Capítulo 1 No eran ni las nueve de la mañana cuando Alejandra Marcos se vistió de fiesta, decoró sus ojos con metódica dedicación y salió a la calle en dirección a ninguna parte. Miraba los escaparates, aún con las tenues luces de emergencia, en un acto mecánico de atención. Observó con detenimiento un pantalón gris, casi estilo militar, sin embargo, de elegantes formas. Trató de verlo en su propio cuerpo, moldeando sus curvas con la textura de la tela. Lo combinó al instante con varias prendas que ya hacían espera en su armario, con el honor de no haber sido aún estrenadas. Su imaginación fluyó hasta la combinación de los complementos que llegaban a su mente desde algún lugar desconocido al que, en el fondo, catalogaba como un reino de dicha y amor propio. Entró en una cafetería al final de la calle. Presentía ser objeto de miradas incluso antes de abrir la puerta, por la certidumbre que otorga la experiencia. Las que menos perdonaba: las de las mujeres que le recriminarían la pintura de primera hora. En realidad, todas las opiniones ajenas le importaban más de lo que ella deseaba. Se sentó en el primer sitio vacío que encontró junto a la barra, para no tener que mirar de frente al resto de clientes del local. -
Un café con leche – hablaba en tono alto y claro, para marcar
territorio, tratando de desapercibir sus miedos. El camarero estaba de espaldas a ella y se giró para atenderla, vestido con el traje del lunes, de la incomodidad del que detesta su trabajo, algo que se percibe al instante, como si se tratara de unas luces de neón de discoteca que llaman al encuentro de una ayuda externa, una mano amiga que le diga que ya queda poco y que pronto vendrá la buena vida desde un billete premiado de lotería – por favor. Se encendió un cigarrillo para entretener los incómodos minutos de la observación y el silencio; esos que muestran a las personas en su más profunda identidad y que, por eso, nos resultan tan insoportables. El tabaco en ayunas no le hacía nada bien, así que, trató de no tragarse el humo y utilizar únicamente aquel artefacto prendido como máscara de su timidez.
Justamente detrás de ella había dos chicas jóvenes sentadas en una pequeña mesa redonda, de unos veintitrés años, ataviadas con traje de chaqueta y pantalón, que charlaban nerviosas, entrecortadas, emitiendo esa conocida risa contagiosa que produce la vergüenza de los primeros encuentros, aderezada con el toque de nerviosismo que dan las entrevistas de trabajo. Atendió sin pretenderlo a una conversación que le resultó, en cierto modo, conocida; y en algún punto, tediosa. A unos metros más allá, también en la barra, dos adolescentes continuaban la fiesta nocturna sin emitir palabra, con una copa de ron en la mano y el gesto del que perdió el rumbo en un lugar al que ya no sabría volver. El periódico del día asomaba bajo un folleto de las fiestas locales, a menos de un metro de ella, en la barra. Por un momento sintió esa obligación de leerlo e informarse de las cuestiones del mundo: de las políticas y las económicas, especialmente, que era a las que más atención prestaba por su profesión. Al segundo se dio cuenta que estaba de vacaciones y no sería necesario hacerlo; sin embargo, el tiempo pasaba tan lento sintiéndose sola, que acabó cediendo a una tentación que más procedía de la imposición del momento que de la curiosidad. Lo ojeó superficialmente, nada nuevo: varios muertos en un atentado en Irak, debate sobre el estado de la nación, insultos entre políticos que ejercían de titulares de primera línea, presentación de beneficios de varios bancos, un par de sucesos locales y algo de sociedad. Cuando creyó haber cumplido con su obligación cerró el diario, alzó nuevamente la taza de café y descubrió que estaba vacía, que el último sorbo ya se lo había bebido sin ser siquiera consciente de ello. Se arrepintió, como se arrepentía de cada segundo
que le pasaba
desapercibido. -
¿Qué le debo, señor?
-
Uno cincuenta.
Pagó sin esperar el cambio y sin recibir de vuelta siquiera un oportuno y elegante gracias que hubiera, al menos, mejorado en algo la percepción ajena de aquel mutante de cafetería. Salió de allí gobernada por el mismo automatismo con el que miraba los escaparates minutos atrás y continuó paseando, olvidada ya de la conversación de las chicas de la entrevista, del camarero hibernado, de las noticias, de sus miedos, e incluso de su tedio vacacional y de sus infelicidades. Ahora sólo le importaba el frío, el
aire frío paseándose por sus mejillas, sonrosándolas y estirando su piel al unísono de un canto mágico de percepción sensorial. Entró en el Parque del Sirio, el lugar verde más grande de toda la ciudad. Un inmenso campo urbanita rebosante de árboles, plantas floridas y radiantes, agua puntualmente canalizada y algunos animales exóticos traídos de alguna parte del mundo en la que, seguramente, resultarán de lo más común. Se sorprendió de que hubiera gente tan temprano haciendo deporte. Lo cierto era que le sorprendía cualquier cosa que tuviera que ver con aquel parque, o con cualquier ambiente fuera del asfalto elitista, con sus vestidos de marca y sus caretas de oficina, que solía frecuentar. En este ambiente, en el parque, hoy podía sustituir los leones del banco por los perros con dueño y los perros sin dueño que se estaba cruzando en el camino; o las miradas de invierno de los ejecutivos por las de deseo de los transeúntes. Se sentó en un banco cercano a la Fuente del Peso, una de las más impresionantes y emblemáticas de toda la ciudad, que había sido llevada justamente allí para inaugurar con todos los honores aquel gigante natural. El lugar era un enclave único para la acústica producida por el trinar de los pájaros: un delicadísimo dolby surround inconmensurable. Imaginó una orquestación guiada desde la misma fuente por uno de ellos, subido en lo alto de la balanza de piedra que coronaba la obra, volando suspendido por el agua, con una pequeña batuta en el ala, dirigiendo a los músicos convocados aquella mañana en el parque con el único instrumento de su trinar. Sonrió para sí misma con el pensamiento, agradecida por la imagen que, esta vez, había querido venir espontáneamente para sustituir a las desgastadas que agolpaban su cabeza cada día. Cerró los ojos solamente un segundo, o le pareció a ella un segundo, porque el tiempo es una cuestión elástica directamente proporcional a la atención prestada; y en aquel momento, Alejandra, ya agotada por haber pasado prácticamente toda la noche en vela, quedó dormida con la cabeza a un lado y una incomodísima postura de la que se acordaría el resto de la mañana en forma de intenso dolor de espalda. Ese día era un regalo, era su día, su momento. No estaba dispuesta a cederle siquiera un segundo a los preparativos, a los planes, a la desidia, a las preocupaciones… era su día, sí, aunque no hiciera absolutamente nada. Era suyo, igual que los dueños se sienten
propietarios de sus perros; igual que los padres se sienten propietarios de sus hijos; al igual que los Estados se sienten propietarios de las tierras: era suyo, sin serlo. Cuando despertó habían pasado más de tres horas. El parque se había llenado ya de mamás con sus carritos y niños correteando por todas partes recién salidos del colegio. Se enderezó, sintiendo el dolor de cada articulación, y siguió caminando nuevamente con el profundo deseo de convertir aquel día en objeto de disfrute personal. Se sentía reconfortada y abrigada por la naturaleza, esa gran desconocida para ella, siempre tan urbanita y tan poco adecuada para el campo. Acudiendo una vez más al falsche Klamote alemán para elegir su vestuario, tuvo que quitarse los zapatos de tacón para poder caminar por la hierba, ignorando intencionamente el camino de arena que le hubiera permitido mantener intacto su exquisito glamour. Pensó que ese recodo de tierra quedaba a un lado, como esas vidas paralelas que se crean cuando elegimos una entre millones de opciones. Sintió ganas de salir corriendo, como los deportistas de primera hora que le habían sorprendido; pero sustituyó el deseo por el conformismo, como tantas veces hacía, y continuó caminando, aceptando, o más bien, resignándose a su condición de encogida; encogida y sencilla, pero más que nada, encogida. Cuando estaba en el instituto era una niña de primera fila, educada y bien vestida, con excelentes calificaciones; y a pesar de haber intentado en varias ocasiones ser tan rebelde como Sandra Morejón, no podía, nunca pudo. También se propuso en un trimestre suspender dos asignaturas, para que no le dijeran empollona, y lo consiguió. No le sirvió de nada. Solamente se llevó la decepción de su padre, que le dolió en el alma. No le dijo nada, ni una mala palabra, sólo miró la hoja de calificaciones y suspiró. Esa mirada de decepción le hizo más daño que el propio deseo de ser una rebelde de ficción. Se sentó en el primer lugar que encontró, un banco compartido, pero bendito para su sufrimiento podal, ya castigado por el largo rato del paseo. Al otro lado del asiento había un hombre mayor, de unos ochenta y tantos, vestido con un abrigo de cachemir marrón de exquisito corte. Alejandra trató de mirar disimuladamente, intentando averiguar la marca, como si se retara a sí misma a un juego infantil e insignificante. - Es de mi hijo- dijo el viejo sin cambiar un ápice su postura, rígida, de brazos cruzados, mirando hacia delante.
- ¿Disculpe? – dijo ella avergonzada, presintiendo que había sido descubierta en su curiosidad. - El abrigo, es de mi hijo. - Lo… lo siento, no quería ser indiscreta, me llamó la atención… - en aquel momento tuvo casi la misma sensación que la que produce la desnudez en público. Esa timidez ahogada por la apariencia de mujer ambiciosa y segura que tenía que dar en el trabajo, le hacía incrementar más aún su inseguridad, por lo reprimida; y en la satisfacción coartada de expresarse avergonzada iba creciendo, al tiempo, una ira contenida que multiplicaba el fracaso de su introversión. - La curiosidad mató al gato, señora. Las palabras sonaban secas y cortantes desde una garganta castigada por los años de adhesión al tabaco y otros vicios; tanto así, que Alejandra comenzó a sentirse tan incómoda con la situación, que hizo ademán de levantarse, justamente al tiempo que el viejo decidió unilateralmente continuar con la conversación. - Antes había palomas en este lugar… No sé por qué se han ido. ¿Espera usted a alguien? - No. - Ya ni las palomas quieren venir por aquí. Será por el aire de la ciudad, que no se puede respirar tranquilo ni en los parques… igual de sucia que sus habitantes, intoxicados de putridez mental, la misma con la que contaminan todo lo que tocan, artistas de lo insalubre…- respiraba hondo para tener suficiente aire para poder continuar – Nada les importa ya… no tienen sueños, no tienen fuego, no tienen vida… están todos dormidos. - ¿Y usted? - Yo, ¿qué? - Que si también está dormido… pregunto. Esta vez el viejo hizo un giro de cabeza para observar a su interlocutora desde la firmeza de una mirada fija, penetrante, tan intensa que nuevamente ella se sintió avergonzada. - ¡No se sonroje mujer! ¡Qué tímida que es! – sin contestar a la pregunta, creyendo más en la retórica que en la conversación, continuó dilucidando acerca de los hombres, absorto en sus propios pensamientos – no creo en el hombre contemporáneo, señora, ni en el motor que lo mueve. No vaya a pensar usted que soy un pesimista por eso, no, más allá, soy un inconformista- Se detuvo de nuevo, esta vez sólo como silencio que mantiene la expectación- Son las prisas… la ausencia de silencio o el
férreo asirse a las pertenencias lo que más me disgusta, la necesidad impuesta por el terrible egregor del poder. No existe saciedad, ni comprenden las visiones individuales, tanto que promulgan el capitalismo… Son corderos dormidos, si… les vale más ser oveja dormida que pastor despierto. Después de estas últimas palabras quedó como extasiado, con la mirada fija en ninguna parte, al frente de sí mismo, perdido en su propia decepción humana. Alejandra quería levantarse de allí y seguir caminando, pero su eterna y paciente educación se lo impedía; así que, sacó otro cigarrillo del bolso y le ofreció al viejo esperando una negativa por su parte, con la sorpresa de ser aceptado de buena gana. Tomó entre sus manos la presa regalada y olfateó con gusto el producto antes de sacar un mechero y ejercer de galante caballero para encender el cigarro de la señora. - Gracias – dijo Alejandra – llevo tiempo intentando dejarlo, pero me es imposible – continuó, por decir algo. - Ésa es la enfermedad contemporánea de la que le hablo, señora: si lo quiere dejar, déjelo y déjese de palabras. ¿No se da cuenta de lo absurdo del planteamiento? ¿In-ten-tar? Eso no existe, es pura imaginación; las cosas son o no son, no se intentan, son. - Yo no lo veo tan sencillo. -Yo, yo y yo. Yo, me, mi, conmigo- dijo utilizando la ironía para aderezar el guiso - las cosas no son desde usted, querida, ¡qué manía este ego prejuicioso y prepotente que cree ser origen de todas las respuestas! Ese tono de superioridad y sequedad del viejo comenzaba a hacer mella en la ira de Alejandra, que iba creciendo a medida que escuchaba una nueva palabra, y luchaba consigo misma por mantenerse equilibrada, del modo que siempre se pedía ser. Es sólo un viejo, no entres en su juego, se dijo, tratando de justificar así los auténticos motivos de su silencio: el dolor de no tener siquiera una buena respuesta que ofrecer, increpar a los argumentos de un hombre al que no tenía por qué seguir escuchando y al que estaba soportando porque anteponía la fuerza de la cortesía y el respeto por la edad, a ganarle la batalla al refunfuñar constante de un anciano solitario. - Así es, señora, así funciona el mecanismo humano: primero va el orgullo, lo sigue muy de cerca la ira ¿verdad?, hasta que nos encontramos con el miedo, la inseguridad de sentirse acorralado, perdido, sin respuesta coherente con la que vencer al contrario… No, señora, esto no es una batalla, esto es la vida.
- Y si la vida no es una batalla, ¿qué es entonces? – ella también endurecía ahora su tono para, al menos, mantenerse en su sitio, después de haberse sentido descubierta por el viejo en su más oscura intimidad: la de su propio comportamiento. - Un juego. - Los juegos suelen ser divertidos… - ¿Acaso no le resulta divertido vivir? - Sinceramente, no. Y por lo que creo, a usted tampoco. Critica a la sociedad y vive entre una humanidad a la que detesta, no creo que eso le resulte divertido. - Son dos cosas diferentes, querida, vivir es pura elección y disfrute, mientras criticar es un ejercicio de la mente. Yo disfruto mientras mi mente critica… - ¿Es que acaso su mente no es parte de usted? - Exactamente, es parte, no soy yo – dio una profunda calada al cigarrillo y exhaló con absoluto placer un humo espeso que se elevó con el impulso de su aliento y el movimiento ascendente de su cabeza, haciendo más evidente aún el aire de soberbia que lo envolvía – se estará, seguramente usted preguntando ahora mismo, qué hace un viejo como éste, sentado en un parque, con un abrigo de mil doscientos euros encima y creyendo dar lecciones sobre la vida y los hombres ¿verdad? - En cierto modo sí – contestó Alejandra asintiendo absolutamente a una cuestión que llevaba ya rato en su cabeza. - En cierto modo, sí… – dijo él, deteniéndose a observar el trabajo de un pequeño pájaro creando un nido en la copa del árbol que había frente a ellos. Pareció que, por un momento, se había olvidado de la conversación. Alejandra creyó ver un atisbo de emoción en su rostro al contemplar al pequeño ave tejer su hogar. De todos modos, a pesar del excentricismo personal de aquel hombre, la conversación le estaba alejando de sus pensamientos, al tiempo que la acercaba un poco más a sí misma, algo que, paradójicamente, sentía habitualmente muy lejano. Se había buscado entre las sombras de los demás, entre las emociones de otros, en las visiones de su propio espejo que aparecían por todas partes con el orgullo de no pertenecerse. La pérdida de los motivos, el laberinto de las elecciones, la búsqueda de sentido… y el convencimiento de sentirse olvidada por la felicidad, persiguiendo un destino que parecía desvanecerse a cada paso que daba, sin saber muy bien la dirección.
Sintió un cosquilleo en sus piernas, y al bajar la mirada encontró un pequeño cachorro que frotaba el trasero en sus pantalones. Acarició su pelo largo y gris plateado, casi brillante, que lo vestía en su pequeñez. - Para ellos la vida sí es un juego... Ellos no tienen problemas - pensó en voz alta. - ¿Y qué nos diferencia de ellos, señora? – dijo el hombre cambiando ya su éxtasis contemplativo en la naturaleza por la absoluta atención a la conversación con Alejandra. - La inteligencia. -Mucho más que eso, diría yo: la conciencia. ¿Qué sería del hombre sin conciencia? ¿Qué fue, de hecho, del hombre cuando no la tuvo? ¿No se plantea eso? - No suelo pensar en esas cosas… no tengo tiempo para ello. - El tiempo es la excusa para no pensar; el tiempo es el recurso animal del hombre para no ejercer su conciencia. ¿Qué sentido tiene ser hombres, si no la utilizamos? ¿Qué nos diferencia entonces de los perros? ¿Qué es más importante que conocerse, que plantearse la propia existencia? ¿Es acaso nuestro motivo trabajar duro detestando lo que uno hace para poder llenarse de comodidades que no da tiempo para disfrutar? ¿Es más importante dedicar la vida a llenarse de preocupaciones en aras del bien material? ¿Me está diciendo eso? ¿O quizás tampoco tiene respuesta para estas preguntas? – esperó unos segundos para ver si el silencio era interrumpido con alguna elocuencia, pero no llegaron las palabras y continuó – No me sirve el tiempo como excusa, señora, el tiempo es sólo una percepción humana, un espejismo. Acaso el miedo sería una mejor razón para no mirarse de frente, o el orgullo, o la desidia, o la mera ignorancia, pero el tiempo no. Tengo ochenta y cuatro años, la piel llena de arrugas y un cuerpo castigado por los vicios, pero fuerte como un roble, sano por convicción, se podría decir; me duelen las cosas que les duelen a los viejos, sí; acepto las enfermedades como parte de la vida; podría vivir sin un riñón, sin movilidad, sin sentidos, sí, podría, se lo aseguro; pero no podría vivir nunca sin mi conciencia, eso sí que me mataría. Cuando las palabras enlazan la combinación correcta para la atención del interlocutor, se logra un perfecto círculo en el que encaja la escucha con la exposición. De este modo, Alejandra miraba al viejo con la sorpresa de haber comenzado a admirarlo. No había conocido nunca a nadie con esa inquietud sobre la vida, ese deseo acérrimo de preguntarse por algo tan simple como uno mismo. Su entorno se componía
de poco menos que elegantes y arrogantes empleados de banco; de las mujeres de los amigos de su esposo, todas ellas amas de casa refinadas, dulcemente mantenidas para su ocio abierto veinticuatro horas al día; de su familia, desarticulada por el correr del tiempo y preocupada por las comparativas sociales. Ya casi no tenía amigos que no fueran los de Enrique, los había ido perdiendo con el tiempo, con ese tiempo, para ella tan importante, y del que ahora le habían dicho que era simplemente una idea. Ese tiempo que había ido barriendo tantos esquemas, si es que alguna vez los tuvo. Le hubiera gustado responderle al viejo, porque eso hubiera significado que alguna vez se planteó unas cuestiones que, ahora, en el diálogo al mediodía en el parque, le resultaban tan esenciales y tan desconocidas. - No se aflija, señora, seguramente, no esté del todo perdida – así dijo, con ese orgullo simpático y contradictorio que surge del acto irrepetible de consumir la última calada a un cigarrillo, observando lo que al segundo será una colilla y que, en el mismo instante en que uno la mantiene entre sus dedos, se convierte en néctar exquisito para los pulmones gastados por el humo inquilino y okupa tan difícil de desarraigar – gracias – dijo mirando a Alejandra, que parecía no comprender - por el tabaco, digo, un placer. - ¿Fuma usted a menudo? - Sólo cuando me apetece… como ahora, mejor que sea un delicioso complemento a una amena conversación – el tono de sus palabras se había relajado y sonaba ahora un poco más amable que al principio. Incluso se diría que, en cierto modo, sonaba a galantería. Su incisiva mirada de minutos atrás parecía haberse decorado de una amabilidad serena y agradecida. – No vaya a pensar que he sido descortés con usted, señora, no es esa mi intención, solamente que su ego me incomoda, al igual que el de todos; es a él a quien me dirijo con más seriedad. ¿Ha comido ya? - No. - Si tiene a bien, me gustaría entonces invitarla. Alejandra dudó por un momento, que duró un instante, que no fue tiempo, que fue una duda disipada por una sonrisa anciana y bondadosa y una mano envejecida, tendida hacia ella. Pensó que era su día, hoy tenía el día para ella, y su mano se acercó a la del viejo, y su cabeza asintió por su cuenta, como si no recibiera órdenes del cerebro. Y aceptó.