TODO CAE EN SILENCIO
A mi hermano Alberto, Grandeza y ausencia
TODO CAE EN EL SILENCIO
I Todo cae en el silencio de la tierra: las aguas tormentosas de las nubes y el cristal del arroyo o de la acequia. Todo llega a la sombra de magma y piedra, y allĂ queda.
Resplandeciente en el fuego de la noche, la tierra ilumina en fragor de voces roncas. Guardan las claras ciudades la mĂşsica de enseres perdidos, y en el sopor de las tardes circulan las golondrinas en ascenso de viento, a otros parajes.
II Eran sagradas las ramas del bosque, sagrado el aire matinal y el rojo manto del atardecer. En el piĂŠlago verdoso los bajeles llevaban mercancĂas, llevaban a los hombres: una misma ola por el mundo, la espuma igual que las galaxias. Y quedaban en la tierra los adioses, los paĂąuelos y las sirenas de las naves, amor y mar en el mismo lecho. En la profunda tierra estaba la luz del rescoldo, renuente a entregarse a la noche para renacer de nuevo. VolcĂĄn de cortezas incendiadas por el perfume de las grutas y las piedras.
III Dormías bajo la llovizna, sobre el mármol de la luna. La sombra venía a la sombra en las riberas del cauce.
Era tu cuerpo de carne regia, bronce de vino y de rosa, esmaltado con el oro del mundo en la breve hora de la tarde. Adánico, levantado en columnas florentinas, en una mano la honda de lucha, en la otra la espada benigna.
Se te hizo montaña el tiempo, un coral de horizontes se alumbró con la pura voz del alba, y creció en cascada el tambor de la victoria, y fue canción de fantasía
que trazaba geometrías en el aire con el verbo inasible del poema o el exacto compás sobre las plazas.
IV Una vez era el rocío, como el sueño; otra vez limpio torrente, cabalgata del esfuerzo. Pero en la extensa jornada, fueses piedra o fueses viento, en el puño la gloriosa bandera del triunfo compasivo por el dolor de la espera.
Ibas tras la rubia carrera de las nubes, canto rodado en los arroyos del cielo, el otro cielo de burbujas que bullen al sonar de las campanas desde lejanos y fríos templos.
V Ahora te guarda el silencio, todo cae en el silencio de la tierra, y no hay luz ni movimiento ni rumor ni llanto. La hora suspendió la arena de su reloj de tiempo, la llama coloreó la estancia del misterio. Ahora estás en otro cielo sin ángeles ni trompetas, y el único adorno en tus manos es la lumbre inacabable, la brillante antorcha de tu alma que enciende la noche.
Alejo Urdaneta 19 de febrero 2009
Alejo Urdaneta 2009