La cima de emilio

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qwertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyui opasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfgh jklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvb nmqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwer Titulo del escrito: La Cima Tipo de escrito: Cuento tyuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopas Nombre: Emilio Antonucci Edad: 16 A単os dfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzx Nacionalidad: Argentina Publicado en: LeerLibrosOnline.es cvbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmq wertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyuio pasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghj klzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvbn mqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwerty uiopasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdf ghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzxc vbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmrty uiopasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdf ghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzxc


LA CIMA

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Las nubes fueron cómplices del absoluto exilio del sol, tiñendo el cielo con una espesa y oscura espuma. Levanté la mirada y una cálida gota acarició mi mejilla. Luego, como las inocentes lágrimas de un niño, se precipitó taciturna hacia el suelo adoquinado. Desde el carruaje contemplaba el maravilloso cielo relampagueante, envenenado por los más sublimes hilos violáceos que matizaban la gigantesca y pálida cúpula. El tímido diluvio cesó. Observé inmóvil como el carruaje se desvanecía sobre el final de la avenida, a través de bruscos movimientos, abandonándome en el salvaje Londres del siglo XIX. La afonía sólo era interrumpida por el lejano sonido de los galopes, y en aquel momentáneo silencio, pensé en mi amada. Regresaba de lugares remotos después de días eternos. Entre sucesiones de pensamientos, vi a la muchedumbre aglutinándose, transformando el desolado paisaje en pequeños laberintos de carne y hueso. La lluvia comenzó a descender como lienzos de seda, cada instante con mayor pasión, para así obsequiar a los callejones el vaporoso aroma a humedad. Pensé también en mi profesión y en las innumerables obligaciones del médico forense. A pesar de mi extensa trayectoria, no lograba despojar de mi mente las imágenes de aquel hombre cadavérico, sin alma, sin la calidez de su piel, sin la expresión de su mirada, con sus exorbitantes ojos verdes, que no perdían su color a pesar de ser el único órgano que vio la vida por última vez. Al recordar el rostro del difunto Sr. Ferdinand, un susurro acarició mi nuca y un aterrador estremecimiento se apoderó por completo de mi cuerpo. Era la niebla. Estaba siendo acechado por su presencia, que consumía en principio mis pies y, que más tarde, escurriéndose, cubriría las calles con una tenue capa nebulosa.

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Fui seducido por los estrechos callejones al desear arribar con más ímpetu al lugar que me proponía ir. Me abría paso por entre los pequeños muros mientras imaginaba

el

condenado

protagonismo

de

aquellas

paredes,

oyentes

de

absolutamente todo y testigos de inconcebibles atrocidades. Oí extraños sonidos semejantes a las agujas de un pequeño reloj, y me sentí inútil al intentar conocer el origen. La oscuridad me envolvía y sólo delgados filamentos de luz traspasaban las paredes. Continué con pasos aún más ligeros, ansioso de ver la salida, pero algo tomó

mi hombro con extrema fuerza y brusquedad. Mi cuerpo

tambaleó hacia el suelo, frío y arenoso. Observé de improviso el rostro de una persona desconocida, el rostro del diablo, el rostro de la muerte. Después de imperceptibles movimientos, él ya poseía sus manos sobre mi cuello, sentí su aliento, la furia en aquellos ojos descoloridos. Fue entonces cuando el filo de una navaja punzó sobre mi estómago, despedazando primero mis vestiduras para después penetrar la débil capa de mi piel. Desesperación. El pánico fue partícipe del lento dolor. Mi respiración se tornó entrecortada, jadeaba mientras la mano de aquel hombre oprimía mi garganta hasta que sólo percibí el silbido de mis pulmones, que al igual que mi corazón, agonizaban ante la furia de aquel rostro anónimo. Ahora el dolor se hallaba sobre el ardoroso filo del puñal que, con un pausado desliz, penetraba cada milímetro de mi estómago, sintiendo así la tibia llovizna de sangre. Me entregué a la muerte después de que el silbido se tornara más y más agudo, hasta que ninguna gota de oxígeno lograse penetrar sobre la eterna agonía. Entre el tenue hilo de luz que tropezaba entre las paredes, percibí una silueta, una presencia que no alcanzaba a observar con claridad. De pronto, el hombre quitó el puñal de mi cuerpo y huyó entre los ceñidos pasadizos. Caí en la tierra humedecida.

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Había delante de mis ojos un hombre, alto y fornido, cubierto por un sublime manto color escarlata. En su poder tenía un arma. Su diáfana e impenetrable mirada atravesó mis débiles y moribundos ojos. Sin pronunciar palabra alguna, tomó mi cuerpo y partimos lentamente hacia algún lugar, mientras el silencio nos envolvía entre las contemplativas paredes del callejón.

Padecí durante dos días los dolores más intensos que jamás he experimentado. Quizás, si no hubiera sido por la aparición de aquel ser de manto rojizo, únicamente el dolor hubiera sido la morfina de tan salvaje tormento. Ahora el alivio sólo era un goce pasajero. ¡Qué sería de mi alma si aquel hombre, alto y robusto, no hubiera sido parte de mi desafortunado destino! Ni siquiera, en el transcurso de los días más agonizantes de mi vida, logré ver nuevamente aquella mirada blanquecina que cautivó mis ojos. El tiempo transformó su fugacidad en un desliz casi eterno, las agujas del reloj deshacían el silencio absoluto y los rayos del sol penetraban con vehemencia el ventanal de ébano. Me adormecía continuamente, pero ningún sueño hasta ahora parecía alejarme de la realidad, sólo repetía incesante desde lo más profundo de mi inconciencia, las horrorosas imágenes de aquel rostro endemoniado. Estaba abandonado en los aposentos de una persona anónima, inmovilizado y moribundo, transformando mi cuerpo y alma en un objeto indefenso. Cuando despertaba de entrecortados sueños, encontraba a mi lado un vaso de agua, pero la pureza del líquido sólo producía recordar el sabor a sangre que alguna vez emanó desde mi estómago. En el segundo día me atreví a observar con detenimiento la herida, y, gracias a mis conocimientos, constaté que la sutura fue realizada por alguien con un entendimiento avanzado de la medicina.

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Aquellos fueron mis dos días varado en lo desconocido, cuando por fin alguien vino por mí. Fui trasladado hacia un carruaje después de agonizantes movimientos, acompañado por un hombre pequeño y delgado que demostraba una cierta impaciencia. Después de adormecerme nuevamente, desperté sobre las puertas de mi hogar.

Percibí una extraña indiferencia en las actitudes de mi esposa, a pesar de evadir la verdad sobre todo lo que me había sucedido. Nunca después de tantos años de matrimonio había notado en ella la acentuada palidez que ahora dominaba su piel, tampoco la afonía de su efervescencia ni el monótono color de sus ojos. Nunca he sentido la apatía que hoy consumía a mi amada. Su comportamiento parecía corromper también en la felicidad que destacaba a nuestro mayordomo y en su dichosa mirada, que en aquel instante reflejaba un profundo temor.

Habrían pasado siete días desde aquella agresión que he padecido. Acontecieron en mí numerosas transformaciones en el aspecto físico e interior, tan palpables, que me consideré un hombre que experimentó los síntomas de una metamorfosis humana. Fueron difuminándose actitudes que yo consideraba ceremoniales o de costumbre inquebrantable. He pasado toda mi vida como un ermitaño adinerado, enfocándome únicamente en la hipnótica sabiduría de los libros, la filosofía y el arte de la medicina forense. Fue así como aquellas transformaciones exiliaron el gozo del sedentarismo para introducirme en el mundo que me rodeaba, en la pasión sobre la naturaleza que, siempre, a pesar de yo ignorarla, ha estado acompañándome durante toda mi vida. En el aspecto físico no he sufrido sustancialmente, pero el cambio me ha atemorizado cada noche, imponiendo el insomnio como otra costumbre de noctámbulo

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amedrentado. Es así que cuando lograba adormecerme, sentía sobre mi piel un líquido tibio que emanaba de algún lugar de mi cuerpo, y que, a través del lento desliz, desvelaba súbitamente

mis sentidos. Desde la herida emergían diminutas gotas de

sangre. Me había acostumbrado a utilizar vendas cada noche, sin embargo, la presurosa hemorragia no acababa de cesar.

Hoy ha sido un día calmo e increíblemente imprevisto. Al comienzo del alba fui sorprendido por la extraña visita del hombre que meses atrás había salvado mi vida. Percibí en él cómo sus rasgos constituían una bondad y humildad que difícilmente podrían distinguirse en un hombre. Además de su gran altura y su falso aspecto de vigorosidad, su rostro, maravillosamente desarmonizado con su cuerpo, reflejaba a través de sus ojos claros la paz que ninguna otra persona me hubiera ofrecido. Ni bien hube finalizado mi autopsia mental, fui invitado cortésmente a una taberna sobre el muelle. Extraordinarios eran sus pensamientos sobre los misterios humanos, una filosofía expresada con tanta certeza que revirtió mi desbaratada posición de contemplar el mundo. Era como si sus gestos, su mirada, su experiencia, me exigieran analizar constantemente la intensa armonía que él emanaba sin razón alguna. Transcurrieron horas y días, quizás meses, no lo sé, pero su presencia anestesiaba el curso del tiempo y el entorno que me rodeaba. Eran tales sus variadas perspectivas de la filosofía que me consideré su alumno, un aprendiz con locura. Así pues, recuerdo su voz expresando con fervoroso entusiasmo: “Para qué vivir la vida si no has de disfrutar la muerte”.

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Renuncié a mi vida, indudablemente por su encantadora presencia de mentor, para adentrarme a ciegas al mundo que él mismo, con su sabiduría y entendimiento sobre las banalidades triviales, ideó especialmente para mí.

Tan sólo un acontecimiento transformó mi duradera felicidad en melancolía. Mi amada murió. Partió de aquí en la soledad que ella misma escogió. Creo entender que su cambio de personalidad fue la verdadera causa de su muerte, no sé el por qué ni el cómo, pero falleció una persona distinta a la mujer que realmente amé, y más doloroso aún, fue perderla sin antes haber contemplado la calidez y alegría que alguna vez abundaron en ella. El mayordomo anunció su retirada del hogar, sin siquiera decir adiós.

Después del transcurso de fugaces siete meses, embarcamos hacia la desconocida Suecia con el propósito de arribar a la cima de una montaña. Todavía, aunque el tiempo me haya alejado de mi querida Londres, no lograba creer que había abandonado por completo las raíces de mi vida, de mis tradiciones, del eterno amor que juré a gritos a mi amada. Decidí dejarlo todo. Doné mi hogar, envié los papeles de la casona a mi querido mayordomo que meses atrás había partido. Cada centavo de mi riqueza encontró un nuevo lugar en diferentes zonas de Londres y también mi profesión fue extirpada de mis inquebrantables hábitos. Mi nombre se desvaneció entre los murmullos de la muchedumbre londinense. No existía día alguno en el cual no recordara a mi esposa, pero eternamente, como si mis pensamientos estuvieran anexados a su mente, él musitaba insistente sobre la gran sinonimia entre “muerte” e “inevitable”.

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Finalmente arribamos a nuestro destino después de largos días rodeados sobre la infinita espesura del mar.

Sufría cada instante en el que escalaba la montaña. La herida punzaba intensamente, como si sintiera nuevamente el filo de aquel puñal adentrándose en mi cuerpo. Sólo lograba aliviarme el extraordinario paisaje que me envolvía en su propia belleza. No podría existir placer alguno al observar cómo las frondosas nubes acariciaban la anhelada cúspide, o como también la tenue brisa sollozaba entre nuestros oídos, un indescriptible éxtasis que cubría el dolor. En mis ojos abundaban increíbles variedades de color esmeralda. Miré hacia el cielo, el pequeño tramo se vestía de una ondulada colina que ofrecía la más encantadora sensación de suavidad a través de los verdosos pastizales, que danzaban lado a lado en perfecta armonía. A pesar de tan hermosa belleza, existían pequeños momentos en el que el negativismo que producía mi dolor me obligaba a detenerme inmediatamente, mientras que mi compañero susurraba en mis oídos: “Recuerda que la cima es la verdadera recompensa”. Y entonces, después de largos intervalos de descanso y dolores indescriptibles, arribamos a la cima. Nunca lograré detallar la inmensidad de mi satisfacción, el gozo que hervía en mi sangre. “Ahora sólo disfruta”,

dijo mi mentor. Y así es que me

encontraba inmóvil en el punto más alto de la cúspide, el punto que une la tierra con el firmamento. Padecí intensos escalofríos al observar como mi cuerpo era ceñido por una gigantesca cúpula de colores. El mar impuso sus olas, coléricas y espumosas, que conformaban los

ondeados muros del universo. Bajé la mirada. Habíamos dejado

atrás aquellas nubes, habíamos traspasado aquella oscuridad y ahora absolutamente todo era

resplandecido por una tenue luz que invadía nuestra piel. Cada vez más

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fuerte, las olas gritaban por el oleaje de su furia cuando el viento transformó su suavidad en ventiscas completamente marítimas y frías. “Ve más alto, querido amigo” Dijo él, mientras yo continuaba inmóvil en la cima. He sentido el poder de aquellas palabras, como si penetraran lentamente, con suma quietud, en la estirpe de mi alma. El tenue destello de su voz impartió desde el cielo colores increíblemente efervescentes, de tal resplandor que mis ojos encandilaron, y mis pensamientos se inundaron entre confusiones y matices dorados. La herida comenzó a sangrar. ¿Qué está sucediendo? Me pregunté mientras el brillo refulgía desde mis pies. Y pronto supe que él estaba conmigo, acompañándome en esta extraña metamorfosis de luces y emociones. Una vez más me he preguntado el propósito de tan inconcebible maravilla. No había tiempo para la incertidumbre, una esfera de intensa luminosidad levitaba mi cuerpo. Miré debajo. Mi esposa escalaba la montaña, con el mismo dolor que yo he tenido, con las mismas muecas de anhelo en arribar hacia la cúspide. Sentí como mis extremidades se elevaban, suavemente. Debajo de mí, entre súbitos susurros y gritos, observé a través de fugaces imágenes, cómo mi estómago era atravesado por un puñal, y las fuertes manos de aquel hombre oprimían mi cuello. No sentí temor, sólo paz, a pesar de ver a lo lejos mi cuerpo sin vida, abandonado en la oscuridad de Londres. No sentí remordimientos, ni siquiera imploré el odio hacia mi destino, la templanza ahora recorría mis venas. Arribé a algún rincón de lo desconocido, envuelto en resplandor y quietud. Y allí, entre aquellos destellos dorados, se encontraban mí querido guía y el Sr. Ferdinand, en el puente que une el Cielo con la tierra. Emilio Antonucci

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