EL ESCALOFRIO

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El escalofrío Ricardo Esteban Carvajal 2011

Imagen de la portada: Carolina Muñoz Diseño y maquetación de publicación: Nat Gaete Una publicación de Editorial Digital LetrasKiltras

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EL ESCALOFRÍO—RICARDO ESTEBAN CARVAJAL

EL ESCALOFRÍO

RICARDO ESTEBAN CARVAJAL

EDITORIAL DIGITAL LETRASKILTRAS


EL ESCALOFRÍO—RICARDO ESTEBAN CARVAJAL

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EL ESCALOFRÍO—RICARDO ESTEBAN CARVAJAL

A Alicia, mi amor eterno


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EL ESCALOFRÍO—RICARDO ESTEBAN CARVAJAL

PRÓLOGO

Pensemos que hace muchos, pero muchos años, el sonido más fuerte que se podía escuchar en cualquier pueblo era el tañido de una campana; quizá entonces los oídos de la gente estaban mucho más despiertos y cualquier pequeño ruido merecía la máxima atención. Lo mismo pasaba con la noche, tan larga y tan resistente a la escasa luz de una vela que todo lo que no se veía era susceptible de ser habitado por seres camuflados en la penumbra o por peligros no identificados. Mucho de lo que ocurría y que no era codificado por los sentidos o, en el mejor de los casos, por la construcción empírica de los hechos, se convertía en sobrenatural o inexplicable.

Las fuentes tradicionales orales que nutrieron un buen número de historias de terror se basan en dos cuestiones fundamentales. Por un lado, buscan la cohesión como grupo para sentirse protegidos ante lo diferente y ante lo extraño. La comunidad busca a un culpable externo y misterioso, demarca sus límites y encuentra la manera de que aunque el contacto con sus muertos sea posible, quede siempre bien claro que este ya no es su mundo y que el de ellos puede resultar terrible. Por otro lado, estos relatos sirven para moralizar o para prevenir conductas indeseables por medio del temor, sobre todo en los niños. La típica historia del hombre del saco ha servido para que durante muchas generaciones los más pequeños se tomen la sopa y duerman a su hora sin chistar.

Aludir a emociones ha sido una constante que pervive también en la tradición escrita. Ya alejada de la necesidad de crear grupos o sostener moralejas, el principal reto del escrito de terror es generar suspenso y angustia dejando al lector solo y enfrentándolo con el texto. Y es precisamente esa soledad la que reafirma esos

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miedos, la que nos hace sentir el aire como un cuchillo o el reflejo de una hoja como un fantasma. Cuando sostenemos un libro de este género entre nuestras manos, la visión periférica es capaz de jugarnos malas pasadas. Si leer es fundirse con el texto, fundirnos con el terror mismo nos hace especialmente conscientes de nuestra corporeidad aunque estemos sumidos en un mundo completamente ajeno y paranormal. El terror se cumple justo cuando converge la intención del escritor con la sensación del lector y surge el escalofrío.

Originalmente, la construcción del relato en el género de terror se basó únicamente en el argumento. Una historia bien elaborada con sus dosis de suspenso, servía para mostrarse como un cuento o novela. El terror es un género muy popular no sólo por las emociones físicas y psíquicas que despierta sino también porque la sencillez de su estructura y de su lenguaje lo hacían asequible a una gran mayoría. Para muchos escritores significaba también una posibilidad de explorar en lo referente a la trama y descansar un poco de sus temas habituales, tal es el caso de Guy de Maupassant, que lo mismo destacaba con cuentos costumbristas como Bola de Sebo que con importantes historias de terror como El horla.

Con el paso del tiempo, los miedos no se destruyen, sólo se transforman en historias más acordes con nuestra época. Si en siglo XIX corría la leyenda de la mujer que robaba niños para sacarles la manteca, después de la II Guerra Mundial fue a los comunistas a los que se les achacaron estas prácticas infanticidas.

Hoy en día

esas fabulaciones se expresan en las llamadas “leyendas urbanas” que si bien es cierto que siguen funcionando de boca a boca, han encontrado tierra fértil en Internet. En todo caso, siempre hay una advertencia detrás que nos obliga a pensar que debemos tener miedo de lo que consumimos, de los correos que abrimos, de las otras culturas, de la gente en general que lo mismo tortura gatos que roba órganos.

El miedo es el sentimiento que más rápido se propaga y, sin embargo, nos en-

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canta esa mezcla de sensaciones que nos hacen sentir vivos y que en muchas ocasiones colindan con el morbo y con el humor negro. Cuando descubrimos el engaño al que fuimos sometidos, la sonrisa que esbozamos puede tener a partes iguales maldad y amargura. La máxima escala del miedo es el terror y el escalofrío es la manifestación física involuntaria de esa sudoración fría producto de la falta de control del cerebro para regular al miedo. En este sentido la risa es también una respuesta biológica. El escalofrío, como ya se habían dado cuenta pero por si acaso, es el acertado título del libro que sostienen entre sus manos y es además el nombre de uno de los cuentos que nos presenta Ricardo Esteban Carvajal. En esta narración, El escalofrío, se condensa bastante bien lo que veremos en gran parte de las narraciones: una risa macabra.

El relato con el cual empieza esta selección es una excelente muestra de cómo los miedos viejos y los nuevos se mezclan con pertinencia. Los elementos clásicos de las grandes historias de terror se conjugan con sensaciones y experiencias propias de nuestra época. Sin necesidad de un lenguaje artificial y solemne y por el contrario, utilizando una jerga cotidiana y accesible observamos en El efecto Ziprepol una historia muy bien tejida que nos obliga a leerla de un tirón. Sus protagonistas no son los típicos adolescentes chillones, amedrentados y miedosos de las películas de Hollywood. Son bien chilenos, bien actuales y bien racionales y eso nos hace partícipes de su historia que sin grandes estridencias nos va adentrando en el suspenso.

En Melina y el sicópata del teléfono y Menú de miedo, observamos altas dosis de morbo, sarcasmo, humor negro y gore autóctono con frases memorables como esta: “Era feíta la niña, harto poco agraciada: tenía cara de muñeca de plástico de los años 80, pero sin ojos o con ojos flojos para no caer en excesos” En cambio, con matices costumbristas y un tono sosegado e íntimo, la historia de La casa se nos presenta como un monólogo con una carga estilística más fuerte.

Una de las características que más me llama la atención de la escritura de Ricardo

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Esteban Carvajal, Cao para mí; es la versatilidad. Lo mismo te mata de risa con un texto irónico que te conmueve profundamente con sus historias llenas de ternura. Cuando leí estos cuentos no pensé que Cao pudiera insertarse con tanta facilidad en el género y dándose además el lujo de innovar. Y no porque lo crea incapaz sino porque a últimas fechas lo que más vengo leyendo de él es poesía en donde también es un crack. El escritor Rogelio Guedea decía que “Escribir en todos los géneros literarios se parece mucho a vivir la tragedia de no tener casa pero la dicha, impagable, de ser libre” y así es Cao, libre y atinado. Hace lo que se le pega la gana y lo hace muy bien. Ojalá disfruten tanto como yo estas historias y que sientan el escalofrío, la punzada, la sombra, el miedo y la risa maligna.

Beatriz Patraca Dibildox Barcelona-España Verano del 2011

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El efecto ZIPREPOL

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Uno Sonó el teléfono y Jaime se apuró en contestar.

Era Camila que lo esperaba en el almacén de la esquina mano en jarra y a salvo del sol. El calor era brusco y el sopor mucho más. Jaime apenas se despidió de su madre que leía una revista de tejidos entre pendulares e involuntarios cabeceos. Salió hecho un pedo a la calle. Fue algo así como: "voy saliend....” y ¡zas! el portazo y la leve estela del estruendo. Seguidamente sus pasos en carrera y el desesperado descenso de escalones como si el mismísimo Jaison con su enorme cuchillo de acero inoxidable, lo viniera persiguiendo. Le ardían las orejas imaginando la mano de goma de mamá, persiguiéndolo como una culebra endemoniada, escalera abajo.

Razones tenía para andar espirituado. Así que para evitar zozobras aquella vez Jaime se escabulló como una hábil lagartija.

Los compinches iban atrasados a buscar a la Yocelyn. A las 4 de la tarde se unirían al grupo del liceo y el tiempo los apremiaba.

Camila era chispeante de mente, de martingalas de ideas y ocurrencias de todo tipo. Era blanca como un pañal sin usar y sus ojos parecían dos refulgentes arándanos. Su frente prominente y el pelo liso hasta los hombros, le daban ese aspecto de personaje de animación de Tim Burton. También era tacaña como gitana con casa. Por eso cuando vio cruzar a Jaime por el umbral de las escaleras, no demoró nada o casi nada en cobrarle la respectiva cuota. Fue algo automático. Era desconfiada como un gorrión así que había que poner las lucas antes de emprender la acostumbrada marcha al cementerio por avenida La Paz tarareando canciones de

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Los Ramones (I don't want to grow y cosas así) o cobijando cualquier otra ocurrencia musical que sirviera de distracción al cansancio de los pasos.

Esa vez ella le habló de los coreanos del Barrio Bellavista, del último casette de los “Guns”, de la feroz prueba de ciencias sociales que tenían el día jueves de esa misma semana. Sin duda "la Cami" era tribulosa pero a él le gustaba su onda de permanente urgimiento por todo.

—¡Shis, demórate un poquito puh weón ooh!— le recriminó mientras le chispeaba los dedos de una mano y liquidaba casi con desvarío un helado Centella. Lo hacía con gesticulaciones del tipo chupado de limón y horribles muecas de Picasso (ojos más abajo de la boca, labios en desnivel, todo asimétrico y en tono extra lechoso y brillante). Los sorbetes y las lengüetadas que le daba mientras lo increpaba por el nuevo retraso, casi le revientan la hiel al otro.

Desde que nacieron que se conocían, es más, ambos llegaron a este mundo en la maternidad del Hospital San Juan de Dios, con uno dos o días apenas de diferencia. Los dos prematuros: él de 32 semanas y la otra apenas de 31. Sus madres se hicieron comadres desde esa vez. A él lo bautizaron “el Martín Vargas” y a ella “la osita panda”, debido esto a los moretones que quedaron en la frente de él y en el ojo izquierdo de ella, respectivamente. Fueron incontables los golpes que se dieron con los huesos sus las madres antes de salir expulsados al mundo con aspecto de conejos recién paridos.

Sentado en cuclillas sobre la cuneta tratando de recobrar el aire, Jaime a su turno se defendió: —¡Saaale pava lesa, me arranqué de mi mami a sangre e' pato y más encima anoche apenas cerré pestaña por el cuento ese del mausoleo!—. En este punto la respiración de Jaime se agitó a niveles máximos. Sin embargo, como una llave de gas que se abre y se cierra, selló el tema así sin más. Luego con un gesto intrigante (sentía que lo vigilaban) le indicó a Camila el inicio de la marcha. Antes eso sí, se enjugó la frente con la manga y se acomodó la cremallera del jeans

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que por descuido llevaba abierta.

Dos Tras saldar el asunto de la contribución para los porros, con paso lumpenezco y agresor, los amigos caminaron arrastrando los bototos hebillentos entre los senderos y las diminutas placitas del sector. Sus planes eran los habituales: reunirse con los demás muchachos en el cementerio a fumar pitos por doquier y a beber un jarabe descongestionante llamado ZIPREPOL que a todos (tanto a “punkys” como a “trashitos”) catapultaba hasta las mismísimas nubes. Al lugar llegaban también los cabezas de pistolas del Liceo de Aplicación que decían tener cercanías de todo tipo con el EGP (Ejército Guerillero del Pueblo, MIR). No faltaba el “soñao” que se jactaba de haber jalado coca y de pertenecer a las milicias del grupo Lautaro. Todos eran unos quiltros que adoraban salirse de la “Machine” para debatir incongruencias, beber cervezas a destajo y escuchar buena música. El piño era bien heterogéneo, una verdadera perrera municipal. Eran de los que preferían callejear antes que vivir encerrados en sus casas mirando como aturdidos el techo lleno de moscas.

Sobre el frontal de la chaqueta de mezclilla sin mangas de la "Cami", las chapitas de las bandas rock (Maiden, Ramones, Clash, entre otro monsters) le daban onda, estilo, viveza. Por los brazos de su polerón negro bajaban dos largos y enjutos dragones rojos hasta sus pálidas muñecas repletas de pulseras de todo tipo. De sus pequeñas orejas colgaban aros con la imagen en plata del Che Guevara y más arriba en el lóbulo, dos pelotitas como arvejas, también de plata.

Por su lado Jaime era más simple y raído de ropas: jeans, polera de Dead Kennedys y bototos con punta de fierro, como los que usan los maestros de la construcción. Su pelo negro y motudo le empezaba a salir bien avanzada la frente y su manera encorvada de caminar parecía la misma de un larguirucho simio. Jaime era intrépido y bueno para los combos. Iba y venía con su bicicleta que era su longa

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manus. De mirada simple y abierta, era de los que siempre abrazan causas perdidas e ideales liliputienses. Su sentido de justicia, la mirada transparente y el gesto amable en cada cosa que hacía, atraían a Camila quién a esa altura de la vida lo consideraba su mejor amigo.

Tres Hacía dos meses que el grupo de los cuartos medios ocupaba como sede social un mausoleo añoso y abandonado ubicado estratégicamente en el sector norponiente del campo santo. PLENO CORAZÓN DEL CEMENTERIO GENERAL. El guardia estaba comprado y no podía ser de otra manera. Este sitio era ideal porque se encontraba oculto en el fondo del patio de disidentes, entre estrellas de David y lápidas con nombres extraños y en desnivel con la calle de musgosos adoquines por los cuales transitaban cabeza gacha los deudos hacia los distintos patios de tumbas. Oculto entre una maraña de plantas y árboles que le daban un aspecto lúgubre, el lugar resultaba perfecto. El sitio guarnecía con creces al clandestino de turno.

Como okupas españoles se habían apropiado del sitio y allí desarrollaban sus tertulias: en el mausoleo abandonado de la familia IONESCU-BALAN.

Como Jaime, "Yocy" vivía en el último piso del block que simulaba un descuidado lego de colores rojo y blanco, colgando al borde de la carretera. Tanto cemento y hormigón armado a la orilla de la frenética vía, tanta malla acma bordeándola, tanta pre-emergencia ambiental, le daban al lugar ese aspecto urbano, áspero y gris de la película chicana Blood in blood out. Los tres nacieron y se criaron allí sobrepasados por la inclemente sordina de los vehículos que nunca paraban de transitar.

Se aventuraban siempre juntos para todos lados: tocatas de los Fiscales Ad-hoc y de Supersordos en el parque O"Higgins o en la Disco Planet; los domingos después de almuerzo, Fantasilandia (cuando era posible colarse), estadio, cine, Euro-

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centro; jardín, escuela y liceo; marchas los 1° de mayo y los 11 de septiembre de cada año; cerros, Cajón del Maipo; “la Blondie”; Cartagena, Algarrobo, Las Cruces, el Quisco...también carretes, peñas folklóricas, viajes espaciales…

Siempre el silbido era el mismo:¡¡ Fiu fiu fiuuuuuu fiu fi!! Y casi siempre bastaba una sola ronda para que la Yocy asomara su cabeza por la ventana. Aquella vez fueron necesarios dos silbidos. Amarrándose el pelo con una coleta, la Yocelyn se asomó a la ventana con un mímico gesto y desde arriba les pidió paciencia. Del fondo del departamento se oían los alegatos de su madre: "¡¡¡Que esta huevona se manda sola, que quizás en qué truco andaba metida, que seguro le prestaba el poto a sus compañeros sin medir las consecuencias de un inminente embarazo, que ella no iba estar para andar criando críos huachos de ella, que ojalá algún día los pacos la tomaran del moño por comunista!!!!". . . Y así, sin filtros de ninguna especie, todo tipo de abominables atrocidades y desastres.

Cuatro Diez minutos más tarde el trío, entre imbricados gestos de manos, se saludaba con más afán del habitual a los pies del edificio. —¿Cómo dormiste?— le preguntó el Jaime a la Yocy. —Más o menos no más, ¿y tú? —Más mal que bien. Anoche me ocurrió una huevada muy penca. —Ni me digas mira que yo ando igual de traumatizada que tú, contestó la Yocy, lanzando una sonrisita nerviosa y alterada. Dos pasos más allá la Cami sólo se dedicaba a escuchar sin interrumpir a sus amigos. Andaba rara ese día, como sin la chispa acostumbrada.

Camino al lugar donde se harían de la marihuana, Jaime les fue contando con una exactitud pasmosa lo acontecido la noche anterior:

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Se despertó conmovido como a las tres de la madrugada. De inmediato se dio cuenta que el ambiente en la pieza estaba cargado. Yacía paralizado, no podía más que girar la órbita de los ojos, su cuerpo no respondía, no era más que una pesada barra de plomo. Al principio pensó que lo había atrapado una de esas pesadillas de gran calibre que a veces le venían por comer de noche, pero al rato lo descartó. Impávido vio que era su habitación, no cabía duda, y que el televisor aun estaba encendido, sólo que esta vez los puntitos en la pantalla cubrían todo el espacio. Entonces vio esa sombra nefasta y abominable parada en el pasillo —en este punto del relato sus ojos casi salen volando—. Lo miraba a él, de eso estaba seguro. Luego le vino esa inaguantable opresión en el pecho que lo aquejó por largo rato. Sintió que le crujía la parte trasera del cuello hasta la altura del cráneo, como quien deliberadamente quiebra tablas o nueces frente a tus narices. Contó que desde sus pies le subieron hasta la cabeza unos golpes de corriente, olas de energía maligna y perversa que lo sometían sin poder hacer nada. Estaba involuntariamente paralizado, más bien tullido. Esto duró unos veinte minutos —calculó— y se mantuvo así hasta el feroz grito que mandó para zafar de la asfixia. A esas alturas estaba extenuado, lánguido y todo húmedo. Fue un desahogo que no pudo explicar: digamos que fue un gran, gran grito. En su departamento se despertaron todos por el escándalo. Sin tomar en cuenta a nadie, pegó un salto, prendió todas las luces y buscó en cada rincón del interior de la habitación, concentrado en gatos, guarenes, inclusive en algún perro que se hubiese podido colar cuando la puerta estaba abierta, pero nada. Su padre se anduvo enojando.

—¡Niñas, yo no sé que tan bueno sea seguir yendo al cementerio, no lo sé —dijo Jaime con apremio—. Me tinca que la estamos cagando con esto de permitir que los trashers de Conchalí armen sus rogativas en el mausoleo. ¿Y si es verdad eso de que abrimos puertas? Es más, pienso que no deberíamos tomar nunca más ese jarabe de mierda, capaz que por ahí también venga tanto desvarío y disparate!— al finalizar esta frase se persignó mirando al cielo—.

14 Las otras compinches caminaban a su lado atónitas y sin hablar. Igual de impávi-


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das las dos, sólo se dedicaron a escuchar a Jaime, sin distraer la atención en ninguna circunstancia que no fuera aquel tema. Escucharon a Jaime entre zumbidos de autos y buses amarillos. A Jaime sobre el sopor del asfalto que se encumbraba como un espeso gas desde sus pies hasta el último pelo de la mollera. A Jaime cuando subió la pendiente de la calle hasta la enorme copa de almacenaje de agua de la comuna, procurando llegar cuanto antes se pudiera a la movida de “la guatona Maiga”. Sus rostros lucían estresados y en las retinas de todos se reflejaba la angustia en el estado más puro. En un acto reflejo, las amigas se negaban a dar crédito a lo que oían, pero en el fondo la flama del miedo y el desconcierto bailaba en sus adentros con un ímpetu inconmensurable, apenas perceptible por los otros pero vivo a más no poder.

Era imposible librarse del miedo ese, después de oír su historia, una verdadera odisea, realmente no se podía.

Cinco Al llegar al primer hito de la travesía, los tres amigos se detuvieron en la bocacalle más cercana a la casa de la “Maiga”. Ya el tema de las penaduras lo habían dejado atrás y se les veía chispeantes otra vez.

La única que podía entrar a la casa de la traficante era Camila. Por seguridad los otros debían esperar en la esquina. Allí mismo volvieron a contar las monedas. Por los efectos del sol resultaba muy extraño ver gente afuera de sus casas. Apenas uno que otro cabro chico jugando a la pelota y un montón de perros desplomados en el suelo como verdaderos sacos de papas bajo la sombra del frondoso ramaje de los árboles. Entonces era la hora de la siesta y las teleseries extranjeras en la tv.

En esta ansiosa espera por la Cami, la Yocy otra vez retomaría el tema:

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—Socio, a mí anoche me pasó algo muy parecido a lo tuyo, claro que en mi caso estoy segura que sólo se trató de una pesadilla. No quise contarlo delante de Camila porque de seguro me agarra para la chacota. Ya sabes cómo es ella, con suerte cree en algo. Soñé con el huevón de la foto de uno de los nichos que hay en el mausoleo, el más joven de todos, ese que se parece a Sean Penn por el peinado, el de la camisa desabotonada, ¿te acordai? Lo peor fue la mirada que me lanzó: era insana y mal intencionada, una cosa maligna. Te prometo que me cagué de miedo. Estaba enojado el finado oye, si hasta me pescó de la solapa y se quedó mirándome con odio. Pude sentir su nauseabundo y fétido aliento en mi cara, un verdadero horror que no se lo doy a nadie. Para peor, todo en el sueño era como a media luz, así como en los teatros, incluido un silencio turbio de agua estancada, una verdadera huevada de locos. Y claro, también me pasó eso de la desesperación por no poder despertar, por sentir que me quedaba atrapada en el sueño sin remedio. También sufrí de ahogos. FLORÍN IONESCU BALAN, así se llama el “conchadesumadre” retorcido; te lo digo porque en el sueño me lo dijo. Debe haber sido muy desgraciado en vida “el putamadre”, ¿te acordai de él ahora? Imagina que el mal parido se identificó con su nombre en mi sueño. Ando cargando un susto que te lo encargo. ¡Mira cómo se me ponen los pelos en punta del puro miedo! —en este punto Yocelyn se levantó la manga del polerón para mostrar el efecto de su miedo a Jaime—. Como una inoportuna paradoja el estampado del polerón que vestía aquella vez era de Ozzy Osbourne mascullando y haciendo gárgaras con las tripas de un desafortunado bebé murciélago. El líquido viscoso y glutinoso que salía de su boca era semejante a la mermelada de moras. Súper a tono con las circunstancias.

Se percibía en la altisonante indumentaria que aquella vez vestía la Yocy, una sutil oscilación entre disfraz y vestimenta.

Seis Quince minutos más tarde, la Cami salía presurosa de la casa de la “Maiga”. Caminó pendiente del más mínimo detalle a su alrededor. En la esquina la aguarda-

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ban los otros. Desde lejos vio que éstos conversaban animadamente. Traía consigo dos paquetes de pitos prolijamente envueltos en papel de directorio telefónico. Para ser preciso de las Páginas Blancas. Por seguridad esa vez se los metió debajo del jeans. Eran cogollos negros de muy buena calidad y en cantidad digna. Quizás lo único cuestionable era el enorme universo de semillas que contenían y que retrasaban considerablemente su manufactura. A continuación el grupo “conejeó” entre los edificios en titubeante dirección al cementerio. Jaime abrió uno de los paquetes y enrolló con gran agilidad y destreza un caño para el inquieto trío.

Al rato todos caminaban volados buscando atajos para llegar a tiempo.

Para relajar el nervio en este último tramo, los amigos se distrajeron conversando sobre política, enarbolando teorías sobre complots en los poderes fácticos del gobierno, vilipendiando al mismo por permitir que Pinochet fuese nombrado senador vitalicio, despellejando sin miramientos a la Oficina de Seguridad del Gobierno que recién partía y a los nuevos socialistas de ternos y corbatas de seda italiana como Schilling o Garretón. Era raro para ellos ver en la tv a socialistas afeitados y de gustos refinados. Parecían verdaderos travestis de la política. Promediaba el primer lustro de los 90 y las recuperaciones y ajusticiamientos de los grupos armados eran pan de cada día. La moda eran las detonaciones en las antenas de alta tensión que bordeaban el río Tinguiririca, intervenciones que dejaban a medio Chile sin luz eléctrica. NIRVANA la rompía, el cigarrillo LIFEROY y la cerveza ESCUDO también.

Siete Para ellos el tema de la muerte representaba el fin de un ciclo natural. Nada de angelitos, ni de santos, ni supercherías de ningún estilo o forma. En eso se consideraban marxistas. No obstante esto y aun haciéndose pasar por duros, el patetismo de esta ecuación los angustiaba en demasía. Sin embargo, y para aquietar sus corazones un poco, sostenían que lo mejor era saber desde muy pequeños de la

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muerte como única verdad cierta. De este modo valoraban más el día a día. Así de simple: el día a día. Aquello para el grupo de liceanos representaba una verdadera y auténtica existencia. Lo malo de esta parada choriza era que de inmediato se ubicaban al “MARGEN” de todo, proscritos y siempre bajo sospecha como si todos ellos fueran unos sidosos.

Por otro lado pensaban que la existencia inauténtica era aquella que los obliga a recurrir a las novedades, a las noticias, al cahuineo y el comidillo, al orden y a la patria, todo muy bien organizado para borrar del mate cualquier vestigio del patetismo de finitud. Ello, claro está, hasta que el ser humano se encuentra de frente con la muerte, así de sopetón y a poto pelado. Por eso la muerte es en colores negros, en llantos e hipocresías, en pavor de los que siguen en la fila, en velas, en gárgaras de cura, puro drama. Nadie nos prepara para ella, preferimos ahorrarnos la angustia y hedonizar mientras se pueda, a la mierrr...

Y luego te olvidan...

Por estas y otras razones los cementerios para ellos representaban lugares seguros porque en éstos es difícil encontrar gente viva odiando o subyugando a más gente viva, así que bien por eso, por el mundo sin huevones alienados, ni represores; “amos y esclavos” —según algunos del lote— “capitalistas y proletarios” — según otros, los más políticos—. Entonces los cobijaba una sensación parecida a la de plantarse frente al mar, mirando desde la orilla hacia el horizonte, porque allí no te vas a encontrar con ningún imbécil que te friegue la pita. Porque el imbécil de hoy (hay que decirlo) anda sospechando de todos y compitiendo con todos para obtener un estándar de consumo óptimo, anda follando con la mujer de su hermano y pagando los créditos por el gran festín que se viene dando desde el advenimiento de la democracia en el mall. "Dinero es deuda" dicen por ahí algunos monos. Lo cierto es que la sensación uterina que les brindaba el lugar tanto a sus demonios como a sus atavíos, les aquietaba la rabia social, los hacía más fuertes.

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Como pequeños michimalongos planeaban y armaban infinitos retazos de vida con algo de sentido.

Ocho Más tarde, ya en el panteón, la Cami repartió chicles de fruta y facilitó a los demás gotas para despabilar un tanto. Eran antibióticos que le había sustraído al abuelo y que hacían arder los ojos como si fueran incisivas brasas o alfileres que se clavan sin miramientos. Sin embargo, el dolor valía la pena porque los dejaba tan blancos como la cerámica de hospital, libres de cualquier sospecha ante terceros.

En la entrada los muchachos hundieron sus cabezas en la pileta de la imponente bóveda . Tanto humo ya les había causado un severo y filudo dolor de cabeza. Además y pese a lo avanzada que ya estaba la tarde, todavía hacía un calor de los mil demonios. Sobre la superficie del agua apozada habían palitos de helado flotando como debiluchas embarcaciones olvidadas a su suerte, también habían hojas y envoltorios de embelecos que refulgían al sol como estalactitas. A su alrededor, la inquina mirada de los santos de cemento y piedra inquietaron en algo sus ánimos. Tras sacudirse el agua, al unísono se encintaron las chaquetas y caminaron apenas llevando poleras entre tumbas y centenarios jardines de helechos, mantos de eva y filodendros creciendo como guirnaldas. Había que bajar las revoluciones un poco.

Por su parte el recital alborotado de pájaros y bestias retumbó imponente entre tanto silencio solemne y sepulcral.

El cementerio era un inmenso planeta aparte, así que el trío solía mirar fotos de gente muerta mientras se adentraba en la espesura de lápidas. Su cosmogonía los obligaba a escupir la tumba de Jaime Guzmán, que llevaba un par de años muerto, cada vez que pasaban por su calle.

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Adoraban el polifónico sonido de las aves en contraste al silencio sepulcral de ese universo de gente muerta, la mayoría gente bien olvidada y muerta.

Aquella tarde sin embargo, se sentían algo angustiados por estar allí.

—Loco, están buenos los pitos, mira la cara que tengo, me parezco a Droopy ¿o no?— le dijo entre risitas la Yocy al Jaime, luciendo una cara de Bob Marley con gripe—. Los rabillos de sus ojos estaban tan empequeñecidos que apenas podían apreciar el panorama que tenían al frente. Era un animé japonés .—Les dije que estaban chacales estos pitos ¿o no?— se adelantó a manifestar la Cami con gesto de cacofónico orgullo, al tiempo que intentaba en su paso esquivar floreros y molinetes de papel. Al fin y al cabo la movida de los famosos pitos era de ella y de nadie más, por eso, según los propios beneficiados, había que agradecérselo sin chistar. —¡Loca son una maravilla!— balbuceó Jaime antes de la última piteada.

Para ellos lo mejor de todo era saber que aun quedaba otro paquete intacto para después, para cuando fuera el retorno.

En sincronizada marcha el grupo siguió avanzando raudo entre los memoriales.

Ya a esas alturas Jaime apenas hablaba. Minutos antes se había quedado pasmado así de repente. Explicó que podía ser “la pálida”. Tras esta excusa las demás reventaron en exageradas risas y comentarios burlones. De repente estando allí, Jaime había comenzado a sentir un fuerte apretón en el pecho que apenas lo dejaba respirar. Para no preocupar a las amigas y con la excusa de ir a mear, se alejó de ellas con rapidez, transpirando helado hasta quedar apoyado en la pared posterior de un pabellón de nichos colindante. Estaba mareado. El dulce olor a flores en descomposición que entonces percibió era agobiante y cubría todo el escenario como

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si fuera un interminable rumor imaginario. Ahí y por lo mismo, se puso a vomitar. Expulsó hasta el alma y las lentejas del almuerzo que salieron como géiseres por los orificios de su acongojada nariz. Estuvo unos diez minutos intentando calmar el fuelle agitadísimo y adolorido de su pecho. Esto, hasta el maldito y definitivo quiebre de su calma.

Hay que decir que entonces el quiebre fue total.

En efecto, al incorporarse, vio por sobre sus hombros como un par de sombras , detrás de su espalda, se cruzaban grotescamente entre los nichos. Parecían dos trapos volando, dos títeres mofándose de él sobre un telón de tumbas. Quizás el efecto alucinógeno le había gatillado un estado paranoico, o al menos eso pensó para no enloquecer. Quizás algún rebote de ZIPREPOL. Lo cierto es que alucinación o no, las sombras volvieron a cruzarse una con otra en sentido contrario como un doble péndulo. Todo lo que vemos no es todo lo que hay y Jaime pudo comprobarlo en carne propia aquella vez. Se trataba de una imagen inadaptada a los límites de la tierra, incluso llegó a pensar que todo era una ensoñación. Al volver en razón tornó la vista por todo el perímetro que lo circundaba y constató que ya no había nada extraño, o al menos eso creyó. Se limpió la baba que colgaba de su incipiente patilla y se secó los ojos ,que de tanta arcada parecían dos marrasquinos. Tuvo que agacharse para limpiar los vestigios de vómito que le habían quedado a la altura de la basta del jeans y entre los cordones rojos del bototo izquierdo. Allí se mantuvo unos minutos en posición fetal, enroscado entre sus piernas, intentando con esfuerzo sacarse el frio, el asombro y la consecuente terciana de encima.

Nueve De pie y ya más recuperado, el aproblemado muchacho tornó corriendo al lugar donde lo esperaban sus amigas. Al volver con ellas no dijo nada, pensó que hacerlo sería fomentar la sugestión y el autoengaño. Por su color y aspecto parecía una

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pantruca, una sábana limpia. Tampoco habló mucho, sólo se dedicó a escuchar a las amigas y a respirar hondo cada cierto tiempo. De vez en cuando volteaba con nerviosismo para mirar sobre sus hombros. En esto estaba cuando la Yocy irrumpió otra vez en su realidad.

—¡¿Vieron eso?!— gritó la Yocy despavorida y entre sollozos.—¡Eran sombras...por la chucha, eran sombras… Virgen María purísima… ahí, mira ahí. —Seguro que son los weones fomes de los trashers que intentan jugarnos una mala broma— se apuró en decir la Camila con actitud agnóstica y serena.

De pronto y muy extrañamente, la bóveda del cielo se había opacado sin previo aviso. Ya no hubo más un retazo de sol por ningún lado. Los amigos sintieron un miedo de aquellos que no se olvidan. Muy exasperada la Yocy apuntó hacia unos mausoleos emplazados al otro lado de la callejuela. Como animal acorralado tomó un cigarro y lo encendió. La bocanada fue tan exagerada que la garganta le estalló compulsivamente y los ojos le quedaron como de conejo. El viento entonces sopló en intempestivas ráfagas levantando un montón de hojas y mucho polvo también. Extrañamente el canto de los pájaros se había extinguido, ya no estaba por ningún lado. Mientras tanto, con los nervios de punta, Yocelyn se agarró fuerte del brazo de Jaime. De cuando en cuando caminaba hundiendo la cabeza en su hombro para no tener que ver. —Yo también las vi recién— le dijo éste apenas con un

susu-

rro tratando de solidarizar con el susto de la amiga—. Por su lado la Cami los miraba sin entenderlos mucho. Digo, tenía claro que lo acontecido era una escena de miedo y esas cosas, sin embargo, no conectaba orgánicamente con el asunto simplemente porque no alcanzó a ver nada. Por otro lado su fuero interno negaba dar crédito a ese tipo de cosas medias raras, folklóricas, según ella. Su cerebro era más bien incorruptible frente a las cuestiones del más allá. Siempre fue así, Camila era de las que no trepidaba en dar saltos desde la cama y correr decidida por el pasillo en penumbras en busca de alguna evidencia, fantasma o supuesto demonio que la pudiera sacar de su engaño. Desde chica que había escuchado hablar en su casa de la Llorona, de los horrendos y mal intencionados duendes de mierda, del

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diablo a secas. —Yo nunca he visto nada— respondía cada vez que era su turno en las rondas de cuentacuentos de fantasmas en los fogones de playa o paseos de curso. — Fíjate que la vi y no me dio nada— contaba acerca de la película El Exorcista que le tocó ver en casa de un tío cuando era muy niña. De los tres, la Cami era la única que hasta ese minuto se sostenía incólume en sus teorías de la muerte entendida como una mera materialidad. También reconocía en algo que el efecto alucinógeno de la yerba podría haber sido preterintencional, pero pese a esto, prevalecía aun en ella la cordura.

Tres pasos atrás de sus amigos, Camila avanzó algo inquieta entre los nichos y las múltiples cruces de hierro repartidas y olvidadas a su propia suerte. Se sentía rara. Un vacío extraño de a poco la comenzó a ahogar lenta y sostenidamente, como cuando sus padres se trenzaban a gritos por cualquier estupidez relacionada con deudas, frustraciones y cosas de ese estilo. Ya se sabe: sentimientos alquitranados y ácidos como hojas de cuchillos. Ya se sabe, indeseables.

Diez Tras una incesante caminata a ciegas, los amigos cayeron en cuenta que estaban perdidos y sin rumbo cierto.

En efecto, no podían recordar por dónde se iba al mausoleo de los IONESCUBALAN, ni mucho menos por dónde cresta estaba la salida. Todo intento resultaba infructuoso y los adentraba más y más en su inexplicable extravío.

—¡Weón esta weá no puede ser!— dijo la Yocy agitada. —¡Juraría que ese nicho de la fotografía del bebé, ¿lo ven? ese de allá, ya lo he visto como tres o cuatro veces!— dijo mientras su dedo (que apuntaba al punto en cuestión) tiritaba de una manera descontrolada—. La esperanza en los jóvenes gradualmente se iba desvaneciendo. Dirigiesen dónde dirigiesen sus esforzadas miradas, no podían encontrar ninguna tumba que les sirviese de punto de referencia para alcanzar la salida o

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al menos el patio de disidentes. Ya casi no albergaban esperanzas cuando aconteció lo de la Yocy.

Frenéticos buscaban la salida cuando a ésta le vinieron unas terribles ganas de orinar. La situación se le hizo incontenible así que, corriendo con apremio, buscó un sitio detrás de unas tumbas de hormigón, cerca del patio fúnebre de los bomberos.

Allí la vieron agacharse y de allí no la vieron salir más.

Jaime y Camila la buscaron un buen rato sin éxito. Registraron todos los lugares posibles sin resultados. Apelando a toda la fuerza de sus pulmones, gritaron una y otra vez su nombre como enajenados, silbaron todo lo fuerte que pudieron, pero nada lograron de vuelta, sólo el eco de su desgañitado alboroto. En una sucia y vil acción, a juicio de ambos, la joven mujer se había esfumado y frente a ello no había nada que hacer. Tras esta inapelable conclusión, ambos de común acuerdo decidieron suspender la búsqueda y volver a la callejuela de adoquines deshaciendo sus enmarañados pasos.

Para Camila esto no era nada nuevo. Para ella la Yocelyn a veces era de papel. Del tipo de ser humano promedio —a ese al que hay que temer, bucólicamente hablando— . Cada cierto tiempo tenía comportamientos de rata. Como cuando una vez la abandonó en una fiesta del liceo para ir a follar con un tipo de su agrado, sin miramientos de ningún tipo. Mascullando la rabia, en esa ocasión, Camila tuvo que volver sola y asustada a casa en un microbús de trasnoche repleto de sujetos ebrios y de delincuentes, todo un demoniaco collage. A veces la Cami se acordaba y la odiaba por eso, como la estaba odiando en ese preciso instante por su cobarde e intempestiva huída. Era su costumbre desaparecer sin decir ni chao. Así no más, sin ninguna explicación de por medio, “cara de palo”.

24 —Te apuesto diez “chirlitos” a que esta huevona cobarde se hizo la loca y se de-


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volvió al departamento, siempre hace lo mismo esta maricona, ¿te acordai de la última protesta, esa que partió de Plaza Italia?— en este punto Camila escupió al suelo, se puso la chaqueta y encendió otro cigarrillo con inusitada destreza, mientras lanzaba a la discusión esta insidiosa teoría—.

—¿Y ahora qué?— preguntó el otro, alterado y alborotado a más no poder.

—Ahora reza para que encontremos pronto la salida y terminemos con todo esto. No se tú, pero yo no vuelvo más a este lugar de mierda ni aunque me paguen. ¿Viste cómo cambió el clima así de repente? Rara la cuestión ¿o no?. Y ahora esta “weona” cobarde y sin respeto de la Yocy que se va sin avisar. Mejor vámonos para el cerro, allí nos fumamos lo que queda.

El embrollo de callejuelas y los interminables y repetitivos pabellones de nichos repletos de una infinidad de chiches e intimidades, impedían a los jóvenes dar con el camino correcto.

Intempestivamente todo se había transformado en un insoluble laberinto de película, tipo El Resplandor de Kubrick, pero en vez de nieve, acá todo era cemento, granito y hormigón. . . ¡Ah! y fiambres, claro está.

Once En su indescifrable peregrinar la pareja de pronto se encontró con una mujer que, sobre la añosa plataforma de una escalera, prodigaba todo el cuidado del mundo en un frondoso nicho de tonos celeste. Parecía su labor una aventura sobrecargada de aliento y agitación. De lejos se notaba que la sepultura estaba bien cuidada, impecable, para ser exactos. Ver a la veterana allí los tranquilizó. La mujer susurraba una difusa melodía, algo así como una milonga, mientras arrodillada pasaba un paño sobre los entierrados floreros de vidrio biselado y a la lápida de mármol.

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Vestía una falda gris afranelada y un pañuelo púrpura que cubría su crispa. Las carnes de sus brazos flojeaban y se balanceaban por el incansable movimiento del paño. Sus carnes flameaban entre vaivenes ondulados. Fue raro ver que ante a la presencia de los amigos, ésta ni siquiera se hubiese inmutado. Permaneció arrodillada dándoles todo el tiempo la espalda a los muchachos. Como si no estuvieran allí, la veterana continuó con sus menesteres de aseo de manera incólume, como una pía feligresa. Tuvieron que gritarle y ni aun así tomó en cuenta a los muchachos. Apenas giró unos centímetros la cabeza pero nada más. A los pies de la escalera un perro enorme les gruñó cuando intentaron acercarse. Por lo mismo decidieron continuar y dejarla atrás.

Antes de virar en la intersección de las calles, Jaime sintió que un feroz escalofrío le cubría la espalda. Fue algo muy similar a un intempestivo jaleo.

El espasmo recorrió zigzagueante la espalda del hombre como una espeluznante gota fría, como una histérica culebra suelta en descenso. Sintió que alguien lo observaba desde atrás. Tenía esa sensación de parálisis invencible de las pesadillas. Para zafar soltó un bufido y al girar sobre sus hombros se encontró con la mirada de la anciana mujer del nicho. No sé si “mirada” sea el concepto más adecuado para describir la situación. Lo digo porque las cavidades de los ojos de la veterana estaban vacías. Así nada más, parecían dos nueces descarnadas. En su interior no había masa ocular, es decir, ni lóbulo ocular ni retinas ni ningún carajo. Eran dos perfectos hoyos negros dirigidos hasta él de manera inquisitiva, auscultadora, sin un destello de genio por ninguna parte. Una cosa horrenda, un verdadero escalpelo clavado en el centro de la razón, intentando cercenarla con alevosía. Ni hablar de su asquerosa dentadura. Lo que más perturbó a Jaime aquella vez fue esa sonrisa burlona y endemoniada que el fantoche de mujer le lanzó.

Nada de esto dijo a Camila, NADA. Todo este trauma se lo guardó como si fuera un inconfesable pecado. Como si hacerlo empeoraría más el estado de las cosas.

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Decidió tragarse sin chistar esta experiencia como si fuera un amargo zumo de papas. Tratando de disimular el nerviosismo que entonces lo estrangulaba, tomó a la compañera del brazo y aceleró con decisión el paso alejándose del lugar por una calle perpendicular. Era una calle silente excepto por el leve y sostenido sonido de los remolinos que como flores multicolores sobresalían de las tumbas emplazadas a ras del suelo. La intermitente conversación entre ambos hacía eco en la calle vacía.

—Será mejor que nos vayamos de acá— fue lo último que alcanzó a decir el ataviado Jaime antes de iniciar un incipiente y nervioso trote aferrado al brazo de su amiga. Quería salir corriendo pero no podía sin ella. Ya veía que de pronto y sin avisar la horrenda vieja se aparecía por entre las tumbas con su diabólica mirada de pozo negro y de seguro no sabría qué hacer: si mearse o cagarse, desmayarse o ponerse a llorar, allí vejado y denigrado ante su partner.

Doce Avanzaron y deshicieron pasos por un número considerable de calles y pabellones, Jaime —contrariamente a lo pronosticado— por fin se había apaciguado un poco. Sus emociones se aquietaron cuando divisó en el horizonte accidentado de muros y cruces, la imponente silueta del cerro San Cristóbal.

Milagrosamente todo había amainado y por fin pudieron acallar el febril latido de sus corazones.

Como retornando de un sueño profundo, los amigos nuevamente resucitaban la brújula de los sentidos.

Del mismo modo como se limpia un vidrio empañado de una sola y certera palmada, el panorama de nuevo se les vino a aclarar.

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Era la calle del mausoleo de los IONESCU-BALAN, sin ninguna duda, eso era seguro. A su derecha se encontraron con los nichos ladrillentos y plomizos de la colonia española, dónde los integrantes del grupo meaban por litros las cervezas que ingerían. A la izquierda suya, las enormes piletas de aguas servidas para los menesteres de limpieza dónde la mayoría acostumbraba mojar sus cabezas para espantar la cura y la volada del ZIPREPOL. Metros más allá: la cripta de los europeos. Mucho más allá: el cuidador apilando las hojas sueltas.

Como un limpio amanecer todo volvía aparentemente a su cauce natural.

Entonces Camila se adelantó y fue la primera que abrió de par en par la vetusta y ruidosa puerta de la cripta.

Pese a la oscuridad en su interior se podía apreciar que estaba vacía, es decir, sin gente viva. Ningún ´”laucha”, ningún “punkito”, ningún ebrio, nadie. Tampoco una melodía de guitarras eléctricas saliendo de algún improvisado parlante. Escrutando hondo en aquella negrura, la joven mujer permaneció atónita unos segundos. Por todos lados habían juguetes apilados, tarjetas entreabiertas que emitían música, incontables posa-velas de las más distintas y variadas formas y colores. Pasaba lo mismo con los floreros repletos de flores marchitas y secas. Habían dos bancas de madera para sentarse y algunas ofrendas florales de papel volantín con los colores de la bandera rumana (azul, amarillo y rojo para ser precisos).

El aire se puso denso cuando Camila susurró el nombre de Yocelyn y no encontró respuestas.

Extrañamente la cripta se encontraba sin personas en el interior. Un silencio abismante provenía de los más recóndito de la bóveda. Jaime no se atrevió siquiera acercarse al pórtico del panteón. Una sensación de profunda angustia le aplomó

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los pies impidiéndole el ingreso al lugar.

Camila se agachó y encendió el chongo de una vela que encontró tirada en los escalones de la entrada al mausoleo. Al girar la mano emulando el pausado trayecto de las manecillas del reloj, las lápidas de toda la familia se sucedieron una tras otra en ordenados rectángulos de pálido mármol. Uno a uno aparecieron en la luz los nombres de Iona, de Vasile, de Irene y Constantine. Al pie de una de ellas vio que había agua apozada y un par de frascos vacíos de jarabe ZIPREPOL. Quizás algún “punkito” se atrevió a mear en el interior de la oscura bóveda —pensó— . Quizás habían sido sus amigos que al parecer ya se habían marchado del lugar. Al imaginárselo

una leve arcada seca se escapó de su garganta. Luego, repitió el

sondeo, pero esta vez las fotografías familiares fijaron su morbosa atención. Era algo raro imaginar que las personas que aparecían rebosantes de vida en las imágenes ya no estaban más en este mundo. Todos ellos eran rubios de ojos clarísimos como el cielo. Algunas fotos apenas conservaban su color y en otras figuraban nítidas las imágenes y los buenos recuerdos aquilatados durante años. Llamó la atención de la Cami que el retrato del más joven de todos se mantuviera casi intacto, es decir, intactos los colores e intacto el marco plateado que lo cobijaba. El hombre posaba delante de un impecable y moderno bus oruga en la FISA del parque Cerrillos, con jeans patas de elefante, polera y unos lentes como los que usaba Salvador Allende. Al acercar la vela vio que su muerte había acontecido a mediados de los ochenta. Sumando y restando resultó que se había muerto a los 31 años. En la lápida figuraba su nombre en caracteres dorados: Florín Ionescu. Los ojos calipso intenso, casi azules, del joven de la foto, tragaron por un instante el alma de la curiosa muchacha. Con dificultad pudo despegarse de ellos al percatarse de la intempestiva ausencia de Jaime. Minutos antes su sombra en el umbral de la cripta se distinguía nítida, ahora sin embargo, brillaba por su ausencia, ya no estaba. Esta situación terminó de inquietarla. Al parecer no bastaba con la traicionera y decepcionante deserción de la Yocelyn, sino que ahora

—al parecer— él

también le venía con la misma cantinela.

29 En esto estaba cuando volaron los floreros a su espalda.


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Camila quedó “tilt”.

Del fondo de la cripta sintió venir una risa burlona pero no pudo distinguir a nadie antes de salir corriendo del lugar. El grito que lanzó entonces sonó como un chillido agudo de animal en apuros. —¡¡Nunca más, nunca más, nunca más...!! —se repitió una y otra vez mientras trenzaba los brazos a la altura del ombligo y metía entre ellos la cabeza, ocultándola entre sus rodillas —¡¡Estos maricones...!!—. Corrió y corrió hasta acabar ahogada y tendida entre llantos sobre la tumba de Jaime Guzmán. Qué paradoja. Estando allí pidió perdón por su osadía, falta de respeto, y cosas así relacionadas con el turbado descanso de los muertos.

Sobre la cabeza de la Cami las tórtolas y los gorriones se descolgaron del ocaso en una estruendosa fuga y sus ojos volaron con ellos. —¡¡Maricón, maricón, maricón de mierda, maricón de a peso, maricón y la concha de su madre, juro por Dios que...!!!— no cesaba de rezongar en contra de Jaime mientras el crepúsculo se abría paso sin oposición y el frío comenzaba a colarse entre sus ropas. Luego le vendría un ataque de risa nerviosa y descontrolada que la mantuvo ocupada largo rato. Se reía de si misma, de su debilidad, del tropiezo de sus convicciones, de lo estúpida que era al creer que esas cosas eran posible. —¡¡Se cayó el florero por mis movimientos y ya está, seguro que sí, y luego terminó hecho trizas sobre la losa, imposible que sea otra forma, imposible, no puede ser, no puede ser...maldito jarabe!!— se repitió incesantemente como una loca mientras hurgaba en los bolsillos intentando vanamente dar con la maldita cajetilla de cigarros—.

La horrible conclusión que se abrió camino en el espíritu de la muchacha, era ahora una terrible certeza: algo inexplicable le había acontecido en el interior del mausoleo, algo que la turbaba y le cerraba el pecho. La luz comenzaba a expirar, ya no estaba firme como antes y progresivamente evanescía. De pronto a lo lejos, sintió pasos aproximándose de manera blanda, cautelosa y arrastrada. Con resquemor agudizó el oído.

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Trece Cuando vio pasar a la misma anciana de antes arrastrando esta vez un pesado bulto en dirección a la salida del recinto, Camila tuvo ganas de ofrecerle su ayuda. Sin embargo, de inmediato se abstuvo abortando el intento después que recordó el desaire que la veterana les había hecho a Jaime y a ella momentos antes. Esta vez se cruzó encorvada arrastrando el paso con la cabeza agachada frente a sus narices. Siempre y en todo momento miraba el suelo como caballo con anteojeras o como penitente. Las carnes le colgaban viejas y opacas, llenas de manchas como hojas secas de orégano. Su pelo color ceniza apenas se escapaba por detrás de las gordas y peludas orejas, todo el resto de longeva cabellera lo cubría un pañuelo bordado con flores en enredaderas. Flanqueando su paso iba el mismo perro “julero” de antes, que era una mezcla espúrea de quiltro con quiltro, pero hecho un desastre . El animal fue el único que aquella vez giró un poco la enorme cabeza para dirigirle una mirada amenazadora e intimidante. Creyó también oírle a la bestia un sutil gruñido gutural, pero luego lo descartó por la profusión los otros sonidos que como un amanecer habían vuelto otra vez. El perro no paraba de oler el bulto que arrastraba la vieja ni de lamer el líquido viscoso que a su paso iba dejando. Los hilos que formaban una estela, iban dejando rastros de peineta o rastrillo por el peso y los desperdicios que se colaban de la textura del saco por las hendijas.

Catorce Ya estaba oscuro cuando Camila finalmente pudo salir del lugar. Entonces se largó a caminar de vuelta por avenida Recoleta hacia el sur. Las micros amarillas rugían como animales jurásicos en cada semáforo en rojo que les tocaba enfrentar. De allí en adelante zigzagueó entre calles oscuras bordeando los jardines más próximos al cerro. En aquellos lugares podría enrollar sin apuros el último porro que iba quedando. Por decirlo de algún modo: su única recompensa ante tanta afrenta de la que había sido víctima. Se sentía traicionada por sus amigos; menospreciada. Al final con tanta pequeñez su nihilismo creció y ya nadie pudo pararlo. Ese fue el inicio de su adultez. Algo así como la primera aproximación a las cosas humanas. Co-

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mo aquella vez que dejó la bicicleta a un lado —olvidada en el fondo del patio— y ya no la ocupó más.

Apenas tuvo chance se metió en un almacén a comprar fósforos y un chupete cabezón para ver si era posible relajar un poco el nervio. Aun permanecía en su memoria la imagen viva del rumano más joven de la foto en la FISA, ese que se llamaba Florín, el que la hizo pasar el susto de su vida. Sus cabellos de trigo, las pecas de la cara, y los penetrantes ojos azules se quedaron fijos en su mente. Lo imaginó alto y liviano, con la piel paliducha y su cara alargada. Tampoco olvidó los bucles que se formaban en su pelo ni mucho menos su opaca dentadura. El personaje se le presentaba plano en el recuerdo dado que estaba construido sobre una única cualidad: su aspecto en la foto. Camila nunca supo de la pesadilla de la Yocelyn porque entonces andaba en la casa de “la Maiga”; si no, habría caído en cuenta. Sin embargo, esta idea unidimensional no le quitaba peso a su agobiante estado de ánimo ni a la amenaza de éste. Imaginaba que en cualquier momento se encontraría de frente con él, que la venía siguiendo, que la iba a alcanzar. Llegó inclusive a pensar que podría estar en un rincón de su propio cuerpo, que lo llevaba dentro y que habría que exorcizarlo, llamar a un cura o algo parecido. En fin, un montón de catastróficas elucubraciones, como si todo se tratase de una película de Godzilla y ella habitase un edificio en la mismísima costanera de Tokio.

Hacia dentro todo es mar y la imaginación de Camila entonces lucía por su insondable extensión y desdoblamiento. A tal punto llegó el súbito desvarío, que en una esquina cercana al río, creyó ver a la Yocy en la parte posterior de un taxi, sentada al lado de una cabeza rubia como la del finado. Digo así, porque sólo los vio desde atrás, entre un mar de personas que circulaban como hormigas. Tan sólo ella (la presunta Yocy) giró la vista sobre su hombro lanzándole una mirada furtiva. Pese a que Cami hizo el amague de correr, no alcanzó a llegar al vehículo antes de que cambiara la luz del semáforo y se perdiera para siempre en el profuso tránsito que había a esa hora. Fue apenas una imagen. Una corta diapositiva que duró menos de un segundo, más bien milésimas de segundo (y si no menos) pero que se clavó

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en la mente de Camila, de manera tan preclara y definitiva, que incluso se llegó a sentir angustiada pensando que era así. La mirada de la mujer parecida a la Yocelyn dejó entrever un intenso halo de angustia. Luego, el odioso escándalo de las bocinas y los claxon de los vehículos mayores, enturbiaron todo otra vez.

Como el resto, la muchacha culpó de todo este absurdo al ZIPREPOL, a los tres frascos que había consumido en la víspera, después de la pelea de sus padres.

Finalmente Camila desistió de la idea de entrar al parque del cerro a fumar y prefirió bordearlo. Luego subió a un microbús de la locomoción colectiva que la aproximó hasta su hogar. En el camino se deshizo de la botella de jarabe que guardaba secretamente en su mochila. Lo hizo como si estuviera deshaciéndose de un arma de fuego o de algo muy comprometedor.

Al llegar al paradero de la población dio un salto desde la pisadera del bus cuándo éste aun no frenaba del todo. Esto era costumbre en ella y le servía para estirar las piernas y calentar un poco el cuerpo cuándo el frío era mucho.

De pie sobre la vereda sintió la brisa de la naciente noche golpeando su cara y helándoles las manos hasta casi la congelación. La gente pasaba por su lado como si Camila no existiera, aunque esto era una costumbre. Con la mochila sobre el vientre registró en el bolsillo pequeño en busca de Mentolatum para la nariz. Cuando buscaba a ciegas con el tacto, distinguió lapiceras, lápices labiales y delineadores de ojos, los audífonos del personal estéreo, el pase escolar, un par de casettes, cuchara para pestañas, migas de pan, entre otros cachivaches. Antes de dar con el metálico envase de la pomada descongestionante, sintió claramente la textura y el porte del paquete de porros que había sobrado después del accidentado paseo. Este descubrimiento repuso la idea que tenía de fumárselo sola y completo. Por tal razón Camila desvió el trayecto y se adentró entre las innumerables plazoletas en busca de un lugar seguro para volarse y con ello ojalá calmarse un

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poco. Desestimó la plazoleta del quiosco más cercano porque no tenía ganas de encontrarse con los traidores de sus amigos quiénes tenían por costumbre instalarse en dicho sitio. No les perdonaría tan fácilmente el hecho de haberla dejada abandonada en ese maldito cementerio de porquería.

Quince Tres cuadras más allá Camila se arrimó a una muralla colindante con la cancha de fútbol. Allí sentada y con las rodillas rozando su barbilla, desenvainó el paquete de yerba. Cada medio segundo levantaba la cabeza para mirar hacia ambos extremos de su ecrán previniendo cualquier sorpresa. No demoró casi nada en las labores de manufactura. Pronto ya aspiraba el humo que contenía en sus pulmones por unos segundos y luego lo lanzaba afuera con una enorme bocanada de fuelle que era seguida por una tos convulsiva que le partía el pecho. El estertor contribuía a atizar la voladura y a dejar sus ojos tan rojos como dos manzanas confitadas. Cuando aguantaba el humo la Cami erguía el cuello hasta que la cabeza pegaba con la muralla (parecido a cómo tragan los pájaros). Así de este modo se quedaba fija mirando las estrellas todo el tiempo que duraba esta rutina. Luego exhalaba y untaba sus dedos con saliva para evitar quemaduras mientras sostenía la desmedrada y humeante cola del porro. En una de las tantas veces que exhaló lo hizo girando la vista hacia su derecha. Una vez más sus ojos lucían pequeños y achinados otra vez. Cerca de las rodillas distinguió el envoltorio desplegado y vacío del paquete de yerba que fumaba. Para distraerse lo tomó con la punta de los dedos y lo acercó. Al enfocar la vista sobre el papel amarillo pudo distinguir un tramo de directorio telefónico con los nombres de al menos 20 personas. La vista le oscilaba de derecha a izquierda, entre pito, envoltorio de pito, nombres y direcciones del paquete de pito. Forzando aun más la vista sobre el papel y dirigiendo el diminuto envoltorio hacia la luz del tendido eléctrico, Camila se puso a leer mecánicamente la lista de nombres que en él figuraban: IOLANTE CRUZ PEDRO SEVERINO, IOLANTE SEGOVIA ALICIA MARGARITA… la idea era ocupar la mente en otra cosa. Con los efectos de la marihuana en plena ebullición, los nombres sobre el papel comenzaron a dar vueltas ante sus ojos como quien mira una juguera eléctrica y sin tapa

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desde arriba o una manifestación de hormigas desbocadas en plena batalla. Uno tras otro los nombres llenaron su mente:

IOLANTE ZEPEDA, MARCO ANTONIO,

Avenida Ramón Cruz N°8321, fono 23831… IONESCU BALÁN IRENE SOPHIA, Manuel Montt N°672, Depto. 33, Providencia, fono 2117… IONESCU BALÁN ANA KERENINA, Tres Cruces N°666, Lo Espejo... IONESCU FLORÍN... ¿¡¡IONESCU FLORÍN!!? ¿¡¡Cómo, el del cementerio!!? ¡¡¡No puede seeer!!! —exclamó Camila mientras sacudía la mano para deshacerse del papel, como quien se deshace de una brasa ardiente. Luego se lanzó a correr desesperada por la calle como una loca—.

Dieciséis Camila miró hacia atrás. Otra vez caminaba rauda y sin compañía por las calles vacías en dirección a su departamento. Tras bajar por unas leves escaleras de hormigón que unían los desniveles de dos veredas, la muchacha apuró el paso y los baldosines de la peatonal se le cruzaron heptagonales y a ritmo sostenido. Otra vez los proyectaba monocromáticos como un caleidoscopio negro y gris. Otra vez alucinaba. Otra vez los desvaríos la asolaban. El nerviosismo era extremo. Cada media cuadra volvía a mirar hacia atrás. Por el olor a flores podridas que de pronto comenzó a salir, supo de la presencia de ese tal Florín. Maldito rumano de mierda otra vez.

Con ahogo, le asolaron las imágenes de Jaime, de su cara de angustia en el cementerio, de su silencio y nerviosismo. Se acordó de la vieja y del saco que arrastraba. Tal vez alli transportaba los restos de… en este punto Camila puso frenos a su imaginación y aceleró el paso enjugándose la frente con frenesí.

Al doblar por la perpendicular en dirección a la avenida, los faroles comenzaron a titilar sin control. En la calle ya no había nadie, tan solo algunos perros esqueléticos parados en dos patas hurgando en los fétidos y desbordados basureros.

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De pronto el pánico la tomaba de la cintura sometiéndola como a un trapo sin voluntad.

Como si fuera un roquerío, Camila se quedó impávida viendo como en la esquina una sombra que permanecía erguida delante de una pandereta, se daba vuelta a mirarla. Ni las sirenas que a lo lejos se dejaron sentir intimidaron al innombrable que ya comenzaba a encimarla a paso sostenido.

Al llegar a la siguiente esquina, Camila comenzó a correr con desesperación en dirección a la cancha de tierra. Mientras lo hacía los gemelos de las piernas le ardieron inclementes, tanto como el horror que entonces corría con alas tras ella. En adelante notó de vaga manera el movimiento de sus manos. Desde entonces ya no tornó a tener conciencia de lo que hacía.

Diecisiete Cuando amanecía en Santiago, un fletero experimentado y añoso, a dos manos pescó su carretón lleno de cajas plataneras y las enfiló camino a la feria como lo hacía cada mañana. Eran las seis y cuarto de la mañana y la bruma era espesa y fría. Con su cojera a cuestas el anciano bordeó el río Mapocho. El vaho del cansancio hizo ver su boca (que apenas sobresalía entre una mugrienta bufanda) como una tetera hirviendo. Por lo mismo su pie era vacilante, su cuerpo trémulo y la vista la paseaba huida. Aunque era un desposeído conservaba el aspecto calmo y solemne de los años.

Debo decir que la neblina apenas lo dejaba ver unos metros sin trastabillar. Entre las cajas, los cordeles y el chuico de vino, su perro Callusa se lamía la pata herida en la última reyerta.

36 Mientras el indigente cantaba sus penas camino a la vega de las frutas y las ver-


El efecto ZIPREPOL

duras, lo sorprendió de pronto la jauría de todos los perros que lo flanqueaban, y que estalló en ladridos. En estampida salieron corriendo hasta el borde del río hediondo, bajo el puente de cal y canto. La nube de polvo que se levantó por la estampida fue tremenda. Cuando el anciano estuvo cerca, la silueta hinchada de un perro muerto se dejó sentir y ver como una patada inclemente. Cuando estuvo plantado allí mismo, cayó en la cuenta que en vez de un perro era un ser humano. Más bien dicho una mujer, aunque de chancho tenía mucho también. El bulto frente a sus narices hervía de moscas azules y verdes, tomando la forma de un asqueroso panal, pleno de aceites y viscosas inmundicias sobre su hinchada piel escarlata. Acostumbrado a estos hallazgos en el río, el indigente no tardó mucho tiempo en hacerse de una tabla para mover la podredumbre. Tanta carne carcomida le avivó las arcadas. Del lomo de la occisa estallaron las cucarachas en alocada fuga. Los ojos de la infeliz muerta parecían un par de tiritos de vidrio cubiertos por una mucosa tela blanca, como gasa. En la boca un montón de plumas grises la hicieron ver humillada y entre sus piernas se dejó ver un hilo de sangre coagulada que los perros no tardaron en lamer. Sangre espesa, sangre casi negra como la mermelada de moras, sangre de la miseria sobre su pecho y en los jirones de un calzón sucio tirado a un costado. Más allá distinguió los restos de una húmeda mochila.

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La casa

LA CASA

Uno

Es extraño,

muy extraño. Mi teléfono dejó de sonar, ya no funciona. El camino

desapareció; ahora sólo hay dunas y algunos cerros al fondo, aquellos de allá, ¿vio? Al parecer mi camioneta también se esfumó, bueno para

ser

exactos

habría que decir “la camioneta de la empresa”. Detrás mío está la casa vieja y sin pintar. Tiene un jardín de flores de plástico y una soledad horrenda. Al parecer soy yo su único habitante. Es deplorable ver esos tarros oxidados y añosos que sirven de maceteros; me deprimen. Me deprime el viento que se desata por las tardes.

Hay algo de acá que rescato: tanta soledad me ha hecho bien, se ha llevado la neura que desde hace días venía cargando como una carretilla. El desierto que hay entre Chuquicamata y Tocopilla a lo menos da tiempo para desconectarse de la dura faena en la mina, y de los problemas que da picar el cerro en busca de cobre, que no son pocos, ¡eh! El desierto de Atacama es un manto sinuoso de cartón arrugado y chascón, bello, impune y sin orden, extendido sobre la corteza del mundo, del norte y del sur, como si fuera un mantel de mesa, de tonos ocres y de domingo; una acuarela de tierra y piedras sobre la inmensidad derramada encima de la misma luna. Por las tardes y al alba brilla como un pedernal. Polvo y viento, entrañas de salitre y cobre; sulfuros en la sangre; pukarás que te visten y desvisten. Soy geólogo y me paso la vida buscando la veta. Siempre en el crepúsculo las vicuñas de ojos perla, tan negros como los siglos, bajan de los cerros al lago de sal, ese que descubrí sin querer. Un sol, dos soles, infinitos soles alumbrando su dicha de océano amarillo; rosa de los vientos; desde las cumbres llenas de leche hasta el inquieto mar del puerto de Tocopilla.

Anoche mientras comía mi cocho, se me subió encima el silencio, se instaló la

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La casa

reciedumbre, gritaron su eco los fantasmas. Comienzo a sentirme extraño. Probablemente fue un golpe en la cabeza; seguro que terminé aturdido ¿o habrá sido la insolación? En Calama estuve bebiendo en la shopería, no sé si ayer o antes de ayer.

Dos La casa era celeste, matizada de blancos raídos por el sol y la ventolera. La casa parecía una capilla chilota por su simpleza burda. En su interior la sombra contrastaba con la luminosidad de afuera. Siempre habían velas, siempre. El hedor de la esperma se mezclaba con el intenso olor del petróleo en el piso de tablas. En las noches el viento traía consigo un esponjoso olor a caucho quemado. En los rincones de la casa habían juguetes y fotos oxidadas. Su interior parecía un cofre repleto de tesoros olvidados. Desde todos los lugares de la casa se podía ver el horizonte, no había puerta; en el umbral habían candados rotos como nueces rotas. En su interior un halo de condena danzaba suspendido en el aire; así era todo el tiempo, estuviera o no habitada por alguien. Los tonos eran los mismos que siempre aparecen en los videos de Cronneberg; eran tonos deslavados, tristes, casi siempre amarillos y ocres, ambientes que terminan en gritos de final de pesadilla. Sólo estaba la casa, con sus cruces; el desierto y nada más.

Tres Cuando cierro los ojos veo lo mismo que cuando los tengo abiertos. Vengo intentando no desesperarme con eso, aunque a veces se me hace difícil. Usted entenderá lo que es esto: nadie eligió vivir sólo, menos yo con mis años. Me desconcierta ver el cielo por las tardes con esos colores que no debieran ir allí. No son colores que otros puedan ver, si apenas yo puedo con ellos. Sólo se que en algún momento me perdí de la cuadrilla y anduve dando vueltas entre las dunas por muchos días. No supe más de mis paisanos ni de su destino.

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La casa

Cuando encontré la casa el mundo dejó de moverse, se quedó quieto, casi muerto. No sé ni de los días ni de las horas, no tengo idea qué fue lo que pasó, pero, sin embargo, siento que esta casa es mía y que de acá no me puedo mover. Recuerdo a mis niños y a Lola mi mujer, ¿qué será de ellos?

Cuatro Al año, cuatro camionetas de la empresa las enfilaron camino a Tocopilla. En su interior iban los amigos y la familia, también algunos geólogos que a última hora decidieron sumarse. En caravana subieron la cuesta de Monte Cristo con la solemnidad requerida. Hacía un sol lapidario y un viento tempestuoso que

levantaba

una nube de polvo. Los niños dormitaban medios aturdidos mientras los adultos fijaban su mirada taciturna en los cerros del silencio.

Cuando llegaron al kilómetro 14 de la ruta que une el puerto con Chuquicamata, las camionetas se estacionaron en la berma, justo frente a la animita de colores celestes que emulaba una casa capilla de hierro.

Al caer el sol sobre la pampa la animita se repletó de ofrendas florales, juguetes de los niños, fotos del finado y velas, muchas velas. La viuda lloró delante de todos colgada del umbral de la pequeña casa, su angustia era la de una virgen al pie de la cruz. De la nariz del hijo menor un hilo de moco serpenteó inquieto. En la romería la empresa anunció una pensión vitalicia a un año del volcamiento. Antes de volver con la caravana, la viuda dejó metida adentro una foto de cuando eran novios. El cura se trajo un rosario por la ruta.

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Melina y el sicópata del teléfono

MELINA Y EL SICÓPATA DEL TELÉFONO

Apenas Melina lo vio entrar por la puerta del local, notó que nada bueno se veía venir. En cuanto estuvo adentro, los ojos de aquel sujeto desconocido la recorrieron por completo, de punta a cabo, sin ningún pudor ni disimulo; algo inexplicable, difícil de asimilar, dado que Melina acostumbraba a considerarse a sí misma y de manera casi patológica, la mujer más aburrida y sin gracia del planeta. “Más aburrida que chupar un clavo”, como solía decirle a todos los que osaban acercársele en tono de broma, mofándose de sí misma a modo de mecanismo de auto defensa. A su propio entender la vida hace rato que le parecía un eterno disco rayado. Sin embargo, por alguna extraña razón difícil de descifrar esta vez era distinto, así por lo menos se lo hacía sentir su cuerpo. Atacada por los nervios, Melina parecía como predispuesta a caer en picada sin importar nada. Hacía rato que cosas así no ocurrían en su vida. A esas alturas solo hacía falta que el desconocido que acababa de entrar, volviera a poner por unos segundos sus oscuros ojos en ella, para que sin más trámite el terremoto y sus consecuentes réplicas se desatasen con furia, incluidas gaviotas revoloteando en su vientre. Así de finas andaban las cosas esa mañana para Melina.

Segundos más tarde, instalada en el locutorio del centro de llamados, impávida ante la extraña situación, Melina se sintió intimidada al ver parado frente suyo al tipo aquel como un tonto leso con la mirada clavada en sus labios. Sí, era evidente que él tenía la mirada fija en sus labios —¡qué descaro!—. Repentinamente su corazón comenzó a latir iracundo, como queriendo arrancar de su pecho… ¿Qué es esto?— se preguntó confusa la joven telefonista—.

—¿Señor desea usted realizar alguna llamada?… ¡¡¿Señooor?!!… ¡¡¿Psss señooor, me escucha usted, desea llamar a algún lado?!! —Sí señorita… Eh... ¿qué código se antepone para llamar a su corazón? —replicó el impertinente con un tono estúpido. De verdad el idiota estaba deslumbrado con

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Melina y el sicópata del teléfono

ella, al punto que las palabras se enredaban en su boca, como frutas en una juguera. —Perdón señor, ¿podría repetirme el número?— requirió Melina con tono seco y con voz golpeada, como quién quiere marcar de inmediato los límites. —Es celular, debe anteponer el 09 o el 9 a secas, dependiendo si llama de un celular o un teléfono fijo, luego el número es 0755512, le repito señorita, cero siete cinco, cinco, cinco, uno, dos. —¡Cabina seis, levante cuando suene, gracias por preferirnos! Abatido, casi muerto, el galán de pacotilla debió meter el rabo entre sus piernas antes de ingresar a la cabina número seis, que daba justo al locutorio de Melina. Pese a todo no pudo quitar la vista de sus bellos ojos. El negro de aquellas pupilas era de un dark tipo el cuervo, así de intensos. Metido en el habitáculo esperó y esperó que la campanilla del aparato sonara según lo indicado, pero nada. Aburrido de esperar el sujeto hizo señas a la operadora para que lo asistiera.

Frente a la cabina Melina se percató del llamado del intruso, con todo el tedio del planeta ella salió del locutorio y fue en ayuda del pobre infeliz. Cuando lo tuvo cerca, pudo sentir su aliento. Algo le clavó el espinazo de pies a cabeza, algo parecido a un golpe eléctrico. Su piel se erizó y de inmediato su corazón volvió a latir aceleradamente, parecía un bombo de batucada, algo le quemaba el esternón.

Cuando Melina pudo sentir el resoplido tibio de aquel desconocido en su cara, algo la estremeció. De inmediato reaccionó y raudamente abandonó la estrecha cabina.

Melina no tardaría en encerrarse en el locutorio presa de un profundo estado de alteración; de ahí en más no se movería víctima del estupor. Ella no entendía lo que estaba pasando, no podía ser tanta la extrañeza de aquel acontecimiento. Del locutorio no se movería hasta haber terminado su turno. Llamó profundamente su atención el obsequio que el intruso le dejó cerca del mesón antes de marcharse y

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Melina y el sicópata del teléfono

perderse para siempre entre la multitud que repletaba la calle. Durante todo el resto de la jornada Melina se resistió a ver de que se trataba, seguro eran bombones o esas cosas medias cursis que solían dejarle sus ocasionales admiradores.

Al salir del trabajo, Melina abrió aquel extraño paquete, una masa gelatinosa y sanguinolenta se dejó entrever entre el plástico del receptáculo. El muy descarado le había dejado el mismísimo corazón, metido en una bolsa de plástico.

Despavorida Melina lanzó el asqueroso paquete al piso y desesperadamente huyó del lugar, como siempre ocurría cuando alguien osaba llegar tan cerca. Sin embargo, al alcanzar la esquina de la oscura calle, y tras un desquiciado deambular, miró hacia todos lados para asegurarse bien. Cuando estuvo segura de que nadie la observaba, con furor y algo de culpa llevó a su boca los dedos de su mano y con avidez succionó las manchas de sangre que aun empapaban su fina extremidad.

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Menú de miedo

MENÚ DE MIEDO

Hubiese deseado no estar ahí. La Thelma entró sin saludar a nadie y esa fue la primera señal. Las ollas y el alboroto detrás del mesón disimularon en algo su mal ánimo. Tanta humareda y tanta mezcla de olores me hicieron recordar las películas chinas de plenos años 80. Yo, mientras tanto, comía mi cazuela mirando de soslayo a las personas de la mesa contigua y a la Sole que ordenaba las facturas taciturna y como ida. De sorbete en sorbete me las arreglaba para verle las piernas a las funcionarias municipales que ocupaban la mesa grande del fondo, justo frente a la mesa de los empleados del correo que eran unos cinco más o menos. Había una bien “piernuda” que me gustaba harto. Cuando no le oteaba muslos, hojeaba el diario “La estrella del Loa”.

La Sole era la hermana del medio y la encargada de llevar el orden en la cocinería. Tenía una hija de tres años que todos los días sentaba como adorno al lado de la caja donde las hermanas guardaban el dinero. Era feíta la niña, harto poco agraciada: tenía cara de muñeca de plástico de los años 80, pero sin ojos o con ojos flojos para no caer en excesos. Frente y pómulos prominentes apuntando al centro del rostro que tenía forma de bollo. El mismo pelo desprolijo, la misma cera en las mejillas, caries desparramadas, voz chillona, empeines en la piel como tela estampada en flores de sillón antiguo. Verla caminar entre las sillas del local semejando el paseo de una glamorosa modelo era francamente lamentable.—¡Dinda yo, dinda yo!—balbuceaba coqueta al caminar—. Las hermanas mayores en cambio, celebraban todo lo que la niña hacía. Eran oriundas de Punitaqui, lugar de cerros, parrones y un río de aguas claras. Entre los clientes frecuentes nos las arreglábamos para mentir y asentir de buena gana a todos los selectos calificativos que a la niña le atribuían la Sole y la Carmen y uno que otro que emitía la Thelma.

Yo siempre pedía más ají, pero esa vez no fui culo: el ambiente se cortaba con cuchillo y no quería incomodar. Acababa de terminar mi caldo y ya empezaba a darle el bajo al charquicán cuando la Thelma comenzó a lanzar la loza en el lavaplatos

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Menú de miedo

como queriendo hacer notar su malestar. —¡Ya empezó con sus weás esta weona enferma!— me di cuenta que susurró la Carmen que era la mayor de las tres hermanas y que tejía a crochet en otra mesa oteando de cuando en cuando la pantalla de la televisión que colgaba de la pared. Era mandada a hacer para pararse en la hilacha las veces que la Thelma andaba de mal humor.

—¡Y voh que te metís, conchaetumare!— replicó la otra también con un gesto medido pero enérgico y un odio supino de ojos inyectados en sangre, esforzándose y constriñendo el gesto con afán de no alterar la tranquilidad del resto que a esa hora almorzábamos. Al parecer yo era el único que hasta ese momento se daba cuenta de lo tenso del ambiente; llevaba años dejando mi vale de colación en ese local, así que en algo (si no en mucho) conocía el genio de las hermanitas.

En la calle una nación entera de perros dormía la mona bajo las sombras de los pimientos y cada cierto tiempo los colectiveros se estacionaban para recoger pasajeros en la parada. Adentro la cosa seguía tensa.

Minutos más tarde la Sole no aguantó más el “toreo” de su hermana y se largó a ladrar: —¡¿A ver qué weá te pasa a voh yegua e’ mierda, te levantaste con el culo ajuera acaso?!— lanzó entre bravos y amenazantes gritos.

Otros comensales que también cayeron en cuenta con el entuerto familiar no quisieron quedarse y simplemente se pararon y fueron arrastrando nervios y ansiedad. Arrancaron inclusive los de las primeras mesas, las más lejanas del epicentro.

Así pasaba siempre: bastaba que una de ellas encendiera la mecha para que la pira ardiera majestuosa de insultos y maldiciones por doquier. El colesterol alto las ponía eléctricas, soeces e idiotas como a las perras más chicas de la leva. Así fue siempre según lo que la misma Sole me decía cuando nos poníamos a tomar pis-

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Menú de miedo

colas en la disco Postoina de calle Vargas. La Sole pololeó conmigo antes de terminar casada con el faenero ese que se cree Jean Paul Belmondo, en tiempos en que trabajé de garzón en El Bavaria por acá cerca; de eso hace ya sus buenos años. Cuando joven la Soledad no era tan guatona eso sí; era más bien “guailoncita y harto piernuda”.

Que me queden grande, así me llenan el gusto las mujeres por decirlo de algún modo; y la Sole estaba para echarla a los porotos. A parte era caliente y sabía llevar a los hombres con destreza felina. Ese día el menú del lugar era el siguiente o más o menos este: de entrada, ensalada surtida; de primer plato se podía optar entre cazuela de gallina, porotos y lentejas. Los fondos eran variados: pollo asado o arvejado, lasaña, bistec de hígado salteado, budín de acelga o la especialidad de la casa: picante de cuy. De acompañamiento arroz o tallarines. Finalmente el postre que solía ser una copita pichulera de helado. Yo elegí tallarines, ¡y cómo lo iba a olvidar por Dios! , si cuando vi esos fideos de mierda

retorciéndose

satánicamente

sobre el plato bajo mi

mentón formando esas desquiciadas frases que hasta hoy no puedo olvidar, quise salir corriendo, sin embargo, me fue imposible, simplemente no pude. Fue abrupto: estaba pendiente de las hermanitas y de pronto esto, así sin intervalos. Una fuerza demoniaca me impedía cualquier movimiento. Repito: todo se inició muy intempestivamente. Al principio legué a pensar que se trataba de una fiesta de gusanos blancos moviéndose en un viscoso líquido repugnante, es decir, pensé en un breve delirio atribuible a mis años de consumidor de marihuana; eso hasta que vi formarse prístina y nítida ante mis ojos esa frase de fideos que hasta hoy no olvido:”HOY VERÁS CORRER SANGRE MALDITO INFELIZ , SANGRE A BORBOTNES”. Eso sí ya eran palabras mayores, ¿o no?, y yo que recuerde jamás en mi vida inhalé Neoprén. Miré hacia los todos lados; por mi frente la sudadera era casi incontenible, tanto que parecía una pileta con la llave rodada. Al fondo la imagen de las hermanas y de los demás se me tornó borrosa, difusa, media gaseosa, parecida a un baño turco o sauna. Al principio intenté zafar fijando la mirada en la

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Menú de miedo

manzana verde de dibujada justo en el centro del reloj de la pared. Conté cada segundo como si fuera el pulso irreductible de un ser moribundo que se ahoga para siempre, pero nada. Después pasé a la patente comercial enmarcada en vidrio mosqueado y perfiles de madera barnizada que reflejaba claramente la calle iluminada de sol, pero tampoco. Luego clavé la vista en la enredadera verde de plástico que atravesaba todo el pilar del mesón de la cocina. Partía en un macetero también de plástico, pero de color café y terminaba sobre el marco de la puerta del baño de mujeres. Allí estuve clavado casi unos diez minutos tratando de disolver el conjuro de los tallarines, pero NADA. Al volver la vista al plato la cosa se puso peor aún, ahora la frase era en latín o al menos eso creí: “ABYSSUS ABYSSUM VOCAT IN VOCE” y luego os fideos otra vez tomaron su forma normal, lo que en algo aquietó mi taquicardia pero sólo por un breve instante porque de la nada y cuando creía haber recuperado la cordura, otra vez del fondo del plato emergió otra frasecita para el bronce: “AD ORBIS NON VERITAS”; y luego: ”SERÁS TESTIGO DEL ACTO IGNOMINIOSO QUE SATÁN TE OFRENDA HOY AQUÍ”; y después: “BONUM VINUM LAETIFICAT COR HOMINI” … ¡la conchaetu…!

¡Ay Virgen María! Menos mal que la cosa se me calmó un poco después de beber el vaso de vino que aquella vez incluía el menú, si no me volvía loco. Fue entonces cuando la escena recién se me vino a rearmar. Todo estaba tal cual: la Thelma detrás del mesón refunfuñando mientras lavaba platos; la Carmen con el crochet , la Sole limpiándole los mocos a la criatura. —¡Lele, lele!— rezongaba siempre el bicho y yo con la cara como un Picasso, dándole gracias a Dios por haberme devuelto al mundo.

Como un esperanzado le atribuí la culpa de mi delirio y de la pérdida temporal de la razón de que fui víctima, a las pastillas que para la presión me había recetado el cardiólogo hacía más o menos una semana. Por supuesto que devolví el maldito plato de fideos casi lleno (a los que por salud mental —claro está— no les volví a poner la vista).

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Menú de miedo

Sólo para guardar la compostura e intentar pasar desapercibido pedí mi correspondiente copita de helado, después le pedí a la Sole que me trajera un té de coca. —Tiene cara de perro apestao Usté, oiga—

me dijo media inquieta con su voz

campechana—. ¿No será que comió muy rápido hoy?— Su cara era de evidente preocupación—. Yo para restarle dramatismo a la escena y para evitar caer en mayores explicaciones con relación al incidente acaecido, comenté que eran sólo ideas suyas y que me sentía de maravillas. Le dije que no pasara rabia con su hermana menor.

Aprovechó de preguntarme por mis cosas, mi vida, mi trabajo. Yo le respondí que de lo mejor, de perillas, de luxe, que mejor imposible. Aprovechó de inclinarse maliciosamente para dejar expuestos sus senos y calentarme.

—¿Se sirve mi

rey? — me dijo en tono coqueto—. Yo con cara de agradecido le respondí que no. Intercambió conmigo saludos para mis hermanos, mis padres, los tíos que alguna vez le presenté, luego me dio la espalda y volvió a la cocina llevando consigo los platos que dejé a medio terminar.

Más allá Carmen, que era la más entradita en años, había dejado de hacer sus cosas y ahora dormitaba con un bamboleo de cabeza que hacía salir la saliva de su boca. El péndulo que era su mollera iba de atrás hacia adelante y de izquierda a derecha como mono porfiado. Cuando las moscas se lo permitían, se le escapaban algunos ronquidos huachos.

Más allá aún, vi que la Thelma no dejaba de contar la plata de la caja, llevaba un buen rato haciendo lo mismo. Una y otra vez prestidigitaba con los billetes dejando escapar injurias. Al unísono se afanaba en sacar cuentas con la calculadora. Aún se le notaba molesta, inclusive más que antes.

48 Fue extraño porque sentí un vacío de tiempo entre las puteadas y mi desvarío


Menú de miedo

con la comida. Algo así como un bolsón del olvido. Fue como que el tiempo se detuvo. Por más que traté de recordar los garabatos de fideos en latín, no pude ni un carajo. Hice varios intentos de escribirlos en una servilleta, pero fue inútil. Al final me reí de mí mismo, de lo estúpido que era dar crédito a semejante tontera. Pensé en pedir unos días de vacaciones; quizás todo se debía al estrés laboral que desde hacía unos días venía aquejándome o al azúcar o a la sal o tanto shop, no lo sabía.

Mi efímero sosiego duró poco, eso sí.

No pasó mucho entre el instante en que trajeron mi té de coca y el minuto exacto en que la Thelma rompió de manera definitiva la calma del lugar. Llegué a saltar de la impresión, como si con el último delirio sufrido ese día no hubiese bastado. Su cara estaba roja de ira y una mata de venas henchidas le atravesaba frente y cuello. No le importó que aún quedara gente ni que la niña dormitara como un angelito en los brazos de su madre. Con la mirada turbia se puso a proferir injurias y apocalípticas acusaciones de inmensurable calibre:

—¡Faltan diez lucas y si no aparecen de aquí al cierre de esta weá juro por la virgencita de Andacollo que dejo la cagá y media!— así gritó la bestia ante el asombro de quiénes nos encontrábamos en el local a esa hora.—¿Fuiste voh weona mañosa?— inquirió colérica dirigiendo la mirada a la Sole— ¡te apuesto que voh fuiste! —apuntó con su dedo acusatorio—. Entonces, como sirena de las doce, el llanto de la niña por el miedo se desparramó con sordino escándalo por todo el salón y ya no hubo quién la callara.

Fue horrendo darme cuenta que al desear con todas mis ganas volver a incorporarme para salir de una vez por todas de ese maldito lugar (porque evidentemente ya era mucho), DE NUEVO NO PUDE. Así tal cual: DE NUEVO NO PUDE MOVER UN PUTO PELO. Algo oscuro y siniestro me obligaba a permanecer allí senta-

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do.

Otra vez esa fuerza invisible me mantenía pegado a la silla plástica azul de PEPSI de modo irreductible. Peor aún, la enloquecida Thelma vertió el agua hirviendo de la tetera en la cara de la pobre niña. —¡Cállate conchaetumare, ya deja de llorar cabra culiá, me tenís chata con tu cagá de llanto!— le gritó a la criatura casi transformada en Odín. La niña sonó como animalito, pobrecita. El vapor tardó más de lo normal en difuminarse. Obviamente que, de inmediato, la Sole saltó sobre la agresora de su retoño transformada en una mona desencajada. Hubieran visto la cara de ese pobre ser humano, mezcla de pitbull con rottweiler. Después, más encima, y como de la nada salió a relucir el Tramontina que las hermanas tenían para cortar los churrascos (por su tamaño más que un cuchillo parecía un sable); seguidamente brotó la sangre de la Sole, así nada más, caliente y explosiva como botella de gaseosa que se agita y se abre abruptamente. La imagen de los fideos se me vino otra vez a la mente. Fue un chispazo revelador. Ni los gritos desconsolados de la Carmen ni las rogatorias de los tres pelagatos que aún permanecíamos en la cocinería tiritando como niñitas ni mucho menos los alaridos de la guagua, pudieron evitar las treinta y tantas puñaladas que la Thelma le asestó a su hermana, ahí mismito y delante de todos, mientras hurgaba entre sus sanguinolentos harapos en busca de las diez lucas que jamás aparecieron. Como perro quiltro herido después un atropello atribuible a un camión con rampla, la Sole gimoteó sus últimos estertores en esta infausta vida. Los ojos de su agresora al verla derrumbarse se tornaron como el aceite frío: turbios y grises por unos segundos. Luego se repuso y continuó con su carnicería.

—¡Devuelve la diez lucas maraca reculiá, si no las tiene esta weona con cara de fiambre, entonces voh las tenís!— gritó como un fuelle rezongando amarguras. La Carmen no pudo más del miedo y dando rebotes en las paredes se abrió paso hasta el baño de las mujeres. Allí se encerró hasta que la Thelma derribó la puerta y la mató. —¡Estas sinvergüenzas juran de guata que pueden venir a robarme la plata de mi propio bolsillo; sí, cómo noooo las culiás, las conchaesumare, seguro

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que les voy a regalar mi trabajooo yooo!”— continuó profetando como una impenitente lenguarada dándole golpes a la hoja afilada con su mano inquieta.

Afuera del local la gente se agolpó en masa. Por precaución los carabineros cercaron las dos esquinas, mientras la presión y la expectación aumentaban. Lo que me tocó vivir a mí fue más repugnante aún.

La Thelma me sirvió los porotos hasta colmar el plato y acompañado más encima del brazo de la guagua coronado con cilantro y ají color. Lo trágico fue que el brazo venía con la mano y para peor con la mano rígida y empuñada. En cada extremo sobresalía el hueso blanco como recién clorado. Más encima mi plato chorreaba sangre coagulada, la verdad era una mierda sin precedentes. —¡Come maricón!— me dijo, y a mí no quedó más que acceder a su petitorio. Cuando su desquiciamiento llegó a su máximo nivel, me hundió la cara en el plato. Como una maldición vi que los porotos incluían fideos, así que ya pueden imaginarse la cantidad de frases herejes que me tocó releer, cada vez que me dejó sacar la nariz de plato para respirar.

Allí me tuvo harto rato hasta cuando ya casi no quedaba más que la mano para engullir; todo lo demás ya era puro huesito y algo de venas deshilachadas. Entonces presioné fuerte para aflojar de una vez la rígida empuñadura. Como las patas a una jaiba, uno a uno le fui sacando los dedos.

Detrás del horizonte de mi mesa la risa burlona de la Thelma se dejaba sentir como un tábano. Me recordó a Jack Nicholson en El Resplandor. De seguro terminaría ensartándome el cuchillo, pensaba una y otra vez.

De esta no me salvo: cooperé, cagué, me fui a la cresta, sería todo… no dejaba de repetirme una y otra vez. Fue casi al borde del precipicio cuando al desprender

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Menú de miedo

el último metatarso de la mano, desde la flor de la diminuta palma emergió el billete de diez lucas de la discordia, todo doblado y mucoso.

Fue por ese acontecimiento milagroso que la Thelma me perdonó la vida; de otro modo no me salvo. —¡Te salvaste weón rajudo; te gastai la media suerte!— me dijo con la cara sonriente. —¡Ya ahora te podís ir no más; esta no la contai dos veces hijo de puta!— remató solemne.

...Yo ni corto ni perezoso me demoré medio segundo en salir corriendo de ese lugar endemoniado, no sin antes ver como la mierda y el orín de mis pantalones comenzaban a bajar por mis piernas.

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El escalofrío

EL ESCALOFRÍO

Cuando María enfiló con la vajilla sucia por el pasillo, la angustia se aplomó en su pecho. Llena de nervios apresuró el tranco hasta dar con el interruptor de la luz. Del fondo de la antigua casona las voces de sus familiares se confundieron con los ladridos furibundos del perro. Otra vez el corazón le embestía el esternón mientras los escalofríos le subían por la espalda como culebras zigzagueantes. Por eso siempre que podía se hacía acompañar por su pequeño niño, segura de que él era un ángel capaz de espantar esa presencia maligna que habitaba entre el oscuro pasillo y la cocina; sin embargo, esta vez el bebé dormía. En reiteradas ocasiones, cuando le cambiaba los pañales sobre la cama de la habitación, vio a la sombra atravesar grotescamente el umbral del cuarto desde la puerta hasta la cocina. Muchas veces se sorprendió dando gritos de pavor y miedo, mientras suplicaba la misericordia de Dios y de la Virgen.

Aquella tarde-noche al entrar en la cocina, la joven madre dejó caer con estruendo los platos sobre el receptáculo del lavado; su marido se había negado a acompañarla invocando un estado febril. Con premura encendió una vela flanqueada por la estampa del Sagrado Corazón puesto por ella misma sobre la parte alta del refrigerador como un pequeño altar. Todas las luces estaban encendidas cuando dio inicio al ritual del lavado. Lavalozas, estropajo y el calefont prendido, precedieron al estallido de la llave del agua. Otra vez sus manos tiritando, su vientre convulsionado, su piel erizada. De nuevo la respiración agitada, los ojos vidriosos y el mudo susurro de un rosario lanzado con clemencia.

Como un eterno vacío espacial, de nuevo esa carga pesada llenando el espacio maligno, esa presencia oscura que cada noche le clavaba feroces saetas en la nuca y que insistía en posarse impune tras su curvada espalda, rozándola en forma impúdica y lujuriosa, malditamente lujuriosa. Otra vez el frío repletando la habitación, la piel erecta y el vaho incontenible saliendo de su boca a pequeños estalli-

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El escalofrío

dos, pero en esta ocasión no salió corriendo despavorida. Soltó el plato, luego el estropajo, con sus manos libres se afirmó -pese al miedo- con fuerzas en el borde del lavaplatos, inclinó uno poco su torso hacia delante echando sus caderas hacia atrás y allí entre el terror a la fuerza maligna y esa animalidad sexual salvaje que desde su presencia fantasmal sentía, siguió rezando hasta que olvidando todo amparo divino, pudo gemir de placer gracias a un orgasmo de otro mundo.

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El vengador anónimo

EL VENGADOR ANÓNIMO

Undécimo día...

Las puertas del vagón se abrieron justo frente a sus narices, como un recién parido fue expulsado fuera del metro por la multitud. Era el horario del río tormentoso, el de la tarifa más alta. Como excremento era arrastrado por el torrente humano hasta quedar parado sobre la escalera mecánica que conectaba con la Línea 5...por delante quedaba la segunda mitad del viaje con destino a su hogar. Pese a la inercia de sus movimientos pudo detenerse justo antes de la línea amarilla del andén, aun tenía conciencia que de seguir avanzando terminaría electrocutado sobre los rieles carbonizantes de la línea férrea. Por un instante esta idea le sedujo. Miró sobre sus hombros al cardumen ansioso de llegar pronto a su destino. Mientras Santiago de Chile comenzaba otra jornada, él insistentemente trataba de recordar la víspera pasada. Algo habría ocurrido tras su encuentro con María, pero en su estado difícilmente lograría recordarlo… Nuevamente dentro del vagón del tren que lo llevaría de regreso a casa giró la vista a su alrededor; no entendía cómo a esa hora y pese a su cesantía se sentía bien consigo mismo, quizás el tiempo transcurrido desde su despido y su marginación ya lo había transformado en una bestia. Sin embargo, sus problemas comenzaban cuando pensaba en los otros: en María, en su hermano y en los cientos de palitroques que repletaban el tren urbano y no dejaban de mirarlo con pavor, preocupados de escabullirse los uno de los otros y de llegar pronto a sus trabajos. Lo cierto era que su apariencia a esa hora del día intimidaba provocando en los demás la desconfianza, estaba consciente que su aspecto de salvaje trasnochado y su intenso olor a sobaco le traía sus beneficios: por lo pronto y entre otras muchas cosas disfrutaba asustando a los demás. Todos iban y él venía… por un instante pensó que así sería la cosa hasta el fin de sus días. Entre una estación y la otra frunció el entrecejo; la úlcera que lo afectaba se encargaba de ponerlo de nuevo con los pies en la tierra… Al mirar su humanidad le resultó extraño lo sucio que había quedado."Debió haber sido una caída en medio de la borrachera de la noche anterior", pensó. Sin embargo,

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EL vengador anónimo

no pudo recordar nada, sólo que había estado con María. Aburrido y ansioso de llegar pronto a su destino se abstrajo observando su reflejo en el vidrio de la puerta del vagón… si en alguna época había sido un hombre correcto y responsable, su rostro abatido lo sabía disimular muy bien; tal vez sólo su billetera vacía y los puchos sueltos que colgaban del bolsillo de la camisa se encargaban de recordarle su maldita y miserable condición de cesante. Miró sus manos: estaban magulladas. Sobre las mangas de la camisa las manchas de sangre le preocuparon: en el túnel y en medio del zumbido del convoy y de los rayos de luz, se concentró intentando recordar la víspera: nada ni una sola imagen… la resaca era intensa. Santiago de principios del nuevo siglo no toleraba los matices; el gris era el tono oficial y hacerse el huevón la consigna… percibía la vida tan plana como el sonido del diapasón, sin otro paradigma que las liquidaciones de fin de temporada.

Las puertas del tren volvieron a abrirse frente a sus narices, claro que esta vez anunciando el fin de su larga travesía, la voz fría del conductor anunciaba el término del viaje y conminaba al rebaño a bajar del tren; con pasos cortos logró finalmente alcanzar la salida de la estación. Para los santiaguinos el día comenzaba...para este fantasma terminaba. La calle repleta era el escenario del diario peregrinar a la meca de un sinnúmero de espejismos muy correctamente vestidos. Caminó y caminó hasta llegar a su casa. Frente a la ajada puerta hurgó ansiosamente sus bolsillos en busca del manojo de llaves. Fue en ese mismo instante cuando muy sorprendido pudo percibir en lo más profundo de uno de ellos, la textura latiguda y húmeda de un par de objetos gelatinosos y ovalados que yacían en lo más hondo del pantalón... Raudamente se hizo de ellos y los observó con detención: un par de ojos desgarrados reposaban sobre su mano. Una súbita arcada le contrajo el esternón y le erizó el espinazo. Descontrolado volvió a hacer un esfuerzo por recordar la víspera, sin embargo, fue inútil. Con el transcurrir de los minutos volvió a concentrarse en aquellos horribles ojos que reposaban en la palma de su mano. Exaltado recordó a María, un flashback pasó como rayo de juicio final en su mente: ella pegada a su cuerpo tan hembra, tan esquiva y él diciéndole con su voz entrecortada ¿María, ¿me regalas tus ojos?

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El vengador anónimo

... Entrada la noche y cuando las sombras llenaron todo, reposó su cuerpo entero sobre el camastro de la habitación, un largo suspiro daba cuenta del cansancio de sus demonios, aquellos que hace ya un par de días atrás habían invadido su cuerpo. Sobre el velador unos huevos sanguinolentos daban cuenta de la suerte de María, quien tan hembra y tan esquiva no quiso complacer su pedido.

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Psycho ending history

PSYCHO ENDING HISTORY

Caminó de la casa a la bodega. Unos veinte metros de pura maleza escarchada. Detrás del murallón del predio costero, el mar gritaba a llantos. El día amanecía nublado y brumoso.

El amor que le tenía a Margarita lo había llevado siempre clavado en el pecho y los días así se lo recordaban con voces de megáfono. Hasta allí iban más de dos semanas desde que la descubrió montada como a caballo en la pelvis de un colega de oficina. Las manos del infeliz

agarrándole depredadoras el culo y la cara de

ella, cara de puro gozo, terminaron de colmarle la paciencia. A esto se debía el desorden y las botellas de ron amontonadas alrededor del camastro. Llevaba tres días sin entrar al galpón de la bodega. Antes lo hacía sagradamente todos los días, desde muy temprano y hasta bien entrada la noche, cuando salía exhausto de la antigua bodega de pino oregón.

Logrando despejarse un poco se dirigió de nuevo al lugar. A mitad de camino el hombre notó el hedor a fecas mezclado con el olor de las algas marinas desperdigadas por la playa. Amarrada donde estaba, Margarita defecaba en la misma bodega. Apenas comía y con suerte podía beber agua.

Mientras caminaba por el patio el desdichado sintió mucho miedo de sólo pensar en la posibilidad de la muerte o de la vida sin ella. Sin ella no podría seguir. Tres días habían transcurrido desde que le había puesto término a las torturas contra su mujer. El hedor que envolvía el universo del caserón lo hicieron pensar en lo peor.

Al abrir el pesado portón del almacén un látigo de sol partió en dos la oscuridad de la descuidada bodega. Un montón de pequeños sonidos se esparcieron en el inte-

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Psycho ending history

rior. Desde el de la sacudida de alas de las palomas en el techo, hasta el leve crepitar de los pasos de muchos roedores de ultratumba. De Margarita nada ni siquiera un leve quejido. Medio loco la recordó yendo y viniendo de un lado para otro por la casa, con su sonrisa luminosa y el pelo negro como crin cayéndole hasta la cintura. El eco de su voz también se sintió enérgico en la penumbra de las sombras, pero sólo como un recuerdo perdido.

Cuando la vino a encontrar, el cuerpo inerte de la desdichada ya era un saco pestilente de huesos tapizado de carne hinchada y putrefacta. Entre sus piernas el testimonio de barbarie era evidente. En la parte inferior del pecho las mordidas en la carne parecían coronas. Estupefacto el desgraciado pudo ver a las cucarachas amontonadas sobre las escaras de la espalda de la Margarita muerta. El cuerpo yacía tendido de lado y estaba hinchado y tieso como el de los lobos marinos que de vez en cuando varaban muertos a orillas de la ensenada. Lo peor de todo era su cara. Era la misma que Margarita ponía cada vez que las emprendió a patadas en su contra. Mezcla de pavor y de asombro, pero esta vez sin vida, congelada para siempre en la podredumbre.

Por más que el asesino le habló, por más que sacudió el cuerpo de su mujer, no pudo conseguir nada, sólo la certeza del caos asolando sus días y esa insoportable soledad que se vino a instalar para siempre en el entorno.

Entrado el crepúsculo y cuando ya no quedaban más que los chongos de las velas que mantuvo encendidas mientras la veló entre el hedor, la corrupción del cuerpo y la oscuridad de la nave, se le vio otra vez saliendo del lúgubre galpón. Margarita ya estaba en el cielo. Afuera el viento del mar volvía a golpearle la cara deshecha cuando desde lejos se le sintió llamar a los perros hambrientos por el descuido de los días. Desesperados se vieron los mastines cuando el condenado les permitió a todos la entrada en la bodega. Sin dilaciones el maldito salió corriendo del lugar en busca de un bidón de parafina que guardaba en el garaje de la entrada. El corazón ya le latía a otro ritmo.

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El hobby de la enfermera

EL HOBBY DE LA ENFERMERA

La UCI era la unidad de cuidados intensivos del hospital, lugar donde llegaban los enfermos terminales, aquellos que si por alguna de esas casualidades lograban salir con vida de aquel sitio era debido a un milagro de la Divina Providencia. Era, por llamarla de algún modo, hiperrealista, la antesala de la morgue. Esto explicaba las estampitas religiosas pegadas en las paredes sobre las camas existentes en el pulcro pabellón. Sin embargo, esa mañana en solo dos de ellas se lograba distinguir la presencia de pacientes.

Uno estaba ahí con muerte cerebral tras haber sido arrastrado casi media cuadra por las ruedas de un autobús, mientras que otra cama la ocupaba una muchacha que se encontraba sumida en un profundo estado de coma tras caer con su cabeza sobre el borde de una tina de baño. Ambos se hallaban conectados a sendos respiradores mecánicos y de sus venas colgaban titilantes las agujas de las sondas.

Parada en el umbral del pabellón la enfermera introdujo la mano en uno de los bolsillos de la inmaculada bata que llevaba puesta. De su interior sacó la moneda que segundos más tardes voló por los aires de la antigua nave impulsada por su dedo gordo. Cara significaba el turno de la infortunada de la tina; cruz, el turno del atropellado.

Con casi diez años de antigüedad en la UCI, la enfermera había dado cristiano descanso a unos 40 pacientes. Para ella esto significaba un impulso generoso a la mano de Dios, que permitía el tránsito rápido del pobre paciente al más allá. Ello era sin perjuicio de los pesos que se ganaba por concepto de comisión de los dueños de la funeraria; y del enorme placer sexual que le provocaba sentir el último halo de vida del infortunado de turno. Siempre al verlos morir un tremendo golpe de corriente le erizaba hasta los vellos de la pelvis humedeciendo su ropa interior. Algunas veces y cuando el finado era bien parecido, no dudaba en subirse sobre el

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El hobby de la enfermera

cuerpo inerte para frotar con furia su frondosa humanidad sobre cara y nariz del “ex” paciente, atentísima a cualquier sonido que pudiere provenir de los pasillos del hospital.

En cámara lenta la moneda cayó en la palma de su mano, una sonrisa curvó uno de los extremos de su boca.

Con el pie pisando la manguera del respirador, la enfermera vio cuando la paciente abrió por unos segundos sus ojos despavoridos antes de morir asfixiada y cegada por la intensidad de la luz mientras ella, impertérrita en su uniforme albo, celebraba la vida con una convulsión extática que se asentaba en medio de la abertura de sus piernas.

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Riñón al jerez

RIÑÓN AL JEREZ

Se sintió abatido, una aguda sensación de cansancio llenó cada pedazo de su cuerpo cuando recuperó la conciencia. Apenas podía moverse. Con suerte había logrado abrir levemente los ojos. Sin embargo el resto de su humanidad yacía inmóvil. Encima distinguió la pared húmeda y el cortinaje de baño que le impedía ver más allá del habitáculo de la tina. Recordó la víspera cuando esos sujetos llegaron a su departamento simulando ser mormones predicando la palabra del Altísimo, luego los golpes que le asestaron y nada más. Se hallaba tendido y el agua cubría todo su cuerpo hasta las orejas. No podía dar con las razones que lo habían llevado hasta ahí, por más que intentó con el mayor esfuerzo incorporarse, sus articulaciones no le respondieron. Más aun, una terrible puntada le asoló la parte baja del abdomen como saeta de alacrán. Nada pudo hacer, estaba paralizado. Con todo pudo dirigir la vista desenfocada barbilla abajo. Al otro extremo de la tina la punta de sus pies sobresalían del agua, azules y arrugados. Sobre el líquido de la bañera alcanzó a distinguir los enormes trozos de hielo flotando que inundaban todo el habitáculo, el agua tenía un color sangre intenso. Algo no marchaba bien y así se lo hizo ver el agudo dolor que, conforme volvía a recuperar la conciencia, se hacía cada vez más intenso e insoportable al borde de la cintura.

Más tarde, su rostro se deformó por el pánico cuando el vapor de agua se disolvió y en el techo se alcanzaron a distinguir nítidamente unas tras otras las letras escritas con su sangre ya seca que finalmente lo pusieron al tanto de su desmedrada situación: “Elder, llama al 133, nos hemos llevado tu riñón. Bendiciones del Altísimo”.

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La llorona

LA LLORONA

Uno Esa madrugada la neblina cubría por completo el inhóspito camino que llevaba a la ciudad de Calama distante 300 kilómetros del puerto de Antofagasta, campamento minero emplazado a 2.700 metros de altura sobre el nivel del mar. El veterano chofer tenía pensado demorar a lo menos una hora y media en llegar con su camión a la posada de Baquedano, ello porque la pendiente de la vía y el cargamento de ácido sulfúrico que debía entregar al día siguiente no le permitían llevar el camión a más de 40 kilómetros por hora. Para palear el intenso frío llevaba puesto un pesado poncho de lana de alpaca, guantes y hasta calzoncillos largos. Esa noche iba solo tras el volante sin pioneta ni compañía que lo mantuviese despierto.

Dos Cuando la visibilidad se hizo imposible por la densa camanchaca húmeda que envolvía los cerros de la cordillera de la costa, tuvo que orillar la máquina hacia la berma del camino y fondear el camión con su acoplado a un costado de la carretera cerca de una animita abandonada. No le quedaba otra que esperar pacientemente que las condiciones mejoraran y aprovechar de dormir un rato. Por el tiempo transcurrido presumía encontrarse en las cercanías de Mantos Blancos, una antigua mina de cobre. Sin más se subió a la litera de la cabina y cubrió completamente su cuerpo con una enorme manta chilota.

Tres Repentinamente se despertó al sentir aquel ruido seco proveniente de la parte posterior del vehículo de carga; inexplicablemente el ambiente al interior de la cabina del camión se había cargado de energías negativas, al punto que le resultaba casi imposible mover sus extremidades. Su corazón latía más fuerte de lo acostumbrado. De manera súbita su agitada respiración dio paso a un descontrolado

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La llorona

halo húmedo, ello pese a que la calefacción del vehículo estaba encendida desde su salida de Antofagasta. De pronto oyó con nitidez aquel desgarrador llanto de mujer proveniente de la parte posterior del camión; sus músculos se agarrotaron. Como pudo movió levemente la manta que cubría su rostro y pudo tener visión hacia el exterior del vehículo a través de su imponente parabrisas empañado. A esas alturas el llanto se había convertido en una sinfonía de gritos y gemidos dolorosos que pasaban a instalarse definitivamente fuera del camión. Su vida cambiaría para siempre desde que aquel espectro luminoso se posó frente al camión suspendido en el aire, con la mirada fija en sus ojos, su rostro irradiaba un profundo sentimiento de dolor. Aquello era la imagen espeluznante de una mujer que no dejaba de llorar y de moverse grotescamente alrededor del vehículo de carga.

Cuatro Abrió los ojos, los intensos rayos del sol de la mañana lo hicieron volver abruptamente a la vida; un intenso olor a petróleo flanqueaba todo el lugar. De un salto salió del estrecho espacio donde se ubicaba la diminuta litera y encendió el motor de la máquina. Lentamente mientras se abría paso por la carretera, las imágenes de la madrugada anterior se repitieron en su cabeza turbada, un nudo en la garganta daba cuenta de su estado de profunda exaltación.

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Viaje al límite

VIAJE AL LÍMITE Uno Desde que el “Mauro” comenzó a frecuentar la Quinta Ecuador, un barucho lúgubre ubicado a un costado de la plaza Brasil, en pleno centro de Santiago, sus nervios y estado de ánimo experimentaron un giro de 180 grados. De ahí en adelante comenzó a vestir siempre de negro y a calzar esos bototos a la rodilla, repletos de correas y hebillas plateadas que con mucha fortuna pudo comprar casi nuevos un domingo de feria por Avenida Franklin, paradero 1 de la Gran Avenida. Desde aquel día su afición por la trova cubana quedaría sepultada para siempre y daría paso a una extraña manía por el rock hardcore y de preferencia por el neoyorquino. En su personal stereo era costumbre oír las guitarras que sonaban como helicópteros. Del mismo modo era habitual verlo saltar hasta el frenesí en las tocatas punk rock de domingo por la tarde en la disco Planet cuando, en el escenario del local, las guitarras de Fiscales Adhoc y de los Bebés Paranoicos acrecentaban la sed de vino en caja o la devoción por la cerveza Escudo.

Lentamente la decadencia de los colectivos anarquistas había dado paso al nacimiento de las tribus urbanas en todo Santiago. Los cabros habían desterrado para siempre el hedonismo y paulatinamente en medio del smog se habían transformado al nihilismo crítico y existencialista post dictadura de fines de siglo, cuya principal consigna era el “ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo contrario”. De los pitos y las pepas se había dado un salto brusco a la pasta base o a la cocaína (la caspa de diablo como solían referirse a ella sus compañeros). El asunto era que todos andaban duros como estatuillas de yeso, la mayoría del tiempo como enojados y odiando al mundo. Para quienes los observaban temerosos desde afuera, eso era la famosa angustia, la de los cuerpos colgando por el cuello de una soga. La política era considerada un circo, a lo más un juego de piedras y capuchas cada 11 de septiembre en el Cementerio General y todo aquello del jaguar de Latinoamérica, era pues una burla alquimista y/o un insulto a las neuronas.

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Viaje al límite

Dos Cuando aquella noche Mauricio enfiló por calle Catedral hacia la Quinta Ecuador por el poniente, del fondo de su cartuchera se hizo cuidadosamente del diminuto cartoncito que apenas se alcanzaba a distinguir entre sus dedos, y sin más se lo llevó a la boca para terminar por acomodarlo en el paladar. Era un ácido para darle brillo a la tocata de esa noche, un simpson, como acostumbraban llamarlo los trafica que se lo vendían a doce lucas. Mientras el “Pelao” caminaba rumbo al sucucho, notó una gran cantidad de piños de muchachos que al parecer también caminaban acompasados rumbo a la tocata con las cadenas al cinto, los bototos de cuero, las mechas azules, rojas y verdes paradas a punta de gomina; decenas de punkitos hacían una procesión dark por calle Catedral hacia el poniente.

Sería en esta tocata, hacia donde enfilaba en ese preciso instante, y bajo los efectos del ácido lisérgico, que el “Pelao” Mauro se haría amigo de los góticos, un grupo de hombres y mujeres adictos a la cultura vampirezca y a las maratones de dominó, quienes a la larga serían los que lo harían más tarde renegar de la oscuridad y de todo aquello asociable a ella.

Tres A Mauricio le llamó la atención que cada cierto tiempo y en plena tocata, varios locos disfrazados de sepultureros a lo Bruce Dickinson, ingresaban a uno de los salones laterales del local, lugar donde generalmente se acostumbraba a beber vino o cerveza durante la semana y que siempre ofrecía las garantías suficientes para encender un buen pito verde sin que nadie hinchara las pelotas. Los efectos del ácido lo habían dejado pegado con aquella circunstancia y los delirios exaltaban su curiosidad por saber lo que acontecía en el interior de aquella sala. Sobre todo porque había alcanzado a distinguir a unas cuantas minitas ricas que acababan de ingresar al cuartucho, las mismas que cada cierto tiempo, y mientras duró la tocata de La Mosca Travesti, le habían lanzado un par de miradas incandescentes que lo habían dejado prendido. Por eso fue que no tardó en arrimarse a la puerta de entrada, con un vaso de vino navegado en la mano y un cigarrillo en la jeta. Las

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luces de la parrilla empotrada sobre el escenario y el constante rugir del bombo de la batería, lo hacían perder por momentos el equilibrio tambaleándose una y otra vez. De allí que no le quedara otra alternativa que avanzar por el pasillo arrimando con cuidado su espalda a la pared. Cuatro Mauricio no alcanzó a percatarse cómo y cuando salió de la Quinta, el asunto es que al despertarse se vio sentado en el interior de un enorme vehículo, abrazado por dos de las minitas de la tocata. El destello de las luces de la avenida eran verdaderos haces aculebrados que se movían grotescamente sobre el parabrisas. Una de ellas llevaba tomada su masculinidad, por encima de los jeans, mientras la otra no dejaba de lamer su cuello.

Cinco A Mauricio le llamó profundamente la atención el juego propuesto por ellas. Tendido de espaldas sobre la cama de dos plazas y amarrado de sus cuatros extremidades, las vio lascivas rondando su cuerpo a ritmo de blues, vestidas de tal manera que los finos encajes hacían engalanar la escena lésbica que se abría delante de sus ojos, cerca de los pies de la cama. Ya un poco más repuesta su alucinada conciencia, Mauro pudo ver el sinnúmero de hematomas que le llenaban el pecho y el vientre; y también los arañazos que rodeaban sus tetillas.

Cuando giró el cuello hacia la luz de la lámpara en el velador alcanzó a distinguir nítidamente el brillo de la afilada hoja, flanqueado por aquel libro negro en cuya tapa se alcanzaba a distinguir en letras plateadas su nombre, el Necronomicón. Aterrado Mauricio trató de zafarse de las amarras, sin embargo, no pudo. Seguidamente una de ellas comenzó a succionar extasiada su humanidad, situación que le permitió relajar en algo el miedo de aquel instante. De cuando en cuando, una de las chicas llevaba hacia su boca el cuello de la botella y vaciaba en su garganta sendos chorros de vodka puro

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Seis Cuando Mauricio vio entrar al sujeto a la habitación su cuerpo experimentó una sensación tremenda de escalofríos. La desesperación lo hizo su presa cuando pudo verle esos dientes de oro que repletaban su boca. A esas alturas de rito, las minas ya habían defecado sobre su abdomen y su cara ya había sido embetunada con la sangre del gato que degollaron delante suyo. Antes de caer inconsciente por el dolor y tras ser penetrado y golpeado insistentemente por el demonio, Mauricio resignado encomendó su alma.

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Ricardo Esteban Carvajal

ACERCA DEL AUTOR

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Ricardo Esteban Carvajal

Ricardo Esteban Carvajal,

escritor y poeta chileno, nacido en la ciudad de Co-

piapó en el año 1972. Estudió Bachiller en Ciencias Sociales y Derecho en la ciudad de Santiago. Se inició en las letras en el taller del poeta chileno Antonio Avaria. Entre sus publicaciones destacan su opera prima VIEWMASTER, cuentos y microcuentos, de Ed. Magoeditores (2004), cuyo lanzamiento se realizó en el marco de la Feria Internacional del Libro de Santiago; asimismo destaca el libro MANO A MANO, cuentos, de Ed. LetrasKiltras, obra premiada con el Primer Lugar del Concurso de Blogs de Artistas Emergentes de LetrasKiltras 2010.

La obra de Carvajal también figura impresa en variadas antologías iberoamericanas, entre las cuales destacan: SIN TINTA NI PAPEL, cuento y poesía, Ed. Magoeditores (2003); LA LIGA, poesía, Ed. Visceralia (2005), OBSERVADORES, cuento, Ed. Backdoor (2007); CALEIDOSCOPIOS NÓMADAS, cuento y poesía, Ed. Letras Kiltras (2010); EL CUERPO REMENDADO, cuento, Ed. mexicana Disculpe las Molestias (2011).

La obra de este joven escritor ha sido premiada en concursos tales como: “Pepe fuera de borda” (2006), Buenos Aires, Argentina; Primer Lugar Concurso de Blogs de LetrasKiltras (2010); Primer Lugar Selección de Cuentos del sitio de internet los cuentos.net, en cuenteros.org. Además su obra ha sido premiada y destacada en el sitio chileno de internet denominado escritores.cl, dirigido por el escritor Ernesto Langer. Asimismo ha sido galardonado por la Corporación de Cultura y Turismo de la ciudad de Calama, Chile, lugar donde actualmente reside y trabaja. Algunas de sus creaciones han sido traducidas al francés y llevadas al teatro en Cuba, México y Venezuela.

Sobre su obra, la destacada escritora puertorriqueña Yolanda Arroyo ha sostenido:“No exagero si digo que Carvajal se va convirtiendo poco a poco en todo un monstruo de talento, sus letras brillan cada vez con más fulgor. No exagero si digo que ya anda por esos lugares de prominencia literaria”. A su vez, el destacado es-

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Ricardo Esteban Carvajal

critor español Juan Serrano ha dicho: “Destaca en Carvajal esa peculiar manera de meterse al lector en el bolsillo con ese viraje de vueltas que, aún pareciendo atiborradas de instantáneas inconexas y extravagantes, presentan todo un mensaje hilvanado y monocorde sobre la ansiedad vital e insatisfecha del que busca sin saber qué y sin encontrar por supuesto”.

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Índice

ÍNDICE

PRÓLOGO_____________________________________________5 EL EFECTO ZIPREPOL___________________________________9 LA CASA_____________________________________________38 MELINA Y EL SICÓPATA DEL TELÉFONO_____________________41 MENÚ DE MIEDO______________________________________ 44 EL ESCALOFRÍO_______________________________________53 EL VENGADOR ANÓNIMO________________________________55 PSYCHO ENDING HISTORY_______________________________58 EL HOBBY DE LA ENFERMERA_____________________________60 LA LLORONA__________________________________________63 VIAJE AL LÍMITE______________________________________ 65 ACERCA DEL AUTOR____________________________________69 ÍNDICE______________________________________________73

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EL ESCALOFRÍO—RICARDO ESTEBAN CARVAJAL

EL EFECTO ZIPREPOL-LA CASA-MELINA Y EL SICÓPATA DEL TELÉFONO-MENÚ DE MIEDO-EL ESCALOFRÍO-EL VENGADOR ANÓNIMO– PSYCHO ENDING HISTORYEL HOBBY DE LA ENFERMERA–LA LLORONA-VIAJE AL LÍMITE--EL EFECTO ZIPREPOL-LA CASA-MELINA Y EL SICÓPATA DEL TELÉFONO-MENÚ DE MIEDO-EL ESCALOFRÍO-ELVENGADOR ANÓNIMO– PSYCHO ENDING HISTORY-EL HOBBY DE LA ENFERMERA– LA LLORONA-VIAJE AL LÍMITE-EL EFECTO ZIPREPOL-LA CASAMELINA Y EL SICÓPATA DEL TELÉFONOMENÚ DE MIEDO-EL ESCALOFRÍO-EL VENGADOR ANÓNIMO– PSYCHO ENDING HISTORY-EL HOBBY DE LA ENFERMERA– LA LLORONA-VIAJE AL LÍMITE--EL EFECTO ZIPREPOL-LA CASA-MELINA Y EL SICÓPATA DEL TELÉFONO-MENÚ DE MIEDO-EL ESCALOFRÍO-EL VENGADOR ANÓNIMO– PSYCHO ENDING HISTORY-EL HOBBY DE LA ENFERMERA– LA LLORONA -VIAJE AL LÍMITE-EL EFECTO ZIPREPOL -

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El escalofrĂ­o Ricardo Esteban Carvajal 2011



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