rotos los frenos de la inteligencia, el instinto de conservación apretó el gatillo: el trueno golpeó un momento contra las paredes y encontró el agujero con la linterna encendida, llamándonos desespe32
Diarios de motocicleta. Notas de un viaje por América Latina
radamente: pero nuestro silencio tímido sabía su razón de ser y adivinaba ya los gritos estentóreos del casero y los histéricos gemidos de su mujer echada sobre el cadáver de Boby, perro antipático y gruñón. Alberto fue a Angostura para arreglar la cubierta y yo debía pasar la noche al raso ya que él volvía y me era imposible pedir albergue en la casa donde éramos asesinos. Un caminero me lo dio, cerca de la moto y me acosté en la cocina con un amigo suyo. A medianoche sentí ruido de lluvia y fui a levantarme para tapar la moto con una lona, pero antes, molesto por el pellón que tenía de almohada, decidí darme unos bombazos con el insuflador y así lo hice, en momentos en que el compañero de pieza se despertaba, al sentir el soplido pegó un respingo y quedó silencioso. Yo adivinaba su cuerpo, tieso bajo las mantas empuñando un cuchillo, sin respirar siquiera. Con la experiencia de la noche anterior decidí quedarme quieto por miedo a la puñalada, no fuera que el 33
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espejismo fuera un contagio de la zona. Llegamos al anochecer del día siguiente a San Carlos de Bariloche y nos alojamos en la Gendarmería Nacional a la espera de que saliera la Modesta Victoria hacia la frontera chilena.
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Viaje a pie De dos filósofos aficionados Fernando González
21 de diciembre de 1928 Antes de todo, un autor debe definir su clima interior. Este enmarca, define el libro. En cada época de su vida el individuo tiene tres o cuatro ideas y sentimientos que constituyen su clima espiritual. De ellos, de esos tres o cuatro sentimientos o ideas, provienen sus obras durante esa época. He aquí, tomadas de nuestro diario de diciembre de 1928, unas notas que definen nuestro ambiente interior durante la época de la realización, de la gestación de este libro:
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Diciembre, 5. Cielo azul pálido; quieto el ambiente. Somos muy felices fisiológicamente. El Pacífico debe estar rutilante. Todos venimos del mar. Nuestras células son zoófitos marinos, nadan en soluciones salobres. Perpetua lucha es la vida del hombre. Concentrarse es el método para vencer. En este diciembre los árboles deben dar unas sombras muy frescas a las orillas de los ríos del Trópico; las selvas deben tener un silencio religioso en estos mediodías y el mar debe estar tibio, debe enviar a las costas tufaradas de vida. Nos sentimos el animal perfectamente egoísta.
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Viaje a pie de dos filósofos aficionados
I Nos llamamos filósofos aficionados para no comprometernos demasiado y porque ese nombre es mucho para cualquiera. Solo un estoniano, el conde Keyserling, pudo tener la desfachatez de escribir dos enormes volúmenes con el título de Diario de viaje de un filósofo. Todos nuestros colegas, desde antes de Thales, han sido modestos. En los manuales de filosofía lo primero que se explica es aquello de que filósofo quiere decir amigo de la sabiduría; se enseña allí, en las primeras hojas, a descomponer la palabra en philos y en sophos, con lo cual el estudiante imberbe cree que sabe griego y les repite eso a las primas, junto con aquello que decía Sócrates en los alrededores de la Acrópolis durante sus noches de moralizador: «Solo sé que nada sé». Habíamos principiado este diario: «Sonaban en la vecina iglesia, melancólicamente, las cinco 41
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campanadas…», y borramos eso porque eran reminiscencias del estilo jesuítico de nuestro maestro de retórica, el padre Urrutia. Un compañero nuestro, que siempre ganaba los premios, comenzaba así las descripciones de los paseos a caballo: «Eran las cinco de la mañana cuando, después de recibir la Santa Hostia, salimos alegres, como pajarillos, a caballo, nosotros y el reverendo padre Mairena…». A las cinco —no se puede comenzar de otro modo, definitivamente—, abandonamos los lechos, que, entre paréntesis, han sido los lugares de nuestras mejores lucubraciones, inclusas las referentes a Venus. Salimos hacia El Poblado, en tranvía, por una de esas hermosas carreteras antioqueñas que son las más baratas del mundo. Eran las siete cuando comenzamos a trepar con nuestros morrales hacia la montaña oriental del valle de los indios sedentarios del Medellín, por una carretera de un kilómetro que se continúa en una pendiente pedregosa; el kilómetro de carretera se 42
Viaje a pie de dos filósofos aficionados
hizo para que tres caciques fueran a sus quintas a digerir rezos y hurtos. Pero antes de seguir y para que el libro se amolde a la definición que nosotros hemos creado, después de inspirarnos en el padre Ginebra, a saber: «Organismo ideológico impreso», diremos cuál será este viaje a pie, cuáles sus finalidades, cuáles sus motivos y cuál el efecto pragmatista que nos propondremos al escribirlo y al darlo a la estampa. El reverendo padre Urrutia jamás decía dar a luz un libro, y, por haberlo escrito así, uno de nosotros perdió el curso de retórica. Diga el lector si eso de organismo ideológico impreso no cumple con lo que enseña el padre Prisco de todo lo definido y nada más que lo definido. Y como, según Aristóteles —conste que apenas hemos oído hablar de él—, definir es obra genial, desde que dimos a luz esa definición nos hemos apellidado aficionados a la metafísica. Hacemos muchas digresiones; el lector tiene que perdonarlo, pues es defecto de nuestra 43
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educación clerical. El viaje se define así: Medellín, El Retiro, La Ceja, Abejorral, Aguadas, Pácora, Salamina, Aranzazu, Neira, Manizales, Cali, Buenaventura, Armenia, Los Nevados, a pie y con morrales y bordones. A propósito de bordón, observa el coaficionado don Benjamín que los Ignacios afirman que el jesuita debe ser como bordón de hombre viejo. Esta observación ennobleció ante nosotros mismos nuestras figuras; nos dio aplomo. Lo airoso o desairado de la actitud humana depende de la ideología presente entonces en el campo de la conciencia. De ahí que aquellos que tienen gran movilidad espiritual sean también variadísimos en sus actitudes físicas. Respecto de los bordones, quedaban ennoblecidos por el recuerdo de la disciplina jesuítica. Vimos y sentimos las nubecillas doradas por el sol y las sensaciones poeticofisiológicas que produce el amanecer al viajero; pero de esto resolvimos no decir nada porque son tema de estudiante de retórica, así como resolvimos llamar siempre sol 44
Viaje a pie de dos filósofos aficionados
al sol y nunca astro rey ni Febo. A la media hora de caminar había nacido la idea de este libro y habíamos resuelto adoptar como columna vertebral moral del viaje la idea de ritmo. El ritmo es tan importante para vivir como lo es la idea del infierno para el sostenimiento de la Religión Católica. Cada individuo tiene su ritmo para caminar, para trabajar y para amar. Indudablemente cuando un hombre y una mujer se atraen, eso se verifica por sus ritmos; es porque unidos son importantísimos para la economía del universo. Por el ritmo podrían calificarse los hombres… Respirábamos el aire de la mañana como buenos profesores de gimnasia sueca. Esas inspiraciones hondas nos traían las mismas emociones que producen en todos los que han gastado veinte o veinticinco pesos en literatura estimulante —doctor Crane, Marden, Atkinson, etcétera—. Cada uno de nosotros se propinaba una buena dosis de autosugestiones. Entonces fue cuando apareció nítida la idea del ritmo, a saber: para no cansarse hay que 45
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descubrir nuestros ritmos, ajustar a ellos nuestros pasos y el movimiento de bordones y acompañarlos de profundas respiraciones de atleta yanqui. La salud, la conservación de nuestra elasticidad juvenil, son finalidades del viaje. ¡Cuán desconocido y despreciado es el deporte por los colombianos clericales! Quieren mucho el cuerpo humano, pero en la oscuridad; es un amor de facto.
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Necesitamos cuerpos, sobre todo cuerpos. Que no se tenga miedo al desnudo. A los colombianos, a este pobre pueblo sacerdotal, lo enloquece y lo mata el desnudo, pues nada que se quiera tanto como aquello que se teme. El clero ha pastoreado estos almácigos de zambos y patizambos y ha creado cuerpos horribles, hipócritas. Observa don Benjamín, exjesuita, que su maestro de novicios, el reverendo padre Guevara, les ordenó que no se bañaran durante un año, porque así les sería fácil conservar la inmaculada castidad de San 46
Viaje a pie de dos filósofos aficionados
Luis Gonzaga. ¿Qué mujer atrevida podría acercarse a un novicio? Este sistema del padre Guevara es mucho mejor que el alambre de púas. En Colombia, desde 1886 no se sabe qué sea alegría fisiológica; se ignora qué es euritmia, qué es eigeia. ¿Podría un sedentario de este pueblo andino comprender al yanqui que se lanzó en bola de caucho por el Niágara, o al galo que atravesó el Atlántico en solitaria navecilla de vela? ¡Meses y meses en medio y en garras de ese divino monstruo glauco, oscuro, plata, oro! ¿Podrán nuestras mujeres comprender a la Lindy americana? El gran efecto del excursionismo es formar caracteres atrevidos. Que el joven se acostumbre a obrar por la satisfacción del triunfo sobre el obstáculo, por el sentimiento de plenitud de vida y de dominio. El hombre primitivo no comprende sino los actos cuyo fin es cumplir sus necesidades fisiológicas. Los pueblos acostumbrados al esfuerzo son los grandes. Así, los países estériles están poblados por héroes. La grandeza de Roma se explica porque ese 47
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puñado de Rómulos eran hombres desesperados que tuvieron que robar sus mujeres y sus tierras. Fue el mejor, entre ellos, quien cargó y corrió más briosamente con su joven sabina; quien mejores músculos y atrevimiento tuvo para la lucha. Así comenzó el estímulo y de ahí nacieron las sugestiones, emociones y moral de los fuertes que produjeron a los Gracos, Pablo Emilio, Mario, César, Nerón… Cuando fueron ricos y nacieron los complejos literarios, cuando nació esa vulgaridad que se llama emociones estéticas, que de todo tienen menos de estéticas, vino la raza sedentaria que fue testigo de las invasiones y triunfos sobre Roma de aquellos bárbaros barbudos, fornidos, orgullosos de sus músculos, de su moral de hombres de presa y de su estética de superhombres.
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Cuatro años a bordo de mí mismo Eduardo Zalamea Borda
Partida. Iniciación de la línea. Viaje. La noche está sola. Sola como la luz. Abandonada sobre el mundo, extendida sobre muchas ciudades, muchos campos, bosques, islas, mares, aldeas. En la ciudad la acompaña la otra soledad. La de las lucecitas pequeñas de las bombillas eléctricas, la de los cigarrillos taciturnos dormidos en las manos fatigadas de la madrugada. Las lucecillas del cigarro malo del asesino, que se esconde entre su sombra cuando siente pasos cercanos. Pero aquí en Puerto Colombia, está más sola que en todos los
Eduardo Zalamea Borda
lugares del mundo, 3, 1, 7, 13 estrellas vacilantes le hacen desganada compañía. Atrás, allá en el caserío dormido, hay unos pocos resplandores que no alcanzan a equivaler a la luz de una estrella. Nubes bajas, olas sonoras. Olas que juegan con el muelle. El muelle, largo y recto, acariciado por el viento. Viento alegre que no parece viento nocturno sino viento de amanecer. Nubes, olas, viento, estrellas, noche abandonada. A las 12 han de venir a embarcarme los marineros. Tengo miedo, un miedecillo vago, pequeño, como el miedo que sentía en mi casa cuando era niño en mi casa cuando era niño y me dejaban solo en la noche para que durmiera. Aquí, como allá entonces, estoy solo y es de noche. ¿Acaso no soy también un poco niño? ¡Qué miedo he tenido! Como ese miedo vago que tuve en el muelle, mientras esperaba a los marineros, creció y se hizo gigantesco, devorador, terrible, cuando llegó el botecillo tambaleante a esperarme debajo de la parte alta del muelle. Donde las olas son más mugidoras, más grandes, más marinas. El bote 54
Cuatro años a bordo de mí mismo
saltaba, nos echaba de un lado a otro, se movía sobre el momo del mar. Y yo tenía que saltar a bordo. Los marineros me gritaban blasfemias, ajos, se burlaban. Por fin salté... El bote se hundió de popa. Yo pensé que iba a ahogarme y sujeté por el cuello a un negro remero. Me rechazó y caí en el fondo. El bote estaba lleno de agua. Soplaba el viento. ¡Ya estoy a bordo! ¡Seguro! Y me marcho a la Guajira. Tambalea la goleta. El viento sopla entre las jarcias y en ellas se peina su cabellera rauda y musical. De la popa salen voces y de la proa risas, y risas de la boca del capitán. ¡Oh capitán bueno de la goleta sucia, de la goleta vieja de los comerciantes turcos! Capitán barbudo y risueño que fumabas en tu pipa y siempre estás con ella en mi recuerdo! Mi camarote, o mejor, mi litera, es sucia, maloliente. En la otra litera hay dos negros que fuman su tabaco. Compañeros de viaje. Tienen unas franelas húmedas de sudor y de agua, porque han estado pescando. La goleta se mueve. Se mueve mucho... Intento fumar y la boca se me llena de un agua lenta, 55
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fluida y salada... Desisto. ¡Oh! Pero ¿es en verdad una mujer? ¡Sí, una mujer! mulata de tez brumosa, que —cuando la miro— se arrebola con grandes nubes grises ¿grises? Sí, serán grises... ¿He dormido unas horas? ¿He dormido unos minutos? ¡No lo sé! Oigo la tos del capitán, el ruido del timón que chirría, apartando masas de olas; entra al camarote un fuerte viento perfumado, cálido. Viajamos, viajamos... Entre la noche, nace un cantar: ¡Yo, como no soy valiente, pongo trinchera y me tapo; porque siempre el hombre guapo muere miserablemente...!
Este cantar, de color y de ritmo negros, de sílabas distendidas, fatigadas, rotas; ¡el chas!, de las olas contra los costados del barco, el alegre canto del viento que juguetea con las olas pequeñas, la conversación de los negros —con las eses guillo56
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tinadas— que hablan a media voz; la constante y larga mirada de la mujer mulata, traen —quien sabe de dónde— el hilo del sueño. Largo tiempo he dormido. Con un sueño pesado, sueño lleno de mujeres mulatas, de indias, de olas y de casas de Bogotá. Nos despierta el chiquillo que hace de grumete y de ayudante del cocinero de a bordo. Es un chiquillo rubio; pero no de ese rubio limpio, brillante y cuidado que tienen los niños de las ciudades lejanas. Rubio ceniciento, lleno de mugre el de este chiquillo que ya tiene, con su cuerpecito débil de 12 años, una cara hosca y dura de marinero antiguo. —Toma café —dice y extiende una tacita. La concisión de esta frase firme no está de acuerdo con el tambaleo de la tacita esmaltada, llena hasta los bordes de un café claro y malo, hecho a base de panela. Se oye, en la claridad de la mañana, el chirrido de los palos y el estirarse de las velas anchas con el viento tempranero. El barco ya está despierto. Hay gaviotas y 57
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cantan los marineros que están ya en traje de viaje. Con sus rudos pantalones de cotón azul, las franelas y rayas blancas y rojas, descalzos y con fajas deshilachadas. Más, apenas ha llegado el sol, cuando ya las velas empiezan a arrugarse, tristes y a flamear, lentas. Es la calma. Nos esperan quizá muchos días de silencio absoluto, de calor integral, de sed, tal vez de hambre. Ya sentimos calor. Un calor pegajoso que nos unta todo el cuerpo como una grasa pesada y molesta. El sol se hace más rubio, más violento, sentimos sed. Hemos de beber el agua que viaja —tranquila, sin cielo— entre los grandes barriles que hay sobre la cubierta. Un agua gruesa, tibia, difícil. Y después de haber bebido, nos sentamos sobre el piso caliente a esperar el viento. Sobre el mar cae —en grandes ondas— una tranquilidad desesperante. No hay siquiera un pequeño soplo de viento. Fumamos, y al arrojar al mar el cabo del cigarrillo americano —¿por qué fumaremos cigarrillos americanos?— que hace una pequeña serie de círculos concéntricos, nos ponemos a esperar que de esos movimientos ínfimos del agua callada, nazca el 58
Cuatro años a bordo de mí mismo
viento esperado. El viento fresco, salino, aromado de lejanía, que ha de llevarnos a nuestro destino. Pero no. El viento no vendrá. ¿Por qué estamos aquí, en el centro de este terrible círculo de agua y aire, eterno, cercano, infinito y distante? Olas leves ondulan la superficie verde. Olas niñas, juveniles. Comienza ya a mordernos el tedio con sus engranajes aplastantes. Nos sentimos tan solos individualmente, a pesar de que estamos rodeados de nuestras mutuas miradas! La desesperación nos hace lentos los movimientos y obliga a nuestras bocas a morder la carne elástica de los bostezos. Los ojos de la mulata, son cada vez que me mira, más lánguidos, más de verdadero terciopelo. El capitán mira al mar. Un mar tan claro, tan diáfano como una sucesión infinita de frágiles placas de vidrio, y ve los pargos rojos que muestran en el fondo sus ojos burlones y acuosos. —¡Vamos, muchachos, dice, a pescar pargos! —¡Pero, sudaremos más ...! —¡No importa! Y nos dedicamos todos a echar el anzuelo, 59
Eduardo Zalamea Borda
tediosos, cansados, sin la esperanza de que llegue el viento. El capitán sonríe y los marineros hacen chistes malos sobre el tedio, el sudor y el cansancio. Los odio. Sobre todo, a este negro hipócrita que me rechazó cuando embarqué en el bote y que ahora sonríe, fumando su cachimba, mientras tiene entre las manos caratosas el hilo del anzuelo. Ellos, el capitán, los marineros, los negros, la mulata, están ya acostumbrados a las calmas y al mar. Pero yo no. Ellos han visto pasar la vida entre el mar, el viento y la calma. Yo nací en una ciudad fría y distante. En una ciudad que se consume entre el abrazo ciclópeo de cordilleras verdes y frescas; sobre todo frescas. ¿Por qué no nacería en el mar? ¿En este mar verde, lleno de buques, de olas y de gaviotas? Pero no. Mejor es haber nacido allá, porque ahora tengo siquiera el recuerdo de la frescura. También la piel tiene memoria —memoria táctil— y guarda el recuerdo de las temperaturas. Me distraigo pescando pargos. ¡Es delicioso! Se arrojan los anzuelos atados a los cabos largos, 60
Cuatro años a bordo de mí mismo
larguísimos y fuertes, con su buen cebo de carne roja, sangrienta. Se les ve bajar —diluyéndose el rojo entre el verde— hasta muy hondo, y entre las aguas casi blancas se contempla la boca voraz que atrapa el cebo y el pargo que difunde el dolor con la cola en contorsiones y movimientos bruscos. El pargo sube, haciendo toda clase de movimientos torpes, con la boca abierta y los ojos menos brillantes. Es posible que detrás del pargo llegue un tiburón que viniera siguiéndolo y nos robe a mitad, cortándolo con sus dientes agudos. Pero si el pargo viene solo, lo recibimos gozosos, aún vivo, congestionado, lleno de agua a la que comunica sus estremecimientos agónicos. El pargo de fondo es grande y robusto; tiene casi un metro de longitud y de belleza. Con escamas brillantes, regulares y de un alegre color rosa. Hoy hemos pescado muchos. Tantos, que casi no caben sobre la cubierta de la goleta que huele a sangre y a fósforo, porque comeremos muy pronto el sancocho de pescado fresco. Los otros, 61
Eduardo Zalamea Borda
los salará el cocinero y se venderán en Riohacha. El cocinero es un viejo de Curazao, negro y mugriento, con una cara diabólica y un sombrero de color chocolate. Fuma constantemente en una pipa casi carbonizada. Aún no he podido explicarme por qué las pipas son el retrato de sus dueños. Al menos, las de los marineros. La de este es de un cerezo profundamente oscuro por el sudor y la mugre. Curvada, lanza siempre al espacio un humo lento y sucio, lento y maloliente. Siempre la tiene escondida hasta la mitad entre los bigotes de color de cobre patinado, y, solamente cuando abre con su afilado cuchillo un pargo o degüella sobre la borda del barco una gallina, se le alcanza a distinguir entre toda esa oscuridad, dos dientes amarillos, sin que jamás puedan vérsele los labios. Pero, al fin, es un buen cocinero. A Meme —ya sé el nombre de la mulata— le gustan los plátanos y las tortas que fríe en la sartén, lentamente, como si friera personas. Es ya a hora de almorzar y aún no viene el viento. Tan fatigados estamos que no sentimos el tedio. Me 62
Cuatro años a bordo de mí mismo
tiendo sobre un foque viejo, amarillo, que quién sabe cuántas tempestades ha afrontado, cuántos vientos sentido! Y, más cerca que antes de la frescura ilusa de las aguas, me pongo a pensar, a recordar, a soñar. Y vuelvo a ver entonces las calles de mi ciudad. Calles grises del atardecer, sin color, con los colores de los vestidos femeninos borrados por la oscuridad de los aleros, que tienen a esa hora su sombra más profunda. Calles por las que discurría mi adolescencia con los libros inútiles bajo el brazo —no sabía que existieran la vida y la aventura— con los ojos de los 14 años abiertos sobre el movimiento y la línea y con el presentimiento terrible de la mujer que ya sentía llegar a mí, a mi carne y a mi dolor. Y ahora, aquí: tendido, solo, camino de la Guajira. De las aventuras y de la vida. Meme, la mestiza, tiene un traje de olán blanco. A través de la tela, veo sus muslos lentos, firmes, pesados y morenos, pero no tan morenos como la cara, a pesar de la sombra. El vientecillo ligerísimo que sopla, los ciñe a la tela, para mostrar su 63
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redondez, su dureza. (Alguna vez mordí un brazo a mi niñera). Todos esperamos el sancocho. El sancocho de pargo que nos hará sudar más. ¡Todavía más calor! No se puede ni comer. Por todo se suda. Cualquier movimiento que hacemos nos produce una larga humedad en el pecho, la frente, las sienes y las axilas. Pero nos comeremos los pargos que hemos pescado —¡yo!— a pesar del calor y del cansancio. Está sabroso el caldo, con grandes ojos de grasa y los pedazos de pescado blanco que se deshacen entre la boca. En otro plato hay un pedazo de carne gorda y un trozo de plátano asado; comer carne con caldo y pescado con yuca es muy sabroso. En la boca perdura un sabor ambiguo de sal y de dulce. Después tomamos el café. El mismo café de esta mañana, hecho a base de panela. Fumaré en mi pipa nueva que compré en Barranquilla. Pipa larga, fina, para la ciudad. No he fumado 10 minutos cuando empiezo a sentir un grande ardor en la lengua y en la garganta. 64
Cuatro años a bordo de mí mismo
El humo me saca lágrimas. Lole, uno de los negros, se da cuenta y, sonriendo, me dijo: —Préstala, yo te la curo. Vacilo un momento —después, en la Guajira, ya curada, ¿con qué la desinfecto? Pero pienso en mi lengua dolorida y en lo sabroso que será fumarla cuando tenga en el interior una dura capa de nicotina y de cenizas, y se la entrego en silencio. He dormido largo rato sobre cubierta, bajo la sombra inconstante de las velas flácidas, con el sol dormido a su vez sobre mi cuerpo, y he soñado con Meme. No recuerdo lo que he soñado, y es lo mejor quizás. Su nombre, ese nombre de niña, de bebé, que es casi un vagido, una queja, con sus dos sílabas exactas, repetidoras y monótonas, me ha roído toda la tarde el cerebro. Me levanto con la cabeza pesada, turbia; con el cuerpo cansado, revuelto; la boca reventando de bostezos, el horizonte gris, y la encuentro sentada sobre el foque que me sirvió de asiento y de mesa durante el almuerzo. Su calor y el mío deben haberse mezclado y ella debe sentir algo 65
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de mi cuerpo formando parte del suyo. No nos hemos hablado jamás. Hemos cambiado apenas un tímido saludo. Pero ahora sí voy a hablarle. ¿Qué otra cosa puedo hacer durante el tiempo que tengamos encima la calma? Además, ya empiezan a mirarla demasiado los marineros. Si no me adelanto, será para algunos de ellos. Voy hacia ella, bajo las miradas torvas de todos y la del sol, irónica y redonda.
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Peregrinaciones de una paria Flora Tristán
Prefacio Antes de comenzar la narración de mi viaje debo hacer conocer al lector la posición en que me encontraba cuando lo emprendí y los motivos que lo determinaron. Debo colocarlo en mi punto de vista, a fin de asociarlo a mis pensamientos y mis impresiones. Mi madre es francesa. Durante la emigración se casó en España con un peruano. Como algunos obstáculos se oponían a su unión, se casaron clandestinamente y fue un sacerdote francés emigrado quien celebró la ceremonia del matrimonio en la
Flora Tristán
casa que ocupaba mi madre. Tenía yo cuatro años cuando perdí a mi padre en París. Murió súbitamente, sin haber regularizado su matrimonio y sin haber pensado en reemplazarlo con disposiciones testamentarias. Mi madre tenía pocos recursos para vivir y educar a mi hermano menor y a mí. Se retiró al campo, en donde viví hasta la edad de quince años. Mi hermano murió. Regresamos a París donde mi madre me obligó a casarme con un hombre a quien no podía amar ni estimar. A esta unión debo todos mis males; pero como mi madre, después, no ha cesado de mostrar el vivo pesar, la he perdonado y en el curso de esta narración me abstendré de hablar de ella. Tenía veinte años cuando me separé de ese hombre. Hacía seis años, en 1833, que duraba esta separación y cuatro solamente que había yo entrado en correspondencia con mi familia del Perú. Supe durante esos seis años de aislamiento todo lo que está condenada a sufrir la mujer que se separa de su marido en medio de una sociedad que, por la más absurda de las contradicciones, ha conservado 72
Peregrinaciones de una paria
viejos prejuicios contra las mujeres colocadas en esta posición, después de haber abolido el divorcio y hecho casi imposible la separación de cuerpos. La incompatibilidad y mil otros motivos que la ley no admite hacen necesaria la separación de los esposos; pero la perversidad, sin suponer en la mujer motivos que ella pueda declarar, la persigue con sus infames calumnias. Excepto un número pequeño de amigos, nadie cree en lo que dice y, excluida de todo por la malevolencia, no es, en esta sociedad que se enorgullece de su civilización, sino una desgraciada paria a quien se cree demostrar favor cuando no se la injuria. Al separarme de mi marido había abandonado su nombre y tomado el de mi padre. Bien acogida en todas partes como viuda o como soltera, siempre era rechazada cuando la verdad llegaba a ser descubierta. Joven, bonita y gozando, en apariencia, de una sombra de independencia eran causas suficientes para envenenar las conversaciones y para que me repudiase una sociedad que gime bajo 73
Flora Tristán
el peso de las cadenas que se ha forjado y que no perdona a ninguno de sus miembros que trata de liberarse de ellas. La presencia de mis hijos me impedía hacerme pasar por soltera y casi siempre me presentaba como viuda. Mas permaneciendo en la misma ciudad en donde residían mi marido y mis antiguas relaciones, me era muy difícil sostener un papel que una multitud de circunstancias podía hacerme traicionar. Ese papel me ponía frecuentemente en situaciones falsas, echaba sobre mi persona un velo de ambigüedad y me atraía sin cesar los más graves disgustos. Mi vida era un suplicio a cada instante. Sensible y orgullosa en exceso, me sentía continuamente ofendida en mis sentimientos y herida e irritada en la dignidad de mi ser. Si no hubiese sido por el amor que tenía a mis hijos, sobre todo a mi hija, cuya suerte en el porvenir excitaba vivamente mi solicitud y me inducía a quedarme a su lado para protegerla y socorrerla, sin ese deber sagrado que penetraba profundamente en mi corazón, ¡que Dios me perdone y que los que 74
Peregrinaciones de una paria
gobiernan nuestro país también!, ¡me habría dado la muerte...! Veo, ante esta confesión, la sonrisa de indiferencia y de egoísmo que no comprende, en su independencia, la correlación existente entre todos los individuos de una misma colectividad. Como si la salud del cuerpo social, en el que varios de sus miembros se sienten empujados al suicidio por la desesperación, no ofreciese algún motivo de estudio. Había escrito en 1829 a mi familia del Perú con el deseo, formado a medias, de refugiarme cerca de ella y la respuesta que recibí me habría animado a realizar de inmediato ese proyecto si no me hubiese detenido la reflexión desesperante de que también ellos iban a rechazar a una esclava fugitiva porque, por despreciable que fuese el ser de quien sufría el yugo, su deber era morir en el tormento antes que quebrantar los grillos remachados por la ley. Las persecuciones de M. Chazal me habían obligado, en distintas ocasiones, a huir de París. Cuando mi hijo cumplió ocho años insistió en tenerlo a su lado y me ofreció el descanso con esta condición. 75
Flora Tristán
Cansada de tan larga lucha, y no pudiendo resistir más, consentí en entregarle a mi hijo vertiendo lágrimas por el porvenir de ese niño; mas apenas transcurridos unos meses después del arreglo, este hombre empezó a atormentarme y quiso también quitarme a mi hija porque se dio cuenta de que me sentía feliz al tenerla cerca de mí. En esta circunstancia me vi obligada nuevamente a alejarme de París. Era la sexta vez que, para sustraerme de persecuciones incesantes, dejaba la única ciudad del mundo en que me ha gustado vivir. Durante más de seis meses, oculta bajo un nombre supuesto, anduve errante con mi pobre hijita. En esta época la duquesa de Berry recorría la Vendée. Tres veces me detuvieron. Mis ojos y mis largos cabellos negros, que no podían corresponder a la filiación de la duquesa, me sirvieron de pasaporte y me salvaron de toda equivocación. El dolor, unido a las fatigas, agotó mis fuerzas. Al llegar a Angulema caí peligrosamente enferma. Dios me hizo encontrar en aquella ciudad a un ángel de virtud que me brindó la posibilidad de 76
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ejecutar el proyecto que desde hacía dos años meditaba y me impedía realizar el afecto por mi hija. Me habían indicado la pensión de Mlle. Bourzac como la mejor para dejar a mi niña. Desde el principio esta excelente persona leyó en la tristeza de mis ojos la intensidad de mi dolor. Recibió a mi hija sin hacerme una sola pregunta y me dijo: “Puede marcharse sin ninguna inquietud. Durante su ausencia le serviré de madre y si la desgracia quisiera que no la volviese a ver se quedará con nosotros”. Cuando tuve la certidumbre de ser reemplazada cerca de mi hija, resolví ir al Perú y refugiarme en el seno de mi familia paterna con la esperanza de encontrar allí una posición que me hiciese entrar de nuevo en la sociedad. Hacia fines de enero de 1833 fui a Burdeos y me presenté en casa de M. de Goyeneche, con quien estaba en correspondencia. M. de Goyeneche (Mariano) es primo de mi padre. A mi vista, M. de Goyeneche se admiró de la extraordinaria semejanza de mi fisonomía con la de mi padre. Le recordaba a su antiguo amigo y a este recuerdo se unían 77
Flora Tristán
para él los de su juventud, los de su familia y, en fin, los de su país al que extrañaba sin cesar. Concentró luego en mí una parte del afecto que había tenido a su primo; ese anciano de nobles modales me recibió con consideraciones que me demostraban cuánto me distinguía. Me presentó a toda la sociedad como su sobrina y me colmó de testimonios de benevolencia. Recibí también muy buena acogida de M. Bertera (Felipe), joven español que vive con M. de Goyeneche y se ocupa de los negocios de mi tío Pío de Tristán. Permanecí dos meses y medio en Burdeos tomando las comidas en casa de mi pariente; me alojé muy cerca, en casa de una señora que me arrendó un departamento amueblado. Tuve alguna demora antes de poder emprender el viaje y un concurso de circunstancias fortuitas vino a complicar aún más mi situación. En 1829 había encontrado en París, en una pensión donde me alojé al llegar de un viaje, a un capitán de navío que venía de Lima. Sorprendido de la semejanza de mi nombre con el de la familia Tristán, que él había conocido en el Perú, 78
Peregrinaciones de una paria
me preguntó si éramos parientes. Respondí que no, como tenía costumbre de hacerlo. Diez años hacía que había renegado de esa familia, por causas que más adelante haré conocer, y fue la casualidad de ese encuentro la que me permitió entrar en correspondencia con parientes del Perú, hacer el viaje y todo cuanto sucedió después. Tras larga conversación con M. Chabrié (nombre del capitán) escribí a mi tío Pío una carta que puede atestiguar la nobleza de mis sentimientos y la lealtad de mi carácter; pero que me perdió al revelarle la irregularidad del matrimonio de mis padres. Pasaba como viuda en el hotel, mi hija estaba conmigo. Fue en esta situación en que me conoció el capitán Chabrié. Se fue. Yo a la vez dejé esta casa poco después de haberlo encontrado y, desde entonces, no oí hablar más de él. En febrero de 1833 solo había en Burdeos tres navíos que salían para Valparaíso: el “Carlos Adolfo”, cuyo camarote no me convenía; el “Fletes”, al que hube de renunciar porque el capitán no quiso 79
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tomar en pago de mi pasaje una letra de cambio pagadera por mi tío; y el “Mexicano”, hermoso barco nuevo que todo el mundo ponderaba. Me había presentado como señorita a M. de Goyeneche y a toda su sociedad. Es fácil imaginar el efecto que produjo sobre mí el nombre del capitán del “Mexicano” cuando mi pariente me dijo que se apellidaba Chabrié. Era el mismo capitán que, en 1829, había encontrado en aquel hotel de París. Hice cuanto pude a fin de evitar embarcarme en el “Mexicano”; pero temiendo que mi conducta fuese juzgada como extraordinaria en la casa de mi pariente, en la que M. Chabrié había sido muy recomendado por el capitán Roux, quien desde hacía mucho tiempo mantenía relaciones de negocios con mi familia, no me atreví a negarme a visitar el barco. Pasé dos días y dos noches en una perplejidad de la que no sabía cómo salir. No había visto a M. Chabrié sino dos o tres veces cuando comía con él en la mesa de huéspedes. Solo me había hablado del Perú y al escucharlo pensaba únicamente en una 80
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familia cuyo abandono me había causado tan terribles pesares, sin ocuparme en lo menor del hombre quien, sin darse cuenta, me hablaba de mis más caros intereses. Lo había olvidado por completo y ahora hacía penosos esfuerzos para recordar a aquel hombre con quien habría de entenderme. Me atormentaban las más vivas inquietudes. Temía echar a perder mi viaje si lo difería; lo que no cesaba de oír acerca de los capitanes de navío no era de naturaleza para tranquilizarme sobre el grado de confianza que debía conceder al capitán del “Mexicano”. No podía resistir más a las instancias de mi pariente, a quien presionaba M. Chabrié para conocer mi determinación a fin de poder disponer, si yo no iba en su barco, del camarote que me destinaba. Cuando me he encontrado en situaciones embarazosas no he tomado consejo sino de mi corazón. Hice buscar a M. Chabrié, quien me reconoció con sorpresa en cuanto entró. Yo estaba emocionada. Cuando estuvimos solos le tendí la mano: —Señor, le dije, no lo conozco; sin embargo, le 81
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voy a confiar un secreto muy importante para mí y voy a pedirle un eminente servicio. —Cualquiera que sea la naturaleza de ese secreto, me respondió, le doy mi palabra, señorita, de que su confianza no estará mal colocada y en cuanto al servicio que espera de mí le prometo hacerlo, a menos que la cosa sea completamente imposible. —¡Oh! Gracias, gracias, le dije, apretándole con fuerza la mano. Dios lo recompensará del bien que me hace. La expresión y el acento de verdad de M. Chabrié me habían convencido enseguida de que podía contar con él. —Lo que le pido, continué, es simplemente olvidar que me ha conocido en París con el nombre de señora y con mi hija. Le explicaré a bordo la razón. Dentro de dos horas visitaré su navío y es cogeré mi camarote. M. Bertera arreglará el precio con usted y hasta la partida hable de mí como si me hubiese visto hoy por primera vez... M. Chabrié me comprendió y me apretó la mano con cordialidad. 82
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Ya éramos amigos. —¡Valor!, me dijo, voy a apresurar nuestra partida. Comprendo todo lo que debe sufrir en su situación. Puedo decirlo: esta primera visita de M. Chabrié es uno de los más felices recuerdos que conservo en el corazón. Durante los dos meses y medio que permanecí en Burdeos me sentía afectada por las más inquietantes aprensiones. En dos oportunidades había vivido en esa ciudad con mi hija antes de haber pensado en mi familia del Perú. Había conocido a mucha gente, de suerte que cada vez que salía me exponía a encontrar a algunos de esos antiguos conocidos, quienes podían pedirme noticias de mi hija a mí, la señorita Flora Tristán. Sentía una continua ansiedad. ¡Con qué impaciencia esperaba el día en que debíamos hacernos a la vela! No veía la hora de salir de casa de mi tío, M. de Goyeneche. Sin embargo, me trataban con la mayor distinción y sobre todo con pruebas de afecto que 83
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me hubiesen hecho muy feliz de haber estado en una posición sólida. Pero tenía demasiado orgullo como para complacerme en consideraciones prodigadas a un título que no era el mío y mi corazón, abrevado por largos sufrimientos, no podía ser accesible a los prestigios del mundo y de su lujo. Esta sociedad organizada para el dolor, en la cual el amor es un instrumento de tortura, no tenía para mí ningún atractivo. Sus placeres no me daban ninguna ilusión, veía el vacío y la realidad de la ventura que a ella se había sacrificado. Mi existencia había sido destrozada y no aspiraba ya sino a una vida tranquila. El reposo era el sueño constante de mi imaginación y el objeto de todos mis deseos. No me resolvía sin pesar a mi viaje al Perú. Sentía, como por instinto, que me iba a atraer nuevas desgracias sobre mi cabeza. Dejar mi país que amaba con predilección; abandonar a mi hija que no tenía más apoyo que el mío; exponer mi vida, mi vida que era una carga para mí, porque sufría y porque no podía gozarla sino furtivamente, pero que de haber sido 84
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yo libre me habría parecido bella y radiante. En fin, hacer todos esos sacrificios y afrontar todos esos peligros, porque estaba unida a un ser vil que me reclamaba como a su esclava. ¡Oh! Esas reflexiones hacían saltar indignado a mi corazón. Maldecía esta organización social que, opuesta a la Providencia, sustituye con la cadena del forzado el lazo del amor y divide la sociedad en siervos y en amos. A esos movimientos de desesperación sucedía el sentimiento de mi debilidad. Las lágrimas brotaban de mis ojos. Caía de rodillas e imploraba a Dios con fervor para que me ayudase a soportar la opresión. Era durante el silencio de la noche cuando, asediada por estas reflexiones, se desenvolvía ante mis pensamientos el irritante cuadro de mis desgracias pasadas. El sueño huía, solo durante cortos instantes endulzaba mis penas. Me perdía en vanos proyectos, trataba de penetrar en el carácter de mi pariente M. de Goyeneche. Es religioso, me decía, hasta el punto de no faltar un solo día a misa. Puntual en el cumplimiento de todos los deberes que la religión impone, debe 85
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estar en sus pensamientos Dios al que nombra a cada paso. Es rico y pariente mío cercano, ¿podría negarse a tomarme a mí y a mi hija bajo su protección? ¡Oh!, pensaba, no puede rechazarme. No, yo soy la que Dios le envía. Hoy, esta misma mañana, le confiaré mis pesares, le relataré el martirio de mi vida y le suplicaré que nos guarde en su casa a mi pobre hijita y a mí. ¿Sería, ¡ay!, una carga que le impondríamos a él, solterón, sin familia, rebozando de todo y que vivía solo en una casa inmensa (el hotel Schicler), en donde su sombra se pierde y donde nuestras voces amigas harían resonar sin cesar acentos de reconocimiento?... Pero en la mañana, cuando con el corazón palpitante de emoción me acercaba al anciano, desde las palabras que me dirigía me asombraba la expresión seca y egoísta del solterón, del hombre rico y avaro que no piensa sino en sí mismo, que se considera el centro de todas las cosas y atesora siempre para un futuro que no alcanzará jamás. Esta expresión de sequedad me helaba. Enmudecía, encomendaba a mi hija a 86
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Dios y deseaba ardientemente estar lejos, en el mar. Nunca hice esta tentativa, es cierto, a pesar de la devoción de mi pariente, pero no hubiese tenido éxito. Tuve la prueba de ello a mi regreso. El catolicismo de Roma nos dejaba con todas nuestras inclinaciones y da a la del egoísmo mayor intensidad. Nos separa de ello solo para concentrar todos nuestros afectos en la Iglesia. Se hace profesión de amar a Dios y es por la observancia de las prácticas religiosas, impuestas por la Iglesia, que se cree probarle ese amor. Lejos de creerse uno obligado a socorrer a sus parientes, sus relacionados y amigos, al prójimo en fin, se encuentra casi siempre motivos religiosos tomados en la conducta del que reclama el socorro para negárselo. Con largueza para la Iglesia y confiándole algunas limosnas es como se imagina, generalmente, satisfacer la caridad predicada por Jesucristo. M. Bertera, aunque español y buen católico, había ido muy joven a Francia donde fue educado e imbuido en los mismos prejuicios religiosos de 87
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M. de Goyeneche. Sin embargo, no le concedí mi confianza; sentía hacia él una amistad desinteresada y no quise comprometerlo en la mentira que decía a mi familia. Ese joven, desde que lo conocí, no había cesado de prodigarme testimonios de afecto. Creía en la sinceridad del interés que me manifestaba y me complacía en demostrarle mi reconocimiento. El placer que sentía en hacerlo mitigaba las innumerables tribulaciones que me asaltaron durante mi estancia en Burdeos. Hasta entonces la mayor parte de las personas con quienes las circunstancias me habían puesto en relación solo me había hecho daño, en tanto que M. Bertera sentía satisfacción en serme útil. Me confió sus dolorosos pesares y sus preocupaciones. Había visto morir de la misma enfermedad a toda su familia, con la que estaba tiernamente vinculado. Quedó solo y vivía en el aislamiento, en medio del mundo y de su frío egoísmo. El dolor compadece al dolor por más diversas que sean las causas. Desde la primera conversación se estableció entre nuestras almas una intimidad 88
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melancólica que, piadosa en sus aspiraciones, no tocaba a la tierra por ningún punto. Me gustaba este joven, sentía esa simpatía tierna y afectuosa que, en la desgracia, los seres sensibles experimentan unos por otros. Su trato para mí era un dulce bálsamo. Cerca de él respiraba con más libertad y la horrible pesadilla que continuamente me oprimía pesaba menos sobre mi pecho. Me gustaba salir con él y casi todas las tardes hacía largos paseos, mientras mi viejo pariente echaba su siesta. Por su lado, M. Bertera buscaba asiduamente todas las ocasiones para serme agradable. Su afecto por mí se manifestaba hasta en las cosas más pequeñas. En mi vida he vacilado un instante en sacrificar un goce personal al placer más vivo para mí. El de contribuir a hacer feliz o preservar del pesar a quienes amaba realmente. La sinceridad del afecto que me tenía M. Bertera me daba la convicción de que había comprendido mi dolor si le hubiese confiado el secreto de mi cruel posición y la imposibilidad de cambiarla hubiese aumentado más aún su 89
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pesar. Además, la falsa situación en la que me había puesto la mentira, la misma que me fue impuesta por los prejuicios de la sociedad, me era demasiado penosa para consentir que un hombre bueno, a quien quería y para quien tenía tantas obligaciones, soportase una porción cualquiera de las consecuencias que podía acarrear esta mentira. Guardé mi secreto. Tuve el valor de callar cuando estaba segura de encontrar en el corazón de aquel joven una viva simpatía para mis desgracias. Hice este sacrificio por la amistad que le había jurado y solo espero la recompensa de Dios. Partí, recomendando a mi hija a la señorita Bourzac y al único amigo que tenía. Ambos me prometieron amarla como a su hija y conservé la dulce y pura satisfacción de no dejar ningún recuerdo penoso tras de mí.
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Sendas de Oku Matsuo Bashō Traducción de Octavio Paz
I Los meses y los días son viajeros de la eternidad. El año, que se va y el que viene también son viajeros. Para aquellos que dejan flotar sus vidas a bordo de los barcos o envejecen conduciendo caballos, todos los días son viaje y su casa misma es viaje. Entre los antiguos, muchos murieron en plena ruta. A mí mismo, desde hace mucho, como girón de nube arrastrado por el viento, me turbaban pensamientos de vagabundeo. Después de haber recorrido la costa durante el otoño pasado, volví a
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mi choza a orillas del río y barrí sus telarañas. Allí me sorprendió el término del año; entonces me nacieron las ganas de cruzar el paso Shirakawa y llegar a Oku cuando la niebla cubre cielo y campos. Todo lo que veía me invitaba al viaje; tan poseído estaba por los dioses que no podía dominar mis pensamientos; los espíritus del camino me hacían señas y no podía fijar mi mente ni ocuparme en nada. Remendé mis pantalones rotos, cambié las cintas a mi sombrero de paja y unté moxa quemada en mis piernas, para fortalecerlas. La idea de la luna en la isla de Matsushima llenaba todas mis horas. Cedí mi cabaña y me fui a la casa de Sampu, para esperar ahí el día de la salida. En uno de los pilares de mi choza colgué un poema de ocho estrofas. La primera decía así: Otros ahora en mi choza –mañana casa de muñecas.
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II Salimos el veintisiete del Tercer Mes. El cielo del alba envuelto en vapores; la luna en menguante y ya sin brillo; se veía vagamente el monte Fuji. La imagen de los ramos de los cerezos en flor de Ueno y Yanaka me entristeció y me pregunté si alguna vez volvería a verlos. Desde la noche anterior mis amigos se habían reunido en casa de Sampu, para acompañarme el corto trecho del viaje que haría por agua. Cuando desembarcamos en el lugar llamado Senju, pensé en los tres mil ri de viaje que me aguardaban y se me encogió el corazón. Mientras veía el camino que acaso iba a separarnos para siempre en esta existencia irreal, lloré lágrimas de adiós: Se va la primavera, quejas de pájaros, lágrimas en los ojos de los peces.
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Este poema fue el primero de mi viaje. Me pareció que no avanzaba al caminar; tampoco la gente que había ido a despedirme se marchaba, como si no hubieran querido moverse hasta no verme desaparecer.
III Sin muchas cavilaciones decidí, en el segundo año de la era de Genroku (1689), emprender mi larga peregrinación por tierras de Oku. Me amedrentaba pensar que, por las penalidades del viaje, mis canas se multiplicarían en lugares tan lejanos y tan conocidos de oídas, aunque nunca vistos; pero la violencia misma del deseo de verlos disipaba esa idea y me decía: ¡he de regresar vivo! Ese día llegué a la posada de Soka. Me dolían los huesos, molidos por el peso de la carga que soportaban. Para viajar debería bastarnos solo con nuestro cuerpo; pero las noches reclaman un abrigo; la lluvia, una capa; el baño, un traje 98
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limpio; el pensamiento, tinta y pinceles. Y los regalos que no se puedan rehusar... Las dádivas estorban a los viajeros.
IV Visitamos el santuario de Muro-no-Yashima. Sora, mi compañero, me dijo que la diosa de este santuario se llama Konohana Sakuyahime (Señora de los Árboles Floridos) y que es la misma del monte Fuji. Es la madre del príncipe Hikohohodemino-Mikoto. Para dar a luz se encerró en esa casa tapiada y se prendió fuego. Por eso el santuario se llama Muro-no-Yashima, que quiere decir «Horno de Yashima». Así se explica la costumbre de mencionar al humo en los poemas que tienen por tema este lugar. También se conserva una tradición que prohíbe comer los peces llamados konoshiro. El día primero del Cuarto Mes oramos en el templo de la montaña sagrada. Antiguamente la 99
Matsuo Bashō
montaña se llamaba Putara, pero el gran maestro Kukai, al fundar el templo, cambio su nombre por el de Nikko, que quiere decir «Luz del Sol». El gran sacerdote adivinó lo que ocurriría mil años después, pues ahora la luz de esta montaña resplandece en el cielo, sus beneficios descienden sobre todos los horizontes y los cuatro estados viven pacíficamente bajo su esplendor. La discreción me hace dejar el tema. Mirar, admirar hojas verdes, hojas nacientes entre la luz solar.
V La niebla envolvía al monte Cabellera Negra y la nieve no perdía aún su blancura. Sora escribió este poema: 100
Sendas de Oku
Rapado llego a ti, Cabellos Negros: mudanza de hábito.
Sora es de la familia Kawai y su nombre de nacimiento es Sogoro. Vive ahora cerca de mi casa, bajo las hojas de Basho, y me ayuda en los quehaceres diarios. Deseando ver los panoramas de Matsushima y Kisagata, decidió acompañarme y así prestarme auxilio en las dificultades del viaje. En la madrugada del día de la partida afeitó su cráneo, cambió su ropa por la negra de los peregrinos budistas y cambio la escritura de su nombre por otra de caracteres religiosos. Estos detalles explican el significado de su poema. Las palabras con que alude a su mudanza de hábito dicen mucho sobre su temple. En la montaña, a más de veinte cho de altura, hay una cascada. Desde el pico de una cueva se despeña y cae en un abismo verde de mil rocas. Penetré en la cueva y desde atrás la vi precipitarse 101
Matsuo Bashō
en el vacío. Comprendí por qué la llaman «Cascada vista de espaldas». Cascada – ermita: devociones de estío por un instante.
VI Tengo un conocido en un sitio llamado Kurobane, en Nasu. Por buscarlo, atravesé en línea recta los campos en lugar de ir por los senderos. A lo lejos se veía un pueblo pero de pronto empezó a llover y se vino encima la noche; me detuve en casa de un campesino, que me dio alojamiento. Al día siguiente crucé de nuevo los campos. Encontré un caballo suelto y a un hombre que cortaba yerbas, a quien pedí auxilio. Aunque rústico, era persona de buen natural y me dijo: «Es difícil encontrar el camino porque los senderos se dividen con frecuencia; un forastero fácil102
Sendas de Oku
mente se perdería. No quisiera que esto le ocurriese. Lo mejor que puede hacer es tomar este caballo y dejarse conducir por él hasta que se detenga; después, devuélvamelo». Monté el caballo y continué mi camino. Dos niños me siguieron corriendo durante todo el trayecto. Uno era una muchacha llamada Kasane: nombre extraño pero elegante. ¿Kasane, dices? El nombre debe ser del clavel doble.
A poco llegué al pueblo. En la silla de montar puse una gratificación y devolví el caballo.
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Diario de un loco Ricardo Piglia Del libro Prisión perfecta
Autor Escribe de noche el registro detallado de la vida de un hombre. // No hay nada peor que estar encerrado en una pieza de hotel. Timbres lejanos, mucamas con piernas de seda, un roce de cristal en el húmedo cruce de los muslos. // Nadie puede decir nada sobre sí mismo, pero sobre otro es posible, quizás, en ciertas condiciones «particulares», prever (y adivinar), como quien descifra su propio destino, el nudo que ata el sentido. // Desvelado, desde la ventana de una pieza de hotel,
Ricardo Piglia
el que acecha, ve, en la noche cerrada, la luz que ilumina fugazmente, abajo, en el jardín, la mano blanca del que ha venido por él.
Caso Del latín casus: caído/caída. Se relaciona con acontecer/acaecer: del latín adcadere: caer o morir cerca de otro. ¿Cerca de quién? ¿Ha caído? Como quien dice: lo hice caer. // Caso policial. Un hombre ocupa el lugar de otro y comete en su nombre los crímenes. Luego vuelve a su estado inicial (a su personalidad perdida), abandona su vida prestada y vive el resto de su vida como quien es. (Crimen perfecto). // Por ejemplo: el asesino invade la vida de un oscuro literato sudamericano, el angloargentino Somerset Porlock, y puede, si es él, matarlo y casarse con su hermana. Ella sabe que él no es él, pero duda, porque no puede imaginar que sea posible una superchería tan extravagante (por amor). 108
Diario de un loco
Diario Las notas más antiguas son de marzo del 57. Una mudanza, en medio de la noche. Un camión cargado con muebles, la casa desmantelada. Van por la ruta, en la llanura vacía, hacia una ciudad balnearia (igual a esta). // Un chimango con los espolones hacia adelante como garfios, casi sentado en el aire, atrapa, con su vuelo rasante, a un cuis que chilla y se lo lleva con un aletear lento y profundo. Durante un instante todavía oigo los chillidos del cuis y luego no hay otra cosa que el murmullo del aire. // Se detienen a mediodía en un bosquecito, el perro da vueltas por el campo. Su padre dice: «Ves, en este pozo un croto ha hecho un fueguito», toca las cenizas con el revés de la mano. Él anota en su cuaderno de tapa negra, sentado en los yuyos, la espalda contra un ombú. «Salimos a la madrugada, furtivos, avergonzados. Había una luz encendida en la cocina del yugoslavo, del otro lado de la calle Bynon. No duerme 109
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nunca, vigila y mañana dirá que escapamos como ladrones peronistas». Alza (él) la cara del cuaderno donde escribe y a lo lejos, como un punto oscuro en la inmensa claridad, ve moverse la remota figura del linyera que avanza a pie por el desierto hacia otro bosquecito donde prender un fuego para hacer mate. Ese acontecimiento mínimo (y la palabra de su padre) vuelve a su memoria varias veces a lo largo de su vida, durante años, sin relación con nada que esté sucediendo en el presente, nítido en el recuerdo, inesperado, como si fuera un mensaje cifrado que escondiera un sentido personal.
Diccionario Su hermana dice que es un catecismo, una guía mística; dice que su hermano es un turista que abre un mapa, en una estación desconocida, y busca cómo orientarse en un país extranjero. // También dice que esa lengua lejana es la suya y la escribe porque la está perdiendo y quiere fijar 110
Diario de un loco
el sentido antes de caer en la melancolía. // Es un catálogo del saber microscópico de un náufrago, que se aferra a las palabras antes de hundirse definitivamente en la locura. // Imagina que este pequeño libro es un compendio a partir del cual será posible volver a empezar (alguien en el futuro puede combinar las palabras y obtener la historia completa de una vida o varias historias posibles de una misma vida repetida en distintos registros). // El primer diccionario conocido es de 1312. Samuel Johnson compara el diccionario con un reloj: un engranaje que clasifica las palabras, como el reloj clasifica el tiempo. (Practica el arte de clasificar la experiencia).
Dicho Aforismo, proverbio, refrán. // Imagen que persiste en el habla como la huella de una acontecimiento perdido. Erika dice y luego escribe, en un bloc, con su letra nerviosa, ante sus admirados discípulos, por 111
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ejemplo, en inglés: «Appearances are deceiving». Debemos partir de ahí y reconstruir las condiciones materiales en las que se produjo la frase. ¿Quién ha pensado así por primera vez? Mejor: ¿quién ha concluido de ese modo un relato, por primera vez? (Se pasea por el frente del salón, repite sus preguntas retóricas). ¿En qué lengua lo ha dicho? ¿Ha sido, por ejemplo, un joven cazador Swrek, en la tundra, que al abrir apenas, con una vara, la maleza descubre, en lo que era el humo lejano de una fogata, el rayo azul del agua reflejada en el aire cristalino? La ilusión óptica, el espejismo, «los aparecidos» pueblan el mundo. (Los guerreros Swrek combaten la noche entera, en una danza circular, con sus lanzas en ristre, a los visibles espíritus del mal). // Un estudioso del lenguaje solo debe creer en lo que a simple vista no se ve. La mirada del cazador solitario que rastrea en la costra reseca de la estepa la pisada liviana del fénix. Ella reconstruye en su oficina de Firestone Library (como quien observa en el microscopio la escama 112
Diario de un loco
ínfima de una especie prehistórica) hechos reales que ninguna crónica registra; escenas de la vida cotidiana que se han perdido. Ustedes deben ver en esos dichos, dice, las ruinas de un relato perdido; en el proverbio persiste una historia contada y vuelta a contar durante siglos. En el tercer piso, luego de subir una escalera de piedra, en el área tres, en la zona de estudios de semiótica, está la oficina con su nombre grabado en una tarjeta blanca al costado de la puerta (Erika Turner).
Experiencia Los jóvenes matemáticos, dijo Erika, como los poetas y los ajedrecistas y los músicos, hacen sus grandes obras y sus grandes descubrimientos antes de los veinte años, luego envejecen y son conservados en el museo o se destruyen como una llama que arde un instante y muere. // Empezó a dar nombres: Einstein, Gödel, Keats, Capablanca, Mozart, Rimbaud son siempre niños un poco 113
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monstruosos y siniestros. Fenómenos de feria. Existe, dijo, una galería de freaks en el universo intelectual. Ellos poseen el genio de la forma y captan con un solo golpe de vista grandes estructuras y las fijan en un punto porque carecen de experiencia. Tienen una capacidad inhumana de concentración porque no tienen pasiones. Son geniales porque son infantiles, es decir, porque son inexpertos. A medida que viven pierden el poder de abstracción. Son vírgenes, son célibes, son animales raros, crecen en condiciones excepcionales, aislados del mundo por el muro de vidrio de la muerte emocional, como peces nadan en el acuario, flotan en un lenguaje abstracto, personal, los signos son el único aire que respiran. // Pronto los cultivarán como a animales raros, en el monasterio de los campus universitarios, alejados del contacto con la vida. // El genio depende de la inexperiencia, dijo Erika y luego encendió un cigarrillo y se rectificó, el genio es la inexperiencia. 114
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Final. Encontrar entonces una forma perfecta que no tenga final, que solo lo anuncie. Una forma circular, que remite de un punto a otro de la estructura, un relato lineal que sin embargo funciona como un juego de espejos, o una adivinanza. Una palabra debe remitir a otra, en un orden que preserve, en el fondo secreto del lenguaje, la aspiración a un cierre. (Una experiencia debe remitir a otra, sin jerarquías, sin progresión, ni fin). // Final en todas las acepciones define el corte de una sucesión, la interrupción brusca de una serie. Y esta discontinuidad, este «punto de llegada» aparece asociado a la casualidad o a la desgracia. // En la vida no hay finales salvo bajo la forma de la catástrofe o de la despedida; todo fluye y se encadena y nadie sabe cuál ha sido la última vez (que ha cruzado una puerta). // Se llama final a aquello que no se comprende. ¿Por qué no sigue? 115
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Este libro fue pensado en Medellín, diagramado en Soacha e impreso y encuadernado a mano en Anapoima, por los integrandes de Bilis Negra Editorial, en los tiempos de la pandemia ocasionada por el Covid-19. Sí, viajamos ––en bicicleta––, y en esa soledad extraña nos sentimos más vivos que nunca. Colombia, 2020.