ARGOS, ENERO 2021
Alejandro Ureña, compilador Breve antología del cuento dominicano Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, por cualquier medio o procedimiento, comprendido la reprografía y el tratamiento informático, incluyendo la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes. Editorial Argos Santo Domingo, República Dominicana Teléfono: (809) 482 4700 email: libros@mail.com Queda hecho el depósito que previene la ley sobre derecho de autor. Los libros publicados por Editorial argos están impresos en papel libre de ácidos, y su proceso de impresión cumple con las exigencias requeridas por las asociaciones de bibliotecas norteamericanas y europeas para garantizar su permanencia y durabilidad.
Breve antología del cuento dominicano
• Breve antología del cuento dominicano
PEDRO PEIX
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Nació en Santo Domingo el 20 de marzo de 1952. Cuentista, novelista, ensayista y abogado. Licenciado en Derecho por la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (1976). Dueño de una prosa de extraordinario acabado, sus cuentos han recibido casi todos los galardones nacionales (en algunos casos repetidos), se han traducido al inglés e italiano y figuran en exigentes antologías. Ha publicado, entre otras obras: El placer está en el último piso (1974), Las locas de la Plaza de los almendros, La noche de los buzones blancos (1980), La narrativa yugulada (antología, 1981), Los despojos del cóndor (1983) y Pormenores de una servidumbre (1985).
Los muchachos del Memphis Polanco, el Ciguapo, primera base
E
stábamos jugando pelota frente al mar. Cuando de pronto vimos un barco entrando en tierra, enfilando hacia nosotros como un fantasma monumental y gris. Yo, que corro igual de espalda que de frente, me quedé con el madero al hombro, bo quiabierto, sin sentir siquiera el pelotazo en la cabeza. El barco venía por encima de las aguas y casi lo vimos deslizarse hasta el campo de juego. Nadie corrió ni se movió de su posición. A lo lejos el mar esta ba poblándose de náufragos, mientras nosotros permanecíamos con los guantes en las manos, buscando otro cielo donde jugar.
Había sido su idea, o más bien su audacia la que nos impulsó a ir todas las noches al Memphis, encallado a cien pies de la costa. Para no llegar a nuestras casas todos mojados, nos desnudábamos y guar dábamos la ropa entre las piedras de los acantilados. Nos íbamos a nado, de tres en fondo, susurrando nuestros nombres a cada brazada. Adelante iba el Niño Manco, nadando con su único brazo, haciendo espumas con su muñón, más veloz que todos nosotros en el agua y en el terreno. Él decía que un tiburón, pero todos sabíamos que había perdido el brazo en las muelas de un trapiche. Aun así era el cuarto ba te y el capitán del equipo. Los infantes de marina le habían enseñado a jugar béisbol en el patio de la Fortaleza Ozama. Los conocía bien y entendía su idioma. Quizás por eso fue el único que no se alarmó la primera noche que nos aventuramos al Memphis, cuando vimos flotando a nuestro lado el antebrazo de un marino, tatuado con un ancla enorme y morada. El antebrazo iba en dirección contraria a la
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J. Cansen, el Niño Manco, jardinero central
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nuestra y se esforzaba en llegar a la costa: “Ése es McKenzie Blue... no lo toquen —dijo el Niño—... Vive en el horizonte”. Ravelo, la Plaga, tercera base Desde el sarampión hasta las paperas, incluyendo los dolores de muelas y los catarros, todas las enfermedades nos las había transmi tido sin contemplaciones y con la misma intensidad y virulencia con que él mismo las había sufrido. Nadie quería caminar a su lado ni pasar por su calle, pero desgraciadamente casi todos vivíamos en un mismo barrio, y a cada vuelta de esquina nos topábamos con sus erupciones, su flema y su fiebre. No hubo manera de expul sarlo del equipo: cuando jugábamos sin él, alguno de nosotros se rompía una pierna o un brazo, o se perdía nuestra única pelota o caía un aguacero que nos enlodaba hasta los sueños: “Que venga el azaroso ése de Ravelo”, decíamos, y volvía a salir el sol. Al princi pio nadie quería llevarlo al Memphis, pero un buen día se presentó afirmando que había ido solo y que había visto una sirena en los camarotes.
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Tancredo Rondón, el Ñoño, jardinero izquierdo
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La verdad era que estaba muy nervioso. Mi papá acababa de com prar un Ford-T, último modelo, 1916, y había decidido llevarme al farallón para iluminar con los faroles el lugar del siniestro. Había muchos carros estacionados en la playa incluso por los acantilados, proyectando sus luces hacia el barco en busca de algún náufrago o so breviviente. Todavía una semana después de haberse varado el Memp his, mi papá seguía prestando sus luces a la tragedia. Los primeros días yo creía que él estaba realmente condolido con la desaparición de más de cuarenta marinos, pero una noche oí a mamá decirle que estaba bueno de exhibir el carrito, que ya todo el mundo lo había vis to y sabía que era el primer Ford-T que rodaba por las calles de Santo Domingo. No eran sin embargo las jornadas de rescate lo que me preocupaba, sino el temor de que fueran a sorprender a los mucha
chos yendo y viniendo del Memphis, en unos abordajes impúdicos y vandálicos de los cuales yo también era cómplice. Mustafá Rancel, el Turco Midas, paracorto La tentanción del saqueo salió de él, no había duda, aunque lo llamara “sobras de Rey”, fue Mustafá Rancel el que nos propuso que nos lleváramos todo lo humanamente transportable del barco: “Has ta la chatarra se vende”, nos dijo, mirando con avidez el inmenso casco cuarteado del Memphis. Para empezar abrió baúles y maletas abandonados, seleccionó uniformes y polainas, y nos sugirió que re cogiéramos todos los chalecos salvavidas que encontráramos en el crucero de guerra: “Cualquier descamisado los comprará”, aventuró a decir, presumiendo que los chalecos salvavidas eran más prácticos y duraderos que cualquier vestimenta convencional. Luego se le ocu rrió desmantelar todos los camarotes, eligiendo las mejores sábanas y colchones para venderlos en los hoteles de chinos. No satisfecho entró en la cabina de proa y se apropió del telégrafo, el cual cambió por dos bates y seis guantes de béisbol. Después lo vimos cargando las herramientas de avería, apuntando y borrando en el libro de bitá cora cálculos insospechados. Finalmente, cuando le mostramos un pesado vargueño donde había varias banderas norteamericanas, nos dijo, casi desdeñando la mercancía: “Enróllenlas... las venderemos como alfombras”.
A nuestro barrio le llamaban El Mondongo, quizás porque se ha bía formado al lado de El Matadero, cerca del terreno donde jugába mos pelota. Nuestros padres eran carniceros, matarifes, desolladores, traficantes de vísceras y despojos. No todos, porque había dos o tres del equipo que vivían en la avenida Independencia. Eran los riqui tos del grupo. Sus papás tenían carros, casas con balcones, jardines que llegaban hasta el mar, y no cagaban en letrina sino en inodoros portátiles, que, según ellos, se los habían comprado a los infantes
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Lupo Navarro, el Soñador, lanzador
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de marina. No era un secreto para nadie que los niños de familia ja más pasaban por El Matadero. Si venían a jugar pelota con nosotros era porque se escapaban de sus estancias. Después la tentación de la sirena fue más grande que cualquier castigo. Ella era todavía para nosotros un limbo de placeres, un musgo ajeno a la ciudad. Sólo la oímos cantar, pero no sabíamos de dónde venía su voz que parecía escondida en el silencio del Memphis. Cantaba como si estuviera ena morada, sin música, a cappella con el oleaje. Nosotros recorríamos el barco de punta a punta sin encontrarla: buceábamos desperdigados por los arrecifes, buscando su nombre en los labios de los ahogados; organizábamos serenatas de mar y le preguntábamos a los pájaros si ella había donado su cuerpo al resplandor. Sólo para honrarla, educa mos una multitud de peces en nuestras manos, y aunque la presentía mos comprometida en la oscuridad, aguardábamos a que subiera con la mañana. Una tarde le escribí un largo poema en la arena, pero una bandada de golondrinas lo alzó en su vuelo.
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Celso Pumarol, el Guayo, segunda base
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Ya lo habíamos vendido casi todo, “a domicilio y sin regateo”, tal como nos lo había ordenado Mustafá Rangel; hasta teníamos una floti lla de botes salvavidas para alquilarlos en las mañanas y llevar a algunos curiosos hasta el Memphis. Pero al caer la tarde los sacábamos de servi cio porque la noche se había convertido para nosotros en un reducto privado, en un solar flotante donde sólo había espacio para el amor. Aunque Ravelo, la Plaga, sostenía que él había sido el único en ver a la sirena, lo cierto fue que un sereno de la Capitanía del Puerto terminó siendo el primero en presentárnosla. Aquella noche, abriendo y cerran do escotillas, nos condujo hasta donde nunca habíamos llegado, hasta el rocalloso corazón del Memphis. Nos la enseñó tendida sobre los co rales y los sargazos que habían penetrado en el fondo del casco. Estaba desnuda y sonriente, y su piel parecía lavada por el limo de muchos insomnios. Casi sin darnos cuenta, Ponciano nos incitó a poseerla de uno en uno y cuantas veces quisiéramos. Esa noche yo fui el primero en desdoblar su fragancia y el último en abandonarla.
Negro Benítez, el Plebe, jardinero derecho “¿Cuándo es que va a zozó-zozobrar la vaina ésta?”, solía siempre tartamudear el Negro Benítez. Era el único que le irritaba la figura espectral del Memphis. Podía decirse que lo odiaba desde el primer día que lo había visto en el terreno de juego. Y no sólo al Memphis sino también a toda la tripulación que había sobrevivido. Todos nos hicimos de la vista gorda el día que lo vimos desnudando el cadáver de un marino. Fue la primera noche que exploramos el Memphis, cuando todavía la gente trataba de rescatar a los infantes de marina. Luego de despojarlo de la ropa, empezó a patearlo y a abofetearlo, far fullando: “Nonó-nosotros tenemos que salvarlos... mienmién-mien tras ustedes vienen a jodernos”. Por eso, tal vez, era el que con menos frecuencia subía al barco; la noche que conocimos a la sirena, fue el único que la repudió antes de tocarla: “A ésta la conozco yo —excla mó con sorna—. Es una puta de El Matadero... y está momó-mojada de vicio”.
Después de varias semanas de haber guardado en secreto el hallaz go de nuestra sirena, Ponciano, el sereno de la Capitanía del Puerto, empezó a subir a bordo a los muchachos de otros barrios: “Las sirenas como los tesoros —nos dijo—, hay que compartirlos”. Pero nosotros no estábamos conformes, porque ya no sólo pasábamos noches ente ras haciendo fila en la cubierta, sino que, cuando nos llegaba el turno, había que pagarle a Ponciano cinco centavos para ver a la sirena y diez para acostarse con ella. Ahora la contemplábamos más resuelta y carnal, aun desnuda pero cubiertos los senos con un chaleco salva vidas, tendida sobre una lona de campamento, fumando cigarrillos Lucky Strike. Más tarde nos fue imposible volver a verla, ni siquiera de lejos, porque ya los adultos que trabajaban en las inmediaciones del Puerto también hacían fila para conocerla. Cuando Ponciano su bió la tarifa “aceptando sólo dólares”, los infantes de marina, que ya habían invadido la ciudad y todo el país, desplazaron a los criollos de
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Benjamín Ogando, la Guinea, receptor
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su lasciva curiosidad. Fue una noche de navidad cuando nos entera mos de que la sirena había aparecido muerta en los arrecifes. Poncia no fue el primero en decírmelo, quizás porque soy el más viejo del grupo. Yo le transmití la noticia inmediatamente a los muchachos. Esa noche fuimos todos juntos a los arrecifes. Más que el cadáver, una de las cosas que recordamos cuando vimos la silueta de la sirena embalsamada en su lecho de corales, fue el comentario que hizo el Negro Benítez, quien por primera vez en su vida dejo de ser plebe: “Mumú-murió en sus aguas... de por sí... ¿nonó-no decían ustedes que era una sirena?”. Lepe Lizardo, la Flecha, taponero
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Realmente ya estábamos por devolvernos, cuando vimos de pron to, en medio de la noche, el antebrazo de aquel marino nadando ahora mar adentro: “¡Ése es McKenzie Blue!”, exclamamos todos. A pesar del oleaje, el antebrazo esquivó los arrecifes, palpitando entre la lluvia, emergiendo más musculoso y ágil que nunca, enorme y brillante, mostrando en cada brazada el tatuaje, con nuestra sirena aferrada a su ancla.
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Camarena Son, el Bayby, entrenador El Memphis pasó veinte años varado en el mar. Nunca terminó de hundirse ni nadie se ocupó nunca de desencallarlo; ni siquiera el día que se fueron los infantes de marina se molestaron en removerlo. La gente que pasaba por el malecón lo veía emproado y desnudo como un negro cascarón semoviente. Muchos lo contemplaban con indife rencia, otros con desprecio, incluso algunos con indignación y asco, sobre todo los que ya sabían que el Memphis, con el paso de los años, se había convertido en una madriguera de rateros, en un escondrijo de chulos y proxenetas que se daban cita en la madrugada para violar y pervertir menores, para repartir la mercancía robada, para secues trar y torturar a los adversarios del régimen: “En el Memphis sentó residencia la escoria”, fue lo último que oí a mis espaldas.
Salcedo de Jesús, Zicote, cargabates
• Pedro Peix
Cada día más un olor envenenado, sulfuroso, nauseabundo inva de al Memphis. Las ratas cruzan por las bordas desvencijadas, por la sala de calderas, por el cuarto de máquinas, bajan y suben por las es cotillas. En noches de luna llena se ilumina la nueva podredumbre de sus inquilinos: mendigos dementes, soplones y calieses de tugurios, riferas crapulosas y prostitutas fétidas que aguardan su turno para abortar antes del amanecer: “¡El Memphis es una cloaca seca por don de se arrastran los delincuentes más sádicos y depravados, el hampa de la ciudad!”... Así nos llaman ahora, y es verdad. Pero se olvidan que alguna vez fuimos inocentes, hace mucho tiempo ya, antes que asaltaran nuestro cielo, cuando éramos muchachos y jugábamos pe lota frente al mar.
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Índice Juan Bosch La mujer ......................................................................................... 5 La Nochebuena de Encarnación Mendoza ...................................... 8 Los amos ...................................................................................... 19 Sócrates Nolasco El Diablo ronda en los guayacanes ................................................ 23 Ramón Marrero Aristy En busca del enganche .................................................................. 35 Hilma Contreras La ventana .................................................................................... 55 Virgilio Díaz Grullón La enemiga ................................................................................... 59 Ratones ......................................................................................... 62 Armando Almánzar Rodríguez El gato .......................................................................................... 67 Marcio Veloz Maggiolo La fértil agonía del amor ............................................................... 71 René del Risco Bermúdez Ahora que vuelvo, Ton .................................................................. 79 Miguel Alfonseca Delicatessen .................................................................................. 89 Jeannette Miller Envidia ......................................................................................... 97 Pedro Peix Los muchachos del Memphis ...................................................... 103 Ángela Hernández Masticar una rosa ........................................................................ 111 Apéndices Juan Bosch Apuntes sobre el arte de escribir cuentos .......................................... 118 Ángela Hernández Apuntes sobre la cuentística de Virgilio Díaz Grullón ..................... 130