El medallón de cobre

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Primera parte: El desconocido El hombre que había estado dormitando se despertó cuando sintió los primeros rayos de sol que se filtraban entre las hojas de los árboles. Su garganta estaba seca como una lija y cuando trató de hablar le salió un graznido. Tenía las piernas acalambradas y un fuerte dolor le atenazaba el cuello y la espalda, pero su desconcierto era aun mayor que su dolor. ¿Qué era ese lugar? ¿Cómo había llegado allí? ¿Estaría soñando? Pero no, uno en los sueños siempre cree estar viviendo la realidad, y ahora él tenía sus dudas. “Si soy capaz de elaborar un razonamiento como este, no debo de estar soñando” pensó. Además, los cantos de los pájaros, las raíces que se le clavaban en el cuerpo y el olor húmedo de la vegetación eran demasiado vívidos, demasiado reales. Él se incorporó trabajosamente y se estiró mascullando una maldición. Se hallaba en un claro rodeado por árboles tan altos que las copas quedaban ocultas entre las nubes. A lo lejos, entre dos troncos, distinguió un brillo fulgurante en el suelo, y se dio cuenta, gratamente sorprendido, de que se trataba de un estanque. Se dirigió allí lo más rápido que pudo, tratando de hacer caso omiso de sus piernas agarrotadas, y cuando llegó se dejó caer de rodillas y hundió la cabeza en el agua fresca. Bebió tan rápido y el agua estaba tan fría que se le congelaron los dientes, pero no le importó. Una vez que se hubo refrescado empezó a pensar. ¿Quién era él? ¿De dónde venía? No recordaba a su familia ni a sus amigos. No sabía cómo era su hogar, ni en qué país vivía. “Soy un desconocido. Soy un salvaje.” En ese momento una brisa le trajo el olor salobre del mar. También le trajo a su mente una palabra, un fragmento de su memoria perdida, un susurro de otra vida. “Victarion” Ahora que había aplacado la sed, había recuperado en gran medida la facultad del habla. –Victarion –Suspiró temerosamente. Luego lo dijo un poco más fuerte. Finalmente, gritó con todas sus fuerzas: –¡VICTARION! Con un sonoro revoloteo, tres pájaros asustados abandonaron sus nidos. Eran unas aves muy extrañas, de color amarillo brillante, con el pico violeta y tres ojos en lugar de dos. El salvaje se quedó mirándolas extrañado, pero finalmente no les hizo más caso y regresó al claro.


Mientras caminaba un poco para reactivar la circulación y desentumecer los músculos, sus pies tantearon algo duro en el colchón de hojarasca que cubría el suelo, entonces se agachó y empezó a correr las hojas para ver de qué se trataba. Cuando hubo escarbado lo suficiente, quedó al descubierto un medallón deslucido. Era una sencilla pieza de cobre con algunas incrustaciones de oro, y una larga cadena que Victarion (¿sería ese su nombre?) extendió entre sus manos. Al observar más detenidamente el medallón, sus ojos quedaron prendados de los detalles en oro, y advirtió que éstos representaban un barco. Un momento después, no supo si era efecto del sol o un engaño de su mente, el barco se inclinó ligeramente y empezó a adquirir movimiento. El salvaje se frotó los ojos y cuando volvió a mirar ya estaba seguro. ¡El barco se estaba moviendo! De repente percibió con más intensidad el olor salado del mar, y oyó el susurro de la espuma al mismo tiempo que el clamor del océano invadía su cuerpo y sus pensamientos. El medallón se hizo cada vez más grande y el bosque a su alrededor lentamente se fue difuminando. El salvaje sintió que los vacíos en su mente se llenaban, y una fuerza irresistible lo atrajo hacia el barco.

Segunda parte: El otro Guillermo se puso de pie sobre la cubierta del Victarion. Le tomó unos segundos recuperarse del mareo, y cuando todo se estabilizó, lanzó una mirada inquieta en derredor. Había algo que no marchaba bien. El capitán Tresdientes vociferaba órdenes, como siempre, con cara de pocos amigos, y los marineros se afanaban sobre los mástiles, las velas y los aparejos con los cuerpos goteando sudor. Todo parecía normal, pero el segundo de a bordo sentía un vago temor, una leve inquietud que le provocaba hormigueos en el estómago. Parecía esa sensación de calma y tensión que precede a la tormenta. Guillermo observó trabajar a los hombres. Él, en su calidad de segundo de a bordo, era la persona con más poder en el barco después del capitán. Lo que hacía era transmitir órdenes, supervisar algunas tareas y asegurarse de que todo estuviera en buenas condiciones, y los marineros lo estimaban mucho, ya que se juntaba con ellos muy seguido a jugar a los dados y a beber. De pronto, una puerta se abrió a su lado y Guillermo se volvió a mirar. Al ver a la persona que salía a la cubierta, un agudo dolor le explotó en las sienes y casi se cae al suelo del asombro. El hombre era él mismo. Vestía las mismas ropas y llevaba la misma cadena de cobre colgada al


cuello. Ese medallón era un símbolo de valor, un gesto de gratitud por parte de Tresdientes por salvarle la vida en una ocasión, y tenía unas incrustaciones de oro que representaban al Victarion. Aunque sencillo, era su posesión más preciada, algo que le recordaba constantemente su deber, su vínculo con el capitán y con toda la tripulación. Por nada del mundo lo habría vendido, y lo tendría consigo hasta que se lo llevara la muerte. Su otro yo ni siquiera lo vio y pasó de largo como si nada. El segundo de a bordo parpadeó y lo siguió, deseando que todo fuera una ilusión vana producto de su imaginación, pero no lo era. El otro saludó a dos hombres que fregaban el suelo, pero cuando él los alcanzó y les habló, parecieron no notar su presencia. Discutían una leyenda marinera, que contaba de un viejo hombre de mar que había naufragado y al que, por obra del cielo, las aguas habían arrastrado hasta una tierra mágica, donde se vivía eternamente. Guillermo oyó todo esto y empezó a desesperarse ya que nadie lo veía, la gente pasaba por su lado como si no existiera. ¿Qué demonios ocurría allí? En ese momento el barco comenzó a tambalearse más que antes. Un vendaval tremendo azotó las jarcias y enredó las sogas, y en unos instantes el cielo se había cubierto de un gris plomizo. Los hombres lanzaron gritos de temor y se agarraron a las barandillas, incluido Guillermo, y el capitán y el otro Guillermo corrieron por el barco repartiendo instrucciones, y tratando de que los marineros ayudaran a desatar las sogas y que no cundiera el pánico a pesar de aquel caos. Un hombre cayó por la borda, y en seguida desapareció entre las furiosas olas que arreciaban por doquier. De repente, algo apareció a gran distancia de la nave, y se acercó cada vez más hasta que Guillermo pudo observarlo con atención. Parecía un muro, pero un muro extraño, que crecía a medida que avanzaba. ¿Eso era…? No, no podía ser. Era imposible, inimaginable. Se elevaba a una altura diez veces mayor que el mástil. La desesperanza invadió el corazón del segundo de a bordo, que se sentó, resignado, a esperar su destino. Los gritos de los demás miembros de la tripulación muy apagados sonaban ya… La mente de Guillermo estaba muy lejos de allí. Lo último que sintió antes de que la titánica ola impactara contra el buque fue el tacto frío del medallón en el pecho, y su último pensamiento al ser elevado en el aire como un muñeco de trapo lo dedicó a la tierra mágica de la que hablaba la leyenda.

Tercera parte: El capitán sin barco


El capitán Tresdientes, como lo llamaban todos debido a su cada vez más escasa dentadura, se aferró con fuerza a la tabla de madera astillada que flotaba en el mar a la deriva. Todavía no entendía cómo había sobrevivido a la colisión. Esa inmensa ola lo había hecho sentir tan pequeño y débil… todos sus músculos se paralizaron de miedo. Ahora era presa de una gran pena por haber perdido su nave, que era lo que más amaba en este mundo. Había presenciado con ojos llenos de impotencia cómo el Victarion era alzado hasta el firmamento para luego ser precipitado contra el océano y quebrarse en mil pedazos. Todo se había vuelto negro, y ahora despertaba en un mar calmo e imperturbable, bajo un cielo límpido y azul, tumbado sobre aquel pedazo de madera donde casualmente estaba escrito el nombre de su nave, Victarion. Una bandada de gaviotas pasó chillando por encima de él, por lo que supo que no estaba lejos de la tierra. Mirando en la dirección hacia donde volaban las aves, distinguió una franja marrón a lo lejos. Esto le proporcionó un renovado vigor, y empezó a impulsar con fuerza su madero hasta que se encontró bien cerca y pudo distinguir los árboles. Eran árboles como nunca había visto, de una altura prodigiosa. Con unas fuerzas sacadas de no sabía dónde, Tresdientes se zambulló en el agua y nadó dando vigorosas brazadas, propias de una persona veinte años más joven, dejando atrás el último resto de su anterior vida, el trozo de madera con el nombre Victarion. Ahora no era más que un hombre libre y feliz, sin ningún tipo de conocimiento salvo éste, pero no necesitaba nada más. Al llegar a la orilla sintió un brazo fuerte que agarraba su mano y tiraba de él hacia adentro. –Cuánto has tardado, mi capitán. -Dijo una voz conocida. –Ahora por fin descansaremos en paz. Lo siguiente que vio fue a sí mismo tumbado por debajo de él, cada vez más lejos, y él iba cada vez más arriba. Al lado de su cuerpo, cada vez más pequeño, otro hombre yacía, con un medallón reluciendo en su pecho.


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