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El poder de la palabra
“Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”. Alejandra Pizarnik
I
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No elegimos nacer, tampoco el tiempo ni el lugar en el que nacemos. Llegamos a la vida con una carga genética que determinará un cuerpo, que podremos cuidar y mejorar, pero que también nos confrontará con algunas imposibilidades: su inevitable decadencia y la muerte. Y nos toca una familia, con una historia, posiblemente una religión, una ideología política y otras banderas. Y nos cuidarán o no. Iremos creciendo en un contexto favorable o en un medio que ponga obstáculos a nuestro desarrollo. “Si hubiera podido prever tus sufrimientos interiores, no te habría traído al mundo” 1 , cuenta Cioran que le dijo su madre al verlo tan perturbado. Para reflexionar luego que somos efecto del azar, del deseo y de la voluntad de los otros. El resto depende de nosotros.
El primer eslabón de nuestra personalidad es la combinación entre los factores hereditarios y el contexto socio familiar en el que nacemos.
Lo más sustancial sucede al principio, y no participamos voluntariamente. No elegimos, nos eligen. El sujeto, dice Jacques Lacan, se constituye en el campo del Otro. Lo que vamos siendo acontece en un terreno que no nos pertenece, pero del que tendremos que apro
1. Cioran, E.M., Conversaciones, Barcelona, Tusquets, 1997, p. 141.
piarnos y sacar provecho para poder pertenecer. En general, antes de ser concebidos, nos nombran, nos imaginan. Los padres proyectan sus deseos, también sus frustraciones, lo que ellos quieren, quisieron y no pudieron, o no se animaron. Y en ese campo, en el que ingresamos al nacer, están las palabras. Palabras que debemos aprender para ser admitidos en la comarca de los humanos. Repetir palabras, y gestos, es el inicio, génesis del humano ser. La cultura es reproducir lo instituido. La socialización es aprender y compartir códigos, como los códigos de barra, para ser reconocidos, para ser uno más entre los otros y no quedar por fuera. La similitud –signo social de la normalidad– es la marca que indica que la cultura nos atravesó.
La vida siempre es una opción. No elegimos nacer, pero sí podemos elegir vivir, sostener la vida que un día nos dieron. Tampoco elegimos el cuerpo que nos tocó, pero sí podemos elegir cómo llevarlo, si cuidarlo o no. Al nacer, y en los primeros años, dependemos de un otro para poder sobrevivir. Mientras va sucediendo este nacer y crecer, estamos inmersos en un mundo de palabras.
II
Al nacer nos arrojan al río de las palabras. Tenemos que aprender a nadar con la corriente, entre los prójimos. Nadar a contracorriente es que nadie nos entienda. Es el Joyce de Finnegans Wake, situación límite, donde el lenguaje queda literalmente destrozado, llevado al punto de lo inentendible, donde el lector es desalojado, y por lo tanto ya no es un semejante. Si Joyce estaba loco o no, es uno de los grandes enigmas del psicoanálisis. Leyéndolo, creo que podemos decir que se salvó, en y a partir de la escritura. Se salvó Joyce donde su hija Lucía se hundió, y así lo entendió Jung también. Hay sujetos que ingresan en el arte y en ese hacer se sujetan al mundo; otros, sólo exhiben, en el arte como en la vida, su locura. Ciertas locuras tienen ese resultado, el sujeto queda por fuera del lenguaje, del discurso social, haga lo que haga. Tal vez el arte los aquiete, calme ansiedades, silencie voces, estructure delirios. Pero aún así, en ciertos casos graves, ni
las manifestaciones artísticas alcanzan para que el sujeto logre hacer lazo con los otros.
Cuando al loco se le sale la cadena y entonces las palabras ya no tienen esa coherencia, necesaria y pretendida, para ser parte del colectivo social, es literalmente desalojado. El que no sabe o no puede comunicarse, queda por fuera. Suele decirse que es “un diálogo entre locos” cuando no se produce como resultado una comunicación, que no es lo mismo que la comunicación fallida propia de la neurosis, de la “normalidad” cotidiana. Comunicarnos es ir por el mismo río, aunque nademos con estilos diferentes. Si bien las palabras nos preceden, son herencia también, el uso que les demos hará la diferencia. Hay palabras dichas y silenciadas. Hay palabras bienintencionadas, que alojan y que acarician. Y hay palabras que dañan, que destrozan, que denigran.
En mi novela Las voces de abajo, el personaje central, Chiche, siente que es discapacitado, y que su discapacidad se va incrementando, como consecuencia de la percepción de ciertos bichos que siente dentro de su cabeza y que se alimentan de sus ideas, que le comen los pensamientos. Lo que el personaje no sabe, al menos en un principio, es que esos bichos no son reales, o en todo caso son reales para él porque esa es su realidad psíquica. Son bichos que primero fueron simbólicos, efecto de la palabra del padre, de la significación paterna, que luego se hicieron reales para Chiche. Lo enunciado suele tener esos efectos. Creer es crear, y más para un niño, ya que las palabras de los padres son constituyentes de esa personalidad que empieza a estructurarse. Palabras que, dichas por ese Otro significativo, van cobrando una dimensión determinante. Ese es el poder de las palabras. Lacan, en el Seminario 23, El sinthome, dice: “Se trata más bien de saber por qué un hombre normal, llamado normal, no percibe que la palabra es un parásito, que la palabra es un revestimiento, que la palabra es la forma de cáncer que aqueja al ser humano” 2 . La palabra es un parásito, y eso es lo que experimentará Chiche durante la novela. Pero Chiche no es más que una metáfora de otros, seres reales que, por efecto de las palabras, son como personajes de ficción represen
2. Lacan, Jacques, El seminario: Libro 23: El sinthome, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 93.
tando lo que hicieron de ellos y no lo que desearon ser. Mujeres y hombres que no eligieron, que quedaron tomados por lo que los Otros (padres, maestros, sociedad) hicieron de ellos y que sintieron eso como un destino inevitable. Sujetos moldeados que viven sin saber que son actores de reparto. El sistema crea así sujetos sujetados, seres que andan por la vida como autómatas, con mapas ajenos por tierras que nunca serán propias.
Las palabras nos constituyen. “Creemos que decimos lo que queremos, pero es lo que han querido los otros, más específicamente nuestra familia, que nos habla. Este nos debe entenderse como un complemento directo. Somos hablados y, debido a esto, hacemos de las casualidades que nos empujan algo tramado” 3 , dice Lacan. Entonces, mucho de lo que decimos y hacemos no es más que la reproducción, por copia, por imitación, de lo que nos han impuesto. Ese es el poder de la palabra que, con o sin intención, dirigida por los otros, puede causar estragos en cada sujeto. Porque no hay mayor ruina que ser lo que los otros han querido de nosotros, que es lo mismo que no ser.
La palabra es una corteza, es lo que está en la superficie del ser, es la presentación, es lo que define que seamos animales humanos, animales pensantes inmersos en la cultura. Pensamos en palabras y en palabras decimos lo que pensamos. La palabra es cuerpo propio y, a la vez, es lo ajeno. Las palabras dichas, o calladas, tienen efecto en los otros y en uno mismo. Pienso-Existo. Y ese pensar, ese uso de las palabras, genera efectos.
Disponemos de millones de palabras. La cuestión es el uso que les demos a las mismas, el modo de decir. Cómo administraremos esa herencia simbólica. Hay palabras que pueden sanar, o al menos generar cierto alivio. Pero también están las palabras que dañan. Pensamos con palabras y nos manifestamos a través de ellas. Somos sujetos en y de la palabra. Esclavos de lo que decimos y dueños de lo que callamos, sentencia el saber popular. Aunque esa frase es discutible, tiene cierta razón de ser ya que lo dicho, dicho está, no tiene retorno al silencio. Pero discutible, porque lo bien dicho no esclaviza sino que libera. Y aquello que no se dice (con palabras), aconseja una máxima psicoa
3. Ibíd., p. 160.
nalítica, se actúa. Y entonces no somos dueños de ese silencio sino que ese no decir nos puede esclavizar también.
El uso de las palabras abre caminos o los cierra. Debemos practicar el arte del bien decir, y del bien callar. Cuándo y cómo hablar. Cuándo y por qué callar.