Aprender a vivir, de florencia suriani

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qwertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyui opasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfgh jklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvb nmqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwer Título del escrito: Aprender a Vivir Tipo de escrito: Cuento tyuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopas Nombre: Florencia Suriani Edad: 17 años dfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzx Nacionalidad: Argentina Publicado en: LeerLibrosOnline.es cvbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmq wertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyuio pasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghj klzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvbn mqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwerty uiopasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdf ghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzxc vbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmrty uiopasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdf ghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzxc


APRENDER A VIVIR

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Sinopsis Esta es la historia de Luca, un chico de 17 años que se despierta en un hospital sin recordar qué combinación de alcohol, drogas y pastillas hizo la noche anterior como para acabar allí. Él no es consciente de tener un problema, hasta que se encuentra con Augusto, un pequeñuelo que le enseñará lo que es aprender a vivir.

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“Aprender a vivir” ¿Dónde estaba? Abrí mis ojos despacio, me pesaban como si cargara con 200 kilos en cada uno. Por la camilla, el suero conectado a mi brazo y que desde la ventana se leía un gran cartel blanco con letras rojas que decía “Hospital”, llegué a la conclusión de que efectivamente me encontraba en un hospital. Cómo había llegado ahí, simplemente no tenía idea. Después de media hora de intentar recordar, me di cuenta que lo único que sabía era que había estado en un boliche tomando, lo normal, alguna que otra mezcla de pastillas y alcohol con falsos amigos… Creo que después salimos y fuimos a la casa de uno. Sí, sí, fuimos a lo del rubio con actitud de winner, pero que es un 4 de copa. Me acuerdo porque cuando estaba sentado disfrutando del efecto que tenía sobre mí el dulce polvo blanco, ambrosía de los dioses mortales (¡Ah, se hacía el poeta!), se me acercó una mina…María, Marina… ¡Melina! Melina se llamaba y me preguntó si le convidaba una raya para aspirar. Nunca pude decirle que no a una cara bonita, así que corté una raya para ella y otra para mí, no la iba a dejar sola. Por los retazos que tenía en mi memoria, terminamos los dos riendo, después de compartir nuestro momento. Hicimos cosas estúpidas como bailar sin música o gritar sin razón alguna. Lo malo de las drogas es que a veces te hacen actuar como un idiota, otras te calman o te violentan. Son como una ruleta rusa de emociones, nunca sabés lo que va a pasar. Intentaba conseguir algo más de mi memoria pero justo entró una enfermera con cara avinagrada que me dijo: -Despertaste, le voy a decir a tu madre que puede pasar.- Y se fue sin mirar atrás. Dos minutos después, entró mi madre. Parecía un desastre: sus cabellos estaban despeinados, su maquillaje corrido, tenía ojeras y la ropa arrugada. Se acercó con ojos llorosos hasta mi cama y me dio uno de esos abrazos de Mamá Osa que siempre te hacen sentir en casa, a pesar de todo. -¡Nunca más me hagas esto!... ¡Es la última vez que te dejo hacer lo que quieras!…¡No te puedo perder, no te voy a perder!- Dijo en medio de su llanto. Intenté calmarla para que me explicara lo que me había pasado y, finalmente, me dijo que me habían llevado en un auto a la puerta de casa y me habían tirado. Ella lo había visto porque estaba volviendo del supermercado por la mañana, había corrido hacía mí y cuando no emití señal alguna de vida, me llevó al hospital en su auto (esperar una ambulancia hoy en día es como que yo espere convertirme mágicamente en Cristiano Ronaldo). Me contó que me habían tenido que hacer un lavaje estomacal para poder sacarme del organismo el alcohol, las pastillas y drogas; que debía permanecer en el hospital por un par de días; que estaba decepcionada de mi y que no podía entender por qué no le había contado mis problemas, ni por qué ella no los había notado. Pero yo no tengo problemas. Mi “papá” se fue con otra mina cuando yo tenía 3 años y jamás lo volví a ver. No me molestaba, no se puede extrañar a quien no se recuerda. Ahora tengo 17 años; pero con las drogas empecé a los 14, para probar. Uno es chico y siente que se puede llevar el mundo por delante.

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Cuando las probé estaba en una fiesta con un par de amigos verdaderos de aquel entonces. Estábamos bailando cuando llegó el típico “amigo de…” y nos empezó a molestar con que éramos unos cagones, nenitos de mamá porque no nos animábamos a probar lo que nos ofrecía. Nunca fui muy inteligente y no pude negarme, le dije que sí y ese fue el primer día que probé las drogas, pero no fue el último. Me había gustado la sensación de libertad, de ver todo distinto, de estar en la cima del mundo, y el sentir que volaba, que volaba tan alto que nadie iba a poder detenerme. Dejé la escuela, poco a poco fui quedándome sin amigos (sin amigos reales) y me fui rodeando de gente falsa, como yo, que sólo les interesaba estar cerca de alguien que pudiera ofrecerles el polvo blanco que ellos tanto ansiaban conseguir. Por la tarde vino el médico encargado de mi tratamiento; me dijo que en unos días me darían el alta pero que tendría que empezar un tratamiento psicológico por mis adicciones y dijo un par de palabras rimbombantes típicas de médico que estoy seguro que les obligaban a decir para justificar lo que cobraban una consulta. Al otro día me habían sacado el suero. Estaba aburrido y contracturado por permanecer en la misma cama dos días. Me levanté lentamente porque me dolía todo el cuerpo; me puse, con esfuerzo, la muda de ropa que me había llevado mi mamá y salí caminando. Me puse a recorrer las distintas plantas del hospital: vi recién nacidos, ancianos, embarazadas, jóvenes, niños… Seres humanos en distintas etapas de su vida. En ese momento me sentí más perdido que nunca, no sabía a dónde pertenecía: no era un niño, había pasado por muchas cosas para ser adolescente, pero no se me consideraba adulto. Guiado por mis pies llegué a un área de recreo que tenían los niños con enfermedades terminales. Había algunos sin rastro alguno de pelo, otros conectados a distintos aparatos que los mantenían con vida, un par con la piel ampollada. En total habría unos 20. Me estaba por ir cuando divisé a un pequeño que estaba sentado solo en un sillón, mirando a la nada; parecía sano por lo que supuse que sería pariente de algún niño y que estaba aburrido. Me acerqué a él y le pregunté: -¿Estás aburrido que estás sentado solo?- Levantó su mirada, me miró, no dijo nada y volvió a mirar un punto invisible. -¿Cómo te llamás? ¿Tenés algún amigo?- Volvió a mirarme rápidamente. -¿Te comieron la lengua ratones o sólo sos tímido?- Otra vez lo mismo. -¿Querés hacer algo? Jugar, no sé ¿Caminar?- Nada. Cansado de ser ignorado me paré para irme; pero, de repente, sentí una manito pequeña en mi manga y una suave voz infantil que me decía “No tengo amigos, estoy muriendo…”, como si eso explicara todo. -Tengo la enfermedad de Alexander.- Me contó de manera tranquila. No tenía idea de qué se trataba, por lo que le pregunté intrigado: -¿Por qué me contás eso?

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-Porque no me vas a tratar con delicadeza. Soy Augusto.- Me sorprendió que un chico flacucho, pálido, de pelo castaño, creyera algo de lo que yo ni siquiera estaba seguro. -Y… ¿Cómo sabes que no te voy a tratar así? -Porque sos un adolescente y en la tele dicen que a ustedes lo único que les importa es estar bailando en fiestas con luces raras. -No todos hacen eso…- Lo que dijo se aplicaba a mi vida, pero no a la de todos. -¿Vos no lo hacés?- Preguntó con suspicacia. -Bueno, yo sí. Pero no todos hacen lo mismo. -Ah, ¿Por qué estás en el hospital?- El cambio de tema me tomó desprevenido. No sabía qué responder. Uno simplemente no le dice a un nene de 7 años que está internado porque le debieron hacer un lavaje estomacal a causa de las drogas que había consumido. -Emmm… Porque comí algo que me cayó mal y tuvieron que limpiarme la panza.-Me miró como si no creyera nada de lo que había dicho. -Está bien, sentate. Podés ser mi amigo.- Siempre me llamó la atención la inocencia y credulidad de los niños: a cualquier desconocido le ofrecían su amistad sin esperar nada a cambio y sin sospechar que podía hacerles daño. Volví a mi habitación luego de dos horas, mi mamá estaba esperándome dentro. Parecía asustada. -¿Dónde estabas? -Dando vueltas, salí a despejarme un rato. -¿No me estás mintiendo?- Así que ahora todo iba a ser sospechas con mi madre. -No mamá, no me fui a drogar por ahí. -¡No me trates como a una estúpida que soy tu madre! -Ya lo sé, pero no voy a vivir intentado convencerte de algo, para que no me creas. -¡Basta! Me siento frustrada porque no pude darme cuenta lo que te estaba pasando, y también estoy enojada con vos por no resistir a los vicios. Pero todo eso es porque te amo, porque sos mi hijo y siempre te voy a amar. Te pido perdón por no estar cuando me necesitaste, por estar trabajando en vez de en casa con vos. Pensé que estaba haciendo lo mejor. Perdón hijo.Realmente me sentía un idiota por hacerla pasar un mal momento. -Perdón má, soy un pelotudo.- Me abrazó fuerte y lloramos juntos. Cuando me levanté, me bañé y me dirigí a la habitación de recreo para ver si encontraba a Augusto. Cuando lo llegabas a conocer, no era el niño taciturno que parecía a simple vista. Era inteligente, muy observador, gracioso y curiosamente lleno de vida; aunque, a veces, se quedaba mirando a la nada o quizás a algún lugar del que sólo él tenía conocimiento. Cuando lo conocí ayer tuve un pensamiento que me dejó helado. Estaba frente a un chico que se aferraba desesperadamente a la vida, vida que yo desperdiciaba y con la que casi había terminado. Podría estar muerto y, sin embargo, ahí estaba. No entendía por qué yo tenía una segunda oportunidad y ese niño que básicamente no había vivido nada, sólo tenía un par de años porque su enfermedad iba a acabar con él.

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Según me contó su cerebro se iba destruyendo poco a poco, lo que le provocaría anormalidades físicas y retrasos mentales. Pero eso no podía ser cierto, el niño que estaba parado a mi lado era totalmente normal y sumamente inteligente. Llegué a la sala que estaba decorada con alfombras de colores, sillones cómodos, peluches, juguetes y otras porquerías de chicos en el piso. Allí estaba, sentado en el mismo lugar en que se encontraba ayer. Levantó su mirada del libro que estaba leyendo y me saludó: -Hola Lucas ¿Tan temprano por acá? -¡Hola! Me levanté y pensé en saludarte ¿Te molesta? -No, está bien ¿Te puedo hacer pregunta? -Si, supongo. Preguntá. -Me podés decir…- Murmuró de manera intendible -Perdón, no te escuché. -Si me podés decir cómo son las chicas- Dijo con una mirada esquiva. -Si, ya sabés ¿Por qué son lindas? Y esas cosas.- y agregó - ¿Cómo es besarlas? -No sé porqué serán que son lindas, eso es algo que tiene que ser así, como el cielo tiene que ser azul. Y besarlas es como estar en el cielo un ratito, no sé como decirte, pero eso depende de cada uno, no te pasa con todas lo mismo ¿Me entendés? -Sí, eso creo. Pasamos la tarde armando rompecabezas. Me enteré que sus padres lo pasaban a visitar a la tarde porque trabajaban; que compartía la habitación con Serena, una nena rubia, que sospeché era la que le gustaba. Yo le conté de mi mamá, de lo que me gustaba jugar al fútbol y un par de historias de cuando todavía no había arruinado mi vida. Pasé una noche horrible. Me desperté varias veces sudado y con escalofríos. Me sentía paranoico, necesita droga, necesitas aspirar sólo una vez más… Manejado por la necesidad, me levanté, si tenía suerte y estaba donde tenía que estar… y estaba. Todavía se encontraba en el bolsillo del pantalón con el que había ingresado al hospital el pequeño pastillero donde guardaba la falsa ambrosía. Quedaba poco, pero era todo lo que necesitaba. Entré al baño, me chocaba con las cosas porque sólo veía mi objetivo, llegar para poder terminar con la agonía. Tenía todo preparado: el camino blanco que me llevaría al cielo por un rato, me temblaban las manos, me latía rápido el corazón, el sudor corría por mi frente, pero cuando estaba a punto de caer en la tentación la cara de un niño de 7 años se me cruzó por la mente. No podía caer nuevamente, no podía seguir desperdiciando mi vida. No me di cuenta cuando tomé mi propio lema al estilo “Sexo, drogas y Rock & Roll” pero modificado: “Drogas, pastillas y alcohol”. Pensé que lo controlaba, pero era otra ilusión creada por las drogas, creía que era dueño de mí mismo y de mi propia vida ¡Qué iluso que era! La droga era dueña de mí, de mi libertad, de mis pensamientos y de mis acciones, no podía seguir así. Me dormí llorando, acurrucado junto al lavabo en el que había tirado lo último que me quedaba de ese éxtasis blanquecino. Nunca más quería pasar por lo mismo, sólo yo iba a ser dueño de mí mismo.

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Cuando me desperté estaba contracturado por la posición en que me había dormido, y el frío del suelo se había colado por mi ropa y llegado a mi cuerpo, por lo que me paré, me miré al espejo, me volví a repetir la promesa de ayer “Sólo yo soy dueño de mí mismo. Nunca más” y me acosté en mi cama. A las 3 de la tarde me despertó el médico y me dijo que dentro de dos días, el viernes, podría irme a casa. Le agradecí, cuando se fue me cambié de ropa y fui a ver a Augusto. Cuando llegué estaba rodeado por una mujer y un hombre que supuse, serían sus padres. No me sentía con ganas de conocer a nuevas personas, así que me alejé y volví a mi habitación. Cuando volví al día siguiente Augusto me increpó antes de que pudiera saludarlo. -¿Por qué no pasaste ayer? -Como estabas con tus papás no quería molestar. -Les hablaba de vos y quería que te conocieran; pero, apenas te vi, te fuiste… -Perdón, no tenía ánimos de estar con otras personas. -¿Qué te pasó? -Nada ¿Por qué preguntás? -No sé, estás raro. -No dormí bien, debe ser eso… -Vamos a seguir con el rompecabezas- Dijo y empezó a sacar de debajo del sillón la parte que llevábamos armada, sin esperar a que le respondiese. Augusto tenía una personalidad rara, a pesar de ser pequeño sabía cuando dejar de insistir con un tema y cambiarlo completamente. Mientras jugábamos le conté que el viernes me darían el alta y que si quería lo iría a visitar siempre que pudiera. Me dijo que sí, pero que no lo hiciera por obligación y le respondí la verdad, que él era mi amigo, no mi obligación. “Mi amigo”, después de mucho tiempo esas palabras volvieron a tener sentido para mí. Él era el cambio que mi vida necesitaba. 10 Años después: “Soy dueño de mí mismo. Nunca más”. Mis días empezaban siempre igual. Me levantaba, me acercaba al espejo del baño y me hacía la misma promesa a mí, a Dios, a mi madre y a Augusto. Hoy se cumplen diez años de esa primera promesa. No fue fácil, hubo momentos en los que lo único que se me pasaba por la cabeza era escaparme de la realidad de la única forma que conocía, pero cada una de esas veces me acordaba de mi promesa y de la carita de Augusto. Augusto fue el motivo de mi cambio; él me enseñó a aferrarme a la vida a pesar de todo; a no perder la poca inocencia juvenil que me quedaba, a guardarla y atesorarla para siempre porque sin ella la vida se volvía gris; a tener esperanza de que todo iba a cambiar, a ser mejor porque nada dura para siempre y me enseñó que quizás, cuando menos lo esperás, aparece una persona para acompañarte o guiarte en el camino que cada uno tiene asignado, porque la vida se hace más llevadera y gratificante si se comparte con alguien.

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Hoy me van a entregar mi título de médico pediatra; mi mamá va a sacar miles de fotos y gastar otros miles de pañuelos, lo sé. Pero este logro se lo voy a dedicar a él que hoy me va a acompañar desde el cielo. Cuando terminó la entrega de títulos, me despedí de mi madre y me dirigí al cementerio. Pensar que cumplí mi promesa de ir a verlo pero no tanto como me hubiese gustado. Él seguía riendo y enseñándome como en la simpleza de las cosas se encontraba el sentido de la vida. Lentamente su vida se fue apagando, el brillo se su pelo, la alegría de su sonrisa, lo meditabundo de sus ojos, el color de su piel… Me daba bronca, no merecía morir tan joven y mucho menos sufrir tal deterioro. La enfermedad de Alexander pudo con él y se llevó lo que Augusto más apreciaba, su inteligencia. Fue horrible verlo a través de todo ese proceso de autodestrucción y no poder hacer nada. Un 13 de enero el cielo sumó una estrella más, un angelito de 8 años. Finalmente me arrodillo en su pequeña tumba y coloco una rosa. Él me había salvado la vida y ni siquiera lo sabía, me había enseñado que se puede pasar a través del sufrimiento y del dolor con amor, determinación y esperanza. Le digo “gracias”, sé que desde algún lugar él me escucha, pero esa palabra no alcanza para agradecer ni siquiera un poco todo lo que él había hecho por mí. Me levanto con la vista borrosa por las lágrimas contenidas y emprendo mi nuevo viaje con amor, determinación, esperanza y un angelito que me guía desde el cielo.

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