Mateo, capítulo 1

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Capítulo 1

Existen momentos únicos en los que la vida nos regala la compañía de personas extraordinarias; y a pesar de la sutileza de sus dones, que pasan desapercibidos a la mayoría de los ojos humanos, dejan un destello tras de sí, imborrable y eterno, que reescribe las páginas de una historia ignorada por los libros. De este modo llegó Mateo a convivir entre nosotros, aunque muchos no lo sepan. Era guapo, inteligente, sociable, amoroso y mágico, haciendo patentes algunas de estas características incluso antes de su nacimiento. Desde el tercer mes de gestación, su madre comenzó a tener sueños premonitorios de algo excepcional que estaba sucediendo en su interior; aunque estos mensajes fueron relacionados rápidamente por la joven con la

ingesta continuada de ácido fólico a la que llevaba meses

sometiéndose para preparar su embarazo.

A las treinta y tres semanas de aquella comunión vital, al unísono del parpadear de varias estrellas, y coincidiendo también con la aparición de veinte mariposas en la habitación del nuevo inquilino, que revoloteaban expectantes, comenzaron las primeras señales de la llegada del bebé. Los comentarios de la madre al respecto fueron claros, concisos y racionales: -

Ya te lo dije Enrique, utiliza pinturas plásticas que dan menos olores… pero tú siempre eliges la más barata… y mira después lo que pasa, que se nos llena de bichos la habitación. No quiero ver ni una sola libélula más en este cuarto, ¿te enteras?

Días después de los insistentes avisos de la naturaleza, nacía la criatura, por decisión propia, contrariando la previsión de sus progenitores y adelantándose varias semanas al ansiado acontecimiento.

La primera vez que pusieron a Mateo en su cuna, el niño sonrió. Al verlo torcer los labios, su madre pensó que se iba a poner a llorar por un ferviente deseo de hambre


neonato, así que, de forma instantánea, sacó al aire uno de sus enormes pechos de primeriza y lo inyectó en la boca del niño, hasta que consideró que había saciado su ansia de leche. Sin embargo, las actitudes inconscientes maternas parecían no tener efecto en la tranquilidad del bebé, que continuaba expresando su sonrisa más allá de estas faltas de tacto; o más bien, de atención.

Una apertura fuera de lo corriente en sus ojos, como pista significativa de su constante sorpresa por el mundo, confirmaba que todo a su alrededor le producía una gran curiosidad. No dejaba movimiento alguno sin vigilar, como si fuera un silencioso patrulla de la cotidianidad, para él, tan novedosa.

Sus primeros meses de vida transcurrieron con esa peculiar forma de adaptarse al entorno que había elegido. Tanto quería conocer, que muy pronto echó a andar sin necesidad de ayuda, al tiempo que hacían acto de presencia las primeras palabras de su vocabulario: “so...le...te”, “co...si...ta”... aprendidas por oírselas a su madre. También el orgullo paterno hizo su trabajo, y gracias a la insistencia del hombre en que los visitantes pudieran contemplar en vivo que, efectivamente, su hijo era capaz de caminar y hablar con seis meses de edad, consiguió que el entrenamiento mejorara las ya precoces cualidades del pequeño.

Cuando cumplió su primer año, entre la algarabía de la fiesta de aniversario y el barullo de la celebración, Mateo desapareció. En su búsqueda se movilizó toda la ciudad. La desesperación de sus padres rozaba el infinito, y el afligido llanto de Carola se escuchó incluso en la frontera del país. Al cabo de tres semanas de sufrimiento y desesperanza, Mateo reapareció sentado al pie de un árbol en el jardín de casa, afirmando haber estado allí todo el tiempo. El abrazo de felicidad de su madre lo dejó casi sin aliento, y sus lágrimas, ahora de alegría, inundaron su corazón, antes desconsolado. -

¿Dónde has estado, hijo? ¿dónde estabas, mi amor?

-

Aquí mamí... - decía señalando siempre el mismo punto del jardín.


Nadie supo nunca dónde estuvo Mateo esas tres semanas, y el episodio, por expreso deseo de su madre, se cerró con la llave del olvido y con el deseo de no volver a abrirlo nunca más.

A los tres años y medio comenzó a ir a la escuela. Como era de esperar, aprendió a leer y escribir antes que ningún otro niño de su clase, y a comunicarse con una fluidez y una madurez impropias de su edad. Pero, lo que más sorprendió a su entorno desde el principio, fue la increíble facultad que poseía para el dibujo. Cuando el resto de compañeros comenzaban, a duras penas, a encajar dos extraños círculos haciéndose pasar por ojos en lo que, se suponía, era la cabeza de un hombre, Mateo ya definía perfectamente una cara. De hecho, cuando le ponía cierto interés, se podía decir que el resultado tenía algún parecido físico con su padre. Sí, puede ser ésta una exageración que procede del cariño, pero no está de más que resalte sus facultades en este ámbito para información del lector.

Los profesores de su colegio se alertaron rápidamente de estas capacidades, al no haber conocido ningún antecedente con semejantes aptitudes para el arte a tan temprana edad. Consultaron el caso con Miguel Manzini, profesor de dibujo de cursos superiores. Tras llevarle varios extractos de los “garabatos” de la criatura, fue el propio Miguel quien decidió tomar iniciativa en el asunto. Comenzó a acudir al aula de Mateo, con el permiso de la señorita Maite, y se sentaba en una de aquellas pequeñas sillitas, al lado del niño, para incitarle a dibujar con propuestas visibles en la clase, mientras el resto de alumnos amasaban plastilina con toda su atención, frunciendo el ceño y, quizás, sacando la lengua al mismo tiempo.

Mateo era preciso en sus movimientos con el lápiz, delimitaba las formas, combinaba perfectamente los colores y, por supuesto, completaba con su eterna sonrisa la finalización de sus obras, haciendo que el maestro quedara enamorado al instante del genio y del niño, de un modo proporcional.


Pasaron así varias semanas, y al ver que el pequeño evolucionaba con sus indicaciones, Miguel se decidió a hablar con sus padres, para ofrecerles la posibilidad de darle clases particulares de dibujo, fuera del horario escolar y de forma totalmente desinteresada. Este último dato resonó especialmente en los oídos de Carola, y acabó por convencerles de lo positivo que resultaría para él que pudiera desarrollar, desde muy pequeño, su evidente potencial. A ninguno de los dos les hacía mayor ilusión la idea de ver a su hijo convertido en un artista; sin embargo, la insistencia de los maestros y el hecho de verse elevados en su orgullo de padres por los numerosos halagos que de él recibían en el colegio, sucumbieron a orientarlo en este tipo de educación; aunque en el fondo guardaban la esperanza de que, con los años, Mateo llegaría a ser un importante hombre de negocios, un gran médico, un exitoso abogado, o mejor aún, un político de renombre: un Ministro.

De modo que, a la edad de cuatro años, Mateo comenzó a acudir, cada tarde, a casa de Miguel Manzini, hombre de gran cultura y semejante categoría moral, que se presentó de forma milagrosamente gratuita, como suelen aparecer en la vida los hechos más relevantes que acaecen a los hombres.

Vivía en las afueras de la ciudad, en un residencial con el peculiar encanto anodino de las edificaciones que ensalzan la imaginación repetida. La vivienda estaba completamente habitada por sus cuadros y por las ingeniosas obras que le habían ido regalando sus alumnos a lo largo de los años de docencia. En el salón reinaba confortable y patriarcalmente la figura en barro de un gran perro guardián que hizo en su época de estudiante, y que representaba a su querido y amado Leo, su compañero y mascota de la infancia. Las paredes a las que los cuadros dejaban en libertad, estaban prácticamente cubiertas por estanterías repletas de libros que había ido adquiriendo con un espíritu de lector inagotable. Decía que los hombres se mueven por dos impulsos primarios: el amor y el deseo de convertir los misterios en conocimiento; así que, su vida siempre se tambaleó entre ambos flancos, a veces equilibrando y, la mayor parte del tiempo, descompensando su estabilidad. Tuvo


tres esposas, breves e intensas, que le aportaron calor, cariño, y conocimientos a partes iguales. A los dieciocho años conoció a la primera, Brigitte, y aunque su nombre nos sugiera una belleza rubia de formas curvilíneas y sensualidad exuberante, la que nos ocupa no tenía nada que ver con ninguno de los adjetivos que puedan combinar con la sexualidad que inspira su denominación. Brigitte medía un metro cincuenta y tres de estatura, pesaba setenta y cinco kilos, y su cara era realmente la personificación de una calabaza. En contra de toda proporción áurea, el peso de su cabeza era una tercera parte del total de su cuerpo. Esta característica parecía complementarse perfectamente con el tamaño de su cerebro, puesto que la peculiar joven era conocida por su elevadísimo cociente intelectual. Años más tarde sería requerida por los mejores laboratorios médicos del país, en el campo de la investigación. El matrimonio, por la juventud y por la falta de práctica sexual (lo segundo lo aporto de mi propia cosecha), terminó al año y medio de comenzar, aunque los protagonistas aludieron al hecho de que su amor había finalizado.

La segunda vez que pasó por el altar fue con la espigada y divertida Beatriz, que fue su inspiración y su motivo de felicidad durante, aproximadamente, seis meses, que fue lo que duró su breve, pero satisfactorio e intenso, matrimonio. Beatriz era alta, altísima, y muy delgada. Sus ojos eran azules y enormes, y su pelo rojo, del color del mismo fuego que desprendía. Una nariz grande y aguileña, y una boquita pequeña y con forma de luna invertida, desmerecían su, hasta aquí, fantástico aspecto físico. De no haber sido por ese desventurado error de la naturaleza, Miguel ni siquiera se hubiera fijado en la belleza de mujer que podría haber sido. Sin embargo, cuando Dios quiso agrandarle la nariz y afear su boca hasta los confines de la perversidad, el joven celebró tan realísima decisión y la aprovechó de la mejor forma que pudo: casándose con ella. Seis meses después de la boda, Beatriz se marchó a Japón con la intención de aprender la tradición y la cultura de las Geishas, ya que, al parecer, era lo que había ansiado desde niña. Miguel sabía de este interés y lo alentaba aprovechándose de esta ingeniosa apetencia, que más bien había entendido como un deseo secreto sexual, oscuro y malicioso de la joven, en cuya fantasía se encontraba encantado de participar. Nunca pudo imaginar que lo que


para él era un juego de lo más vibrante, no era otra cosa sino la obsesión surrealista de su mujer.

Cuando su destino parecía enviarle de cabeza a una vida en soledad, después de más de quince años sin disfrutar de fémina alguna, apareció Karen Mühlen, una sueca de veintidós, hermosísima, de labios carnosos y sonrosados, apetecibles y deseables dentro una juventud y una belleza casi insultantes. Karen fue alumna de dibujo de Miguel durante su estancia en el país, como estudiante de intercambio, y se enamoró perdidamente de un hombre al que consideraba su maestro, su mentor y el amor de su vida. Miguel, a pesar de no sentir atracción alguna por la sueca, hecho éste que se debía, sin lugar a dudas, a la espectacular belleza de la joven, convivió con ella y la aceptó con el convencimiento de que el destino la había puesto allí para que él encarrilara su camino de forma paternal. Así que, meses más tarde se casaron, aunque sobra decir que toda relación que comienza falta de amor por una de las partes, es incapaz de tener alas para volar durante más de quince días; y con ella batió su record personal de divorcios repentinos; y con ella finalizó también su sueño utópico de encontrar a la mujer ideal, conservando todo su tiempo a la enseñanza y al propio aprendizaje, del cual decía que, por ser inagotable, era la más poderosa droga que se podía probar. Por eso, cuando Miguel encontró a Mateo descubrió en él un alumno esponja, capaz de cumplir a la perfección con las expectativas de su maestro.

Al principio, las clases de dibujo surgían de forma espontánea, como si se trataran de un juego que divertía a ambos. El profesor, que había ido aplicando sus propios métodos de enseñanza, intentaba que los juegos de Mateo tuvieran siempre un carácter educativo, quedándose en un segundo plano, y dejando que el niño fuera partícipe y motor de su propio aprendizaje. Se preparaba muy bien antes de que llegara su pupilo, tratando de crear una atmósfera agradable, en la que sentirse cómodo y a gusto fuera una prioridad. Lo primero que hacía era promover la charla, dejar que las palabras fluyeran con naturalidad, que fuera Mateo quien le contara cómo le había ido el día, o que expresara sus curiosidades, que eran muchas. Le


pareció una buena idea construir objetos con materiales de arcilla, dejando la expresión al libre deseo de Mateo; o encargarle el cuidado de alguna planta del jardín, a la que regar cada tarde, casi como un ritual diario. Le hacía combinar la memoria con la espontaneidad; el divertimento con la seriedad; y el trabajo con el juego. En cada clase leían algún pequeño poema infantil, y más tarde intentaban imaginar palabras nuevas con las que adaptar una versión diferente... Mateo respondía positivamente a todas estas actividades; aunque, por momentos, parecía quedarse en un limbo entre sus propios pensamientos y aquel lugar fuera del espacio y el tiempo en el que se refugia la mente humana, más allá de la realidad que ocupa la existencia presente.

La evolución de las clases era continua y creciente. Pasaron de las pequeñas construcciones de arcilla, de los poemas infantiles y del trabajo en el jardín, a introducir, poco a poco, la observación de láminas de obras de arte. Le enseñaba las obras de los grandes y también de aquellos más desconocidos para el público, pero que disfrutaban de la plena admiración del profesor. Le hablaba de las diversas técnicas que se habían ido utilizando a lo largo de la historia, la dificultad de elevar a excelso un simple óleo, y del trabajo intenso y fascinante que implica la realización de un cuadro, una escultura, o cualquier símbolo artístico de calidad. Todo su interés era abrir un amplio abanico de opciones ante Mateo, para que él, por sí mismo, fuera teniendo una idea propia sobre el arte.

A medida que Mateo iba creciendo, también lo hacía su interés por todo lo relacionado con la pintura, y más genéricamente, con el deseo incontenible de aprender que le acompañó, en forma casi de progresión geométrica, durante toda su vida. Disfrutaba paseándose por la casa de su mentor, contemplando largamente cada uno de los cuadros que colgaban de sus paredes. Miguel se preguntaba qué pasaría por la cabeza del niño mientras sus ojos permanecían inmóviles ante las obras que poblaban sus habitaciones. Siempre tenía miles de preguntas, y aunque desbordaba la inocencia del aprendizaje y el interés por lo desconocido, sus ojos


albergaban la apariencia de poseer muchas más respuestas de las que podría esperarse para un niño de su edad.

Miguel siempre fue consciente de la unicidad de aquella criatura que se había cruzado en su camino; pero, lo que más le llamaba la atención era esa forma especial de ser del niño, esa bondad expresada a flor de piel, esa especie de sabiduría interna perfectamente legible en su expresión, en sus ojos, en sus gestos, en su sonrisa. Mateo era una incógnita constante para él, y lo fue aún más a partir de aquel día en que pudo atisbar en el niño el inicio de su expresión mágica. Fue el comienzo de algo mucho más portentoso que todas las evidentes cualidades que ya había mostrado. Aquel día, Mateo le enseñó a su profesor que era mucho más capaz de rozar el infinito de lo que se hubiera podido imaginar.

La tarde del primero de diciembre de los cinco años del pequeño, mientras contemplaban en un libro sobre pintura renacentista los cuadros más importantes del periodo, Mateo quedó varios minutos en silencio ante el conocidísimo “Nacimiento de Venus” de Botticelli. Con sus pequeños ojitos clavados en el dibujo, se hacía miles de preguntas mientras contemplaba a la hermosa mujer que nacía de la espuma del mar. Se enredaba en sus cabellos dorados, en su mirada tranquila, en los angelitos que soplaban a carrillos llenos un viento que no parecía afectar más que al cabello de esa joven tan hermosa, que desprendía tanta paz. Quería saber quién era y por qué razón flotaba esa concha tan pesada sobre las aguas del mar.

Colocó sus manitas sobre el libro, rozando apenas la mejilla de Venus, sintiendo con ella una primavera nueva y florida, y se preguntó por qué su mirada estaría cargada de tristeza, si todo a su alrededor se vestía de belleza. -¿Por qué está triste? – repetía mientras mantenía sus deditos sobre los labios de la diosa.


Entonces, algo magnífico sucedió ante los ojos de Miguel. Por un instante, entre la desnudez y el pudor de la joven recién nacida, se pudo atisbar una sonrisa. La diosa, entre maternal y pícara, le devolvía a Mateo su deseo por verla sonreír.

Entre la incredulidad y la confusión, Miguel pensó que, quizás, la magia del arte le había llevado a ver más allá de lo puramente real. O que, tal vez, el deseo infantil de Mateo había nacido también en su cuerpo, como la bella Venus, haciéndole compartir sus propios sueños como regalo de su inocencia. Cuando el niño volvió la vista hacia su maestro, éste consiguió preguntarle si se había dado cuenta de que la mujer le sonreía, a lo que Mateo contestó con un profundo y tranquilo “Sí”, tan seguro, tan poco sorprendido de lo extraordinario del asunto, que terminó por venderle a su profesor esa sensación de normalidad que lo envolvía a él.

Desde aquel inusitado momento, Miguel fue consciente de que Mateo no era simplemente un ser de inteligencia excepcional. Aquella ocasión fue la primera de muchas otras que iban a aparecer de un modo cada vez más frecuente en las vidas de ambos.



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