PERSONAJES DOMINICANOS
Archivo General de la Nación Volumen CCVIII Comisión Permanente de Efemérides Patrias
ROBERTO CASSÁ
PERSONAJES DOMINICANOS Tomo I
Santo Domingo 2014
Cuidado de la edición: Archivo General de la Nación y Comisión Permanente de Efemérides Patrias Diagramación: Eric Simó Diseño de portada: Esteban Rimoli Ilustración de portada: Composición que muestra, en el plano central, a Juan Pablo Duarte; a su derecha, a Ulises Francisco Espaillat, y a su izquierda, a María Trinidad Sánchez.
Primera edición, mayo de 2013 Segunda edición, enero de 2014
De esta edición © Archivo General de la Nación (vol. CCVIII) Departamento de Investigación y Divulgación Área de Publicaciones Calle Modesto Díaz, No. 2, Zona Universitaria, Santo Domingo, República Dominicana Tel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110 www.agn.gov.do
© Comisión Permanente de Efemérides Patrias Calle Arístides Fiallo Cabral, No. 4, Gascue, Santo Domingo, República Dominicana Tel. 809-535-7285 efemeridespatrias@efemerides.gov.do
ISBN: 978-9945-586-03-9 Impresión: Editora Alfa y Omega
Impreso en la República Dominicana • Printed in the Dominican Republic
A la memoria de Miguel Cocco, mentor de estas biografĂas.
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ADVERTENCIA Todos los textos de este libro fueron escritos para la Colección Biografías Dominicanas de la revista Tobogán. Los solicitó mi finado amigo Miguel Cocco, en algunos casos con un interés especial suyo. Estas biografías se concibieron para un lector joven, con el propósito de contribuir a motivar el interés por el conocimiento y la valoración de las acciones de figuras sobresalientes dominicanas. Traté de que fueran comprensibles para cualquier persona; sin perder de vista el objetivo de retomar diversos momentos del pasado nacional, como parte de la interpretación acerca de determinantes, móviles y consecuencias de las acciones de los personajes. Para ello, he procurado recuperar los contextos en los cuales se insertaron los biografiados a fin de dar cuenta de su incidencia en el decurso de los procesos históricos. Cada biografía debe leerse como unidad separada de las restantes. La obra no consta, por tanto, de una sucesión continua de capítulos, sino de una discreta, cada una con peculiaridades. Esto hace inevitable las repeticiones, y aunque se han eliminado párrafos innecesarios en esta recopilación, en lo fundamental los textos quedaron como fueron originalmente escritos. El orden en que están presentados responde a una cronología aproximativa. Todos los personajes pueden ser catalogados como dominicanos, incluyendo aquellos que nunca creyeron en la autonomía nacional, como Pedro Santana, y quienes no nacieron en esta tierra, como el puertorriqueño Eugenio María de Hostos. Cierto hilo conductor explica que no se escogieran figuras del período colonial, entre las cuales no hubo atisbos de la intelección de conciencia nacional. Además, salvo excepciones, la vida de los actores de la colonia no reviste el interés actual de los republicanos. Por otra parte, de los incluidos, Antonio 9
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Sánchez Valverde es el único cuya existencia estuvo ajena a los debates acerca de la nación, pero fue el primero que plasmó en un tratado historiográfico una noción acerca del conglomerado dominicano. Se ha procurado, además, incorporar a sujetos “anónimos” desde el ángulo de la narrativa tradicional, pertenecientes a sectores subalternos, como Olivorio Mateo. De todas maneras, el énfasis de la síntesis aquí practicada ha propendido a relevar las concepciones de los protagonistas, aun de aquellos que no tenían dominio sobre el lenguaje escrito. Se desprende que el modelo de prócer expuesto es el del patriota que plasma un ideario a partir de una cavilación acerca de los problemas de su época. Está sobreentendido que esas reflexiones contienen múltiples significaciones de persistente vigencia. Todavía quedan numerosas figuras por proyectar para una panorámica adecuada de individuos en los terrenos de la acción patriótica y revolucionaria, la política, los movimientos sociales, las ideas, la literatura y el arte. La continuación de esta tarea puede resultar interminable, por lo que corresponde reemprenderla, con síntesis renovadas, a colegas jóvenes. Agradezco a Juan Daniel Balcácer y demás integrantes de la Comisión Permanente de Efemérides Patrias el interés de reunir estas contribuciones de la Colección de Biografías Dominicanas de Tobogán.
ROBERTO CASSÁ Marzo de 2012
CONTENIDO ADVERTENCIA ......................................................................... 9 PRESENTACIÓN Alejandro Paulino ....................................................................... 19 LOS PERSONAJES DOMINICANOS DE ROBERTO CASSÁ Juan Daniel Balcácer ................................................................... 27 ANTONIO SÁNCHEZ VALVERDE INTELECTUAL DEL CRIOLLISMO La recuperación del siglo XVIII ............................................... 35 Entorno personal y social ......................................................... 38 Carrera sacerdotal accidentada .................................................. 40 El historiador .......................................................................... 44 El proyecto de revolución esclavista .......................................... 49 Bibliografía ............................................................................. 55 JUAN SÁNCHEZ RAMÍREZ CAUDILLO DE LA RECONQUISTA El inicio de la política nacional ................................................ 59 Orígenes hateros en Cotuí ....................................................... 62 Resistencia a los franceses ........................................................ 64 Gestiones conspirativas e inicios de la guerra ............................ 65 Palo Hincado .......................................................................... 69 Junta de Bondillo ................................................................... 70 Reorganización de la colonia .................................................... 74 Bibliografía ............................................................................. 78
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JOSÉ NÚÑEZ DE CÁCERES PRECURSOR DE LA INDEPENDENCIA Espíritu moderno ................................................................... 81 La vocación por las letras ......................................................... 82 Retorno a la patria .................................................................. 84 El espíritu nacional en las fábulas y poesías ............................... 87 Preparación de la independencia .............................................. 90 El Estado Independiente de Haití Español ............................... 94 Salida sin retorno .................................................................. 100 Bibliografía ........................................................................... 102 ANDRÉS LÓPEZ DE MEDRANO PRECURSOR DE LA DEMOCRACIA Contexto histórico trastornado ............................................... 105 La formación del pensador ..................................................... 108 La Lógica .............................................................................. 110 Apologista de la democracia .................................................. 114 El independentista ................................................................ 120 Esperanzas en Haití y rápido desencanto ................................ 122 Media vida en Puerto Rico .................................................... 125 Bibliografía ........................................................................... 127 JUAN PABLO DUARTE EL PADRE DE LA PATRIA La grandeza de Duarte .......................................................... 133 Los años formativos ............................................................... 134 Fundación de La Trinitaria .................................................... 136 Las enseñanzas de Duarte ...................................................... 139 La Reforma ........................................................................... 143 Lucha contra los afrancesados ................................................. 146 Bibliografía ........................................................................... 157 TOMAS BOBADILLA EL HOMBRE DE ESTADO El saber del poder ................................................................. 161 La carrera del burócrata criollo ............................................... 164
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Jefe conservador .................................................................... 168 Carrera azarosa ...................................................................... 172 De anexionista a nacionalista ................................................. 177 Bibliografía ........................................................................... 183 PEDRO SANTANA AUTÓCRATA Y ANEXIONISTA Autócrata y anexionista ......................................................... 187 Inicios .................................................................................. 188 Preparación de la Independencia ............................................ 190 Jefe del Frente Sur ................................................................. 191 Conato de guerra civil con los trinitarios ................................ 193 Primera presidencia ............................................................... 194 Ruptura con Báez ................................................................. 196 Tercera Administración ......................................................... 198 Preparativos de la Anexión a España ...................................... 199 Capitán general ..................................................................... 201 La última batalla ................................................................... 202 Bibliografía ........................................................................... 205 FRANCISCO DEL ROSARIO SÁNCHEZ FUNDADOR DE LA REPÚBLICA Su dimensión en la historia dominicana .................................. 209 Orígenes familiares ................................................................ 210 Infancia y juventud ............................................................... 211 Preparación de la Independencia ............................................ 212 El manifiesto del 16 de Enero ................................................ 214 El 27 de febrero .................................................................... 219 Los primeros meses de la República ....................................... 220 Exilio y retorno ..................................................................... 223 Con Báez .............................................................................. 225 Contra la Anexión ................................................................. 228 Expedición e inmolación ....................................................... 231 Bibliografía ........................................................................... 234
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MATÍAS RAMÓN MELLA EL PATRIOTISMO HECHO ACCIÓN Su dimensión ........................................................................ 237 Iniciación revolucionaria ........................................................ 238 Hacia el 27 de febrero ........................................................... 239 De vuelta al Cibao ................................................................ 242 Con Santana ......................................................................... 246 Misión en España .................................................................. 247 En la Revolución de 1857 ..................................................... 248 Ruptura con Santana ............................................................. 249 Vicepresidente restaurador ..................................................... 250 Bibliografía ........................................................................... 252 MARÍA TRINIDAD SÁNCHEZ LA HEROÍNA DE FEBRERO Las persistentes facetas sociales de la colonia ............................ 257 La mujer en la historia ........................................................... 259 La mujer dominicana ............................................................. 261 La familia Sánchez ................................................................. 264 La larga vida de la heroína ..................................................... 268 Febrerista .............................................................................. 270 Conspiración contra el ministerio ........................................... 272 Camino al patíbulo ............................................................... 275 Bibliografía ........................................................................... 277 JOSÉ JOAQUÍN PUELLO TRIBUNO DEL PUEBLO Formación de un liderazgo .................................................... 281 Ascenso en el ejército ............................................................ 283 Jefe militar del 27 de febrero ................................................. 284 Jefe de la guarnición .............................................................. 287 Estrelleta .............................................................................. 292 Caída en desgracia y fusilamiento ........................................... 295 Bibliografía ........................................................................... 297
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ANTONIO DUVERGÉ PRIMER GUERRERO DE LA INDEPENDENCIA El jefe militar ........................................................................ 301 Orígenes y años formativos .................................................... 303 Ingreso a la tropa .................................................................. 305 Hacia la frontera .................................................................... 308 Derrotas sucesivas y El Número ............................................. 311 Persecución y juicio ............................................................... 315 Confinamiento y ejecución .................................................... 318 Bibliografía ........................................................................... 320 BUENAVENTURA BÁEZ CINCO VECES PRESIDENTE Cinco veces presidente ........................................................... 323 Antecedentes familiares ......................................................... 324 Los primeros pasos ................................................................ 324 En la constituyente haitiana de 1843 ..................................... 325 El Plan Levasseur .................................................................. 325 Bajo la sombra de Santana ..................................................... 326 Redactor de la Constitución de 1844 ..................................... 327 Primera presidencia ............................................................... 329 Nacimiento del baecismo ....................................................... 330 Devaluación monetaria y guerra civil ..................................... 331 Mariscal de Campo ................................................................ 333 Retorno a la presidencia ........................................................ 334 Guerra con los azules ............................................................. 336 Los Seis Años ........................................................................ 337 El declive .............................................................................. 340 Bibliografía ........................................................................... 342 GASPAR POLANCO PRIMER JEFE DE LA RESTAURACIÓN El final de la República ......................................................... 347 Contradicciones del orden anexionista .................................... 349 La formación del adalid nacional ............................................ 351
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Incorporación a la rebelión ..................................................... 354 Primer jefe de la Restauración ................................................ 355 La batalla de Santiago ............................................................ 358 Frente a Puerto Plata ............................................................. 361 Derrocamiento y muerte de Pepillo Salcedo ............................ 363 Cenit de la gesta nacional ...................................................... 366 Caída de la dictadura revolucionaria ....................................... 370 El prócer satanizado .............................................................. 373 Bibliografía ........................................................................... 375 JOSÉ MARÍA CABRAL GENERAL DE TRES GUERRAS PATRIAS El prócer ............................................................................... 381 La formación del guerrero ...................................................... 382 El héroe de Santomé .............................................................. 384 Con Báez .............................................................................. 385 Junto a Sánchez contra la Anexión ......................................... 386 Héroe de La Canela ............................................................... 387 El protector .......................................................................... 389 Segunda vez presidente ......................................................... 391 Jefe de la tercera guerra nacional ............................................ 394 Entrega de Salnave ................................................................ 398 Caída de la tiranía baecista ..................................................... 400 Los años finales ..................................................................... 402 Bibliografía ........................................................................... 404 MANUEL RODRÍGUEZ OBJÍO Su relieve .............................................................................. 409 Precocidad ............................................................................ 410 Paladín de la Restauración ..................................................... 414 Precursor del radicalismo democrático .................................... 418 Exiliado en Haití ................................................................... 424 El martirio ............................................................................ 427 Bibliografía ........................................................................... 430
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PEDRO ALEJANDRINO PINA EL PATRIOTA INCANSABLE El patriota incansable ............................................................ 433 Entorno familiar .................................................................... 433 El benjamín .......................................................................... 435 En el ojo del torbellino .......................................................... 437 Contra la dominación española .............................................. 440 Al servicio de los azules ......................................................... 442 Constitucionalista ................................................................. 443 Contra la anexión a Estados Unidos ....................................... 449 Bibliografía ........................................................................... 452 ULISES FRANCISCO ESPAILLAT CIVILISTA DEMOCRÁTICO El intelectual liberal .............................................................. 457 Orígenes familiares y juventud .............................................. 458 Primeras actividades políticas ................................................. 459 Por un sistema federal en la Revolución de 1857 .................... 461 Eminencia gris de la Restauración .......................................... 464 Sobre el remolino .................................................................. 467 El ideario democrático y nacional ........................................... 469 Elección a la presidencia ........................................................ 472 Planes gubernamentales ........................................................ 474 Hostilidad de los caudillos ..................................................... 476 Caída de la presidencia .......................................................... 478 Bibliografía ........................................................................... 481 PUBLICACIONES DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN ..................................................................... 483
PRESENTACIÓN* Personajes dominicanos es la obra más reciente del historiador Roberto Cassá, director del Archivo General de la Nación (AGN). Esta viene a llenar un vacío en el estudio biográfico de las figuras más prominentes del pasado dominicano, desde el siglo XVIII hasta el último cuarto del XX. A través de los biografiados por el doctor Cassá, podemos conocer la historia misma de la formación y desarrollo de la nación dominicana con sus protagonistas, sus coyunturas y proyectos sociales, las divergencias y enfrentamientos políticos condensados en el liberalismo, el nacionalismo y conservadurismo, así como la formación de una sociedad en la que el despotismo, la corrupción y el autoritarismo se convirtieron en limitantes para la construcción de una verdadera sociedad democrática y participativa. Las biografías contenidas en este libro comenzaron a conocerse desde mediados de los noventa como parte de la Colección Tobogán y fueron publicadas por la Editora Alfa y Omega atendiendo a una estrategia educativa que “buscaba contribuir a motivar” a los jóvenes en “el interés por la historia y la valoración de las acciones de figuras connotadas del proceso histórico dominicano”, relacionadas con la “intelección de la conciencia nacional”. Por lo tanto, este es un libro que atañe a la formación del pueblo dominicano y sus luchas para alcanzar la estatura de nación independiente, soberana y democrática. De modo que podemos regocijarnos ante la posibilidad de poder tener acceso a los dos volúmenes que forman la obra Personajes dominicanos. Cada uno trae 17 biografías políticas, que están contenidas
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Palabras de presentación de Alejandro Paulino Ramos en la puesta en circulación de la obra Personajes dominicanos, AGN, 6 de agosto de 2013. 19
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en 964 páginas y abarcan, en el primer volumen, desde Antonio Sánchez Valverde, a quien el doctor Cassá sitúa como el primer intelectual del criollismo; seguido por José Núñez de Cáceres, precursor de la independencia; Andrés López de Medrano, precursor de la democracia; Juan Pablo Duarte, padre de la patria; María Trinidad Sánchez, heroína de febrero y Ulises Francisco Espaillat, civilista democrático. Además de otros importantes personajes de la historia dominicana. Entre las biografías del segundo volumen se encuentran Gregorio Luperón, guerrero de la libertad; Pedro Francisco Bonó, intelectual de los pobres; Eugenio Deschamps, tribuno popular; Eugenio María de Hostos, maestro ; Salomé Ureña, mujer total ; Américo Lugo, antiimperialista; Mauricio Báez, líder proletario; Minerva Mirabal, revolucionaria y Francisco Alberto Caamaño Deñó, gigante de abril. En estos personajes de nuestra historia, se resumen los proyectos sociales vinculados con la dominicanidad, la fundación del Estado, la defensa a la soberanía y las luchas por un futuro promisorio para todos los dominicanos. Al lado de estos biografiados y repartidos en los dos volúmenes, también aparecen Tomás Bobadilla, hombre de Estado; Pedro Santana, autócrata anexionista; Buenaventura Báez, el proteccionista y Ulises Heureaux, el tirano moderno, quienes sintetizan las cualidades éticas y morales de los políticos perversos, antinacionales, oportunistas y corruptos que han marcado nuestro pasado y, posiblemente, los más responsables del retroceso social vivido por los dominicanos en una parte importante de la época republicana. Es cierto que junto a estas biografías, contenidas en Personajes Dominicanos, faltan otras que deberán ser publicadas oportunamente por el doctor Cassá, entre las que me atrevo sugerir la de Santiago Guzmán Espaillat, el nacionalista; Ramón Cáceres, el déspota; Manuel Arturo Peña Batlle, el intelectual de la dictadura; Rafael Trujillo Molina, el tirano; Ercilia Pepín, la maestra nacionalista; Maximiliano Gómez, el revolucionario; Joaquín Balaguer, el continuador de la dictadura; Juan Bosch, el padre de la democracia y José Francisco Peña Gómez, el orador de las multitudes. Faltan biografías que recojan del olvido a los excluidos de la historia, los liderazgos juveniles y los que por su condición de clase, todavía no han provocado el interés de los que estudian el pasado
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dominicano, exceptuando al doctor Roberto Cassá que sí ha dedicado parte de su vida y de sus esfuerzos intelectuales a escribir sobre la juventud, el movimiento obrero y las luchas socialistas, el enfrentamiento de los gavilleros contra el poder azucarero y la opresión extranjera. Ahora está concluyendo la historia del movimiento mesiánico desarrollado en torno a las figuras de Olivorio Mateo y los Mellizos de Palma Sola. El autor tiene un importante reto al que no podrá rehuir: publicar dos tomos más para completar la obra que a partir de hoy tendremos la oportunidad de leer y estudiar. La producción histórica del doctor Cassá está contenida en la publicación de más de cincuenta títulos, que han estado apareciendo desde 1974, cuando puso a circular Los taínos en la Española, pasando por los dos volúmenes de la Historia social y económica de la República Dominicana, así como otros de suma importancia entre los que sobresalen Capitalismo y dictadura, Los doce años de Balaguer, Los orígenes del Movimiento 14 de Junio, la Antología de Eugenio Deschamps, la importantísima obra Rebelión de los Capitanes, y ahora su último libro, Personajes dominicanos. Debemos destacar el aporte del historiador Juan Daniel Balcácer y la Comisión Permanente de Efemérides Patrias, institución de la que el licenciado Balcácer es presidente, para hacer posible esta primera edición de Personajes dominicanos. En la presentación de la obra, Balcácer destaca que Roberto Cassá “no se circunscribe a relatar de manera lineal la vida de los personajes objeto de estudio […], sino que más bien se adentra en la psicología de sus protagonistas y, tras ubicarlos en el marco histórico social en el que les correspondió actuar, logra estructurar un relato ponderado y bien documentado que torna mucho más inteligible tanto la actuación de cada personaje como las causas de determinados episodios históricos”, afirmación con la que coincido totalmente. Cuando leía las biografías aparecidas en esta obra, con el fin de preparar esta nota, sentí la necesidad de reflexionar sobre la forma en que el pueblo dominicano se fue constituyendo como nación, las luchas libradas para lograrlo y la manera en que la participación y las ideas de los personajes se entrelazaban con los intereses políticos y económicos propios de los dominicanos, a la vez que otros defendían su apego a las intenciones geopolíticas de las potencias coloniales. Gran parte de las
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preguntas surgidas en el proceso de elaboración de esta nota, están aclaradas en el libro que estamos comentando. Repasando cada una de las biografías, podemos ubicar algunos de los ejes que motivaron a su autor. Relacionados con la construcción y la existencia misma de la nación dominicana, y como parte de ella, con los movimientos y las ideologías políticas, los intereses colonialistas de las potencias, la lucha por la libertad, la independencia y la soberanía; el enfrentamiento contra las potencias extranjeras, el nacionalismo, el proteccionismo y anexionismo, así como los proyectos liberales y democráticos y la clara intención de rescatar del olvido a los sectores excluidos en casi todos los textos biográficos hasta ahora publicados en nuestro país. Esto explica que en este libro, junto a Sánchez Valverde, Juan Pablo Duarte y Gregorio Luperón, también estén presentes Ramón Natera, Olivorio Mateo y Mauricio Báez. En el caso de Antonio Sánchez Valverde, el doctor Cassá destaca el propósito del autor de Idea del Valor de la Isla Española de enaltecer a los criollos, considerándolos los legítimos habitantes, e igualándolos a los españoles de la metrópolis, aunque su toma de conciencia “estaba atravesada por la reafirmación de su hispanidad” y en contraposición con los vecinos de la parte francesa de la isla, excluyendo a los esclavos, negros y mulatos, a quienes negaba la condición de ser parte de la comunidad dominicana. Adentrándose en la vida y participación política de Juan Sánchez Ramírez, al que ubica como “el primer personaje de significación política en la historia dominicana”, el autor explica la resistencia de los dominicanos a la decisión tomada por España de ceder a Francia el territorio de la parte española y la forma en que la búsqueda de la autonomía “se relacionó estrechamente con la protesta de los libertos y esclavos, que aspiraban a la igualdad”, expresada en la lucha contra la dominación francesa, indicio de que se percibía el “asomo de un embrionario nivel de conciencia nacional”. Esa conciencia nacional en formación se manifestó con claridad en la actitud de José Núñez de Cáceres, el intelectual que diseñó el primer proyecto social y político acorde con las ideas liberales de la época, y que lo llevó a proclamar la Independencia Efímera de 1821, rompió con la imperial España y trató de establecer un sistema político que “garantizara
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los derechos de los individuos y que permitiera a la sociedad canalizar sus aspiraciones a través del Estado”, conjugó “las aspiraciones de los criollos ilustrados que ansiaban el establecimiento de un estado político moderno” y el interés de “evitar la absorción por Haití”. En ese proyecto de nación, abortado por la presencia haitiana, participó Andrés López de Medrano, el “más resuelto abanderado de posturas liberales” de la época y quien reclamaba el derecho y “la libertad de negociar con todos los países del mundo sin obstáculos artificiales o arancelarios”. López de Medrano fue el primer dominicano de tendencia liberal en dar “pasos para la defensa de la propuesta liberal, fundando el primer partido político de la historia dominicana, el Partido Liberal”, que se enfrentó a las corrientes absolutistas y conservadoras en el primer cuarto del siglo XIX. Abortados los esfuerzos de Núñez de Cáceres y López de Medrano se impuso la dominación haitiana y la consiguiente resistencia de los dominicanos para reafirmar su identidad y auspiciar de manera definitiva la formación de la República Dominicana. Responsabilidad histórica que recayó en el patricio Juan Pablo Duarte y sus seguidores de La Trinitaria. Duarte, dice el doctor Cassá, tuvo el mérito de ser el que primero comprendió “que el pueblo dominicano tenía las potencialidades para constituirse en nación, es decir, llevar una vida soberana a través de un Estado independiente” y que los dominicanos “constituían un conglomerado con rasgos particulares y tenían conciencia de esa situación” expresada en su posición de oponerse a toda dominación extranjera. Pero una parte de las élites económicas y políticas, que participaron en la separación de Haití, le negaban esa condición al pueblo dominicano y prefirieron aliarse a los intereses de Francia y España para promover la enajenación del territorio, el protectorado y la anexión. En esa posición conservadora y antinacional se destacaron personajes como Tomás Bobadilla, Buenaventura Báez y el general Pedro Santana. La anexión a España, los intentos anexionistas de Buenaventura Báez negociado con los Estados Unidos, los asomos relacionados con los intereses haitianos para promover la vuelta a la condición de dependencia que había quedado atrás, produjo la profundización de la conciencia nacional manifestada en la guerra de la Restauración y la formación del Partido Nacional, agrupación que por décadas se enfrentó al
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conservadurismo, bajo la dirección de Gregorio Luperón y la orientación democrática de Ulises Francisco Espaillat, a quien el doctor Roberto Cassá considera “una de las cumbres culturales y morales de los dominicanos y la conciencia más preclara del liberalismo nacional de su época”. No puedo dejar de destacar el aporte e interés de Roberto Cassá al conocimiento de la historia de la mujer dominicana. Aborda las biografías de María Trinidad Sánchez, la primera mujer de la época republicana asesinada por sus posiciones políticas; Salomé Ureña, a quien considera un “paradigma de lo deseable” y figura “cumbre de la realización moderna de la mujer dominicana”, y la de Minerva Mirabal, la responsable de recoger las expectativas revolucionarias de su generación política, por encima de la simbología que en su oportunidad resumió Manolo Tavárez Justo, fue la mujer que “rompió los estereotipos sexistas que acuerdan funciones secundarias a la mujer en la vida social”. Abordando esas biografías, el autor confirma su apego al estudio de los excluidos y marginados de la historiografía tradicional. Entre esos excluidos, el género femenino que, a decir de él, estaban relegados y ausentes de los hechos, y critica la posición de los historiadores, que con una visión excluyente, solo destacan a los personajes que tuvieron relación con el Estado. “Visto así el proceso histórico –dice Cassá–, resultan falaces las manidas expresiones de historiadores tradicionales” sobre “pueblos sin historia” o “grupos humanos sin historia”. Su posición lo lleva a formalizar la necesidad de reescribir la historia, de “forma que ingresen a ella los “sin historia”, en el que el género femenino “ocupa un espacio de primer importancia en esta exigencia”. Sería interesante profundizar en aspectos desconocidos de algunos personajes que aparecen en la obra como, por ejemplo, el papel desempeñado por Eugenio Deschamps en la fundación del proyecto que se conoció como “Partido Liberal”, considerado por sus detractores, a finales del siglo XIX, como una organización de carácter socialista y, que entiendo como la primera agrupación izquierdista de la República Dominicana; pero este no es el momento para entrar en los pormenores de esta organización de vida efímera. Se nos quedan propuestas y opiniones contenidas a todo lo largo del texto que estamos comentando, pero ya ustedes tendrán la oportunidad de leer esta obra y, posiblemente, llegarán a las mismas conclusiones a que hago referencia. Por esa razón,
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quisiera terminar no sin dejar de felicitar al doctor Roberto Cassá por entregarnos este libro que entiendo fundamental para el conocimiento de la historia y las biografías de los más importantes personajes del pasado dominicano, así como al historiador Juan Daniel Balcácer y a los amigos de la Editora Alfa y Omega por coincidir en este importante esfuerzo.
ALEJANDRO PAULINO RAMOS Subdirector Archivo General de la Nación
Santo Domingo, D. N. 6 de agosto de 2013
LOS PERSONAJES DOMINICANOS DE ROBERTO CASSÁ Fueron los griegos quienes, al decir de Pedro Henríquez Ureña, miraron al pasado y crearon la Historia; también miraron al futuro y crearon las utopías.1 En el caso de la Historia, que permite conocer gran parte del pasado, la cultura clásica griega lo mismo que la romana también dieron origen a la biografía, uno de los primeros géneros narrativos cultivados por poetas e historiadores. Paralelamente al surgimiento de la narrativa en su expresión épica, el relato en formato de biografía, que proporcionaba al lector un conocimiento pormenorizado de la vida y hazañas de determinados personajes desde su nacimiento hasta la muerte, adquirió cierta relevancia entre escritores e historiadores de la antigüedad. En esas historias personales o biográficas, el autor por lo general destacaba facetas, áreas o disciplinas en las que habían descollado sus protagonistas, tales como la política, la guerra, el pensamiento, la filosofía, la poesía y también la historia. Un ejemplo de esos estudios de carácter biográfico de la antigüedad lo constituyen, para solo citar dos casos, Vidas paralelas, de Plutarco, o Vida de los doce Césares, de Suetonio. En Santo Domingo, desde que fue proclamado el Estado-nación, el 27 de febrero de 1844, los primeros escritores e historiadores republicanos pronto centraron su interés en el rescate del pasado colonial con el fin de rastrear el origen, desarrollo y cristalización de la identidad colectiva del pueblo dominicano, ahora constituido en nación soberana, libre e independiente de toda dominación extranjera. Era imperativo rescatar las tradiciones histórico-culturales del pueblo dominicano a fin de que ese acervo espiritual contribuyera a fortalecer el ethos nacional, en adición a las experiencias comunes de territorio, idioma, costumbres y creencias religiosas. 1
Pedro Henríquez Ureña, “La utopía de América” en Obras Completas, 19211925, tomo V, Santo Domingo, UNPHU, 1978.
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Conjuntamente con la eclosión de una literatura nacional, nuestros ancestros también experimentaron el surgimiento de la historiografía nacional, cuyos primeros exponentes fueron Antonio del Monte y Tejada y José Gabriel García, quienes, por separado, escribieron monumentales obras de historia sobre la evolución del pueblo dominicano que abarcan desde los tiempos de la sociedad aborigen hasta gran parte del siglo XIX. Pero fue José Gabriel García, considerado el padre de la historia nacional, quien nos legó los primeros esbozos biográficos sobre prominentes personajes de la política, la milicia, el clero y las letras en Santo Domingo. Hacia 1875 publicó un conjunto de semblanzas sobre destacadas figuras del quehacer político e intelectual que tituló Rasgos biográficos de dominicanos célebres.2 Varios lustros después, en 1894, el escritor Rafael Abreu Licairac dio a la luz pública su libro Consideraciones acerca de nuestra independencia y sus prohombres con el cual, al decir de Joaquín Balaguer, “se inició en nuestro país la crítica histórica”.3 En efecto, la obra de Abreu Licairac salió a la luz pública en una coyuntura política en que parte de la intelectualidad dominicana participaba en una acalorada y apasionada polémica pública a través de la prensa escrita acerca de a quién o a quiénes correspondían los títulos de Padres fundadores de la República. La razón por la que cito esta obra de Licairac es porque en ella su autor incluyó varias semblanzas de los principales actores de la revolución que culminó con la proclamación de la República en 1844. Casi un decenio después, esto es, hacia 1903, el periodista y escritor Miguel Ángel Garrido publicó su libro Siluetas, un admirable conjunto de reseñas biográficas de los prohombres, políticos y militares que participaron tanto en la revolución nacionalista de 1844 como en la guerra restauradora. Además, por las páginas de Siluetas desfilan, en sintetizadas semblanzas, prestantes figuras que tuvieron una actuación de primer orden en el sacerdocio, la diplomacia y la literatura.
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Hay una reimpresión ampliada de Rasgos biográficos de dominicanos célebres. Ver publicaciones de la Academia Dominicana de la Historia, Vol. XXIX, 1971, compilación y notas de Vetilio Alfau Durán, con ocasión del centenario de la muerte del trinitario Pedro Alejandrino Pina. Joaquín Balaguer, Letras dominicanas, Santo Domingo, Editorial de la Cruz Aybar, S.A., 1985, p. 77. La primera edición de esta obra fue en 1950 bajo el título de Literatura dominicana, Buenos Aires, Argentina.
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Pese a estas obras que pueden considerarse precursoras de los estudios biográficos en Santo Domingo, lo cierto es que dicho género, enfocado y analizado desde una perspectiva historiográfica más abarcadora, comienza con Rufino Martínez en el decenio de los años 40 del pasado siglo. A este autor debemos una serie de extensos estudios sobre personajes nacionales, que publicó en dos tomos, bajo el título de Hombres dominicanos; obra esta que, según Máximo Coiscou Henríquez, “pocas observaciones cabe hacerle”. Rufino Martínez, que tiene el mérito de ser el iniciador de la biografía crítica en Santo Domingo4, también es autor de un magnífico Diccionario biográfico histórico-dominicano, 1821-1930, de obligada consulta entre estudiosos y especialistas de la historia nacional.5 Aun cuando no me propongo, con estos breves apuntes introductorios, realizar un examen exhaustivo en torno a los estudios biográficos dominicanos desde el siglo XIX hasta el presente, es conveniente resaltar, para orientación de los jóvenes estudiantes, que en la historiografía dominicana de mediados y finales del siglo XX el género biográfico (especialmente la biografía de tipo político) tuvo notables exponentes y que entre los personajes históricos que mayor atención han concitado, tanto por parte de biógrafos como del público lector, figuran los padres fundadores de la República, Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez, Ramón Matías Mella; déspotas como Pedro Santana, Buenaventura Báez y Ulises Heureaux; restauradores y pensadores de la talla de Gregorio Luperón, Ulises Francisco Espaillat, Pedro Francisco Bonó y Benigno Filomeno de Rojas; el presidente Ramón Cáceres y el tirano Rafael L. Trujillo, entre otros. Ahora bien, la biografía, en tanto que género historiográfico escrito con rigor científico y didáctico y, por tanto, concebido para uso escolar, ha tenido escasos cultivadores entre los historiadores modernos dominicanos. 4
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Máximo Coiscou Henríquez, Historia de Santo Domingo. Contribución a su estudio, Vol. II, Ciudad Trujillo, Editora Montalvo, p. 33. Rufino Martínez, Hombres dominicanos (Deschamps, Heureaux, Luperón), tomo I, Santo Domingo, 1936; Hombres dominicanos. Santana y Báez, tomo II, Santo Domingo, 1943. Posteriormente publicó un tercer tomo Hombres dominicanos. Rafael Leonidas Trujillo. Trujillo y Heureaux. Santo Domingo, Editora del Caribe, 1965. El Diccionario biográfico-histórico dominicano, 1821-1930, tiene dos ediciones, la primera incluida en la Colección Historia y Sociedad de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1971, y la segunda patrocinada por Editora de Colores, Santo Domingo, 1997.
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Sin embargo, justo es reconocer que el historiador Roberto Cassá es uno de sus pioneros y ocupa un lugar cimero entre el reducido número de autores cuyas obras han sido aprobadas como textos escolares. Autor de más de 15 libros y de 85 ensayos sobre historia nacional, el historiador Cassá, académico y profesor universitario, ha investigado y estudiado exhaustivamente el pasado dominicano desde la sociedad aborigen hasta la época contemporánea, por lo que el conjunto de su producción historiográfica proporciona una visión integral de la sociedad dominicana.6 Entre las obras del profesor Roberto Cassá que han sido leídas por diversas generaciones de dominicanos figura su Historia social y económica de la República Dominicana, dos tomos, texto universitario que lleva ya más de 30 reimpresiones. Asimismo, Cassá es autor de otras dos obras claves para entender el engranaje económico, político e ideológico del esquema trujillista de dominación que subyugó al país a lo largo de tres decenios, así como el modelo de gobierno imperante en el período 1966-1978, del que se ha dicho que fue una versión un tanto moderada del esquema trujillista de dominación pero bajo la modalidad de un despotismo de tipo bonapartista. Me refiero a Capitalismo y dictadura (1982) y Los Doce años (1986). Personajes dominicanos, en dos volúmenes, consta de más de 30 estudios biográficos de personajes que tuvieron una participación decisiva en los acontecimientos y procesos históricos más trascendentales de la nación dominicana. En cada uno de los perfiles biográficos que conforma la presente obra, el historiador Cassá no se circunscribe a relatar de manera lineal la vida de los personajes objeto de estudio, esto es, desde su nacimiento hasta la muerte, sino que más bien se adentra en la psicología de sus protagonistas y, tras ubicarlos en el marco histórico social en el que les correspondió actuar, logra estructurar un relato ponderado y bien documentado que torna mucho más inteligible tanto la actuación de cada personaje como las causas de determinados episodios históricos. Un período clave para comprender los cimientos sobre los que se edificó la identidad nacional dominicana es el que transcurrió entre las postrimerías del siglo XVIII y el año 1822. En 1795 tuvo lugar el Tratado 6
Una importante contribución al género biográfico nacional, también para uso escolar, es el libro del historiador Euclides Gutiérrez Félix, Héroes y próceres dominicanos, Santo Domingo, 1995.
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de Basilea mediante el cual la parte española de Santo Domingo fue cedida por España a Francia; mientras que en 1822, tras el fracasado experimento de la “Independencia Efímera” de José Núñez de Cáceres, los dominicanos presenciaron el inicio de la llamada Dominación Haitiana o Unión con Haití, acontecimiento este último que dio lugar a la proclamación de la República. Pues bien, en el primer tomo de Personajes dominicanos el lector tiene la oportunidad de familiarizarse con el complejo proceso político, social, económico e intelectual de ese período tan fundamental para comprender la composición social dominicana en los primeros cuatro lustros del siglo XIX. En efecto, las biografías de Antonio Sánchez Valverde, Juan Sánchez Ramírez, José Núñez de Cáceres y Andrés López Medrano, personajes que simbolizan las postrimerías del período colonial dominicano, permitirán al lector identificar las claves de los primeros atisbos del surgimiento de una conciencia nacional con anterioridad al pensamiento liberal y nacionalista duartiano de mediados del siglo XIX. Los demás personajes biografiados en el primer tomo de Personajes dominicanos son los actores fundamentales del proceso independentista, de la guerra dominico-haitiana y finalmente de la guerra restauradora, procesos que acaecieron a lo largo del período que en nuestra historia se conoce como Primera República (1844-1861). Las figuras biografiadas en el segundo tomo corresponden a la Segunda República (1865-1916) y a la Tercera República (1924 hasta el presente), respectivamente. Se ha dicho que el hombre hace la historia, y eso es cierto; pero no lo es menos el dictamen de Marx según el cual el hombre no hace la historia conforme a su libre albedrío, pues, por lo general, el ser humano actúa sujeto a fuerzas y corrientes sociales e históricas que, al margen de su voluntad, pueden hacer cambiar el cauce de los movimientos sociales que no necesariamente están supeditados a esquemas previamente delineados por la mente humana. En este sentido, los Personajes dominicanos de Roberto Cassá constituyen una inestimable contribución para que los jóvenes estudiantes, y el público lector no vinculado profesionalmente al quehacer historiográfico, se compenetren con la dinámica del devenir histórico dominicano a través de los hechos y acciones de aquellas figuras públicas que descollaron y actuaron de manera influyente en determinadas gestas históricas, aun cuando sus esfuerzos y proyectos no resultaron lo suficientemente decisivos para orientar el curso de los acontecimientos hacia el logro de metas previamente establecidas, como
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aconteció (para solo citar unos pocos ejemplos) con los trinitarios fundadores de la República, con Ulises Francisco Espaillat, con los defensores de la “pura y simple” durante la resistencia nacionalista frente a la Ocupación Militar Norteamericana (1916-1924) y, muchos años después, con el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó. El historiador Roberto Cassá, al principio de esta obra, revela que hace ya algunos años comenzó a escribir textos biográficos orientados a un público juvenil. Esas biografías fueron originalmente publicadas en la conocida revista infantil-juvenil Tobogán, que fundara el siempre bien recordado Miguel Cocco (q.e.p.d.), presidente-fundador de la prestigiosa editora Alfa y Omega. Para la presente edición el profesor Cassá se ocupó de revisar cada uno de los textos biográficos, introduciendo algunos cambios y adiciones que han contribuido a enriquecer notablemente estas semblanzas, razón por la cual los jóvenes estudiantes tienen en Personajes dominicanos un nuevo texto que les servirá de orientación y de guía para ampliar sus conocimientos acerca de la trayectoria pública de aquellos próceres y mártires que, con su noble sacrificio, legaron a las generaciones del futuro una nación libre y soberana. Antes de concluir quiero agradecer el apoyo brindado por la distinguida amiga Minerva de Cocco, gerente general de Alfa y Omega, empresa propietaria de los derechos de estas biografías, por haber permitido la presente publicación bajo el sello de la Comisión Permanente de Efemérides Patrias. Asimismo, agradezco la gentileza del académico Roberto Cassá al autorizar la inclusión de sus Personajes dominicanos dentro de la colección de publicaciones de la Comisión Permanente de Efemérides Patrias. No cabe dudas de que, con la publicación de este valioso conjunto de biografías de prominentes personajes dominicanos, Roberto Cassá hace un aporte significativo al enriquecimiento tanto de los estudios históricos nacionales como de la bibliografía dominicana en general. JUAN DANIEL BALCÁCER Presidente CPEP Santo Domingo 15 de mayo de 2013 “Año del Bicentenario del Natalicio de Juan Pablo Duarte”.
ANTONIO SÁNCHEZ VALVERDE INTELECTUAL DEL CRIOLLISMO
LA RECUPERACIÓN DEL SIGLO XVIII Al despuntar la cuarta década del siglo XVIII se puso de relieve un cambio de coyuntura económica en la colonia española de Santo Domingo. Hasta poco antes el número de habitantes se mantenía estancado alrededor de las reducidas cifras del siglo anterior. A consecuencia de la despoblación de la parte occidental ordenada por el rey Felipe III en 1605, la isla había conocido una aguda y prolongada depresión. El problema se agudizó debido al establecimiento de aventureros franceses en las comarcas devastadas, quienes hostigaban a los moradores de las zonas cercanas. Originalmente piratas y cazadores de reses, conocidos como bucaneros, a la larga fundaron una estable colonia francesa. Durante décadas la isla de Santo Domingo fue escenario de un enfrentamiento crónico entre los aventureros franceses y las milicias criollas, en su mayoría compuestas por personas humildes. Esta caótica situación, conectada con la decadencia económica y militar de España, dio lugar a que el comercio regular, regido por las normas del monopolio comercial, virtualmente cesara. A veces pasaban dos y tres años sin que llegara un buque mercante procedente de la metrópoli, motivo por el cual casi todo el que podía salir de la isla no dudó en hacerlo; permanecieron sobre todo los que no tenían recursos para ubicarse en una posesión española cercana y los que estaban atados por un cargo en la administración o por la propiedad de bienes inmuebles. En la mayoría de las villas despareció la población de origen europeo que se podía denominar “blanca”, reducida a una minoría insignificante confinada en Santo Domingo, donde la mitad de las viviendas de piedra cayeron en ruinas, creciendo entre los escombros ceibas y otros árboles de tamaños colosales. Cesó asimismo la trata de esclavos, lo que minimizó la actividad productiva, restringida en lo fundamental a la cacería de ganado vacuno salvaje practicada por monteros. El número de esclavos se redujo a la mínima expresión, a consecuencia de lo cual la población pasó a estar 35
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compuesta, en su inmensa mayoría, por mulatos. Con el mestizaje generalizado disminuyeron de los prejuicios, en lo que también incidía el ambiente de pobreza extrema. Se llegó al caso de que las señoras de categoría social elevada preferían asistir a misa en la madrugada, por considerar que no tenían ropas acordes con su dignidad. El arzobispo Fernández de Navarrete escapó de la isla a Curazao –posesión holandesa–, y señaló que prefería ser encerrado en el presidio de Ceuta que volver a su puesto. Tales carencias explican que la fiesta principal se produjera cuando se recibía el situado, cantidad anual de recursos procedentes de México para el pago del personal de la administración y los soldados. A finales del siglo XVII, con el Tratado de Ryswick –por el cual España aceptaba de manera implícita la colonia francesa en el occidente de la isla–, comenzó a imperar la paz entre los dos territorios, superándose la causa principal de la depresión extrema, la guerra. El establecimiento de un flujo comercial con la parte francesa permitió un respiro en lo tocante al abastecimiento de bienes del exterior. Por lo menos, la población volvió a crecer, aunque todavía lentamente debido a que la pobreza seguía siendo demasiado severa. España mantenía la decadencia debido a la incapacidad de sus sectores dirigentes, a una coyuntura económica internacional desfavorable y a la disminución de la plata extraída en México y Perú. Para que Santo Domingo entrara en una fase de recuperación hubo que esperar a que la colonia francesa lograse una dinámica de crecimiento acelerado, gracias al avance económico de su metrópoli, tras unas décadas de depresión. Francia amplió la demanda de azúcar, café, cacao, tabaco, añil y otros géneros tropicales, y Saint Domingue emergió como su principal establecimiento, a la larga el más rico del mundo, donde se fundaron centenares de plantaciones agrícolas basadas en el trabajo de esclavos africanos. Casi todo el territorio fértil de esa colonia (unos 22,000 km2), quedó ocupado por estas plantaciones, con lo cual se abandonaron los hatos ganaderos y se pasó a depender del abastecimiento de reses desde el Santo Domingo español. A medida que Saint Domingue se desarrollaba, mejoraban las perspectivas de la colonia española de Santo Domingo, solo que de manera limitada, ya que los franceses llevaban las de ganar en el negocio fronterizo. De todas maneras, cuando se hizo patente la expansión de la economía esclavista allende la frontera, hacia 1725, la colonia española pudo al menos
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comenzar a salir, muy lentamente, de la miseria extrema. El índice de poblamiento es suficiente para apreciar la magnitud de lo acontecido desde entonces. En la década de 1720 los habitantes eran poco más de 15,000 almas, mientras que para 1789 se estima que sumaban 125,000. Desde 1730, aproximadamente, cesó la sangría emigratoria y la población experimentó un crecimiento natural a consecuencia de la paz imperante. Adicionalmente, el rey español dispuso subsidios para el ingreso de miles de personas de las Islas Canarias aquejadas de extrema miseria. Se fundaron villas en el interior, en especial hacia las fronteras, que permitieron explotar las zonas que habían quedado vacías por efecto de las devastaciones de 1605 y las emigraciones ulteriores. Todavía más importante fue la adquisición de esclavos en la colonia francesa a cambio de las cabezas de ganado vendidas en el tráfico fronterizo. Ahora bien, Santo Domingo seguía siendo la colonia más pobre del imperio español, lo que generaba la constante frustración de los sectores dirigentes, quienes no lograban vencer la mediocridad derivada del primitivismo de la ganadería. Finalmente, la recuperación estaba sometida a los dictámenes y conveniencias de los vecinos franceses, ya que, salvo momentos, seguía rigiendo el anticuado monopolio comercial que impedía a los habitantes de la isla relacionarse con otros países. Esto dio por resultado que se fundaran pocas plantaciones agrícolas y que casi todas, ubicadas en los alrededores de la ciudad de Santo Domingo, no traspasasen pequeñas dimensiones. Esta frustración en los sectores superiores fue canalizándose a través de la demanda de que se liberalizara el comercio con Saint Domingue y con cualesquiera otros países. El punto crucial de la demanda radicaba en que la corona española permitiese la libre introducción de esclavos africanos, vistos como la condición esencial para el progreso. Los escasos grupos dirigentes asentados en Santo Domingo y propietarios de pequeñas plantaciones, encontraron en la colonia francesa el ideal de sociedad al que había que emular. La vigencia del pensamiento de Antonio Sánchez Valverde provino de haberse tornado el exponente más sistemático de este programa esclavista, el cual racionalizó intelectualmente.
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ENTORNO PERSONAL Y SOCIAL Antonio Sánchez Valverde nació en Santo Domingo, probablemente en 1729, cuando el país comenzaba a salir de la prolongada depresión. Sus orígenes familiares y su ubicación social proveen claves del curso de su vida y de la naturaleza de sus reflexiones. Pertenecía a los sectores superiores que, a tono con lo arriba visto, se sentían frustrados a causa del estado económico en que se encontraba la colonia. Aunque su apellido tenía un origen metropolitano reciente, el grueso de su familia se insertaba en el medio criollo, ubicación que lo situaba en una posición desfavorable, fuese por la inferioridad a que estaban sometidos los criollos en el conjunto del imperio español en América o por la peculiaridad de que en Santo Domingo muchos de los criollos eran mulatos. Su abuelo paterno, Pedro Sánchez Valverde, era un español de Extremadura, que llegó como militar profesional en 1692. Al poco tiempo, contrajo matrimonio con una natural de la isla, posiblemente mulata. En el contexto de la pobreza reinante, el matrimonio no supuso un retroceso de condición social, lo que se constata en el hecho de que su padre, Juan Sánchez Valverde, fue un agrimensor que obtuvo amplias extensiones de tierras. Pero la calidad del medio familiar era inequívocamente criolla y mulata, lo que se observa en el matrimonio de Juan Sánchez Valverde con Clara Díaz de Ocaña, celebrado en 1727. La madre de Antonio Sánchez Valverde era nativa de Bayaguana e hija de un capitán de milicias, por ende perteneciente al estrato superior de su entorno pero con casi total seguridad mulato, por cuanto los padrones de la época casi no registran vecinos blancos en la villa. En ese entorno familiar sobresale la primacía de la tradición militar con otros integrantes que decidieron vincularse al sacerdocio. Ambas ocupaciones eran usuales en el medio español, donde el dominio de la nobleza se expresaba en actividades ajenas a la generación de riquezas. En particular, en la colonia, lo más frecuente era que las parejas encumbradas tuvieran varios hijos militares (en realidad hacendados) y otros sacerdotes. El agrimensor estuvo en condiciones de colocar a su primogénito –como luego hizo con su delfín–, en la carrera del sacerdocio, entonces reservada a sujetos de cierto nivel social y étnico, en principio blancos
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con prestigio y educación. Antonio Sánchez Valverde era mulato pero suficientemente claro para ser admitido en el clero, lo que de seguro le facilitó la condición del padre, agrimensor y hacendado. La descripción que brinda un documento, citado por fray Cipriano de Utrera, permite llegar a esa conclusión: “[…] estatura regular como de cinco pies y tres pulgadas, color moreno, cejas pobladas, nariz aguileña y grueso de cuerpo, cargado de espaldas, cerrado de barba […]”. Aun así, el color de la piel le generaría dificultades permanentes, impidiéndole alcanzar posiciones acordes con su talento, a las que aspiró en el seno de la Iglesia católica. Tales dificultades debían resultarle particularmente lacerantes, ya que chocaban con la autopercepción que tenía de sí mismo como blanco, postura muy común desde mucho tiempo antes entre mulatos claros. Durante su adolescencia, Sánchez Valverde acompañó a su padre en sus viajes por el interior, lo que le permitió conocer la gente y la geografía de la nación, algo que raramente acometían las personas de nivel social superior. Sin duda, sus antecedentes familiares y su conocimiento del país fueron factores que contribuyeron a moldear la personalidad del futuro sacerdote. La pobreza de la época condicionaba la calidad de los estudios, por lo que Sánchez Valverde tuvo que sobreponerse al entorno para alcanzar un elevado nivel intelectual. Ambas determinantes debieron incidir en el temprano talento del joven, quien decidió hacerse sacerdote. El nivel cultural del padre no fue ajeno a que descollara en el colegio de los jesuitas San Francisco Javier, transformado en aquellos años en Universidad de Santiago de la Paz y Gorjón, donde alcanzó la licenciatura en teología en 1755, con lo que dio inicio a su carrera sacerdotal. Este recinto se encontraba en competencia con la Universidad de Santo Tomás, adscrita a la orden de los dominicos. Mas, a diferencia de sus rivales dominicos, los jesuitas se habían sumado a la enseñanza de la teología positiva, que cuestionaba la tradición de la filosofía escolástica basada en Aristóteles y perseguía compatibilizarse con los avances científicos desde el Renacimiento. La formación de Sánchez Valverde estuvo matizada por su afinidad por la Ilustración, muchos de cuyos postulados progresivos no eran aceptados por la Iglesia. Ahora bien, a tono con la estrecha relación entre las monarquías de España y Francia, ambas regidas por la casa
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Borbón, las ideas ilustradas fueron ganando auge en los medios burocráticos de España, lo que permitió que el debate en el seno de la Iglesia no fuera objeto de prohibiciones o censuras. De hecho, el racionalismo ilustrado fue acogido por integrantes conspicuos de la burocracia española bajo el reinado de Carlos III, matizando los programas innovadores emprendidos por el monarca. CARRERA SACERDOTAL ACCIDENTADA Fray Cipriano de Utrera informa que, poco después de graduarse en Teología, Sánchez Valverde recibió el título de presbítero y fue asignado a la parroquia de Bayaguana, a cargo de su tío Juan Sánchez Valverde. Este le sirvió de preceptor, otra circunstancia favorable al desarrollo de sus capacidades. Ya novel sacerdote, se inscribió en la Universidad de Santo Tomás de Aquino, en la cual alcanzó el grado de bachiller en Derecho Civil en 1758. De inmediato fue designado profesor de esa universidad y promotor fiscal eclesiástico. Pese a que comenzaba a descollar por la brillantez de sus sermones, confrontaba fuertes obstáculos para su inclusión en el Cabildo Eclesiástico, por lo que decidió trasladarse a la península, donde permaneció por dos años. Se puede suponer que fue gracias a haber saltado las barreras de la burocracia insular que Sánchez Valverde hizo valer sus condiciones de sacerdote culto ante los burócratas de la corte. Fue en Madrid donde recibió la dignidad de racionero, otorgada por el rey en 1765. Ahora bien, la ración era una dignidad de menor jerarquía dentro del Cabildo Eclesiástico, por lo que al año siguiente Sánchez Valverde decidió presentarse a oposición por una canonjía de la catedral. Para sostenerse, el racionero había tenido que dedicarse a la abogacía, lo que le generó animadversión adicional entre compañeros del clero que veían el oficio incompatible con sus deberes sacerdotales. Pese a su patente superioridad frente a los demás candidatos, Sánchez Valverde perdió la oposición a canónigo. El dictamen de la Real Audiencia, comunicado por el presidente Antonio Azlor en febrero de 1768, se justificó con el argumento de que el racionero había descuidado sus obligaciones por culpa del ejercicio de la abogacía.
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Con la pérdida de esa oposición comenzaron las dificultades de Sánchez Valverde, quien se sintió postergado continuamente en aspiraciones que consideraba legítimas por estar acordes a su capacidad. Sin que nadie lo expresara por escrito, la inquina de que fue víctima estuvo originada por la envidia que generaba su capacidad pero avalada por su condición de mulato. Dentro de la Iglesia resultaba casi imposible que alguien pudiera alcanzar una dignidad superior si no había pasado la prueba de “pureza de sangre”, demostrativa de no tener antepasados “negros, indios, judíos o moriscos”. De ahí en adelante, Sánchez Valverde desarrolló una actitud beligerante que profundizó su desgracia en los medios burocráticos civiles y eclesiásticos. Trasladó su tono conflictivo a los sermones, con efectos todavía más contraproducentes para sus aspiraciones. Ya en el dictamen de 1768, el presidente Azlor expresaba que “tiene el genio muy vivo y emplea bastante libertad de lengua, y aun en el púlpito es ordinariamente muy libre en el hablar”. La observación se originó porque, al defender sus intereses personales, Sánchez Valverde estaba cuestionando un sistema general de autoridad. Detrás de un conflicto personal se proyectó, por una parte, la contraposición entre peninsulares y criollos e, incluso más general, entre blancos y mulatos de los estratos superiores. Más importante en la configuración de la individualidad de Sánchez Valverde fue que, sin salirse de la fidelidad al rey, desarrolló un sentimiento de hombre libre que presagiaba al intelectual moderno, por cuanto enfrentaba aspectos del despotismo vigente. Sánchez Valverde perdió tres oposiciones sucesivas a canonjías, lo que lo llevó a la conclusión de que debía emigrar, ya que los círculos de poder en la Audiencia de Santo Domingo le hacían la vida imposible. Por la defensa que él mismo presentó años después, se colige que estimaba que sus dotes de orador sagrado no habían sido tomadas en consideración. Se presentó entonces a oposiciones en Caracas y Santiago de Cuba, lugares ambos donde también resultó perdedor. Utrera narra que en Caracas fue atacado con saña por sus contendientes hasta hacerle perder la ecuanimidad y abandonar la ciudad con evidente enfado. En Santiago de Cuba, en 1778, la hostilidad de los jurados y contrincantes fue todavía más aguda, y dio lugar a que elevara reclamos que justificaron una orden
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de arresto. Marchó a España sin solicitar permiso, como era requerido a personas de su categoría, con el fin de apelar la decisión. Al poco tiempo, se emitió una real cédula que le ordenaba retornar de inmediato a la isla, lo que hizo al cabo de año y medio. Mientras experimentaba estos fracasos, había seguido redactando sermones, reunidos en tres tomos publicados en Madrid entre 1782 y 1784. De igual manera, en viajes por toda la isla y consultas de documentos, siguió recopilando las informaciones que le permitieron escribir su obra cumbre, Idea del valor de la Isla Española. Para sostener a sus familiares dependientes, mantuvo la ocupación de abogado. En esos años gozó de la protección del arzobispo Isidoro Rodríguez, pero el prelado, de acuerdo con las cláusulas del patronato real que pautaba las relaciones entre la monarquía y la Iglesia, no tenía la facultad de intervenir en la designación de los integrantes del Cabildo Eclesiástico. En el contexto del absolutismo ilustrado de Carlos III, el grueso del clero se distinguió por su adhesión a la autoridad real, lo que en Santo Domingo facilitaba la omnipotencia de la Audiencia y, en lo personal, desfavorecía a Sánchez Valverde. Esta postura se puso de manifiesto en ocasión de la presencia de un visitador de la orden de los mercedarios, quien revisó un pleito entre José Beltrán, un particular al parecer humilde, y un sacerdote de la orden, fray Mateo Álvarez, a propósito del pago de una esclava. El visitador puso el pleito en manos de la Audiencia, hecho interpretado por el arzobispo Rodríguez como un agravio a su persona, quien encargó a Sánchez Valverde que asumiera la defensa de Beltrán. En la litis entre el arzobispo y la Audiencia estaba en juego el destino de los bienes confiscados a los jesuitas, orden que el rey Carlos III había desterrado de sus dominios. Tras prolongados avatares, Sánchez Valverde fue condenado a suspender sus actividades como abogado durante dos años, acusado de haber proferido injurias contra la Orden de la Merced. El sacerdote respondió a esta humillación a través de dos sermones, uno el 14 de mayo y otro el 30 de agosto de 1781, en los que, entremezclados con reflexiones teológicas, no disimuló ataques a las autoridades. La Audiencia requirió al arzobispo que amonestase al racionero, a lo que el prelado se rehusó.
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Por tercera vez Sánchez Valverde optó por dirigirse a la corte para obtener apoyo, con el visto bueno de su protector, el arzobispo. Le interesaba también editar sus obras en Madrid, ya que en Santo Domingo no había imprenta. Para burlar la vigilancia de las autoridades, se dirigió hacia Cabo Francés, principal ciudad de la colonia francesa. Unos cinco kilómetros antes de llegar fue detenido por la milicia de la ciudad, tras haber sido advertidas las autoridades francesas por el presidente de la Audiencia de Santo Domingo. Luego de ser encarcelado, lo despojaron del dinero, los libros y papeles que llevaba, devuelto a Santo Domingo y entregado a la instancia eclesiástica. Al cabo de cierto tiempo, la Audiencia lo autorizó a dirigirse a la corte para exponer su caso. Llegó a Madrid en 1782, y casi de inmediato comenzó la publicación de obras, mientras argumentaba a favor suyo en los medios cortesanos. Ganó amigos en ellos, al apreciarse la solidez de su cultura. Tras numerosas audiencias, el tribunal del Consejo de Indias lo condenó a la pérdida de su prebenda de racionero, como era el deseo de los letrados de la Audiencia de Santo Domingo. El asunto cobró cierta notoriedad en Madrid, por la demostración de saber que había brindado el sacerdote dominicano. Se emitieron tantos papeles que tres legajos del Archivo General de Indias (Santo Domingo 915, H44 y 117) contienen abundante documentación sobre la causa y sus antecedentes. Al poco tiempo, sus amigos de la corte lograron que se le restituyese su cargo de racionero, aunque no podría volver a desempeñarlo en Santo Domingo. Se adujo que así se evitarían confrontaciones que alteraran el sosiego público. Para justificar la propuesta, el fiscal había indicado que “las luces de su entendimiento las ha manifestado en el púlpito, y que con la privación de la prebenda se verá reducido a un estado lastimoso un sujeto que, corregido y enmendado, podrá ser útil a la Iglesia, trasplantado a otro territorio; añadiéndose a ello que la desunión en que están los tribunales de Santo Domingo y sus jefes tiene dividida la ciudad en facciones y partidos, consternados sus habitantes”. En virtud de esta sentencia, en 1789 Sánchez Valverde marchó a Nueva España (México), donde se le concedió una ración en Guadalajara. Se sabe que antes de llegar a esa ciudad pasó una temporada en Mérida, Yucatán, y tal vez otra en la ciudad de México.
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A partir de ahí se perdieron los pasos del sacerdote dominicano. A ciencia cierta no se sabe siquiera la fecha de su fallecimiento. Su biógrafo, José María Morillas, señala vagamente que ocurrió en los primeros años del siglo XIX, mientras que una referencia antigua ofrece la fecha de 1790. Se ha llegado a suponer que tal vez falleció en México, pero no hay nada probado al respecto. Con independencia del tiempo que hubiera transcurrido en México antes de su defunción, es casi seguro que no volvió a hacer ninguna publicación y tampoco han trascendido sermones que pronunciara en la fase postrera de su vida. Aunque no se le despojó de la ración, la pena de expatriarlo para siempre debió resultarle particularmente penosa a la luz de su contextura mental dominicana. EL HISTORIADOR Sánchez Valverde fue, en el púlpito, un orador sin par en su época, pero su verdadera trascendencia como intelectual ha derivado de su obra histórico-geográfica Idea del valor de la Isla Española, publicada en Madrid en 1785, durante su tercera y última estadía en la capital del imperio. La obra sintetiza el conjunto de sus preocupaciones políticas, concepciones ideológicas e intereses por el conocimiento de la historia y la geografía del país. Se puede aseverar que su producción literaria lo convirtió en la figura con mayor brillo intelectual de la época. Su atracción por los estudios históricos no fue ocasional, ya que dedicó años a compilar información a través de tres procedimientos: los incesantes viajes por el interior de la isla, comenzados en la mocedad junto su padre; las entrevistas a hacendados, ancianos y monteros; y la consulta de cuantos papeles antiguos estuvieron a su alcance, especialmente del archivo de la Real Audiencia y el Cabildo Eclesiástico. Asimismo, se valió de los cronistas españoles más conocidos, como Gonzalo Fernández de Oviedo y Antonio de Herrera. Producto de esas investigaciones, además de su obra cumbre, según declaró, trabajaba en la preparación de una historia de la isla, pero probablemente no la tenía terminada en ocasión de su última estancia en Madrid. El manuscrito de ese texto se ha perdido, con seguridad por haberlo llevado consigo a México.
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Sus preocupaciones histórico-sociales, por consiguiente, quedaron casi exclusivamente plasmadas en la Idea del valor, aunque su motivación de reivindicar al mundo americano quedó también expuesta en un opúsculo de 1785, donde combate la teoría de que la sífilis tenía procedencia americana: La América vindicada de la calumnia de haber sido madre del mal venéreo. Pero este texto fue más bien un ensayo dedicado a rebatir a quienes tomaron el tema de la sífilis como argumento para corroborar la inferioridad natural de nuestro continente. Si se le juzga como historiador por la Idea del valor, es obvio que, a pesar de su persistente dedicación, Sánchez Valverde carecía de los estudios requeridos para un trabajo a la altura de los tiempos. No muestra especial rigor en avalar sus afirmaciones, sobre todo las que se refieren a hechos pasados. Por otra parte, la obra está plagada de exageraciones o sesgos dirigidos a validar tesis preconcebidas que lo motivaban a escribir. Los antecedentes culturales de la nación no proporcionaban alicientes para un tomo de historia. Tuvo que abrirse campo, solitario, para asumir la defensa de su tierra, el mayor acicate de su elaboración. Y eso es, precisamente, lo que le confiere importancia, dado que una síntesis histórica de ese género, aun con las imperfecciones vistas, era desconocida en el país. Con Idea del valor y la publicación de sermones y tratados filosóficos se evidenció como un pensador sistemático, algo de escasos precedentes en la isla. A pesar de las persecuciones que sufrió, los motivos de la obra recogen las aspiraciones del medio social al que pertenecía, lo que le otorgó vigencia inmediata. Desde que se publicó Idea del valor, todos los interesados en la historia dominicana tuvieron que acudir a leerla como manantial principal. Y es que no hubo material comparable hasta mediados del siglo XIX, cuando Antonio del Monte y Tejada publicó la primera versión de Historia de Santo Domingo. A pesar de la precariedad en que se debatió el país a partir de 1801, tras la ejecución del Tratado de Basilea, se hicieron varias ediciones de la Idea del valor, lo que se explica por el interés que suscitaba y la dificultad de conseguir la edición original. La primera reedición fue hecha por el gobierno unos años después de proclamada la independencia, en 1853. Tan pronto se produjo la anexión a España en 1861, en los meses subsiguientes fue reproducida en entregas sucesivas de la Gaceta de Santo Domingo. Al año siguiente apareció otra edición, esta vez completa, de nuevo en la Imprenta Nacional.
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Como se verá más adelante, la elaboración histórica de Sánchez Valverde estaba animada por el propósito de enaltecer a quienes consideraba los únicos habitantes legítimos de la colonia y, en esa medida, defender sus intereses. Junto al argumento de la igualdad antropológica de los criollos dominicanos, el punto clave que guiaba su libro radicaba en demostrar que Santo Domingo constituía una porción de territorio repleta de riquezas que debían ser objeto de interés por parte de la monarquía. La explotación económica deliberada, basada en el aprovechamiento de los recursos naturales, compatibilizaría los intereses de los nativos con los de la monarquía, pues la isla dejaría de ser una carga financiera para esta, como acontecía desde inicios del siglo XVII por medio de las asignaciones del situado. Grandes zonas iniciales de la obra están dedicadas a exponer la geografía de la isla y las posibilidades que ofrecía en aspectos tan diversos como: recursos minerales, árboles maderables, tierras fértiles, ensenadas aptas para puertos grandes, etc. La descripción geográfica, bastante escrupulosa por estar autorizada por el conocimiento personal, se integra con recorridos de acontecimientos históricos. Por ejemplo, para destacar la nula de explotación de las riquezas en las montañas fronterizas, señala que sirvieron de refugio a bandas de rebeldes cimarrones dedicados a negociar subrepticiamente con extranjeros y dominicanos. En lo inmediato, sin embargo, la colonia seguía registrando una situación lamentable, muy distante del potencial que deparaban sus riquezas naturales. Por consiguiente, cualquier obra histórica de respeto debía tener por propósito principal explicar las razones de su evolución adversa desde cerca de dos siglos. Para emprender la tarea, Sánchez Valverde hizo uso de su arsenal intelectual, que tendía a hacer compatible la herencia cristiana basada en la fe con el asentimiento de los principios de la ciencia moderna que recogía la Ilustración. Acudió a ofrecer explicaciones basadas en el instrumento de la razón, por lo cual debían estar apoyadas por una información convincente. Se derivaron exigencias intelectuales e históricas que fortalecieron la obra, no obstante la falta de adiestramiento en el oficio de narrar y explicar los hechos del pasado. Comenzó, sin embargo, partiendo de que una suerte de sortilegio, de pecado original, había aquejado el porvenir de la isla, supuesto que no guardaba nexos con los preceptos de la explicación racional. Encontró
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el origen de dicha fatalidad en la desastre de Colón, caído por la maniobra funesta de personajes desaprensivos, que además habían condenado a la extinción a la población indígena, otra fuente de desgracias. Sencillamente, el historiador se refugiaba en las trivialidades cotidianas de los integrantes de su sector social, incapacitados para percibir las causas por las cuales, no obstante su pretendida superioridad innata, no habían podido evitar o superar el hundimiento de su tierra. Ese panorama retrospectivo y presente tan sombrío era la contrapartida asentamiento español en constante de un pasado glorioso, cuando la isla tuvo una tarea ecuménica: la de haber sido la base del asentamiento español en América, el medio de expansión del cristianismo. La gloria del pasado remoto también se encontraba afianzada en las conciencias de la élite social dirigente, aun cuando en forma brumosa, a través de tradiciones familiares transmitidas generación tras generación. Claro está, Sánchez Valverde acudió a consultar exhaustivamente todos los libros que cayeron en sus manos, comenzando por la Historia natural y general de las Indias, de Gonzalo Fernández de Oviedo, que contenía una crónica de la actuación española entre fines del siglo XV e inicios del XVI y había sido redactada in situ, en la isla, prueba suplementaria de grandeza. Lo que plantea Idea del valor de lo acontecido en el siglo XVI, por ende, se reduce a repetir lo aportado por Oviedo y otros autores, a falta de documentos originales. El aspecto principal de las páginas consagradas a esa época radica en exaltar la grandeza de la isla, de la que eran testigos las magníficas iglesias y palacetes de la ciudad. El interés de la obra se acrecienta cuando entra en la decadencia sobrevenida a inicios del siglo XVII, aunque Sánchez Valverde se cuida de expresar críticas acerbas a la decisión del rey de despoblar la parte occidental en 1605, aun cuando era patente que tal medida produjo un daño terrible y permitió el establecimiento de los enemigos de España. Ahora bien, la originalidad del volumen toma cuerpo cuando aborda la recuperación acaecida en el siglo XVII. El autor logró reunir suficientes materiales de un proceso reciente, en gran medida vivido por él, lo que le permitió trazar una narración hasta hoy insustituible de ese período de la historia dominicana. Por una parte, logró sistematizar las causas de la recuperación, haciéndolas encajar con el objetivo de que el monarca tomara medidas
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adicionales a favor de la isla. A tal respecto, destacó el impacto beneficioso que tuvo la apertura del comercio a través de la declaración de puertos libres y el permiso del tráfico fronterizo. También abundó en los efectos favorables de la permisión de la piratería en ocasión de varias guerras contra Inglaterra y de la inmigración de habitantes de las Islas Canarias. Con esto, quería sentar premisas implícitas acerca de que todavía se necesitaban mayores ventajas comerciales para que la isla se desarrollara en beneficio del monarca. Y tal requerimiento estaba avalado en la constatación de que el país seguía sumido en una situación inconveniente. Para demostrarlo, Sánchez Valverde trazó bosquejos sobre la vida cotidiana. Le preocupaba mostrar la falsedad en la acusación de que de los hateros eran holgazanes; por el contrario, afirmó que eran mucho más laboriosos que los potentados franceses de allende la frontera. Sus descripciones contienen pinceladas imprescindibles para comprender la economía ganadera y la vida social en el siglo XVIII. Hasta los grandes propietarios con residencia en Santo Domingo –señala– llevaban una vida llena de sacrificios en sus haciendas de cacao. Aún más duras eran las faenas de los hateros y los monteros, expuestas en una página antológica del desarrollo de la cultura dominicana. Los pastores de La Española que se ocupan en la crianza de animales, tienen que madrugar todos los días y salir descalzos, pisando el rocío o el lodo, en busca del caballo que han de montar para sus correrías. Como la caballería se mantiene de su diligencia, suele estar muy distante o tan oculta entre los matorrales y arboledas, que viene a costar mucho trabajo el encontrarla. Condúcela el pastor a la casa y después de aparejarla, se desayuna con un plátano asado si le tiene y una taza de jengibre o de café, que es todo su alimento hasta la hora que vuelve. Así desayunado, monta a caballo y va sufriendo los ardores del sol o la molestia de las lluvias por bosques, montes o sabanas; ya al golpe, ya corriendo, para reconocer los animales dispersos por muchas leguas, reducirlos, agregarlos cuanto es posible y conducir a los corrales aquellos que ve picados del gusano o con otro mal que necesite curación. Este ejercicio, que en dejando de ser diario, trae conocidos perjuicios, es el más suave. Al él se añade el que llaman de montear, al cual deben darse con más o menos frecuencia, según pide la subsistencia de la
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familia que mantienen, no de lo que crían, sino de lo que cazan, en un país que sólo el día de la matanza puede comerse la carne fresca y donde casi todo el alimento es la vianda fresca o salada, especialmente en los hatos. Por consiguiente, rara vez puede pasar de ocho días y muchas veces debe anticipar esta trabajosa diligencia que se ejecuta en el modo siguiente. Sale el montero descalzo y a pie por lo regular, con una lanza y sus perros. Si va a caballo, tiene que dejarle a la entrada del bosque o montaña, porque son impenetrables si no es a pie. Aun así ha de hacer mil contorsiones con su cuerpo para entrar y poder seguir la caza. Suelta uno, dos o más perros, a los cuales, más el ejercicio y la necesidad que su inclinación nativa, les enseña a rastrear la pieza. Al ladrido de estos corre el pastor con su lanza, rompiendo ramas, pisando espinas y tropezando con ganchos, en que quedan los harapos de la camisa o calzones, y no pocas veces la carne. Tiénese por feliz si encuentra un buen toro o un berraco grande (especie de jabalí) que le embiste con furia y con el que lidia hasta matarle. Divídela en bandas, después de sacado el cuero, deja la cabeza y mucha parte de él, aprovechando sólo aquella carne que puede llevar al hombro hasta su casa o dejar en paraje que vuelva con el auxilio necesario a conducirla. (Se ha actualizado la ortografía de la primera edición).
EL PROYECTO DE REVOLUCIÓN ESCLAVISTA Todo el tramado expositivo, como ya se ha indicado, estaba dirigido a reivindicar a los criollos dominicanos. Ahora bien, el alegato no se realizaba en contraposición con la metrópoli, sino, por el contrario, buscando la compatibilidad de intereses entre esta y la posesión antillana. No hay razones para dudar de la sinceridad de la fidelidad al rey del racionero. En su razonamiento, la toma de conciencia criolla estaba atravesada por la reafirmación de su hispanidad, medio para diferenciarse de los vecinos franceses y la mayoría de esclavos y negros y mulatos pobres. El interés que suscitó la Idea del valor, desde que se editó, se explica precisamente por su concepción hispanista, la cual formaba parte de la arraigada cosmovisión de los sectores superiores que se mantendría hasta muy avanzado el siglo XIX.
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Para dar asidero a su empresa localista, el autor realiza una distinción conceptual entre la “nación”, que identifica a España o al conjunto del imperio español, y la “patria”, la tierra natal, Santo Domingo. A tal respecto, se pronuncia defensor de los intereses de la patria como medio de hacerle honor a los de la nación. En otras palabras, el incipiente localismo no lo llevó a disminuir su sentimiento de súbdito de Su Majestad Católica, si bien la ambigüedad de objetivos entre los intereses de la patria y la nación lo llevó a deslizar críticas suaves a la política metropolitana en la isla, encubiertas en el supuesto de la fiabilidad que debían merecer las decisiones del monarca. Abocado a la defensa de quienes él visualizaba sus compatriotas, enfrentó las consideraciones peyorativas que desarrollaron varios autores europeos del siglo XVIII contra los habitantes de las colonias en América, en especial de los españoles. Centró la polémica en las opiniones de Raynal, Paw y Weuves, autores que habían abundado de manera diversa sobre la supuesta inferioridad innata del medio natural americano, inferioridad que extendían a sus pobladores como víctimas irremediables del entorno. A Sánchez Valverde le preocupó en particular rescatar la integridad de los criollos dominicanos, negando que la pobreza reinante en la colonia se debiera a defectos congénitos. Como era habitual en la época, abordó la problemática desde un ángulo racial, recuperando, contra toda evidencia, el mito cotidiano de que los criollos dominicanos eran descendientes puros de los conquistadores, sin registrar la menor traza de mezcla con los africanos. Desde luego, aludía a la minoría de propietarios, a la que él pertenecía, que reclamaba tal condición como parte de la lógica de funcionamiento de la sociedad colonial. Con el argumento de la pureza racial iba más allá de lo que formulaba explícitamente: junto al cuestionamiento de las opiniones peyorativas de los anglosajones, estaba de hecho reclamando la igualdad de los criollos respecto a los peninsulares. Aunque no formulase reclamos específicos, se encargó de recalcar que todos, europeos y americanos, pertenecían por igual a la gran nación española. De manera no menos subrepticia, también reclamaba la igualdad de los que se encontraban en su condición social, con lo que daba respuesta a la discriminación que él había sufrido por no haber podido demostrar su “pureza de
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sangre”. Esto explica que la temática moderna de la igualdad formara también parte de sus brillantes consideraciones teológicas, plasmadas en sermones como el que se reproduce parcialmente, sobre la humildad: Apenas se hallará una máxima tan establecida en el mundo, ni tan mal entendida al mismo tiempo, como la que induce cierta diferencia de jerarquías entre los hombres, tomándolas de la distinción de su origen y sangre. Mírase como indispensable para la buena armonía, que unos nazcan superiores a los otros, y que aquellos tengan a éstos como por una porción de otra naturaleza inferior, sin otra relación con la suya, que la obligación de servirles, y obsequiarles; pero confundiendo lo verdadero con lo falso, resulta una liga monstruosa de soberbia, que destruye la Ley de Jesucristo al mismo tiempo, que trastorna la armonía. Es verdad que en la constitución a que el mundo se redujo, y que Dios ha permitido, debe haber un orden jerárquico, o de mayores y menores en dignidad. Esta doctrina no es contraria al Evangelio, Jesucristo la confirmó con el ejemplo y con la palabra, sus Apóstoles la predicaban, y recomendaban la subordinación a las potestades temporales; como una parte de la gran virtud de la humildad. Tampoco admite duda que el mismo desorden a que lleva la soberbia, y que ha llenado el mundo de tantos estragos en la conducta de los hombres por su natural altanería, ha sido una causa justa, para ligar esta superioridad al nacimiento; causa aprobada por Dios en sus sagrados testimonios y reconocida por útil con la experiencia […]. Pero de esta misma preeminencia necesaria, útil y aprobada se ha originado el abuso de extenderla infinitamente más allá de sus precisos límites, usurpándola, a título del nacimiento, un número excesivo de personas, que podemos llamar soberbios de sangre, las cuales aspiran, en cuanto pueden, a las regalías que se deben a uno solo; y vulnerando la humildad, trastornan igualmente las repúblicas.
Por si fuera poco, extendió su sesgado espíritu democrático al cuestionamiento de quienes se consideraban superiores por ocupar posiciones de poder, concentrar riquezas o estar dotados de capacidad intelectual. Con esta exposición, Sánchez Valverde apuntaba a confrontar el esquema de dominio social existente en su época.
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A esta clase de soberbios, que hemos llamado de oficio, porque vinculan la arrogancia a sus empleos, es semejante otra especie de soberbios, que pueden decirse de fortuna, y son de dos géneros: unos, que por razón de las riquezas que les dio su patrimonio opulento o adquirieron con injusticia, desprecian a los demás; y otros que por los talentos y la ciencia se entumecen y llenan de cierto aire desdeñoso.
Ahora bien, su espíritu democrático, expresión del intelectual que ha abrazado la filosofía ilustrada, quedaba circunscrito a su sector social. Para él, como para todos los integrantes de su clase, los esclavos y los libres de color no formaban parte de la comunidad dominicana. El criollismo, cabalmente expuesto en sus obras, vino a ser en la época la expresión de la toma de conciencia de los intereses particulares de un sector de la clase esclavista, tanto por oposición a la metrópoli como a la mayoría del pueblo. A pesar de sus conflictos con los potentados de la Audiencia y el Cabildo Eclesiástico, las reivindicaciones de Sánchez Valverde coincidían con las que formulaban los integrantes de la cúspide esclavista que controlaba el Cabildo de la ciudad de Santo Domingo. El propósito central que exponían los hacendados y el intelectual radicaba en que se tomaran las medidas que permitieran la superación de la pobreza en la que seguía sumida la porción española de la isla. El modelo de lo que debía ser un orden adecuado lo proporcionaba la colonia francesa, la más rica del mundo en aquel entonces. Allí, los propietarios disfrutaban de una opulencia extravagante sobre la base de la explotación atroz a casi medio millón de esclavos. Sánchez Valverde cumplió con el cometido de argumentar de forma erudita el anhelo de la clase a la que él pertenecía. Detrás del tono conciliador e hispanista, la exaltación de la humanidad de los criollos, equiparada a la de los peninsulares en la Idea del valor, estaba dirigida a reclamar con firmeza que la corona autorizase las medidas que dieran lugar a que, en beneficio de ella y de los grupos dirigentes locales, Santo Domingo se transformara en una réplica de Saint Domingue. Las condiciones naturales de Santo Domingo –argumentaba– eran superiores, y la disposición al trabajo de los criollos dominicanos más activa que la de los franceses. Entonces ¿qué faltaba, a
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su juicio, para que la parte española siguiera la senda ya trillada por la parte francesa? O ¿dónde estribaba el secreto de la prosperidad de Saint Domingue? No vaciló en responder de forma tajante: la condición para la prosperidad de cualquier posesión americana radica en la disponibilidad de grandes cantidades de esclavos. Los franceses de Saint Domingue eran ricos –afirmó–, porque contaban con el trabajo gratuito de numerosos esclavos. En consecuencia, el rey español debía autorizar la libre introducción de africanos cautivos a Santo Domingo como clave para su prosperidad y para que sus habitantes y la corona pudieran aprovechar adecuadamente las enormes riquezas que contenía su suelo. Por lo demás, el reclamo se inscribía en las concepciones de los ministros del rey Carlos III, quienes, al amparo de las ideas ilustradas, se habían propuesto estimular medidas tendentes a la explotación más intensiva de las colonias americanas. Es lo que explica que Idea del valor fuera bien recibida en Madrid y que durante su última estadía en la capital del imperio el racionero cultivase amistades en círculos burocráticos que procuraron protegerlo de las acusaciones de la Audiencia. Como complemento de la libre introducción de esclavos africanos, Sánchez Valverde proponía erradicar la esclavitud patriarcal. Entre los males que achacaba a la modalidad de esclavitud vigente en la isla, señalaba los siguientes: impedía un aprovechamiento adecuado de la potencialidad productiva del trabajador, fomentaba las actividades delictivas entre esclavos y libertos y permitía, a nombre de un, para él equivocado, sentimiento de humanidad, la proliferación de las manumisiones de cautivos en grave perjuicio de la economía insular. Sus argumentos coincidían casi al pie de la letra con los expuestos por los representantes de los hacendados nucleados en el Cabildo en ocasión del proyecto de Código Negro, redactado por Agustín Emparán, mexicano regente de la Audiencia. Sánchez Valverde trazó un panorama ominoso que impedía el florecimiento de la colonia, ya que los esclavos eran 30 veces menos que los de Saint Domingue, y se hallaban en una situación de indisciplina incompatible con cualquier sentido de formación de riquezas. En particular se pronunció contra la esclavitud a jornal, que permitía a los esclavos desempeñar actividades por su cuenta o servir de jornaleros a terceros, especialmente en actividades urbanas.
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Nuestros esclavos huelgan o trabajan para sí casi una tercia parte del año, que ocupan los días que llamamos de dos y de tres cruces. El abuso de tener esclavos a jornal, demasiadamente extendido en nuestra América, inutiliza una gran parte de los pocos que tenemos, porque ésta es una especie de Negros que viven sin disciplina ni sujeción; que saca su jornal, la hembra, por lo regular, del mal uso de su cuerpo, y los hombres generalmente del robo. Se ocultan y protegen unos a otros y a los que se escapan de las haciendas. Los pocos que trabajan, lo hacen sin método y, en ganando una semana para satisfacer el jornal de dos, descansan la segunda. Fuera de que lo más frecuente es trampear a sus amos la mitad de los jornales asignados. Este abuso está pidiendo no una reforma sino una extinción y entero desarraigo, prohibiendo absolutamente el que haya estos jornaleros dentro de la capital y demás ciudades.
En pocas palabras, lo que Sánchez Valverde estaba proponiendo era una revolución esclavista, que colocase a los esclavos bajo el imperio de la disciplina estricta garantizada por el fuete. Sería el fundamento de una colonia de plantación similar a la que habían construido los admirados hacendados franceses de Saint Domingue. El prelado cifraba el porvenir en la entrada de muchos miles de esclavos y su sometimiento a un régimen implacable de explotación de sol a sol. Para estos infelices no cabían consideraciones de la compasión cristiana y menos de la igualdad por la que propugnaba. Los esclavos, a su parecer, no solo no cabían dentro de la comunidad de dominicanos, sino que de hecho estaban excluidos del estatuto humano. Con esta propuesta queda de manifiesto que Sánchez Valverde, pese a su agudo sentimiento criollo, no alcanzó nociones de tipo nacional: todavía no percibía a todos los habitantes del país como una comunidad de iguales, el fundamento histórico de la nación. La anti-utopía esclavista no pudo ponerse en práctica. Los obstáculos eran enormes por efecto de una pobreza que parecía insuperable y de la inercia burocrática en el interior de la isla y en la metrópoli. Prueba de ello fue que el Código Negro nunca llegó a promulgarse. Se agregó, pocos años después, el estallido de la rebelión de esclavos en Saint Domingue, con consecuencias tan profundas que trastornaron la evolución ulterior del país. El mayor detonante de estas consecuencias fue el Tratado de Basilea de 1795, por medio del cual se traspasaba Santo Domingo a Francia.
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Fue el preludio de la emigración de esclavistas y de la intromisión de los haitianos en los asuntos internos de Santo Domingo. De ahí que la evolución histórica del siglo XIX no respondiera a las expectativas de Sánchez Valverde, sino más bien a lo opuesto, ya que los dominicanos tendieron a considerarse partícipes de una comunidad integrada y, consecuentemente, lucharon por la autodeterminación contra las potencias que pretendieron recomponer un dominio externo y el sometimiento de la gente a condiciones brutales de vida. En tal contexto, la obra de Sánchez Valverde quedó como una referencia de la historia pasada que, eventualmente, podía corroborar las concepciones de los sectores conservadores que durante décadas no confiaron en la capacidad del pueblo dominicano para construir un destino nacional. Hoy, cuando estas concepciones han sido superadas, la lectura de Idea del valor ha cobrado otro significado, si se quiere contrario al antes visto: constituye un referente para visualizar una de las etapas del proceso de formación del pueblo dominicano. BIBLIOGRAFÍA Morillas, José María. Siete biografías dominicanas. Ciudad Trujillo, 1946. Rossi, Máximo. Praxis, historia y filosofía en el siglo XVII. Santo Domingo, 1994. Sánchez Valverde, Antonio. Ensayos. Santo Domingo, 1988. Sánchez Valverde, Antonio. El Predicador. 1782, Santo Domingo, 1995. Sánchez Valverde, Antonio. Sermones panegíricos y de misterios, 17831785, Santo Domingo, 1995. Sánchez Valverde, Antonio. Examen de los sermones del padre Eliseo, 1787. Santo Domingo, 1995.
JUAN SÁNCHEZ RAMÍREZ CAUDILLO DE LA RECONQUISTA
EL INICIO DE LA POLÍTICA NACIONAL Juan Sánchez Ramírez fue el primer personaje de significación política en la historia dominicana de los albores del siglo XIX. Producto de la situación creada por la cesión de la colonia española de Santo Domingo a la Francia de 1795, le correspondió encarnar la reacción de los dominicanos, que tuvo por principal consecuencia un empeoramiento de las condiciones de vida de la población. La resistencia alcanzó su mayor expresión durante los años finales del período denominado Era de Francia, que se prolongó entre 1802 y 1808, cuando los dominicanos se vieron sometidos a un régimen de desigualdad en beneficio de la minoría francesa dirigente. Había razones de fondo en tal conflicto, como el propósito de reconstruir una economía de plantación basada en el trabajo intensivo de los esclavos, lo que conllevaba la subordinación a posiciones de inferioridad de casi todos los dominicanos. También había razones de tipo cultural, por cuanto la idiosincrasia de estos no se avenía con los preceptos jurídicos y morales introducidos por los franceses. En suma, para el universo mental de entonces, ser súbditos del rey de España aparecía como una condición natural, que había sido vulnerada por un acto desafortunado del favorito Manuel Godoy. A partir de esta reacción tradicionalista, se iniciaría una progresiva toma de conciencia nacional, en el sentido de creación de una comunidad independiente. Eran años duros, con episodios trágicos, como el ataque de Jean Jacques Dessalines, jefe de Estado haitiano, en mayo de 1805, que provocó centenares de víctimas en Santiago, Moca y otras localidades del norte. Quedó patente, asimismo, la triste condición a que se habían visto reducidos los emigrados a Cuba, Puerto Rico y Venezuela, donde recibieron escasísimas atenciones y se vieron forzados a gastar los ahorros que habían sacado del país. Muchos de ellos retornaban en la primera ocasión, no obstante las azarosas condiciones en que seguía sumido el país, actitud 59
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que revela su conexión vital con el espacio dominicano, por cuanto el regreso implicaba renunciar a la condición de vasallos del rey de España. Finalmente se hizo sentido común que resultaba preferible afrontar cualquier riesgo en el suelo patrio a tener que sufrir adversidades inevitables en las posesiones españolas cercanas. Floreció así un espíritu nacional incipiente, producto de la acentuación de la identidad local. Ante los cambios que continuamente sobrevenían, incluyendo las experiencias en los países vecinos, se afianzó el criterio de que el colectivo dominicano tenía rasgos particulares. De tal manera, se fue perfilando la idea de que había que ganar el derecho para vivir en el país dentro de condiciones adecuadas, que en términos generales se identificaban con los rasgos de la organización social vigentes antes de 1789. La pobreza de la colonia contribuyó a conformar un sentido de comunidad generado por el amplio mestizaje y la cercanía en los sistemas de vida y hábitos culturales entre los diversos sectores étnicos-sociales. Muchos aspectos de este ordenamiento fueron alterados por el proyecto de los dominadores franceses, así como por el cataclismo que significó el conjunto de cambios acaecidos desde los últimos años del siglo XVIII. Las guerras fronterizas, a partir de 1793, mermaron considerablemente la riqueza ganadera, que constituía el fundamento económico desde tiempos inmemoriales. Se agregó el efecto del proceso revolucionario de Saint Domingue y la proclamación del Estado haitiano, en 1804, que dio lugar a la brusca disminución del monto de los intercambios fronterizos, sobre los cuales se había sustentado la economía de Santo Domingo desde los primeros años del siglo XVIII. Ante estas circunstancias inéditas se precisaban respuestas activas. Los conflictos sociales habían quedado reducidos a una mínima expresión a lo largo de todo un siglo, a consecuencia de las relaciones patriarcales, tipificadas por el trato que le concedían los dueños de ganado a sus esclavos y otros dependientes. Pese a la pobreza reinante, la comunidad se hallaba tranquila bajo la égida española. Hasta 1789, por tanto, no había hecho irrupción ningún proyecto de independencia, a diferencia del malestar que afloraba en otras colonias españolas y que se manifestó en movimientos armados, como la revuelta de Tupac Amaru en Perú y la de los comuneros en Nueva Granada.
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Las adversidades llevaron a los dominicanos a hacerse cargo de su destino sin estar preparados para ello. De ahí que el incipiente espíritu nacional adoptara una orientación contraria a la que se manifestaba en la mayoría de las colonias españolas. Mientras en Buenos Aires y Caracas los criollos reaccionaban ante la deposición del rey Fernando VII con la demanda de más derechos, en 1808 en su generalidad los dominicanos de sectores superiores buscaron ampararse bajo la protección del monarca. Los cambios introducidos por Napoleón Bonaparte en España dieron lugar a que en América se generalizara el espíritu independentista de los dirigentes criollos, quienes tomaban nota de lo acontecido en Estados Unidos pocas décadas atrás. Los dominicanos, en cambio, tan pronto se enteraron del estallido de la resistencia al dominio francés en la península, protagonizaron la Guerra de la Reconquista, en demanda del retorno de España. Comenzaba a perfilarse el carácter específico del proceso histórico dominicano, que tomaba senderos divergentes tanto respecto a los países que optaron por separarse de España, como de Cuba y Puerto Rico, las únicas posesiones que, a la larga, se mantuvieron fieles a España gracias a la ausencia de un espíritu nacional y al surgimiento en ellas de economías de plantación basadas en grandes contingentes de esclavos africanos, base del entendimiento de los criollos ricos con la metrópoli. Las expresiones de reivindicación nacional entre los dominicanos fueron múltiples en los primeros años del siglo XIX, pero la búsqueda de espacios de autonomía se relacionó estrechamente con la protesta de los libertos y esclavos, que aspiraban a la igualdad. Fue en ese panorama que la lucha contra la dominación francesa cobró magnitud, al sintetizar las aspiraciones de la casi totalidad de dominicanos. Solo se solidarizaron con el dominio francés porciones de los sectores dirigentes que consideraron factible beneficiarse del sentido de progreso que comportaba una metrópoli mucho más avanzada que España. Esos fueron quienes recibieron el calificativo despectivo de “afrancesados” y quienes se ganaron el odio de la población, puesto que resultaban solidarios de las condiciones impuestas por los dominadores, manifiestamente lesivas para el resto de la población. Aunque aparecieron varias iniciativas para derrocar la dominación francesa, al final sobresalió la dirigida por Juan Sánchez Ramírez, hasta
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entonces un personaje carente de significación en los medios dirigentes coloniales, concentrados en la ciudad de Santo Domingo. El protagonismo de este personaje pone de relieve un cambio de condiciones históricas, puesto que, sin que él lo captara en toda su magnitud, expresaba una acción de nuevo tipo. No hay que olvidar que, al rebelarse contra el dominio francés, los dominicanos desconocían la voluntad del rey español, expresada en el Tratado de Basilea. Aunque tal movilización propendiera al retorno de España, significaba algo nuevo, ya que era producto de la voluntad del pueblo. Por ello, Américo Lugo calificó la Guerra de la Reconquista como el primer episodio de afirmación de la soberanía dominicana. Esta nueva época tuvo su primera condensación en el liderazgo de Juan Sánchez Ramírez, quien terminó sobreponiéndose a otros dirigentes que obraron contra el dominio francés. Sin duda, los estremecimientos que habían sacudido el país prepararon el terreno para que este anodino hatero de Cotuí pasara a desempeñar una función política que no tenía precedentes. Aunque contó con el apoyo del gobernador de Puerto Rico, Sánchez Ramírez logró ser investido con la autoridad local por una asamblea de notables, hecho sin precedentes, ya que se produjo al margen de la intervención metropolitana. Desde que afianzó su control sobre el país, Sánchez Ramírez se desligó de la relación que le había unido al gobernador de Puerto Rico y se dispuso a ganar una autoridad personal incontestable. Desde tal óptica, vino a ser el prototipo del caudillo criollo identificado con posiciones conservadoras. No fue casual que Pedro Santana, el primer presidente de la República Dominicana, se inspirara, mucho tiempo después, en el ejemplo que había representado Sánchez Ramírez. ORÍGENES HATEROS EN COTUÍ Sánchez Ramírez nació en Cotuí en 1762, hijo de Miguel Sánchez, jefe de la comandancia de armas de la villa. En las condiciones de la época, a pesar de que su padre era uno de los individuos más prestigiosos de la localidad, no tuvo posibilidades de obtener una educación formal. Este era uno de los aspectos que diferenciaban al sector de los hateros respecto
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a la reducida aristocracia colonial residente en la ciudad de Santo Domingo. Aunque propietarios de predios extensos, los hateros vivían en condiciones humildes, pues sus heredades casi nunca pasaban de pocos centenares de cabezas de ganado vacuno. La vida cotidiana de este sector social fue descrita por autores de la época, como el sacerdote Antonio Sánchez Valverde, quien llamó la atención sobre la dureza de las faenas de estos propietarios, en un contexto de primitivismo que los acercaba a los esclavos que los auxiliaban. Había gradaciones en la categoría de los hateros, desde algunos que se acercaban a los sectores superiores hasta otros que provenían de los libertos y mejoraban de condición gracias al sistema de propiedad comunal de la tierra y a las oportunidades que brindaban las hipotecas de fondos de la iglesia. La familia de Sánchez Ramírez se encontraba en la escala superior de Cotuí, pero esta era una zona deprimida, cuya única importancia se derivaba del tránsito de los viajeros entre Santo Domingo y las villas del norte, en especial de La Vega y Santiago de los Caballeros. La condición material de su familia no se caracterizaba por la abundancia, si bien participaba de los signos de distinción propios de los hateros. Desde el punto de vista del prestigio, operaba que, como muchos hateros, Sánchez Ramírez era mulato y, sin importar su tez clara, esta condición lo segregaba de manera irremediable de la cúspide social de la ciudad de Santo Domingo. De acuerdo con José Gabriel García, la formación del personaje se moldeó en su vínculo con el cura de la parroquia, quien le transmitió valores religiosos y rudimentos culturales. Tal vez esta relación contribuyó a que Sánchez Ramírez ganara prestigio en el entorno de Cotuí. Contrajo matrimonio con la vegana Josefa Pichardo Delmonte, “una de las señoritas más visibles de la comarca, dama asaz estimable, no sólo por su elevada posición social, sino también por sus reconocidas prendas y esmerada educación”. Relata también el historiador nacional que la influencia de Sánchez Ramírez se acrecentó por haberse prestado a la captura de Miguel Robles, “bandido famoso que sembraba consternación y el espanto por donde quiera que aparecía con su gavilla”. A pesar de no ser un hombre de armas, la reputación que ganó con este episodio lo ayudó a ocupar la jefatura de una compañía de lanceros que marchó a la frontera a combatir
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contra los franceses cuando se declaró la guerra entre las potencias europeas y la República Francesa, a consecuencia de la ejecución de los reyes depuestos Luis XVI y María Antonieta. RESISTENCIA A LOS FRANCESES A la nombradía social y de autoridad se agregó su insatisfacción por la cesión del país a Francia en1795, que lo llevó a predicar sin ambages contra la medida. Pensaba como un integrante de su sector social, que por instinto se apegaba al mantenimiento de la soberanía española. García acota que Sánchez Ramírez tomó parte en las gestiones tendentes a impedir la materialización del Tratado de Basilea a lo largo de 1800. Cuando Toussaint Louverture invadió la colonia española, a inicios de 1801, por primera vez asumió una actitud activa al intentar oponerse a la entrada de las tropas del país vecino, pero tuvo que desistir tras la derrota que Louverture le propinó al gobernador español Joaquín García a orillas del río Nizao. Decidió por el momento contemporizar con la autoridad de los generales nativos de Saint Domingue, que tenía en el general Clervaux su principal representante en el Cibao. Al igual que gran parte de los dirigentes provincianos, se negó a abandonar el país, intuyendo que nada bueno le esperaba en otro lugar. Dentro de las nuevas condiciones, Sánchez Ramírez tuvo que variar de sistema de vida. Pasó a ejercer como escribano público, indicativo de que su nivel cultural, aunque limitado, lo situaba por encima de lo común en su medio. Se incorporó a los cambios que se producían en la economía a consecuencia del cierre de la frontera, e incursionó en los cortes de caoba y otras maderas preciosas. Además de abrir cortes en las tierras de su propiedad próximas a Cotuí, estableció otro en El Jovero (hoy Miches), zona entonces casi deshabitada en la orilla meridional de la bahía de Samaná. Gran parte de su tiempo lo pasaba en este lugar donde, por la cercanía a la costa, la extracción de madera era más rentable. Al poco tiempo estableció otro corte en Macao, en el extremo oriental de la isla, en sociedad con Manuel Carvajal, quien luego se hizo su lugarteniente en la campaña militar contra los franceses.
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En febrero de 1802, cuando llegó la expedición enviada por Napoleón Bonaparte y bajo el comando de su cuñado Víctor E. Leclerc, con el fin de derrocar al régimen de Toussaint Louverture, Sánchez Ramírez se integró a la movilización de los criollos dominicanos contra los generales de origen esclavo. En realidad no congeniaba con los franceses, pero concluyó que su presencia resultaba menos lesiva que la de los libertos. Aun así, se mantuvo distante del nuevo gobierno, en muestra de hostilidad sorda, no obstante las propuestas que recibió para ocupar cargos en la administración. García es categórico en cuanto a que Sánchez Ramírez se negó a comprometerse de cualquier manera con la administración francesa, a fin de quedar en libertad de obrar en el futuro contra ella. Su voluntad de permanecer en el país fue doblegada transitoriamente en los últimos días de 1803, cuando se visualizaba la inminente victoria de los insurgentes haitianos y se preveía una invasión de Jean Jacques Dessalines para expulsar a los franceses. Al igual que tantos otros dominicanos, pensando en salvar la vida, escapó a Puerto Rico, el territorio más cercano a sus cortes de madera de El Jovero y Macao. La información relativa a la estadía de Sánchez Ramírez en Puerto Rico es brumosa, pero se puede colegir que trató de retornar a Santo Domingo tan pronto se le presentó la oportunidad, debido a que, como él mismo lo consigna en su Diario de operaciones, tuvo que gastar sus magros ahorros a causa de que la administración española de Puerto Rico no cumplió el compromiso de entregarle tierras a cambio de las que había abandonado en el país natal. El aferramiento a la patria no era solo sentimental, sino condicionado por el imperativo de la supervivencia. A mediados de 1807 regresó al país y en adelante se mantuvo al frente de los cortes de caoba, amparado en la seguridad que le deparaban esas remotas comarcas. GESTIONES CONSPIRATIVAS E INICIOS DE LA GUERRA Desde cierto momento, a medida que se acrecentaba el malestar contra el dominio francés, Sánchez Ramírez abandonó la tranquilidad de sus
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negocios y pasó a involucrarse en actividades conspirativas. Recorrió varios lugares del país para entrevistarse con figuras influyentes y llevarles el mensaje de que había que prepararse para derrocar a los gobernantes extranjeros. Entre las personas que contactó sobresalieron Andrés Muñoz en Santiago y Ciriaco Ramírez en Azua. Todavía no había estallado el conflicto en la península, lo que indica que actuó por motivación propia, y que encarnaba el espíritu contrapuesto al dominio de Francia, como parte de un amplio estado de opinión entre los dominicanos. Informó de sus gestiones a las autoridades de Puerto Rico y obtuvo cierta promesa de apoyo del gobernador Toribio Montes, pero, como era bastante indefinida, logró que algunos emigrados dominicanos abogaran por su causa. Al acrecentar la propaganda subversiva, llegaron ecos al gobernador francés Louis Ferrand. Este gobernante trataba de obtener el concurso de los criollos de alcurnia, por lo que optó por convocar a Sánchez Ramírez a una comida, donde lo trató con toda cortesía a fin de disuadirlo de sus actividades, seguramente pensando que no ofrecía peligro para la estabilidad política. Ello no fue óbice para que Sánchez Ramírez mantuviera su acción conspirativa, llegando a abordar a Agustín Franco de Medina y otros notables cibaeños comprometidos con el régimen francés. Se desató entonces una persecución abierta que lo llevó a ocultarse en zonas remotas del este con el fin de preparar las hostilidades. Cuando se conoció la sublevación del 2 de mayo de 1808 en Madrid, iniciada por la resistencia nacional española frente al dominio de Bonaparte, no pasó mucho tiempo para que se desencadenara la insurrección de dominicanos. El primer foco de rebelión surgió en la región sur, por efecto de las incitaciones del gobernador de Puerto Rico. Este tomó la iniciativa de enviar agentes, entre los cuales descollaron Salvador Félix y Cristóbal Huber, quienes lograron encender la rebelión. Félix era un dominicano natural de la zona de Neiba, emigrado a Puerto Rico, por lo que contaba con buenas relaciones en el extremo sur. Huber, nacido en Madrid, nunca había pisado territorio dominicano. El hecho de que la rebelión comenzara lejos de la zona de influencia de Sánchez Ramírez indica que sus vínculos con las autoridades de la isla vecina aún eran débiles. En las semanas siguientes al estallido de la insurrección el gobernador Montes envió otros agentes, señal de que no le concedía demasiada importancia a Sánchez Ramírez.
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Desde que los dos primeros agentes llegaron a Puerto Alejandro, cerca de la desembocadura del Yaque del Sur, avisaron a los naturales de sus planes. Félix marchó hacia el interior y reclutó una tropa que, no obstante su improvisación, infligió una derrota a los franceses en Malpaso, el 25 de septiembre de 1808. Félix fue acusado de realizar exacciones contra la población, por lo que la jefatura recayó en manos de Huber. Este entró en contacto con Ciriaco Ramírez, próspero agricultor de la zona de Azua, también español metropolitano, a quien delegó la conducción de la guerra. En pocos días ambos jefes insurgentes se hicieron del control sobre casi todo el territorio al oeste de Azua. En el transcurso de las operaciones guerrilleras se comunicaron con el gobierno de Alexandre Pétion, presidente de la República de Haití, quien con discreción les proporcionó armas y parque. Hay noticias de que en Port-au-Prince se imprimieron hojas sueltas que anunciaban propósitos liberales que no coincidían con las aspiraciones conservadoras de los hateros. Tal vez por esa razón, a la larga estallaron divergencias entre Ramírez y Huber, de una parte, y Sánchez Ramírez, quien de seguro ya albergaba posiciones conservadoras. Es probable también que mediaran intereses personales, ya que el gobernador de Puerto Rico trató de mantener un apoyo privilegiado a Huber, por considerarlo un asociado de su posible propósito de obtener méritos con la reconquista de Santo Domingo, que podrían hacerlo acreedor del cargo de virrey del Perú. Las operaciones en el sur llevaron un ritmo lento debido a que el gobernador Ferrand envió una nutrida tropa al mando del coronel Aussenac, su mejor comandante. De hecho, Ramírez y Huber se detuvieron, primero a las puertas de Azua y luego en Sabana Buey, por petición de los vecinos de esas comarcas, temerosos de las represalias francesas. Mientras tanto, aprovechando el foco de atención en el sur, Sánchez Ramírez se declaró en abierto estado de rebelión al frente de una guerrilla de decenas de hombres de Higüey. Intensificó los contactos con Puerto Rico y logró una colecta de dinero entre los emigrados, así como que algunos de ellos intercedieran ante el gobernador Montes para que le prestara su concurso directo. Obtuvo la preparación de una primera expedición de refuerzos desde Puerto Rico con el fin de auxiliar a Sánchez Ramírez. La llegada de esas fuerzas, a finales de octubre de 1808, unos
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200 hombres, en su mayoría dominicanos emigrados, que traían 400 fusiles y otros armamentos, provocó un vuelco en la situación. Ferrrand fue informado del arribo de esta expedición por franceses dueños de cortes de madera en las costas orientales. El gobernador se dispuso a marchar en persona hacia el este, por llegar a la conclusión de que se había incubado ahí el foco más peligroso para su régimen. Gracias al celo que había impreso a las actividades conspirativas y a la energía con que dirigió su pequeña guerrilla durante varias semanas, Sánchez Ramírez logró concitar el liderazgo sobre toda la nueva tropa insurgente. Obró a su favor que anulase la influencia de Antonio Rendón y Sarmiento, uno de los comisionados del gobernador Montes, quien pretendía el ejercicio de la autoridad amparándose en las instrucciones que le fueron entregadas. Este detalle indica que Sánchez Ramírez decidió ocupar la jefatura suprema sin considerar las opiniones del gobernador de Puerto Rico. Lograda su posición preponderante en el terreno de los acontecimientos, en diversas misivas se colocó con astucia por debajo del arbitrio de Montes. En verdad, esto no pasó de una declaración formal, como lo muestra el desenvolvimiento de los hechos: el caudillo dominicano mostró la convicción de que el mando le correspondía de manera irrestricta, como delegado de la Corona española, sin interferencia de nadie. Esa voluntad de mando, no ajena a su posición social, le permitió a Sánchez Ramírez ser reconocido por varios hateros connotados de la región que se distinguían por su hostilidad contra el dominio francés. Con uno de ellos, Vicente Mercedes, que también aspiraba al poder, tuvo que lidiar de manera diplomática. Considerándose portador de más influencia social y capaz de reclutar una mayor cantidad de hombres en los alrededores de sus predios de El Seibo, Mercedes reclamó la jefatura, pero parece que carecía de dotes suficientes para el mando. Con el fin de evitar una disputa abierta, Sánchez Ramírez le propuso que quedase aplazada la cuestión hasta que se comprobase quién exhibía mayores condiciones. Se trató de una estratagema propia de los caudillos decimonónicos. En ningún momento Sánchez Ramírez perdió el control sobre sus hombres. Mercedes fue de los pocos jefes que perdieron la vida en la batalla de Palo Hincado, contingencia que despejó las dificultades para que se afirmase la superioridad de Sánchez Ramírez.
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PALO HINCADO Tan pronto llegaron los refuerzos de la expedición de Puerto Rico a la desembocadura del río Yuma, Sánchez Ramírez se apresuró a dirigirse hacia El Seibo, principal localidad del este, consciente de que Ferrand se aprestaba a aplastar la insurrección. En pocos días reforzó su contingente con nuevos reclutas, casi todos pertenecientes a la población pobre. Luego de efectuar algunos movimientos, el autoafirmado caudillo escogió la sabana de Palo Hincado para esperar a Ferrand. Contaba con más de 1,000 hombres de infantería y unos 200 de caballería. La mayoría de ellos carecían de armas de fuego, por lo que se hizo evidente que el combate tenía que producirse cuerpo a cuerpo. Los dominicanos de la época, como buenos criadores de ganado, eran diestros en el uso de la lanza y el machete, circunstancia que Sánchez Ramírez decidió aprovechar. Captó que el uso de armas blancas era el único medio para enfrentar a la tropa francesa, mucho mejor armada y dotada de una impecable disciplina militar. El medio que concibió fue el de la emboscada: colocó reservas de lanceros ocultos que pudiesen caer sobre los flancos o la retaguardia del enemigo en los momentos precisos. El caudillo se reservó la posición central de la sabana, teniendo por auxiliares a hateros de la región, en primer lugar a Miguel Febles a su lado. Confió el mando del ala izquierda a Manuel Carvajal y la derecha a Pedro Vásquez, sexagenario recién llegado de Puerto Rico para participar en la guerra, auxiliados por cuerpos de caballería al mando de Vicente Mercedes y Antonio de Sosa. La caballería quedaba como reserva para evitar que los franceses rompieran el frente en alguna posición débil. Sánchez Ramírez estaba preocupado porque poco antes se había producido un conato de pánico entre la tropa, a consecuencia de la aparición de un jinete que se consideró un espía de los franceses. Para infundir ánimo a sus hombres, se dirigió a ellos con una arenga que concluyó con las siguientes palabras, propias de un consumado jefe militar: Pena de la vida para el que volviere la cara atrás; pena de la vida para el tambor que tocare retirada; y pena de la vida al oficial que lo mandare, aunque sea yo mismo.
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Como estaba previsto, Ferrand se confió de que la tropa dominicana estaba compuesta por individuos sin experiencia militar. Atacó resueltamente para desbaratar el flanco izquierdo y fue emboscado, con lo cual en pocos minutos decenas de franceses perdieron la vida y el conjunto de la tropa se desorganizó. Las fuentes establecen que algo más de 300 franceses murieron en la sabana, la mitad del destacamento, mientras que apenas siete dominicanos perdieron la vida, a los que se agregaron otros tres que quedaron mal heridos. Este resultado, tan contrastante con el orgullo de las huestes napoleónicas, fue producto de los errores de cálculo de Ferrand, que aceptó el terreno escogido por el caudillo dominicano, quien contaba con una partida tres veces más numerosa. Lo que siguió fue una cacería implacable: los jinetes dominicanos se dedicaron a exterminar a los fugitivos franceses. Durante días, muchos de ellos deambularon por los bosques, donde eran localizados por los macheteros, conocedores de caminos y trillos. En particular establecieron una barrera humana en la zona de Monte Grande, que era necesario atravesar para llegar al Ozama. Ante este catastrófico resultado, temeroso de ser capturado, Ferrand prefirió suicidarse a escasos kilómetros de Palo Hincado, en la cañada del río Guaiquía. El hatero Pedro Santana, padre del primer presidente dominicano y capitán de las milicias, encontró el cadáver de Ferrand, le cercenó la cabeza y la hizo colgar de sus largos bigotes para exhibirla como trofeo macabro en El Seibo. Esta atrocidad de uno de los jefes auxiliares del contingente dominicano de Palo Hincado muestra el odio que había concitado la dominación francesa. JUNTA DE BONDILLO A continuación, las huestes dominicanas se posicionaron en los alrededores de Santo Domingo. El sucesor de Ferrand, general Du Barquier, fue conminado por sus lugartenientes a resistir, en especial por Aussenac, quien ya había retornado de Azua con Ciriaco Ramírez pisándole los talones al frente de unos 1,500 hombres. Este último había tenido que reconocer la jefatura de Sánchez Ramírez, obligado por la
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victoria contundente de Palo Hincado. Mientras tanto, la zona cibaeña se había sublevado por diligencias de Andrés Muñoz, quien envió refuerzos a la tropa de Ciriaco Ramírez y Cristóbal Huber. En ese contexto, Sánchez Ramírez estuvo en las mejores condiciones para fortalecer relaciones con el gobernador de Puerto Rico y hacerse el interlocutor obligado y reconocido como jefe delegado de la guerra de Santo Domingo. Pocos días después de Palo Hincado, llegó desde Puerto Rico un nuevo refuerzo, de alrededor 150 hombres, entre los cuales había muchos militares. Afianzada su autoridad, Sánchez Ramírez logró que Montes enviara una siguiente expedición de 350 hombres al mando del coronel José Arata, oficial del Regimiento Fijo de Puerto Rico. En cada ocasión en que se recibían pertrechos y hombres, Sánchez Ramírez debía cargar los buques de vuelta con caoba y otras maderas preciosas a fin de sufragar los gastos, ya que el gobernador de Puerto Rico alegaba carecer de recursos por no estar recibiendo el situado desde cinco años antes. Montes llegó a sugerir que se enviasen esclavos para sufragar el costo del armamento. Sin duda el apoyo del gobernador de Puerto Rico fue importante en la lucha contra los franceses, pero esas transacciones ponen en evidencia que hasta el sostenimiento material de la empresa corrió por cuenta de los dominicanos. Sánchez Ramírez aprovechó la distancia con Puerto Rico para consolidar los planos de autonomía. Desde que se produjo la victoria de Palo Hincado, resolvió enviar un delegado a Jamaica, consciente de que sin ayuda inglesa le resultaría difícil lograr la capitulación de los franceses atrincherados en la ciudad amurallada. Esta dificultad se había puesto de manifiesto cuando los sitiados lograron contraatacar, apoderarse del fuerte de San Jerónimo y hacerse del control del espacio cercano a la ciudad. Entre otras desventajas, la tropa dominicana carecía de armamento pesado, ya que lo enviado desde Puerto Rico se reducía a unos cuantos cañones pequeños, algunos de los cuales habían sido colocados sobre balandros con el fin de estorbar las comunicaciones de los sitiados con el exterior por vía marítima. Mientras estrechaba el cerco, Sánchez Ramírez convocó una asamblea de notables de las diversas poblaciones del país, que se reunió en Bondillo el 12 de diciembre de 1808, a escasos kilómetros al noroeste de Santo Domingo. Una parte considerable de los delegados estaba compuesta
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por sacerdotes. En la asamblea se resolvió reincorporar el país a España, reconocer a Fernando VII como único monarca legítimo y designar a Sánchez Ramírez como gobernador interino. El resultado ratificó la supremacía sobre Ciriaco Ramírez, quien hasta entonces se había limitado a reconocer cierta superioridad a Sánchez Ramírez, pese a que las tropas del sur eran tan numerosas como las del este. En los documentos no queda del todo claro en qué consistieron los conflictos, pero en lo adelante Sánchez Ramírez, en su Diario, pasó a calificar la acción de su rival como desordenada y perjudicial para los habitantes de la región. En los días siguientes terminó de definirse la superioridad de Sánchez Ramírez quien, investido del cargo de gobernador, logró la detención y extrañamiento del país de sus rivales Ramírez y Huber. Es seguro que la prueba de fuerza se resolvió inmediatamente antes de la Junta de Bondillo, entre cuyos integrantes no figuraron Ramírez y Huber. Tal vez tienen razón los cronistas franceses cuando aseveran que Bondillo fue producto de un cuartelazo que desplazó a los jefes sureños. El desenlace revela la preeminencia personal de Sánchez Ramírez, desde el momento en que Huber había sido enviado por Montes, quien luego le brindó protección sacándolo de la cárcel al retornar detenido a Puerto Rico. Las resoluciones de Bondillo estipulaban que la Junta de Representantes del Pueblo permanecería como un órgano consultivo que avalaría las decisiones del gobernador, pero “siempre que lo tenga a bien y será el presidente de ella, en la inteligencia de que esta sola queda con voz consultiva y la decisiva sólo pertenecerá al gobernador”. Otra resolución consignaba la organización administrativa y judicial conforme a las leyes españolas, pero consagrando una situación particular mediante la cual Sánchez Ramírez capitalizaba plenos poderes. Esto respondía a la concepción de que había que restablecer el sistema autocrático sustentado en los poderes unipersonales del gobernador. Se trataba de la primera manifestación de una organización política local que, reveladoramente, adoptaba contornos despóticos que serían típicos del ordenamiento estatal independiente. El único límite que encontraba la autoridad omnímoda de Sánchez Ramírez consistía en su subordinación a la Corona, a través de la Junta Central que se había trasladado a Sevilla. Pero la Junta estaba
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concentrada en la guerra contra los franceses y se limitó a enviar como comisionado regio a Francisco Javier Caro, integrante de la oligarquía colonial, quien en ese momento era uno de los delegados de las juntas de Castilla. En su posición de gobernador, Sánchez Ramírez decidió acudir a la asesoría de individuos ilustrados de la vieja clase dirigente local. El primero de ellos fue Andrés Muñoz Caballero, quien cultivó tal intimidad con el gobernador que recibió el encargo de redactar el Diario de operaciones, iniciado retrospectivamente el 2 de mayo de 1809. Poco después, Muñoz fue destinado a representar al país ante la Junta Central de España, lo que coincidió con la llegada de Francisco Javier Caro, quien pasó a imprimirle orientaciones al sistema administrativo. Antes de que esto aconteciese, llegaron tropas inglesas desde Jamaica, dirigidas por el comodoro Cumby y el general Carmichael, auxiliadas por una escuadra de navíos que tendió un cerco sobre la desembocadura del Ozama, lo que empeoró la situación de los franceses. Los sitiados en el interior de la ciudad atravesaron penurias inenarrables; llegaron a tener que alimentarse hasta con pieles de ganado, suelas de zapatos y ratones. Después de meses, la voluntad de resistencia de los oficiales franceses quedó resquebrajada, a pesar de que tenían conciencia de que a los sitiadores les resultaría muy difícil efectuar un asalto sobre las murallas. Tras negociaciones prolongadas, los franceses aceptaron capitular ante los ingleses, mediante un convenio concluido el 6 de julio de 1809 y ratificado al día siguiente. Se estipuló que no se consideraría a los oficiales franceses prisioneros de guerra y que serían trasladados a Francia por cuenta del gobierno de Inglaterra, aunque asumían el compromiso de no combatir durante varios años. Cuando los sitiadores entraron a la ciudad, las tropas inglesas marcharon delante de las domínicopuertorriqueñas. En virtud de las atribuciones que recibió la Junta de Bondillo, Sánchez Ramírez firmó un acuerdo con los jefes ingleses, mediante el cual se otorgaba libre acceso a los buques mercantes de ese país en todos los puertos dominicanos, y a sus productos el mismo tratamiento arancelario que a los españoles; también se estipulaba la posibilidad de que comerciantes ingleses se estableciesen en el interior del país, comprometiéndose
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la administración local a brindarles protección. La concertación de este acuerdo equivalía a una forma de libre comercio que otorgaba ventajas a Inglaterra incluso respecto a la metrópoli, habida cuenta de la superioridad de su aparato productivo. Esta decisión de Sánchez Ramírez abrió un proceso novedoso en las relaciones económicas del país, por cuanto se establecían vínculos comerciales regulares y legales con la principal potencia económica mundial. En lo inmediato, esto no tuvo demasiadas consecuencias debido al abatimiento en que se encontraba el país después de la sangría demográfica que habían producido las emigraciones, guerras y epidemias, así como por la reducción de la cabaña ganadera, principal riqueza con que había contado durante mucho tiempo. En adición, los ingleses procuraron asegurarse el reembolso de los gastos en que habían incurrido durante el sitio de la ciudad, por lo que se apoderaron de cargamentos de caoba confiscados a los comerciantes franceses, así como de cañones de bronce y campanas de iglesias. REORGANIZACIÓN DE LA COLONIA Los esfuerzos que desplegó Sánchez Ramírez durante la campaña de la Reconquista terminaron de arruinar su salud, aquejada de hidropesía. Esto determinó que profundizara su dependencia de la asesoría de Muñoz primero y de Caro, enemigo del anterior, después, pero mantuvo la potestad de imprimir orientaciones a la gestión gubernamental acordes con sus convicciones. En todo caso, el caudillo reforzó sus posturas conservadoras, por lo cual aceptó las propuestas institucionales que sugirieron ambos consejeros. De manera inversa, Sánchez Ramírez ajustó cuentas con todos los que lo estorbaban: redujo a prisión, por ejemplo, a Rendón y Sarmiento a causa del rencor que les guardaba por haber aspirado a la jefatura y por temor a que revelaran informaciones inconvenientes. Desde el inicio de su gestión, el caudillo adoptó aires de autócrata. El oficial francés Lemonnier-Delafosse describió sarcásticamente su atuendo cuando entró a Santo Domingo al frente de sus hombres.
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Este general, paisano improvisado militar, estaba vestido de una manera que provocó nuestra risa. Un sombrero guarnecido con galones dorados, de un tamaño asombroso; una casaca abigarrada con mechones y nudos de cintas de los siete colores, adornada con bordados que le cubrían todo el cuerpo. Nunca un Polichinela de feria estuvo más cómico. Pero lo que era más original, más increíble, era un cuadro de molduras de oro, de seis pulgadas cuadradas, bajo cuyo vidrio brillaba iluminada esta leyenda: El retrato hermoso de rey Fernando VII […] a cada movimiento del caballo, el aparato dorado golpeaba el pecho de aquel jinete-general.
Aunque se estableció un régimen autocrático, se respetaron algunas competencias de otros órganos, como los ayuntamientos, inicialmente reorganizados como “cuerpos civiles” compuestos de tres individuos prestigiosos de cada localidad. Se dispuso la confiscación de los bienes de los franceses, quienes fueron obligados a salir del país, a excepción de los que aceptaron nacionalizarse españoles. En lo inmediato esto agravó las dificultades económicas, dado que los franceses eran el grupo de mayor capacidad gerencial. En teoría, la administración de la justicia quedaba bajo la jurisdicción de la Real Audiencia de Caracas, pero ello no pasó de puro formulismo. El gobierno cifró esperanzas en que se reanudase el envío del situado desde México, mas, contrario a obtener la antigua asignación anual de 300,000 pesos, se recibió solo una partida por 100,000 pesos. Se hizo necesario restringir los gastos, y aun así las posiciones del aparato administrativo fueron copadas por recién llegados de Puerto Rico y Cuba, lo que generó descontento entre quienes no habían abandonado el país y habían combatido a los franceses. Hasta Sánchez Ramírez fue víctima de esas condiciones. Había tenido que gastar casi todos sus bienes en las operaciones militares contra los franceses, y luego en procura de satisfacer necesidades personales de algunos de sus subordinados. Las providencias tomadas en España para indemnizarlo quedaron en letra muerta, por lo que, cuando falleció, dejó a la viuda y a los hijos en la pobreza.
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La precariedad económica era tal que el gobierno tomó medidas para reactivar la economía, aunque sin éxito alguno. Por una parte, se exoneró a los productores del pago de diezmo y alcabalas y se redujo el arancel. A pesar de la orientación conservadora preconizada por Caro, un decreto del 29 de abril de 1810 condonó los pagos de intereses de las hipotecas o censos de los bienes que habían pertenecido a los jesuitas. De igual manera, se tomaron medidas para asegurar la devolución de los bienes de particulares y de la Iglesia que habían sido confiscados por el régimen francés. Quedaba claro que la administración se esmeraba en proteger los intereses de los antiguos sectores dirigentes criollos, en cuyo retorno cifraba las esperanzas de la reorganización. En resumen, la orientación adoptada por Sánchez Ramírez, de acuerdo con García, no tuvo “otro resultado sino el de encarrilar las cosas por el estrecho cauce de la vieja rutina, y dejar arraigada la semilla del descontento en las masas populares”. El aspecto principal de este deterioro radicó en el “favoritismo” hacia emigrados recién retornados o de individuos de prestancia social que se habían comprometido con la administración francesa. Los protagonistas de la Reconquista se sintieron excluidos y abrigaron la convicción de que habían sido víctimas de ingratitud por parte del gobierno español, el cual no les reconoció los grados que les había concedido Sánchez Ramírez en el transcurso de la guerra. Todavía en vida de Sánchez Ramírez comenzó a aflorar descontento entre algunos de sus compañeros cercanos, como Manuel Carvajal, su segundo. Rápidamente se gestó un clima de inconformidad que caló en una parte de la población aquejada de dificultades para la supervivencia. José Gabriel García traza un panorama de las condiciones de la época, que explica el súbito descontento. Eran tan pocas las necesidades exigidas por la vida social a causa de la miseria reinante, que no había pobres propiamente dichos, teniendo todas las clases relativamente las mismas necesidades. No se conocía la ostentación en el vestir, ni la moda variaba […], en medio de la sencillez de sus costumbres, los más infelices de los dominicanos vegetaban, más bien que vivían […], situación que no llenaba de ninguna manera las aspiraciones de la gente pensadora, ni ofrecía la perspectiva de un risueño porvenir.
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Este clima no tardó en dar lugar a conspiraciones, que se fijaron como meta derrocar el dominio español. La primera de ellas fue dirigida por Manuel Delmonte, quien no fue ejecutado por ser familiar de Francisco Javier Caro, personaje todopoderoso que logró que el inculpado fuera absuelto en España pese a que había abrigado indudables propósitos independentistas de los que se inspiró durante su estadía de emigrado en Venezuela. Una segunda conspiración fue la de Fermín García, cubano residente desde tiempo antes en el país, quien permaneció prisionero en la Torre del Homenaje durante siete años. En esa conspiración hubo ramificaciones importantes de sectores diversos de la población. Más importante aún fue la Revolución de los italianos, así llamada por la participación de algunos italianos que habían desertado del ejército francés, entre ellos el capitán Pezzi. Tomaron parte de ella un haitiano mulato, un venezolano y un puertorriqueño, además de otros oficiales de la guarnición. El objetivo de los conjurados era establecer un régimen independiente, pero antes de la fecha prevista para la rebelión –el 8 de septiembre de 1810– fueron denunciados y apresados. Se trataba de hechos sin precedentes que no solo revelaban el descrédito del régimen español, sino el asomo de un embrionario nivel de conciencia nacional entre sectores urbanos. Sánchez Ramírez se mantuvo incólume ante las conspiraciones y el clamor contra la metrópoli. Más bien, procuró que se aplicasen sentencias capitales contra los principales conspiradores “italianos”. Los tres civiles cabecillas de la conspiración fueron paseados sobre burros y sus cadáveres quedaron en exhibición todo el día; por último, sus cabezas “fueron colocadas dentro de jaulas de hiero en los lugares más concurridos con la mira de que sirviera de objeto a la curiosidad”. Con estas ejecuciones, Sánchez Ramírez dio muestras de su estilo autocrático y de su empeño en consolidar la dominación española. Es posible, sin embargo, que tanta crueldad terminara haciendo mella sobre su estado de salud, que no había cesado de deteriorarse Una semana antes de expirar, el 5 de febrero de 1811, tuvo fuerzas para dirigir una proclama a la población, a manera de legado de su voluntad: encarecía al pueblo dominicano a mantener la fidelidad a España como clave de su felicidad futura.
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BIBLIOGRAFÍA Cordero Michel, José. “La reconquista de la Parte Española de la isla de Santo Domingo, 1808-1809 (Mimeografiado). Delafosse, J. B. Lemonier. Segunda campaña de Santo Domingo. Santiago, 1946. Del Monte y Tejada, Antonio. Historia de Santo Domingo. 3 vols. Ciudad Trujillo, 1951. García, José Gabriel. Compendio de la historia de Santo Domingo. 4 vols. Santo Domingo, 1968. García, José Gabriel. Rasgos biográficos de dominicanos célebres. Santo Domingo, 1971. Guillermin, Gilbert. Diario histórico. Ciudad Trujillo, 1938. Sánchez Ramírez, Juan. Diario de la Reconquista. Ciudad Trujillo, 1955.
JOSÉ NÚÑEZ DE CÁCERES PRECURSOR DE LA INDEPENDENCIA
ESPÍRITU MODERNO José Núñez de Cáceres representa la aparición del espíritu moderno en la historia dominicana. Probablemente fue el primero que emprendió un proyecto literario animado por las filosofías de la Ilustración que estaban en boga en las últimas décadas del siglo XVIII. Se conformó como un intelectual moderno, cuyo propósito estribaba en poner las ideas al servicio de un proyecto social y político. En un medio tan pobre como el Santo Domingo de finales del siglo XVIII, comenzó a brillar desde joven a causa de su capacidad excepcional. Logrado ese nivel de formación, y tras ser reconocido como una figura en la cultura y el derecho, le cupo ser el primero que concibió la formulación de un proyecto moderno, acorde con los balbuceos de la formación de la nación dominicana. Abrazó la doctrina liberal que ya servía de marco normativo de los Estados modernos en el occidente de Europa. Núñez de Cáceres se hizo partidario de un sistema político que garantizara los derechos del individuo y que permitiese a la sociedad canalizar sus aspiraciones a través del Estado. Cierto que él no tenía una noción acabada de pueblo, por cuanto consideraba que el conglomerado social que debía relacionarse con el Estado quedaba restringido a los sectores superiores dotados de cierto nivel cultural y en ejercicio de una forma de propiedad que los hacía aptos para la condición de ciudadanos. Aunque no se desembarazaba de la cosmovisión de la clase alta a la cual pertenecía, incursionó en la política animado de un espíritu liberal genuino. Su empeño por contribuir a la modernización del aparato estatal y a que el país se encaminara por la senda de lo que se denominaba el progreso, lo llevó a seguir el ejemplo de los insurgentes de América del Sur, encabezados por Simón Bolívar, quienes liquidaron los lazos de subordinación a España. No obstante ocupar una elevada posición en la administración colonial, le cupo conformar el colectivo que creó el primer 81
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Estado independiente en 1821. Se ha propagado la especie de que actuó movido por el resentimiento, cuando en verdad se había formado conceptos claros sobre la necesidad de un ordenamiento autónomo. Si bien precursor, no era un solitario, ya que la independencia respecto a España expresaba las aspiraciones de los criollos ilustrados que ansiaban el establecimiento de un sistema político moderno. En tal tesitura, entendían preciso dotarse de la autonomía nacional con el fin de superar los lastres del atraso que achacaban a España, y tomar el rumbo que transitaban las potencias europeas y Estados Unidos. Ese sector ilustrado era en extremo débil en Santo Domingo, por cuanto a inicios del siglo XIX los medios dirigentes en general seguían fieles a la metropoli. De ahí que Núñez de Cáceres más bien anunciara el espíritu de la modernidad, lo que explica que su propósito no obtuviese éxito. De todas maneras, en un sentido estricto, la proclamación del Estado de Haití Español, por él encabezada, inició la vida independiente: pese a que la existencia de ese ordenamiento político fue breve, el país no volvió a ser colonia de una potencia metropolitana, con excepción de los paréntesis representados por la anexión a España en 1861 y la ocupación militar de Estados Unidos en 1916. LA VOCACIÓN POR LAS LETRAS Núñez de Cáceres nació en la ciudad de Santo Domingo en 1772, hijo de un hacendado de mediana fortuna, quien debía participar cotidianamente en las faenas del campo. Teniendo escasa edad, su madre falleció, por lo que fue entregado a los cuidados de una tía. Mujer piadosa, le transmitió los valores morales del catolicismo y el interés por la cultura. Por lo menos la tía aseguró que asistiera a una de las pocas escuelas que operaban con subsidio del Ayuntamiento. Desde temprana edad desarrolló el ansia por el saber, no obstante la pobreza en que estaba sumida la colonia de Santo Domingo. Esta afición por la cultura no fue del agrado de su padre, quien aspiraba que el hijo lo acompañara en las labores manuales del campo, y si bien tenía los medios para apoyarlo en los estudios, se mostraba hostil ante la aspiración de su hijo, lo que lo obligó a llevar una vida pobre y a
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tener que agenciarse los recursos para la supervivencia, viéndose en el extremo de vender palomas por las calles. Producto de esta situación, en un momento dado Núñez de Cáceres tuvo que aceptar las presiones del padre y abandonar su formación a fin de integrarse a la rutina de las labores agrícolas Esa experiencia le inspiró aversión hacia todo lo que fuese vida fuera del medio urbano y ratificó su vocación por el estudio. Narra José Gabriel García que, mientras permanecía junto a su padre, aprovechaba cada momento que se le presentaba para dedicarse a la lectura y análisis de tratados científicos. En el sordo debate entre uno y otro terminó venciendo el carácter de quien se había propuesto como objetivo de vida hacerse un hombre de letras. Finalmente el joven retornó al hogar de su tía, quien siguió fungiendo de madre adoptiva. Ella hizo gestiones para que fuese admitido en la Universidad de Santo Tomás de Aquino, de la orden de los dominicos, donde cursó estudios de derecho. En el plantel sobresalió como un alumno excepcional, al grado de que los profesores le pasaban los casos de más difícil solución. En especial dio muestras de una elocuencia que llamó la atención y lo puso por encima de una parte de sus profesores. José Gabriel García caracterizó sus dotes: “Elocuente sin afectación, rápido en sus concepciones, preciso en la elección de los términos, fuerte para la argumentación e impetuoso en el ataque, sus discursos reunían a la pompa que encantaba, la lógica que persuade y el brillo que fascina”. Esta capacidad en la oratoria no fue ajena al interés por la literatura, aunque no se sabe que en esos años redactara composiciones poéticas. Su rendimiento fue tan fecundo que poco tiempo después de graduarse de licenciado en derecho fue incorporado al cuerpo docente de la Universidad, siendo posiblemente el profesor de menor edad en aquel momento. Sus actividades se centraron en el ejercicio de la abogacía, campo en el cual también comenzó a brillar. Dio muestras de una honradez escrupulosa y una vocación de servicio que lo llevaban a no aceptar honorarios de sus defendidos de condición pobre. Su capacidad fue reconocida por la Real Audiencia, que le propuso la posición de relator. Pero en ese momento se produjo el Tratado de Basilea que cedía el país a Francia, y el órgano de gobierno paralizó sus iniciativas a fin de preparar su traslado a Cuba, que se produjo en 1799.
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Junto a otros abogados dominicanos, Núñez de Cáceres marchó hacia Puerto Príncipe (actual Camagüey), ciudad donde transitoriamente se reorganizó la Real Audiencia. Cuando se convocó a concurso para el cargo de relator, lo obtuvo sin dificultad, en reconocimiento de su formación jurídica. Además de un desempeño eficiente en el ejercicio del cargo y en la profesión de abogado, Núñez de Cáceres fue reconocido por un acusado espíritu de probidad, haciéndose acreedor de la estima de los vecinos de la ciudad. Al parecer se labró cierto caudal por su labor profesional. Más que nada, aprovechó los años en Cuba para profundizar su formación cultural, y llegó a ser uno de los hombres más prestigiosos del medio que lo acogía. RETORNO A LA PATRIA Núñez de Cáceres tenía asegurada una carrera como funcionario español en Cuba, pero decidió prescindir de ese futuro halagüeño tan pronto se enteró de que se había producido la reincorporación de Santo Domingo a España en 1808. Al igual que tantos otros emigrados, retornó a su ciudad natal, señal de que no solamente se consideraba un criollo americano, sino con más precisión un dominicano. Llegó rodeado de la aureola de letrado competente, con experiencia de casi 10 años en la administración en Cuba. Fue favorecido, asimismo, por el comisionado regio, Francisco Javier Caro, encargado de la reorganización institucional del país, a quien lo unía una antigua amistad. Gracias a las relaciones personales y a su capacidad, obtuvo el cargo de auditor de Guerra, segunda posición en importancia dentro de la administración colonial. Desde muy pronto en su nuevo desempeño, se tornó una pieza imprescindible del tren administrativo. Sin lugar a duda era el funcionario más competente y, en gran medida, muchas de las orientaciones que aplicó la administración española en aquellos difíciles momentos fueron producto de iniciativas suyas. Esto se explica porque logró establecer relaciones cordiales con Juan Sánchez Ramírez, designado gobernador tras dirigir la guerra de la Reconquista en 1808-09. El entorno era francamente conservador, mas Núñez de Cáceres, en la medida de lo
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posible, trató de imprimir orientaciones liberales a sus ejecutorias. Si bien nunca perdió la confianza de Sánchez Ramírez, ganó la animadversión de Caro, quien se había erigido en el representante de la mermada élite social de la colonia. Intuyendo los propósitos de Núñez de Cáceres, Caro trató de arruinar su carrera, pero no lo logró debido a que su antiguo protegido era una pieza de imposicible sustitución en el aparato administrativo. Después del fallecimiento de Sánchez Ramírez en 1811, se sucedieron varios gobernadores, pero Núñez de Cáceres se mantuvo como principal factor de continuidad. No quiere decir que se hiciese lo que él hubiese aspirado, pero trató discretamente de limitar los excesos del entorno autocrático y de proteger los intereses del país frente al exclusivismo metropolitano. Por ejemplo, logró un cambio del arancel aduanero impuesto desde la Península que perjudicaba a los productores y al público consumidor. Tuvo el tino de encontrar soluciones a algunas de las dificultades en las que se debatía el país, como la casi inexistencia de moneda debido a la no recepción del situado que antes se enviaba desde México y a los débiles montos de las exportaciones, reducidas a partidas esporádicas de tabaco y caoba. Contrariando la postura de Núñez de Cáceres, se decidió la emisión de papel moneda, solución que se reveló inadecuada, por lo que se siguió su consejo de emitir una moneda metálica de cobre. A diferencia del papel moneda, la de cobre no sufrió repudio del público y contribuyó a dinamizar los intercambios internos y a aligerar la depresión económica. En esos años fue emergiendo un estado de opinión desfavorable respecto a España, debido al absolutismo y la falta de atención metropolitana por la suerte de la colonia. Los medios criollos se sentían postergados frente al favoritismo de que gozaban los funcionarios llegados de la metrópoli y las posesiones de la cuenca del Caribe. También causaba resentimiento en los antiguos combatientes de la Reconquista el privilegio que se otorgaba a las familias de alcurnia, que habían sido solidarias con la dominación francesa. Núñez de Cáceres fue influenciado por esta corriente de opinión y, desde su posición burocrática, pasó a operar como un representante de los intereses locales, partidario de orientaciones liberales. José Gabriel García recoge la versión de que, al poco tiempo de retornar, el estado calamitoso de la colonia lo llevó a considerar la pertinencia de la
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ruptura con España, al grado de haberse atrevido a sugerirle al caudillo de la Reconquista que se sumase a esa postura. Nada prueba, en realidad, que Núñez de Cáceres, un funcionario precavido, diese un paso tan arriesgado, pero parece seguro que su espíritu liberal lo fue llevando a una distancia progresiva respecto a la metrópoli. Como auditor de Guerra, le correspondía velar por la seguridad del Estado, por lo cual dio seguimiento a los procesos incoados contra diversos conspiradores, entre los cuales sobresalieron los de la Revolución de los italianos. Refiere la tradición que intercedió ante el gobernador Sánchez Ramírez para que las penas fuesen moderadas, pero sus consejos fueron desoídos. Lo cierto es que en el momento en que le tocó preparar los expedientes, abogó por castigos severos, que en el caso de los cuatro cabecillas apresados fueron la pena capital. Es seguro que Núñez de Cáceres no compartía una decisión tan terrible, pero se vio obligado a aceptarla como parte de sus obligaciones. La tradición también refiere que tuvo frecuentes desacuerdos sobre otras materias con el gobernador, aunque no llegaron a empañar la cordialidad de sus relaciones. Como parte de la asunción de los intereses criollos, Núñez de Cáceres entabló vínculos con algunos de los prohombres de la guerra antifrancesa y con figuras de nivel intelectual. Su principalía en el orden intelectual se trasladó al aspecto político. En su hogar, durante las noches, se celebraba regularmente una tertulia, en la que se fue deslizando la necesidad de independencia. Núñez de Cáceres era un portador de esta posición, aunque al parecer la expresaba de manera cuidadosa. El protagonismo cultural que ejerció tuvo su primera manifestación en la reapertura de la universidad en 1815. Al ser dicha disposición producto de su iniciativa, el claustro lo eligió rector. Aunque no volvió a tener el nivel existente hasta 1795, la entidad desempeñó un papel cultural importante en la gestación de un espíritu libertario. De su seno salieron propuestas tendentes a la instauración de un régimen liberal. La incipiente intelectualidad moderna comenzó a expresarse desde la cátedra, movimiento en el cual, además de Núñez de Cáceres, tomaron parte figuras como Andrés López de Medrano y Bernardo Correa y Cidrón.
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EL ESPÍRITU NACIONAL EN LAS FÁBULAS Y POESÍAS A pesar de sus ocupaciones, Núñez de Cáceres tuvo tiempo para incursionar en la literatura. En sus composiciones expresó las inquietudes nacionales, aunque sin sugerir abiertamente la necesidad de la independencia. El más importante de sus poemas fue el canto “A los vencedores de Palo Hincado”, publicado en 1820, que enaltece la hazaña de los dominicanos y pondera de manera positiva el retorno de la soberanía española. El texto parece expresar conformidad con el estado de cosas, pero, en realidad, como reza una de sus estrofas, destaca la ignominia que significaba el dominio francés. ¡Gloria eterna a los bravos hijos de Yuna, de Casuy, Almirante, que al natal suelo con valor rescatan! Yaceríamos esclavos si ellos con el acero rutilante las viles ataduras no desatan.
Asoma el rencor frente al gobierno metropolitano por haber dispuesto la cesión a Francia, así como la declaración de que su final se debió al esfuerzo solitario de los dominicanos. Solicita que se reconozca el mérito de los guerreros de Palo Hincado, fórmula con la que estaba expresando una contraposición con la metrópoli. Como lo puso correctamente de relieve Federico García Godoy, el españolismo no pasa de ser un pretexto para afirmar el espíritu criollo. Así se puede apreciar en las estrofas siguientes: Rogaréla se quite la corona nacional de su cabeza, y entretejida de olorosas flores venga, y la deposite por premio del valor y fortaleza en la de estos heroicos vencedores,
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que de extranjero yugo redimieron la patria, y dulce libertad le dieron. Si palaciega mano, o de grado, o por fuerza en Basilea firmó la esclavitud de la Española, hoy el empeño vano se deshizo, ganada la pelea de estos guerreros por la virtud sola; que el áulico servil todo estipula, y el patriotismo nunca capitula.
En 1820, año en que publicó su poema, se inició un proceso cultural y político sin precedentes en el país, a consecuencia de la revolución liberal en España que obligó a Fernando VII a restaurar la vigencia de la Constitución de 1812. Uno de los efectos del cambio fue la libertad de imprenta y de libre expresión del pensamiento, lo que posibilitó mostrar las inquietudes de la colectividad. Núñez de Cáceres tomó parte en la elaboración literaria, sobresaliendo en la confección de relatos, firmados con el seudónimo de “El fabulista principiante”, mediante las cuales enunciaba máximas morales no ajenas a sus inquietudes políticas. En sus alegorías no podía abogar por la independencia, pero sugería críticas a aspectos del orden establecido y proponía remedios de manera velada. Una idea de tales inquietudes se puede observar en “La araña y el águila”. De este trío acabóse su privanza, cayó por tierra su soberbio imperio. ¡Que dulce es la esperanza de salir de su yugo y cautiverio! Su júbilo y placer así explicaba una araña después de haber concluido de sus débiles hilos un tejido en que prender al águila intentaba. Su colérico enojo le nacía de ver cuán alto vuelo
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la reina de las aves emprendía de su morada a la región del cielo, que todo vil insecto de lo bueno y grande es desafecto. Viene el águila, observa su embarazo, muestra una garra y desbarata el lazo. Si el valimiento y la opinión estriban en mérito y virtud sobresalientes, de la envidia los tiros impotentes su solidez afianzan, no derriban.
Probablemente las primeras fábulas fueron impresas en hojas sueltas y, más adelante, insertas en el periódico El Duende, fundado por el mismo Núñez de Cáceres el 15 de abril de 1821. Para tal fin adquirió una pequeña imprenta, en la cual, además de su periódico, se publicaron volantes y folletos. Dentro de este florecimiento cultural, El Duende fue antecedido en 10 días por otro periódico, El Telégrafo Constitucional de Santo Domingo, vocero de la Diputación Provincial, fundado por el doctor Antonio María Pineda, un letrado originario de las Islas Canarias. Núñez de Cáceres y Pineda eran amigos personales y compartían aspiraciones políticas, no obstante lo cual ambos periódicos desarrollaron polémicas cuyo sentido no siempre es discernible. Aunque El Duende tenía únicamente dos pliegos, su director y propietario, además de insertar fábulas, desarrolló algunas de sus concepciones políticas. Entre otras cosas, defendió las libertades vigentes y en particular el derecho de imprenta. Como hombre del orden, sin embargo, previno contra los excesos, por lo que estimaba que había dos enemigos a considerar: la oligarquía, con lo que aludía al orden colonial injusto, pero también su contrario, la anarquía. Exteriorizó esta consideración en uno de los artículos de su serie “Política”, con el fin de defender la preservación de las asambleas de representantes del pueblo. Dos grandes enemigos están de continuo a sus puertas: la oligarchia, por la cual el pequeño número domina al mayor, y la anarchia, en que cada individuo celoso de su independencia, se opone al voto general. Rodeados de estos riesgos, ¿cuáles son sus medios de
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defensa? No tiene otros que su régimen interior, y quién no podrá salvarlos, sino en tanto que imponga constantemente al cuerpo entero la necesidad de la moderación, de la reflexión y de la perseverancia.
También mereció su atención la situación de la hacienda pública, por lo que dio seguimiento a informaciones estadísticas y a decisiones que tomaba la Diputación Provincial sobre la materia. Abogó por la reducción de impuestos como medio para fomentar la producción, así como por el mantenimiento de una disciplina en el gasto, para lo cual hizo uso de consideraciones del economista francés Jean Baptiste Say. Es llamativo el interés que le merecía la evolución de la situación política en la península y en otros países europeos. Vale destacar como ejemplo la denuncia de los planes para aplastar el ordenamiento constitucional en España por parte de las potencias que habían firmado la Santa Alianza: El autócrata Alejandro insistió en que su ejército pase por Francia […], llevando adelante su sistema de destruir la libertad y mandar con arreglo a la Santa Alianza. Esta irrupción de los modernos vándalos, si llega a verificarse, va por último resultado a dar la libertad a los pueblos, cuyos tronos se elevarán majestuosamente sobre las ruinas del despotismo.
PREPARACIÓN DE LA INDEPENDENCIA Las libertades garantizadas por la Constitución de 1812 facilitaron que Núñez de Cáceres avanzara en sus propósitos independentistas. Se sumaban dos circunstancias que los favorecían, puesto que daban lugar a una creciente pérdida de credibilidad en España. La primera era la incapacidad de la administración para superar la crisis económica que arrastraba el país desde el restablecimiento de la soberanía española. Este estado de cosas renovó la agitación debido al avance de las tropas independentistas de América del Sur, capitaneadas por Simón Bolívar. Desde años antes, las costas del país eran frecuentadas por corsarios sudamericanos que se dedicaban a propagar ideas libertarias entre los
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dominicanos. Se presentaron otros medios para que las personas de nivel cultural conociesen las motivaciones que animaban a los criollos de América del Sur a rebelarse contra la metrópoli. Fue, por ejemplo, lo sucedido en 1817, cuando pasó por el puerto de Santo Domingo un convoy de barcos que llevaba prisioneros políticos a España. Algunos pasajeros lograron entregar ejemplares de una obra que trataba acerca de la condición de las colonias españolas y las causas de la lucha emancipadora. Hay indicios de que desde mediados de 1821, precisamente mientras editaba El Duende, Núñez de Cáceres comenzó a preparar el golpe de Estado para derrocar el dominio español. A tal efecto, amplió el círculo de contactos, aprovechando la impunidad que le deparaba su condición de funcionario de la administración colonial. Pero conspiraba con sumo cuidado, ya que el gobernador estaba alerta tras una delación que sufrió uno de los asociados de Núñez de Cáceres, Antonio Martínez Valdés, miembro de la Diputación Provincial. El asunto no tuvo mayor trascendencia porque el afectado negó la veracidad de la denuncia y procedió a someter a persecución judicial al delator. En noviembre de 1821 entró en escena un nuevo factor en la crisis que aquejaba al régimen español. Desde el día 8 de ese mes estallaron movimientos insurreccionales en localidades próximas a la frontera, especialmente Dajabón y Monte Cristi. Es revelador que el cabecilla de una de estas rebeliones fuese Diego Polanco, uno de los adalides de la guerra de la Reconquista y firmante del acta de la Junta de Bondillo. Las insurrecciones tenían como propósito integrar Santo Domingo a la República de Haití, objetivo que se tornó viable debido al derrumbe de la monarquía de Christophe a fines de 1820. Jean Pierre Boyer, quien en 1818 había sustituido a Pétion en la presidencia de la república sureña, se apresuró a unificar a Haití y, casi de inmediato, concibió el propósito de poner en ejecución la cláusula constitucional que estipulaba que el territorio haitiano tenía por límite la isla. Para tal efecto, Boyer destinó varios agentes hacia las zonas fronterizas, como Desir Dalmasí, mayor del ejército haitiano, quien pretextaba realizar transacciones comerciales de ganado para propagar el objetivo de la unión con Haití. El gobernador Sebastián Kindelán protestó y al parecer quedó convencido de las seguridades que le ofreció Boyer. En cualquier caso, lo que estaba
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en juego era la impotencia de la autoridad colonial española de Santo Domingo frente al avance de los propósitos asimilacionistas de la clase dirigente mulata de la República de Haití, por cuanto carecía de tropas suficientes para escenificar una confrontación armada con el país vecino y estaba fuera de toda posibilidad recibir apoyo de la península o de las colonias cercanas a causa de la guerra de independencia que se libraba en América del Sur. A medida que fortaleció su poder interno, Boyer amplió los dispositivos tendentes a lograr la incorporación de Santo Domingo, que para los dirigentes haitianos no era sino la Partie de l’Est. Se aprovechó de la profundización del descrédito de la administración española entre importantes porciones de la población dominicana, así como del avance de los insurgentes sudamericanos, quienes fortalecieron su presencia en algunos puntos costeros del país, a veces en connivencia con oficiales haitianos. Puede desprenderse del cotejo de los documentos que ciertas figuras de influencia en la frontera norte se inclinaron a favor de la unión con Haití, como medio factible para acabar el dominio español, el cual se veía inhabilitado para emprender cualquier obra de promoción económica. La aparición de este “partido haitiano” se hallaba en consonancia con el fortalecimiento del poder de Boyer y la gestación de un espíritu progresivo entre algunos dominicanos resultante del resentimiento al que había dado lugar el retorno de España en 1808. Por lo menos es defendible la hipótesis de que personajes como Diego Polanco y Andrés Amarante no debieron actuar por temor al poderío militar del país vecino; es notorio que ambos perteneciesen a los sectores dirigentes del extremo noroeste, que seguían dependiendo del comercio fronterizo de ganado vacuno, por cuanto todavía no se había desarrollado la agricultura de exportación. Algunos historiadores han considerado que Boyer obtuvo respaldo sobre la base exclusiva de la amenaza, con lo que obvian la aparición de una corriente favorable a Haití que, sin duda, concitó cierto apoyo en porciones de la población dominicana. Como parte de ese panorama, cuando se puso de manifiesto de forma incontrovertible el interés de Boyer por incorporar el territorio dominicano, ya proclamada la independencia por Núñez de Cáceres, parte de las élites de las villas
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situadas al oeste de Santo Domingo decidieron inclinarse ante lo que debieron estimar un desenlace inevitable, al cual no veían sentido oponerse por cuanto podía dar lugar a represalias draconianas, como las realizadas por Dessalines en 1805. Seguramente que esos sectores hubiesen preferido otra solución, y en tal sentido sí es defendible que operó la amenaza latente que subyacía detrás de las formalidades que exhibía el presidente haitiano. Al margen de la fidelidad que muchos todavía guardaban hacia España, para numerosos dominicanos, en especial de los sectores dirigentes, resultaba inconcebible volver a quedar bajo la tutela de antiguos esclavos, a quienes visualizaban como inferiores por razones de “raza”. Esa era la posición del círculo animado por Núñez de Cáceres en la ciudad de Santo Domingo, no obstante su animadversión hacia España. Dotado de sentido político, de seguro Núñez de Cáceres captaba desde antes de noviembre de 1821 que el deterioro de la situación interna podía redundar en beneficio de las pretensiones del Estado vecino. Antes de las insurrecciones fronterizas, Núñez de Cáceres y sus compañeros habían esbozado un proyecto de independencia, pero el mismo terminó de cuajar con la finalidad de evitar la absorción por Haití. El rechazo hacia Haití estaba motivado por razones sociales y culturales abrigadas por los círculos dirigentes criollos, quienes calculaban que perderían su poder social en el escenario de integración al Estado vecino. Si se les presentaba la necesidad de romper con España, sería para hacerse con el control directo del poder político. Ahí radicó el dilema que decidió afrontar Núñez de Cáceres en compañía de una porción de los criollos encumbrados. Varios historiadores lo han criticado por considerar que su paso de romper con España fue precipitado y que, por lo tanto, abrió el terreno para el dominio haitiano. Estas críticas pecan de superficiales, por cuanto no toman en consideración el descrédito en que había caído el dominio español. Núñez de Cáceres debió aquilatar que la insurrección fronteriza iba a ganar adeptos por todo el país y que subiría una marea pro-haitiana imposible de detener. Debía serle obvio que Boyer había planificado su movimiento haciéndolo depender de un pronunciamiento en apariencia espontáneo de la población dominicana que le otorgara legalidad y lo equiparara con lo que llevaban a cabo las huestes independentistas de
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tierras continentales. Seguramente Núñez de Cáceres calculó que la declaración de independencia podía lograr un apoyo suficiente para detener las pretensiones de Boyer. Visto el asunto en retrospectiva, la decisión fue tardía, ya que el presidente haitiano había armado un dispositivo minucioso que le permitió desarticular el intento de Núñez de Cáceres. Ante las insurrecciones fronterizas, los conjurados dirigidos por Núñez de Cáceres se propusieron apresurar el compromiso de otras personas, en especial de la tropa y de la administración. Los principales compañeros de Núñez de Cáceres se contaban entre los integrantes de la Diputación Provincial y altos funcionarios de la administración: Juan Vicente Moscoso, tal vez el hombre más culto de la época; Manuel Carvajal, principal lugarteniente de Sánchez Ramírez; Juan Ruiz y Vicente Mancebo, “ricos propietarios del interior”. En esos días, al arreciar los preparativos conspirativos, lograron captar al coronel Pablo Alí, antiguo esclavo africano de la colonia francesa, quien resultó la pieza militar del evento por cuanto comandaba el batallón de pardos y morenos. Numerosos oficiales dominicanos de la guarnición siguieron los pasos de Alí, como los capitanes Manuel Martínez y Mariano Mendoza y los tenientes Manuel Machado, Patricio Rodríguez y Joaquín Martínez. A diferencia de lo que sucedía en la frontera, el estado de opinión prevaleciente en Santo Domingo se inclinaba por la proclamación de un orden plenamente independiente. Esto permitió que los preparativos del golpe de Estado estuviesen calculados con precisión meridiana para que en la noche del 30 de noviembre de 1821 los complotados, “como por encanto”, arriaran la enseña española e izaran la de la Gran Colombia. Los pocos oficiales contrarios al cambio decidieron no oponerse por la fuerza, al captar que la mayor parte de sus compañeros se habían comprometido con el movimiento. Sin derramamiento de sangre, fue depuesta la soberanía de España por obra de una conspiración que envolvió a pocas personas, pero que de inmediato recibió amplio respaldo en la ciudad capital. EL ESTADO INDEPENDIENTE DE HAITÍ ESPAÑOL El medio jurídico del que se valió Núñez de Cáceres para dar legitimidad a la independencia fue relacionarla con el proyecto de Bolívar de un Estado unificado de una parte de las antiguas posesiones españolas,
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la Gran Colombia. Por esto, el naciente ordenamiento adoptó el nombre de Estado Independiente de Haití Español y se le consideró parte integrante de la Gran Colombia. No es de dudar que Núñez de Cáceres y sus compañeros estuviesen de acuerdo con el proyecto de Bolívar de un supraestado que hiciera de la antigua América española una potencia internacional capaz de competir con Estados Unidos y de prevenir cualquier intento futuro de absorción por otra potencia. Pero también intervenía el factor de que la población, no preparada ideológicamente para la vida independiente, se sintiese protegida por un poder extraño. Más importante aún debió ser que, eventualmente, Núñez de Cáceres calculara que Boyer no se aventuraría a invadir Santo Domingo por temor a una posible represalia de la Gran Colombia. No tomaba en cuenta que Bolívar estaba concentrado en su campaña militar y que Santo Domingo no representaba nada importante dentro de su proyecto. Es sintomático que el Estado Independiente de Haití Español viniera a ser la continuación de la misma Diputación Provincial estatuida de acuerdo con la constitución española. Solo uno de los integrantes de la Diputación, José Basora, un gran propietario, rechazó incorporarse al régimen independiente. Junto a Núñez de Cáceres, pasaron a conformar la Junta Provisional del nuevo Estado personas vinculadas a la administración española, algunas de ellas dotadas de nivel intelectual, como Juan Vicente Moscoso, Juan Nepomuceno de Arredondo, Juan Ruiz, Antonio Martínez Valdés y Vicente Mancebo, a quienes se agregaron Manuel López de Umeres, en calidad de secretario, y Manuel Carvajal en la de capitán general, segunda figura en el orden jerárquico y responsable de la tropa. Como presidente de la Junta, Núñez de Cáceres identificaba al Poder Ejecutivo con su persona, aparte de lo cual era reconocido como el mentor ideológico del régimen. Núñez de Cáceres se postuló como representante de los círculos criollos dirigentes en el arriesgado paso de crear un Estado. Tuvo que enfrentar términos contradictorios. Trató de darle un contenido liberal como medio de ganar legitimidad en el seno del pueblo y de contribuir al arranque de un estilo moderno de progreso que dejara atrás lo que para él constituía un orden colonial plagado de ignominia y opresión. El argumento central de la Declaración de independencia del pueblo dominicano, por él redactada, se dirigía a demostrar la oposición
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irreductible entre la mezquindad de la metrópoli y la felicidad de los habitantes de América. A nombre del conjunto de la población, en realidad estaba cobrando cuerpo el interés particular de los círculos criollos elevados que habían tomado conciencia de lo nocivo que resultaba la continuación del dominio español. Al igual que en América del Sur, una fracción de la élite criolla buscaba perpetuarse en el poder y, de paso, resolver los viejos conflictos con la metrópoli. Ciertamente, Núñez de Cáceres operaba como representante de un sector social dirigente, pero al mismo tiempo trató de darle un perfil lo más popular posible al nuevo orden, siempre y cuando no se afectaran los intereses de los sectores superiores, ni se derivara a oposiciones difíciles de lidiar en esas delicadas circunstancias. El aspecto más controversial de ese primer Estado dominicano fue el mantenimiento de la servidumbre, con lo que entró en conflicto con una reivindicación ampliamente compartida entre libres y esclavos. No cabe duda que Núñez de Cáceres y la mayoría de sus camaradas, en concordancia con su postura liberal, aspiraban a abolir la esclavitud, por lo que él mismo otorgó en los días siguientes cartas de manumisión a todos sus esclavos. Pero, al mismo tiempo, el presidente del Estado de Haití Español declaró que no contraería la responsabilidad de condenar a la miseria a personas respetables cuya única riqueza residía en sus esclavos. El dilema debió ser dramático, puesto que, como hombre ilustrado, debió estar consciente de la necesidad de que un sistema republicano pusiera fin al oprobio de la servidumbre; en sentido inverso, se vio obligado a aceptar el interés inmediato de los integrantes de su sector social, con lo que arruinó la posibilidad de que el nuevo orden ganara la legitimidad que le permitiese resistir la previsible intentona de Boyer. A lo sumo, el efímero régimen enunció de manera vaga el propósito de reducción paulatina del número de esclavos mediante un fondo especial que permitiese abonar su valor a los propietarios. En las condiciones calamitosas que atravesaba la hacienda pública, este procedimiento carecía de toda viabilidad. Los lineamientos del nuevo orden se plasmaron, también gracias a la pluma de Núñez de Cáceres, en el Acta Constitucional, documento de 39 artículos que declaraba los rasgos institucionales y los propósitos normativos del naciente Estado. El ordenamiento republicano se
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sustentaba en un sistema de representación por medio de la división del territorio en cinco partidos. Se efectuó una división de poderes de acuerdo con la cual el presidente de la Junta se identificaba al Ejecutivo, y la Junta al Poder Legislativo. De la misma manera, se trazaron las bases para un orden municipal autónomo, aunque conservándose los perfiles del ya existente. Se otorgaron garantías para el ejercicio de las libertades, específicamente de aquellas que interesaban en la época, como la de imprenta. También se organizó el sistema judicial, otorgándole los mayores niveles posibles de autonomía; mientras no se promulgase de forma expresa una nueva legislación, se mantenía vigente la existente. Se postuló la concesión de la ciudadanía a todos los libres, incluyendo los nacidos en el exterior, al margen de color de la piel, país de origen y creencias religiosas, por lo que se reconocía condición de ciudadanos a quienes llevaban tres años residiendo en el país o estaban casados con una nativa de Santo Domingo. Ahora bien, en caso de que alguien optara por mantener la ciudadanía española, ipso facto debía ser expulsado de cualquier empleo en el gobierno. Puede observarse que el lineamiento constitucional perseguía compaginar un sentido de continuidad del poder con una apertura hacia principios liberales y negadores de la autocracia hispánica. En tal sentido, hay que ponderar medidas como la abolición del fuero militar y el empeño en las garantías a la integridad de la persona. El mismo estatuto constitucional estipuló que se enviaría un delegado ante la Gran Colombia con el fin de formalizar la integración a ese Estado. Para ello recibió comisión Antonio María Pineda, quien había sido director del primer periódico del país. Su misión fue infructuosa, ya que Bolívar se encontraba distante de Bogotá y solo vino a enterarse de la creación del Estado de Haití Español cuando había dejado de existir. En una carta enviada a Santander, a cargo del gobierno en Bogotá, Bolívar se limitó a sugerir de manera ambigua que debería prestarse atención a quienes se habían solidarizado con la Gran Colombia; pero también introdujo una nube oscura en su reflexión, al indicar que el control sobre Santo Domingo podría utilizarse en beneficio de alguna futura negociación diplomática. Fuese por el desinterés de los independentistas sudamericanos o porque se hallaban muy lejos de Santo Domingo, la misión de Pineda careció de efectos.
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El Acta también estipuló que se deberían mantener las relaciones con Haití, para lo cual se le propondría un tratado de amistad y alianza que garantizase la seguridad de ambos países. El 1º de diciembre de 1821 coincidió con la visita de un delegado de Boyer, el coronel Fremont, enviado para tranquilizar los ánimos del gobernador español Pascual Real. Núñez de Cáceres aprovechó la presencia del personaje para enviar una carta a Boyer en la que le propuso paz y amistad entre los dos Estados. En vez de aceptar esta sugerencia, Boyer respondió, el 11 de enero de 1822, que Haití abarcaba toda la isla, como garantía de su existencia, y que, por ende, no obstaculizaría a quienes enarbolaran el pabellón haitiano en la antigua parte española. Esta declaración fue acompañada por un incremento del incentivo a los dominicanos partidarios de la fusión con Haití. Hay señales de que de Port-au-Prince salieron nuevos agentes a presionar a los ciudadanos notables de diversas poblaciones para que proclamasen su sumisión a Haití. La capacidad de maniobra de Núñez de Cáceres era casi nula, por cuanto, a pesar de su actitud moderada de respeto de los intereses dirigentes, porciones de dichos medios adversaban el orden independiente. La mayor hostilidad provino de los peninsulares que no estaban dispuestos a renunciar a su ciudadanía española. Aunque los españoles no eran muchos en ese momento, tenían preeminencia en dos sectores clave: el clero y el alto comercio. Los sacerdotes, a pesar de la reducción del poder de la Iglesia, seguían siendo el colectivo de más influencia social y cultural del país. La oposición de muchos de ellos fue puesta de relieve por el arzobispo, quien se negó a todo trato con las nuevas autoridades y solicitó que se le permitiese salir del país. Los comerciantes, por su parte, en su mayoría catalanes, cerraron filas contra Núñez de Cáceres, lo que tenía una significación especial por cuanto ya constituían el sector que manejaba mayor poder económico. Pero incluso una porción significativa de los grandes propietarios criollos no ocultó la hostilidad hacia el régimen independiente, con seguridad por sentirse españoles y considerar que no había posibilidad alguna de que el país subsistiera como entidad autónoma. Desde inicios de enero Boyer dispuso la formación de las tropas con las que planeaba ocupar Santo Domingo, convocando para tal fin a los
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principales generales. Mientras desplegaba estos trajines, la fortaleza San Luis de Santiago fue asaltada por un grupo pro haitiano encabezado por Juan Núñez Blanco, tras lo cual procedió a integrar gran parte de la región del Cibao a la República de Haití y a constituir una junta que repudió al Estado Independiente de Haití Español con el cargo de que su obra era “informe y antisocial”, por no haber abolido la esclavitud. En los días siguientes, los notables de casi todas las poblaciones situadas al oeste de Santo Domingo firmaron documentos de rechazo a Núñez de Cáceres, por medio de los cuales se llamaba a Boyer a entrar al país para que lo incorporara a Haití. A fines de enero era obvio que el Estado Independiente de Haití Español no tenía posibilidades de subsistir, ya que su autoridad había quedado prácticamente reducida a la ciudad de Santo Domingo. Sobre la base de los giros franceses e imperfecciones gramaticales que aparecen en las proclamas pro haitianas, se ha supuesto que fueron apócrifos, confeccionados años después para legitimar la soberanía haitiana sobre Santo Domingo frente a los reclamos de devolución de España. La realidad es que los documentos fueron firmados en ese momento, en correspondencia con el hundimiento de la autoridad de Núñez de Cáceres y del plausible temor que abrigaban muchos de los suscritos a represalias haitianas. Desde luego, respondieron a incitaciones llegadas desde la capital haitiana, lo que se evidencia en el español defectuoso con que fueron escritos. Fuese por efecto de las presiones y el temor o por existir una efectiva corriente pro haitiana, lo cierto es que el proyecto autónomo quedó aislado y Núñez de Cáceres no pudo presentar oposición a la entrada de Boyer, bien recibido en las poblaciones por las que iba pasando al frente de sus numerosas tropas. Núñez de Cáceres adoptó una postura incoherente cuando le tocó recibir a Boyer y entregarle las llaves de la ciudad amurallada. Tal vez obedeciendo al peso abrumador del hecho consumado, se atrevió a aseverar que la incorporación a Haití sería el último hecho político de la historia del pueblo dominicano. Contrariamente a esta errada suposición, tuvo la clarividencia de insinuar a Boyer, en el discurso que pronunció en el acto formal de traspaso del mando, que las diferencias de idioma y costumbres dificultaban la asimilación entre ambos pueblos.
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SALIDA SIN RETORNO Bajo el régimen haitiano resultaba imposible la permanencia de Núñez de Cáceres en el interior del país. Boyer le ofreció una posición en el aparato administrativo, a lo que se negó de manera categórica, excusándose con el argumento de que no volvería a incursionar en asuntos políticos. Vista esa actitud, Boyer consideró que la presencia de Núñez de Cáceres resultaba perjudicial para sus intereses, pues la negativa a colaborar se podía interpretar como una demostración de resistencia. Con tal postura, Núñez de Cáceres tomaba una actitud bastante solitaria, pues casi todos sus compañeros del Estado Independiente de Haití Español aceptaron ocupar posiciones dentro de la administración haitiana. Como autócrata, Boyer exigía que todas las personas de prestancia social o cultural se comprometiesen con el poder, deseablemente a través de cargos en el gobierno. Por tal razón, dio instrucciones para que Núñez de Cáceres sufriera la hostilidad de las esferas oficiales, a fin de hacer imposible su permanencia en el país. Núñez de Cáceres esperó un tiempo prudente, tras el cual pidió pasaporte para dirigirse a Venezuela. El único bien valioso que llevó consigo fue la pequeña imprenta en que había impreso El Duende. Al poco tiempo de llegar a Caracas inició la publicación de El Cometa, sustituido posteriormente por otros periódicos. Esta labor lo situó como una importante figura de la política y las letras de Venezuela, tanto en el terreno de la cotidianidad como en el del pensamiento enjundioso. Se vinculó a los círculos más influyentes de Caracas, entre ellos el general Páez, figura preponderante de la autoridad local que iba ganando influencia a medida que se agudizaban las tendencias regionalistas que cuestionaban el gobierno central de la Gran Colombia. Con el tiempo, Núñez de Cáceres secundó las aspiraciones autonomistas de Páez y, por lo tanto, entró en conflicto con Bolívar, a quien atacó de manera aguda. Se ha pensado que esta postura fue fruto del resentimiento frente a la falta de apoyo en 1821, pero difícilmente haya sido así. Núñez de Cáceres debía ser consciente de que no hubo tiempo para que Bolívar dispusiese un apoyo a favor del Estado Independiente de Haití Español. Más bien la causa del enfrentamiento debió radicar en cuestiones domésticas, tras
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adscribirse Núñez de Cáceres a una corriente de opinión dominante que ponía énfasis en los intereses locales y llevaba al debilitamiento paulatino del gran Estado presidido por Bolívar. Desde Caracas no se limitó su labor de publicista, sino que durante cierto tiempo se mantuvo atento a la evolución de los asuntos de su patria. Durante los primeros años de destierro consideró que el dominio haitiano no se había consolidado, por lo que resultaba factible derrocarlo. A tal efecto, emitió diversos manifiestos llamando a los dominicanos a luchar contra Haití. Dentro de esa tesitura obtuvo el apoyo de Páez para una expedición que expulsara a los haitianos de Santo Domingo. Durante meses trabajó con tal propósito, pero las combinaciones políticas locales impidieron que se materializara. A partir de ahí se incrementó el resentimiento de Núñez de Cáceres frente a Bolívar, pero también se fue zambullendo en planos controversiales de la política venezolana. Terminó por olvidarse de los asuntos dominicanos. En 1829 se vio forzado a abandonar Venezuela, tras tener un conflicto con Páez y quedar en una posición insostenible. Marchó hacia México, y vivió durante cierto tiempo en Puebla, pero finalmente tuvo por destino el Estado de Tamaulipas, en el noreste, donde ganó nombradía como figura intelectual vinculada a los asuntos políticos. Se integró por completo a la vida mexicana e incluso a la dimensión regional de Tamaulipas. De seguro dio por concluida su relación emotiva con la patria natal, al grado de que no reaccionó ante la creación del Estado dominicano de 1844, no obstante el hecho de que en lo fundamental rescataba su obra de 1821. Veintidós años después, él era un olvidado, por lo que nadie mostró interés en convocarlo para que prestara sus servicios al recién creado Estado. Más bien, desde entonces los sectores conservadores tejieron sobre él una leyenda, al hacerlo responsable de la entrada de Boyer en 1822. Adicionalmente, quedó el fantasma del “partido colombiano”, que se había negado a abolir la esclavitud. En el fondo, tales diatribas traslucían la añoranza del orden colonial y el rechazo a un Estado independiente como fue el creado el 1º de diciembre de 1821.
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BIBLIOGRAFÍA Coiscou Henríquez, Máximo. Documentos para la historia de Santo Domingo. 2 vols. Madrid, 1973. García, José Gabriel. Rasgos biográficos de dominicanos célebres. Santo Domingo, 1971. García, José Gabriel. Compendio de la historia de Santo Domingo. 4 vols. Santo Domingo, 1968. Lepervanche Parecel, René. Núñez de Cáceres y Bolívar. Caracas, 1939. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano (18211930). Santo Domingo, 1997. Mejía Ricart, Gustavo A. El Estado Independiente de Haití Español. Santiago, 1938. Rodríguez Demorizi, Emilio. Santo Domingo y la Gran Colombia. Santo Domingo, 1971. Rodríguez Demorizi, Emilio. La imprenta y los primeros periódicos de Santo Domingo. Ciudad Trujillo, 1944.
ANDRÉS LÓPEZ DE MEDRANO PRECURSOR DE LA DEMOCRACIA
CONTEXTO HISTÓRICO TRASTORNADO Andrés López de Medrano tiene una resonante significación en el campo de la historia de las ideas entre los dominicanos: se destaca por ser el primer autor que, hasta donde está establecido, expuso un texto de filosofía de acuerdo con los cánones de la disciplina; pero, además, porque su contenido coincidía con la orientación de los filósofos de la Ilustración del siglo XVIII, que negaban la tradición aristotélica de la escolástica católica medieval. Con su obra asumía la representación de una generación de nuevo tipo entre los letrados de inicios del siglo XIX, como pionero de la recusación del régimen colonial y de sus presupuestos ideológicos, y como el más resuelto abanderado de posturas liberales. Con esta actitud innovadora, López de Medrano, al igual que otros espíritus de vanguardia de las primeras dos décadas del siglo XIX, tomaba conciencia de los intereses de una parte de los sectores dirigentes criollos, a los cuales él pertenecía. De más en más, para ellos se ponía de relieve la contraposición de sus intereses con la antigua metrópoli. Esto último constituía una corriente propia del siglo XIX, producto de la combinación de las circunstancias internacionales y de los acontecimientos que se estaban produciendo localmente desde finales del siglo XVIII. En cuanto a lo primero, al concluir la década inicial del siglo XIX, el panorama internacional presentaba un ambiente muy distinto al de dos décadas atrás, fundamentalmente por efecto de los cambios ideológicos y políticos provocados por la Revolución Francesa. Acontecimiento que representó el hito crucial en la destrucción del antiguo régimen vigente en Europa, caracterizado por el predominio de las relaciones feudales y el orden autocrático de la monarquía absoluta. La extensión del proceso francés a gran parte de Europa varió el curso de la historia mundial impactando en América Latina, sobre todo como secuela de la invasión de España por las tropas francesas en 1808, como parte de los planes de Napoleón Bonaparte, heredero de la Revolución, de conformar un imperio europeo. 105
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Los sucesos en Europa y la extensión de los principios revolucionarios impactaron en sectores de las élites criollas hispanoamericanas. Estas tenían viejos motivos de resentimiento hacia la metrópoli, pero hasta entonces se habían manifestado dentro del respeto a la monarquía, lo que significaba la aceptación del dominio metropolitano. La posición de una parte de los criollos cambió súbitamente cuando captaron que, en las nuevas circunstancias internacionales, resultaba factible romper con España y aplicar el programa más conveniente para sus intereses. Tal perspectiva incluía la aceptación de los principios del liberalismo y la Ilustración, con consecuencias como el rechazo a la política económica mercantilista, en aras de la vigencia del librecambio, o sea, la libertad de negociar con todos los países del mundo sin obstáculos artificiales o arancelarios. De tal manera, los intereses de los criollos abrieron las compuertas para que se planteara la reivindicación nacional. En el rumbo escogido resultaba forzoso que emanara entre ellos la conciencia nacional, con lo que se reconocía la existencia de una comunidad humana distinta a la metrópoli, al tiempo que se propugnaba por que tuviera derecho a regir su destino. En Santo Domingo, a fines del siglo XVIII, los sectores superiores criollos seguían aquejados de una profunda debilidad. A diferencia de lo que ocurría en América del Sur, sus conflictos con la metrópoli se limitaban a demandar que se les diera la oportunidad de integrarse a la corriente de la plantación esclavista, para lo cual requerían el acceso a esclavos traídos de África y poder exportar los bienes producidos a cualesquiera países. Es cierto que estas demandas se correspondían con las que hacían los sectores dominantes criollos en las restantes colonias, pero en Santo Domingo se hacían con un particular celo de lealtad hacia el rey. Esta postura se ratificó con motivo del inicio de los acontecimientos en Francia en 1789, los cuales tuvieron consecuencias inmediatas en la vecina colonia francesa de Saint Domingue. Tras la sublevación de los esclavos en Saint Domingue en 1791, los dominicanos de los sectores superiores visualizaron en la revolución la principal amenaza a sus intereses, ya que se enfrentaban a la subversión del orden social. Ahora bien, sorpresivamente, a mediados de 1795 los habitantes de Santo Domingo se encontraron ante la terrible noticia de que su país
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acababa de ser cedido a la República francesa. Tendrían un año de plazo para marchar a otras colonias cercanas o bien acogerse a la nueva autoridad. Para la totalidad de la población esto significó un duro golpe, ya que todos, libres y esclavos, por razones variadas, se encontraban identificados con el terruño, visto como el espacio donde habían nacido ellos y sus antepasados y donde tenían la oportunidad de continuar una vida en las condiciones menos desfavorables posibles. La mayor parte de los dominicanos eran mulatos, y tenían conciencia de que su situación empeoraría en cualquiera de las otras colonias españolas. En los años siguientes los círculos dirigentes criollos trataron de impedir la aplicación del Tratado de Basilea y, después de que este se puso en ejecución, en 1801, mediante la toma de posesión de Toussaint Louverture, muchos optaron por la emigración. Los que permanecieron, en su mayoría, pasaron a depositar esperanzas en un retorno a la soberanía española. Todavía no existía en el medio dirigente dominicano atisbo de conciencia nacional, lo que explica que la guerra contra el ocupante francés, en 1808, culminara con la consigna de reconocimiento de Fernando VII, apresado por Napoleón, como único rey legítimo. Pero el retorno al orden colonial significó un terrible fiasco para los sectores criollos, por cuanto España no hizo concesiones que resolvieran los viejos motivos de conflicto. Por el contrario, enfrascados en los acontecimientos que se producían en el propio territorio metropolitano y luego en varias de las colonias, los gobernantes españoles se desentendieron de lo que ocurría en su más antigua posesión americana. El sentimiento de frustración provocado por esta indiferencia se derivó hacia crecientes posturas críticas entre sectores urbanos medios y altos. Además de los precedentes en la América hispánica, influía en el ánimo de los dominicanos el régimen independiente de Haití, aun cuando se ponderaba como una amenaza sobre vidas y propiedades. Algunos optaron por la conspiración tendente al logro de la emancipación, siguiendo los pasos del país vecino. Otros se limitaban a presionar a la metrópoli en pos de concesiones y auxilios. Estas posturas se acentuaron con motivo de la reposición de la Constitución liberal de Cádiz en 1820. Haciendo uso de la libertad de palabra y de asociación, los actores tuvieron la oportunidad de exponer muchos de sus pareceres, siempre y cuando no cuestionaran la relación
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con la metrópoli. En estos debates, desarrollados entre 1820 y 1821, Andrés López de Medrano expuso consideraciones políticas cuyo sentido progresivo carecía de precedentes. Eran la consecuencia de la maduración de un pensamiento que visualizaba los conflictos generados por la dominación española y concluía en el imperativo de la democracia. LA FORMACIÓN DEL PENSADOR A causa del incendio de los archivos de Santiago, durante la invasión haitiana de 1805, no se ha logrado determinar la fecha de nacimiento de Andrés López de Medrano. Por referencias colaterales, se sabe con seguridad que era oriundo de esa ciudad y se presume que nació alrededor de 1780. No se tienen informaciones sobre su niñez y primera juventud, pero sí acerca de los orígenes familiares. López de Medrano pertenecía al estrato superior de la clase dominante de Santiago, segunda aglomeración del país, en ese momento en una coyuntura de auge a causa del incremento de las exportaciones de ganado a la colonia francesa y de la producción de tabaco, tanto para consumo en la metrópoli como entre los vecinos. Era nieto de Andrés Medrano Contreras, alcalde mayor de la ciudad y primera autoridad en el partido del Norte durante las dos décadas previas a su nacimiento. Estaba emparentado con notables de la época, como el futuro historiador Antonio del Monte y Tejada. Uno de sus hermanos, Antonio López Villanueva, permaneció en Puerto Plata y participó en el proceso frente a Haití entre 1843 y 1844. A finales del siglo XVIII los integrantes del sector superior de Santiago enviaban sus hijos a seguir estudios en la Universidad Santo Tomás de Aquino, de la orden de los dominicos. Con seguridad, en su primera juventud López de Medrano fue alumno de ese plantel, aunque se desconocen los detalles al respecto. Fray Cipriano de Utrera señala en su libro Universidades, que López de Medrano se graduó de abogado en la universidad de los dominicos en Santo Domingo, en 1800. Julio G. Campillo Pérez, cotejando el material disponible sobre el personaje, muestra extrañeza ante la aseveración, al registrar que López de Medrano se consideraba médico de profesión.
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En 1805, a secuela del temor dejado por la invasión haitiana encabezada por Jean Jacques Dessalines, López de Medrano marchó a Venezuela junto a parte de su familia. Allí siguió estudios y se graduó de bachiller en filosofía y artes en la Universidad de Caracas. Esos años debieron ser de mucha importancia en su formación intelectual. Su tesis de bachiller en filosofía, defendida el 20 de mayo de 1806, se dividió en cinco materias. En lógica se propuso demostrar que “la acción de la lengua es innata, pero no la de las ideas”; en física, que “toda disolución conlleva una absorción del calor”; en generación, que “los líquidos deben su existencia a la presión atmosférica”; en psicología, que “el alma humana es creada por Dios y no se origina por el traducianismo de padres a hijo”; y en metafísica, que “la fuerza física repugna a la simplicidad del alma, y por ello nunca debe admitirse”. En tales tesis puede prefigurarse la adscripción de López de Medrano a las corrientes filosóficas en boga, que negaban la tradición aristotélica. Es de particular importancia que aseverara que la lengua es innata, mas no así las ideas. De la misma manera, se advierte que aceptaba los principios básicos del catolicismo, lo que seguiría siendo una constante en su trayectoria ulterior, aunque con el sesgo de hacerlos compatibles con el espíritu científico, tal como queda expuesto en algunas de las tesis. Dado que no está registrado que obtuviera otros títulos en Venezuela, Campillo Pérez infiere, apoyado en las Memorias del venezolano José de la Cruz Limardo, que fue tras su retorno a Santo Domingo, a finales de 1809, cuando López de Medrano debió obtener el grado de doctor en medicina de la Universidad de Santo Tomás de Aquino, reabierta como secular en 1815. De todas maneras, por medio de consultas en archivos españoles, queda pendiente aclarar si el título de médico lo obtuvo antes de su salida a Caracas o después de su retorno a Santo Domingo. En todo caso, su profesión principal terminó siendo la de médico aunque también ejerció las de abogado y profesor de filosofía. Su carrera académica había comenzado en Caracas, poco después de graduarse, al ser designado profesor de filosofía por ausencia del titular de la asignatura. También fungió como examinador para la atribución de premios a los estudiantes. Al aprestarse a retornar a la patria, a mediados de 1809, renunció a esas posiciones. López de Medrano
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ejemplifica el interés del retorno entre los dominicanos emigrados, algo sobresaliente en su caso, ya que había logrado en breve tiempo radicarse en condiciones aceptables en Caracas. No mucho después de su regreso contrajo matrimonio con la dominicana Francisca Flores, señal adicional de que proyectaba permanecer de manera estable en el país natal, no obstante la terrible situación material por la que atravesaba. Por lo visto, no contempló la posibilidad de instalarse en Santiago, explicable porque solo en Santo Domingo había condiciones para su desenvolvimiento futuro acorde con el prestigio académico que había alcanzado. En 1811 fue designado regidor del Ayuntamiento de Santo Domingo, posición que lo colocaba dentro de los círculos gobernantes, como fue usual entre dominicanos que habían estado en la emigración y pertenecían a círculos encumbrados. Después que se produjo la entrada de las tropas españolas en la ciudad, a mediados de 1809, el arzobispo Pedro Valera y Jiménez planeó patrocinar estudios de educación superior. López de Medrano estableció excelentes relaciones con el arzobispo, quien en principio estaba abierto a congeniar con las corrientes filosóficas que se abrían paso en Europa. En 1811 fundó un seminario en el Palacio Arzobispal, y el bachiller en filosofía, médico y abogado fue designado como profesor de latín y retórica. Cuando en 1815, por gestiones de José Núñez de Cáceres, fue reabierta la universidad, desligada del cuerpo eclesiástico y con exclusivo patrocinio gubernamental, López de Medrano fue nombrado profesor de filosofía. Paralelamente a la carrera académica, iniciada en Caracas y continuada en Santo Domingo, López de Medrano se involucró en actividades administrativas. En 1812 fue promovido a síndico de la ciudad de Santo Domingo, y a lo largo de los años siguientes se mantuvo vinculado a los asuntos municipales, ya que en 1819 figuraba como alcalde de segunda elección de la ciudad. LA LÓGICA En 1814 se produjo un acontecimiento intelectual dentro de la historia dominicana: la edición de un tratado filosófico. Pese a que desde el siglo
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habían existido dos universidades, no se tiene noticia de alguna edición de escritos académicos de sus profesores y graduados. Fue solo a finales del siglo XVIII, como parte de la gestación de un espíritu moderno, que empezó a materializarse una producción cultural de cierta significación. Esto se manifestó en varias ramas del saber, y tuvo entre sus expositores a figuras como Antonio Sánchez Valverde, Bernardo Correa y Cidrón y, en el aspecto filosófico, López de Medrano. Redactó el texto en latín, como era usual en la tradición religiosa, con el fin de proporcionar apuntes a los alumnos de filosofía. Por eso lo tituló Elementos de filosofía moderna destinados al uso de la juventud dominicana. Fue publicado en la imprenta de la Capitanía General, posiblemente la única existente en el país. Está consignado que ese texto, obviamente diseñado para incidir sobre de las condiciones por las que atravesaba la nación, tuvo beneficiosas consecuencias sobre el nivel de instrucción de los alumnos que asistían a la universidad y al seminario. Como lo puso de relieve Juan Francisco Sánchez, catedrático de filosofía de la Universidad de Santo Domingo en la década de 1950, cuando fue traducida la obra al español con estudio introductorio suyo, el filósofo se adscribía a la vertiente empirista de la Ilustración, en particular al sensualismo de Condillac. Pero, como católico, él se mantuvo en una postura de compromiso con la teología tradicional, por lo que no traspasó un acento moderado. Ahora bien, pese a que no cuestionaba taxativamente la doctrina de la Iglesia, sin duda se apartó de ella en aspectos importantes. Lo animaba centralmente el propósito de fundamentar una noción de la ciencia acorde con los preceptos de la modernidad. De ahí que Juan Francisco Sánchez tenga razón cuando plantea que López de Medrano representa un momento de transición, común en el mundo hispánico, entre la tradición escolástica y la filosofía moderna de inspiración ilustrada. En tal sentido, López de Medrano llega a la conclusión de que los procedimientos de la ciencia y la religión resultan inasimilables. Con esto acepta la verdad de la fe, pero no la generaliza al ámbito del examen racional de los fenómenos, como era propio de la tradición escolástica. La fe radica en la aceptación de la autoridad de otro, pero no se aplica al ámbito de la realidad, cuyo conocimiento válido es únicamente el de tipo científico. En definitiva, restringe el ámbito de la fe a aquello que tiene un origen divino incontrovertible, ya que para él solo Dios es XVI
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infalible (aseveración crítica respecto a la condición que le acuerda la Iglesia al Papa), debiendo ser sometido todo lo demás al examen de la crítica. En contraste con la fe, el análisis científico produce un conocimiento “claro y evidente adquirido a través de una demostración confrontada”. La lógica que propone tiene por sentido coadyuvar a la correcta aplicación de los requerimientos epistemológicos de la ciencia. Sugiere las reglas a seguir en tal conocimiento científico, de acuerdo con la incorporación del empirismo a las nociones tradicionales de la lógica. Para él, el origen exclusivo de las ideas se encuentra en las sensaciones que los objetos exteriores provocan en la mente a través de los sentidos. Rechaza todo criterio de inmanencia de las ideas. Es decir, se aparta del supuesto de que el ser humano posea ideas innatas por obra de Dios. La conciencia humana es producto de las operaciones del juicio con este cúmulo de ideas. En el proceso espontáneo de análisis, la mente procede a separar los componentes de las ideas. El tercer eslabón del proceso cognoscitivo radica en la formación del discurso, por medio de una operación consistente en comparar ideas para deducir el juicio de otros. Por último, el conocimiento requiere de un método, instrumento consustancial al conocimiento científico. A tono con lo anterior, descarta la variante realista de la escolástica, según la cual la realidad proviene de ideas universales. Como empirista, niega la existencia de tales ideas y afirma que únicamente existen individuos. Para él, siguiendo la vertiente nominalista de la escolástica, estas nociones universales no son más que el resultado de las operaciones de la mente mediante la abstracción y la localización de semejanzas. Estas propuestas, que reiteran preceptos de la lógica y de la gnoseología empirista, se limitan a sentar los fundamentos de la ciencia. Sin embargo, las consideraciones más originales de los Elementos se refieren a las dificultades que deben resolverse en el proceso de conocimiento. Tales argumentos están centradas en las operaciones de interpretación de la existencia humana en sociedad. En todos esos señalamientos sobresale la perspectiva crítica, dirigida a cuestionar los prejuicios de autoridad, en aras de un examen libre y riguroso. Apunta a la recuperación, en el terreno de la filosofía, del espíritu revolucionario e iconoclasta de la Ilustración.
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Primero, alerta sobre factores como “[…] los prejuicios, la educación defectuosa de parte de los padres, doctrina confusa de parte de los maestros[…]”. La cultura científica se tendrá que asentar, pues, en una tabula rasa, que deje atrás las tradiciones provenientes de las generaciones previas, transmitidas a través del aparato educativo. De tal advertencia concluye que existen dos vicios a considerar: el primero, “las opiniones del vulgo”, que por principio no deben ser admitidas; y “el amor a la Patria”, que provoca el desprecio de lo extraño. Con ello ataca simultáneamente a las expresiones culturales poco elaboradas y la cerrazón del hispanismo católico y fundamentalista frente al espíritu ilustrado y libre de la modernidad. La conclusión básica de estas disquisiciones se dirige a cuestionar el sentido de autoridad y a afirmar el libre ejercicio del raciocinio, por medio de la máxima de que “no podemos asentir a ninguna proposición sin previo examen”. Lo que centralmente le interesa en tal indagatoria es la verdad histórica. En lo fundamental, todo el discurrir de este breve tratado filosófico se dirige a fundamentar un acercamiento a la historia en concordancia con las reglas generales de la ciencia. Así, la historia tendría un estatus científico similar al del conocimiento de la naturaleza, preocupación que corrió pareja con la producción de los filósofos empiristas ingleses. Por consiguiente, los Elementos culminan en la sección IV, dedicada a dilucidar los criterios para una metodología científica de la historia, concepto con el cual alude a la realidad humana en su conjunto. En torno a esta temática expone sus consideraciones más progresivas, dirigidas a cuestionar las autoridades tradicionales. Exige responsabilidad moral al sujeto cognoscente, cuestiona la narración huera que se compensa con el recurso de la retórica y proclama la preferencia por los autores modernos en contraposición con las normas de la tradición religiosa medieval. Ninguna autoridad es eximida del requisito de la crítica, quedando el estudioso obligado a razonar haciendo abstracción de cualquier factor, como número, calidad y novedad. Concluye en la exigencia ineludible de exponer las cosas conforme a la realidad en que se desenvolvieron. Lo que implica el rechazo del adorno retórico y, sobre todo, de cualesquiera consideraciones que tiendan a
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oscurecer la verdad. El contenido de una conclusión no puede estar supeditado a ninguna reflexión previa, sino que tiene que derivarse de la propia esencia del fenómeno. El apego a lo real en su simplicidad viene a ser la “regla de oro” del conocimiento. De ahí que asevere que “son muy dignos de fe los historiadores que desnuda y simplemente narran (o describen)”. Sistematiza esta visión con varias reglas sobre las precauciones críticas que debe observar todo historiador: • •
• • •
Probidad, plasmada en la vida y en la congruencia con los hechos narrados. Descalificación de aquellos autores que se dejan llevar por sus preocupaciones, las del vulgo o por puntos de vista de alguna de las partes en disputa. Preferencia por los autores modernos sobre los extranjeros y antiguos. Rechazo de las narraciones apasionadas o excesivamente apegadas al estilo o a preocupaciones por la forma. La cualidad y dificultad del hecho histórico, la prudencia de los testigos, la edad, el tiempo, distancia de los lugares en que escribieron y la conformidad de todas las circunstancias.
APOLOGISTA DE LA DEMOCRACIA López de Medrano no publicó nunca un texto de historia, pero las consideraciones arriba glosadas le permitieron realizar un análisis de las condiciones de su época con fines políticos. La toma de conciencia a la que llegó sobre los efectos nocivos de la dominación española debió ser el resultado de un prisma histórico del examen de los factores sociales. Se ha visto que, poco después de su retorno de Venezuela, se incorporó a la administración en el Ayuntamiento. En la medida en que las circunstancias lo permitían, fue un exponente de las ideas liberales y democráticas. En los años de la reincorporación a España, entre 1809 y 1821, todavía era limitado el margen para que se pudiera exponer tal tipo de propuesta, ya que se mantenían los rasgos esenciales del despotismo. Al igual que en la teoría filosófica, López de Medrano estuvo
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compelido a adoptar una posición gradualista y moderada, ya que de otra manera se hubiera visto forzado a abandonar el país. Empero, en esos años el orden colonial se encontraba en crisis general. El retorno al dominio español, por obra libérrima del pueblo dominicano, había resultado un fiasco. Enfrascada en resolver sus problemas interiores y en confrontar a los descontentos y rebeldes de varias posesiones, la autoridad metropolitana se desentendió de la suerte de Santo Domingo. Ni siquiera se ratificaron los grados militares otorgados por Juan Sánchez Ramírez, principal jefe de la guerra contra el régimen francés y por el retorno a la soberanía española. Con más agudeza que antes se puso en evidencia el conflicto que enfrentaba al grueso del sector criollo dirigente con la metrópoli. Algunos de sus integrantes se contagiaron del espíritu de los criollos sudamericanos que se pronunciaban contra la metrópoli. Se sucedieron varios movimientos conspirativos en la ciudad de Santo Domingo, y en las mismas esferas dirigentes cundía el malestar. No hay constancia de que López de Medrano, funcionario de la administración municipal, tomara parte en las conspiraciones. Pero sí es seguro que desde su retorno abrigaba posturas avanzadas que lo llevarían a repudiar el absolutismo hispánico. Es probable que adquiriera tales posiciones en su estadía de casi cinco años en Venezuela. Le tocó vivir las primeras agitaciones en el seno de la municipalidad de Caracas ante el destronamiento del rey Fernando VII, acontecimiento que abrió las compuertas para que comenzaran a exhibirse, sin ambages, las reivindicaciones de los criollos progresistas. Resulta sintomático que en su labor administrativa López de Medrano se distinguiera por enarbolar los intereses locales, por oposición a la tradición centralizadora hispánica. Se explica que acogiera con júbilo la proclamación de la Constitución liberal de Cádiz de 1812. En aquella ocasión no desplegó posiciones destacadas pero, con el paso del tiempo, fue definiendo posturas más visibles. En 1819, con motivo del vencimiento de la gracia de 10 años de los diezmos, consideró que era imperativo que se mantuviera esa concesión, con lo que fungía como representante de un estado de inconformidad. Pero cuando verdaderamente afloraron sus puntos de vista fue durante la coyuntura abierta tras la segunda promulgación de la Constitución de Cádiz, a mediados de 1820, a secuela de una sublevación
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de las tropas que iban a ser enviadas a combatir a los insurgentes sudamericanos. En esta nueva situación pasaron a primar condiciones muy distintas a las de 1812, al estarse en presencia de una confrontación declarada con el absolutismo, aunque sin que implicara la negación de la monarquía como institución. La vigencia de un orden constitucional en 1820 tuvo efectos sin precedentes en el establecimiento de organismos locales de gobierno. En el mismo sentido operaron los derechos puestos en vigencia de acuerdo con el espíritu liberal del ordenamiento, como libre asociación, libertades de palabra, prensa e imprenta, etc. De inmediato, López de Medrano le tomó la palabra a lo consignado en el texto constitucional en cuanto a derechos democráticos. Esta postura contrasta con el apego a los cánones institucionales tradicionales que había observado en los años previos. La variación no se debe atribuir solo a un orden personal, sino que también expresaba la descomposición de la legitimidad del orden colonial por efecto de la no resolución de la situación calamitosa en que se vivía. De todas maneras, como es propio de un contexto de crisis, se requería que determinadas personas obraran como precursores o iniciadores de la contestación, y López de Medrano fue quien con más decisión adoptó una resuelta postura democrática, en la dimensión que replanteaba la política local. En tal sentido, en el plano doctrinario, con López de Medrano comenzó el prolongado discurrir del liberalismo decimonónico dominicano. Y, al mismo tiempo, fue la primera figura que dio pasos para la defensa de la propuesta liberal, fundando el primer partido político de la historia dominicana, el Partido Liberal, dirigido a terciar en las elecciones de 1820. Esta formación se enfrentó a la corriente partidaria del absolutismo, encabezada por el canónigo Manuel Márquez. Por primera vez se compuso en el país un texto destinado a fundamentar una opción política. Aprovechando la libertad de imprenta, López de Medrano sistematizó sus posiciones en el folleto Manifiesto del ciudadano Andrés López de Medrano al pueblo dominicano en defensa de sus derechos, sobre las elecciones parroquiales que se tuvieron en esta Capital el 11 y 18 de junio de este año de 1820. Ataca ahí el orden político tradicional de la monarquía, al tipificarlo como un despotismo derivado de una situación de “idiotismo” de la población, tan profunda y generalizada que había llegado a penetrar a los medios cultos. Como sería
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típico en los análisis de los liberales, el determinante básico de las condiciones históricas existentes lo localiza en la ignorancia de la masa del pueblo y la pobre condición moral que se desprendía. En cualquier caso, pone de relieve la complementariedad entre ignorancia y despotismo, al igual que el reverso entre cultura y libertad. De tal manera, para él, el despotismo, en todas sus expresiones políticas y culturales, conllevaba la degradación de la condición moral de la población. Acostumbrado el pueblo por esta causa á obedecer por rutina á moverse por los resortes de la voluntariedad, como si fuera un autómata, y á temer con sobrado fundamento los horrores de la bárbara Inquisición, el azote de la tiranía y los caprichos de un ministerio corrompido, no solo perdió su primitiva grandeza, olvidó su dignidad, desconoció el modo de recuperarla y se convirtió en juguete de sus opresores, sino que caminó con pasos acelerados á su degradación.
Adoptando una perspectiva histórica, atribuye la prolongada decadencia de España a consecuencias derivadas del despotismo, como la proscripción de la buena instrucción, la degradación del gobierno y la censura a la libre difusión de las ideas. A su vez, este estado de degradación respondía al dominio de un sector social, la minoría aristocrática, que reciclaba su poder gracias a la discrecionalidad del despotismo. Con este análisis, López efectuaba una trayectoria desde el liberalismo a la democracia de tinte social. La igualdad no podía restringirse, para él, a un principio abstracto o de participación política, sino que debía englobar la garantía a oportunidades similares para los integrantes de los sectores subalternos. En tal alegato democrático resalta la reivindicación de la dignidad de la plebe, cuyo infortunio se superaría a través de su participación política. Y es que visualizaba que la degradación del pueblo tenía por contrapartida el dominio de la nobleza. Ahora bien, López de Medrano situaba en el centro del conflicto la contraposición entre la ignorancia de la minoría social dirigente y la intención liberadora del estrato culto. Esto ponía de relieve que el espíritu liberal se encontraba entre los letrados de vocación moderna, segregados de la clase dominante, pero también de una masa del pueblo que estaba imposibilitada de percibir la naturaleza de los problemas.
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El egoísmo de los magnates, que habían erigido su engrandecimiento sobre la ruina de sus semejantes, en nada más se esmeró que en condenar perpetuamente la libertad de imprenta, enervando el espíritu de los doctos, esterilizando el germen de la ilustración y sofocando la luz que de tiempo en tiempo aparecía ocultamente en la capacidad. Era preciso para mantener en su vigor este predominio acrecentar la ignorancia en vez de destruirla, incrementar los errores en vez de labrar el desengaño y obstruir con actividad la difusión de ideas que conducen a la verdadera gloria.
La lucha política que por primera vez se estaba entablando en Santo Domingo, de acuerdo con su percepción, enfrentaba a los portadores de la democracia con los aferrados a los privilegios de nacimiento del antiguo régimen. Aunque registraba que no había propiamente una nobleza insular, los partidarios locales del absolutismo actuaban en forma equivalente. En principio, se desprende de su discurso que endilga al conjunto de los sectores superiores la posición de soporte social del absolutismo. Al menos identifica a los siguientes sectores como contrarios a las libertades: los catalanes –el grupo comercial más importante en la época–, el alto clero, los militares y la nobleza (que se puede considerar el grupo dirigente de familias terratenientes de base urbana, que databa de los tiempos coloniales iniciales). Respondiendo a las acusaciones de este virtual partido conservador, López de Medrano expuso una postura moderada. El propósito de los liberales, aseguraba, no estribaba en destruir a los rivales, sino en el logro de la convivencia de todos dentro del ordenamiento constitucional. Concluía que la pluralidad de partidos políticos propende al bien común y al avance de la libertad y la civilización. Aun así, le resultó inevitable confrontar las aspiraciones de los sectores superiores de perpetuar los privilegios basados en elementos tradicionales, como los apellidos y el linaje hereditario. Proclamaba que la única superioridad aceptable dentro de un ordenamiento democrático reside en la virtud y el talento de los individuos. Los poseedores de estas cualidades se autoerigían en portavoces de los sectores plebeyos de la población urbana, los cuales aspiraban a obtener las mismas oportunidades que la minoría que debía sus posiciones privilegiadas en las relaciones sociales y en las
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instituciones a los vínculos de sangre. En su visión, la participación en política de los sectores urbanos modestos vendría a operar como piedra de toque de la conformación de un sistema político que potenciase el bienestar general. Con motivo de la elección de regidores salidos del pueblo, López de Medrano cuestionó la suposición de los conservadores de que se había degradado la calidad del personal de la administración pública con la incorporación de personas del pueblo a resultas de las elecciones. Por lo mismo ignoro los motivos de que se irrogue inferioridad á los nuevos capitulares. Sin apoyarme en aquellas comparaciones, que suelen mirarse capciosamente, ni agraviar á alguien, de lo que dista mi aserción, hallo que en general los del antiguo Cabildo no son de mejores cualidades que los del constitucional, á no ser que el haber comprado esos oficios, según he apuntado, y en ellos la finca de sus atribuciones, instituya una razón de disparidad, que no se encuentra en sustancia. Aun cuando se pudiere oponer en controvertido alegato que eran de los que viven de un tráfico, que utilice á la sociedad, de un taller, de una pulpería, de un almacén, es incontrastable que no los rebajaría este concepto, así como tampoco los elevaría al ser de otro destino. El zapatero, el talabartero, el herrero, el tonelero, el carpintero, el albañil, el sastre, el pintor, el músico, todo laborioso, todo artista puede ser tan excelente ciudadano como un consejero de estado y un diputado en cortes. Digámoslo de una vez: el talento, las luces, la integridad, modales irreprensibles son las bellas disposiciones, la legítima aptitud para ser hombre público.
En un hombre perteneciente a los estratos superiores, no deja de ser sorprendente un alegato democrático tan resuelto, dirigido a reivindicar la igualdad como cuestión de principio y a aseverar la eficacia en el ejercicio de funciones públicas de quienes no han tenido acceso a la educación superior. Si se observan las profesiones mencionadas, se colige que la propuesta democrática tenía por sujetos a sectores urbanos que, aunque humildes, habían logrado cierta dignidad gracias a la pericia en el ejercicio de actividades artesanales. La mayoría poblacional del campo quedaba excluida del alegato, acaso por no incorporar aún el embrión de la vida “política”.
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La limitación más importante de su propuesta democrática radicaba en el problema de la esclavitud, tema no mencionado. Podía ser ciertamente hasta peligroso, aun en el entorno constitucional liberal, formular una crítica a la esclavitud; pero no hay indicio de que él se planteara el problema. Es posible que, en términos generales, compartiera los puntos de vista que entonces formulaban otros liberales, como Antonio María Pineda, en el sentido de que el problema central que confrontaba el avance hacia el desarrollo económico se localizaba en la masa rural colocada al margen de las regulaciones de la disciplina y la eficiencia. De todas maneras, López de Medrano representaba un extremo en la potencialidad democrático-popular del liberalismo, no exento de graves limitaciones, como se verá en sus actos durante las semanas de la independencia efímera.
EL INDEPENDENTISTA En el Manifiesto, López de Medrano se proclamó en todo momento súbdito del rey, bajo el supuesto de que este se encontraba inserto en un orden constitucional irreversible. Ahora bien, en América la postura liberal expresaba las demandas de los criollos de quedar incorporados en la gestión de los asuntos públicos. En gran medida, en las nuevas circunstancias históricas, el discurso democrático quedaba imbricado con el despertar del espíritu nacional. Es lo que explica que el Manifiesto concluyera con el alegato de que, ya en el orden constitucional, los dominicanos tenían idénticos derechos que los españoles peninsulares: Ya no sois unos miserables colonos, sino unos Españoles iguales á nuestros hermanos carísimos de Europa. No basta victorear á la Nación, á la Constitución, al Rey con verbales aclamaciones, ni observar sus preceptos por pura obligación; es menester penetrarse de sus máximas, de sus liberalidades, de su impulsión para ser felices, nivelar vuestra situación con las más sobresalientes y poneros en paralelo con los pueblos de la Monarquía.
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Sin embargo, el dominio metropolitano no se podía avenir con la plataforma de los criollos, de lo que se derivaba el estado de inquietud que se magnificaba a causa de una depresión económica que parecía insuperable. Un grupo de criollos de elevado nivel educativo comenzó a reunirse asiduamente en la residencia de José Núñez de Cáceres. En esa peña, con mucho cuidado, se fue socializando el criterio de que al país le convenía la ruptura con España. Seguramente los integrantes del conciliábulo nocturno no concordaban en numerosas materias, pero tuvieron la prudencia de continuar las deliberaciones. Dotado de un elevado estándar intelectual y predispuesto hacia posturas innovadoras, López de Medrano fue uno de los integrantes de este círculo. Él y Núñez de Cáceres, por otra parte, tenían en común la condición de profesores de la universidad. No obstante la severísima situación material por la que atravesaba el país durante la España Boba, la calidad de la educación alcanzó niveles sin precedentes, debido a que reducidos círculos criollos visualizaron cierto proyecto de cambios alrededor de la agenda educativa. El prestigio de López de Medrano se acrecentó en esos días de libertades restringidas, al ser designado rector provisional de la universidad, en mayo de 1821, con lo que consolidaba su posición de orientador de los jóvenes. Por otro lado, la libertad de prensa e imprenta se insertó en el despliegue de tal proyecto, posibilitando que los pareceres de los contados intelectuales comenzaran a difundirse. Ya se ha visto que las elecciones de junio de 1820 proporcionaron el escenario para que el filósofo expusiera sus concepciones democráticas. Núñez de Cáceres también se hizo presente como editor del periódico El Duende, donde filtraba críticas solapadas al régimen colonial. Es presumible que López de Medrano se contara entre los comprometidos con la conspiración dirigida por Núñez de Cáceres, que llevó al derrocamiento del orden colonial, el 1º de diciembre de 1821, y a la proclamación del Estado Independiente de Haití Español. El filósofo fue designado regidor del Ayuntamiento de Santo Domingo en el nuevo ordenamiento, posición desde la cual estuvo inmerso en el curso de los sucesos durante las agitadas semanas posteriores. Desde el principio de la proclamación de ese primer Estado soberano estuvo subyacente la sombra de que podía naufragar por las pretensiones
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absorbentes de Jean Pierre Boyer, presidente de Haití, quien siempre planeó aplicar el artículo de la Constitución haitiana que estipulaba que la República de Haití tenía jurisdicción sobre el conjunto de la isla. Boyer obtuvo la adhesión de círculos dirigentes de villas próximas a la frontera, quienes desconocieron el régimen presidido por Núñez de Cáceres. Es probable que López de Medrano intuyera que había que encontrar una salida a la delicada situación, por lo cual habría intentado promover un movimiento tendente a la reinstauración del régimen español. De acuerdo con la misma versión, habría desistido del propósito al captar que el proceso carecía de posibilidades y que conllevaba el riesgo de un conflicto intestino. Desde su puesto de regidor, le tocó a López de Medrano formar parte de la comitiva que recibió al dictador haitiano al borde de la muralla, así como estar presente en el acto realizado en el Palacio Consistorial, en el que se le entregaron las llaves de la ciudad. ESPERANZAS EN HAITÍ Y RÁPIDO DESENCANTO Aunque no hay indicaciones explícitas, todo parece señalar que al principio López de Medrano se sumó a la postura de quienes decidieron acatar la autoridad haitiana. Es probable que estuviera penetrado del criterio de que había que evitar por todos los medios retornar a la emigración. En cualquier caso, en su condición de profesor de medicina, le tocó representar al rector designado por Boyer, Francisco González Carrasco, en ocasión de la reapertura de las clases, el 1º de julio de 1822. El discurso que pronunció en esa ocasión fue traducido en Le Telegraphe, órgano periodístico del Gobierno haitiano, en su edición del 22 de septiembre de ese año, fecha en que el autor había ya escapado de la isla. En el texto se enunciaban grandes esperanzas en las potencialidades regeneradoras del Estado haitiano, gracias a la atención que le prestaba a la tarea educativa. El texto comienza evaluando la función de la educación en el perfeccionamiento de las naciones. En el contexto de la ilustración decimonónica, continúa, se siembra un “germen vivificante, que desvanece las tinieblas donde ellos se encuentran, rompiendo las cadenas de la estupidez; y acabando con los remanentes de la ignorancia”.
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Depositaba esta esperanza sobre todo en el nivel universitario, donde se formaría la élite encargada de regir los destinos del colectivo. Continuando su discurso en tal sentido, aseveró: De donde se genera igualmente que las universidades, preciado abrigo de las ciencias, han tenido la reputación por todas las naciones, como los únicos medios para su superación, de su solidez y de su complemento de su estabilidad; ya que sin sabiduría no hay prudencia; no hay buen gobierno, no hay prosperidad; las acciones que se emprenden no tienen ninguna firmeza, los Estados no poseen ningún régimen, los intereses están sin seguridad, las fatigas están sin recompensa, las opiniones sin conciliación.
No dudó en asegurar que en el contexto del Estado haitiano se encontraban las posibilidades de que se cumpliera esa perspectiva, esencialmente por representar el modelo inédito de emancipación de un pueblo otrora sometido a condiciones indignas, con lo que pronunciaba una condena al coloniaje. Por lo que indican sus palabras, creyó que en Haití existía el propósito de impulsar la instrucción como arma para la consecución de la dignidad colectiva. Puesto que Haití, tan famoso por los acontecimientos maravillosos, se presenta simple a los ojos de las naciones, que la desconocen y que la recelan, por no ser instrumento de sus especulaciones y del crecimiento de sus riquezas, ella comenzó a trabajar por su engrandecimiento científico. Ella edifica colegios, ella erige museos, ella reconstruye este teatro de civilización, de donde han salido estos genios sorprendentes que han eternizado sobre la tierra la memoria de su patria.
Esta confianza contrastaba con la ingratitud que para él había caracterizado la postura de España hacia los dominicanos. Recordó “con vergüenza” el Tratado de Basilea, que los entregó a una dominación extranjera. También recordó que el cambio de inicios de 1822 generó un estado de ansiedad, pero fue superado por la claridad de los propósitos de Boyer, acreedor de una encendida apología.
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El filántropo Jean Pierre Boyer, el Excelentísimo señor presidente de la República de Haití, vino a tranquilizar la parte del Este, entró en su territorio y llegó a esta ciudad. Él se mostró exento de vanidad, sin pompas, sin fastos, él no tiene la cabeza ceñida de laureles verdes: él no tiene carros en su comitiva, él no espera arcos de triunfo […] una candidez natural e imponente lo acompaña, la propia del carácter de romano que lo distingue […]. Él examinó todo, él fraternizó todo, él ejecutó todo, sin que sus penosas ocupaciones ni el peso formidable que él soporta no lo conturbaran con el fin de dotar de organización, conforme a las leyes de la República. Él fijó su mirada sobre este edificio, él se informó en particular del rector, del estado de las clases; él tomó notas exactas y se consagró de preferencia a su conservación, a su estado floreciente y a su crecimiento.
Al parecer, para López de Medrano el interés de Boyer por el desarrollo de la educación universitaria constituía el toque distintivo de su obra de gobierno. En tal sentido, detalla los pasos del mandatario haitiano a tal efecto, comenzando por la designación de una comisión encargada de elaborar un plan de reorganización de la institución universitaria, compuesta por cuatro dominicanos funcionarios del gobierno. Se decidió que se establecerían las siguientes cátedras: una nueva de moral, medicina, ambos derechos, filosofía, latín y lengua. También se designaron profesores, se puso en funcionamiento el claustro y se introdujeron reformas institucionales. Exultante, hizo una apología de la juventud dominicana, “ya haitiana”, en presencia de una oportunidad inédita para empaparse del saber. Dulce esperanza de los hombres sensatos, delicias agradables de la patria, apoyo futuro de su gloria, tú, amable juventud, pródiga de sutileza de espíritu admirable, depósito de agradables alegrías, tú que vas a saborear copiosamente de ese don inestimable, exento de distinciones odiosas que el error inventa por accidentes efímeros, que el egoísmo sostiene y que la filantropía condena, entra con alegría en el augusto templo de Minerva que se abre ahora para recibirte: aprende en filosofía a razonar con juicio, a buscar la naturaleza.
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Después de haber alentado la reorganización de la universidad, a escasas semanas de la sesión solemne en la que López de Medrano pronunció el discurso arriba glosado, Boyer dispuso la clausura del plantel, con el subterfugio de convocar a los jóvenes al servicio militar. De golpe, al filósofo debieron esfumársele todas las esperanzas en el cambio de soberanía recién acontecido y decidió abandonar el país de inmediato. Aunque no dejó escritos los motivos que lo animaron, de ninguna manera puede imputarse que obrara por conveniencias personales, sino que es seguro que lo hizo por razones de principios. Bien hubiera podido incorporarse a la administración haitiana, como lo hicieron Tomás Bobadilla y José Joaquín del Monte, pero para él se clausuraba la expectativa de laborar en la formación de los jóvenes dentro de un orden auspicioso. Debió sobre todo calibrar el significado profundo que comportaba el cierre de la Universidad. MEDIA VIDA EN PUERTO RICO Al abandonar el país, decidió dirigirse hacia Puerto Rico. No detalló las razones de tal elección, en vez de haber marchado hacia Venezuela u otro país liberado del yugo español, como poco después hizo Núñez de Cáceres. Tal vez lo que quedaba entrañado, a partir de la evaluación de lo acontecido en los meses recién transcurridos, era la sospecha de que cualquier tentativa nacional concluía en el fracaso. Si se sigue al pie de la letra lo que con posterioridad escribió en Puerto Rico, se concluye que se volvió un conservador solidarizado con el despotismo español allí vigente. En 1831 compuso dos textos apologéticos del gobernador Miguel de la Torre y el monarca: “Apodícticos de regocijo” y “Coloquios o congratulación a los puertorriqueños”. Al llegar a Borinquen, a inicios de septiembre de 1822, fue identificado como uno de los promotores de la ruptura de Santo Domingo con España y apresado. Ofreció garantías de la reconsideración de sus posturas y de su adhesión a la monarquía española. Se radicó en el poblado de Aguadilla, donde persistía una nutrida colonia dominicana, pudiendo ejercer la medicina. Debió destacarse en la profesión, ya que años después el gobernador lo comisionó para investigar las causas de la
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mortandad de ganado vacuno generada por una enfermedad conocida como la llaguita. Más adelante, en señal de que se había integrado a plenitud en la vida puertorriqueña, fue designado síndico del Ayuntamiento de Aguada, en cuya demarcación residía. Tiempo después, en 1836, al parecer temporalmente en Mayagüez, ingresó a la masonería, pero al cabo de dos años renunció, alegando motivos políticos, tras trascender que en el seno de las logias se incubaba el descontento contra el orden colonial. Desde 1839 hasta el final de sus días residió en Ponce, donde sobresalió como munícipe. Además de la práctica médica, mantuvo su interés por la educación y el periodismo. En 1847 fue designado director de la escuela pública de la ciudad. En 1852 se contó entre los fundadores del periódico El Ponceño –primera publicación periódica de la localidad–, que duró dos años. López de Medrano falleció en Ponce el 6 de mayo de 1856. Pasó unos 34 años en Puerto Rico, casi media vida, si se acepta que nació hacia 1780. Se trató de un prolongado y de seguro penoso anticlímax, durante el cual no produjo nada de importancia. Después de haber sido un introductor de la reflexión filosófica sistematizada, profesor universitario y pionero de la política democrática, llevó una oscura existencia provinciana, conforme con el absolutismo hispánico, en manifestación de retroceso intelectual y político. Aparentemente, nunca dejó de considerarse dominicano, ya que aludía a Puerto Rico como su segunda patria. Pero no volvió a interesarse por el destino de su pueblo, pese a que su hermano Antonio López Villanueva tuvo una destacada participación en el proceso posterior a la independencia de 1844. En conclusión, el intelectual fue víctima de las circunstancias. Cuando parecía que iban a crearse las condiciones para el ejercicio de una pedagogía liberadora en un contexto de autonomía nacional, la invasión foránea, prohijadora de ignorancia y despotismo, lo obligó a expatriarse para siempre.
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BIBLIOGRAFÍA Campillo Pérez, Julio Genaro. Dr. Andrés López de Medrano y su legado humanista. Santo Domingo, 1999. Cassá, Roberto. “La difícil emergencia de la modernidad dominicana: el pensamiento de Andrés López de Medrano”. Separata de Vetas, año VIII, No. 58, septiembre de 2001. Coiscou Henríquez, Máximo. Documentos para la historia de Santo Domingo. 2 vols. Madrid, 1973. Cordero, Armando. La filosofía en Santo Domingo. Santo Domingo, 1973.
JUAN PABLO DUARTE EL PADRE DE LA PATRIA
Sí, Juan Pablo, la historia dirá: que fuiste el Mentor de la juventud contemporánea de la patria; que conspiraste, a la par de sus padres, por la perfección moral de toda ella; la historia dirá: que fuiste el Apóstol de la Libertad e Independencia de tu Patria. JUAN ISIDRO PÉREZ
La paz está restablecida en todo el país, pues el sosiego público que se había turbado con el nombramiento ilegal para Presidente de la República, a Juan Pablo Duarte, cuyos servicios son ignorados, y eran desconocidos; joven inexperto que lejos de haber servido a su país, jamás ha hecho otra cosa que comprometer su seguridad y las libertades públicas: pero los amantes del orden, y de los principios, los buenos patriotas se apresuraron a poner remedio a esta especie de calamidad. TOMÁS BOBADILLA
LA GRANDEZA DE DUARTE Pocos cuestionan que Juan Pablo Duarte es la figura de mayor estatura en la historia dominicana. Su mérito principal radica en haber sido el primero en comprender que el pueblo dominicano tenía las potencialidades para constituirse en nación, es decir, llevar una vida soberana a través de un Estado independiente. Al enunciar este objetivo, trazó las orientaciones de las luchas por la libertad y la igualdad que caracterizaron la historia dominicana en el siglo XIX. Duarte fue mucho más allá de aspirar a una vida independiente, porque también trazó los rasgos del orden político y social deseable. Se adscribió a las nociones de la Revolución Francesa de libertad, igualdad y fraternidad, que inauguraron la vida moderna, por oposición al “viejo régimen” del absolutismo de los monarcas y la preeminencia de los nobles. El ideario nacional de Duarte, en consecuencia, estaba inserto en una concepción democrática radical, que combatía las expresiones de ideología conservadora, favorables al mantenimiento de los privilegios. A pesar de que ya a inicios del siglo XIX los dominicanos constituían un conglomerado con rasgos particulares y tenían conciencia de esa situación, la pobreza del país, manifestada en todos los órdenes, incluyendo el político y el intelectual, impedía que de esa identidad surgiera la aspiración hacia una vida libre de todo dominio extranjero. El mérito de Duarte estriba en haberse sobrepuesto a esas dificultades, negando toda forma de dependencia de una potencia extranjera. Cuando se observan los movimientos nacionales previos a 1838, fecha en que Duarte inició sus labores revolucionarias, se comprueba que nunca llegaron a la propuesta de crear un Estado que respondiera a la soberanía del pueblo y aplicara los preceptos de la libertad y la igualdad. Por ejemplo, los dominicanos derrotaron la dominación francesa en 1808, pero lo hicieron para volver bajo el dominio español. En ese momento muy pocos consideraron que procedía crear un Estado, por lo que la 133
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idea no tomó cuerpo como corriente política. En 1821 José Núñez de Cáceres derrocó el dominio español, pero colocó al naciente Estado como parte de la Gran Colombia y no visualizó un orden democrático de igualdad. La capacidad innovadora de Duarte se explica por su constitución moral superior, que se propuso sacrificarlo todo en aras de su ideal y sin transigir con soluciones mediatizadas. Fue, por ende, un radical en las ideas y en la acción. Y esto lo llevó a combatir a los conservadores, que eran partidarios de anexar el país a una potencia extranjera. La intransigencia de Duarte alcanzó ribetes excelsos: el ideal lo era todo, más allá de las dificultades que pudieran presentar el medio y la oposición de los enemigos. Esta recia conformación le granjeó adversidades de todo tipo y lo sustrajo muy pronto de la vida del país, al no transigir con el despotismo y el anexionismo que se hicieron las guías de los dirigentes políticos dominicanos. Duarte dirigió la resistencia para que esto no sucediera, pero fue derrotado porque las condiciones no eran propicias para la plasmación de su ideal. Su aislamiento de la vida dominicana tuvo ribetes trágicos, porque no dejó un solo minuto de soñar con la felicidad de su pueblo. Esta entrega a la causa nacional lo eleva hasta hoy a la categoría de ejemplo de las virtudes cívicas y morales que deben concretarse en un orden político y social que erradique la opresión y la desigualdad. LOS AÑOS FORMATIVOS Duarte nació el 26 de enero de 1813, cuando todavía existía el dominio español. Su padre, Juan José Duarte, era un comerciante nacido en España, y su madre, Manuela Diez, había nacido en El Seibo, descendiente de españoles. Su infancia y primera juventud transcurrieron entre la época denominada España Boba y el dominio haitiano. En estos últimos años no había manifestaciones de oposición a los invasores de occidente, quienes en un inicio tomaron medidas de tipo revolucionario que les granjearon el apoyo de gran parte de la población, sobre todo de los estratos pobres y de color. Duarte no pudo realizar estudios superiores porque el país se había quedado sin universidad. Según informó su hermana Rosa Duarte,
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estudió en la escuela de Manuel Aybar, y luego aprendió inglés y francés. Tuvo, empero, la suerte de que su padre lo complaciera con la realización de un viaje por Estados Unidos y Europa, posiblemente entre los años 1829 y 1832, a fin de estudiar comercio. Esa estadía en el exterior le permitió conocer las aspiraciones liberales y democráticas que bullían en Europa contra los restos del antiguo régimen. También lo ayudó a tomar conciencia de la reivindicación nacional. Es ilustrativo que, tras su retorno, uno de los amigos de su padre, Manuel María Valverde, le preguntó qué le había impresionado más de su viaje, a lo que respondió: “los fueros y libertades de Barcelona, fueros y libertades que espero que demos nosotros un día a nuestra patria”. A pocos días de iniciado el viaje, el capitán del barco, después de conversar un rato con Pablo Pujol, el catalán que acompañaba al joven Duarte, y hacer comentarios sobre el país, se dirigió a Duarte preguntándole si no le daba pena decir que era haitiano; Duarte respondió en seco: “Yo soy dominicano”. Acto seguido el capitán español insistió: “Tú no tienes nombre, porque ni tú ni tus padres merecen tenerlo porque, cobardes y serviles, inclinan la cabeza bajo el yugo de sus esclavos”. Años después relató que estas palabras humillantes lo llevaron en ese mismo momento a la resolución de luchar por la libertad de la patria. Tras regresar del viaje, el joven Duarte ayudó a su padre en las labores comerciales, algo que le dio sentido de trabajo y lo relacionó con diversos sectores sociales. Al mismo tiempo se dedicó al estudio, tomando clases particulares con Juan Vicente Moscoso, considerado uno de los espíritus más preclaros de la época. Su capacidad se vio colocada por encima del medio, lo que le permitió iniciar una labor educativa entre algunos amigos, casi todos del mismo círculo social de familias de raigambre urbana, ascendencia colonial y española, en las cuales bullía un espíritu de inconformidad con el dominio haitiano. Pero lo que pudo haber sido una reacción tradicionalista, en esos jóvenes, gracias a Duarte se encaminó hacia la conformación de un núcleo democrático-revolucionario. Tal vez la clave estuvo en la condición de jóvenes de todos ellos. El repudio a la opresión, sin compromiso con el pasado, los hizo receptivos a las prédicas de Duarte. El conglomerado de amigos, cohesionados bajo su orientación en la actividad del estudio
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y la reflexión intelectual, fue el antecedente de la organización revolucionaria formada años después. Estas actividades se fortalecieron con motivo de la llegada al país del sacerdote peruano Gaspar Hernández, designado párroco de San Carlos, de elevada formación intelectual, quien organizó un grupo de estudios de filosofía en 1842. Sin embargo, Gaspar Hernández no tuvo responsabilidad en la dirección patriótica y revolucionaria del conjunto de jóvenes, puesto que era partidario del retorno del dominio español.
FUNDACIÓN DE LA TRINITARIA Cuando Duarte consideró que había logrado transmitir su apostolado, decidió pasar a una fase de organización política, y el 16 de julio de 1838 creó la sociedad secreta La Trinitaria, en una reunión sostenida en la casa de Juan Isidro Pérez, ubicada en la hoy calle Arz. Nouel (antes calle del Arquillo), frente a la iglesia del Carmen. De acuerdo con el testimonio de Félix María Ruiz, uno de los congregados, se procedió a hacer el siguiente juramento: En nombre de la Santísima, Augustísima e Indivisible Trinidad de Dios Omnipotente: juro y prometo, por mi honor y mi conciencia, en manos de nuestro presidente Juan P. Duarte, cooperar con mi persona, vida y bienes a la separación definitiva del gobierno haitiano y a implantar una República libre, soberana e independiente de toda dominación extranjera, que se denominará República Dominicana; la cual tendrá su pabellón tricolor en cuartos, encarnados y azules, atravesado por una cruz blanca. Mientras tanto seremos reconocidos los trinitarios con las palabras sacramentales: Dios, Patria y Libertad. Así lo prometo ante Dios y el mundo. Si tal hago, Dios me proteja y de no, me lo tome en cuenta, y mis consocios me castiguen el perjurio y la traición si los vendo.
Según la tradición, ese juramento fue firmado con sangre por cada uno de los presentes. Ha habido criterios encontrados acerca de quiénes fueron los fundadores de La Trinitaria. El tema ha sido dilucidado por Vetilio Alfau Durán, en su artículo “Los fundadores de La Trinitaria”.
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Tres fundadores de la organización el 16 de julio, José María Serra, Félix María Ruiz y Juan Nepomuceno Ravelo, dieron versiones distintas acerca de los asistentes a la ceremonia. José María Serra:
Juan N. Ravelo:
Félix María Ruiz:
Juan Pablo Duarte Juan Isidro Pérez José María Serra Juan N. Ravelo Félix María Ruiz Benito González Jacinto de la Concha Pedro A. Pina Felipe Alfau
Juan Pablo Duarte Juan Isidro Pérez José M. Serra Juan N. Ravelo Benito González Vicente C. Duarte Felipe Alfau Jacinto de la Concha
Juan Pablo Duarte Fco. del R. Sánchez Pedro A. Bobea Ramón Mella Félix María Ruiz Pedro Pina José María Serra Juan Isidro Pérez
Serra, Ruiz y Ravelo convalidan su propia asistencia a esa reunión solemne, al igual que las de Duarte, Pedro Alejandrino Pina y Juan Isidro Pérez. La lista de Ravelo es incompleta, ya que señaló que había habido 12 asistentes, de los cuales únicamente recordaba los nombres de siete. Cuando Emiliano Tejera interrogó a Duarte en Caracas, en 1864, este le señaló que Sánchez y Mella ingresaron de inmediato a La Trinitaria. Tejera llegó a la conclusión de que el 16 de julio hubo dos reuniones, una inaugural en la mañana y otra en la tarde, en la que se incorporaron nuevos integrantes. Distintas fuentes señalan que en el inicio de La Trinitaria se contaron varias categorías de miembros. Tejera, con el aval de otros estudiosos del tema, concluyó que los asistentes a la reunión de la mañana fueron: Duarte, Juan Isidro Pérez, Pedro A. Pina, Jacinto de la Concha, Félix M. Ruiz, José M. Serra, Benito González, Juan N. Ravelo y Felipe Alfau. Además de estos nueve, se señala la adhesión inmediata de varios más, que cabe considerar también como fundadores de la organización revolucionaria: Francisco del Rosario Sánchez, Matías Ramón Mella, Vicente Celestino Duarte, Félix María Delmonte, Juan Nepomuceno Tejera, Tomás de la Concha, Jacinto de la Concha, José A. Bonilla, Pedro Carrasco, Epifanio Billini, Joaquín Lluberes, Pedro Pablo Bonilla, Pedro Antonio Bobea, Juan Evangelista Jiménez, Remigio del Castillo y otros.
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La Trinitaria fue una organización que no tenía precedentes en el país: el primer agrupamiento revolucionario animado por una doctrina política, con un programa y un sistema de organización. Su razón de ser estribaba en plasmar el objetivo que había predicado Duarte: derrocar el dominio haitiano para fundar un Estado independiente. Como puede leerse en el juramento, la entidad se organizó alrededor de la fidelidad a la persona de Duarte. Las enseñanzas del padre de la patria resumían la doctrina y el programa de la sociedad. El movimiento de los trinitarios, refirió su hermana Rosa Duarte, fue conocido como “revolución de los muchachos” a causa de la juventud de casi todos. Los conservadores los observaban con desconfianza y burla por el idealismo desinteresado. Acuñaron el neologismo despectivo de “filorios”, palabra que venía de filósofos, con lo que se quería denotar que eran románticos carentes de realismo. Contrario a esta visión, Duarte dotó a La Trinitaria de los recursos prácticos y organizativos necesarios para alcanzar sus objetivos. Puede asociar a La Trinitaria con la tradición masónica y las organizaciones libertarias de los países mediterráneos que propugnaban por implantar regímenes liberales, como los carbonarios de Italia. Su principal rasgo distintivo fue el secreto que debía guiar las actividades. Se dotó de una organización celular, de acuerdo con la cual cada núcleo de conspiradores debía existir como un cuerpo independiente del resto. Se concibió, por tanto, como una cadena de conspiradores que confluían en los primeros iniciados: cada uno de ellos debía crear una célula con dos integrantes más y, a su vez, cada uno de estos crear otras células con la incorporación de dos nuevos adeptos. Pero cada miembro únicamente debía conocer a los integrantes de las células a las que perteneciera. Duarte fue nombrado presidente y general de la organización secreta, con facultad de otorgar grados. Sus seguidores cercanos recibieron el rango de coronel, y se les reconocía por un seudónimo y un color. Por ejemplo, Duarte tenía el azul, que significaba gloria, Pérez tenía el amarillo, símbolo de la política, Pina el rojo para significar la pasión patriótica y Sánchez el verde, para la esperanza. La importancia que concedió a las tareas militares se pone de manifiesto en el hecho de que él ingresó a la Guardia Nacional, cuerpo militar haitiano compuesto por civiles, e invitó a sus compañeros a hacer lo mismo. Las actividades
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educativas de Duarte pasaron a incluir clases de tiro y de esgrima, a fin de preparar a sus discípulos para la guerra. A pesar de las precauciones conspirativas que acompañaron al funcionamiento de la sociedad secreta, se ha inferido –por lo que contienen las escasas fuentes– que hubo la defección de un Judas que llevó a su virtual disolución. Por lo que indica Rosa Duarte, se supone que el traidor fue Felipe Alfau, aunque probablemente no denunció lo que conocía, sino que se alejó y cambió de posición política. En los años posteriores, se señalaría a Alfau como uno de los conservadores más opuestos a las ideas liberales y democráticas de Duarte. Tiempo después, otros compañeros de Duarte le dieron la espalda a sus enseñanzas, como Juan Nepomuceno Tejera, quien apoyó tanto la anexión a España de 1861 como el proyecto de anexión a Estados Unidos de 1869. Aunque no se conozcan los detalles precisos, La Trinitaria dejó de funcionar no mucho tiempo después de fundada. De seguro, aparte de la posible defección de Alfau y otros incidentes, quedó patente que había múltiples dificultades para proseguir la acción revolucionaria organizada debido a la apatía de la población, que aún no comprendía las concepciones de los jóvenes. Pero ello no significa que se paralizaran los trabajos. Duarte procedió a crear La Filantrópica, una sociedad legal donde se pronunciaban discursos políticos y se promovía la cultura, compuesta por el mismo núcleo básico que había conformado La Trinitaria. También tomó la iniciativa de fundar la Sociedad Dramática, cuyo objetivo era difundir los ideales a través de la representación de obras teatrales. En algún momento las autoridades haitianas se sintieron alarmadas a propósito de una de estas obras, cuando se gritó “Haití como Roma”; sin embargo, decidieron no reprimir la actividad por considerarla inofensiva y que debía ser incluso imitada por los jóvenes haitianos. LAS ENSEÑANZAS DE DUARTE Diversos documentos informan acerca de su concepción del orden ideal que debía alcanzar la nación. La principal fuente es el proyecto de Constitución que elaboró entre los meses de abril y junio de 1844 y que debió interrumpir por los acontecimientos que se sucedieron. Ante todo,
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señala que la independencia absoluta constituye la ley cardinal de la nación y el Estado, y que por tanto resulta inviolable, sin importar las circunstancias. El padre de la patria se contraponía a los conservadores, quienes carecían de fe acerca de la capacidad de los dominicanos para hacer viable un Estado independiente. Cuando los acontecimientos se precipitaron desde inicios de 1843, casi todos los conservadores, pertenecientes a las generaciones mayores de los estratos superiores urbanos, que hasta entonces habían colaborado con los gobernantes haitianos, llegaron a la conclusión de que la fórmula idónea para liberarse del yugo haitiano era el protectorado de Francia. Por esto fueron calificados despectivamente como “afrancesados”. Además de que veían imposible enfrentar la superioridad militar haitiana, estimaban que la presencia de una potencia extranjera resultaba indispensable para promover el progreso económico, ya que el país era demasiado pobre. El más connotado de los afrancesados, Buenaventura Báez, justificaba su postura favorable al protectorado o a la anexión del país con el principio del cosmopolitismo, o sea, que el país estaba obligado a integrarse a las corrientes de la civilización y el progreso vigentes en el mundo. Para Duarte las ideas de los conservadores no eran sino la expresión de una vocación antinacional, y utilizó el neologismo de “orcopolitas”, o sea, ciudadanos del infierno, para calificar a los “cosmopolitas” (ciudadanos del mundo). Muchos años después le escribió a su amigo Félix María Delmonte sus consideraciones al respecto: Esa fracción o mejor dicho esa facción ha sido, es y será siempre todo menos dominicana; así se la ve en nuestra historia, representante de todo partido antinacional y enemigo nato por tanto de todas nuestras revoluciones.
Duarte mantuvo toda su vida la intransigencia contra los conservadores anexionistas. En una ocasión indicó: Mientras no se escarmiente a los traidores, como se debe, los buenos y verdaderos dominicanos serán siempre víctimas de sus maquinaciones.
Un segundo aspecto de las concepciones de Duarte era su apego a la legalidad, puesto que perseguía establecer un régimen basado en las
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normas de las instituciones, y no en las conveniencias accidentales de los individuos. Su proyecto de Constitución contiene varias secciones dedicadas a ratificar la obligatoriedad de obediencia de la ley, tanto para gobernantes como para gobernados. El significado de la centralidad que le asignaba el padre de la patria a la legalidad del ordenamiento estatal residía en que prevenía cualquier asomo de dictadura, cuya fuente es la violación de la ley. Duarte aspiraba a la construcción de un orden democrático integral, donde las competencias de los poderes y de las personas estuviesen delimitadas, a fin de que no hubiese menoscabo de los derechos inherentes a la dignidad de la persona. El norte del sistema político debía ser el respeto de las libertades, empezando por la de creencias. En el proyecto de Constitución se consagra la religión católica como la “predominante en el Estado”, pero sin menoscabo de la “libertad de conciencia y tolerancia de cultos”. Si bien establecía que la soberanía residía en la nación (la reunión de todos los dominicanos), esta tenía que mantenerse de acuerdo con un orden democrático. El artículo 20 del proyecto de Constitución reza: “La Nación está obligada a conservar y proteger por medio de sus Delegados y a favor de leyes sabias y justas la libertad personal, civil e individual, así como la propiedad y demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”. En otro apartado del proyecto de Constitución estableció: “Ningún poder de la tierra es ilimitado, ni el de la ley tampoco”. La concepción democrática del orden político se expresó de manera acabada en su planteamiento de que el Estado dominicano estuviese dividido en cuatro poderes, y no en tres como era lo clásico a partir de la doctrina de Charles de Montesquieu, quien había concebido la teoría de la separación de los tres poderes como fórmula para evitar el despotismo. Además de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, el proyecto de Constitución introducía el poder municipal. Es decir, el municipio pasaba a tener una dignidad similar a la de los otros poderes, gozando de plena autonomía, cuestión relevante puesto que aseguraba el ejercicio de los derechos ciudadanos. Con esta centralidad del municipio Duarte estaba diseñando una democracia que garantizara el ejercicio participativo de los derechos y deberes ciudadanos. Lo anterior le llevó a incluir en el proyecto de Constitución una definición del tipo de gobierno:
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[…] deberá ser siempre y antes de todo, propio y jamás ni nunca de imposición extraña bien sea esta directa, indirecta, próxima o remotamente; es y deberá ser siempre popular en cuanto a su origen, electivo en cuanto al modo de organizarle, representativo en cuanto al sistema, republicano en su esencia y responsable en cuanto a sus actos.
Pero no se limitaba a concebir su propuesta desde el mero ángulo del sistema político, sino que la conectaba con la democracia social. Desde sus inicios el círculo duartista fue visualizado como un conglomerado de blancos que se oponían al dominio de los negros haitianos. De hecho, muchos de ellos participaban de los prejuicios provenientes del pasado colonial que asignaban un estado de superioridad a los blancos y el correspondiente de inferioridad a los negros. Duarte se opuso a estos criterios e inculcó a sus discípulos el principio de la “unidad de raza”. Con ello significaba el reconocimiento de que la nación dominicana se había estructurado a través de la mezcla de aportes étnicos diversos, fundamentalmente el de los africanos y el de los europeos, para dar lugar a un conglomerado particular de mayoría mulata. Esta realidad era elevada a la categoría de principio que debía pautar la asociación de todo el pueblo en una nación de iguales, donde no hubiese privilegios por razones de casta o color. La importancia que le asignaba al tema tenía motivos más que justificados, ya que el principal obstáculo que enfrentaba la culminación de la conformación de la nación estribaba en los criterios coloniales que establecían la desigualdad entre los componentes étnico-raciales. La inquietud se observa en una de las poesías escritas por Duarte: Los blancos, morenos cobrizos, cruzados marchando serenos unidos y osados la Patria salvemos de viles tiranos, y al mundo mostremos que somos hermanos.
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El criterio social democrático está desarrollado en un texto suyo trascrito por su hermana Rosa. Todo el que contrariare de cualquier modo los principios fundamentales de nuestra asociación política se coloca ipso facto y por sí mismo fuera de la Ley, que la Ley no reconocería más nobleza que la virtud, ni más vileza que la del vicio, ni más aristocracia que la del talento, quedando para siempre abolida la aristocracia de sangre como contraria a la unidad de raza, que es uno de los principios fundamentales de nuestra asociación política.
Refiere la misma Rosa Duarte que, al ser combatido el principio de la unidad de raza, su hermano procedió a destruir el proyecto de Constitución.
LA REFORMA Para que los anhelos de independencia pudiesen ganar terreno hacía falta un estremecimiento, ya que los trinitarios no lograban traspasar su influencia del círculo de jóvenes de los estratos urbanos medios y superiores. Lo que les permitió pasar a una etapa superior de actividad para la consecución de sus objetivos fue el movimiento de La Reforma, iniciado en Les Cayes, principal ciudad del sur de Haití y bastión del liberalismo opuesto a la autocracia del presidente Jean Pierre Boyer. Al enterarse de la conspiración que dirigían los depuestos diputados liberales de Les Cayes, Duarte dispuso que Matías Ramón Mella, quien sobresalía como uno de sus compañeros más audaces, se trasladara a esa región para llegar a acuerdos con los enemigos de Boyer. Mella cumplió su cometido en una breve visita, retornando hacia Santo Domingo un día antes del estallido de la insurrección iniciada el 27 de enero de 1843 que, tras operaciones militares, llevó a la renuncia del dictador el 13 de marzo. Cuando el 24 de marzo llegaron a Santo Domingo las noticias de la caída de Boyer, se produjo una movilización dirigida por algunos de los compañeros de Duarte en unión con liberales haitianos residentes
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en la ciudad. El pueblo se lanzó a la calle en repudio al despotismo y aclamando la independencia dominicana. Los conservadores acusaron a Duarte y a sus amigos de “colombianos”, en alusión a Núñez de Cáceres, quien no abolió la esclavitud. Para contrarrestar la acusación, Duarte subrayó enérgicamente que no era la independencia lo que se buscaba en ese momento, sino La Reforma. Era consciente de que aún no habían madurado las condiciones para la proclamación de la independencia. Las autoridades haitianas de la ciudad de Santo Domingo, encabezadas por el gobernador Carrié, se opusieron al movimiento popular y se produjo una balacera en la Plaza de Armas (hoy parque Colón) cuando la multitud se acercaba a la residencia de Carrié para exigir su dimisión. Muchos manifestantes se ocultaron y otros, encabezados por Duarte, marcharon hacia San Cristóbal, donde se encontraba un núcleo importante de conjurados. En esa villa se recibieron refuerzos de otros lugares del sur y se obtuvo la renuncia de los boyeristas, tras lo que se procedió a designar gobernador a Etienne Desgrotte, jefe de los liberales haitianos que residían en Santo Domingo. Se formó, días después, una Junta Popular presidida por el haitiano Alcius Ponthieux, en la cual Duarte era uno de los vocales, junto a los trinitarios Manuel Jiménes y Pedro Alejandrino Pina. La Junta le encomendó a Duarte la misión de expandir los trabajos a las localidades del este. Pronto se manifestaron divergencias entre los liberales haitianos y los liberales dominicanos. Con motivo de la celebración de elecciones para la designación de representantes legislativos compitieron tres tendencias: los conservadores dominicanos, los liberales dominicanos y los liberales haitianos. A pesar de la poca relación con el pueblo que tenían los trinitarios, triunfaron en esas elecciones debido a que encarnaban las ansias de libertad de los sectores más conscientes de la población dominicana. Adicionalmente, días antes se había enviado a las autoridades haitianas la petición de que los documentos oficiales fueran redactados en español, pues los dominicanos no podían ser tratados como pueblo conquistado. Esto alertó a los liberales haitianos acerca de lo que perseguían los dominicanos. A pesar de la lucha entre liberales y conservadores, algunos de estos últimos comprendieron que era preciso llegar a un acuerdo con los
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trinitarios, ya que ellos solos carecían de la fuerza para lograr la ruptura con Haití. A tal efecto se realizaron reuniones entre Duarte y personalidades conservadoras, en búsqueda de unidad de acción. Los conservadores exigían concesiones contrarias a la soberanía dominicana que Duarte consideró inadmisibles, por lo cual las negociaciones llegaron a un punto muerto. Sin embargo, los trinitarios siguieron tratando de recabar mayor apoyo de diversos sectores y no renunciaban a la unidad, siempre y cuando se mantuviera el objetivo de un Estado plenamente independiente. El mismo Duarte, en las labores de la Junta Popular, logró la incorporación de los hermanos Ramón y Pedro Santana, dos de los propietarios más influyentes de la región oriental, reconocidos por su oposición al yugo haitiano. Duarte conversó con Ramón Santana, de inclinaciones patrióticas, quien declinó la propuesta de ser nombrado coronel por entender que ese cargo debía corresponderle a su hermano Pedro, con vocación para el mando. Posteriormente Duarte envió a Sánchez a ratificar el acuerdo, pues era amigo personal de los hermanos Santana. Este episodio, sin duda verídico, evidencia que, a pesar de la disputa entre trinitarios y afrancesados, se producían acuerdos de algunos de los últimos con el movimiento de los primeros. El nuevo presidente haitiano Charles Hérard, quien había dirigido las operaciones militares de La Reforma, comprendió que se estaba incubando una situación delicada en la “Partie de l´Est”. Parece que su alarma fue motivada por el triunfo de los trinitarios en las elecciones del 15 de junio, la petición de uso del idioma español y un proyecto de solicitud, del que se desistió, de que concediese la independencia a la parte dominicana. Algunos conservadores que colaboraban con el régimen haitiano, como Manuel Joaquín Delmonte, instigaron a las autoridades haitianas a reprimir a los trinitarios. Desde Cabo Haitiano, Hérard dispuso una marcha militar para imponer el orden, y procedió a arrestar a todos los sospechosos de realizar actividades independentistas. Varios trinitarios fueron apresados, pero otros lograron esconderse antes de la entrada de Hérard a la ciudad, el 12 de julio, entre ellos Duarte, Sánchez, Pedro Alejandrino Pina y Juan Isidro Pérez. Duarte, Pina y Pérez abandonaron el país en forma secreta el 2 de agosto, mientras que Sánchez permaneció en el interior debido a que se había enfermado. Haciendo correr el rumor de que había
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fallecido, Sánchez pasó a dirigir los trabajos conspirativos en unión a Vicente Celestino Duarte. Primero desde Venezuela y luego desde Curazao, Duarte se mantuvo atento al desarrollo de los acontecimientos, presto a retornar al país para ponerse al frente de la insurrección que se planeaba contra el dominio haitiano. Procuró infructuosamente obtener recursos del presidente venezolano Carlos Soublette y, mientras tanto, envió a sus compañeros Pina y Pérez a Curazao, a fin de que mantuvieran un contacto más estrecho con el país. Cuando recibió una carta de Sánchez y su hermano Vicente Celestino, fechada el 15 de noviembre de 1843, solicitándole ayuda urgente para iniciar la sublevación, el padre de la patria escribió a sus hermanos, el 4 de febrero, pidiéndoles que dispusiesen de todos los bienes: El único medio que encuentro para reunirme con Uds. es independizar la patria; para conseguirlo se necesitan recursos, recursos supremos, y cuyos recursos son, que Uds. de mancomún conmigo y nuestro hermano Vicente ofrendemos en aras de la patria lo que a costa del amor y trabajo de nuestro padre hemos heredado.
Pocos días después marchó a Curazao con vistas a retornar al país lo antes posible. Mientras tanto, las hermanas de Duarte laboraban en la fabricación de municiones, junto a mujeres de las familias Ravelo, Concha y Valverde.
LUCHA CONTRA LOS AFRANCESADOS Tan pronto se conformó la Junta Central Gubernativa el 28 de febrero de 1844, al día siguiente a la proclamación de la independencia, una de sus primeras disposiciones fue enviar a Juan Nepomuceno Ravelo en la goleta Eleonora para que trajera a Duarte y a sus dos compañeros de vuelta al país. Los tres trinitarios llegaron a Santo Domingo el 15 de marzo y fueron recibidos apoteósicamente. El arzobispo abrazó a Duarte diciéndole: “Salve al padre de la patria”. En la Plaza de Armas, Duarte fue proclamado por el pueblo y el ejército general en jefe del ejército dominicano. Pero encontró una patente hegemonía del sector
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conservador, expresada en una mayoría en la Junta Central Gubernativa, la presidencia de Bobadilla y la jefatura militar en el Frente Sur de Pedro Santana. La Junta desconoció la proclama popular y designó a Duarte comandante de armas de Santo Domingo. Gracias a la hegemonía conservadora en la Junta Central Gubernativa, el 8 de marzo ese organismo había tomado la resolución de adoptar parcialmente un plan que había sido esbozado en la capital de Haití por el cónsul general de Francia y varios representantes dominicanos cuando estaban participando en la Asamblea Constituyente que se había llevado a cabo como resultado del triunfo de La Reforma. El plan Levausser estipulaba la designación de un gobernador francés como ejecutivo del Estado dominicano, con lo que el país quedaría en la situación de protectorado de Francia. También estipulaba la cesión a Francia a perpetuidad de la península de Samaná y la ayuda activa a Francia en el caso de que decidiera reconquistar su antigua colonia en el occidente de la isla. La justificación de esta resolución estribaba en la amenaza militar haitiana. En los meses de marzo a mayo los cabecillas conservadores depositaron todas sus expectativas en la ayuda francesa. Hasta la llegada de Duarte, los jefes de los trinitarios, Sánchez y Mella, mostraron una pasiva aceptación de la propuesta de cesión de Samaná, pero Duarte imprimió un giro a estas posiciones y pasó a encabezar una oposición discreta a las gestiones antinacionales. Consideró imperativo obtener un éxito militar contundente frente a los haitianos, y pidió ser designado en el frente del sur, donde fue destinado como general asociado a Santana. Ya en Baní, Duarte abogó por una táctica ofensiva que fue rechazada por Santana, quien siempre se caracterizó por adoptar posturas militares defensivas. Los oficiales subordinados a Duarte lo animaron a que tomara por su cuenta la ofensiva, haciendo caso omiso de la postura de Santana, pero él prefirió acatar las instrucciones de la Junta Gubernativa. Ante las divergencias con Santana, el 4 de abril la Junta lo convocó de retorno a Santo Domingo, en obvia desautorización de su postura. Algunos historiadores han hecho un examen superficial de esta divergencia, atribuyéndole a Duarte ingenuidad y falta de preparación militar, juicios que obedecen a la aceptación de la supuesta
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invencibilidad militar de Santana. Consideran que Duarte hubiese llevado a un descalabro del esfuerzo defensivo, opinión que carece de fundamento, ya que no toma en cuenta diversos aspectos, como la desmoralización de que era víctima la tropa enemiga y las dificultades de abastecimiento que sufría. También soslayan que la pasividad de Santana respondía a una falta de confianza en la voluntad del pueblo dominicano, y que lo que buscaba era simplemente ganar tiempo hasta obtener la ayuda francesa. Lo anterior explica que la Junta Central Gubernativa, comprometida en negociaciones antinacionales con el cónsul de Francia en Santo Domingo, Juchereau de Saint Denys, de nuevo desechara una propuesta de Duarte, consistente en que se le destinara al mando de un cuerpo expedicionario que, a través de Constanza, cayera en San Juan sobre la retaguardia enemiga. La misión se le asignó a Mella, quien a su vez la delegó en José Durán, comandante de Jarabacoa. La amenaza militar haitiana desapareció a finales de abril a consecuencia del derrocamiento del presidente Hérard, quien se encontraba inmovilizado en Azua desde el mes anterior. Tan pronto los haitianos volvieron detrás de sus límites, Santana despachó a Antonio Duvergé a instalar puestos militares hasta la frontera. Ante esta situación, la negociación con el Gobierno francés carecía de pertinencia, puesto que había desaparecido el pretexto que la justificaba, que era la amenaza militar haitiana. Sin embargo, los conservadores no renunciaron a su objetivo proteccionista, lo que se manifestó en el discurso pronunciado por Tomás Bobadilla en una reunión de notables convocada el 26 de mayo por la Junta Central Gubernativa. Por primera vez de forma pública, el presidente de la Junta abogó por la protección francesa, lo que motivó la inmediata repulsa de Duarte. Se abrió entonces una lucha de corrientes que tuvo por siguiente capítulo la aceptación de las peticiones del cónsul francés, el 1º de julio, resolución que Duarte se vio obligado a firmar. Las divergencias llevaron a Duarte a presentar renuncia a la Junta Gubernativa. Poco antes, la oficialidad de la guarnición de Santo Domingo había formulado la solicitud de que se ascendiese a Duarte, Sánchez y Mella a generales de división, lo que fue desestimado. El desenlace del conflicto fue la destitución de una parte de los miembros conservadores de la Junta
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Central Gubernativa por medio de un movimiento militar y popular el 9 de junio bajo la dirección de Duarte. Para ello obtuvo el apoyo de antiguos esclavos residentes en las cercanías de Santo Domingo, que componían una tropa de confianza del jefe de la guarnición de la ciudad, Joaquín Puello. Sánchez fue designado presidente de la nueva Junta, compuesta por trinitarios. Diez días después, Duarte solicitó ser destinado al Cibao, con el fin de lograr la adhesión de sus poblaciones al nuevo orden de cosas, en reconocimiento de la importancia demográfica y económica de la región. Desde los primeros días de la independencia el delegado del gobierno en el Cibao era Mella, quien tuvo que enfrentar las intrigas de los conservadores contra su autoridad y, en general, contra las posiciones liberales. Pero a su paso por las poblaciones del Cibao, Duarte iba siendo aclamado como la encarnación del ideal nacional. Esto explica que, el 4 de julio, Mella presentara a Duarte ante el pueblo y el ejército de Santiago en tales términos que fue aclamado como presidente de la República. Mella notificó a Sánchez la resolución, diciéndole: “Estos pueblos no tuvieron más trastornos que la venida de la Delegación; se acabó esta con la llegada de Juan Pablo, ¡Gracias a Dios! En fin, concluyo diciéndote que llegó mi deseado y te lo devolveré Presidente de la República Dominicana”. La proclamación de Duarte se hizo con la misión de que “salve al país de la dominación extranjera y que convoque la Constituyente y remedie la crisis de la hacienda pública”. Duarte siguió a Puerto Plata el 8 de julio, lugar donde fue de nuevo proclamado presidente por el pueblo y el ejército. El fuerte apoyo a los liberales era producto de que en la región del Cibao se había desarrollado más que en el resto del país la agricultura comercial, y por lo tanto los sectores urbanos partidarios de una sociedad democrática eran más fuertes. La designación de Duarte como presidente tuvo que ser acatada por las principales figuras militares de la región del Cibao, a pesar de que algunas de ellas cuestionaban a los ayudantes de Mella, Juan Evangelista Jiménez y el venezolano Juan José Illás. En la tradición historiográfica nacional se han vertido críticas al proceder de Mella y a que Duarte aceptara la presidencia. Se ha calificado el acto como “precipitado”, “atolondrado” o “el primer desconocimiento de la legalidad”. Estos juicios, por lo general, como los de Rafael Abreu Licairac, son producto de empatía
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respecto a los adversarios de los trinitarios, es decir, Santana y los restantes jefes conservadores, a quienes se les atribuían los mayores méritos en la consecución de la independencia, olvidando que fue resultado de los preparativos realizados por Duarte desde 1838. Quienes critican a Mella y a Duarte desde posiciones liberales olvidan que en el momento de la proclamación de Duarte los liberales libraban una lucha contra los conservadores, y que en ella se debatía la suerte de la República, algo mucho más relevante que una disputa por el mando. Mella actuó movido por patriotismo y Duarte aceptó la proclamación con el convencimiento de que era la forma de salvar la independencia. Los conservadores estaban dispuestos a acudir a cualquier medio para impedir la consolidación de la precaria jefatura liberal. El 3 de julio la Junta había enviado al coronel Esteban Roca a sustituir a Santana en la comandancia de la columna expedicionaria del sur. La oficialidad, encabezada por el coronel Manuel Mora, promovió un tumulto para desconocer al nuevo jefe y ratificar la jefatura de Santana, quien ya gozaba de gran ascendiente. Comprobado que no había riesgo inmediato de una nueva invasión haitiana, Santana marchó hacia Santo Domingo para enfrentar a la Junta Gubernativa, pero tuvo la habilidad de mostrar una actitud negociadora, anunciando que venía en son de paz. Los integrantes de la Junta, encabezados por Sánchez, se vieron forzados a permitir la entrada de Santana a la ciudad el 12 de julio. Al día siguiente de entrar a la ciudad, las tropas desconocieron la Junta y aclamaron a Santana como dictador. A las pocas horas, los trinitarios intransigentes comenzaron a ser apresados y se procedió luego a reorganizar la Junta Gubernativa bajo el mando de Santana. Aunque pasaba a tener prerrogativas de dictador, por consejo del cónsul francés Saint Denys, declinó tal título. Rosa Duarte reseñó lo ocurrido: “La ciudad, con las amenazas, estaba aterrada, y todo era confusión y espanto. El pueblo temblaba bajo el imperio del sable”. Las noticias de estos acontecimientos llegaron con tardanza al Cibao, pues el trayecto a caballo entre Santo Domingo y Santiago tomaba alrededor de tres días. Al recibir las noticias del golpe de Estado de Santana al final de julio, Mella decidió dirigirse hacia Santo Domingo con la intención de negociar a nombre del Cibao. Llevaba la propuesta de que se celebrasen elecciones con Duarte y Santana como candidatos a
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la presidencia, y que el perdedor ocupase la vicepresidencia. Pero tan pronto traspasó los muros de la ciudad fue reducido a prisión junto a su ayudante Juan José Illás. El cambio de gobierno de mediados de julio fue acatado en el Cibao unas semanas después, pues casi todos los que habían apoyado a Duarte y a Mella estimaron que no reconocer a la Junta presidida por Santana equivalía a una guerra civil que sería aprovechada por los haitianos. De tal manera obró el general Antonio López Villanueva, principal autoridad gubernamental de Puerto Plata, cuando recibió las noticias de Santo Domingo. López Villanueva dispuso el arresto de Duarte, quien se había retirado a una sección rural próxima a la ciudad, y lo embarcó hacia Santo Domingo, adonde llegó el 2 de septiembre. En su ciudad natal, Duarte se encontró con que sus amigos se encontraban presos, pues la Junta Central Gubernativa había decidido expulsarlos del país a perpetuidad por traición, so pena de muerte en caso de que retornaran. A finales de agosto, varios de ellos fueron embarcados hacia Irlanda, mientras Duarte fue destinado a Alemania el 10 de septiembre, a seis meses del nacimiento de la República. El padre de la patria estuvo diecinueve días en Hamburgo, donde se relacionó con integrantes de la masonería, institución a la cual pertenecía desde unos años antes, como era común entre personas de cierto nivel educativo. La corta estadía de Duarte en Alemania puede atribuirse a que le interesaba estar lo más cerca posible de su tierra. Viajó a Saint Thomas, donde rechazó ofertas de ponerse al servicio de Haití o de España para hacer oposición a Santana. A continuación se desplazó a Venezuela, país donde había estado en dos ocasiones y en el que tenía parientes y amigos. Por la correspondencia con Juan Isidro Pérez, se sabe que estuvo atento a la evolución de la política dominicana hasta los primeros meses de 1845. La consolidación del poder de Santana, el fusilamiento de María Trinidad Sánchez y los cambios que se operaban debieron provocarle un fuerte desencanto. Se dio cuenta de que algunos de sus amigos trinitarios se habían plegado al orden de cosas, mientras seguían las expulsiones de otros que se mantenían fieles a los ideales. En especial la deportación de su madre y sus hermanos debió provocarle un fuerte impacto. Sus impresiones de infortunio quedaron registradas en versos:
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Pasaron los días De paz y amistad De amor y esperanza De fina lealtad. Las glorias pasaron La gala y primor… Quedaron recuerdos De amargo sabor…
Duarte se retiró al interior de Venezuela y perdió contacto con sus familiares y los demás dominicanos expatriados. Al parecer quedó aquejado de un estado de depresión crónica. En cierto momento los familiares lo dieron por muerto. Poco se sabe acerca de su vida en el interior de Venezuela, aunque estableció relaciones con figuras de la corriente liberal radical de ese país. El grueso del tiempo lo pasó en una zona muy remota, El Apure, desligado por completo de lo que sucedía en el mundo. Se sabe que llevó una vida pobre, despreocupada de los aspectos materiales, relacionándose con el presbítero San Gerví, quien le enseñó historia sagrada y lo animó a tomar hábitos sacerdotales, lo que no aceptó, pues estimaba que aún no había concluido la misión por su patria. El diario de Rosa Duarte no registra nada entre 1846 y 1862. De seguro no le interesaba retornar al país en las condiciones de hegemonía conservadora, cuando la política no se correspondía con sus ideales. Fue el único de los trinitarios expulsos en 1844 que no retornó tras la amnistía de 1848, y su memoria se borró de la conciencia pública o quedó rodeada de una imagen estigmatizada por las acusaciones que le hicieron Santana y Bobadilla. Otros trinitarios, como Sánchez y Mella, tras retornar al país, incursionaron en la política y cometieron el error de adherirse a los jefes conservadores Santana y Báez, cuyas rivalidades acapararon la vida política. Sánchez y Mella, empero, no abandonaron sus posturas liberales y patrióticas esenciales. Sus relaciones con los prohombres conservadores fueron el precio para mantenerse en el interior del país e influenciar a fin de que las cosas tomaran el mejor rumbo posible. Duarte veía las cosas de otra manera, según mostró en documentos posteriores. Para
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él resultaba imposible de aceptar cualquier tipo de acuerdo con lo que calificaba como “facción”. Por lo que se infiere de una carta de Juan Isidro Pérez, quedó desilusionado de Sánchez, probablemente por la forma en que actuó a raíz del retorno de Santana a la ciudad, cuando intentó llegar a un entendido con el jefe militar conservador. Para Duarte, la única causa posible era la del patriotismo del pueblo, por lo que no concebía la existencia de partidos, sino que solo reconocía la oposición de los traidores. Refutando a Báez y sus inclinaciones a favor de Estados Unidos, escribió en 1865: “En Santo Domingo no hay más que un pueblo que desea ser y se ha proclamado independiente de toda potencia extranjera, y una fracción miserable que siempre se ha pronunciado contra esta ley, contra este querer del pueblo dominicano, logrando siempre por medio de sus intrigas y sórdidos manejos adueñarse de la situación”. Duarte prefería el aislamiento a cualquier concesión. La política, para él, tenía que estar pautada por fines nobles o se desvirtuaba. Implicaba altura de ideales, reflexión y acción en beneficio de la colectividad. Por sobre todas las cosas, la política equivalía a patriotismo. Su noción de la patria –sintetizada en la disposición al sacrificio a favor de los principios y el bienestar del pueblo–, era la contraria a lo comúnmente considerado como política: el reino de la lucha por el poder. Aunque muchos aspectos de su vida en Venezuela siguen siendo desconocidos, es seguro que no abandonó la disposición a la acción, pues cuando estimó que la suerte de la patria se encontraba en peligro y su presencia podía ser necesaria en el escenario de lucha, no vaciló en ponerse presente. Fue lo que hizo cuando se enteró de la anexión de la República a España, en marzo de 1861, noticia que recibió más de un año después en las profundidades de la selva venezolana, trasladándose a Caracas en agosto de 1862. Durante los meses siguientes se mantuvo a la expectativa. Puede deducirse que estimaba que su prolongada ausencia de la nación no lo autorizaba a tomar iniciativas. Tal vez, además, seguía imbuido de un sentimiento de pesar por el derrotero del país, ya que en apariencia la mayoría de la gente había aceptado la traición de Santana. Fue cuando estalló la guerra de la Restauración, en agosto de 1863, cuando Duarte se puso en movimiento. El Diario de su hermana se
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reinicia el 20 de diciembre de 1863, con motivo de la llegada a Caracas de su tío Mariano Diez. Tan pronto se enteró de que el pueblo había iniciado la lucha contra la dominación española, Duarte conformó un centro revolucionario en Caracas. Tomaron parte en él su hermano Vicente Celestino, su tío Mariano Diez, el joven poeta Manuel Rodríguez Objío y el venezolano Candelario Oquendo. Varios venezolanos se interesaron en apoyar la causa dominicana sobresaliendo entre ellos Blas y Manuel Bruzual, este último conocido como “El soldado sin miedo”, exponente de las posiciones radicales del liberalismo. El presidente Juan Crisóstomo Falcón recibió a Duarte y le prometió ayuda, no obstante la situación difícil en que se encontraba Venezuela tras varios años de guerra federal. A pesar de la buena disposición de Falcón, la ayuda recibida por Duarte fue mínima, ya que el asunto quedó en manos del vicepresidente Antonio Guzmán Blanco, futuro autócrata de Venezuela, quien no se interesó en ayudar a los dominicanos. Duarte reflexionó que en materia de intrigas los venezolanos no se diferenciaban nada de los dominicanos. Al parecer recibió 1,000 pesos fuertes del gobierno venezolano. Muchos dominicanos acudían a ponerse a las órdenes de Duarte, pero él no podía hacer nada por falta de fondos. Sin haber logrado reunir recursos, como era su deseo, en unión de los cuatro compañeros mencionados pudo embarcarse en Curazao con destino a Monte Cristi en marzo de 1864. Llegó en abril de 1864 e inmediatamente se dirigió al gobierno de la Restauración. Al llegar a Santiago pudo darle un saludo postrero a su compañero Ramón Mella, vicepresidente del gobierno, quien agonizaba víctima de cáncer. En las entrevistas que tuvo con Ulises Francisco Espaillat, a cargo del gobierno, Duarte pidió ser destinado al frente de combate, manifestando su interés en conocer al presidente José Antonio Salcedo. El gobierno restaurador no aquilató la trascendencia que tenía la presencia de Duarte, lo que pudo deberse a que su figura había quedado sepultada por el olvido y a que algunos de los líderes de la contienda nacional habían sido partidarios de Santana. El 14 de abril el gobierno de Santiago, a través de Espaillat, le pidió a Duarte trasladarse a Venezuela al frente de una misión diplomática con el fin de obtener ayuda. Él no estaba dispuesto a aceptar la encomienda, porque su interés era participar
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en la lucha en el interior del país. Pero a los pocos días se recibió un artículo publicado en el Diario de la Marina, de La Habana, firmado por G. (que pudo ser el escritor Manuel de Jesús Galván, el principal portavoz dominicano del régimen español en Santo Domingo), que pronosticaba luchas intestinas de los restauradores por el mando a causa del retorno de Duarte. Para que no se pudiera pensar que estaba animado por ambiciones personales, Duarte le comunicó a Espaillat que aceptaba la designación, aunque durante unos días albergó la esperanza de permanecer en el interior del país. Espaillat, sin embargo, ratificó a Duarte aunque le señaló que no debía quedarse con la impresión de que la intriga de G. había tenido efecto. De nuevo en Venezuela, se le hizo imposible obtener respaldo para la lucha dominicana. La Restauración fue una epopeya que tuvo que librar el pueblo dominicano sin contar con apoyo externo alguno, sino gracias al sacrificio tremendo de los agricultores pobres, que entregaban el grueso de sus cosechas para la compra de armas a través de Haití. Duarte seguía con atención la evolución del país, como se muestra en la activa correspondencia que tuvo durante esos meses, aunque renunció a la representación diplomática a raíz del derrocamiento del presidente Gaspar Polanco, quien le había librado las credenciales. Le preocupaba la recomposición del anexionismo, esta vez a favor de Estados Unidos, que promovía Buenaventura Báez. En carta a Félix María Delmonte señaló: Si después de veinte años de ausencia he vuelto espontáneamente a mi Patria a protestar con las armas en la mano contra la anexión a España llevada a cabo a despecho del voto nacional por la superchería de ese bando traidor y parricida, no es de esperarse que yo deje de protestar (y conmigo todo buen dominicano) cual protesto y protestaré siempre, no digo tan sólo contra la anexión de mi Patria a los Estados Unidos, sino a cualquiera otra potencia de la tierra, y al mismo tiempo contra cualquier tratado que tienda a menoscabar en lo más mínimo nuestra Independencia Nacional […].
Desde finales del mismo 1865 la política dominicana se apartó de los objetivos patrióticos enunciados en la Restauración. La mayor parte de los caudillos surgidos de esa guerra se orientaron a posturas desordenadas y
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conservadoras. Duarte debió aquilatar la pobreza del liderazgo político, pues, el 2 de mayo de ese año, en otra carta a Delmonte, refiere: Tú dices (y es cierto) que Benigno Rojas no es sino yanqui, y Báez que no es sino haitiano-galo-español, y Lavastida y Alfaus y Manueles son yanquis; Báez dizque dice que Bobadilla no es sino Pandora, Melitón es todo, menos dominicano, dice José Portes que se halla en Saint Thomas, y añade a esto que siendo Senador, para que se callara la boca cuando la Anexión, Santana le regaló una casa. ¡Pobre patria! Si estos son los consultores, ¿qué será lo consultado?
De seguro experimentó un nuevo desengaño cuando vio que el viejo anexionista Buenaventura Báez era elevado a la presidencia, nada menos que traído por el entonces presidente José María Cabral, adalid de la Restauración. A partir de entonces, aunque no abandonó Caracas, se desvinculó de la política dominicana. El país entró en una vorágine de pasiones entre jefes y en un difícil trance en que se aprobó la anexión a Estados Unidos en 1870. Todo el mundo se olvidó de Duarte. Solo recibía visitas o correspondencia de intelectuales liberales interesados en la reconstrucción de los hechos que llevaron al nacimiento de la República. Hubo que esperar la decadencia del anexionismo baecista, a fines de 1873, con la instalación del gobierno de Ignacio María González para que se iniciara la revalorización de Duarte, aunque todavía en un grado muy tenue. Los promotores de esta obra de reparación contra el olvido fueron sobre todo José Gabriel García, Emiliano Tejera, Federico Henríquez Carvajal y Fernando A. de Meriño. Al afianzarse progresivamente la posición de los liberales, se crearon las condiciones para que se desechara el mito que acordaba la gloria de la independencia a Santana y desconocía la obra de Duarte. Las investigaciones históricas de José Gabriel García pusieron en claro lo que verdaderamente había acontecido en 1844. Duarte llevaba una vida de pobreza increíble cuando recibió una epístola del presidente González que lo invitaba a reintegrarse al país. Le quedaban pocos días de vida, y ni siquiera sintió la curiosidad de leer la carta, quedando su sobre cerrado cuando expiró el 16 de julio de 1876.
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BIBLIOGRAFÍA Duarte, Rosa. Apuntes para la historia de la isla de Santo Domingo y para la biografía del general dominicano Juan Pablo Duarte y Diez. Santo Domingo, 1994. García, José Gabriel. Compendio de la historia de Santo Domingo. 4 vols. Santo Domingo, 1968. García, José Gabriel. Rasgos biográficos de dominicanos célebres. Santo Domingo, 1971. García Lluberes, Alcides. Duarte y otros temas. Santo Domingo, 1971. García Lluberes, Leonidas. Crítica histórica. Santo Domingo, 1964. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano. Santo Domingo, 1997. Tena Reyes, Jorge (ed.). Duarte en la historiografía dominicana. Santo Domingo, 1994.
TOMÁS BOBADILLA EL HOMBRE DE ESTADO
EL SABER DEL PODER Si se mide la importancia de un sujeto por su incidencia en los procesos históricos, Tomás Bobadilla no ha sido reconocido debidamente en los anales del siglo XIX dominicano. Basta decir que fue uno de los artífices de la independencia del 27 de febrero de 1844, en calidad de principal representante de los conservadores, y presidente del primer gobierno dominicano. Su figura ha sido escasamente resaltada, tal vez debido a que enfrentó a los patriotas de La Trinitaria, luego fue opacado por Pedro Santana dentro del bando conservador y se le rodeó de una aureola de maquiavélico inescrupuloso. Algunos analistas lo han situado de forma categórica como un personaje de segunda categoría. Sin embargo, un estudio de su vida contribuye a proveer claves acerca de la evolución política dominicana en el siglo XIX. El aspecto cardinal de su vida es haberse encontrado de manera casi constante dentro de instancias del poder desde 1810 hasta casi el final de su vida. Incluso en sus postreros días de exilio, con más de 80 años, los únicos en que estuvo cierto tiempo alejado de cargos elevados en la administración pública, mantuvo inalterable su vocación de político. Su biografía se identifica, casi de manera precisa, con la evolución del poder político, no obstante los accidentados cambios de formas de gobierno; Bobadilla se adaptaba a los cambios, sin importar su naturaleza, y lograba mantener su posición de pieza indispensable en el engranaje del Estado, con independencia de cómo funcionara. Dio siempre muestras de poner sus convicciones al servicio de las causas que parecían tener vigencia y mayores oportunidades de imponerse. De ahí que su fuerza no radicara en formulaciones doctrinarias abstractas, sino en una pragmática de lo viable dentro del ejercicio del poder. Aunque conocedor de las teorías políticas en boga durante el siglo, para él sólo contaba lo posible y conveniente, y nunca principios ideales ajenos a las peculiaridades del medio dominicano. Pero, justo por su apego al poder, se 161
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situaba inequívocamente en el partido conservador, pues consideraba toda innovación sustancial como perturbadora, o hasta peligrosa, en caso de que no se sustentara en realidades inconmovibles. Tal género de certezas lo llevó durante casi toda su vida a considerar ilusoria la aspiración a la autonomía nacional, postura que constituía el nudo de su ubicación como uno de los prohombres de la corriente conservadora. Bobadilla ingresó al estamento burocrático tan pronto los franceses abandonaron el país en 1809 y, salvo paréntesis bastante cortos, se mantuvo en altos cargos hasta 1868. Su vida estuvo asociada con casi dos terceras partes del siglo, período durante el cual se conformaron las líneas maestras de la nación dominicana. El grueso de su sector social abandonó el país a inicios de ese siglo para no retornar. En cambio, él se contó entre los que decidieron aferrarse al suelo natal como a un clavo ardiente, con lo que daba muestra de asociación con el colectivo nacional en formación, fuese por apego sentimental o por conciencia de sus intereses. Aunque ha sido caricaturizado, no cabe duda de que su incidencia en la política estuvo relacionada con las características de su personalidad, entre las cuales sobresalía el cálculo. La primera definición de su biógrafo Ramón Lugo Lovatón es elocuente: “Es físicamente fuerte, espiritualmente acerado, es sereno y calculador como una máquina de sumar aplicada a la política”. Se puede interpretar que en él ese don del cálculo implicaba no aplicar los principios de manera dogmática, ya que el componente más sobresaliente de su capacidad residía, gracias al talante vivaz, en el despliegue de los recursos para adaptarse a los giros de las circunstancias. Se justificaba a sí mismo, al igual que otros políticos de su escuela, al aseverar que, moviéndose dentro del terreno de lo posible, contribuía a que las cosas tomaran un mejor camino. Creía firmemente que su capacidad era excepcional en el atrasado medio dominicano y, por consiguiente, que a la colectividad le convenía que le prestara sus servicios. Su comportamiento ha suscitado ponderaciones variadas. Se ha juzgado que su aferramiento al poder estaba únicamente motivado por el egoísmo y por el afán de disfrutar de las ventajas que se derivaban. Desde tal ángulo, no habría pasado de ser un desalmado cuyo único propósito fue sobrevivir de acuerdo con su conveniencia personal. Para otros, en cambio, incluyendo autorizados exponentes de los procesos históricos del siglo XIX, las actuaciones
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del sujeto muestran que estaba motivado por el propósito de contribuir, en la medida de lo posible, al bienestar de la colectividad. Ya desde los años en que estaba en la palestra pública, en especial a partir de 1844, fue objeto de opiniones encontradas. Muchos de su medio social lo respetaban desde entonces como máximo exponente de la sabiduría en los asuntos públicos. Otros lo detestaron con intensidad, como un intrigante que no creía en motivaciones patrióticas ni en ningún sentimiento de nobleza. Llegó un momento en que, identificado como el cerebro gris de la camarilla conservadora, se le odió incluso más que a Pedro Santana. Juan Pablo Duarte, víctima de sus maquinaciones, lo calificó como Pandora, mote que inauguró una visión que combinaba el odio con el recelo a sus habilidades. Al margen de la evaluación a que se le someta, se observa que Bobadilla tenía un concepto dúctil acerca de los principios, lo que es independiente de que estuviera animado por propósitos egoístas o altruistas. Se explica así que defendiera posturas variadas, incluso contrapuestas, en etapas diversas de su vida. Sabía que estaba obligado a ceñirse a las conveniencias del poder, por lo que no tuvo reparos en variar las posiciones y las lealtades según las evoluciones momentáneas. Se le ve, en tal tesitura, como funcionario español desde 1811, adherente del fugaz Estado Independiente de Haití Español en 1821, servidor de los haitianos hasta meses antes del fin de su dominio, relacionado a casi todos los gobiernos posteriores a la “Separación” de 1844, funcionario de la anexión de 1861 hasta el final y, por último, partidario de los gobiernos liberales presididos por José María Cabral. En su dilatada carrera, el defensor de España de 1811 siguió la corriente y se trastocó en republicano partidario de la fusión con Haití en 1822; el conservador anexionista de 1844, terminó su vida solidarizado con la causa nacional y los principios liberales. Estamos, pues, ante una de las personalidades más complejas y de más poderosa incidencia en el decurso del siglo XIX desde su posición como pieza del poder. LA CARRERA DEL BURÓCRATA CRIOLLO La capacidad de Bobadilla resalta cuando se vincula con las condiciones en que se desenvolvía el país durante las primeras décadas del siglo XIX.
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Su juventud estuvo rodeada de precariedades y giros imprevistos. Nació en Neiba en 1786, momento en que Santo Domingo se encontraba en una coyuntura de incipiente prosperidad. Pero esta fase concluyó con las guerras fronterizas de la última década del siglo XVIII y la cesión del país a Francia en 1795. En adelante, la existencia del personaje acompañaría las tribulaciones del conjunto de su entorno social. La situación de los habitantes de las zonas fronterizas se tornó casi insostenible, por lo que la mayor parte de ellos debieron trasladarse hacia Azua, Baní u otros lugares menos expuestos a incursiones provenientes del país vecino. Aunque no hay información detallada sobre los primeros años de su vida, se puede asegurar que se formó en estrecha asociación con el medio criollo dominicano. De ahí que debió resultarle dolorosa la decisión de emigrar que tomaron sus padres para eludir los peligros de las tropas haitianas. La familia se refugió en Puerto Rico, al igual que muchos, justo cuando se hizo evidente que los independentistas haitianos estaban al borde de derrotar a los franceses, por lo que se cernía la posibilidad de que traspasaran la antigua frontera. La experiencia en la emigración debió marcarlo para el resto de su vida, ya que de seguro sus padres atravesaron momentos difíciles. Avala este criterio el hecho de que los padres regresaron en 1810, es decir, tan pronto se produjo el retorno de la soberanía española y juzgaron que no se reiterarían las peligrosas condiciones que los mantenían fuera del terruño. Podría aseverarse que la decisión tenaz de no abandonar el suelo dominicano que mostró el resto de su vida, clave explicativa de su comportamiento político, obedeció a esta aciaga experiencia de la juventud. Pese a la probable dificultad en que sobrevivieron sus padres mientras vivían en el exterior, Bobadilla debió lograr cierta formación que lo puso en condiciones de desempeñar una posición en el aparato gubernamental tan pronto retornó, con menos de 25 años. Refiere Lugo Lovatón que en Mayagüez logró emplearse en una escribanía pública, ocupación que le proveyó los primeros rudimentos de letrado. Pero no recibió educación universitaria, ni siquiera después que retornó a Santo Domingo. De ahí que su formación intelectual y de abogado fuera producto de una actividad de autodidacta.
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En 1810, al regresar a la patria, Bobadilla ratificó su rancio espíritu criollo. Los antecedentes familiares revelan líneas cruzadas de remotos antepasados criollos con inmigrantes canarios de reciente instalación. Con motivo de la postulación a su primer cargo en el aparato español tuvo que someterse a la prueba de “limpieza de sangre”, consistente en la formación de un expediente genealógico que probara que no tenía antepasados negros, mulatos, judíos o herejes. El hecho de que un provinciano nacido a fines del XVIII pudiera postularse blanco puro, como él hizo, no fue ajeno a la inyección demográfica canaria. En los recuentos de población del siglo XVII y primeras décadas del XVIII se observa la virtual desaparición de los blancos en las villas del interior. Pero Neiba, precisamente, fue fundada para albergar uno de los contingentes de canarios llegados a mediados del siglo XVIII. La entrada de los canarios, al tiempo que permitió recomponer el sector social de propietarios blancos, introdujo peculiaridades que contribuyeron a la gestación de los rasgos culturales del pueblo dominicano. Los canarios no se sentían españoles metropolitanos, posición psicológica que contribuyó a que se integraran a plenitud al medio local y se tornasen un conglomerado activo en los procesos de conformación de la cultura dominicana. Es notorio que los canarios y sus descendientes tendieron a emigrar menos que otros sectores de blancos a raíz del Tratado de Basilea o mostrasen mayor disposición al retorno al país tan pronto como las circunstancias lo permitiesen, como fue el caso de la familia Bobadilla. Dado el contexto vivencial, iniciado en su niñez en Neiba, las ocupaciones de Bobadilla y su capacidad no le impedían sentirse como un hombre del pueblo. Siendo un dignatario, llevaba una vida sencilla, deleitándose con los placeres típicos del dominicano, como las riñas de gallos, paseos a caballo o baile en los interminables fandangos. Se le señaló como un impenitente mujeriego, no obstante el carácter adusto. Su sostenimiento económico personal era fruto de la combinación de las posiciones administrativas y los cortes de caoba, actividad que lo conectaba con el medio rural. En su correspondencia se lee que, hasta poco antes de morir, se trasladaba con frecuencia a los abruptos emplazamientos de sus cortes de caoba, al norte de Baní, para culminar las operaciones.
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Su vida matrimonial fue expresión del acendrado criollismo. Los altos cargos no impidieron vivir amancebado, durante más de una década, con María Virginia Desmier D´Olbreuse, hija de franceses emigrados, dos veces viuda de franceses. Bobadilla tuvo con ella sus hijos fuera de matrimonio, aunque los reconocía. Vino a ser en mayo de 1832 que la pareja formalizó legalmente su situación matrimonial, tanto en lo civil como en lo eclesiástico. Distinguía a la esposa con la delicadeza de la mentalidad de la época, llamándola La Madama, con lo que aludía a su origen francés. La relación, empero, no dejó de ser tormentosa, y la esposa terminó por separarse de él cuando conoció uno de sus romances. La rápida inserción en el aparato gubernamental español pudo deberse a la orientación de favorecer a los recién retornados de la emigración, como forma de premiar la fidelidad al rey, compensarlos por las penalidades sufridas y estimular a otros a seguir su ejemplo. De nuevo en el país natal, Bobadilla alternó el ejercicio de la abogacía con el desempeño de posiciones en el aparato estatal. Gracias a la experiencia lograda en Puerto Rico, en 1811 ocupó el cargo de escribano público, que mantuvo hasta la entrada de los haitianos en 1822. Poco después fue nombrado notario mayor del Arzobispado de la Diócesis de Santo Domingo, atribución ampliada no mucho después con el cargo de secretario de dicho organismo. Por si fuera poco, en 1813 fue designado secretario de la Diputación Provincial, que funcionó menos de dos años, mientras se mantuvo vigente la constitución de 1812. En 1817 adquirió una notaría, lo que le permitió consolidarse en la profesión de abogado. Por último, obtuvo las plazas de regidor y síndico del Ayuntamiento de Santo Domingo en 1820. Durante esa época se consideraba un ciudadano español, pero tal identidad no fue óbice para que aceptara el nombramiento de oficial primero de la Tesorería del Estado que le otorgó José Núñez de Cáceres, presidente del Estado Independiente de Haití Español, producto del derrocamiento de la dominación española. A pesar de que tenía 35 años, todavía no era una figura de primer orden, no obstante gozar de la confianza de los sucesivos gobernadores españoles así como de Núñez de Cáceres. Acorde con la situación creada por la entrada del presidente haitiano Jean Pierre Boyer a inicios de 1822, y resuelto a no abandonar el país bajo ninguna circunstancia, Bobadilla decidió adoptar los principios
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republicanos que en teoría regían el Estado haitiano. Se contó entre los escasos dominicanos que desempeñaron cargos de manera continua en la administración haitiana y mostraron eficacia en recoger los alegatos de los dominadores a nombre de los principios de la libertad y la igualdad. En particular ganó la estima del mismo presidente Boyer, así como del gobernador del Departamento de Santo Domingo, Maximilien de Borgella. En el inicio de sus servicios a los nuevos dominadores, un mes después de Boyer retornar a Port-au-Prince en 1822, designó a Bobadilla miembro de una comisión para hacer propuestas acerca de la educación. Meses más tarde fue nombrado fiscal de El Seibo. En 1830 le fue confirmada la profesión de abogado, entonces denominado defensor público, y al año siguiente recibió el nombramiento de notario público de Santo Domingo. Su prestigio en los círculos gobernantes haitianos se acrecentó con motivo del reclamo de España de la soberanía sobre Santo Domingo en 1830, a través de la misión de Felipe Dávila Fernández de Castro. Bobadilla redactó un opúsculo titulado “Observaciones sobres las notas oficiales del plenipotenciario del rey de España y los de la República de Haití sobre el reclamo y la posesión de la parte del Este”. En ese texto parte del supuesto de que la dominación española se caracterizó por el ejercicio de crueldades que llevaron a la extinción de los únicos investidos de derecho de posesión, los indígenas. Acorde con los principios liberales, para él el orden político debía originarse en la voluntad de la colectividad, por lo que consideraba que el pueblo dominicano había expresado su voluntad de unirse a Haití. Llegó al extremo de declarar a Boyer como “ángel de la paz”, por haber instituido un régimen justo que acabó con la esclavitud y la opresión. De la misma manera, Bobadilla procuró hacer lo posible por representar los intereses de su medio social. Al tiempo que se mantenía fiel a los dominadores, se ganaba el prestigio en el seno de la población como un letrado competente, el experimentado por antonomasia, que lograba atenuar los rigores del poder extranjero. En 1840, con motivo del anuncio de la puesta en ejecución de la abolición del sistema de los terrenos comuneros, Bobadilla, en unión a José Joaquín del Monte, se trasladó a la capital haitiana con el fin de abogar por la derogación de la disposición.
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Al inicio de la ocupación, en julio de 1824, el Gobierno haitiano había desconocido de hecho la legalidad del sistema de títulos comuneros, la forma más extendida de propiedad del suelo, al ordenar que esas extensiones, en las que coexistían múltiples copropietarios, se subdividiesen y se adjudicasen títulos individuales a los codueños. En lo inmediato Boyer renunció a aplicar esta disposición por cuanto podía generar perturbaciones entre los propietarios de hatos y en otras porciones de la población que, de una u otra manera, lograban el sustento amparados en ese sistema. Pero, urgido por el déficit fiscal, en 1840 Boyer dispuso el pago de un impuesto de 25 pesos por cada millar de pies de caoba cortada, forma de desconocer la validez de los títulos de propiedad, lo que generó encendidas protestas. Bobadilla y Delmonte lograron que la medida fuese anulada, lo que acrecentó su prestigio, principalmente entre individuos de cierto nivel social, en su mayoría vinculados al negocio de la madera. JEFE CONSERVADOR A inicios de 1843 en el sur de Haití estalló la rebelión que llevó al derrocamiento de Boyer y abrió una situación de inestabilidad aprovechada por los conspiradores de la sociedad secreta La Trinitaria, dirigidos por Juan Pablo Duarte. En ese momento, bajo el régimen de La Reforma, Bobadilla cayó en desgracia por primera vez a consecuencia de ser sindicado como colaborador del depuesto presidente Boyer. No se puede, empero, considerar que se inclinase por la independencia dominicana movido por el resentimiento. En realidad, conocedor como nadie del medio de la época, intuyó que la independencia iba a producirse y anunció a sus íntimos que había decidido acompañar a “los muchachos”. El mayor efecto de su separación de posiciones públicas debió consistir en facilitarle la participación en trajines conspirativos. Hasta ese momento Bobadilla aparecía como un colaborador del régimen haitiano, aunque puede suponerse que esta postura fue producto de la convicción de que no había otra alternativa. En los años posteriores emitió juicios virulentos sobre el dominio haitiano, que posiblemente reflejaban su verdadera consideración y, por ende, lo llevaron a pronunciarse por la ruptura tan pronto la vio factible. Su rechazo retrospectivo
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estuvo justificado por consideraciones de tipo cultural que aseveraban una sustancia cuestionable del pueblo haitiano. El carácter distintivo de los haitianos es vano, orgulloso, poco inclinados al trabajo, amigos del ocio y de la disolución, sin moral, sin costumbres, sin Religión, inclinados al robo, a la mentira, a la ebriedad y a todos los vicios que pueden constituir la degradación de un pueblo, y casi no se les puede señalar una virtud civil y política. Ejercidos en asesinar, pillar y devastar, su ambición es dominante y jamás han podido establecer un gobierno sólido, habiendo dejado desaparecer los elementos que tenían para constituir un Estado bajo las leyes de la razón y de la justicia, conocida por derecho de gentes; así es que no han podido progresar; han marchado siempre en decadencia: son enemigos de los extranjeros, no les permiten casarse en el país, adquirir bienes raíces […].
Con su compromiso, Bobadilla le dio un empuje considerable a la causa de la creación del Estado dominicano en 1844, debido a que muchos lo ponderaban como el prototipo del político que nunca se equivocaba y razonaban que si se había orientado en tal sentido el hecho terminaría produciéndose. Este prestigio le permitió entablar vínculos conspirativos con figuras importantes de Santo Domingo y villas cercanas. El objetivo de Bobadilla difería por completo del que sostenían los trinitarios, puesto que carecía de fe en la posibilidad de que en el país se diese un estatuto definido de Estado independiente. Esta conclusión era producto del sentido común que le proporcionaba su experiencia. Para él resultaba inevitable que una potencia se hiciera cargo de los asuntos dominicanos mediante anexión. La diferencia de posturas entre Bobadilla y los trinitarios no impidió que trataran de ponerse de acuerdo, para lo cual se celebró una cumbre en la casa de los dos cañones, propiedad de Manuel Joaquín del Monte, otro letrado conservador que hasta entonces colaboraba con los haitianos. La intransigencia de ambas partes impidió acuerdos y el movimiento se retrajo tras la represión desplegada por el presidente Charles Hérard a mediados de 1843. Duarte debió abandonar el país y Francisco del Rosario Sánchez quedó al frente de los trinitarios, manteniendo la postura de que el objetivo no podía ser otro que la independencia absoluta.
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Aunque Bobadilla no cejaba en depositar sus esperanzas en el establecimiento de un protectorado de Francia, en un momento dado se dio cuenta que no sería factible derrocar el dominio haitiano sin contar con los jóvenes liberales, el sector más activo de esos días. En la segunda mitad de 1843 estableció vínculos con Matías Ramón Mella, quien insistió en la necesidad de que se produjese una alianza de todos los opuestos al dominio haitiano. Finalmente, Sánchez aceptó esta postura y entró en negociaciones con Bobadilla. Dispuesta la realización del golpe el 27 de febrero por un comité secreto de los trinitarios, sus integrantes, comandados por Sánchez, decidieron pactar con Bobadilla y otros conservadores sobre la base de reconocer que se iba a fundar un Estado plenamente independiente. Sánchez redactó el Manifiesto del 16 de Enero, que enunciaba las causas del derrocamiento del dominio haitiano y la política que debía seguir la República Dominicana. Las fuentes coinciden en que Bobadilla tomó parte en la elaboración del texto o fue él su redactor; lo más creíble es que lo corrigiese y ampliase. La noche del 27 de febrero Bobadilla se encontraba fuera de la ciudad en gestiones para obtener nuevos apoyos. Pero tan pronto retornó, Sánchez, quien había sido designado presidente de la Junta Central Gubernativa, declinó el cargo en Bobadilla, en reconocimiento de la importancia que tenía su presencia. En esos días, urgidos por el imperativo de preparar la resistencia frente a los haitianos, Sánchez y sus compañeros trinitarios no le concedían importancia a las diferencias de objetivos que los separaban de los conservadores. Se explica que el 8 de marzo la Junta enviase un documento al cónsul de Francia en el que solicitaba la protección de ese país en caso de que ingresaran tropas haitianas; la propuesta incluía la cesión de la península de Samaná, que ya comenzaba a ponderarse de valor estratégico. Entre Bobadilla y Pedro Santana, designado jefe del Frente Expedicionario del Sur, se establecieron vínculos confidenciales dirigidos a obtener la protección de Francia, por cuanto coincidían en que el país no disponía de los recursos militares para hacer frente a la agresión haitiana. Paralelamente, Bobadilla entabló vínculos con el cónsul francés Eustache Juchereau de Saint Denys, quien fungió como consejero confidencial del naciente Estado.
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Pese a que a fines de abril, tras el derrocamiento de Hérard, el ejército haitiano retornó a su país, Bobadilla insistió en que se obtuviese de inmediato el protectorado de Francia. Para tal fin convocó una reunión de notables con el propósito aparente de informar sobre la precariedad financiera del gobierno. Tal panorama le permitió exponer públicamente por primera vez su posición contraria al mantenimiento de la independencia. Duarte y otros trinitarios elevaron su protesta de inmediato; se creó un estado de opinión que llevó a un golpe de Estado, el 9 de junio, con apoyo del pueblo y la tropa de la ciudad, mediante el cual se expulsó de sus cargos en la Junta Central Gubernativa a los conservadores que habían defendido la protección francesa. Bobadilla tuvo que ocultarse y esperar la evolución de los acontecimientos. Un mes después Santana entró a la ciudad, dio un contragolpe de Estado y procedió a reorganizar la Junta, expulsando a los trinitarios y desterrándolos “para siempre”. Triunfaron los conservadores mediante este acto militarista y la jefatura recayó en Pedro Santana, por lo que Bobadilla dejó de ser la primera figura de este bando. De todas maneras, decidió sin ambages colaborar con Santana para que este concentrara la mayor cuota posible de poderes, en lo que veía una garantía para mantener el orden en circunstancias que ponderaba delicadas. Bobadilla, ciertamente, aspiraba a un ordenamiento tradicional institucionalizado, en el que no hubiese un dictador, sino el poder de la élite dirigente. Pero, en lo inmediato, juzgó necesario sumarse a la reacción militarista que concluyó en el establecimiento de la dictadura de Santana. Durante varios meses Bobadilla fue el consejero más cercano del tirano, en calidad de vocal de la Junta y luego de secretario de Justicia, Instrucción Pública y Relaciones Exteriores. Desde entonces el núcleo del poder se ubicó en el gabinete, integrado por Bobadilla, Manuel Cabral, Ricardo Miura y Manuel Jiménes. Entre ellos, Bobadilla era la figura clave, el hombre de la capacidad y la experiencia, la encarnación de la razón de Estado, el símbolo de la continuidad tan cara a los conservadores. Esa función quedó de relieve con motivo de las deliberaciones para promulgar la constitución en la segunda mitad de 1844. La mayoría de los diputados, reunidos en San Cristóbal a fin de mantenerse alejados del influjo de Santana, si bien tenían criterios conservadores, deseaban una constitución que recogiera un ordenamiento de división de poderes
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que garantizase un estado de derecho. Todos esos preceptos, provenientes de la teoría liberal, quedaron plasmados en la constitución, calco de la existente en Estados Unidos. Santana se negó a aceptar la presidencia bajo tales condiciones y adujo que necesitaba disponer de prerrogativas extraordinarias como único medio de confrontar la amenaza haitiana. Bobadilla, asesorado por Saint Denys, sugirió la introducción del artículo 210, que le confería plenos poderes a Santana en caso de que él mismo decretase estado de emergencia. Todo el articulado de la constitución quedaba en los hechos desconocido por el artículo 210, que consagraba la dictadura de un solo individuo. CARRERA AZAROSA En el desempeño de sus funciones, luego de la independencia de 1844, Bobadilla dejó de ser un simple burócrata: se elevó a la altura de estadista dotado de la capacidad para percibir el contenido de los problemas y proponer soluciones acordes con las circunstancias. Desde ese ángulo, era probablemente la primera figura político-intelectual de su época, con una capacidad sobresaliente explicada por el largo desempeño en el poder. Estaba profundamente compenetrado con el medio dominicano y conocía a todas las figuras connotadas de su época; estaba familiarizado al dedillo con las claves de funcionamiento del Estado y penetraba en los secretos recónditos del alma popular. En cualquier caso, su experiencia en el desempeño de cargos como letrado, las dotes culturales y la pericia profesional le permitieron ser el expositor de mayor nivel de los problemas del país durante el período conocido como Primera República, entre 1844 y 1861. Pese a tal relieve, Bobadilla pasó a tener una relación ambigua dentro del Estado dominicano. Por una parte, como se ha visto, su presencia era casi insustituible como la figura de mayor experiencia y capacidad de letrado y jurista. Al mismo tiempo, después de 1846, nunca logró una cuota de poder que le permitiese incidir decisivamente en la evolución del proceso político. Más bien, en la medida en que aspiró a ejercer un protagonismo de primer orden, sufrió fracasos que lo llevaron a resignarse a desempeñar funciones subordinadas y a moverse con
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extrema cautela en medio del torbellino de intereses contrapuestos. En realidad esta situación era universal entre políticos y funcionarios, ya que la debilidad del naciente Estado tendía a concentrar los poderes en la figura del Ejecutivo, quien regulaba la asignación de puestos y prebendas. Bobadilla, que había concebido el artículo 210, resultó una de las primeras víctimas de este recurso clave del régimen autocrático de Santana, aunque en ningún momento su vida estuvo en peligro. Desde su posición preeminente en el gabinete, Bobadilla propugnaba por una institucionalidad que reconociese las funciones de los ministros, las cuales incluían la ratificación de las medidas del presidente. Santana, por el contrario, perseguía ampliar sus prerrogativas dictatoriales, por lo que terminó produciéndose un conflicto entre ambos que llevó a la renuncia de Bobadilla a su cargo en abril de 1846. El presidente le había retirado con anterioridad la confianza a su poderoso auxiliar a consecuencia de un opúsculo anónimo, en el que se exigía la devolución de las tierras de la Iglesia, y que fue atribuido al sacerdote José M. Bobadilla, hermano del miembro del gabinete. Poco después, sin el asentimiento previo de Santana, Bobadilla fue designado miembro del Tribunado, nombre que se le daba a la cámara baja del Congreso. Inicialmente el dictador aceptó la designación, por considerar conveniente no entrar en una disputa abierta con su antiguo mentor. En 1847 Bobadilla fue designado presidente del referido cuerpo, posición desde la que pasó a propugnar activamente por una efectiva separación de poderes, lo que implicaba debilitar las atribuciones de Santana y conferir verdadera autonomía al Poder Legislativo. Era exactamente lo contrario de lo que había hecho en noviembre de 1844 con el artículo 210. También cuestionó los informes del secretario de Finanzas, Ricardo Miura, lo que llevó a Santana a exigir su destitución inmediata. Bobadilla se resistió, pero el tirano promovió un tumulto del “pueblo y el ejército” que irrumpió en la sala de sesiones y obligó al tribuno a solicitar una licencia para marchar al extranjero, no sin antes pronunciar un discurso en que se auto-alababa como el verdadero artífice de la creación del Estado dominicano. Cuando supo que unos militares amenazaban con matarlo, se presentó a la Cámara desafiante y armado de un revólver.
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En junio de 1847 Bobadilla tuvo que marchar al destierro, su bestia negra de toda la vida, tras la amarga experiencia juvenil en Puerto Rico. Tan dramático le resultaba el destierro que en dos ocasiones remitió cartas a Santana, pidiendo que lo autorizase a retornar al país, con lo que implícitamente le proponía una reconciliación. En ese momento el dictador no se dignó a responderle, seguramente porque aún le guardaba resentimiento y temía que la presencia del “ministro universal” pudiese contribuir a fortalecer las intrigas de enemigos y rivales. La débil posición de Santana se puso de relieve cuando se vio obligado a presentar su renuncia en agosto de 1848, siendo sustituido por el secretario de Guerra, Manuel Jiménes, designado en septiembre de 1848. Como era de esperar, Bobadilla retornó de inmediato al país, satisfecho con la caída de Santana, y le anunció al nuevo presidente su disposición de apoyarlo. Pero al poco tiempo Jiménes fue depuesto por una combinación de jefes militares y congresistas encabezados por Buenaventura Báez, quienes consideraron que la presencia de Santana era imprescindible. Aunque discretamente, Bobadilla se puso de nuevo a la orden de quien lo había desterrado y poco después fue designado procurador fiscal de la Suprema Corte de Justicia, principal función dentro del aparato judicial. Buenaventura Báez, designado presidente días después, lo ratificó en el cargo. Como ya era característico en él y lo seguiría siendo en adelante, desempeñó otros cargos en el aparato judicial, además de dirigir un plantel educativo público e impartir clases de Derecho civil en el colegio San Buenaventura. Investido de vigor extraordinario, en adición a esas funciones encontraba tiempo para ejercer la profesión de abogado y dedicarse al negocio de corte de caoba. Compaginaba así el ejercicio de altas funciones con un sostenimiento personal independiente. Pero, como era frecuente en la época, Bobadilla no era rico, sino que lograba los ingresos necesarios para llevar una vida cómoda, acorde con su posición social y sus funciones públicas. Vivía en el casco colonial, tenía tierras, vestía con elegancia, pero carecía de fortuna. En sus papeles, publicados por Lugo Lovatón, se observa que tuvo que hacer diversas transacciones de venta de casas de piedra dentro del perímetro amurallado de la ciudad; y en su testamento se constata que, al final de su vida, solo tenía una casa, parte de la cual atribuyó al aporte de su esposa en el matrimonio. Cierto
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que poseía enormes extensiones de tierra en Baní, Azua, Neiba y San Juan, que totalizaban más de 1,000 pesos en títulos comuneros; y aunque el valor efectivo de esos títulos sobrepasaba el nominal, quedaba patente el escaso valor de la tierra. En consecuencia, hasta el final de su vida Bobadilla debió mantener una ardua lucha para agenciarse los medios de subsistencia. Esta precariedad ayuda a explicar el aferramiento a las altas posiciones en el aparato estatal. Cuando tuvo que marchar al destierro en 1847, puso como condición de que se le facilitase el medio de transporte y una pequeña ayuda inicial, ya que carecía de dinero para sostenerse en el exterior. Cuando Santana retornó al poder en 1853, Bobadilla fue designado miembro del Consejo Conservador, nombre que recibía entonces la cámara alta del Poder Legislativo. Desde esta posición intervino en los debates constitucionales, pues le tocó formar parte de la comisión redactora de la constitución de diciembre de 1854. En febrero de ese año los congresistas habían logrado aprobar un texto constitucional menos autoritario, que eliminaba el artículo 210 y restauraba la división de poderes. Santana objetó el cambio y presionó para que se produjese la revisión constitucional de diciembre, mediante la cual se retornaba a un rígido espíritu autocrático. En adelante la constitución de diciembre 1854 fue considerada el prototipo del ordenamiento autoritario, por cuanto extremaba las facultades omnímodas del presidente.. Diez años después, Bobadilla volvía a desempeñar el papel de noviembre de 1844, como abanderado de un ordena despótico. Recuperó la confianza de Santana, aunque nunca lo repuso dentro de su círculo íntimo. Juzgado imprescindible, de todas maneras, el letrado siguió desempeñando funciones relevantes en el seno del Estado, además de la de presidente del Senado. Se abstuvo a evitar volver a protagonizar un conflicto con el generalote hatero, con lo cual se resignaba a quedar inserto en una tiranía. Con motivo de la guerra civil de 1857, se le presentó un nuevo paréntesis. Buenaventura Báez había retornado al poder en 1856 y Bobadilla procuró no entrar en conflicto con el nuevo orden de cosas, no obstante su declarada fidelidad a Santana, quien fue apresado y deportado. Hasta la ascensión de Báez, al parecer Bobadilla trató infructuosamente de que se reconciliara con Santana, tal vez pensando que así no sufriría
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represalias. Pero tan pronto estalló la insurrección en Santiago contra el gobierno de Báez, el 7 de julio de 1857, en protesta por los manejos financieros del gobierno en la compra del tabaco, Bobadilla fue encarcelado con el pretexto de complicidad en el asesinato de un pariente de Báez. Este se negó a liberarlo por temor a que se uniese a los sitiadores de la ciudad, por lo que pasó cerca de un año en una mazmorra de la Torre del Homenaje. Cuando Báez capituló, Bobadilla recibió diversas comisiones del gobierno de Santiago presidido por José Desiderio Valverde. Fue designado senador de Santo Domingo y expresó su satisfacción con el orden de cosas. Se seguía repitiendo la historia: Bobadilla se mostraba dispuesto a adaptarse a la situación existente, al tiempo que quienes la controlaban se veían obligados a contar con sus servicios, fuese en reconocimiento de su capacidad o para prevenir que se sumase al bando enemigo. Pero, de la misma manera, cuando las cosas cambiaban mostraba una habilidad de prestidigitador para incorporarse al grupo de los vencedores. Conforme a ese proceder, Bobadilla se solidarizó de inmediato con Santana cuando este desconoció el gobierno de Santiago y la constitución liberal de Moca. De nuevo las dotes retóricas y la capacidad jurídica del letrado se pusieron al servicio del despotismo y redactó un memorial justificativo del golpe de Estado de Santana. En el texto adujo que la sede del gobierno en Santiago alteraba un ordenamiento natural, que la división territorial establecida por la constitución de Moca provocaría enfrentamientos entre las regiones y que, en conjunto, esa constitución estaba sesgada por un errado intento de innovar. Simplemente, ratificaba su cosmovisión conservadora para legitimar la reposición de la constitución de diciembre de 1854. No era óbice para que reiterara, impertérrito, principios democráticos modernos, al tiempo que reconocía que Santana era un dictador “benigno”. Proclamaba que la constitución era perfectamente democrática, pese a haber abolido las diputaciones provinciales y otros componentes del espíritu liberal que tenían las dos constituciones anteriores. La presencia de Santana y la consiguiente dosis autoritaria, según Bobadilla, resultaban necesarias para enfrentar a Báez, a quien acusó de asaltante desaprensivo de las arcas del Estado.
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En premio por sus servicios, en su último gobierno Santana lo hizo designar como presidente del Senado Consultor. Al igual que en ocasiones anteriores, Bobadilla pasó a intervenir de manera activa en la dilucidación de problemas centrales del país, aunque sin ser una pieza clave del tinglado de poder. Ya había dado muestras de ocuparse de temas como el fomento de la inmigración, el funcionamiento de los tribunales, la racionalización del sistema impositivo y la regulación de los terrenos comuneros. Desarrolló la tesis de que la condición del progreso presuponía, muy en primer término, diferenciarse del legado haitiano, país de política “infernal”. Conllevaba abrirse al comercio exterior como medio básico para acceder a los factores de la prosperidad de que carecían los dominicanos y que, por fuerza, había que encontrar entre los extranjeros. Consecuentemente, aceptó la decisión de Santana de incorporar el país a España, en marzo de 1861, pero no fue corresponsable de ese paso ni tampoco mostró entusiasmo por él. Como lo pone de relieve Rufino Martínez, siguiendo su cautelosa actitud de cálculo, consideró que, ya decidida, la medida se cumpliría y estaba obligado a acogerla por cuanto coincidía con sus convicciones acerca de la imposibilidad de que el pueblo dominicano forjase un ordenamiento independiente estable y fructífero. DE ANEXIONISTA A NACIONALISTA Durante la anexión a España el “ministro universal” fue confirmado ipso facto en elevadas funciones del aparato estatal. A los pocos días de producido el hecho lo nombraron miembro de una comisión encargada de resolver la cuestión monetaria, que constituía uno de los problemas más graves que aquejaban al país. Meses después fue designado oidor de la Real Audiencia, una de las pocas posiciones de verdadera responsabilidad asignadas por los nuevos dominadores a dominicanos. En señal de confianza, recibió encomiendas adicionales, como la de traducir del francés los códigos y compatibilizarlos con la realidad del país. Fue ratificado en el oficio de abogado y recibió distinciones honoríficas, incluyendo la propuesta de un título de nobleza.
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Cuando estalló la guerra de Restauración se mantuvo inconmovible en el respaldo a la dominación española, lo que se infiere en su correspondencia con personas de su confianza, con las cuales no tenía necesidad de fingir. En esas cartas muestra satisfacción por los éxitos que a veces lograban las tropas españolas contra los patriotas dominicanos. Bobadilla, simplemente, calificaba a los insurgentes como bandidos, y reducía a sus jefes a la condición de depredadores, asesinos y revoltosos incapacitados para una acción política. Cuando se hizo patente el avance incontenible de los rebeldes, por primera vez el anciano expresó una postura pesimista acerca del futuro del país. No se trataba únicamente de que todo había quedado en ruinas, sino que no concebía la posibilidad de que estos rústicos jefes guerrilleros, a sus ojos burdos analfabetos, pudiesen regir los destinos del país. Tal consideración lo llevó a mantener hasta última hora las esperanzas de que pudieran sobrevenir accidentes que terminaran por inclinar la balanza a favor de España. El triunfo nacional representaba para él, en esos días, la recaída en la barbarie. Se aferraba a las convicciones del letrado apegado al poder hasta las últimas consecuencias, máxime cuando estaban en juego sus certezas acerca del régimen deseable bajo tutela extranjera directa. España era el poder vigente y la consideraba dotada para asegurar una relación que proporcionase al país estabilidad y progreso; además, era la nación originaria del pueblo dominicano, con comunidad de lengua, raza y religión, los componentes de la identidad. Ni siquiera cuando vio todo perdido y que hasta su hijo Tomás se sumó a los restauradores, tras el desastre de La Canela, flaquearon sus principios anexionistas. Y, sin embargo, cuando llegó el momento en que se le planteó abandonar el país, prefirió quedarse y afrontar cualquier riesgo que pudiese provenir de esa gavilla de asaltantes, incendiarios y asesinos que afirmaba eran los restauradores. Declinó, por tanto, el ofrecimiento que le hicieron los españoles de ser confirmado en el cargo de oidor en Cuba o Puerto Rico. A fin de cuentas primó su apego al suelo, fuese por cálculos mezquinos de conveniencia, por temor a las vicisitudes de la emigración o por compenetración con el estilo de vida de los dominicanos. Para su sorpresa, los restauradores triunfantes, lejos de arrestarlo o fusilarlo por traidor, le pidieron de inmediato que brindase sus servicios
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a la República Dominicana. Se seguía repitiendo la historia: Bobadilla era solicitado, como cosa natural, en reconocimiento de sus dotes políticas, vistas como necesarias para el éxito de una gestión gubernamental; y, al igual que en ocasiones anteriores, él se inclinaba ante la demanda, también como cosa natural y como destino inevitable. Colaboró con el régimen de Cabral y con el tercer período de Báez instaurado a fines de 1865, que pretendía ganar la confianza de todo el mundo, en especial de los restauradores. Ahora bien, al poco tiempo, la tendencia centralista de Báez provocó la ruptura con Cabral, quien anunció desde Haití una insurrección, de inmediato apoyada por Pedro A. Pimentel, otro prohombre de la Restauración, quien ostentaba la cartera de Interior y Policía. Como era de rigor, Bobadilla aceptó colaborar con los nuevos gobernantes, pero no lo hizo por simple oportunismo, sino sobre todo porque no habían desaparecido los conflictos que enfrentaban a los antiguos partidarios de Santana con Buenaventura Báez. Desde 1866, al concluir el tercer gobierno de Báez, la política se polarizó entre sus seguidores, ya conocidos como rojos, y los del bando liberal, proveniente de los principales generales de la Restauración, que poco tiempo después pasaron a ser conocidos como azules. Aunque muchos conservadores que habían sido adeptos de Santana tomaron partido a favor de Báez, en la época se llegó a la conclusión de que, como tendencia política, el santanismo había experimentado una metamorfosis en las condiciones creadas tras la salida de los españoles y que, para sostenerse en el poder, se había integrado a la corriente liberal. Este comportamiento de una parte considerable de los santanistas se explica porque le daban prioridad a su conflicto con Buenaventura Báez. La enemistad entre baecistas y santanistas llegó a ser tan terrible que, desaparecido Santana, sus seguidores podían preferir cualquier cosa con tal de que no reinase su inveterado enemigo. Bobadilla fue tal vez el principal artífice de esta simbiosis entre los antiguos conservadores santanistas y los nuevos liberales restauradores, no obstante que ambas partes habían protagonizado una guerra de dos años. Pero la naturaleza de la sociedad vigente alentaba alianzas insospechadas, que terminaban siendo vistas con naturalidad. No importaba que miles hubiesen muerto y que las cenizas de los campos
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aún estuviesen humeantes; contaban únicamente los imperativos de la lucha por el poder. Para los restauradores se puso en claro que Báez constituía una amenaza formidable a su preponderancia, de forma que se sintieron obligados a anudar alianzas con todos los que rechazasen al único que entonces tenía una categoría de líder popular. Está claro que los liberales –quienes conformaron una entidad fantasma que llamaron Partido Nacional– inicialmente constituían un grupo distinto al de los antiguos santanistas y que recurrían a estos compelidos por las circunstancias adversas. La generalidad de los conservadores no tenía una vocación doctrinaria sectaria y el movimiento liberal era demasiado reciente, por lo que se hizo factible la colaboración de ambas partes en el Partido Azul. Por ello, una de las pautas de los dos gobiernos de José María Cabral radicó en incorporar a los antiguos santanistas. Como sería recurrente en sucesivas experiencias, los liberales dominicanos podían aliarse con los conservadores al tiempo que adoptaban muchos de sus criterios y comportamientos. Pero en tales alianzas no solo se modificaban los conceptos de los liberales sino también los de los conservadores involucrados, y a Bobadilla le tocaría desempeñar una de las funciones relevantes para que los santanistas terminaran siendo azules y, por consiguiente, aceptaran principios doctrinarios del liberalismo, en especial la defensa de la independencia absoluta. Durante sus últimos años de vida, sin abjurar de actuaciones previas, el letrado evolucionó hacia posturas nacionales, decantándose de sus sempiternas certezas anexionistas. Seguramente, sobre la base de analizar lo acontecido en la Restauración, llegó a la conclusión de que el pueblo dominicano había alcanzado un estatuto que le permitía sostener un Estado independiente. No parece que diera este giro tan radical movido por la contraposición con Báez, aunque tal elemento no dejó de estar en su origen. Este giro respecto a su anterior trayectoria valoriza su talento político, su compenetración con la vida del país y su compromiso con lo que entendía que debían ser las expectativas válidas de la comunidad dominicana. En enero de 1868, cuando Cabral fue derrocado por una oleada de caudillos que arrastraban a los campesinos al grito de “viva Báez”, Bobadilla optó por emigrar. La animosidad entre rojos y azules no tenía precedentes, y en esos momentos los diferendos se arreglaban con
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fusilamientos, en especial de parte de los rojos, animados por un furibundo espíritu de venganza. En el postrero exilio Bobadilla se trazó el objetivo de poner su talento y experiencia al servicio de la causa de los liberales nacionalistas. Esto no fue óbice para que intentara retornar al país, al resultarle insoportable la condición de emigrado, solicitud que le fue negada por Báez, movido por el resentimiento respecto a todos aquellos que habían sido sus enemigos. El giro de posiciones de Bobadilla respecto a la problemática nacional se puso de manifiesto con motivo del proyecto de anexar la República Dominicana a Estados Unidos, preliminarmente acordado a fines de 1869. Se irguió como uno de los adalides de la causa nacional y promovió un manifiesto de los dominicanos residentes de Puerto Rico en rechazo al proyecto anexionista del régimen de los Seis Años. Tras un momento de duda, decidió comprometerse nuevamente de lleno con la causa de los azules, con el fin de impedir que se materializase el proyecto anexionista. Se involucró en las negociaciones entre los jefes del Partido Azul, tratando de favorecer la primacía de Cabral, a quien consideraba más dotado y con las condiciones necesarias para comandar la guerra nacional. Puso su intelecto al servicio de la independencia en la redacción de documentos como el enviado al senador estadounidense Charles Sumner, quien encabezaba la oposición a la anexión en los círculos dirigentes de Washington. En la carta a Sumner, Bobadilla afirma que la anexión a España pudo estar justificada debido a que había sido la metrópoli de los dominicanos durante más de tres siglos, por lo que los unía a ella ese lazo histórico y factores derivados del mismo, como lengua y raza. Razonaba que la mentalidad dominicana no se podía corresponder con la forma de vida vigente en Estados Unidos y acotaba que, aunque la potencia del norte había mostrado su fecundidad civilizadora, la presencia de los dominicanos en ella constituiría un cuerpo extraño, situación inconveniente tanto para estadounidenses como dominicanos. Mucho conozco al pueblo dominicano. Abandonado siempre a sus propias fuerzas, ha luchado siempre por su libertad, y siempre sus esfuerzos se han visto coronados por el éxito deseado. Puede
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por un momento ser dominado por los extraños, porque la sorpresa del acto que cambie su condición política, le embargue los medios de resistencia y de acción; mas pasado ese primer momento de estupor, se levantará como un solo hombre, obedeciendo a un solo pensamiento, para oponerse a quien pretenda arrebatarle su libertad, su independencia. Acostumbrado durante más de cincuenta años a gobernarse por sí, a vivir la vida de los campamentos, a pasar los días, los meses y los años con las armas en las manos, careciendo de todo, desafiando el hambre y la inclemencia; acostumbrado a vivir libre, sin deber su libertad más que a su propio esfuerzo, no resiste extraña dominación, la sacude, empeña la lucha contra el dominador, y aun con la conciencia de su debilidad, la sostiene; la engrandece con su desesperación, y en su deseo de ser libre, la hace larga, horrorosa y sangrienta.
Dotado de la voluntad de contribuir al avance de la guerra que libraban los azules en la zona fronteriza del sur, a principios de 1871 Bobadilla decidió trasladarse a Haití con el fin de poner su experiencia al servicio de los jefes insurgentes. Daba muestras de una voluntad implacable, pues tenía casi 85 años y estaba aquejado por quebrantos que le habían mermado su conocido vigor. Vivió primero en Cabo Haitiano, en medio de tremendas dificultades materiales, donde procuró colaborar con el general Pimentel. Pero juzgó que su papel político lo compelía a trasladarse a Port-au-Prince, a fin de incidir sobre los círculos gobernantes haitianos para que brindaran apoyo resuelto a la causa dominicana. Su hijo Tomás, también exiliado en Haití, que realizaba actividades comerciales, quiso ayudarlo, pero no pudo hacerlo en forma significativa al encontrarse al borde de la bancarrota. En esos trajines patrióticos su salud experimentó un rápido deterioro, no ajeno a las duras condiciones de exiliado. Falleció en la capital haitiana el 21 de diciembre de 1871. Recibió en Port-au-Prince honores de Estado por sus servicios a los dos países de la isla.
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BIBLIOGRAFÍA García, José G. Compendio de la historia de Santo Domingo. 4 vols. Santo Domingo, 1968. García Lluberes, Alcides. Duarte y otros temas. Santo Domingo, 1971. Lugo Lovatón, Ramón. “Tomás Bobadilla y Briones”, Boletín del Archivo General de la Nación. Vol. XIII (1950), pp. 142-166, 273-330, 406-447; vol. XIV (1951), pp. 9-72, 175-228, 291346. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano (18211930). Santo Domingo, 1997. Morillas, José María. Siete biografías dominicanas. Ciudad Trujillo, 1944. Rodríguez Demorizi, Emilio (ed.). Discursos de Bobadilla. Ciudad Trujillo, 1938. Rodríguez Demorizi, Emilio (ed.). Discursos históricos y literarios. Ciudad Trujillo, 1947.
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Pedro Santana ha sido uno de los personajes que más han incidido en la historia dominicana. Jugó un papel militar de primera importancia en la consolidación de la independencia frente a Haití en 1844 y, poco después, fue el primer presidente de la República. Contemporáneos e historiadores han coincidido en considerarlo la figura dominante del período conocido como Primera República, que se extendió entre la proclamación del Estado dominicano y la anexión a España (1844 y 1861). Pero su figura ha concitado interminables polémicas. En vida fue amado, temido y odiado. Con posterioridad a su muerte, se le ha ponderado con no menos pasión: para algunos como la espada de la patria, el héroe sin quien la independencia no hubiera sido posible, tal vez un mal necesario en su época; y para otros como un autócrata que desterró a Juan Pablo Duarte y demás fundadores de la República y que la traicionó al acordar la anexión a España en 1861. AUTÓCRATA Y ANEXIONISTA Santana se hizo una figura de primer plano debido a la importancia que tenia la función de jefe militar para rechazar las pretensiones del Estado haitiano de aplastar la independencia dominicana. Encarnó por vez primera el predominio del elemento militar dentro del Estado dominicano, lo que comportaba un ejercicio autocrático del gobierno. En este sentido, representa el prototipo del hombre de armas que termina haciéndose árbitro de la política. Fue muy celoso de su condición de jefe supremo y se consideraba a sí mismo en rigor como el único general dominicano, cuyo papel en beneficio de la colectividad era insustituible. Aunque no tenía vocación de político, pensaba que le correspondían prerrogativas absolutas, como único medio de conservar la unidad del país y, con ella, garantizar la separación de los haitianos. Al parecer, creía en su misión, y ejerció con honradez la administración de los recursos 187
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financieros del Estado, pero estuvo dispuesto a aplicar medidas represivas extremas para permanecer en el poder, incluyendo el fusilamiento de figuras de la independencia. No era un caso aislado, sino que sintetizaba las prevalecientes concepciones políticas de su medio histórico-social. Los grupos dirigentes de la sociedad consideraban que no era posible instaurar un régimen democrático, ya que la única forma de mantener el orden consistía en otorgar amplios poderes al Ejecutivo. Por otra parte, durante las primeras décadas de la existencia del Estado dominicano, esos sectores carecían de fe en la posibilidad de que la independencia pudiera mantenerse. El país había quedado en una situación económica ruinosa, por lo que ellos creían que la anexión o el protectorado de una potencia extranjera constituían el único recurso para alcanzar el progreso. Como todavía no tenían una noción acabada del pueblo dominicano, el ejercicio de la soberanía no les preocupaba. El despotismo y el anexionismo fueron combatidos por los liberales, quienes habían comenzado a actuar con la fundación de La Trinitaria por Juan Pablo Duarte, en 1838. Los trinitarios, imbuidos de las enseñanzas de Duarte, luchaban por un Estado soberano sustentado en un orden democrático, punto de vista que combatían los conservadores, quienes terminaron teniendo a Pedro Santana como jefe. Duarte y Santana representaron en su momento los extremos de posiciones divergentes; el primero fue derrotado por el segundo debido a que los sectores dirigentes del país de orientación conservadora detentaron el control de las armas y lograron concitar el apoyo de la mayoría de la población. INICIOS Los orígenes familiares y los primeros tiempos de vida de Santana ayudan a explicar aspectos de su carrera pública. Nació en 1801 en la villa de Hincha, próxima a la frontera con Saint Domingue (poco después Haití), población que precisamente en esos días comenzaba a ser ocupada por tropas del país vecino comandadas por Toussaint Louverture, quien alegó la aplicación del Tratado de Basilea, de 1795,
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mediante el cual la Corona española traspasó Santo Domingo a Francia. En virtud de la inseguridad creada, los padres de Santana, Pedro Santana y Petronila Familias, pertenecientes a los sectores superiores de propietarios de ganado (denominados hateros), decidieron trasladarse a lugares situados más al este. Primero permanecieron cierto tiempo en Gurabo, en los alrededores de Santiago; luego se establecieron en Sabana Perdida, cerca de Santo Domingo; y, finalmente, se fijaron de manera permanente en El Seibo. El padre de Santana era capitán de milicias y participó en la batalla de Palo Hincado, cerca de El Seibo, en 1808, cuando los dominicanos vencieron a los franceses llegados en 1802. La contienda se motivó debido a la persistente disposición de los dominicanos a desconocer el Tratado de Basilea. El capitán Pedro Santana pasó a la historia porque cortó la cabeza del gobernador francés Louis Ferrand después que se suicidó. Al establecerse en El Seibo, el capitán Pedro Santana adquirió el hato El Prado en sociedad con su amigo Miguel Febles, quien también había emigrado de Hincha. Como habían tenido que abandonar sus tierras, la vida de los Santana al principio fue dura. Se ha recordado que, durante los años que vivieron en Sabana Perdida, los niños mellizos Pedro y Ramón Santana se trasladaban con frecuencia a la ciudad de Santo Domingo para vender leña. Pero las cosas fueron mejorando paulatinamente. Cuando murieron los dueños originales de El Prado, se produjo un acuerdo matrimonial para evitar que la propiedad se dividiera: Pedro Santana contrajo matrimonio con la viuda de Miguel Febles, Micaela Rivera, a pesar de que esta le llevaba 15 años, y pocos años después su hermano Ramón lo hizo con Floriana Febles, hija del matrimonio Febles-Rivera. Como Febles había sido uno de los hateros más ricos, este doble matrimonio colocó a los hermanos Santana como las figuras de mayor influencia social en El Seibo. Sin embargo, los hermanos Santana no gozaban de un ambiente de lujo. En realidad, la vida de los hateros era rústica, y ellos, como los de su clase, vivían en casas de tabla de palma y techos de cana. Tenían que trabajar afanosamente todo el día para acrecentar las riquezas, acompañando a los peones en las labores habituales. Estas condiciones explican que, a pesar de su posición social, Santana no pudiera educarse.
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PREPARACIÓN DE LA INDEPENDENCIA En 1822 el presidente haitiano Jean Pierre Boyer ocupó la parte española de Santo Domingo (hoy República Dominicana) y la integró a la República de Haití. Aprovechó la declaración de independencia que semanas antes habían hecho criollos de la ciudad de Santo Domingo, encabezados por José Núñez de Cáceres. Durante los primeros años, el régimen haitiano aplicó una política de cierto contenido revolucionario: abolió la esclavitud, confiscó los bienes de la Iglesia católica y de los grandes propietarios ausentes, y distribuyó lotes de terrenos entre los libertos y todos los que los requirieran. A pesar de que esa política fue abandonada pocos años después, los hateros mantuvieron una postura de animadversión hacia el régimen haitiano. Como se seguían sintiendo españoles, consideraban que la única solución consistía en el retorno de la soberanía de la Madre Patria. Los hermanos Santana no ocultaban su postura contraria al régimen haitiano, actitud explicable por el hecho de que sus padres habían perdido las tierras en Hincha y se habían visto precisados a emigrar en condiciones ominosas. Ostensiblemente, ellos se negaron a colaborar con los dominadores, por lo que se mantuvieron apartados en las faenas del hato. Su animadversión hacia los haitianos se acrecentó por los robos de ganado que atribuían a merodeadores de esa nacionalidad. En el interior del hato, Santana impuso un régimen de orden y disciplina que constituyó la principal experiencia que aplicó luego en los asuntos públicos. Como general y presidente, Santana operó de manera parecida a como lo hacía en El Prado dirigiendo los peones. Cuando el Estado haitiano entró en crisis a raíz de la caída del presidente Boyer, en 1843, Duarte y sus compañeros de La Trinitaria decidieron acelerar los trabajos para proclamar la independencia. Con ese fin, procedieron a contactar a todos los contrarios al dominio haitiano. Vicente Celestino Duarte, quien tenía actividades comerciales en Los Llanos, cerca de El Seibo, entró en contacto con los hermanos Santana. Juan Pablo Duarte dispuso la concesión del grado de coronel a Ramón Santana, pero este declinó en favor de su hermano Pedro, quien había expresado que estaba dispuesto a comprometerse en la lucha contra los haitianos a condición de que se le pusiese en una posición de mando. Si
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bien Pedro Santana aceptó integrarse a los planes de los trinitarios, no compartía sus principios políticos. En esos días, algunas figuras de relieve se propusieron lograr un protectorado francés como único medio para asegurar la separación de Haití. A ellos se les conoció con el calificativo de “afrancesados”; irónicamente, estos comenzaron a designar a los trinitarios como “filorios”, aludiendo a su afición por la filosofía y el teatro, con lo que querían denotar que eran jóvenes desconectados de la realidad. La búsqueda del protectorado fue estimulada por André de Levasseur, cónsul de Francia en Port-au-Prince, capital de Haití, ya que su gobierno era el que mayor influencia tenía en los asuntos haitianos. JEFE DEL FRENTE SUR A finales de 1843, tras difíciles negociaciones, los trinitarios, dirigidos por Francisco del Rosario Sánchez, llegaron a un acuerdo con un sector de los afrancesados dirigidos por Tomás Bobadilla. Ambos dirigentes redactaron el Manifiesto del 16 de Enero, en el cual se llamaba a la proclamación de la República Dominicana como Estado plenamente soberano. Con el fin de lograr la independencia, se buscó la adhesión de personas influyentes en todos los confines del país. Como era de rigor, a los hermanos Santana se les encomendó garantizar el éxito del movimiento en El Seibo –la principal población de la región Este. Horas antes de que Sánchez proclamara el nacimiento de la República Dominicana el 27 de febrero de 1844, Pedro y Ramón Santana tomaron la población del El Seibo. De inmediato, los mellizos dispusieron el reclutamiento de una tropa de peones y campesinos que debían marchar hacia Santo Domingo. Por todos los lugares que pasaban se les unían nuevos reclutas, lo que puso de manifiesto que, desde el primer momento, la independencia gozó del apoyo entusiasta de la población dominicana. La tropa seibana pasó a tener un peso decisivo en la capacidad del nuevo Estado para defenderse frente a la amenaza haitiana, lo que se explica por los hábitos de vida y trabajo vinculados a la producción de ganado. Los orientales se distinguieron como excelentes jinetes y lanceros,
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cualidades imprescindibles en el proceso de trabajo de la primitiva ganadería practicada en la región. En las acciones militares contra Haití, la superioridad militar de los dominicanos se debió en buena medida al manejo del arma blanca y la caballería, lo que compensaba el menor número de soldados y la inferioridad del armamento. En forma tumultuosa, la tropa proclamó a Santana general en jefe, valorando sus dotes de mando y en señal de reconocimiento de la influencia social de que gozaba. La Junta Central Gubernativa, primer gobierno dominicano, únicamente lo había confirmado con el rango de coronel que le había expedido Duarte; pero como no se puso en discusión que era la figura dotada de más capacidad de mando, fue destinado a la jefatura del frente del sur con el grado de general. Después que consiguió armas y municiones, Santana se dirigió apresuradamente al suroeste, pues se supo que el presidente de Haití, Charles Hérard, marchaba hacia Santo Domingo al frente de 20,000 soldados. Con apenas 3,000 hombres, el general dominicano se dispuso a enfrentar al ejército haitiano en las afueras de Azua. El 19 de marzo, las avanzadas haitianas fueron rechazadas, tal vez porque no esperaban una resistencia enconada. Este triunfo, aunque de poca monta, elevó la moral de los dominicanos y amplió la percepción que ya empezaban a tener muchos de que la única persona que reunía las condiciones para derrotar a los haitianos era Pedro Santana. Sin duda, Santana contaba con dotes para la guerra, aunque no puede aceptarse que su persona fuera imprescindible. Esta visión era fruto de las circunstancias y de la necesidad que a menudo muestran los grupos humanos de confiar su suerte a figuras que elevan a sitial predestinado. La capacidad militar de Santana no se puede entender separada del potencial de sacrificio del pueblo, el verdadero héroe de la independencia. Tal disposición se manifestó en los años siguientes, cuando gran parte de la población masculina adulta tenía que permanecer largos meses en las fronteras, sustrayéndose de las actividades productivas, lo que agudizaba el estado crónico de pobreza. Otro factor que contribuyó a facilitar los triunfos de las armas dominicanas fue la falta de motivación de los soldados haitianos, por cuanto ellos no defendían su libertad. La concepción militar de Santana se caracterizaba por la prudencia, criterio que mantuvo hasta el final de sus días. Inmediatamente después
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del choque con el ejército haitiano el 19 de marzo, dispuso la retirada a Sabana Buey, entre Baní y Azua. Charles Hérard entró a Azua sin resistencia, y durante las siguientes semanas las partes contendientes se mantuvieron a la expectativa, aunque algunas avanzadas haitianas fueron detenidas. Hérard no quiso avanzar por temor a lo que podía suceder en Haití, ya que los partidarios del depuesto presidente Boyer conspiraban para derrocarlo. Ante el estancamiento de las operaciones, Juan Pablo Duarte, retornado de su exilio en Venezuela y ratificado en el rango de general, solicitó ser destinado al frente del sur, donde fue designado como jefe alterno junto a Santana. De inmediato se manifestaron divergencias entre ambos, cuando Duarte consideró que era preciso pasar a la ofensiva, a lo que se opuso Santana haciendo valer su criterio. La Junta Central Gubernativa, que contaba con una mayoría conservadora, decidió llamar de vuelta a Duarte a la ciudad de Santo Domingo. CONATO DE GUERRA CIVIL CON LOS TRINITARIOS La postura defensiva de Santana no se explica solo por razones militares. Igual de importante era su falta de confianza en la posibilidad de que los dominicanos lograran consolidar la independencia por sí mismos. En las cartas que intercambió en esos días con Tomás Bobadilla, presidente de la Junta Central Gubernativa, se advierte que veía la resistencia militar como un medio para ganar tiempo antes de que se lograra el protectorado de Francia. El 8 de marzo, con Duarte todavía en el exterior, la Junta Central Gubernativa había acordado solicitar el protectorado de Francia en caso de ataque haitiano. En sus misivas, Santana presionaba a fin de que se apuraran las negociaciones al efecto, incluso después que los haitianos se retiraron a raíz del derrocamiento de Hérard a inicios de mayo. A pesar de haberse diluido en lo inmediato el peligro haitiano, Bobadilla pronunció un discurso el 26 de mayo, en el que llamaba al establecimiento del protectorado francés, posición que agudizó las divergencias intestinas entre los dominicanos. El 9 de junio los trinitarios, bajo dirección de Duarte, expulsaron a los conservadores de la Junta
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Gubernativa. La presidencia del organismo pasó a manos de Sánchez, y Duarte fue enviado al Cibao para obtener la adhesión al nuevo gobierno. En Santiago, Matías Ramón Mella, uno de los trinitarios más connotados, proclamó a Duarte presidente de la República, con el asentimiento de la generalidad de las personas de prestigio. Como jefe de la columna expedicionaria del sur, la tropa más numerosa del país, al inicio Santana se mantuvo en una actitud prudente. Incluso presentó su renuncia, pretextando mala salud; pero cuando llegó el coronel Esteban Roca, enviado por la Junta para sustituirlo, la tropa, incitada por el coronel Manuel Mora, se insubordinó y proclamó obediencia exclusiva a Santana. Se abría así el peligro de una guerra civil entre liberales y conservadores, representados por Duarte y Santana. Este, cuando consideró que no había amenaza inminente de que los haitianos retornaran, y después de dejar pequeñas guarniciones en puntos cercanos a la frontera, decidió retornar a Santo Domingo con el fin de derrocar a la Junta. El aumento de la beligerancia de Santana se ha explicado por el fallecimiento repentino de su hermano Ramón, quien era su consejero y tenía posiciones favorables al entendimiento con los liberales. Al presentarse la tropa proveniente del sur ante los muros de la ciudad, el jefe de la guarnición, Joaquín Puello, decidió no resistir, ante las promesas de Santana de que no abrigaba intenciones hostiles. Sin embargo, en pocas horas la Junta fue depuesta, algunos de los trinitarios encarcelados y se constituyó una nueva Junta bajo la presidencia de Pedro Santana. Los sectores influyentes del Cibao decidieron reconocer la nueva entidad gubernamental para prevenir una secesión que pudiera ser aprovechada por los haitianos. Duarte y sus compañeros más cercanos fueron deportados del país a perpetuidad. PRIMERA PRESIDENCIA Desde que se instaló como presidente de la Junta Central Gubernativa, Santana pasó a detentar amplios poderes. En general, los conservadores vieron su preeminencia como medio de impedir que los liberales amenazaran su hegemonía. Ahora bien, durante los primeros años Santana tuvo que tomar en cuenta las posiciones que se expresaban en
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su sector político-social, ya que aún no contaba con un liderazgo incuestionable; como se irá observando, lo construyó con ayuda del mito de jefe militar invencible. Desde el principio Santana trató de ampliar en lo posible su margen de control sobre el país, prefiriendo salir del poder en caso de que se intentase recortar sus atribuciones. Esto se puso de manifiesto en ocasión de la instalación de la Asamblea Constituyente, en octubre y noviembre de 1844. Los integrantes de la asamblea, casi todos conservadores, decidieron trasladarse a San Cristóbal con el fin de limitar posibles presiones de Santana. Incluso el redactor de la constitución, Buenaventura Báez, cabecilla de los afrancesados, propuso que los propios constituyentes proclamaran la inviolabilidad de su función. La Constitución de San Cristóbal, aprobada el 6 de noviembre, designó a Pedro Santana presidente durante dos períodos consecutivos, pero sus atribuciones se restringían de acuerdo con la separación de poderes. Santana se negó a recibir la presidencia en tales condiciones y, asesorado por Tomás Bobadilla, exigió la inclusión del artículo 210, una monstruosidad jurídica que lo facultaba para no rendir cuentas de sus actos. Legalmente, el artículo 210 lo hacía un dictador, y Santana con frecuencia se amparó en él para ejecutar a quienes se atrevieran a desafiar el orden. El primer episodio de este género se produjo poco tiempo después de la proclamación de la constitución. Algunos liberales trataron de armar un movimiento para destituir a los secretarios de Estado, lo que fue considerado por Santana una conspiración, por lo que dispuso el establecimiento de tribunales especiales, uno de los cuales condenó a muerte a María Trinidad Sánchez, tía de Francisco del Rosario Sánchez, a un hermano de este y a dos personas más, todos ellos ejecutados el 27 de febrero de 1845, en macabra conmemoración del aniversario de la independencia. Un par de años más tarde, se descubrió una nueva conspiración encabezada por el secretario de Interior, Joaquín Puello, que tenía por propósito deponer a Santana. De nuevo se pusieron en movimiento los trámites judiciales extraordinarios, y Puello, su hermano Gabino y otras personas fueron fusilados. Estas ejecuciones formaron parte del
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establecimiento de un régimen represivo, en el que cualquier infracción podía ser castigada con la pena capital; incluso el robo a pequeña escala cayó bajo la prescripción de esta sanción. Como advertencia, el anciano Bonifacio Paredes fue fusilado en El Seibo acusado de haber robado un racimo de plátanos. La dictadura fue generando cada vez más rechazo. El tirano se enfrentó incluso a la Iglesia, cuando rechazó las peticiones de la institución para que se le devolvieran los bienes que le habían sido confiscados por los haitianos. A pesar de su condición de católico practicante, no resistía que los sacerdotes intentasen hacerle sombra. En ese ambiente, el general Manuel Jiménes, secretario de la Guerra y quien había sido trinitario, montó una nueva conspiración. Ante las señales del descontento creciente, Santana se refugió en El Prado y tiempo después presentó su dimisión, el 4 de agosto de 1848. Quedaba de manifiesto que prefería salir del poder antes que soportar una oposición desagradable. Se veía a sí mismo como un general predestinado, situado por encima de las pequeñeces de la política. Empero, osciló siempre entre la pasión por el poder absoluto y el placer de la vida privada en el campo, por lo que, al renunciar, se dedicó a disfrutar del ambiente pastoril de El Prado, como volvería a hacer en siguientes ocasiones. RUPTURA CON BÁEZ Manuel Jiménes fue electo por las cámaras a la presidencia. Inmediatamente promulgó una amnistía y los trinitarios desterrados fueron autorizados a retornar al país, lo que hicieron todos con excepción de Duarte. Pero el ambiente liberal impulsado por el segundo presidente dominicano no duró mucho tiempo a causa de la invasión de Faustin Soulouque, llegado a la presidencia de Haití dos años antes. Jiménes designó jefe de las tropas del sur al general Antonio Duvergé, uno de los que más se había distinguido en campañas anteriores. Como Soulouque había reunido fuerzas impresionantes, el pánico se apoderó de la población de Santo Domingo y se estimó que Duvergé no cumplía correctamente con su cometido. Los integrantes de las cámaras legislativas
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comenzaron a conspirar contra el presidente y, a iniciativa de Buenaventura Báez, designaron a Santana como jefe de las operaciones. Al igual que en 1844, Santana congregó una tropa de seibanos y su sola presencia contribuyó a insuflar confianza entre los dominicanos. Su estrella se levantó definitivamente cuando logró derrotar al ejército haitiano en Las Carreras, a orillas del río Ocoa, el 21 de abril de 1849, ratificándose como nunca la certeza que muchos abrigaban de que la jefatura de Santana resultaba imprescindible para salvaguardar la independencia. A los pocos días de su resonante triunfo en Las Carreras, las cámaras pusieron en acusación a Jiménes y, con posterioridad, reconocieron a Santana como jefe supremo de la nación. En agradecimiento a sus servicios, se le otorgó el título de El Libertador, se le donó un sable de honor y se colocó su retrato en el palacio de gobierno, junto a los de Cristóbal Colón y Juan Sánchez Ramírez. Como se estimó que él había gastado gran parte de sus recursos en la defensa del país, también se le concedió la explotación de la isla Saona y se le donó una casa en Santo Domingo. En ese momento a Santana no le interesó retomar la presidencia de la República, por lo que las cámaras se abocaron a designar al sustituto de Jiménes. El preferido de Santana era Santiago Espaillat, representante de Santiago de los Caballeros, quien declinó seguramente por considerar que su autoridad iba a estar limitada por la incidencia de Santana, y terminó siendo electo Buenaventura Báez, quien había dirigido la oposición a Jiménes. Durante su primer período presidencial, entre 1849 y 1853, Báez desarrolló una administración eficiente que le fue ganando la adhesión de un pequeño sector de burócratas y militares. Esto resultó intolerable para Santana, quien consideraba que solo él debía estar dotado del poder, de manera que decidió retornar a la presidencia tras cumplirse el cuatrienio de Báez. Al poco tiempo de su reinstalación en la presidencia, atacó violentamente a Báez y lo expulsó del país, con lo que la política dominicana pasó a polarizarse entre ambos personajes. Aunque Santana no vio mermada la inmensa popularidad que tenía entre la población, todos los que lo cuestionaban se agruparon alrededor de su enemigo. Todavía Santana obtuvo cierto respiro a causa de la última invasión haitiana, a fines de 1855, comandada de nuevo por Soulouque; pese a
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que en esta ocasión no se encontró en los campos de batalla, se reafirmaba que su jefatura suprema era insustituible. En esa administración procuró consolidar sus prerrogativas, a través de reformas constitucionales en febrero y diciembre de 1854. La segunda estuvo motivada por la demanda de Santana de fortalecer las facultades del Poder Ejecutivo, todavía en un grado mayor que el que había estipulado el artículo 210. No obstante el liderazgo que mantenía el dictador, los baecistas se dedicaron a conspirar, dificultando las actuaciones gubernamentales de Santana. En una de las conspiraciones participó el general Antonio Duvergé, quien fue juzgado en El Seibo y fusilado junto a su hijo, un acto que estremeció la conciencia del país a causa de la importancia que había tenido Duvergé en las campañas contra los haitianos. Particularmente en la ciudad de Santo Domingo se creó un ambiente hostil contra Santana, situación que tomó cuerpo a raíz de la llegada del cónsul español Antonio María Segovia, a fines de 1855. Este diplomático dispuso que todos los dominicanos que lo solicitaran recibieran la nacionalidad española, por lo que numerosos baecistas se inscribieron como españoles con el fin de hacer una labor opositora contra Santana sin que sus vidas corrieran peligro. Más adelante proliferaron las manifestaciones, que recibieron la denominación de pobladas; en ellas se entonaban coplas que maldecían la figura del Libertador. De nuevo, Santana optó por renunciar, ya que temía entrar en conflicto con el delegado de España, en todo momento fue muy cuidadoso en las relaciones con los cónsules de las potencias. En aquella circunstancia había concebido el arriendo de la península de Samaná a Estados Unidos, potencia que tenía entonces el propósito de apoderarse del país, pero el proyecto tuvo que ser revocado a causa de las presiones que desplegaron los cónsules de Gran Bretaña y Francia. TERCERA ADMINISTRACIÓN Al poco tiempo de la renuncia de Santana, Báez, su feroz enemigo, retornó al país y fue designado vicepresidente, con el claro propósito de que sustituyera de inmediato al presidente provisional Manuel de Regla Mota.
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Tan pronto asumió la presidencia, Báez ordenó la detención de Santana, deportándolo hacia Martinica el 11 de enero de 1857. Poco después, el 7 de julio de 1857, estalló en Santiago una rebelión contra el gobierno de Báez debido a una operación gubernamental en la adquisición del tabaco que perjudicó a los comerciantes. Los jefes del movimiento tenían concepciones liberales y, aunque habían sido amigos de Santana, manifestaron la intención de inaugurar un nuevo estilo en el devenir político del país, para lo cual instalaron un gobierno provisional en Santiago presidido por José Desiderio Valverde. Pese a que recibieron la adhesión de casi todas las poblaciones, calcularon que no les sería fácil desalojar a Báez de la presidencia, ya que este contaba con un gran apoyo en Santo Domingo, ciudad amurallada. El gobierno de Santiago otorgó permiso a Santana para que retornara al país, designándolo al poco tiempo al frente de las operaciones contra Báez. El cerco de la ciudad duró 11 meses, lo que constituye una señal de la fuerza que había logrado el baecismo. El nuevo protagonismo de Santana se explica porque los cibaeños carecían de recursos militares; de tal forma, tras concluir la guerra civil, a él se le hizo fácil deponer al gobierno de Valverde, a fines de julio de 1858. En septiembre se inició formalmente la tercera y última administración de Santana. Encontró un país en estado crítico, tras casi un año de guerra civil. Ello se expresó en la devaluación del papel moneda, cuya cotización se situó a más de 500 pesos por cada peso fuerte. Parecía que no había medios para que la economía se recuperase, y el descontento volvió a crecer con rapidez, lo que fue capitalizado por los baecistas. Como parte de este deterioro, el general Domingo Ramírez, jefe de la frontera sur, se pasó a los haitianos en unión de algunos de sus subordinados. Volvieron a proliferar las conspiraciones. En una de ellas fue involucrado Francisco del Rosario Sánchez, entonces partidario de Báez, quien tuvo que marchar al exilio. En 1860, aparentemente se habían dado las condiciones para que Santana tuviera que marcharse del poder y darle de nuevo paso a su archienemigo Báez. PREPARATIVOS DE LA ANEXIÓN A ESPAÑA En tan críticas condiciones, Santana y sus ayudantes concibieron la anexión a España. Hasta entonces Santana había sido partidario de la
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anexión a Estados Unidos, convencido de que esta potencia tenía más futuro en la región. Ahora bien, las tentativas que había esbozado a favor de Estados Unidos habían fracasado por la intervención de los cónsules europeos. Adicionalmente, en 1860 se veía venir la guerra entre los Estados del Sur y del Norte de los Estados Unidos. España tenía interés de expandir su poderío colonial, por lo que la posesión de Santo Domingo pasó a ponderarse como un medio de afianzar el dominio sobre Cuba y Puerto Rico, lo que explica que las ofertas de Santana fueran bien recibidas en los círculos gobernantes de Madrid. Estados Unidos, que se debatía ante la inminencia de la guerra civil, no pudo obstaculizar las negociaciones, y los soberanos de Inglaterra y Francia, sobre todo de la última, aceptaron el retorno de la soberanía española en Santo Domingo. Santana nunca había abandonado su concepción anexionista y no se compenetraba de conceptos nacionales, convencido de la imposibilidad de que el país marchara por su cuenta. Aunque antes había abogado por la protección de Francia y la anexión a Estados Unidos, España era en verdad la solución ideal, porque nunca dejó de considerarse un español. Además, en 1860, se orientó por la anexión en razón de encontrarse bajo el peligro de que los baecistas lo derrocaran. No tuvo dificultad en recabar la adhesión de casi todas las figuras influyentes de la administración gubernamental y de las diversas comarcas. Sin embargo, las negociaciones se llevaron a cabo bajo estricto secreto. El presidente envió a España al general Felipe Alfau, uno de sus hombres de mayor confianza. Al país llegaron enviados del gobernador de Cuba, Francisco Serrano, personaje de mucha influencia en el gobierno español, y el secretario dominicano de Hacienda, Pedro Ricart, se trasladó a La Habana. En una entrevista entre Santana y Antonio Peláez de Campomanes, segundo cabo de Cuba, celebrada en Los Llanos, se precisaron los detalles de la reincorporación a España. Primero, el país pasaría a ser reconocido como provincia ultramarina, lo que supondría plenos derechos de los dominicanos como súbditos de la monarquía; lo que era todavía más importante, no se restablecería la esclavitud, que aún existía en Cuba y Puerto Rico; se designaría a Santana al frente de la administración local con el título de capitán general y se reconocerían los grados de los militares dominicanos; por
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último, la nueva metrópoli se comprometería a canjear el papel moneda dominicano, que se ponderaba como el principal cáncer de la economía. Estos acuerdos ponen de manifiesto que el móvil de los partidarios de Santana estribó era mantener sus posiciones preeminentes bajo la sombra de la Madre Patria. Adicionalmente su suerte mejoraría gracias al aumento de los salarios. Los comerciantes, en su mayoría de origen extranjero, también apoyaron la anexión, por entender que la dinámica económica experimentaría una mejoría sustancial. CAPITÁN GENERAL Poco antes de consumarse la anexión, a fines de 1860, Francisco del Rosario Sánchez y José María Cabral, que habían estado junto a Báez en su segunda administración, lanzaron en Saint Thomas un manifiesto denunciando el hecho y llamando al derrocamiento de Santana. Bajo la dirección de Sánchez se conformó una Junta Revolucionaria, integrada principalmente por seguidores de Báez. Una parte de los baecistas se opusieron a la anexión no por principios nacionalistas, sino porque no la habían realizado ellos. Sánchez y otros integrantes de la Junta se trasladaron a Haití con el fin de recabar apoyo de su gobierno para una expedición. Sánchez regresó al país en junio de 1861, cuando ya habían llegado tropas españolas, pero no obtuvo apoyo de la población; fue capturado y fusilado junto a 20 compañeros por orden directa de Santana, quien instrumentó el juicio en San Juan. La población mostró una actitud de expectativa ante lo que podría deparar el régimen español. Todavía no se había afianzado una conciencia nacional mayoritaria que propendiera a la existencia del Estado independiente. Además, mucha gente consideraba que la dominación externa traería la prosperidad que los gobiernos dominicanos habían sido incapaces de lograr. Por último, debe considerarse que Santana seguía contando con el favor de una parte elevada de la población, que lo veía como protector de sus intereses. De todas maneras, como en sectores minoritarios del pueblo ya se había afianzado la conciencia nacional, no se hicieron esperar actos de oposición, el más importante de los cuales fue el dirigido por José Contreras,
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en Moca. A pesar de contar con amplio apoyo, de acuerdo con su estilo de gobierno Santana consideró necesario aplicar duras medidas represivas. Fueron fusilados varios de los conspiradores de Moca encabezados por José Contreras. Algunos de los funcionarios españoles se mostraron opuestos a la dureza de Santana y desaprobaron los fusilamientos, lo que introdujo un primer factor de malestar en el flamante capitán general dominicano. Al poco tiempo de establecido el régimen anexionista se manifestaron otros motivos de conflicto entre Santana y los burócratas españoles, desde el momento en que aquel había creído, con cierta dosis de ingenuidad, que el gobierno español mantendría prerrogativas autocráticas similares a las que estaba acostumbrado a ejercer en la República. Por otro lado, la burocracia española llegó imbuida de un espíritu de discriminación contra los dominicanos, y Santana tuvo que asumir la defensa de sus amigos, que generalmente fueron postergados; fue el caso de los generales y demás oficiales del ejército dominicano, colocados en la reserva, por lo que se consideraron humillados no obstante haber pasado a devengar mejores salarios. El antiguo dictador, acostumbrado a detentar poderes absolutos, se encontraba en la posición de virtual prisionero de la maquinaria de funcionarios españoles. Puesto que no le resultaba factible recuperar sus prerrogativas, y a inicios de 1862, como hizo en ocasiones anteriores presentó la renuncia pretextando razones de salud. Hay motivos para especular que esperaba que su renuncia fuese rechazada por la reina Isabel II, pero no resultó así, pues se había ganado la animadversión de la corte. Los dirigentes españoles consideraron conveniente debilitar a Santana como medio de obtener la adhesión de Báez, quien fue nombrado mariscal de campo del ejército español. Con el fin de no desairarlo en extremo, cuando se aceptó la renuncia, Santana recibió el título de marqués de Las Carreras y el cargo de senador del reino con sueldo de 12,000 pesos fuertes. LA ÚLTIMA BATALLA Humillado y decepcionado, retornó a El Prado, el lugar de sus ensueños. A pesar de la sacudida que experimentó su orgullo, nunca se planteó
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deponer la fidelidad al régimen español, que veía como la culminación de su obra y medio para anular la amenaza haitiana, evitar las guerras intestinas y alcanzar un régimen de orden que garantizara el progreso. La tranquilidad que le deparaba la vida en El Prado no duró mucho, pues en febrero de 1863 estallaron sublevaciones contra el dominio español en Neiba, Santiago y Guayubín. Santana se sintió en el deber de advertir que la política de la administración española era errónea y contribuiría a desencadenar de nuevo la rebelión, mas no se le escuchó. En agosto de ese año, efectivamente, estalló la Guerra de la Restauración, y en septiembre se formó un gobierno nacional en Santiago. Esta situación puso a Santana en la obligación de volver a ofrecer sus servicios a España como jefe militar. Pese a las divergencias que habían tenido, las autoridades españolas confiaron en el genio militar de Santana y lo designaron jefe de una columna expedicionaria con destino al Cibao. Al igual que en otras ocasiones, reclutó multitud de campesinos seibanos, pero en esta oportunidad se ponía también al frente de oficiales y soldados españoles, lo que estaba llamado a traerle dificultades. El aura militar de que estaba revestido hizo cundir el pavor entre los insurgentes. El gobierno de la Restauración de Santiago encargó a uno de los recién nombrados generales, Gregorio Luperón, que marchara con prontitud al frente de una columna para impedir que el ejército español penetrara en el Cibao. Antes de partir, Luperón exigió que el gobierno promulgase un decreto declarando a Santana fuera de la ley por traición a la patria y condenándolo a muerte. Santana, sin embargo, perdió mucho tiempo y no avanzó hacia el Cibao en el momento en que todavía la resistencia no se había organizado. Más bien, decidió consolidar sus posiciones en Guanuma, lo que permitió a los restauradores ganar tiempo, y Luperón pudo llegar al teatro de operaciones justo cuando las avanzadas dominicanas se batían con las españolas, logrando impedir que estas ascendieran el Sillón de la Viuda, montaña que dividía el Cibao del Este. Días después, chocaron de frente las tropas de los gobiernos de Santo Domingo y Santiago, teniendo por jefes respectivos a Santana y Luperón. El duelo de los dos titanes sintetizó dramáticamente la lucha entre las concepciones opuestas que se debatían. En efecto, si Santana ganaba la batalla, se le abría la ruta hacia el Cibao
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y la causa nacional habría caído en grave riesgo. No sucedió así, puesto que Santana no logró aplastar la resistencia dominicana. Se había revertido la situación de sus anteriores victorias militares, cuando combatía a una tropa de dominicanos que luchaban por su libertad. De golpe se le esfumó la aureola de general invicto. Santana optó por volver a consolidar sus posiciones de Guanuma, estrategia que retrata su falta de fe y que aprovecharon los restauradores para expandirse por las demás regiones. La táctica defensiva le había funcionado con los haitianos, pero no resultó con los dominicanos. En la medida en que las tropas restauradoras consolidaron posiciones se fueron agudizando las contradicciones entre Santana y sus superiores españoles, al grado que él desobedecía las instrucciones que recibía desde Santo Domingo. A inicios de 1864 se negó a acatar la orden de retirada hacia la ciudad amurallada. Cuando José de la Gándara fue designado capitán general, el 31 de marzo de 1864, se hizo inevitable el choque con Santana. Al aflorar divergencias, se produjo un duro intercambio de cartas, en las que Santana rechazaba las conminaciones y amenazas del capitán general. Este convocó a Santana a Santo Domingo a inicios de junio, con el fin de someterlo a proceso por desacato y enviarlo preso al exterior. Poco después de haber llegado a la ciudad, el 14 de junio de 1864, Santana falleció de repente. No se ha podido establecer la causa de su muerte pues, aunque tenía dolencias desde mucho tiempo antes, no parecía encontrarse en situación grave. Se han tejido diversas versiones, como que fue envenenado o que cometió suicidio. También se ha pensado que murió bajo el efecto de la humillación del anuncio que le hizo el general español Villar de que sería enviado preso hacia Cuba para ser posteriormente juzgado en España. A petición de sus familiares, fue enterrado en La Fuerza (hoy conocida como Fortaleza Ozama), por temor a que la tumba fuera profanada.
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BIBLIOGRAFÍA Balcácer, Juan Daniel. Pedro Santana: Historia política de un déspota. Santo Domingo, 1974. Martínez, Rufino. Santana y Báez, Santiago, 1943. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano, 18211930. Santo Domingo, 1998. Molina Morillo, Rafael. Gloria y repudio. México, 1959. Rodríguez Demorizi, Emilio. Papeles del general Santana. Roma, 1952.
FRANCISCO DEL ROSARIO SÁNCHEZ FUNDADOR DE LA REPÚBLICA
SU DIMENSIÓN EN LA HISTORIA DOMINICANA Francisco del Rosario Sánchez fue un adalid de las luchas nacionales en el siglo XIX. Acompañó a Juan Pablo Duarte en la fundación de la sociedad secreta La Trinitaria, en 1838. Cuando Duarte abandonó el país en 1843, quedó al frente de los trabajos conspirativos y fue la figura clave en los preparativos de la proclamación de República Dominicana el 27 de febrero de 1844. Le correspondió, por último, iniciar la resistencia frente a la anexión a España de 1861, y su muerte en esa magna empresa lo eleva a la condición de figura heroica por excelencia de los anales de la patria. Junto a esa trascendencia en nuestra formación nacional, Sánchez se involucró en la política doméstica después que retornó al país en 1848, y apoyó a Buenaventura Báez, lo que le ha valido reproches de historiadores como los hermanos Alcides y Leonidas García Lluberes y Juan Isidro Jiménes Grullón. En lo fundamental las críticas que descalifican a Sánchez son desproporcionadas y motivadas en rebatir a quienes, como Américo Lugo, lo elevaron erróneamente a la condición de prócer supremo de nuestra historia, en cuestionamiento de la primacía de Duarte. Estas últimas posturas fueron iniciadas por descendientes de Sánchez, el primero de los cuales fue su hijo Juan Francisco Sánchez. Si bien las críticas de Lugo y otros sanchistas contra Duarte carecen de asidero, no es menos cierto que las réplicas aludidas obvian la dimensión de prócer que tuvo Sánchez. Sobre todo ignoran que, aunque realizó concesiones a los jefes conservadores, nunca abandonó los puntos cardinales del ideario nacional y democrático, como lo demuestra el hecho de que asumiera la jefatura de la lucha contra la traición anexionista de Pedro Santana. Las actuaciones de Sánchez que tantas críticas le han valido se explican por su condición de político realista, inclinado a la búsqueda de soluciones 209
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factibles. Pero esta preferencia no puede confundirse con la del político convencional o conservador: en todo momento mantuvo un porte de grandeza que le otorgaba la condición de patriota integral. Este talante provocó que su figura fuera reconocida como ejemplo de patriotismo, a diferencia del olvido en que cayó Duarte. ORÍGENES FAMILIARES Sánchez se contó entre los pocos fundadores de la sociedad La Trinitaria que no eran de color claro y no provenían de un hogar de la típica clase media urbana. Este protagonismo de alguien salido de los sectores humildes de la población se explica por los cambios sociales que habían ocasionado la emigración de los blancos esclavistas tras el Tratado de Basilea de 1795 y la ocupación haitiana en 1822. El vacío dejado por los esclavistas emigrados fue gradualmente ocupado por sectores sociales que se iban desarrollando. Aunque de origen humilde, el ascenso social de Sánchez se explica porque sus padres ya tenían ubicación urbana. Vivían en la calle del Tapado (hoy 19 de Marzo), en plena ciudad intramuros. Todavía la madre de Sánchez, Olaya del Rosario, era catalogada como parda libre en documentos anteriores a 1822. El término pardo se utilizaba entonces para designar al mulato de condición humilde y ascendientes esclavos no muy lejanos. La situación del padre, Narciso Sánchez, Señó Narcisazo, era todavía más evidente en ese sentido: de tez negra, parece que los antepasados esclavos estaban en la memoria familiar. Heredó de su padre, Fernando Sánchez, la ocupación de administrador de hatos en el este, donde se concentraba la producción ganadera. Este trabajo lo colocaba en una situación intermedia entre el mundo urbano y el rural, algo común en aquella época. Muchos de los dueños de hatos preferían vivir en las ciudades y designaban administradores que se encargaban de las tareas habituales. Ese fue el caso del padre de Sánchez, quien, aunque residente en Santo Domingo, pasaba gran parte del tiempo en la vida montaraz de la ganadería. Más tarde, Señó Narcisazo tomó la profesión de tablajero o mercader en carnes y logró cierto nivel de ascenso social, según Ramón Lugo Lovatón, por el
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trato con gente blanca que había tenido en la administración de hatos. Ello explica que su hijo pudiera acceder a un nivel educativo. Pero no significa que tuviera fortuna: en su testamento aclara que su esposa y él no llevaron bienes al matrimonio. Al ir mejorando de posición, a partir de un pedazo de tierra cerca de Los Alcarrizos donado por un amigo, se hizo dueño de un pequeño hato, cercano al de los hermanos Pedro y Ramón Santana. Un detalle que ilustra la condición social de los padres de Sánchez es que su relación inicial fue de concubinato, a pesar de que la madre tenía ascendientes canarios. Sánchez tuvo un hermano materno mayor, Andrés, el cual fue adoptado por su padre. El mismo prócer nació fuera de matrimonio, y aunque su apellido definitivo fue Sánchez, conservó el apellido de su madre como un segundo nombre. Su padre tenía una posición proespañola, al decir de Lugo Lovatón, debida a los perjuicios que habían causado los haitianos, desde 1801, a la actividad ganadera y a sus propietarios, los blancos de la sociedad colonial, quienes eran sus patronos. Esas posiciones políticas distintas entre padre e hijo retratan los cambios de mentalidad que protagonizaron los jóvenes liberales fundadores de La Trinitaria. INFANCIA Y JUVENTUD Francisco del Rosario Sánchez nació el 9 de marzo de 1817, en Santo Domingo. A pesar de sus orígenes humildes, obtuvo una educación fuera de serie gracias al cuidado de su madre y, en especial, de su tía María Trinidad Sánchez. Aprendió a tocar instrumentos musicales, al igual que algunos de sus hermanos, y luego hizo estudios de inglés con Mr. Groot y de filosofía y latín con Nicolás Lugo. Más allá de lo inculcado por su familia, Sánchez mantuvo un esfuerzo por educarse, lo que constituyó la clave de su acción patriótica. Fue un autodidacta, al igual que casi todos sus compañeros, ya que en el país no existían centros de educación superior. Se nutrió, como la mayoría de los fundadores de La Trinitaria, de las enseñanzas del sacerdote Gaspar Hernández, quien montó una especie de seminario de filosofía en el convento de Regina. La cultura fue, pues,
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su norte en la vida, dedicando mucho tiempo a la lectura de la Biblia y de autores griegos y romanos. Durante varios años se benefició de su estrecha relación con Duarte que le permitió empaparse de las enseñanzas del padre de la patria. Sánchez probó ser uno de los integrantes más dinámicos y capaces de la constelación de jóvenes patriotas que fundaron la República. En cierto momento, Sánchez trabajó como peinetero en concha, oficio equivalente a barbero. Salía con su padre a las propiedades que administraba cercanas a Santo Domingo; así pudo relacionarse con personas de diversos estratos sociales, lo que era factible por las condiciones vigentes. PREPARACIÓN DE LA INDEPENDENCIA Pese a que se sabe poco sobre los trabajos conspirativos de Duarte y sus compañeros antes de 1843, desde temprano Sánchez sobresalió como uno de los más activos y capaces. Tradicionalmente se ha considerado que Sánchez no fue uno de los fundadores de La Trinitaria, pues no figura entre los presentes de la toma de juramento hecha por Duarte el 16 de julio de 1838 que muchos años después, con ligeras divergencias, recordaron dos de los presentes: Juan Nepomuceno Ravelo y José María Serra. Sin embargo, el propio Duarte le testimonió a Emiliano Tejera que Sánchez fue uno de sus compañeros desde el mismo inicio de las tareas conspirativas. Eso llevó a Tejera a la conclusión de que aquel 16 de julio hubo dos reuniones constitutivas, aunque tal vez las cosas pudieron acontecer de otra manera, como que, tras el juramento inicial, ya no se requiriera tanta formalidad para el ingreso de otros conjurados, entre los cuales se encontraban Sánchez y Matías Ramón Mella. La composición de los nueve primeros integrantes no puede aclararse del todo por divergencias entre los testimonios de los involucrados. Así, uno de ellos, Félix María Ruiz, sí contaba a Sánchez entre los nueve iniciadores juramentados, junto a Duarte, Mella, Pedro A. Bobea, el mismo Ruiz, Pedro Alejandrino Pina, José María Serra, Juan Isidro Pérez y Jacinto de la Concha. El que Sánchez estuviera o no presente en el juramento tomado por Duarte a los primeros ocho reclutados de la organización secreta
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revolucionaria carece de importancia. No cabe duda de que fue uno de los compañeros más próximos de Duarte, connotado por el fervor que le abrigó. Lo trascendente es que Sánchez formaba parte del grupo de unos 20 jóvenes, que incluían juramentados, adeptos y prosélitos, que fueron fundadores de La Trinitaria y, como discípulos de Duarte, mentores del sentimiento nacional. La significación de Sánchez se advierte en que fue uno de los que encabezaron el derrocamiento de las autoridades haitianas de Santo Domingo designadas por el presidente Jean Pierre Boyer, depuesto a finales de marzo de 1843 por el movimiento denominado La Reforma. Al poco tiempo, los trinitarios y los liberales haitianos de La Reforma tomaron caminos divergentes, pues los primeros se formularon el objetivo de independizarse del Estado haitiano. Al advertir el auge de las ideas independentistas entre los dominicanos, el presidente haitiano Charles Hérard, llegado al poder tras el triunfo de La Reforma, decidió hacer una visita intimidatoria a la antigua colonia española de Santo Domingo, conocida por los haitianos como “Partie de L´Est”. Duarte y varios de sus compañeros, entre los cuales se hallaba Sánchez, se ocultaron. Los haitianos desataron una tenaz persecución de los prófugos y Duarte, Juan Isidro Pérez y Pedro Alejandrino Pina abandonaron el país el 2 de agosto de 1843. Sánchez no pudo hacerlo por hallarse enfermo, circunstancia que aprovechó para dirigir las tareas conspirativas, en virtual sustitución de Duarte. Logró el apoyo de familiares de algunos de sus compañeros de La Trinitaria, lo que le hizo factible permanecer oculto durante más de siete meses, pues en todo momento rechazó la posibilidad de abandonar el país. Para poder actuar con menos dificultades, hizo correr el rumor de que había fallecido y había sido enterrado de manera secreta en el pequeño cementerio de la iglesia del Carmen. Al parecer las autoridades haitianas creyeron la versión o no le prestaron demasiado interés a la persona de Sánchez, pues entendieron que había disminuido la agitación independentista entre los dominicanos. Coincidiendo con la apertura de la Asamblea Constituyente de Port-au-Prince, decidieron disminuir las acciones represivas, y liberaron a casi todos los detenidos por Hérard, en septiembre de 1843, entre los que se encontraba Mella.
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Esa despreocupación del gobierno haitiano, en los meses finales de 1843, puede atribuirse a que se habían agudizado las pugnas entre los grupos de poder en Port-au-Prince. Los partidarios del depuesto Jean Pierre Boyer amenazaban con retornar al poder, organizando un intento insurreccional. En el aplastamiento de los boyeristas jugaron un papel destacado los regimientos 31 y 32, compuestos por dominicanos, unidades que se encontraban en la capital haitiana por orden de Hérard a fin de prevenir cualquier pronunciamiento independentista. A finales de enero de 1844 Hérard dispuso el retorno de dichos regimientos a Santo Domingo, lo que resultó decisivo para que se pudiera producir la declaración de independencia. EL MANIFIESTO DEL 16 DE ENERO En ese ambiente menos tenso pudo Sánchez reorganizar a los partidarios de la independencia, labor en la que contó con sus antiguos compañeros trinitarios. El objetivo era un alzamiento a finales de 1843, para lo cual le envió una carta a Juan Pablo Duarte, que también firmó Vicente Celestino, fechada el 15 de noviembre de 1843. Sánchez y Vicente Celestino Duarte le pedían al padre de la patria que llegara por la costa de Guayacanes para ponerse al frente de la insurrección, y que procurase traer armamentos. La carta retrata la situación por la cual atravesaban los esfuerzos en pos de la independencia. Después de tu salida, todas las circunstancias han sido favorables, de modo que sólo nos ha faltado combinación para haber dado el golpe. A esta fecha los negocios están en el mismo estado en que tú los dejaste: por lo que te pedimos, así sea a costa de una estrella del cielo, los efectos siguientes: 2000 ó 1000, ó 500 fusiles, a los menos; 4000 cartuchos, 2 a 3 quintales de plomo; 500 lanzas o las que puedas conseguir. En conclusión: lo esencial es un auxilio por pequeño que sea, pues este es el dictamen de la mayor parte de los encabezados. Esto conseguido deberás dirigirte al puerto de Guayacanes, siempre con la precaución de estar un poco retirado de tierra, como a una o dos millas, hasta que se avise, o hagas señas, para cuyo efecto
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pondrás un gallardete blanco si fuere de día, si fuere de noche, pondrás encima del palo mayor un farol que lo ilumine todo, procurando, si fuere posible, comunicarlo a Santo Domingo, para ir a esperarte a la costa el 9 de Diciembre, o antes, pues es necesario temer la audacia de un tercer partido, o de un enemigo nuestro, estando el pueblo tan inflamado. Ramón Mella se prepara para ir por allá, aunque nos dice que va a Santhomas, no conviene que te fíes de él, pues es el único que en algo nos ha perjudicado nuevamente por su ciega ambición e imprudencia.
Se desprende de la carta que Sánchez y Vicente Celestino Duarte pretendían llevar a cabo la ruptura con Haití contando únicamente con el sector liberal trinitario. Así se puede entender el reproche que le lanzan a Mella y la prisa que requerían para evitar que se les adelantaran los rivales del tercer partido, los afrancesados. Sánchez redactó un manifiesto llamando a la independencia, el cual se distribuyó por el país, cuyo texto se ha perdido. Por informaciones que recibió Pedro Alejandrino Pina y le transmitió a Duarte, en carta del 27 de noviembre de 1843, se colige que los trinitarios se habían recuperado de la represión de Hérard y ganaban fuerza, mientras que los afrancesados se debilitaban. Dice Pina a Duarte: Ha progresado el partido duartista, que recibe vida y movimiento de aquel patriota excelente, del moderado, fiel y valeroso Sánchez a quien creíamos en la tumba. Ramón Contreras es un nuevo cabeza de partido, también duartista. El de los afrancesados se ha debilitado de tal modo, que sólo los Alfau y Delgado permanecen en él; los otros partidarios, unos se han agregado al nuestro y los demás están en la indiferencia. El partido reinante le espera a Ud. como general en jefe, para dar principio a ese grande y glorioso movimiento revolucionario, que ha de dar la felicidad al pueblo dominicano.
A los pocos días de la primera carta debió quedar claro para Sánchez que al sector por él dirigido le resultaba imposible producir por sí solo la independencia y que, por tanto, era imperativo llegar a un acuerdo con personas de otras orientaciones. En tal sentido, a finales de 1843 se
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reorientó hacia el logro de una alianza con un sector conservador, postura que poco antes le había criticado a Mella. Así se puede entender lo que le transmitía Pina a Duarte, en el sentido de que algunos afrancesados se habían unido a los liberales. El eslabón básico de tal alianza fue Tomás Bobadilla, un letrado que ostentaba posiciones en la administración pública desde la época de la España Boba y que había colaborado con el régimen haitiano. Bobadilla, al igual que otras figuras de prestigio social, captó que la crisis en que se debatían los grupos dirigentes de Haití había creado las condiciones para derrocar su dominio. Por razones accidentales, Bobadilla no había llegado a acuerdos con Buenaventura Báez, la figura dominante entre los representantes dominicanos en la Asamblea Constituyente de la capital haitiana, quienes establecieron negociaciones secretas con el cónsul general de Francia, Emile de Levasseur, con el fin de que la proyectada República Dominicana se constituyera como un protectorado de Francia. Tal proyecto estaba supuesto a materializarse a través de la designación de un gobernador francés por 10 años prorrogables, la cesión de Samaná y la cooperación con Francia en la reconquista de Haití. Liberales y conservadores tenían conciencia de sus debilidades y de la importancia de una alianza, pero los intentos que se habían hecho terminaban en el fracaso. Estando Duarte todavía en el país se celebraron reuniones en las cuales quedó de manifiesto que las divergencias eran insalvables. Le correspondió a Sánchez romper esa animadversión mutua, siguiendo los pasos iniciados por Mella, cuando se convenció de que el sector trinitario que encabezaba no podría declarar la independencia por sí solo. Se debe advertir que, aunque la participación conservadora fue crucial para que se materializara el 27 de febrero, todos los trabajos fueron dirigidos por Sánchez y sus compañeros trinitarios, quienes tenían mayor capacidad de iniciativa que el grupo de los afrancesados. Esta primacía facilitó que los trinitarios se mantuvieran compactados alrededor de Sánchez. A partir de esa alianza, se confeccionó un documento en el que ambas partes convocaban la creación de la República Dominicana. El documento se titula “Manifestación de los pueblos de la Parte del Este
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de la Isla antes Española o de Santo Domingo, sobre las causas de su separación de la República Haitiana” y se conoce como Manifiesto del 16 de Enero por la fecha en que fue leído por primera vez. Se sacaron cuatro copias, una quedó en Santo Domingo y se enviaron las otras tres a las regiones principales del país: al Cibao la llevó Juan Evangelista Jiménez, al sur, Gabino Puello, y al este, Juan Contreras. El Manifiesto del 16 de Enero era una respuesta al elaborado por Buenaventura Báez el 1º de enero del mismo año, en que convocaba a la creación de la República Dominicana como protectorado de Francia. El primero, en cambio, enunciaba con claridad el propósito de establecer un Estado plenamente soberano, aunque no mencionaba el término independencia sino el de separación. Aun así, no hay ningún asomo de planteamientos proteccionistas que mediatizaran la autonomía nacional. La difusión secreta del texto terminó por crear las condiciones para que el dominio haitiano fuera derrocado. Dicho documento planteaba que los dominicanos habían recibido bien a los gobernantes haitianos en 1822, creyendo en las promesas de protección que hacía Boyer. Empero, señalaba, se implantó un régimen de opresión, vicios y perfidia que trajo discordia y destrucción, afectando todos los intereses sociales. Por medio de su sistema desorganizador y maquiavélico, obligó a que emigrasen las principales y más ricas familias, y con ellas, el talento, las riquezas, el comercio y la agricultura: alejó de su consejo y de los principales empleos, a los hombres que hubieran podido representar los derechos de los ciudadanos, pedir el remedio de los males, y manifestar las verdaderas ecsigencias de la Patria. En desprecio de todos los principios del derecho público y de jentes, redujo a muchas familias a la indijencia, quitándoles sus propiedades para reunirlas a los dominios de la República, y donarlas a los individuos de la parte Occidental, o vendérselas a muy Ínfimos precios. Asoló los campos, destruyó la agricultura y el comercio, despojó las Iglesias de sus riquezas, atropelló y ajó, con vilipendio a los Ministros de la Religión, les quitó sus rentas y derechos.
A pesar de esta tónica tradicionalista, la conclusión del documento era instalar un Estado liberal,
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[…] que protejerá y garantizará el sistema democrático: la libertad de los ciudadanos, aboliendo para siempre la esclavitud: la igualdad de los derechos civiles y políticos sin atender a las distinciones de origen y de nacimiento: las propiedades serán inviolables y sagradas; la Religión Católica, Apostólica y Romana, será protegida en todo su esplendor como la del estado; pero ninguno sería perseguido ni castigado por sus opiniones religiosas. La libertad de la imprenta será protegida.
Entre los historiadores se ha discutido quién fue el autor del Manifiesto del 16 de Enero. Tomás Bobadilla, pocos años después, con motivo de un conflicto con Santana, aseveró haber sido su autor, versión que ha sido aceptada por la generalidad de historiadores, empezando por José Gabriel García, el padre de la historia dominicana y principal fuente informativa de lo que aconteció en 1844. Empero, hay suficientes elementos que permiten afirmar que el autor del Manifiesto fue Sánchez, aun cuando nunca lo reclamó. Lo cierto es que Bobadilla se atribuyó otras cosas que carecen de toda validez, como haber sido el primero en decir “Dios, Patria y Libertad” o haber dirigido los hechos la noche del 27 de febrero. La pista más importante a favor de la tesis de que Sánchez fue el autor del Manifiesto la ofrece su secretario, Manuel Dolores Galván, quien explica que Sánchez le dictó un borrador que entregó a Bobadilla para su corrección, atendiendo a que se le consideraba sujeto de muchos conocimientos. En cualquier caso, el Manifiesto estaba concebido como un documento de transacción entre los dos sectores que se pusieron de acuerdo para fundar la República. No es de dudar que Bobadilla le introdujese modificaciones importantes. Esto ha llevado a algunos historiadores de la corriente liberal, como Alcides García Lluberes, a considerar que este documento desvirtúa el ideario nacional de Duarte, lo que explica que no fuera rubricado por su hermano Vicente Celestino. Es indudable que algunas afirmaciones contenidas en él no podían ser suscritas por Duarte, pero en lo fundamental no se niegan sus concepciones. Tanto Sánchez como Bobadilla debían estar de acuerdo en el argumento central del Manifiesto: que el régimen de Boyer había sido recibido bien por los dominicanos, pero que habían sido tratados como
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pueblo conquistado. También debían estar de acuerdo en la reivindicación de las tradiciones culturales de origen español, que habían sido agredidas por los dominadores.
EL 27 DE FEBRERO Aunque la participación de los conservadores le diera garantías de éxito, el golpe del 27 de febrero fue obra de los trinitarios, y su planificación y ejecución fue dirigida por Sánchez. El 24 de febrero se celebró una reunión de conjurados prominentes para preparar el golpe. Estuvo presidida por Sánchez y contó con la presencia de Mella, Vicente Celestino Duarte, Juan Alejandro Acosta, Ángel Perdomo, los hermanos Jacinto y Tomás de la Concha, Manuel Dolores Galván y Marcos Rojas. A Sánchez se le confirió la jefatura con el rango de coronel y comandante de armas de la ciudad. Los propuestos para integrar la Junta Central Gubernativa, como Manuel María Valverde y Manuel Jiménes, expresaron su deseo de que Sánchez fuera designado presidente del proyectado primer gobierno dominicano. En los días previos se había logrado el compromiso de los oficiales de los regimientos 31 y 32, así como de la guarnición de la ciudad. Por ejemplo, Manuel Jiménes obtuvo la adhesión de Martín Girón, oficial a cargo de la Puerta del Conde. El plan establecía que una parte de los conjurados se congregarían en la Puerta de la Misericordia y desde ahí confluirían con otros que se dirigirían a la Puerta del Conde, como punto de reunión para asumir el control de la ciudad y tomar la Fortaleza Ozama. Los testimonios indican que muchos de los comprometidos no se presentaron a la hora prevista, al filo de la medianoche del 27. Sánchez no se presentó de inmediato a la Puerta del Conde debido a que frente a la casa donde estaba oculto, en la esquina de las calles Hostos y Arzobispo Nouel, se encontraban conversando varios oficiales haitianos, uno de los cuales lo conocía. Cuando los militares se separaron, ignorando lo que sucedía al otro lado de la ciudad, Sánchez pudo tomar el mando. Sánchez distribuyó la gente por diversos lugares de la ciudad; entre las tres y las cuatro de la madrugada, tras hacerse detonar tres
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cañonazos para convocar a los patriotas de la ciudad y sus alrededores, lanzó una arenga a la multitud congregada frente a la Puerta del Conde. De la misma manera, él preparó la instalación de la Junta Central Gubernativa, de la cual fue designado presidente, tal como estaba convenido desde días antes. Ordenó a Bobadilla dirigirse a Monte Grande a asegurar a los libertos que la esclavitud no sería reimplantada. La pequeña guarnición haitiana no osó ofrecer resistencia. Se encerró en la Fortaleza, desde donde sus jefes entablaron negociaciones con el cónsul francés que llevaron a la capitulación sin derramamiento de sangre el mismo 28 de febrero. Los haitianos residentes en la ciudad, aunque recibieron garantías de que podrían hacerse dominicanos, prefirieron emigrar. El 29 de febrero, al parecer por voluntad propia, Sánchez cedió la presidencia de la Junta a Bobadilla, en reconocimiento al papel que estaba llamado a jugar en lo adelante el sector conservador, con más influencia social que los trinitarios entre la población rural del interior del país. Desde el momento de su instalación el 28 de febrero, la mayoría de integrantes de la Junta pertenecían al sector conservador: además de Bobadilla se adscribían a esas posiciones: Francisco Javier Abreu, Félix Mercenario, Carlos Moreno, Mariano Echavarría, José María Caminero, Delorve y J. T. Medrano. Los únicos que habían formado parte de La Trinitaria, aparte de Sánchez, eran Matías Ramón Mella, Silvano Pujol y Manuel Jiménes, aunque estos dos últimos tomaron posiciones equidistantes. Manuel María Valverde también era liberal, por lo que fue excluido del organismo. Se dejó una plaza a Juan Pablo Duarte, la que ocupó tan pronto retornó de Curazao. El relegamiento de Duarte a la condición de simple vocal sintetizaba una correlación de fuerzas favorable a los conservadores. LOS PRIMEROS MESES DE LA REPÚBLICA El conflicto entre trinitarios y afrancesados era inevitable en tales condiciones, puesto que los segundos carecían de fe en la viabilidad de la República. No obstante, la postura de Sánchez fue coherente en asumir las consecuencias del predominio de los rivales. En eso se distanciaba de Duarte, pero obtuvo la adhesión de la generalidad de sus compañeros.
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El punto central que pautaba los planes de los conservadores estribaba en obtener el protectorado francés, pues estaban convencidos de que el nuevo Estado carecía de los recursos para hacer frente a la agresión haitiana. La acción del cónsul francés en Santo Domingo, Juchereau de Saint Denys, fue de mucha importancia en esos días, pues alentó a los jefes conservadores a depositar esperanzas en Francia. El 8 de marzo de 1844 la Junta Central Gubernativa emitió una resolución secreta, transmitida al gobierno de Francia, que en lo fundamental adoptaba el Plan Levasseur. Dicha resolución ofrecía ceder a perpetuidad a Francia la península de Samaná a cambio de la protección que ese país le acordaría a la República Dominicana para mantenerse separada de Haití. El Estado dominicano se comprometía a colaborar con Francia en caso de que se propusiera reconquistar Haití. Esta resolución no estipulaba el establecimiento de un protectorado, sino que dejaba la relación con Francia en un plano genérico de protección. La Resolución del 8 de marzo contravenía la doctrina de Duarte acerca de la independencia absoluta. Algunos de los trinitarios mantuvieron reservas sobre ella, aunque no hicieron una oposición manifiesta. Alrededor de ello se volvieron a poner de relieve las apreciaciones distintas que tenían Duarte y Sánchez respecto a la relación con los conservadores. El segundo trató de que la alianza no se rompiera, mientras Duarte le dio mayor prioridad al criterio de la conservación de la independencia absoluta y de la integridad del territorio. Duarte condicionaba la alianza a que se respetara la independencia. Prueba de ello es que, tras su regreso, no objetó la resolución del 8 de marzo, tal vez confiado en que no tendría que ponerse en ejecución. Los conservadores no cejaban en el empeño de lograr el protectorado francés, y tal objetivo constituyó el meollo de un discurso de Bobadilla ante figuras notables de la ciudad, el 26 de mayo, en el que trató de que se aprobase el Plan Levasseur al pie de la letra, no obstante que para esa fecha había desaparecido el peligro militar haitiano. Duarte hizo su protesta, actitud que fue seguida por todos sus compañeros: Sánchez, Juan Isidro Pérez, Manuel M. Valverde, Joaquín Puello y Jacinto de la Concha, entre otros.
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El 1º de junio la mayoría conservadora impuso una resolución de la Junta Central Gubernativa, comunicada al cónsul de Francia, que mantenía el propósito de obtener la protección de Francia. Duarte y Sánchez firmaron el documento, de seguro forzados por las circunstancias, lo que puso al rojo vivo la confrontación de opiniones. Sobrevino, en respuesta, la petición formulada por la oficialidad de la guarnición de Santo Domingo, el 31 de mayo, solicitando a la Junta que Duarte, Sánchez y Mella fueran ascendidos a generales de división y Puello a general de brigada. La Junta respondió negando los ascensos, con excepción del solicitado para Puello. Las personas partidarias de mantener la unidad no pudieron impedir que las relaciones entre conservadores y liberales se deterioraran. El equilibrio de posiciones se debía a las presiones que desplegaba el cónsul de Francia. Mucha gente temía que si se retiraba de su puesto, como anunció en reiteradas ocasiones, el país quedaría a expensas de los propósitos punitivos de los haitianos. El desenlace de las divergencias se produjo mediante un golpe de Estado promovido por Duarte y respaldado por el jefe de la guarnición de la ciudad, Joaquín Puello. Los conservadores más conspicuos fueron expulsados de la Junta Central Gubernativa, sobresaliendo Bobadilla y Caminero. Fueron incorporados Pedro Pina, Manuel María Valverde y Juan Isidro Pérez, este último como secretario. Sánchez fue designado presidente, lo que sugiere que se le consideraba la figura de mayor relevancia práctica dentro del grupo liberal. En la presidencia de la Junta, Sánchez mantuvo una postura moderada, cónsona con su temperamento. Procuró que no se rompieran todos los lazos con los conservadores y mantuvo relaciones correctas con el cónsul de Francia, a quien aseguró que las anteriores solicitudes de protección se mantenían en pie. La Junta envió a Duarte al Cibao, a fin de consolidar el apoyo en la región. A partir de entonces aparecieron divergencias entre Sánchez y Duarte. El delegado de la Junta en el Cibao, Ramón Mella, proclamó a Duarte presidente de la República, como medio de contrarrestar la oposición soterrada de los conservadores, decisión que Sánchez no secundó. Respondió a Mella de inmediato y, aunque el original de la carta se perdió, se sabe que argumentó que, pese a que Duarte lo merecía todo, su proclama tumultuosa entronizaría la anarquía. Entendía que el proceder
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de Mella violentaba la legalidad gubernamental instituida, que no sería acatada por personas con posiciones equidistantes entre los dos sectores y que, por tanto, podría agudizarse el peligro de guerra civil. De todas maneras, Sánchez intentó oponerse a Santana cuando anunció que procedería a entrar a la ciudad al frente del cuerpo expedicionario del sur, tras haberse negado a entregar su mando al delegado enviado por la Junta. Sánchez no halló respaldo en el jefe de la guarnición de la ciudad, general Joaquín Puello, quien comandaba la tropa que sostenía a la Junta. El cónsul francés reiteró la amenaza de abandonar el país en caso de que se enfrentase a Santana. Sánchez tuvo que dirigirse a San Cristóbal a conferenciar con Santana, quien le prometió que no albergaba actitud hostil. Sobre esa base, ambos llegaron al acuerdo de permitir la entrada de la tropa llegada desde Baní, lo que se produjo el 12 de julio. Parece que Sánchez confió en la palabra de Santana. Al día siguiente, en una formación militar en la Plaza de Armas (hoy parque Colón), la soldadesca pidió la muerte de los “filorios” miembros de la Junta y proclamó a Santana dictador. Se consumaba el contragolpe de Estado por parte de Santana, asesorado por Bobadilla y el cónsul francés, quien le aconsejó moderación. El 16 de julio se procedió a reorganizar la Junta bajo presidencia de Santana, cuando ya había reducido a prisión a los más conspicuos trinitarios. Personas como Puello y Jiménes se adscribieron al nuevo orden de cosas, que implicaba la exclusión de los trinitarios y un orden despótico. Tal vez para evitar que las cosas tomaran el peor rumbo, Sánchez no descartó del todo colaborar con la situación creada, por lo que Santana tardó un día en expulsarlo de la Junta. La firma de Sánchez aparece en uno de los actos de la Junta reorganizada por Santana, horas antes de ser reducido a prisión. EXILIO Y RETORNO El 22 de agosto de 1844 la Junta Central Gubernativa dictó una resolución que declaraba a los jefes trinitarios traidores a la patria y los deportaba a perpetuidad. Junto con algunos de sus amigos, Sánchez fue embarcado hacia Irlanda entre los últimos días de agosto y los primeros de septiembre. Antes de llegar a la costa de esa isla el barco naufragó,
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pero ninguno de los trinitarios perdió la vida. Tan pronto como fue posible Sánchez retornó a América, pasando por Estados Unidos y estableciéndose en Curazao hasta que el presidente Manuel Jiménes dictó la amnistía, poco después de haber sucedido a Santana, en agosto de 1848. En el exilio recibió la infausta noticia del fusilamiento de su tía María Trinidad Sánchez y de su hermano Andrés, acusados por el Gobierno de conspiración. En Curazao Sánchez se sostenía dando clases de español y de otras asignaturas, protegido por amigos de su compañero venezolano Juan José Illás. Estableció relaciones matrimoniales con Leoncia Rodríguez, quien le dio una hija y falleció al poco tiempo. Al retornar al país, en 1848, Sánchez formalizó matrimonio con su antigua novia Balbina Peña, su compañera hasta el final. Desde que retornó al país, Sánchez se puso a las órdenes del presidente Jiménes y fue designado comandante de armas de Santo Domingo. Encontrándose en esa posición sobrevino la invasión de Faustin Soulouque, presidente de Haití, en marzo y abril de 1849. El jefe del ejército dominicano, Antonio Duvergé, sufrió algunas derrotas ante las tropas haitianas, lo que fue aprovechado por los partidarios de Santana para desacreditarlo y desobedecer sus órdenes. La población de la ciudad de Santo Domingo cayó en el pánico por estimar que nada pararía a Soulouque. En el Congreso, Buenaventura Báez promovió la designación de Santana como jefe del ejército, contraviniendo la postura de Jiménes. El intento que este hizo de ponerse al frente de las tropas también se saldó en el fracaso, víctima del sabotaje de los fieles de Santana. Sánchez acompañó a Santana durante unos días. Sin embargo, parece que surgieron divergencias entre ellos por motivos desconocidos, y en el momento en que se inició la batalla de Las Carreras, el 21 de abril, Sánchez se había retirado hacia Santo Domingo. Aunque se devolvió al teatro de los hechos tan pronto oyó las descargas de cañón, llegó después de concluida la batalla. A pesar de que cuatro años antes Santana había hecho asesinar a su tía y a su hermano, en ese momento Sánchez tuvo cuidado en no hostilizarlo. Se vio obligado a pactar con la política conservadora prevaleciente como precio para poder mantenerse en el interior del país. No obstante, se negó a secundar el golpe de Estado que dirigió Santana
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contra el presidente Jiménes, y prefirió retirarse de la vida política para ejercer el oficio de abogado o defensor público. Es cierto que, durante la breve segunda administración de Santana, en 1849, Sánchez aceptó el cargo de procurador fiscal de Santo Domingo, posición en la que se vio obligado a ser acusador del general Antonio Duvergé en el primer sometimiento a juicio que le hizo Santana, quien le había tomado animadversión por haberse opuesto al golpe de Estado. Sánchez y Duvergé siguieron siendo amigos, a pesar de este acto odioso de Santana. Movido por esa actitud cautelosa, y aunque retirado al ejercicio de la profesión, en 1853 Sánchez publicó el artículo “Amnistía”, en el que felicitaba a Santana por su disposición de permitir el retorno de todos los perseguidos políticos a raíz de tomar la presidencia por tercera vez, y lo elevaba a la condición de héroe máximo de la nación. Esa decisión de Sánchez de enaltecer a Santana le ha valido duras críticas. Sin duda Sánchez se resignó a insertarse en el orden de cosas existente, pero ello no significa que abdicara de sus posiciones esenciales en los objetivos nacionales. Parece haber llegado a la conclusión de que el país no estaba preparado para un orden democrático y que había que garantizar metas factibles, sobre todo salvaguardar la independencia de la República. CON BÁEZ Cuando Santana expulsó a Buenaventura Báez, en 1853, y se abrió una pugna feroz entre ambas figuras, Sánchez, al igual que Duvergé, se puso del lado del segundo. El baecismo fue en esos años el medio de acción que encontraron todos los adversarios del despotismo de Santana. Los baecistas más entusiastas fueron los jóvenes cultos de convicciones liberales de la ciudad de Santo Domingo. Sánchez se colocó del lado que estimó más afín con sus posiciones, por lo que se comprometió con Báez cuando vio que podía cuestionar la autoridad de Santana. Debió ponderar su decisión de incursionar de nuevo en la política, pues estaba penetrado –y lo seguiría estando hasta su muerte– de un agudo sentimiento de desengaño. Pero pudieron más el sentido del deber y la vocación de entregarlo todo al bien de la patria, prendas máximas de su grandeza.
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Se involucró en la conspiración de 1855, dirigida por Pedro E. Pelletier y Pedro Ramón de Mena con el fin de derrocar a Santana y traer de vuelta a Báez. El 25 de marzo de ese año hubo un conato de rebelión que fracasó. Poco después, Duvergé, Tomás de la Concha y otros fueron fusilados por orden de Santana, quien volvía a hacer uso de sus atribuciones omnímodas. Sánchez fue expulsado de nuevo, por ser reconocido como opositor de Santana, aunque todavía no era exactamente baecista. Fue durante su segundo exilio en Curazao cuando estableció relaciones sólidas con Báez, quien advirtió la importancia de contar con un partidario de su estatura. El retorno de Báez se facilitó por el acuerdo al que llegó con el cónsul de España, Antonio María Segovia, mientras se encontraba exilado en Saint Thomas. La beligerancia de Segovia se debía a que Santana estaba orientado a una anexión a Estados Unidos, propósito que se empezó a delinear a través de un tratado por medio del cual se arrendaba la península de Samaná. Y si República Dominicana caía bajo la tutela norteamericana, como era el interés de Santana, los intereses de España en Cuba se verían afectados. Con el fin de socavar el acercamiento de Santana hacia Estados Unidos, Segovia dispuso que todos los dominicanos que así lo quisieran podrían hacerse ciudadanos españoles. Los baecistas aprovecharon la oportunidad para ampararse detrás de su condición de súbditos españoles y realizar una oposición sin correr riesgos. Esto creó un estado de cosas que Santana no podía controlar. Tras renunciar Santana y ocupar la presidencia Manuel de Regla Mota, Sánchez pudo retornar al país, en agosto de 1856. Y desde que Báez volvió por segunda vez al poder, Sánchez se dispuso a apoyarlo con el fin de desterrar la influencia de Santana. Desechó la candidatura a la presidencia por estimar que Báez era más conocido. El nuevo presidente designó al prócer como gobernador de la provincia de Santo Domingo y comandante de armas de la ciudad, posición en la que se mantuvo en actitud discreta. Cuando José María Cabral condujo preso a Santana desde El Seibo hasta la capital para embarcarlo hacia Martinica, Sánchez lo recibió en su casa y lo trató con consideración.
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El segundo gobierno de Báez enfrentó una sublevación iniciada en Santiago el 7 de julio de 1857 a causa de la emisión de gran cantidad de papel moneda para la compra de la cosecha de tabaco. Los políticos y comerciantes ciabaeños estimaron que el gobierno había agredido los intereses de la región. A los pocos días, casi todo el país se había adherido al gobierno provisional de Santiago, presidido por José Desiderio Valverde, pero las tropas cibaeñas no podían asaltar la ciudad amurallada. El gobierno de Santiago dispuso permitir el retorno de Santana y le entregó la dirección de las tropas que cercaban la capital, en reconocimiento de su capacidad militar. El cerco se prolongó durante casi un año, sin que Santana osara ordenar el asalto de la ciudad. Esto se debía a que Báez contaba con el apoyo de gran parte de la población capitaleña. Al frente de la defensa de la ciudad fueron colocados Francisco del Rosario Sánchez y José María Cabral, quienes desplegaron iniciativas como la ofensiva que los llevó hasta Mojarra pocos días después de estallar la rebelión cibaeña. Luego del combate de La Estrella, cerca de Los Llanos, Sánchez y Cabral se retiraron a Guerra y más tarde a Santo Domingo, limitándose con posterioridad a fugaces incursiones fuera de la muralla. Sánchez renunció a su cargo un día antes de la capitulación de la ciudad, de seguro como parte de los acuerdos entre las partes. Se le dieron garantías de que podría permanecer dentro del país sin sufrir persecución, y volvió al ejercicio de la abogacía, apartado de los asuntos políticos. Al poco tiempo de tomada la ciudad, Santana promovió un pronunciamiento desconociendo el gobierno de Santiago, pese a que había sido electo por los constituyentes de Moca. Desde muy pronto el poder de Santana quedó erosionado a causa de la situación económica, mientras que los baecistas conspiraban y se preparaban para el retorno al poder. Como parte del descontento reinante, en la noche del 30 de agosto de 1859 un grupo de baecistas intentaron un pronunciamiento en Santo Domingo. Sánchez, que estaba sometido a vigilancia desde meses atrás, no tuvo relación con la conspiración, pero Santana estimó que su presencia era peligrosa, por lo que lo extrañó del país por tercera vez.
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CONTRA LA ANEXIÓN El tercer exilio lo pasó en Saint Thomas, donde su existencia estuvo llena de privaciones, sobreviviendo casi en estado de indigencia y gran parte del tiempo enfermo. Desde que se enteró de los planes de Santana para anexar el país a España, tomó la jefatura de la oposición. Báez, por el contrario, prefirió no mostrar desacuerdo, pues calculaba que la anexión iba a ser inevitable y que, ya consumada, sobrevendrían conflictos entre los españoles y Santana, lo que le daría a él la oportunidad de volver a posiciones de mando. Sin embargo, dejó a sus partidarios en libertad de actuar, consciente de que no le era posible evitar que se dispusieran a combatir la anexión. De ahí en adelante se rompieron los vínculos de Sánchez con Báez. La vida política de Sánchez entró en una fase nueva, que lo retornaba a sus orígenes trinitarios y le devolvía la estatura de prócer que personificaba la idea de la libertad. Los lugartenientes de Báez aceptaron la jefatura de Sánchez, pero el movimiento no tenía por objetivo el retorno de Báez y no estaba compuesto exclusivamente por baecistas. Fue Sánchez quien le dio la tónica a los propósitos que se perseguían. Dispuso la formación de una Junta Revolucionaria en Curazao, compuesta en gran parte por baecistas como Manuel María Gautier y Valentín Ramírez Báez. La segunda figura del movimiento era el general José María Cabral, quien, si bien había sido partidario de Báez, en todo momento mantuvo su independencia de juicio y una postura liberal y nacional, como se mostraría en su evolución ulterior. En la Junta se encontraba también Pedro A. Pina, trinitario que se mantuvo firme en todas las luchas nacionales. Fueron varios los textos redactados por Sánchez contra la anexión. En todos hay una vehemente denuncia a Santana como traidor y tirano. La Manifestación que dirigió a los pueblos del sur el 20 de enero se inicia de la siguiente manera: El déspota PEDRO SANTANA, el enemigo de vuestras libertades, el plagiario de todos los tiranos, el escándalo de la civilización, quiere eternizar su nombre y sellar para siempre vuestro baldón, con un crimen casi nuevo en la historia. Este crimen es la muerte
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de la Patria. La República está vendida al extranjero y el pabellón de la cruz, mui presto, no tremolará más sobre vuestros alcázares.
En el mismo manifiesto, el prócer se adelanta a las acusaciones que sabía le haría Santana por haber solicitado apoyo de Haití: He pisado el territorio de la República entrando por Haití, porque no podía entrar por otra parte, escogiéndolo así, además, la buena combinación, porque estoy persuadido que esta República, con quien ayer cuando era imperio, combatíamos por nuestra nacionalidad, está hoy tan empeñada como nosotros, porque la conservemos merced a la política de un gabinete republicano, sabio y justo. Mas, si la maledicencia buscare pretextos para mancillar mi conducta, responderéis a cualquier cargo, diciendo en alta voz, aunque sin jactancia, que YO SOY LA BANDERA NACIONAL.
Otro manifiesto, firmado también por José María Cabral pero de seguro concebido por Sánchez, abordaba las consecuencias de la anexión. En ese texto pone de relieve la concepción social de la libertad que lo ratifica como una personalidad superior en su época. En él analizaba por qué el régimen español resultaba incompatible con los intereses del pueblo dominicano, en especial de sus sectores pobres, y hacía un anuncio profético de lo que significaría la dominación española. La España, dominicanos, tiene que seguir uno de estos dos sistemas para gobernaros: O debe dejaros la libertad civil, la libertad política y la igualdad de que disfrutáis, hace cuarenta años, o debe gobernaros con un sistema de esclavitud civil y política, con sus preocupaciones de raza y con su desigualdad de jerarquías. El primer sistema es imposible, porque implica contradicción con sus propios intereses; el segundo, le es forzoso seguirle para no dar motivos de queja y conservar el equilibrio colonial de Cuba y Puerto Rico. Es verdad, dominicanos, que los primeros días os halagarán con sueldos y con demostraciones de fingida consideración; pero que esto será muy pasajero. Tan pronto como la España asegure su dominación, os veréis sometidos al vilipendio de los impuestos más
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caprichosos y de la desigualdad más chocante; entonces vereís que habréis trocado vuestra bandera en vano, porque seréis españoles como súbditos, pero permaneceréis siempre en calidad de pueblo conquistado, y a quien el temor de volver a pensar en su libertad, hará que el nuevo gobierno adopte las medidas más duras y más vejatorias con tal que le aseguren la presa que desea conquistar. La España no puede dar el mal ejemplo de respetar en Santo Domingo la libertad y la igualdad que proscribe en Cuba y Puerto Rico; entonces vereis que el cambio de bandera solo se ha operado para asegurar el goce tranquilo de unos pocos que van a disfrutar del precio de vuestra libertad. […] la República Dominicana no puede de ninguna manera formar parte integrante de la Monarquía Española: ella no podrá ser más que una colonia, como lo son Cuba y Puerto Rico, es decir: tierra de esclavos, tierra de opresión para todos sus habitantes, tierra de desigualdad para los pobres y los pequeños, tierra de humillación y de desprecio para los que no son nobles, tierra, en fin que no puede convenir sino a los sátrapas que la gobiernan y a los esbirros que recojen las primicias del despotismo, sacrificando toda dignidad personal.
Sánchez captó que el único aliado que tendría el movimiento nacional sería el gobierno haitiano, presidido desde poco tiempo atrás por Fabré Geffrard, quien varió la actitud agresiva de Soulouque, aunque sin reconocer la independencia dominicana. El gabinete de Geffrard estaba dividido entre un sector hostil a los dominicanos y otro que entendía que había llegado el momento de respetar su decisión de vivir aparte de Haití. En esta última posición se distinguió el ministro de Policía, L. Lamothe. Pero la posición de Lamothe era minoritaria, por lo que Sánchez se vio precisado a presentar, el 20 de marzo, un memorándum a los dos ministros con los cuales negociaba, en el que expuso sus concepciones de lo que debían ser las relaciones cordiales entre los dos países que se dividían la isla. Una tradición familiar recoge que en la entrevista que sostuvo con el presidente haitiano, Sánchez le refirió lo siguiente: Presidente, yo fui el instrumento de que se valió la providencia en 1844 para sacudir la dominación haitiana y crear una República independiente. Mas, no lo hice por odio, por algún sentimiento
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innoble o debido a ideas de preocupación social, sino porque creí que constituíamos dos pueblos con caracteres diferentes en todos los órdenes, que somos dos pueblos distintos que podemos formar estados separados, y que la isla es bastante grande y hermosa para compartirla entre ambos, dividiéndonos el dominio de ella. Además, yo en cierto modo consolido con mi acción la independencia de Haití, pues una vez conseguido el éxito de nuestra causa, celebraríamos un tratado que garantizara nuestra mutua vida independiente.. No sería así, cuando España, potencia de primer orden, posea la parte Este de la isla con peligros para ustedes.
EXPEDICIÓN E INMOLACIÓN Finalmente Geffrard aceptó prestar ayuda a Sánchez y se convino que abandonaría Haití y retornaría de manera secreta, de forma tal que el gobierno haitiano no quedara comprometido con la expedición que iba a realizar. Además del permiso para utilizar su territorio, la administración haitiana acordaba proveer armamentos a los revolucionarios dominicanos. Sánchez retornó a Saint Thomas y sus seguidores se fueron congregando en la capital haitiana, provenientes desde Saint Thomas y Curazao. Sus planes fueron apoyados por militares dominicanos que se habían pasado a Haití poco tiempo antes, como Domingo Ramírez y Fernando Tabera. Los jefes baecistas prefirieron permanecer en Port-au-Prince. La expedición traspasó la frontera el 1º de junio, dividida en tres cuerpos. El central iba dirigido por Sánchez y penetró en la zona de Hondo Valle con el fin de atacar San Juan desde el este. El segundo cuerpo iba dirigido por José María Cabral y penetró por Comendador (hoy Elías Piña), teniendo como misión atacar San Juan desde el oeste. El tercer cuerpo estaba bajo el mando de Fernando Tabera y debía tomar Neiba, de donde era oriundo el veterano general. Iba a proteger ese flanco y luego dirigir parte de sus fuerzas en apoyo a Sánchez. Además, la expedición contó con el apoyo de milicianos haitianos de Mirebalais e Hincha, zonas próximas a la frontera. No está claro por qué estos milicianos fueron movilizados, aunque probablemente fue por iniciativa del gobierno de Haití.
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Tabera encontró dificultades, pues no gozaba de popularidad en el Valle de Neiba debido a sus inclinaciones autoritarias y su defección hacia Haití el año anterior. En cambio, Sánchez obtuvo el apoyo de personas de influencia de la Sierra, entre los cuales sobresalía Santiago de Óleo. Por tal razón, no encontró obstáculos, traspasó El Cercado y pudo avanzar hasta Vallejuelo con la intención de caer sobre San Juan. Por su parte, Cabral tomó Las Matas de Farfán sin encontrar gran obstáculo y se preparaba para avanzar sobre San Juan. Mientras tanto Cabral recibió la información de que el gobierno haitiano había decidido retirar el apoyo a los patriotas dominicanos, compelido por las amenazas de una escuadra española que se situó en la bahía de Port-au-Prince. Ante esa situación, procedió a dar marcha atrás sin esperar orden de Sánchez. Unos cuantos de sus subordinados solicitaron autorización para ir a El Cercado a avisar a Sánchez. Al recibir la noticia, Sánchez decidió también retroceder, a pesar de que consideró la posibilidad de ignorar la decisión de la regencia haitiana. Seguramente, la acción precipitada de Cabral lo compelió a ordenar la retirada. Al no haber tropas españolas en la zona, Sánchez y sus compañeros avanzaban confiados, pero fueron sorprendidos por una emboscada tendida por Santiago de Óleo en la loma Juan de la Cruz, cerca de Hondo Valle, el 20 de junio. De Óleo y algunos de sus amigos decidieron traicionar a Sánchez con el fin de evadir responsabilidades en la expedición y no ser perseguidos por el gobierno español. Varios de los patriotas murieron en el acto, otros pudieron escapar, algunos de ellos heridos, mientras que el resto, un último grupo de 20 entre los cuales muchos estaban heridos, cayó prisionero. Sánchez desechó la sugerencia de Timoteo Ogando de huir dejando atrás a sus compañeros heridos, por lo que fue capturado. Los patriotas fueron conducidos a San Juan, donde Santana ordenó que fueran juzgados. En realidad se trataba de un juicio prefabricado, ya que desde Azua, Santana dirigía todo lo que acontecía en San Juan. El segundo cabo Antonio Peláez de Campomanes, el español de más jerarquía en el gobierno, se opuso al juicio por percibir que la condena a muerte de los expedicionarios capturados iba a constituir un precedente funesto que minaría el prestigio de España.
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El juicio careció de probidad. Aquejado de graves heridas, Sánchez se defendió a sí mismo y a sus compañeros, argumentando que no podían ser juzgados por las leyes dominicanas pero tampoco por las españolas, ya que estas últimas todavía no habían entrado en vigencia. Trató de echar sobre sus hombros toda la responsabilidad de la expedición con la esperanza de salvar la vida de sus compañeros. Los términos de su defensa realzan su grandeza. En medio del juicio increpó a uno de sus acusadores, Romualdo Montero, quien había sido uno de los traidores en Hondo Valle, por lo cual las autoridades lo arrestaron y lo sumaron a Sánchez y sus compañeros. También increpó al juez Domingo Lazala, acusándolo de guardarle rencores por motivos personales. Ante las amenazas de este, Sánchez le respondió, desafiante y altivo: “Puesto que está resuelto mi destino, que se cumpla”. A pesar de su templanza de ánimo, el prócer no pudo sino experimentar momentos de amargura. Es lo que explica la misiva a su esposa, aconsejándole que procurara que sus hijos no incursionaran en política y se dedicaran al comercio fuera del país. Para no ser cómplice de la ignominia, uno de los comandantes de las tropas españolas que habían llegado a San Juan días antes, Antonio Luzón, decidió alejarse con su batallón en dirección a Juan de Herrera para realizar ejercicios. Herido, Sánchez debió ser trasladado al lugar del fusilamiento sobre una silla. Inmediatamente antes de caer abatido, en la tarde del 4 de julio de 1861, gritó a todo pulmón “Finis Polonia”, rememorando lo dicho por el general polaco Tadeus Kosciusko. Sánchez, al igual que varios de sus compañeros, murió con la primera descarga. Otros no tuvieron esa suerte y fueron rematados a machetazos y a palos. Observaban la salvaje ejecución, impasibles, los generales anexionistas Eusebio Puello y Antonio Abad Alfau. La majestad mostrada en el juicio y el fusilamiento terminó de equiparar la figura de Sánchez con la libertad de la patria.
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BIBLIOGRAFÍA García, José Gabriel. Rasgos biográficos de dominicanos célebres. 2da ed. Santo Domingo, 1971. García Lluberes, Alcides. Duarte y otros temas. Santo Domingo, 1971. García Lluberes, Leonidas. Crítica histórica. Santo Domingo, 1964. Jiménes Grullón, Juan Isidro. El mito de los padres de la patria. Santo Domingo, 1975. Lugo Lovatón, Ramón. Sánchez. 2 Tomos. Ciudad Trujillo, 1947. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano (18211930). Santo Domingo, 1997. Rodríguez Demorizi, Emilio. Acerca de Francisco del Rosario Sánchez. Santo Domingo, 1976.
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SU DIMENSIÓN Matías Ramón Mella fue una de las figuras de mayor relieve en las luchas patrióticas del siglo XIX. Compañero temprano del padre de la patria Juan Pablo Duarte en los afanes libertarios, se distinguió por una especial capacidad para la acción, que lo llevó a brillar en todos los capítulos de la lucha nacional de su tiempo. Combinó la compenetración con los postulados nacionales y democráticos pregonados por Duarte con la voluntad de hacerlos prevalecer. Compelido por las circunstancias de su tiempo, y al igual que casi todos sus compañeros de la sociedad La Trinitaria, desde cierto momento transigió con el predominio conservador, ocupando funciones estatales entre los años 1849 y 1859. Incluso estableció relaciones personales con Pedro Santana, el prototipo del conservadurismo anexionista; pero no se trató de una debilidad personal, sino del resultado de las circunstancias de su época: para los liberales como Mella, resultaba más adecuado insertarse en la situación política, pese al predominio conservador, que mantenerse aislado. Al igual que otros, no estaba movido por aspiraciones de carrera o por conveniencias, sino por el convencimiento de con su participación en los asuntos públicos contribuía a que el proceso tomara los mejores cauces dentro de lo posible. Puede juzgarse, sin embargo, que esa alternativa dificultó la consolidación de una corriente liberal, lo que retrasó la evolución política del país. Adicionalmente, se pueden advertir fallas en determinadas actuaciones de Mella, quien se involucró en episodios que no tenían relación con una finalidad patriótica. Pero, al igual que para Francisco del Rosario Sánchez, había un límite fundamental en esta cooperación con los conservadores: que se respetara la independencia dominicana. Ese principio hizo que se convirtiera en uno de los adalides de la soberanía dominicana y rompiera relaciones con Santana cuando decidió anexar el país a España.
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INICIACIÓN REVOLUCIONARIA Matías Ramón Mella nació en Santo Domingo el 25 de febrero de 1816, vástago de Antonio Mella y Francisca Castillo, quienes conformaban un hogar típico de clase media. El padre era mercader de profesión. Es poco lo que ha trascendido acerca de su niñez, pero se puede suponer que recibió la educación que podía adquirirse en aquella época. Contrajo matrimonio en 1836, a los 20 años, con Josefa Brea, su compañera en afanes patrióticos, también de familia urbana de clase media. La pareja Mella-Brea tuvo cuatro hijos: Ramón María, Antonio Nicanor, América María e Ildefonso, nacidos entre 1837 y 1850. Uno de ellos, Ramón María, fue un continuador del ejemplo de su padre: sirvió en la Restauración y luego combatió la implantación del gobierno de los Seis Años de Buenaventura Báez para fallecer en prisión en 1868. Un nieto, Julio Antonio Mella, hijo de Nicanor, fue un prominente líder estudiantil revolucionario de Cuba. Los hijos de Mella mantuvieron la tradición patriótica de la familia. Su hermano Ildefonso Mella Castillo lo acompañó en los trajines de La Trinitaria y fue uno de los primeros en protestar contra la anexión a España. Encontrándose en Puerto Plata, recorrió a caballo la ciudad ondeando una bandera mientras gritaba: “Viva la bandera dominicana, pésele a quien le pese”. Más tarde fue remitido preso a Cuba. Dadas sus responsabilidades familiares, Mella se dedicó desde joven a faenas productivas, combinando sus actividades patrióticas y políticas con una vocación constante por el trabajo. En esa época era común que personas del medio urbano se dedicaran a los cortes de maderas preciosas, en especial la caoba. A menudo los cortadores de madera estaban vinculados a posiciones oficiales, ante todo porque la labor requería del recurso de la autoridad. Mella se inició en esa actividad económica en San Cristóbal y la continuó en Puerto Plata después de su retorno del exilio en 1848. Sin embargo, como era usual, tal desempeño no le proporcionó fortuna, sino un nivel de vida modesto. Aunque tal vez no figuró entre los que prestaron juramento el 16 de julio de 1838, al decir del propio Duarte, Mella fue uno de los fundadores de la sociedad secreta La Trinitaria. En todo caso, sobresalió como uno de los activistas más connotados del contingente de jóvenes
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que se propusieron derrocar el yugo haitiano y fundar la República Dominicana. La divisa de su personalidad fue la acción, pero penetrada de las motivaciones excelsas que había predicado Duarte. Precisamente por ello, Mella fue uno de los jóvenes que se inició en las luchas patrióticas teniendo por enseña el culto a la personalidad del padre de la patria. HACIA EL 27 DE FEBRERO Duarte y sus compañeros lograron crear en el ánimo de muchos dominicanos la convicción de que era factible lograr la independencia. Es lo que explica que estuvieran preparados cuando se iniciaron pugnas por el poder entre sectores dirigentes de la sociedad haitiana. Desde inicios de la década de 1830, en la Cámara de Diputados de Haití surgió una oposición liberal contra el presidente Jean Pierre Boyer. Casi todos los delegados del Departamento del Sur formaban parte de esta oposición, que tenía por base social a un segmento del mismo sector mulato dirigente. Boyer procedió a destituir a algunos de los liberales electos, principalmente Hérard Dumesle y David Saint Preux, con lo que su gobierno adoptó tintes dictatoriales no disimulados. Los jefes liberales acudieron a la conspiración con el objetivo de derrocar a Boyer. Enterado de los planes de los liberales haitianos y dando muestras de lucidez sobre lo que debía ser el proceso de preparación de las condiciones para la independencia dominicana, Duarte decidió entablar una alianza con ellos. El padre de la patria debió calcular que la caída del régimen de Boyer daría lugar a un agravamiento de los conflictos en el interior de Haití y debilitaría el Estado haitiano. En esa tesitura y conscientes de que se avecinaban grandes acontecimientos, los trinitarios entablaron relaciones con haitianos liberales que residían en la ciudad de Santo Domingo. Duarte envió a Mella a Les Cayes, bastión de la oposición liberal haitiana, con el fin de ofrecer apoyo y coordinar actividades. Mella llegó a la ciudad meridional de Haití un día antes de que se iniciara la sublevación contra Boyer, pero tuvo tiempo para entrevistarse con algunos dirigentes políticos liberales de esa ciudad. Para facilitarse libertad de movimientos, se hospedó en la casa de Maximilien de Borgella, quien había establecido
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amistad con su familia mientras desempeñaba la función de gobernador de Santo Domingo. Por esos días, a finales de enero de 1843, en la finca Praslin, propiedad de Charles Hérard (Riviere), situada en los alrededores de la ciudad de Les Cayes, estalló el movimiento insurreccional denominado La Reforma. Al cabo de mes y medio de operaciones militares en la dilatada península del sur de Haití, las tropas de Boyer acabaron siendo derrotadas, lo que determinó la huída del dictador y la instalación de Charles Hérard como presidente provisional. Puede inferirse que los trinitarios y los liberales haitianos de la ciudad de Santo Domingo no disponían de mucha fuerza, pues tuvieron que esperar a que llegaran las noticias de que Boyer había presentado renuncia para iniciar una sublevación a favor de La Reforma. En realidad, mucha gente se tiró a la calle espontáneamente cuando se supo de los acontecimientos en la capital haitiana. Pero los trinitarios se pusieron al frente de las manifestaciones, con lo que se convirtieron en los representantes de los anhelos de la población. Mella fue uno de los que sobresalieron en los acontecimientos que llevaron a la capitulación de las autoridades boyeristas de Santo Domingo. Por eso fue designado, junto a Duarte, miembro de la Junta Popular de Santo Domingo, órgano local de poder en el que coexistieron trinitarios y liberales haitianos. Rápidamente las relaciones entre los dos sectores se deterioraron. Los trinitarios pasaron a realizar una propaganda independentista casi abierta, y sobre la base de esa prédica ganaron en Santo Domingo las elecciones locales celebradas el 15 de junio. En este momento se consumó la ruptura entre liberales haitianos (reformistas) y los liberales dominicanos (trinitarios), al igual que entre estos últimos y los conservadores dominicanos, quienes se propusieron a partir de entonces separarse de los haitianos a través del protectorado y su posterior anexión a Francia, por lo que fueron designados como afrancesados. La importancia de Mella en los acontecimientos se aprecia de nuevo en la decisión de Duarte de enviarlo a hacer propaganda independentista al Cibao. En ese momento se debatía quién obtendría la representación del pueblo dominicano, abriéndose un antagonismo entre liberales y conservadores. La misión de Mella consistió en obtener el mayor número de adhesiones entre las personas de significación social y política de
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las ciudades cibaeñas, centrando sus acciones en San Francisco de Macorís y Cotuí. Algunos conservadores dominicanos delataron a las autoridades haitianas los propósitos de los trinitarios, por lo que, a principios de julio, el presidente Hérard estimó necesario realizar una marcha de intimidación. Por cada localidad que pasaba, hacía arrestar a los sospechosos de albergar intenciones independentistas. Mella fue detenido en San Francisco de Macorís en una redada de patriotas y remitido a Port-au-Prince. Cuando estimó que había sido superado el peligro de un estallido independentista, a mediados de septiembre de 1843, Hérard ordenó que los dominicanos apresados fueran liberados. El presidente haitiano llegó a la conclusión equivocada de que los dominicanos carecían de la fuerza necesaria para hacerse independientes. Podía partir del cálculo de que la población dominicana ascendía a unas 135,000 personas, frente a unas 800,000 en Haití. Hérard también debió calcular que las medidas represivas que había aplicado bastaban para aplacar la agitación, por lo que prefirió concentrarse en la solución de otros problemas que estimaba más apremiantes para su supervivencia en el poder. Los partidarios de Boyer maniobraban para retomar el mando, lo que hizo que Hérard dejara de prestar atención a lo que sucedía en la lejana, pobre y poco poblada “Partie de L´Est”, hecho que benefició a los trinitarios. Mella reinició sus labores en pro de la independencia y tomó iniciativas por su cuenta. La más importante, por lo que indican los documentos, fue propugnar por una alianza con los conservadores. Al hacer balance de la redada practicada por Hérard, llegó a la conclusión de que el sector liberal carecía de la fuerza necesaria para derrocar por sí solo al dominio haitiano. Inicialmente, Francisco del Rosario Sánchez, quien había quedado al frente de los trinitarios tras la salida de Duarte, se opuso a este planteamiento, intentando que la declaración de independencia fuera hecha por los trinitarios por separado. Finalmente Sánchez fue convencido de la pertinencia de la alianza, por lo que retomó la colaboración con Mella. Este último había establecido relaciones con Tomás Bobadilla, uno de los conservadores de más prestancia, quien también había llegado a la conclusión de que procedía superar las divergencias con los “muchachos”, puesto que ninguna de las dos
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partes tenía la capacidad de impulsar la independencia sin el concurso de la otra. La incidencia de Mella en el acuerdo entre liberales y conservadores lo llevó a ser uno de los inspiradores del Manifiesto del 16 de Enero de 1844, documento que exponía los motivos de la independencia de Haití. El contenido del documento fue primero discutido entre Sánchez y Mella, quienes luego lo presentaron a Bobadilla, a fin de que le introdujera correcciones y ampliaciones, en reconocimiento a su experiencia y capacidad intelectual y porque actuaba como el representante de los sectores sociales superiores. En los días previos al 27 de febrero, tras el acuerdo entre liberales y conservadores, Mella tuvo participación en todo lo que se tramaba. Fue de los primeros en presentarse la noche del 27 de febrero a la Puerta de la Misericordia, donde se había dado cita el contingente que participaba en la conspiración independentista. Al apreciar vacilaciones, decidió disparar el célebre trabucazo, que obligó a los presentes a mantenerse en sus puestos. Algunos de los asistentes recordaron que Mella acompañó el trabucazo de malas palabras, lo que desmiente la versión de que el disparo fuera accidental. Manuel Dolores Galván relata que antes de lanzar el trabucazo expresó: “No, ya no es dado retroceder: cobardes como valientes, todos hemos de ir hasta el fin. Viva la República Dominicana”. Un hecho aparentemente tan trivial como un disparo fue decisivo en la culminación de lo planeado para la noche del 27 de febrero. DE VUELTA AL CIBAO El 28 de febrero se constituyó la Junta Central Gubernativa, primer gobierno dominicano, donde Mella quedó como vocal. La primera misión que se le encomendó fue marchar hacia el Cibao, con el fin de dirigir la defensa frente a los haitianos y proceder a la organización del nuevo Estado en esa región, la más importante del país desde el punto de vista de la riqueza económica y la cuantía de su población. Con el grado de coronel y delegado de la Junta, Mella se propuso organizar la defensa alrededor de Santiago, epicentro de la región. Tenía conciencia de que si esa ciudad caía se le abriría el camino a los haitianos
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para marchar sobre Santo Domingo. Al llegar, sustituyó a su comandante de armas y captó que faltaba gente para la defensa, por lo que dejó un cuadro de mando y un plan de combate antes de marchar hacia San José de las Matas, principal localidad de lo que se conocía como La Sierra, a fin de hacer reclutamientos. También dejó instrucciones para obligar a los personajes influyentes de la Línea Noroeste que aún vacilaban a subordinarse al gobierno dominicano, evitar acciones de poca monta contra los haitianos y concentrar todos los recursos en la defensa de Santiago, puesto que resultaba la posición de más fácil defensa. Ponderaba, además, que Santiago estaba lejos de la frontera, por lo que llegar hasta allí implicaba marchas agotadoras y dificultades de abastecimiento. Al abandonar Santiago en dirección a La Sierra, Mella no calculó la capacidad de maniobra del enemigo. El gobernador del Departamento del Norte de Haití, general Louis Pierrot, dispuso el avance de 10,000 hombres sobre Santiago a marchas forzadas. Esto se facilitó por el hecho de que no registró casi ninguna oposición a causa de la superioridad numérica y de la directriz de Mella de concentrar todos los recursos disponibles en Santiago. Mella había dejado el mando de la ciudad en manos del francés José María Imbert, residente en Moca, quien tenía formación militar. Las previsiones tomadas por Mella y la competente dirección de Imbert dieron por resultado que el 30 de marzo se infligiese una derrota aplastante a los haitianos, quienes tuvieron cientos de muertos, mientras que, al parecer, pocos dominicanos perdieron la vida. El desconcierto para los haitianos fue tan grande que Pierrot aceptó una tregua y decidió retornar precipitadamente a Cabo Haitiano cuando le fue mostrado un volante que recogía la falsa noticia de que el presidente Hérard había muerto en Azua. Esta retirada garantizó la seguridad del Cibao. En abril y mayo Mella se dedicó a consolidar la defensa de la región y dispuso el avance de las tropas dominicanas hasta la frontera. Como representaba a los liberales, enfrentó la oposición de sectores conservadores de la región, quienes obedecían a la orientación de la mayoría de la Junta Gubernativa. Pero Mella obtuvo un amplio apoyo, lo que era una señal de que en el Cibao las posiciones liberales hallaban mayor acogida que en Santo Domingo. La capital era el foco del grupo conservador, como residencia de los sectores dirigentes provenientes de la colonia.
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Por otra parte, en la Banda Sur subsistían relaciones sociales que en gran medida tenían origen en los tiempos coloniales, sobre todo la ganadería extensiva. En cambio, en los alrededores de Santiago se había ido desarrollando la producción de tabaco que permitía la aparición de un campesinado vinculado al mercado y de una clase media urbana más moderna y dinámica que la existente en Santo Domingo. A pesar de ese contexto social favorable, las dificultades que confrontaba Mella se agudizaron después de que Duarte impulsó la expulsión de los conservadores de la Junta Gubernativa en junio de 1844. Como lo expone Federico García Godoy en su novela histórica Rufinito, los sectores conservadores del Cibao se dedicaron a intrigar y a relacionarse con Santana, en quien depositaban su confianza. Ante tal situación de divergencias, los trinitarios, que controlaban el gobierno tras la expulsión de los conservadores, decidieron enviar a Duarte al Cibao, a fin de reforzar la autoridad de Mella. Este promocionó que Duarte fuera recibido en forma apoteósica en todas las poblaciones que iba atravesando. En Santiago la tropa y el pueblo reunidos aclamaron a Duarte como presidente de la República. Tal vez Mella promovió el pronunciamiento, aunque no cabe duda que Duarte era considerado como el padre de la patria y operó como intérprete de un sentir popular, contrario a lo que han afirmado algunos historiadores, que sostienen que los trinitarios carecían de influencia en esos álgidos momentos. Varios historiadores también han criticado a Mella por haber encabezado la proclama de Duarte como presidente, con el argumento de que fue un acto improvisado y el primero de los pronunciamientos ilícitos que darían lugar posteriormente a las contiendas civiles. En realidad, la proclama respondía a un criterio bien definido que tenían los trinitarios acerca de su jefe y maestro. Adicionalmente, en esos momentos Mella y otros liberales entendían que la suerte de la República corría peligro, lo que justificaba que Duarte fuera elevado al mando supremo. Ellos estimaban imperativo enfrentar los manejos antinacionales de los conservadores, que por todos los medios querían que el país pasara a ser una colonia encubierta de Francia. Por otra parte, no se pretendía establecer una dictadura ilegal, pues la presidencia de Duarte se consideró siempre como provisional, sujeta a posterior consulta con la población, de acuerdo con las concepciones democráticas de los trinitarios.
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Lejos de haber sido un error, la proclama de Duarte a la presidencia enaltece la memoria de Mella; muestra que captó en toda su intensidad la grandeza del padre de la patria y lo que representaba contra el anexionismo de los conservadores. Mella evidenció estar dotado de ideas superiores y dio muestras de arrojo y audacia, rasgos que le permitieron un protagonismo práctico sin igual en la lucha por la independencia. Empero, la proclama de Duarte a la presidencia careció de consecuencias prácticas en la resolución del debate que enfrentaba a conservadores y liberales. El 12 de julio, Santana marchó sobre la ciudad de Santo Domingo, donde no encontró oposición, y al otro día dio un golpe de Estado. Cuando se conocieron los cambios acaecidos en Santo Domingo se debilitó la posición de Mella. Los conservadores cibaeños arreciaron la conspiración y los liberales se encontraron sin condiciones para enfrentar la implantación de la dictadura de Santana. De todas maneras, al inicio Mella logró mantener la fidelidad de las principales autoridades, pero su situación se tornaba cada vez más inestable. A pesar de su peso económico y demográfico, la región del Cibao carecía de mecanismos de poder, sobre todo en el aspecto militar, al no existir sistemas de mando que pudieran competir con los de Santo Domingo. Una parte considerable de sus dirigentes –aunque no eran partidarios de Santana y los conservadores–, llegaron a la conclusión de que resultaba imposible oponerse a ellos, porque se introducía el riesgo de una guerra civil, en la que probablemente serían derrotados y abrirían las puertas al retorno de los haitianos. El temor de los dirigentes cibaeños a la guerra civil, que los llevó a inclinarse por un acuerdo con la autoridad establecida en Santo Domingo, significó la derrota de la región frente al centralismo de Santo Domingo, lo que se reiteraría en ocasiones ulteriores. Sometido a la presión de algunas figuras prestigiosas de la zona, Mella decidió ir a Santo Domingo a negociar con Santana a nombre del Cibao. Al llegar, a finales de agosto, fue de inmediato reducido a prisión, lo que dio la señal para que todas las autoridades cibaeñas decidieran acatar la autoridad de Santana. La hostilidad hacia Mella fue encabezada por el general Francisco A. Salcedo (Tito), pero otras figuras con postura dubitativa, como el general Antonio López Villanueva, decidieron plegarse a la Junta conservadora. De hecho, nadie osó prestarle apoyo a Duarte después de que Mella abandonó Santiago.
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CON SANTANA Mella fue deportado a Europa junto a los otros trinitarios que habían escenificado hasta el final el conflicto con los conservadores. Se estableció en Puerto Rico, en espera el desarrollo de los acontecimientos. Al igual que otros, retornó al país en ocasión de la amnistía del presidente Manuel Jiménes, en 1848. Casi inmediatamente después de retornar, Mella se incorporó a la administración pública, dado el deseo de Jiménes de contar con el respaldo de sus antiguos compañeros de La Trinitaria. Pero, por razones no claras, se mostró hostil con Manuel, anatematizado en forma caricaturesca por supuesta ineptitud. Cuando el presidente haitiano Soulouque inició su ofensiva, en marzo de 1849, Mella encabezó una tropa enviada hacia la frontera para hacerle frente. Forzado a retirarse hasta Azua, aconsejó a Antonio Duvergé continuar la retirada hacia Baní. Dos semanas después, Santana ocupaba la jefatura del ejército por imposición del Congreso. Mella tomó parte en el combate de Las Carreras, en uno de los principales puestos de mando. Tras propinar la célebre derrota a las tropas haitianas, Santana desconoció al gobierno de Jiménez. Mella se vinculó a Santana, quien lo nombró su secretario particular. Al igual que Sánchez, Mella visualizó que no había posibilidad de reconstituir un agrupamiento liberal, por lo que creyó necesario integrarse a la política vigente. Ahora bien, los dos próceres tomaron posturas en gran medida divergentes en la política de la época: mientras Sánchez se asoció con Buenaventura Báez, Mella mantuvo una relación constante con Santana. Mella llegó al error de secundar al autócrata en la orientación de asociar la suerte del país con la protección de una potencia. Esa posición abre una etapa difícil de evaluar de la vida de Mella, que como parte del equipo dirigente que rodeaba a Santana, mantuvo silencio ante las actuaciones despóticas del gobernante. Sin embargo, no renunció a sus concepciones liberales; aun cuando llegó a aceptar el establecimiento de un protectorado, en todo momento lo condicionó a que se respetara el status independiente del Estado. En la primera administración de Buenaventura Báez, Mella fue designado secretario de Hacienda, posición en la que se mantuvo por breve tiempo. Por razones que no están claras, no estableció buenas
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relaciones con el mandatario y se retiró a la vida privada en Puerto Plata, donde montó un corte de caoba. Cuando Santana retornó al poder, denunció a Báez y lo desterró, Mella se puso de parte del primero. MISIÓN EN ESPAÑA La actuación más importante de Mella durante esos años fue la misión diplomática ante el gobierno español, con el fin de que aceptara hacerse cargo de un protectorado sobre la República o, en caso de no interesarle, que hiciera un reconocimiento diplomático. Mella creía que los planes de Soulouque constituían un peligro real e inminente, y que al país no le quedaba otra salida que obtener la protección de una potencia. En la memoria colectiva seguía vivo el pánico que produjo la invasión del jefe haitiano en 1849, y los informes que llegaban a la capital dominicana indicaban que en cualquier momento se produciría una nueva invasión. Se puede colegir que en este temor radicaba la base del acuerdo de Mella con la jefatura de Santana, quien era visto como garantía de la independencia frente a las agresiones del Estado haitiano. A mediados de diciembre de 1853, Mella se embarcó hacia Puerto Rico, donde obtuvo credenciales del gobernador, y de ahí continuó hacia España. Llegó a la antigua metrópoli a inicios de febrero de 1854 y durante los meses siguientes sostuvo negociaciones con funcionarios de Madrid, sin consecuencia alguna. En ese momento España no tenía interés en hacerse cargo de un protectorado sobre República Dominicana, y se negó a reconocer la independencia por considerar que no le acarreaba ventajas. Mella argumentó a los funcionarios españoles que mediante el protectorado sobre República Dominicana se consolidaría la posesión de Cuba y Puerto Rico. Estos argumentos indican que, al menos en ese momento, carecía de una concepción de solidaridad con los pueblos antillanos. La misión de Mella en pos del protectorado español constituye el episodio más controversial de su vida, puesto que entraba en flagrante contradicción con los postulados nacionales del liberalismo. Es posible que, en medio de su tarea, él captara la ambivalencia de lo que hacía, de lo que hay señal por la prisa que tuvo desde cierto momento en retornar al país.
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A fines de mayo abandonó Madrid y llegó enfermo a Santo Domingo en los primeros días de agosto. Días después recibió votos para la vicepresidencia. EN LA REVOLUCIÓN DE 1857 Al retornar de España, Mella pidió que se lo comisionara en Puerto Plata, a fin de poder atender su corte de caoba; tras declinar el nombramiento de secretario de Guerra fue designado comandante de armas de esa plaza. Aceptó poco después el puesto de gobernador de La Vega y se hizo uno de los consejeros de Santana en los momentos en que era atacado por el cónsul español Antonio María Segovia. Esta hostilidad de España se debió a que, al fracasar la misión de Mella en Madrid, Santana orientó la búsqueda de protección hacia Estados Unidos. Alarmada, España consideró que debía reconocer la independencia dominicana, a fin de evitar que el país cayera en la órbita de Estados Unidos, lo que podría tener efectos perjudiciales para la estabilidad de su dominio sobre Cuba, isla que los norteamericanos aspiraban anexarse. En 1856, el cónsul español Antonio María Segovia dispuso que los dominicanos que lo quisieran se inscribiesen como súbditos españoles, lo que puso en jaque al régimen de Santana. Los partidarios de Báez se inscribieron en el consulado y se ampararon en su condición de españoles para desplegar una oposición activa. En un momento se propuso a Mella para que ejerciera la dictadura a fin de contrarrestar al cónsul español, pero no aceptó. En cambio, él abogó por expulsar a Segovia, propuesta que Santana desestimó. Se refiere que en esa ocasión Mella exclamó: El Gobierno Constitucional tiene fuerza bastante en la ley para hacerse respetar y salvar la Nación. Yo, Gobierno, cojo a Segovia, lo envuelvo en su bandera y lo expulso del país.
En el proceso de renuncia de Santana, Mella fue propuesto para la vicepresidencia, lo que indica la importancia que había adquirido entre sus seguidores. Este, sin embargo, prefirió a figuras de mayor confianza,
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como Felipe Alfau. Fue designado Manuel de Regla Mota, pero tuvo que renunciar al poco tiempo para cederle el paso a Báez. Desde que volvió por segunda vez a la presidencia, Báez dispuso el arresto y expulsión de Santana, mas permitió que casi todos sus partidarios permanecieran en el país. Mella se mantuvo en Puerto Plata, alejado de los asuntos públicos y concentrado en su corte de madera. El 7 de julio de 1857, al año de que Báez volviera al poder, estalló en Santiago una rebelión que desconoció su autoridad. Se estableció un gobierno en Santiago y sus tropas avanzaron con rapidez por todo el país. Uno de los escasos puntos donde los cibaeños pudieron ser contenidos fue en Samaná, cuya defensa estuvo a cargo del general Emilio Parmantier. Las fuerzas atacantes se mostraron impotentes para expulsar a los baecistas. El cerco a la amurallada Santo Domingo y los combates en Samaná fueron las acciones que concentraron la atención del gobierno de Santiago. La dirección del cerco de Santo Domingo fue encomendada a Santana, mientras Mella fue destinado a Samaná, tras ser designado secretario de Guerra por el presidente José Desiderio Valverde en febrero de 1858. En mayo Mella desalojó a los baecistas de Samaná. Aunque no coincidieron en combate frontal, la Revolución de 1857, puso en bandos contrarios a Mella y a Sánchez, este último con el cargo de gobernador de Santo Domingo del gobierno de Báez. RUPTURA CON SANTANA Mella se mantuvo relacionado a Santana después que tomó la presidencia de la República por última vez en agosto de 1858, tras la huida de Báez. A pesar de la consideración que le había mostrado el presidente Valverde, Mella apoyó el golpe de Estado de Santana, quien lo nombró de nuevo comandante de armas de Puerto Plata. Pero las relaciones entre ambos empezaron a deteriorarse a consecuencia de las gestiones para anexar el país que desplegaba Santana, con las cuales Mella mostró desacuerdo. En enero de 1860 Santana dispuso la deportación de Mella hacia Saint Thomas. En esa pequeña isla Mella experimentó terribles padecimientos de enfermedad y pobreza y, apremiado por necesidades, aceptó pequeñas ayudas del gobierno. Después de un tiempo, se le permitió retornar al país.
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Cuando se hizo patente que la anexión era inminente, Mella reiteró su desacuerdo y anunció que no acataría la disposición, y de nuevo fue apresado y deportado. Desde un barco inglés, intentó iniciar un movimiento armado en Puerto Plata días después de proclamada la anexión. En carta a Santana del 3 de julio de 1861 le expresó: Ha llegado el caso de recordarle por medio de esta carta que no soy súbdito de Su Majestad Católica ni he trocado ni deseo trocar mi nacionalidad por otra alguna, habiendo jurado desde el día 27 de febrero de 1844 ser ciudadano de la República Dominicana, por cuya independencia y soberanía he prestado mis servicios, y ofreciéndolos cuando mi escasa capacidad y poco valimiento me lo han permitido. Por idénticas razones jamás me ha ocurrido pensar, menos pretender, ser general español, cuyo título en mí, como general dominicano que ningún servicio he prestado a España, fuera un sarcasmo que poniéndome en ridículo, me haría a la vez objeto de discreta desconfianza entre los mismos españoles.
En la carta Mella le advertía al autócrata anexionista: “Cumpliré con mi deber del modo que me sea posible, siempre como hijo y ciudadano de la República Dominicana”. Con esta declaración ante la traición de Santana, recobró su estatura de prócer. No pudo alistarse a la expedición de Sánchez a causa de su mal estado de salud. VICEPRESIDENTE RESTAURADOR Después del fusilamiento de Sánchez, Mella se mantenía atento a la evolución de los acontecimientos, buscando la forma de reiniciar la lucha contra el dominio español. En dos ocasiones intentó ingresar al país por Puerto Plata, pero fue sorprendido por las autoridades. Se puede entender que el 15 de agosto de 1863, un día antes del grito de Capotillo, ingresara al territorio nacional tras haber hecho el simulacro de aceptar la ciudadanía española. A los pocos días de llegar a Puerto Plata se unió a las tropas restauradoras y fue requerido por el gobierno formado en Santiago a mediados de septiembre. Desde su inicio, el gobierno nacional de Santiago le encomendó tareas de primera importancia, en reconocimiento de su capacidad militar
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y sus méritos patrióticos. En los primeros días de 1864 fue designado ministro de Guerra. En tal calidad fue comisionado como delegado del gobierno en el sur, misión que aceptó pese a su deteriorado estado de salud, consciente de las dificultades que enfrentaba la guerra nacional en la región. Hizo el trayecto a San Juan a través de Jarabacoa y Constanza en febrero de 1864. No le pudo cumplir su cometido, a causa de la resistencia que le opuso el general Juan de Jesús Salcedo, Perico, un sujeto carente de cualquier condición patriótica. Mella permaneció solo unos días en su destino y tuvo que retornar a través de abruptos caminos en Haití. Ese viaje agravó su salud, carcomida por el cáncer. El gobierno de Santiago tuvo que enviarle una litera para que pudiera llegar a la ciudad. Desde antes de hacerse cargo del Ministerio de Guerra, trazó orientaciones para las operaciones contra las tropas españolas. Había observado que los encuentros frontales llevaban a la derrota de los dominicanos, como le había ocurrido al presidente José Antonio Salcedo, Pepillo, en San Pedro, en enero de 1864. Emitió una circular relativa al empleo del método guerrillero. En el texto, que condensaba su genio militar y su compenetración con el medio dominicano, argumentaba que las desventajas en organización y armamentos obligaban a los dominicanos a adoptar una táctica de guerra de guerrilla, adelantándose a las exposiciones teóricas sobre esta táctica. Algunos de los puntos principales de su extraordinario texto son los siguientes: Nuestras operaciones deberán limitarse a no arriesgar jamás un encuentro general, ni exponer tampoco a la fortuna caprichosa de un combate la suerte de la República; tirar pronto, mucho y bien, hostilizar al enemigo día y noche; interceptarles sus bagajes, sus comunicaciones, y cortarles el agua cada vez que se pueda […]. Agobiarlo con guerrillas ambulantes, racionadas por dos, tres o más días, que tengan unidad de acción a su frente, por su flanco y a retaguardia, no dejándoles descansar ni de día ni de noche, para que no sean dueños más que del terreno que pisan, prendiéndolos siempre que se pueda […]. No dejarlo dormir ni de día ni de noche, para que las enfermedades hagan en ellos más estragos que nuestras armas; este servicio lo deben hacer sólo pequeños grupos de los nuestros, y que el resto descanse y duerma.
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Si el enemigo repliega, averígüese, ese bien, si es una retirada falsa, que es una estratagema muy común en la guerra; si no lo es, sígasele en la retirada y destaquen en guerrillas ambulantes que le hostilicen por todos lados; si avanzan hágaseles caer en embocadas y acribíllese a todo trance con guerrillas, como se ha dicho arriba, en una palabra, hágasele a todo trance y en toda la extensión de la palabra, la guerra de manigua y de un enemigo invisible.
Después de retornar del sur fue designado vicepresidente de la República, pero el agravamiento de su enfermedad le impidió desempeñar funciones. Al poco tiempo quedaba postrado en su pobre morada de Santiago, construida apresuradamente después del incendio que sufrió la ciudad. En el lecho de muerte tuvo la satisfacción de recibir la visita de Duarte, tras 20 años sin verse; se reencontraban en el fragor de una guerra que daba plena razón a los postulados que ambos habían defendido. Antes de morir, Mella pidió que su cadáver fuera envuelto en la bandera dominicana. Expiró en la cama el 4 de junio de 1864, con tal temple como si lo hubiera hecho en combate. Al advertir la llegada del momento final sacó fuerzas para exclamar “Viva la República Dominicana”. BIBLIOGRAFÍA Academia Dominicana de la Historia. Homenaje a Mella. Santo Domingo, 1964. Cruz Sánchez, Filiberto. Mella. Biografía política. 2da ed. Santo Domingo, 1999. García, José Gabriel. Rasgos biográficos de dominicanos célebres. Santo Domingo, 1971. Jiménes Grullón, Juan Isidro. Sociología política dominicana. Vol. I. Santo Domingo, 1975. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano (18211930). Santo Domingo, 1997. Rodríguez Demorizi, Emilio. Antecedentes de la Anexión a España. Ciudad Trujillo, 1955.
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Rodríguez Demorizi, Emilio. Actos y doctrina del gobierno de la Restauración. Santo Domingo, 1963. Soto Jiménez, José M. Semblanzas de los adalides militares de la independencia. (Santo Domingo), s. f.
MARÍA TRINIDAD SÁNCHEZ LA HEROÍNA DE FEBRERO
LAS PERSISTENTES FACETAS SOCIALES DE LA COLONIA En la colonia española de Santo Domingo, desde muy pronto, se originaron realidades sociales con escasos parangones en el entorno de las islas antillanas. Desde el mismo siglo XVI había tomado un rumbo que no se correspondía con el papel que terminó asignándosele a las islas, consistente en la producción a gran escala de géneros agrícolas de exportación sobre la base del trabajo esclavo. A diferencia de las posesiones inglesas y francesas, en Santo Domingo se modeló una estructura sociodemográfica en la que la mayor parte de la población no estaba compuesta por esclavos, sino por libres de color. Esta composición fue producto de la pérdida de contenido de la economía esclavista desde finales del siglo XVI, situación que se vio potenciada por las Devastaciones, en 1605, de las villas que se encontraban en la porción occidental de la isla, con el fin de extirpar el contrabando que sus habitantes realizaban con mercaderes holandeses. El establecimiento de enemigos de España en los territorios despoblados, pocas décadas después, trajo consigo la exacerbación de la decadencia económica, la casi desaparición de la esclavitud organizada en los procesos productivos y la reducción de sus habitantes a niveles exiguos. Aunque a partir de la década de 1730 la población y la economía entraron en una fase de recuperación que se prolongó hasta 1790, los rasgos patriarcales sobrevivieron a causa de la imposibilidad de que se reconstituyera una economía esclavista intensiva. Si bien a instancias del relativo crecimiento entraron numerosos esclavos desde la vecina colonia francesa, casi siempre se asociaban a las tareas de los hatos ganaderos, principales explotaciones económicas, en los que primaba la captura o cacería de reses y no tanto su cría organizada. Los sectores dirigentes de la ciudad de Santo Domingo no lograron acumular excedentes económicos que les permitieran fundar haciendas agrícolas para la exportación, sustentadas en el trabajo multitudinario y cruel de esclavos. 257
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Contrariamente a la economía agrícola de plantación, en los hatos ganaderos de Santo Domingo, amos y esclavos convivían en la cotidianidad, empeñados en tareas bastante parecidas, realizadas en un esquema de cooperación. De esta modalidad de relación de producción surgió un patrón de mestizaje que impactó las manifestaciones culturales. Con el fin de ascender socialmente y desprenderse de su condición, los esclavos se apropiaban de usos de los amos con el beneplácito de estos últimos. Este trasiego social tuvo por consecuencia la gestación de patrones culturales criollos compartidos, que en varios aspectos trascendían las exclusiones, desigualdades y diferencias que caracterizaban las relaciones entre sectores étnicos y sociales en las economías de plantación. El componente más acusado de esta comunidad cultural fue la consolidación de la primacía de los mulatos en la composición demográfica del país, sector que asoció su suerte al suelo de la isla, en el cual comprendía que existían las mejores condiciones para sobrellevar una vida con cierta autonomía social. Entre 1795 y 1801 la modorra patriarcal experimentó las primeras sacudidas a resultas del Tratado de Basilea, mediante el cual España cedió a Francia su posesión de Santo Domingo. En adelante, los dominicanos tuvieron que hacerse cargo de su destino, librando luchas por la libertad e igualdad contra poderes externos. El paso a la soberanía francesa y los múltiples acontecimientos que acarreó generaron un estado de inestabilidad crónica que tuvo por eje las injerencias de Haití en los asuntos internos del país. Concomitantemente con la crisis del orden colonial se fueron gestando parámetros de la conciencia nacional: el reconocimiento colectivo se trocó en ansia creciente por la autodeterminación, como mecanismo de resistencia frente a la opresión. Las intervenciones haitianas constituyeron el factor clave que accionó sobre la decadencia de las relaciones coloniales. Tanto en 1801 como en 1822, los invasores haitianos abolieron la esclavitud. Las interferencias haitianas tuvieron un efecto paradójico sobre el colectivo, ya que despejaron obstáculos de la ideología colonial que todavía se interponían para que se completara la formación de un concepto de igualdad que trascendiera la pertenencia a grupos étnico-raciales. A resultas del Tratado de Basilea y las amenazas haitianas, muchos amos abandonaron el territorio de la isla, lo que significó el debilitamiento de la producción ganadera organizada y
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un proceso suplementario de igualación social. De tal manera, los rasgos patriarcales encontraron renovados recursos de supervivencia en una comunidad que cayó en una extrema pobreza. Este prolongado estado de cosas explica que la generalidad de la población recibiera con tranquilidad a los invasores haitianos dirigidos por el presidente Jean Pierre Boyer, en enero de 1822. Durante su gobierno se entró en una fase de lenta recuperación económica y demográfica, sustentada en la generalización del campesinado como clase productora. Este grupo se encontraba en una posición ideal de autonomía social a causa de la política agraria del régimen haitiano y la débil incidencia de los sectores urbanos ligados al comercio y al Estado. Para la mayoría campesina, la cuestión nacional quedaba sumergida debajo de su interés por la autonomía social. Seguían siendo en extremo reducidos los sectores urbanos potenciales portadores de una conciencia nacional con el sentido moderno instaurado por la Revolución Francesa. LA MUJER EN LA HISTORIA Acorde con los moldes sociales de la época, la que hoy se denomina vida pública estaba reservada para un sector minúsculo de la población. Los campesinos, jornaleros, libertos y esclavos llevaban una existencia al margen de actividades de ese género. Las aspiraciones de esos grupos no tenían connotaciones exactamente políticas, sino que se reducían en lo fundamental a la búsqueda del libre albedrío, la autonomía social y la igualdad jurídica. Los campesinos y, en general, las clases inferiores, en la medida de lo posible tomaban distancia del poder con el fin de salvaguardar un estilo de vida sustentado en la libertad personal. Los regímenes republicanos, precisamente, tuvieron que ajustarse a este talante social del campesinado, pues cada vez que se intentaba vulnerarlo sobrevenían conflictos, como aconteció en 1863. En consecuencia, el poder era débil e interfería poco en el estilo consuetudinario de vida de los humildes. El universo social dominicano estaba segmentado entre un polo de poder que acaparaba el espacio público, y la masa campesina, a la que se veía como objeto pasivo y que se encontraba desconectada de la
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intervención en la política. Al mismo tiempo, la fuerza de los hábitos patriarcales facilitaba el ascenso social de personas de origen humilde. Este tipo de dualidad, a su manera, se repetía en las relaciones entre los géneros. Como es propio de las sociedades clasistas y estatales, en Santo Domingo los procesos de la vida social de hombres y mujeres mostraban particularidades significativas. El género femenino se encontraba casi siempre ausente de los hechos que, superficialmente, se identifican con la marcha de la historia. Todavía hoy, en la práctica, en muchos historiadores predomina la visión de que lo único que alcanza “dimensión histórica” es el ámbito de la vida de los personajes importantes, sobre todo en el área estatal. Un enfoque más adecuado de la historia se centra en la vida social y sus determinantes. En primer término, concebida con mayor tino, la historia es la del pueblo, visto como la totalidad de la población y de los sectores sociales en que está dividido. Si bien no puede descartarse el estudio de las instituciones de poder y de los sectores sociales vinculados a ellas, se establecen las conexiones de estos con el conjunto de la realidad social. Desde esa perspectiva, la historia pone el énfasis en la explicación racional de causas y consecuencias de los procesos, y no tanto en la narración de los hechos; va al fondo de los fenómenos, para situar el centro del análisis en la vida social, al tiempo que concede la debida importancia a la política. Visto así el proceso histórico, resultan falaces las manidas expresiones de historiadores tradicionales acerca de “pueblos sin historia” o “grupos humanos sin historia”, en sí mismas contradictorias. En verdad, todo lo humano es histórico y no existen jerarquías de importancia entre pueblos y sectores sociales. Por consiguiente, se requieren reescrituras de la historia, de forma tal que ingresen a ella los “sin historia”, aquellos que no producen documentos, al menos en cantidades significativas, y cuyas actuaciones y mentalidades no han sido registradas por las crónicas de los historiadores o han sido objeto de malentendidos, deformaciones o abiertas falsificaciones. El género femenino ocupa un espacio de primera importancia en esta exigencia, por constituir la mitad de la humanidad que ha sido apartada en buena medida de la narrativa histórica por obra de los mecanismos sociales que la han postergado a condiciones de inferioridad.
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En esta tarea de revisión histórica el objetivo central no debe estribar en resaltar los aportes de las mujeres en la política; se trata, más bien, de estudiar las áreas en que ellas operaban y visualizar su importancia en la vida social. Cuando Voltaire enumeró los componentes de lo que vendría a ser la visión novedosa de una “historia de la civilización”, opuesta a la historia política centrada en los actos de los príncipes y las “locuras” como las guerras, colocó en primer lugar la “vida en los hogares”. Si se reflexiona acerca de cómo se produce la socialización de los seres humanos, es obvio que el hogar tiene la primacía. Ahí la mujer desempeña una función cardinal en todos los sentidos, que comienza por la compactación familiar, la transmisión de tradiciones y conocimientos, la preparación de los alimentos y el cumplimiento de exigencias para la subsistencia; asimismo, en el hogar las mujeres ejercen una influencia que sella la existencia social colectiva, porque tienen a su cargo la formación de los niños. LA MUJER DOMINICANA Por ausencia de estudios especializados, todavía resulta prematuro trazar características de la vida tradicional de la mujer dominicana. Sin duda se produjeron cambios importantes a lo largo del tiempo, además de notables diferencias que separaban los estilos de vida de las mujeres de los estratos superiores respecto a los de las libres de color y esclavas. Por ejemplo, muchas esclavas del medio urbano se dieron a conocer como “ganadoras”, en referencia a que disponían de una libertad de movimientos que les permitía ejercer actividades por su cuenta, entre las cuales se hallaba la prostitución, motivadas por el incentivo de reunir una suma de dinero que les permitiera comprar su libertad y la de sus hijos. No obstante esa falta de conocimientos, se pueden trazar algunos patrones generales acerca de la vida social de la mujer dominicana de épocas anteriores. Ante todo, su existencia en el entorno hogareño se encontraba rígidamente subordinada a la voluntad de los hombres, fueran padres o esposos. Pero, como contrapartida, la mujer tenía un peso extraordinario en el espacio doméstico, por la escasa atención que le concedía el hombre. Dada la frecuencia de las uniones libres por
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efecto de las características de la cultura criolla, la mujer representaba la continuidad del hogar, así como su estabilidad; en rigor, el hogar se identificaba con la mujer y no con el hombre, quien dedicaba el grueso del tiempo a faenas fuera del mismo, a menudo variaba de esposa o alternaba con otras mujeres. Cuando se producía la ruptura del vínculo matrimonial, era casi siempre la mujer la que permanecía en la casa. Incluso está registrado que cuando una mujer joven enviudaba y volvía a contraer matrimonio, era frecuente que el nuevo consorte se trasladara a la vivienda de ella. Al margen de las peculiaridades de los diversos tipos de hogares, era siempre ella quien aseguraba el funcionamiento del colectivo familiar y operaba como eslabón de cohesión. Esto significaba, entre otras cosas, que, como parte de las claves de la vida cotidiana, la mujer debía llevar a cabo su existencia fundamentalmente dentro de un horizonte hogareño, dedicada sobre todo a quehaceres domésticos. De crónicas y recuerdos familiares se deriva que muchas mujeres optaban por salir lo menos posible de la vivienda, y reducían su sociabilidad a la obligada misa semanal o a la visita de alguna amiga o familiar vecina. Es probable que tal restricción no fuera solo producto de la imposición de los hombres por fuerza de las costumbres, sino también por elección de las propias mujeres, quienes contribuían a la gestación de esquemas culturales. En su propia perspectiva del ideal de la sociedad tradicional, las mujeres concebían sus expectativas vitales constreñidas a la condición de madres y consortes sumisas. Ello significa que no solamente la mujer no participaba en el restringido espacio de vida pública, sino que, con excepción de algunas esclavas, tenía una intervención subordinada en las faenas productivas. En el espacio urbano, la participación productiva de la mujer era nula, dada la ruptura entre el hogar y el centro de trabajo. En el entorno rural, las mujeres raramente se trasladaban a las tareas productivas lejanas del hogar. El trabajo del hombre era, por definición, cosa ruda, no apta para la mujer. A lo sumo, la mujer campesina ayudaba al hombre en tareas accesorias que se facilitaban por la proximidad entre el bohío y el conuco. Allí, la mujer podía realizar algunas actividades, aunque se concentraba en tareas como la preparación de los alimentos y la fabricación de artesanías.
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De lo anterior se desprendían actitudes constantes en los mecanismos de esparcimiento o la prioridad de áreas de la cultura espiritual en la vida femenina. Hombres y mujeres de sectores populares compartían el fandango, pero no las mujeres de la clase superior. Ellas no iban nunca a la gallera, el punto por excelencia de la diversión masculina; en cambio, frecuentaban los templos mucho más que los hombres y hacían de lo religioso el ámbito preferido de su existencia espiritual. Aun en el medio urbano, muy pocas mujeres superaban un nivel rudimentario de educación, si bien está suficientemente establecido que desde la época colonial no pocas mujeres poseían un grado mínimo de instrucción para asegurar la educación de los niños en el hogar o en las contadas escuelas que existían. De todas maneras, fue solo tras la independencia de 1844 cuando algunas mujeres empezaron a descollar en el magisterio. Todavía primaban las barreras que estatuían que a una mujer le resultaría nocivo alcanzar un nivel educativo avanzado. En el siglo XIX no había mujeres con profesiones universitarias. Las escasas mujeres que sobresalían por el nivel de cultura tenían que ocuparse del magisterio o de la actividad literaria, concebida como exteriorización intimista, algo admitido como acorde con los preceptos de lo femenino. Las poetisas decimonónicas lograron expresar los ideales femeninos de la cultura, con lo que revelaban una estructura moral diferente a la de los hombres. En una época en que la definición de cierto ideal de masculinidad se concretaba en la participación en acciones bélicas, para las mujeres, que las resentían más intensamente, la paz pasó a ser uno de los anhelos para el advenimiento de una vida mejor. Este papel que desempeñaban las mujeres en la formación de la descendencia y su talante moral llevaron a Luperón a insertar una encendida apología en sus Notas autobiográficas. En cuanto a la mujer, es un gran tipo de dulzura exquisita, de ternísima bondad y de sublime heroísmo. La mujer dominicana es consorcio indefinible de belleza y de candor, de honestidad y de encanto. Eterno y amoroso sueño de nuestra azarosa vida, que ha suavizado nuestro carácter, amenizado nuestras constantes desventuras […].
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La mujer dominicana es el tipo más tierno y más perfecto de la madre, de la compañera constante y sufrida, ya en la dicha, bien en medio de la adversidad. Dado el poderoso influjo que ella ejerce en el sexo fuerte, hay que pensar que la regeneración de la República Dominicana está en sus manos, inculcando en el corazón de las generaciones los más saludables sentimientos […].
Con estas líneas, el prócer de la Restauración mostraba que su remembranza trascendió con mucho a su persona y a los simples hechos políticos, al ser capaz de captar profundidades de la vida social. Sobre la base de la constatación de este papel social aparentemente oculto, Luperón extrajo un desideratum acerca del reconocimiento de la acción bienhechora de la mujer como parte de los contornos de la sociedad a la que se debería aspirar. Siempre reposará el porvenir de las naciones en la voluntad de las mujeres, más que en la sabiduría de los legisladores. Sólo ellas están llamadas a formar el corazón de los pueblos, así como a formar el corazón de los niños […]. Son ellas las que pueden conducir sin dificultad las generaciones a la libertad, a la justicia, a la igualdad de derechos, a la abolición de la guerra y al descubrimiento de todas las verdades físicas y morales […].
Estas expresiones no respondían a un imaginario personal, sino que recogían un sentir extendido entre los hombres, contrapartida consciente del machismo generalizado, aunque únicamente adquiriera expresiones deliberadas en sujetos cultos y de sólida contextura. LA FAMILIA SÁNCHEZ María Trinidad Sánchez mostraba una personalidad concordante con los estereotipos de la época que, como se ha visto, excluían a la mujer de la política. Sin embargo, por ser tía de Francisco del Rosario Sánchez, desempeñó un papel inusual en los procesos que desembocaron en la
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consecución de la independencia. Como es sabido, a su sobrino le correspondió dirigir el pronunciamiento del 27 de febrero de 1844. Pero el papel de María Trinidad Sánchez no fue ajeno a que ella y demás integrantes de su familia encarnaban los procesos sociales y culturales que se estaban produciendo durante las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX. Este carácter representativo le confiere valor a la historia familiar de los Sánchez, mejor conocida que la generalidad por estar asociada a la memoria de Francisco del Rosario Sánchez, lo que llevó a sus descendientes a mantener un cúmulo de informaciones orales que fueron recogidas en textos por Socorro Sánchez y Juan Francisco Sánchez, hermana e hijo del fundador de la República. Aunque la memoria oral no se adentra en las profundidades del siglo XVIII y está salpicada de inexactitudes, permite inferir aspectos reveladores de la evolución de la familia Sánchez, como prototipo de los procesos macrosociales que se llevaban a cabo en la época. Algunos datos pudieron consignarse gracias al temprano renombre de Sánchez. Por ejemplo, se ha podido establecer la condición social de los primeros Sánchez gracias a que Narciso Sánchez, padre de Francisco del Rosario y hermano de María Trinidad, vivió hasta 1872. Tenía la piel oscura, por lo que durante la colonia podía ser identificado alternativamente como moreno o como pardo, denominaciones de los descendientes de europeos o los mezclados con descendientes de europeos. Las informaciones familiares, aunque de seguro sesgadas, no ocultan que Fernando Sánchez, padre de Narciso y María Trinidad, tenía cercanos antepasados esclavos. Igualmente sintomática es la presumible condición de la madre: de acuerdo con la tradición oral, su nombre era Isidora Alfonseca, pero en los registros demográficos de la Iglesia está consignada como Isidora Ramona. Esto significa que no fue registrada con un apellido o que se le dio como apellido un segundo nombre. De tal apellido en el registro eclesiástico puede inferirse, a pesar de mencionársela como parda, que se trataba de una liberta, que tal vez recibió la manumisión justo al nacer, como se estilaba dentro de los patrones patriarcales de esclavitud. Estos antecedentes no obstaculizaron que Fernando Sánchez se insertara en los procesos de promoción social que podían seguir al logro de la condición de libre. Registra también la tradición de la familia que Fernando se dedicó a administrar hatos y otras propiedades rústicas de
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grandes propietarios que abandonaron la isla tras el Tratado de Basilea de 1795. Ahora bien, aunque tal ocupación denotaba una promoción social, no significa que tuviera por resultado un enriquecimiento personal. Las informaciones testamentarias de su hijo Narciso indican que contrajo matrimonio sin aportar bienes, señal de que probablemente no recibió herencia alguna de su padre. En la época casi no había ricos, a excepción de un número reducidísimo de terratenientes, profesionales, funcionarios, sacerdotes y comerciantes, que llevaban una vida modesta. Un segundo capítulo conocido de promoción social lo protagonizó Narciso Sánchez: por una parte, mantuvo la ocupación del padre de administrar hatos de ausentes y de propietarios residentes en Santo Domingo, al tiempo que pasó a desempeñar otras actividades; era tablajero y tratante de ganado, ocupaciones que, aunque se vinculaban con personas humildes, tenían un ingrediente urbano. Esto le permitía a Narciso entablar relaciones amistosas con propietarios de tierras asimilados a la condición de blancos. Tal entorno cultural le abrió la vía para contraer matrimonio con una mujer de tez clara –aunque calificada de “parda libre” en el acta de nacimiento–, Olaya del Rosario, de padres criollos de la villa de San Carlos, con probables antepasados canarios. Con el tiempo, Narciso logró hacerse propietario de un hatillo en El Seibo y de un fundo en Los Alcarrizos. El matrimonio con una mulata de piel clara le abría a un moreno posibilidades adicionales de promoción social. Se trataba, por lo demás, de un tipo de relación poco frecuente, ya que el primer grado de la mezcla de sectores étnicos se producía casi siempre entre un europeo o descendiente con una esclava o morena libre. Está consignado que Narciso, a quien se le apodaba Seño Narcisazo, era un personaje bien conocido en la ciudad por su sentido del humor y su condición de trabajador responsable. Los apócopes de siño, seño, señó o ñó se utilizaban en la época, de acuerdo con César Nicolás Penson y Lugo Lovatón, para dirigirse a morenos que gozaban de la estima de propietarios blancos. El hecho de que Narciso Sánchez contrajera matrimonio revela un esfuerzo de acoplarse a los preceptos formales del estamento dirigente. Poco antes de entrar en relación de concubinato con Narciso, Olaya del Rosario había tenido un hijo, Andrés, nacido en 1815, producto de una breve relación con un español de apellido Zorrilla, según la tradición oral. Como han referido personas ancianas, aunque en principio el
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concubinato en una mujer indicaba una procedencia humilde, no necesariamente era así, pues era común que mujeres de estratos urbanos de clase media aceptaran ese tipo de vínculo matrimonial. Dos años después de nacer Francisco, su primogénito, Seño Narcisazo aceptó el ruego de su hermana María Trinidad de contraer matrimonio, con el fin de que el hijo fuera reconocido como legítimo, condición de importancia en los patrones culturales y sociales de los sectores urbanos dirigentes. El mismo nombre del niño revela ambigüedad, porque se le puso el apellido de la madre delante del de su padre, fórmula común en los hijos naturales, apellido que luego quedó como segundo nombre, cuando su padre contrajo matrimonio. Como lo aclaró Vetilio Alfau Durán, sus nombres y apellidos correctos son Francisco del Rosario Sánchez del Rosario. Consciente del valor de tener una profesión, Narciso Sánchez procuró que cada uno de sus hijos dominara uno diferente como recurso para labrarse un porvenir digno. Era de rigor, como parte de los compromisos del matrimonio, que le confiriera su apellido a Andrés, quien, a instancias de su padre adoptivo, escogió el oficio de herrero; varios de sus hermanos se hicieron músicos. Francisco del Rosario Sánchez protagonizó un tercer capítulo de promoción social en su entorno familiar. Aunque se inició con oficios modestos, a semejanza de su padre, como “peinetero en concha”, el futuro fundador de la República mostró interés por la superación cultural, expresión de su pertenencia a la clase media, de los procesos sociales que se estaban produciendo durante la ocupación haitiana, y de la evolución particular de su entorno familiar. Eso explica que Francisco pudiera frecuentar el círculo de jóvenes cultos dirigido por Juan Pablo Duarte, cuyo propósito propendía a la formación de un Estado soberano. Al igual que el padre de la patria, Sánchez tomó clases de inglés con Mr. Groot y asistió a las clases de latín y filosofía de Nicolás Lugo y Gaspar Hernández. Gracias a la educación que recibió en el hogar y a su inteligencia, descolló en el selecto círculo de jóvenes intelectuales, compuesto casi exclusivamente por blancos, formó parte del cuadro fundador de la sociedad secreta La Trinitaria y, a la larga, cuando se pasó a la lucha abierta contra la dominación haitiana, fue el discípulo más sobresaliente de Duarte. Ese nivel cultural superior y su protagonismo en el proceso político le permitieron a Sánchez lograr un nuevo estudio de promoción social.
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Cuando las condiciones políticas lo hicieron factible, y tras realizar los estudios de rigor, recibió el nombramiento de defensor público, equivalente a abogado. Su biógrafo Ramón Lugo Lovatón considera que la preferencia por mujeres blancas no pudo ser fruto de la casualidad, sino que formaba parte de un ímpetu familiar por “mejorar la raza”. Dentro de la familia también descolló con posterioridad Socorro Sánchez, una de las ocho criaturas de Seño Narcisazo, quien llegó a ser una de las maestras de más renombre en las últimas décadas del siglo XIX. LA LARGA VIDA DE LA HEROÍNA María Trinidad Sánchez, recordada por su semblante dulce y tranquilo, fue, en cierta manera, una mujer típica de su época, pues en ella se conjugaron algunos de los patrones sociales arriba señalados para el género femenino dominicano. Pero habría que hacer la salvedad de que Trinidad, como era conocida por todos, formó parte de cierto tipo de mujer que, aunque común, no era el más frecuente. Lugo Lovatón la define como persona de “un humor muy especial y amiga de frases sentenciosas y de raras anécdotas”. Tal vez sus atributos principales residieron en la religiosidad y en la responsabilidad en el trabajo con el fin de alcanzar una vida digna. Del conjunto de relatos familiares es factible inferir que el ascenso social protagonizado por Seño Narcisazo estuvo fuertemente influido por el talante de su hermana. En primer lugar, sobre la base de su acendrada religiosidad, ella logró convencer al hermano de que contrajera matrimonio eclesiástico, uno de los aspectos que distinguía a los sectores medios y superiores de la población. Trinidad, segunda de tres hermanos, nació el 16 de junio de 1794, un lustro después que Narciso y un año antes del Tratado de Basilea que dio inicio a las vicisitudes del colectivo dominicano que precipitaron la toma de conciencia nacional. En sus cinco décadas de existencia sobresalieron las actividades religiosas, al grado de que Juan Francisco Sánchez, nieto de su hermano, recoge que se la consideraba una beata. Como expresión de la fuerza de las costumbres, en medio siglo de vida
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nunca abandonó la ciudad, actitud normal en muchas mujeres de la época. Pertenecía a una sociedad de la parroquia del Carmen, templo del vecindario donde vivía. Vestía normalmente un hábito de esa virgen, con el cual realizaba frecuentes penitencias que llamaban la atención de sus vecinos. Es de notar que, en su origen en el siglo XVII, la iglesia del Carmen fue concebida como capilla de una cofradía de esclavos, función que debió prolongarse durante el siglo XVIII. Esta relación se correspondía con la condición modesta de Trinidad, quien habitaba en un bohío de tablas en la parte meridional de la calle de la Luna, que en la actualidad lleva el nombre de Sánchez. En la época colonial, la porción occidental de la ciudad servía de residencia a personas pobres o humildes, pues la mayor parte de las construcciones eran de tablas y yaguas y se encontraban intercaladas con solares que se utilizaban como pequeños conucos. Con el tiempo, Trinidad entabló una relación intensa con las monjas del convento de Santa Clara, situado en la franja oriental de la ciudad amurallada. El vinculo con estas puede indicar que Trinidad había logrado reconocimiento social gracias a su laboriosidad y acendrada religiosidad. Tal vez por esa razón nunca contrajo matrimonio. Los recuerdos familiares no aclaran, empero, si se abstuvo de toda forma de vínculo matrimonial, aunque es probable, dado su misticismo. Como parte de esa contextura, se preocupó por llevar una vida digna, por lo que se dio a conocer como una de las costureras con mejor dominio del oficio en la ciudad. La preocupación que tendían a asumir las mujeres por la reproducción cultural, junto a un ideal de superación social y espiritual de la descendencia, los aplicó Trinidad en su sobrino Francisco, a quien hizo objeto de sus preferencias. En cierta manera, actuó como una segunda madre de sus sobrinos, al colaborar activamente en todos los asuntos hogareños, hombro con hombro con su cuñada. La crónica familiar da cuenta de que la educación inicial recibida por el futuro trinitario se debió a los afanes, en el estricto horizonte hogareño, de la madre y la tía. En medida considerable, la tía también incidió en la vida ulterior del joven, puesto que “siempre fue mujer de numerosas y magníficas amistades con las cuales se relacionó Francisco”.
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FEBRERISTA Como era de rigor, Trinidad no debía tener interés en la política. Sin embargo, no es de dudar que compartiera el punto de vista de su hermano contra la dominación haitiana. La posición social de Narciso Sánchez, protagonista, como se ha visto, de procesos de promoción desde la fase colonial, explica su hostilidad al gobierno haitiano instaurado en 1822, no obstante las medidas que tomó a favor de esclavos y libertos. A pesar de su origen humilde, Narciso frecuentaba sectores encumbrados, lo que lo llevó a compartir sus puntos de vista. Lugo Lovatón asegura que “le tenía cariño a España”, entre otras cosas porque su padre Fernando “vivía satisfecho y en paz cuando gobernaban los ‘blancos’ que emigraron al invadir Louverture”. De ahí que cuando, en 1824, la promulgación de medidas tendentes a la destrucción de la gran propiedad ganadera tradicional, dio lugar a una abortada rebelión contra el régimen haitiano, Narciso Sánchez se incorporara a la conspiración a través de Agustín Acosta, uno de los cabecillas. Las autoridades se enteraron de la trama por la delación de un sujeto a quien Narciso había puesto al corriente de algunos planes. Por tal razón, fue apresado junto a otros conspiradores; pero mientras varios recibieron condenas, Narciso solo fue objeto de una amonestación severa por no haber comunicado lo que sabía. En adelante Narciso Sánchez se circunscribió a la vida cotidiana, como casi toda la población, pero sus puntos de vista debieron influir en su hijo Francisco, aunque de manera relativa. El padre, si bien partidario de la ruptura con Haití, no llegó a tener una concepción nacional, ya que estaba embargado de escepticismo acerca de la potencialidad política del pueblo dominicano. Refiere la tradición que, con motivo de nombramientos en cargos públicos de importancia de personas carentes de mérito, le expresó al hijo: “Convéncete, Francisco; esto podrá ser país, pero nación, nunca”. Tal convicción explica que no volviera a involucrarse en asuntos políticos y que, incluso, de manera implícita llegara a albergar ciertas ilusiones en la anexión de 1861, no obstante el fusilamiento de su hijo en los inicios. Trinidad se involucró activamente en la lucha que llevó a la fundación de la República el 27 de febrero de 1844. No fue la única mujer que tomó parte en el magno evento, lo que se puede comprender a la luz del consenso al que habían llegado los sectores urbanos sobre la conveniencia
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de la ruptura con Haití. Ahora bien, como lo destaca Vetilio Alfau Durán, en la pléyade de las febreristas, Trinidad ocupó el lugar más destacado. Otras mujeres que participaron en los preparativos del 27 de febrero o en acciones posteriores fueron Concepción Bona, Manuela Diez, Rosa Duarte, Baltasara de los Reyes, Josefa Pérez de la Paz, Ana Valverde, María de Jesús Pina, las hermanas Villa y Juana Saltitopa. Se puede llegar a la conclusión de que el protagonismo excepcional de Trinidad se debió a la condición de tía de quien quedó al frente de los afanes conspirativos de los jóvenes liberales demócratas de la antigua sociedad La Trinitaria. Eso es indudablemente cierto, ya que Trinidad se integró a los trabajos a través del sobrino, pero no lo explica todo, pues su participación no puede reducirse a un apoyo accidental y pasivo. En realidad, ella estaba exteriorizando las convicciones patrióticas que formaban parte del acervo cultural que le permitió a Francisco del Rosario Sánchez un papel político tan relevante. Desde el mismo momento en que Francisco Sánchez fue objeto de persecución por las autoridades haitianas, contó con la ayuda de su tía. Poco después de abandonar su casa, tras un breve refugio donde las hermanas Alfonseca, íntimas de sus padres, se ocultó en la morada de Trinidad, donde se enfermó, circunstancia que le permitió difundir el rumor de que había fallecido. Fue en esa casa donde el doctor Manuel Guerrero curó al jefe de los trinitarios. El acosado conspirador aprovechó un aljibe oculto en el patio para refugiarse cuando las autoridades requisaban la vivienda. Pero decidió abandonar el hogar de Trinidad, consciente de que sus perseguidores sospechaban que se encontraba en él, y tuvo que cambiar de escondite en varias ocasiones. Eso no fue óbice para que la tía siguiera visitándolo cuando resultaba factible, empeñada en colaborar con la lucha patriótica. Durante los meses previos a la independencia, cuando se puso en claro para la generalidad de la población que estaba planteado tal objetivo, Trinidad pasó a tener mayor peso en las actividades conspirativas, momento en que de seguro ninguna otra mujer lo hacía de manera tan activa y responsable. Se colige que, simplemente, formó parte del colectivo como un comprometido más. Es lo que explica que después que el líder trinitario cambió de escondite, la tía siguiera ocupada en llevar mensajes y ayudar a moverlo de un sitio a otro.
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Más aún, al llegar el momento para el golpe contra la dominación haitiana, Trinidad se encargó de confeccionar cápsulas para los escasos armamentos que tenían los conjurados. Tomó parte en los preparativos del pronunciamiento, y la noche del 27 de febrero, según refiere el trinitario José María Serra, “en sus propias faldas conducía pólvora” para distribuirla entre los que se presentaron en el Baluarte del Conde con armas de fuego. La tradición familiar también refiere que, por ser costurera, precipitadamente cosió una bandera, agregándole una cruz blanca al pabellón haitiano, antes de que llegara la hecha por Concepción Bona. Ciertamente, el 27 de febrero de 1844 fue un día muy especial, en el que se dieron cita centenares de personas de la ciudad, incluidos ancianos, mujeres y jóvenes. Lograda la Separación, las mujeres retornaron a la cotidianidad, aunque se mantenía el peligro de ataques haitianos. De todas maneras, ya no se hacía necesaria la participación tan activa de mujeres, por lo que Trinidad, al igual que otras, desapareció de las huellas dejadas por las crónicas. Eso no quiere decir que quedara en plena pasividad, pues lo acontecido el 27 de Febrero de 1844, está recogido de manera mucho más detallada que los hechos posteriores. Como es sabido, los trinitarios fueron derrotados por los conservadores anexionistas, en julio de 1844, y Francisco Sánchez fue deportado junto a sus principales compañeros, acusados de traición a la patria. Pedro Santana, gracias a su prestigio militar, pasó a ejercer una dictadura como líder de la camarilla conservadora de partidarios del protectorado de Francia. Esta dictadura quedó legalizada por el artículo 210 de la Constitución promulgada en San Cristóbal en noviembre de 1844, el cual estipulaba que el presidente podía acaparar plenos poderes cada vez que considerase que el país se encontraba en situación de peligro. CONSPIRACIÓN CONTRA EL MINISTERIO La persistente disposición a la acción de Trinidad queda demostrada con motivo de su participación en la conspiración que se fraguó en la ciudad de Santo Domingo a partir de los últimos días de 1844, con el fin de lograr el retorno de los trinitarios desterrados pocos meses antes. Diversas personas se habían acercado a Santana para interceder a favor
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de los jóvenes liberales, ante lo cual el tirano respondía que no le era posible por no permitírselo los integrantes de su gabinete, según él, partidarios de mantener fuera a los proscritos. Es cierto que la Constitución recién promulgada estipulaba que los actos del presidente, en su condición de titular del Poder Ejecutivo, debían ser refrendados por el ministerio. Sin embargo, es evidente que él era el artífice de la proscripción de los líderes trinitarios y que al respecto no tenía divergencias con sus ministros. El tirano, simplemente, pretendía evadir responsabilidades en la situación para hacerse lo más simpático posible, subterfugio que también formaba parte de los inicios de la sorda rivalidad que comenzaba a sostener con Tomás Bobadilla, quien entonces dirigía los actos cotidianos del gobierno, al grado de conocérsele como el “ministro universal”. Santana, sin embargo, pretendía un poder personal absoluto, de tal forma que los ministros se le subordinaran a plenitud. La respuesta que daba a las solicitudes indica que ya estaba maniobrando sigilosamente para recortar la potestad de sus asociados conservadores. Poco más de dos años después, la pugna de intereses se focalizaría entre Santana y Bobadilla, en la que el primero quedó triunfador. Mientras tanto, a finales de 1844, esas respuestas suscitaron esperanzas de que sería factible revertir la situación imperante nada menos que con ayuda de Santana. Con sus ardides, el tirano estimuló un movimiento que partía de un acto de ingenuidad: la pretensión de conseguir el retorno de los trinitarios sobre la base de lograr el derrocamiento del ministerio y la ampliación de las potestades de Santana. Se planeaba producir en la Plaza de Armas un pronunciamiento contra el gobierno, tendente a derrocarlo. Quienes se opusieran, deberían ser eliminados de inmediato. No hay claridad acerca de si, además de las que fueron descubiertas, había involucradas otras personas en la conjura. Se especuló que detrás de los conjurados se encontraban algunos funcionarios de alto nivel, entre ellos el ministro de la Guerra, Manuel Jiménes, quien nunca fue partidario de Santana y disputaba posiciones a Bobadilla. Se sabe que María Trinidad Sánchez, su sobrino Andrés Sánchez y varias personas más, entablaron contactos con militares activos, quienes estuvieron de acuerdo en comprometerse, bajo el entendido de que se depondría a los ministros y se atribuirían facultades dictatoriales a Santana. Esta
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coincidencia indica que el tirano había podido confundir a los descontentos, para echar sobre sus subordinados la culpa que a él mismo le correspondía. Manuel Joaquín del Monte, en su crónica acerca de los acontecimientos acaecidos entre 1838 y 1845, considera que la idea de la conspiración provino del engaño del cual fue víctima Trinidad, deseosa de que el sobrino regresase, quien creyó la versión de un sargento que prestaba servicio en la casa de Santana, de que este procedería en tal sentido si se le nombraba dictador. Este sargento involucró a otros militares, hasta que uno de ellos decidió que Santana debía ser puesto al corriente. Es probable que no todos los hilos quedaran al descubierto, pues tal vez hubo personas experimentadas detrás de quienes fueron procesados. En cualquier caso, los conspiradores dieron muestras de ingenuidad, lo que mueve a duda acerca de los alcances de lo que hacían. Contrario a lo esperado por algunos de los conspiradores, tan pronto tuvo noticias de la conjura, el Presidente decidió castigar con severidad extrema a los complotados, consciente de que un acto de esta naturaleza debilitaba el poder conservador y a la larga lo podía perjudicar. Por lo que indica la carta que envió a Bobadilla, quien parece haber sido el primero en recibir la denuncia aunque al inicio se mostró escéptico sobre su veracidad, Santana ratificó su confianza en el superministro y se dispuso a desarticular la conspiración. El tirano calibró que, aunque se tuviera el propósito de elevarlo a la condición de dictador, se cuestionaba el orden que él representaba. La pésima ortografía de la esquela muestra el nivel cultural de quien comenzaba a manejar el país como su hato El Prado. Muy hapresiado Don tomás: me ha sorprendido su esquela en cuanto alo que Ur. medise de la asonada para tumbar el ministerio yo creo que esto puede ser falso y si esto fuese así seria hun atentado yo procurare in formarme y esbitar cualquier de sorden hasies que no lo creo repito lo que llo es sabido hoy es que halgunos ofisiales han dado su dimisión, como se me dise. Su hafetisimo servidor y hamigo. Santana.
Con prontitud, el 16 de enero el Presidente dispuso la formación de una comisión militar, de acuerdo con lo estipulado en el artículo 210 de la Constitución. Los militares detenidos confirmaron la participación
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de la heroína y su sobrino Andrés, así como del venezolano José del Carmen Figueroa y de Nicolás de Barias, soldado participante en el pronunciamiento del Baluarte. La decisión fue, como era de esperar, la condena de los cuatro a la pena de muerte. Se puede suponer que la sentencia fue ordenada por Santana, quien tenía especial ascendiente en el estamento militar. Pecan de candor quienes han considerado que fue Bobadilla el verdadero responsable. Ante las peticiones de clemencia, Santana se limitó a responder que no estaba dentro de sus facultades atenderlas, excusa de nuevo motivada por su deseo de evadir responsabilidades. CAMINO AL PATÍBULO La vesania de Santana y sus colaboradores llegó tan lejos que, macabramente, escogieron el 27 de febrero para que se produjera el fusilamiento de los condenados. Era el primer aniversario de la todavía llamada Separación, hecho en el cual los cuatro habían tomado parte. La selección de la fecha tenía un valor simbólico, a fin de advertir que todo aquel que pretendiese cuestionar el orden vigente tendría que afrontar consecuencias drásticas. A diferencia de lo acontecido en julio del año anterior, cuando Santana no se atrevió a fusilar a Duarte y sus compañeros a causa de las presiones que se suscitaron, esta vez no encontró obstáculos. Se agregaba el hecho inusitado de que la mujer con participación más conspicua en el pronunciamiento del año anterior iba a ser fusilada, baldón de la cobardía de Santana y sus acólitos. Como expresión de la instauración de un orden autocrático, los abogados de los encausados, Juan N. Tejera y Félix María Delmonte, pese a haber sido trinitarios y amigos de Duarte, en la solicitud de clemencia elevada a Santana, se refirieron a los apresados en forma despectiva, como “miserables autómatas”, y les hicieron un flaco servicio al reconocer la validez legal del dictamen: Convencidos, tanto de la legalidad de la sentencia, como del idiotismo, ignorancia e inocentes intenciones de los condenados, pedimos a V. que a pesar de la inflexible severidad de la Ley, las
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armas victoriosas de la República no se empleen en la destrucción de sus hijos.
La noche del 26 de febrero, horas antes del momento fatal, Trinidad recibió la visita de Bobadilla, quien, de acuerdo con la tradición familiar, le ofreció conmutar la pena si revelaba quiénes habían encabezado verdaderamente la conspiración. Por lo que se desprende del relato lleno de falsedades que hizo a su yerno Carlos Nouel, el “ministro universal” buscaba que su rival Manuel Jiménes, ministro de Guerra, quedara inculpado. La respuesta de una heroína no podía hacerse esperar: Ud. me ofrece la vida a cambio de que revele los nombres de los encabezados principales, para Ud. matarlos entonces. Ellos son más útiles que yo a la causa de la República. Prefiero que los ignoren y se cumpla en mí la sentencia dada.
En ningún momento Trinidad perdió la calma. Como mujer de convicciones religiosas, que meses antes había cumplido cincuenta años, se preocupó únicamente por proteger su pudor, a cuyo efecto confeccionó unos calzones. Ya frente al piquete de fusilamiento, le pidió a su hermano que le amarrara las faldas. El camino de los condenados, entre la fortaleza y el cementerio extramuros, se acompañó por un clamor que llevó a la heroína a taparse los oídos, a fin de no escuchar los sollozos y no padecer debilidad. Fue acompañada por el arzobispo Tomás de Portes, con quien tenía amistad por sus vínculos con la Iglesia. Los integrantes del pelotón de fusilamiento intentaron evadir la carga de fusilar a una mujer, por lo que desviaron las primeras dos descargas, lo que prolongó la agonía y puso de relieve una entereza estoica. Juan Francisco Sánchez recogió los instantes finales de la heroína. Se le hicieron tres descargas. En la primera cayó Andrés. Al ver que las descargas la dejaban ilesa, pidió que su hermano Narciso –que era muy buen tirador– la ejecutase. El arzobispo don Tomás de Portes se negó a ello, declarando que sí hubiese aceptado, en el caso de padre e hijo, pero nunca entre dos hermanos, pues esto equivaldría a repetir autorizadamente el ejemplo de Caín y Abel. Por fin se dieron órdenes para que se acercara el piquete, le hicieron
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fuego a boca de jarro, y surtió efecto. (En la segunda descarga le hirieron una mano y le cogió fuego el traje).
BIBLIOGRAFÍA Alfau Durán, Vetilio. Mujeres de la independencia. Santo Domingo, 1999. García, José Gabriel. Compendio de la historia de Santo Domingo. 4 vols. Santo Domingo, 1968. Lugo Lovatón, Ramón. Sánchez. 2 vols. Ciudad Trujillo, 1947. Luperón, Gregorio. Notas autobiográficas y apuntes históricos. 3 vols. Santo Domingo, 1974. Rodríguez Demorizi, Emilio. Documentos para la historia de la República Dominicana. 3 vols. Ciudad Trujillo, 1944-1959. Rodríguez Demorizi, Emilio. Correspondencia del cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846. Ciudad Trujillo, 1944.
JOSÉ JOAQUÍN PUELLO TRIBUNO DEL PUEBLO
FORMACIÓN DE UN LIDERAZGO Como ningún otro prócer de la independencia dominicana de 1844, José Joaquín Puello representa el componente popular del espíritu nacional. Se le ha visualizado como un símbolo de la adhesión al dominio haitiano que se produjo entre sectores humildes, generalmente antiguos esclavos o libertos, que entendieron que su condición social había experimentado mejorías tras la conclusión del orden colonial español, al abolirse los preceptos que legalizaban un estado de desigualdad por motivos del color de la piel o lugar de nacimiento. Originario de estratos populares, Puello se promovió a través de la carrera de las armas y llegó a ser uno de los oficiales dominicanos de más alto rango dentro de la tropa haitiana antes de 1843. En esa posición dio muestras de un carisma que lo convirtió en adalid de personas del pueblo. Pertenecía al sector mulato de la clase media y desde joven tomó conciencia del relegamiento social derivado de la ideología colonial, de acuerdo con la cual la plenitud de derechos de ciudadanía correspondía únicamente a los blancos. Aunque, como se ha puesto de relieve, la vida colonial de Santo Domingo no comportaba el tipo de discriminación racial de la esclavitud intensiva, el dominio social estaba reservado a los blancos. Tal situación no fue ajena a la popularidad de que gozó el régimen haitiano entre sectores que habían sido marginados por el orden colonial. Llegó un momento en que una parte de ellos comenzaron a ser influidos por la aparición del espíritu nacional, que privilegiaba la libertad política del colectivo. Era lógico que los liberales de la sociedad secreta La Trinitaria, comandados por Juan Pablo Duarte, ganaran la adhesión de quienes se identificaban con los principios de la libertad del pueblo y la igualdad entre todos sus integrantes, puesto que la plataforma democrática radical que enunciaban perseguía la conformación de un colectivo nacional integrado, sin las barreras y los privilegios derivados de la tonalidades 281
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de la piel. Los trinitarios tenían por meta una comunidad de iguales y ponderaban la autonomía nacional como su principal requisito. En el debate político se conectaron los componentes políticos y sociales expuestos por los diversos actores. La independencia absoluta aparecía como la contrapartida de la postura democrática, en lo político y lo social, expuesta por los trinitarios. En términos generales, durante los últimos años del dominio haitiano las ideas democráticas y nacionales de los trinitarios únicamente estaban al alcance de pequeños sectores de las localidades urbanas con cierto nivel cultural. Las personas típicas de los estratos superiores depositaban sus expectativas en la anexión o la protección de una potencia extranjera. Las masa popular, por su parte, restringía sus aspiraciones a que se respetasen las conquistas sociales logradas durante las décadas previas, en especial la abolición de la esclavitud, el acceso a la propiedad de la tierra, el goce libre del estilo de vida tradicional y el final de los privilegios étnico-raciales. No era fácil que estas preocupaciones sociales se conectaran con un objetivo político, ya que la masa popular carecía de nociones acabadas sobre la política moderna. Su objetivo, más bien, residía en que las cosas quedaran como estaban, lo que se vinculaba con el tipo de vida patriarcal vigente. Amplias porciones del pueblo aceptaban la autoridad de los individuos influyentes, casi siempre de posiciones conservadoras, aunque matizadas para que resultaran atractivas a nombre de valores aceptables, como el respeto a la religión católica. José Joaquín Puello, junto a otras personas como su hermano Gabino, tuvo el mérito de conectar el sentido democrático social instintivo de los sectores populares con la meta nacional que encarnaban Duarte y sus jóvenes compañeros. Comprendió que la comunidad dominicana estaba condenada a mantenerse en una situación de inferioridad de derechos bajo la administración haitiana. Como líder de los sectores de color de Santo Domingo y localidades cercanas, su decisión de asociarse con los trinitarios fue crucial para que pudiera materializarse el pronunciamiento del 27 de febrero de 1844. Hombre de armas ampliamente relacionado con la gente del pueblo, le cupo dirigir dispositivos prácticos que permitieron la independencia, secundando la jefatura de Francisco del Rosario Sánchez.
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Durante los años siguientes, hasta su fusilamiento en diciembre de 1847, operó como un representante de las aspiraciones del pueblo en el interior de las altas esferas del Estado. A mediados de 1844 fue la pieza clave sobre la que se apoyó a Duarte en su pugna con los conservadores, pero operó con sentido de realismo político y luego aceptó asociarse con Pedro Santana, cabecilla de la tendencia conservadora, seguramente por pensar que su jefatura era inevitable. De todas maneras, siguió siendo un defensor intransigente de la independencia absoluta y de la igualdad social, lo que dio lugar a que fuera fusilado por Santana. ASCENSO EN EL EJÉRCITO Los orígenes familiares de José Joaquín Puello y sus hermanos Gabino y Eusebio, quienes también alcanzaron el grado de general, no han sido del todo aclarados, a pesar del esfuerzo de Víctor Garrido Puello, descendiente de Eusebio. De las informaciones obtenidas por el biógrafo, se colige que provenían de los medios modestos típicos de fines del período colonial. Esto incluía la presencia cercana de antepasados españoles y todavía más patente de libertos o descendientes de esclavos. La estructura social de Santo Domingo proporcionaba a estos sectores un espacio de desenvolvimiento, aunque sujeto al respeto de la superioridad del grupo de propietarios terratenientes y funcionarios. No queda claro si los antepasados de los Puello lograron un ascenso social acusado, pero es posible que así fuera, ya que el protagonismo de los tres hermanos es significativo, no obstante su identificación con el pueblo. No hay muchos datos acerca de la condición social de padre, Martín Puello, pero el hecho de que residiera en el interior de la ciudad amurallada es un indicador de que se encontraba dentro de la clase media. Se sabe que Gabino, después de salir del ejército, trabajaba como músico. Se manejan fechas distintas del nacimiento de Joaquín Puello, pero es probable que se produjera en 1806. El segundo de los hermanos, Gabino, casi seguro nació en Puerto Rico, lo que sugiere que, como miles de dominicanos, sus padres marcharon al exterior. Al igual que tantos otros, regresaron tan pronto las condiciones lo permitieron, lo que se ve en el hecho de que Eusebio nació en Santo Domingo en 1811.
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Ya se ha visto que Joaquín ocupó puestos de jefatura en la tropa haitiana, lo que lo puso en condiciones de desempeñar funciones en el estamento militar del Estado dominicano. Gabino gozaba también de influencia, y participó en los preparativos del golpe de 27 de febrero de 1844, aunque no logró los planos de autoridad de su hermano mayor. Eusebio, tal vez por ser el menor, en un principio estuvo bastante opacado, pero luego del período de desgracia que siguió al fusilamiento de sus hermanos, se asoció a Pedro Santana, aceptó los preceptos conservadores y llegó al grado de mariscal de campo de España tras la guerra de Restauración. Durante mucho tiempo Joaquín asoció la presencia del dominio haitiano con la suerte de los suyos, por lo que le mantuvo el respaldo hasta mediados de 1843. Cuando Charles Hérard derrocó al dictador Jean Pierre Boyer, expulsó a los hermanos Puello de la tropa por considerarlos partidarios de este último. Este accidente ayudó a que Joaquín se inclinase ante el avance de las posiciones favorables a la ruptura con Haití, tendencia estimulada por la crisis que sacudía a los medios dirigentes de ese país. JEFE MILITAR DEL 27 DE FEBRERO A partir de la caída de Boyer, en marzo de 1843, entre los dominicanos comenzó a ganar cuerpo el criterio de que se habían creado las condiciones para la independencia u otra modalidad de ruptura con el dominio haitiano. Los conservadores, muchos de los cuales habían colaborado con los haitianos en la administración pública, comenzaron a orientarse hacia la búsqueda de un protectorado de Francia, la potencia que mayores intereses tenía entonces en Haití. En la Asamblea Constituyente de Port-au-Prince, encabezados por Buenaventura Báez, llegaron a un acuerdo secreto con el cónsul general de Francia, André Nicolás de Levasseur. Según ese acuerdo, el Estado dominicano se colocaría bajo el protectorado de Francia durante 10 años prorrogables, cedería a perpetuidad la península de Samaná y colaboraría con el retorno de Haití al dominio francés. Pese a que las negociaciones se llevaron a cabo de manera discreta, para los medios urbanos quedó claro que los conservadores, descreídos en la viabilidad de un orden independiente,
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cifraban expectativas en la protección de Francia, por lo que comúnmente recibieron el calificativo de “afrancesados”. Estos se opusieron por todos los medios al objetivo de los trinitarios de establecer un orden autónomo, por considerar que era producto de la ingenuidad de jóvenes inexpertos. Con el tiempo, ambas partes llegaron a la conclusión de que era imposible que cualquiera de ellas lograra por su cuenta expulsar a los haitianos, por lo que entre los trinitarios emergió una corriente de entendimiento con los conservadores. Puello se incorporó a los trajines por la independencia cuando tuvo conocimiento de la posición democrática de los trinitarios. Dio la casualidad de que Gabino Puello era vecino de Duarte, quien se ocultó en su casa cuando fue sometido a persecución por Hérard. El involucramiento de los Puello en el movimiento se produjo a través de José Diez, tío de Duarte, que abordó a Gabino, quien a su vez le presentó a Joaquín. Estos reclutamientos contribuyeron a que los trinitarios ampliaran su influencia sobre porciones de la masa del pueblo en la ciudad capital. A Joaquín se le garantizó que los trinitarios no reiterarían el ejemplo dejado por los “colombianos”, como propagaban los funcionarios haitianos. Con eso se hacía alusión al Estado Independiente de Haití Español proclamado el 1º de diciembre de 1821, concebido para formar parte de la Gran Colombia, desacreditado por no haber abolido la esclavitud. Desde el principio de los preparativos que culminaron el 27 de febrero de 1844, Joaquín y sus hermanos se distinguieron como piezas insustituibles. Puede aseverarse que a Joaquín le correspondió obtener el compromiso de muchos integrantes de los regimientos 31 y 32, compuestos por dominicanos de la ciudad de Santo Domingo, sin los cuales el derrocamiento del dominio haitiano no hubiera sido posible. Dentro de estas actividades conspirativas sobresalió la capacidad mostrada para incorporar personas de sectores populares que hasta entonces habían estado desconectadas de las prédicas de los trinitarios. Cuando comenzaron a ultimar los preparativo, Joaquín Puello operó junto a Francisco del Rosario Sánchez en calidad de especialista militar y encargado de los detalles operativos necesarios para producir el golpe contra el dominio haitiano. En las semanas previas al 27 de febrero se constituyó un centro revolucionario dirigido por Sánchez, con la presencia
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de Manuel Jiménes, Joaquín Puello, Vicente Celestino Duarte y Matías Ramón Mella. El centro revolucionario de los trinitarios logró del letrado conservador Tomás Bobadilla concesiones sobre aspectos políticos que consideraban innegociables. Esto se advierte en los términos del Manifiesto del 16 de Enero, mediante el cual se convocaba a establecer un Estado soberano que no cuestionase las conquistas logradas durante la ocupación haitiana, como la abolición de la esclavitud. Parece ser que en el transcurso de las negociaciones surgieron divergencias, que explican que Vicente Celestino Duarte decidiese no firmar el documento. Pero, en lo fundamental, los trinitarios estimaron que sus posiciones nacionales y liberales quedaban reconocidas dentro de los parámetros políticos e ideológicos del proyectado Estado. Fue sobre esa base que Puello aceptó, como figura conspicua que representaba a las personas humildes y de color, la alianza con los conservadores. En los días que precedieron a la proclamación de la República Dominicana, a Puello le tocó la misión de garantizar la factibilidad práctica del movimiento. Sánchez estaba oculto, por lo que solamente podía trazar orientaciones que otros debían ejecutar. El único que se señala con un protagonismo parecido al de Puello fue Manuel Jiménes, quien también gozaba de cierto ascendiente sobre la tropa y sobre personas cuya cooperación resultó ser fundamental. El activismo de Puello se hizo extensivo al resto de su familia, que tenía vínculos personales con Sánchez. Sobresalió en esas labores Gabino, quien recibió la misión de llevar la copia del Manifiesto del 16 de Enero a la región sur, a fin de obtener la cooperación para que el golpe fuese secundado. Esa zona resultaba de vital importancia, pues por ella debería incursionar el ejército haitiano en cualquier reacción tendente a aplastar al naciente Estado dominicano. El problema principal que debía resolver Gabino Puello consistía en neutralizar la influencia de Buenaventura Báez en Azua, localidad más importante de la región. Báez trataba por todos los medios de impedir que los trinitarios tuvieran éxito, llegando a denunciar las actividades de Gabino, lo que ocasionó que fuera perseguido por los haitianos. Entre los acuerdos finales que tomaron los complotados, se dispuso que Sánchez presidiera la Junta Central Gubernativa, el gobierno
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provisional de la proyectada República Dominicana, y quedar como jefe del Departamento de Santo Domingo. En el mismo orden, se acordó que Puello sería designado jefe de la guarnición de la ciudad, con el rango de coronel, la posición militar más importante dentro del esbozo de ordenamiento de la autoridad independiente. JEFE DE LA GUARNICIÓN Durante la noche del 27 de febrero de 1844, Puello dio muestra de una firmeza de carácter acorde con la responsabilidad que tenía bajo su cargo. Desplegó el dispositivo para ocupar los puntos estratégicos de la ciudad, en especial el puerto y los bastiones de las murallas. Ello garantizaba la comunicación con la ribera opuesta del río, crucial para permitir la llegada de refuerzos desde Los Llanos y El Seibo, sobre los cuales se cifraban expectativas para asegurar la capitulación de la reducida guarnición haitiana. Un problema que debió resolver Puello fue la resistencia del Batallón Africano, compuesto de antiguos esclavos de Monte Grande, dirigido por el comandante Esteban Pou, cuya tropa temía que el Estado independiente restableciese la esclavitud. Ese batallón impedía el movimiento entre Santo Domingo y el este, por lo que Puello ordenó que se le comunicara a Pou que “si no hace su entrada en el momento con su batallón, lo voy a hacer entrar con dos piezas de artillería”. La orden fue llevada por su hermano Eusebio, quien logró que los antiguos esclavos abandonaran la rebeldía y se pusiesen a las órdenes de la República. Cuando los jefes del batallón, el comandante Pou y el capitán Santiago Basora, hicieron su presentación en la ciudad con muchos de sus hombres, Puello les explicó que la República Dominicana les garantizaba la libertad, en prenda de lo cual ponía su origen personal. Durante los primeros meses de la vida independiente, las actuaciones de Puello fueron discretas, por entender que, como militar, no le correspondía inmiscuirse en los asuntos políticos. Se limitó a reforzar la capacidad defensiva de la ciudad y a tratar de respaldar las actividades del Frente Sur, comandado por Santana. Pese a esa actitud reservada, era partidario de los planteamientos democráticos radicales de Juan Pablo
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Duarte, lo que le fue granjeando mayor popularidad. Para consolidar las posturas favorables a la independencia absoluta, Puello seleccionó su tropa entre negros y mulatos, quienes no podían sino ver con hostilidad la conducta de los conservadores. La importancia de Puello como figura clave que sostenía las posiciones de Duarte se observa en un manifiesto firmado por integrantes de la tropa de la ciudad capital, en el que se solicitaba que se ascendiese al rango de generales de división a Duarte, Sánchez y Mella, y que a Puello se le confiriese el grado de general de brigada. La Junta Central Gubernamental rechazó la primera petición, pero tuvo que aceptar el ascenso de Puello. A fines de mayo se precipitaron los conflictos entre liberales trinitarios y conservadores afrancesados, cuando los segundos intentaron, de manera abierta, imponer el Plan Levasseur, que estipulaba el protectorado francés. Tomás Bobadilla, en su calidad de presidente de la Junta, pronunció un discurso ante las autoridades y figuras prestigiosas de la capital, que intentaba oficializar la concepción proteccionista. De inmediato Duarte elevó su voz reprochando estas propuestas antipatrióticas, preludio de una cadena de conflictos que culminaron el 9 de junio con la deposición de la mayoría conservadora de la Junta por obra de un movimiento popular que tuvo por principal instigador a Puello. Ese día se reorganizó la Junta Central Gubernamental. Se colocó en su presidencia a Francisco del Rosario Sánchez y se incorporó a Juan Isidro Pérez y a Pedro Alejandro Pina, fieles compañeros de Duarte. Este último fue enviado al Cibao, a fin de obtener apoyo para el nuevo gobierno. Mientras tanto, Pedro Santana, jefe de la tropa más numerosa, se mantenía a la expectativa y el país quedaba al borde de la guerra civil. En la confrontación con los conservadores, Puello mostró posiciones beligerantes, en defensa de las ideas de Duarte. Se rodeó de una “guardia pretoriana” compuesta por integrantes del Batallón Africano. El cónsul francés Eustache Juchereau de Saint Denys le tomó animadversión, por considerar que su intransigencia se erigía en el obstáculo básico para que se adoptara el Plan Levasseur. El Cónsul contribuyó a difundir la especie de que Puello era un dictador que tenía por propósito eliminar la influencia de los blancos.
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La correlación de fuerzas a favor de los trinitarios comenzó a desvanecerse cuando Santana se negó a entregar el mando al coronel Esteban Roca, designado por la Junta para que preparara el terreno a Sánchez, designado jefe del Frente Sur. En Santo Domingo cundió la confusión cuando se tuvieron noticias de que Duarte había sido proclamado presidente de la República en Santiago. Se produjeron divergencias entre Duarte y Sánchez, ya que el segundo era partidario de llegar a alguna forma de acuerdo con los conservadores. Ahora bien, lo que ponía las cosas en estado crítico era la beligerancia de Santana, proclamado jefe supremo del país el 3 de julio por la oficialidad del Frente Sur. Días después, el hatero seibano marchó hacia San Cristóbal con el propósito de entrar a Santo Domingo en aparente plan conciliador. Al parecer, Sánchez, no obstante su posición moderada, intentó oponerse a la entrada de Santana y a la opinión prevaleciente en contra de la guerra civil. Pero la habilidad de Santana logró el efecto deseado: al anunciar que no venía en son de guerra, tranquilizó los ánimos de muchos que pensaron en un entendimiento amigable. Las dos figuras que tuvieron mayor incidencia en esta postura fueron Manuel Jiménes, jefe de la provincia de Santo Domingo, y Joaquín Puello, jefe militar de la ciudad, los dos comandantes militares con que habían contado los trinitarios el 27 de febrero. Particularmente decisivo en el desenlace del conflicto fue el hecho de que Puello, quien tenía los hilos del control militar de la ciudad, decidiese no ofrecer resistencia armada a Santana. No hay testimonios sobre las razones que llevaron a Puello a esta decisión, pero no es riesgoso suponer que obedeció a la convicción de que la guerra civil sería funesta y abriría el terreno al retorno del dominio haitiano. Es posible que recibiese garantías de que la vuelta de los conservadores a la jefatura de la Junta no comportaría el desconocimiento de los ordenamientos sociales y políticos favorables a los sectores mayoritarios de color. El 21 de julio Santana entró a la ciudad al frente de la tropa, bien recibido por Jiménes y Puello. Obró con cautela, a fin de evitar derramamientos de sangre, y al día siguiente fue proclamado jefe supremo del país, tras lo cual reorganizó la Junta Central Gubernativa,
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adjudicándose él mismo su presidencia. En la primera reforma de la Junta, Sánchez fue designado vocal, pero cuando Santana captó que no se presentaría una oposición de consideración al contragolpe, decidió expulsar a los trinitarios que habían mostrado actitudes beligerantes. Mientras Sánchez, Juan Isidro Pérez y Pedro Alejandrino Pina, entre otros, fueron encarcelados, Manuel Jiménes y Joaquín Puello fueron ratificados en sus puestos. En cosa de horas debió producirse un deslinde entre quienes decidieron aceptar la preponderancia de Santana y quienes no estaban dispuestos a plegarse a ella. Santana decidió operar con tacto en tales circunstancias, consciente de que carecía de mucha fuerza y, por ende, le convenía concitar el mayor número de partidarios. Le resultaba crucial, para asentar su autoridad, neutralizar al grueso de las personas que habían respaldado las posturas de Duarte. De tal manera, el apresamiento y la posterior deportación de Duarte y sus compañeros más conspicuos tuvo por contrapartida la integración al nuevo gobierno del mayor número posible de antiguos trinitarios que, como Puello, se habían distinguido por sus posiciones radicales pero decidieron deponerlas en aras de la unidad del país. El hecho de que Puello le diera la espalda a Duarte y fuese el artífice de que Santana se impusiera sin derramamiento de sangre, no significa que depusiese la esencia de sus posiciones políticas. Por motivos tácticos, el dictador decidió no dar a conocer su postura anexionista, y poco después de llegar a la presidencia se supo que el gobierno francés había decidido desligarse de las maniobras desplegadas por su cónsul en Haití, prefiriendo por el momento no inmiscuirse en los asuntos internos de la República Dominicana. En los años siguientes ninguna potencia mostró interés en anexar a la República Dominicana o colocarla bajo su protección. En tal contexto no se presentaba conflicto entre Santana y Puello. Al primero le interesaba mantener al segundo a su servicio como medio para dejar la impresión de que representaba a todos los sectores. A Santana además le convenía mantener a Puello como un medio de debilitar a otros conservadores que no aceptaban sus prerrogativas dictatoriales. Santana no había logrado una autoridad absoluta, por lo que se veía precisado a maniobrar entre personas y facciones. Como parte de ese tinglado, resultaba patente el enfrentamiento bajo cuerda entre Puello, defensor intransigente de la independencia
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absoluta, y una camarilla de conservadores, dirigida por los principales ministros, algunos de los cuales no ocultaban su fe anexionista. Aunque dejó de hablarse de manera explícita en ese sentido, para muchos de ellos Puello seguía siendo el representante de los negros. Planteaban una cuestión de “raza” que no existía, puesto que eran los únicos que propugnaban por una política exclusivista, de acuerdo con la cual el dominio debía estar reservado a los blancos. Puello cuestionaba esta orientación en materia étnico-social, con lo que ratificaba el fondo de las convicciones que lo habían llevado a aceptar la independencia, a solidarizarse con Duarte y, por último, a integrarse al régimen de Santana como un mal menor en aquellas circunstancias. Puello, seguía siendo un ídolo entre los pobres de color, y para él la independencia absoluta se identificaba con los intereses de ese sector social. Pero no aspiraba a la eliminación de los blancos, sino a que se garantizase la igualdad de derechos entre todos los dominicanos, al margen del color de la piel, apellido o creencias religiosas, tal como había sido enunciado por Duarte. Esta postura resultaba intolerable a los conservadores recalcitrantes, que veían en él a un enemigo peligroso, capaz de desplazarlos del poder, como había demostrado el 9 de junio de 1844. Les preocupaba que siguiese manteniendo una fuerte cuota de mando como jefe de la guarnición de la capital y, más adelante, como ministro del Interior y Policía. Se agregaba un componente de tipo personal: Puello se sentía con la autoridad suficiente para desafiar a sus enemigos, mostrando a veces un talante irascible, producto de su formación de militar. Terminó siendo odiado intensamente por algunos de los integrantes del gabinete. El conflicto de posiciones se agudizó con motivo de un proyecto de ley para promover la llegada de inmigrantes que aportasen el componente poblacional necesario al desarrollo del país. La necesidad de la inmigración no la discutía nadie, ya que el territorio dominicano estaba prácticamente deshabitado, situación que conspiraba contra la posibilidad de que la nación labrase los medios de su prosperidad. Adicionalmente se presentaba la desproporción demográfica entre Haití y República Dominicana como un problema para la perpetuación de la independencia. Se ha estimado que en 1844 la República Dominicana tenía alrededor de 135,000 habitantes, mientras el país vecino sobrepasaba los 700,000.
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Ahora bien, los sectores dirigentes asociaban el objetivo migratorio a un estilo de desarrollo que implicaba la preponderancia de los europeos o descendientes directos, por cuanto veían a estos como los únicos agentes del progreso. Para que el país se desarrollase, estimaban, había que contar con aquellos que trajesen los hábitos de trabajo y los niveles culturales que habían permitido el avance civilizado de Europa. Aunque rechazaban una política racial de cualquier género, muchos liberales aceptaban que los blancos eran los portadores de la idea del progreso, por lo que también consideraban que los inmigrantes deseables eran europeos. En los debates que se abrieron con motivo de la enunciación de las políticas migratorias, Puello introdujo una nota discordante. Manifestó que no objetaba la pertinencia de la llegada de extranjeros para que contribuyesen al engrandecimiento del país, pero que debían ser de todas las condiciones raciales; de lo contrario, acotaba, se estaba sacralizando el privilegio de los blancos. En consecuencia, para él debía favorecerse, junto con los europeos, la entrada de negros y mulatos en igualdad de proporciones. Estaba proponiendo una inmigración proveniente de países cercanos, como Puerto Rico, con una población mayoritaria de color. ESTRELLETA Hasta 1845, Puello no participó en ninguna acción bélica contra los haitianos. Durante el tiempo que duró lo que más tarde los historiadores militares denominaron “Primera campaña”, se mantuvo como jefe de la guarnición de Santo Domingo. Al concluir esos combates, a Santana le bastó dejar una tropa reducida en la proximidad de la frontera, al mando del general Antonio Duvergé. La situación cambió cuando Louis Pierrot llegó a la presidencia de Haití, a inicios de 1845, y anunció una disposición agresiva contra la independencia dominicana. Las hostilidades comenzaron hacia finales de marzo con pequeñas incursiones, pero en junio cuando se inició una sucesión de escaramuzas por el control del fuerte Cachimán, cerca de Bánica, que le había sido quitado a los haitianos por Duvergé en diciembre de 1844. El Gobierno dominicano estimó que la situación se tornaba delicada en el área de la frontera, donde podía sobrevenir una ofensiva enemiga,
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y decretó la movilización general. Duvergé tuvo que replegarse a fines de julio, se temió que se rompiese el frente y los haitianos avanzaran hasta el pie de la muralla de Santo Domingo. Se decidió enviar refuerzos al Frente Sur, y Puello fue colocado a la vanguardia, señal de la confianza que le tenía Santana en el aspecto militar. Se le confió la primera división del Frente Sur, con un nivel de mando similar al de Duvergé. Entre agosto y mediados de septiembre de 1845, las tropas comandadas por Puello y Duvergé efectuaron maniobras que permitieron mantener la iniciativa e impedir que los haitianos traspasasen la raya fronteriza. El 16 de septiembre Puello tuvo conocimiento de que en la orilla del río Matayaya se había producido una concentración de efectivos haitianos comandados por los generales Toussaint, Samedi y Morissette. El general dominicano intentó ganar tiempo para que la división de Duvergé, acantonada en la sabana de Santomé, próxima a San Juan, pudiese reunirse con la suya; pero para frenar el avance enemigo, decidió al otro día librar solo el combate. Escogió la sabana de Estrelleta y dividió la tropa en dos alas, cada una compuesta de seis batallones, comandadas por los coroneles Bernardino Pérez y Valentín Alcántara. En un despacho de ese día, Puello describió lo acontecido. Al llegar a las alturas de Mata-Yaya, percibimos al enemigo en la ribera opuesta al río, y militarmente posesionado en una cordillera de cerros situados en la sabana de Estrelleta, cubiertas sus dos únicas entradas con dos piezas de artillería, y un trozo de caballería avanzado, bastante distante de su cantón general. Inmediatamente avistaron la columna bajo mi mando, tocaron generala y se dispusieron a esperarnos: le contesté con nuestra batería y me preparé a entrar en acción, que era todo mi anhelo, esperando solo que el ala derecha hiciera la señal concertada. En efecto, al cuarto de hora de mi llegada rompió esta el fuego, siendo las 8 en punto de la mañana y la columna bajo mi mando, volando con la rapidez del rayo se lanzó sobre los enemigos burlándose de sus balas y metrallas. En un instante se posesionaron de las piezas de artillería y rompieron la división enemiga: la mismo ejecución a el ala izquierda; y después de 2 horas de un vivo combate derrotamos a los haitianos, quedando en nuestro poder la dos piezas de artillería, pertrechos, cajas de guerra, algunos fusiles y el campo sembrado
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de innumerables cadáveres, y por otros tantos heridos, no habiendo de nuestra parte, sino 3 heridos levemente.
Seguramente Puello faltó a la verdad al afirmar que solo hubo tres heridos, consciente de que Santana, con fines propagandísticos, haría publicar en hoja suelta su parte de la batalla. En todas partes los ejércitos tienden a minimizar sus bajas y a exagerar las del enemigo. Aun así, no cabe duda de que la derrota haitiana fue contundente, por lo que significó el final de la ofensiva en la frontera meridional. Al poco tiempo, el 27 de octubre, se produjo una victoria gemela en Beler, en la frontera norte, bajo la dirección del general Francisco A. Salcedo. La batalla de Estrelleta fue el hecho bélico más importante que hasta ese momento se había producido con Haití, tanto en el sentido del número de las tropas involucradas como del alcance de la victoria. Este triunfo ha sido considerado el más virtuoso desde el punto de vista militar, ya que Puello puso de manifiesto su destreza en la forma en que desplegó las columnas y las movió para desbaratar el avance enemigo. Se distinguieron hombres de armas que tomarían parte en sucesivos combates, como José María Cabral y Valentín Alcántara. Pero, sobre todo, Estrelleta significó la ratificación de la capacidad de los dominicanos, al grado de que no se produjeron nuevas incursiones haitianas hasta 1849. La importancia de la victoria fue objeto de reconocimiento por Santana, quien poco después decidió nombrar a Puello como ministro de Interior y Policía, en sustitución de Tomás Bobadilla, con quien había tenido graves desavenencias. De acuerdo con Víctor Garrido, mientras Santana privilegiaba las relaciones con Francia, Bobadilla se oponía al pago de la cuota de la deuda contraída por Haití en 1825. Esta maniobra confirma cómo Santana usaba el ascendiente de Puello, en ese momento en su cenit por el triunfo de Estrelleta, para dirimir pugnas con otros prohombres del bando conservador. De acuerdo con José Gabriel García, esa designación agudizó la animadversión de los conservadores hacia Puello, debido a que se lo veía mejor posicionado para oponerse a los proyectos anexionistas. Garrido añade que el conflicto se puso de manifiesto con motivo de la visita del coronel español Pablo Llenas, a inicios de 1846, momento en que Puello
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se puso en estado de alerta para impedir cualquier intento de alterar el equilibrio político existente. Pero Puello seguía siendo una pieza clave en el tinglado de poder de Santana, como se verificó en ocasiones delicadas. Una de ellas fue la negativa de reclutas de la zona de San Cristóbal a marchar hacia el frente, a inicios de 1845, en ocasión de la ofensiva anunciada por Pierrot. En esa oportunidad se consideró que había una motivación racial, pues los conjurados objetaban el dominio de los blancos, por lo que no deseaban oponerse a Haití. A pesar de sus posturas favorables a la población de origen africano, ante un atentado contra la seguridad del Estado, Puello decidió actuar con una dureza que formaba parte de su personalidad. Se trasladó al terreno de los hechos y dispuso castigos contra los inconformes, que incluyeron la prisión del general Manuel Mora, hasta entonces partidario de Santana. La segunda vez que mostró esa energía propia del militar fue durante la reducción de un conato de motín de tropas en la frontera, en protesta por las difíciles condiciones de vida que atravesaban, y asumió la responsabilidad de disponer el fusilamiento de dos oficiales considerados generadores del malestar. CAÍDA EN DESGRACIA Y FUSILAMIENTO Desde mediados de 1847, la posición de Santana comenzó a debilitarse. Es posible que la causa inicial de tal giro radicara en la coyuntura económica desfavorable, producto de la crisis que comenzaba a manifestarse en las economías de Europa. Fueron proliferando desacuerdos en los círculos dirigentes y se llegó a ponderar la remoción de Santana, a quien se le achacaba la preponderancia de la camarilla de funcionarios corrompidos que no se preocupaban por los problemas del país. En el seno del gabinete se abrió un debate y se visualizó a Puello como un aspirante a la presidencia, cuyo propósito estribaría en favorecer a las personas de color. Como parte de este estado de descomposición, se desarrolló una conspiración encabezada por el ministro de Guerra y Marina, general Manuel Jiménes, quien, tal vez por su origen común entre los trinitarios,
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le propuso a Puello formar parte del plan, lo que el segundo rechazó. La negativa dio lugar a cierta hostilidad de parte de Jiménes contra Puello, lo que ha sido interpretado erróneamente por algunos historiadores que han llegado a la conclusión de que la desgracia de Puello estuvo provocada por las maniobras de Jiménes. En realidad, fueron los conservadores a ultranza, como José María Caminero, quienes prepararon un expediente para arruinar la influencia del ministro de Interior y Policía. La inquina dio frutos. Desde cierto momento Santana se mostró indispuesto contra Puello, por sospechar que abrigaba el propósito de alcanzar la presidencia y decidió esperar la ocasión para destituirlo. Lo que aconteció a finales de 1847 en las esferas del poder ha quedado bastante oscuro en sus detalles, porque se han emitido explicaciones carentes de fundamento. A pesar de esta falta de claridad sobre algunos aspectos, no cabe duda, como pone de relieve Víctor Garrido, que Puello fue víctima de una intriga de vastas proporciones. El primer indicador fue la destitución de su cargo de Interior y Policía y su designación al frente del Ministerio de Hacienda, posición que no se correspondía con su condición de militar. De todas maneras, Santana lo mantuvo como interino al frente del Ministerio de Interior y Policía, aunque ya objeto de suspicacia. Hay indicios de que Jiménes, consciente de lo que le esperaba a su compañero de gabinete, intentó protegerlo, pero tuvo que hacerlo de manera cuidadosa, empeñado ya en buscar los medios para forzar la renuncia de Santana. En ese contexto fue anunciada una conspiración cuyo supuesto propósito consistía en implantar una dictadura de los negros. Puede aseverarse que tal trama nunca existió, pero Santana aprovechó la denuncia para destituir a su ministro. Por su posición, le correspondía a Puello investigar el supuesto complot, pero fue detenido por orden del presidente, quien se amparó en el artículo 210 de la Constitución, que le otorgaba facultades dictatoriales, para formar una comisión encargada de juzgar el caso. En ese momento estaba claro que Santana buscaba el fusilamiento de Puello, pero decidió, al igual que en otras ocasiones, darle legalidad judicial. Llegó al extremo de imponer su criterio de que se aplicase la pena de muerte, interpretando que 11 votos a favor componía la mayoría, pese a que hubo 13 votos divididos entre libertad, prisión y destierro. Pocas veces en la historia del país se ha fabricado un
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expediente tan burdo con el fin de justificar un fusilamiento previamente decidido. Tan obcecado estaba el tirano en su propósito de deshacerse del antiguo ministro que, obtenida la condena a muerte el 22 de diciembre de 1847, lo hizo fusilar al otro día, a fin de no dar tiempo para que se manifestara el clamor de la sociedad, ya que casi todo el mundo tenía la convicción de que la conspiración “negrófila” era inexistente. Como en las otras ocasiones, Santana decidió castigar con pena de muerte a familiares cercanos del afectado. Fueron involucrados en la fantasmagórica intentona el general Gabino Puello, quien ni siquiera residía en la ciudad, y el tío de los hermanos Puello, Pedro de Castro, ambos fusilados junto a Joaquín Puello el 23 de diciembre de 1847. El tirano se desembarazaba de un patriota que había decidido servirle, como mal menor, pero que no ocultaba su hostilidad frente a cualquier proyecto anexionista o proteccionista. BIBLIOGRAFÍA García, José Gabriel. Compendio de la historia de Santo Domingo. 4 vols. Santo Domingo, 1968. García, José Gabriel. Guerra de la separación dominicana. Documentos para su historia. Santo Domingo, 1890. Garrido, Víctor. Los Puello. Santo Domingo, 1974. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano, 18211930. Santo Domingo, 1997. Rodríguez Demorizi, Emilio. Documentos para la historia de la República Dominicana. 3 vols. Ciudad Trujillo, 1944-1959. Welles, Sumner. La viña de Naboth. 2 vols. Santiago, 1939.
ANTONIO DUVERGÉ PRIMER GUERRERO DE LA INDEPENDENCIA
EL JEFE MILITAR La proclamación de la República Dominicana, el 27 de febrero de 1844, tuvo que afrontar de inmediato el peligro militar que representaba Haití, entonces con una población cinco veces mayor y con recursos económicos y militares muy superiores. Los gobernantes haitianos se negaban a reconocer la independencia nacional y mostraron una actitud agresiva hasta la caída de Faustin Soulouque en 1858. La defensa del territorio pasó a tener entre los dominicanos la mayor importancia. Tan apremiante resultaba el requerimiento de enfrentar la amenaza militar haitiana que el prestigio político de Pedro Santana se originó en el mito de que su presencia resultaba indispensable. Santana fue un autócrata que usufructuó indebidamente un aura de gran militar. Análisis interesados en resaltar la figura de Santana han opacado que los éxitos de sus campañas defensivas frente a Haití se debieron sobre todo a una participación popular activa, fruto de la compenetración de la población con la existencia de un Estado propio. De igual manera, al inflar las dotes militares de Santana, se soslayaron las contribuciones de los jefes de tropa en las campañas que se escenificaron entre 1844 y 1856. De seguro, el adalid más relegado por esas apreciaciones políticas e históricas fue Antonio Duvergé. El examen de los hechos bélicos muestra que disponía de una capacidad militar sustancialmente mayor que la de Santana. Hizo escuela al sistematizar un conjunto de procedimientos para subsanar la inferioridad númerica de soldados y la calidad de los pertrechos. Estos recursos pueden resumirse en el asalto de infantería con armas blancas, especialmente machetes, lo que en el contexto de los armamentos de la época todavía resultaba factible. Duvergé mostraba sagacidad al dar una solución que se apoyaba en una tradición bélica nativa proveniente del siglo XVII. Había sido con el uso de esa arma que los criollos proto-dominicanos, casi todos de sectores populares ubicados en las milicias y en las de pardos y morenos, lograron detener el avance 301
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de los bucaneros franceses y derrotar la expedición inglesa de 1655 enviada por Oliver Cromwell. Esa arraigada tradición bélica se había puesto también en práctica en la batalla de Palo Hincado, que puso fin al dominio francés en 1808. Pero además de teórico del arte de la guerra, Duvergé se reveló como un táctico consumado cuando encabezó momentos estelares del esfuerzo defensivo en los años posteriores a 1844. Esas condiciones le permitieron fungir de maestro de los mejores jefes militares, sobre los cuales recayó la defensa de la frontera sur. Su formación se produjo en escasas semanas, como parte de los preparativos para el golpe del 27 de febrero. Sin duda fue él quien se mostró más dotado para recibir las enseñanzas que, en forma secreta, transmitió el francés Francisco Soñé, veterano de las tropas de Napoleón Bonaparte, a los complotados en Azua. Sus méritos le fueron regateados por motivos políticos, con el fin de enaltecer de manera artificiosa la figura de Santana. Duvergé y Santana representaron polos antagónicos de actitudes del militar. Santana utilizó la carrera de las armas como medio de supremacía política, mientras Duvergé se situó como un subordinado disciplinado de la superioridad política en el ordenamiento del Estado. Santana carecía de vocación patriótica y nunca se asoció a los anhelos de libertad e igualdad; Duvergé, en cambio, abrigaba genuinas intenciones patrióticas. Santana tenía un temperamento irascible y hacía valer sus intereses por encima de todo, mientras Duvergé exhibió una modestia inconmovible, que lo llevaba al terreno de las armas animado por el sentido del deber. Como militar, Santana se contentaba con dirigir desde lejos, Duvergé se encontraba siempre en medio del fragor del fuego. Sobre todas las cosas, Duvergé brilló por su bondad, por lo que Alcides García Lluberes lo califica de “modesto, noble y meritísimo”. Es probable que desde muy pronto Santana abrigase recelos respecto a la gloria de Duvergé, a los cuales no dio curso de inmediato por tener conciencia de requerir sus servicios. Pero desde el momento en que Duvergé se negó a secundar a Santana en el desconocimiento del gobierno legal de Manuel Jiménes, en 1849, cayó en desgracia y fue traducido a juicio y relegado a confinamiento en El Seibo. Se abrió una animadversión desenfrenada que concluyó con la condena a muerte en 1855, instigada personalmente por Santana.
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ORÍGENES Y AÑOS FORMATIVOS Tienen razón, en lo fundamental, Alcides García Lluberes y Joaquín Balaguer al indicar que la actitud beligerante de Duvergé a favor de la independencia dominicana se encontraba asociada a sus orígenes familiares. Sus padres, José Duvergé y María Duval, eran criollos mulatos de la colonia francesa de Saint Domingue, probablemente de posición económica desahogada, radicados en Mirebalais, localidad de la zona central no lejana de la frontera. Al igual que tantos otros propietarios, se vieron obligados a emigrar desde Saint Domingue a territorio dominicano, por haberse solidarizado con las posiciones del sector mulato de “viejos libres” que confrontó el ascenso de los jefes de los esclavos liberados. Alcides García Lluberes ha determinado que el matrimonio DuvergéDuval abandonó el territorio vecino a raíz del avance de las huestes independentistas comandadas por Jean Jacques Dessalines en 1803. El insigne historiador determinó que los padres del héroe se consideraban ciudadanos franceses, por tanto refractarios al establecimiento de un Estado independiente. Es probable que, al igual que otros mulatos emigrados, proyectasen desde muy pronto radicarse de manera permanente en Santo Domingo. Pero se vieron forzados a trasladarse a Puerto Rico poco después, al igual que muchos dominicanos y refugiados de la colonia francesa, a fin de protegerse de los insurgentes haitianos. En 1807, año de nacimiento del futuro adalid de la libertad de los dominicanos, sus padres tenían cierto tiempo residiendo en Tortuguero, localidad próxima a Mayagüez. José Duvergé se ganaba la vida en un ingenio azucarero situado cerca de una zona boscosa. Sus faenas lo obligaban a permanecer en el monte, y ahí se hallaba cuando su esposa dio a luz. De ahí vino el apodo de Bois –Buá– (bosque en francés), con el que Duvergé pasó a ser designado por sus conocidos. La posición de sus padres en Puerto Rico no debía ser desahogada, por lo que, al igual que miles de dominicanos emigrados, decidieron retornar a Santo Domingo tan pronto desapareció la amenaza bélica, a raíz de la división de Haití en dos Estados. Es poco lo que se sabe acerca del discurrir ulterior de la familia. Durante la primera década de vida en territorio dominicano, los Duvergé se establecieron en El Seibo, donde sobrellevaban una
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existencia llena de privaciones. Hacia 1818 se trasladaron a San Cristóbal, tal vez aprovechando que tenían parientes radicados allí. La formación del héroe se vinculó al espacio de San Cristóbal y zonas aledañas. Durante esos años José Duvergé siguió dedicado a labores agrícolas, pero pudo ahorrar una pequeña suma de dinero que le permitió dedicarse al negocio del corte de maderas preciosas, con lo que su situación mejoró. Llegado al país con menos de dos años, Duvergé se integró al medio como un dominicano más, sin que lo estorbase el origen de sus padres. Síntoma de esa asociación fue el cambio del apellido original, Duverger. Duvergé decidió permanecer en el terruño tras la implantación del dominio haitiano en 1822. Los traumas familiares no vencieron su determinación de seguir residiendo en el país, a lo que se debió agregarse la forma pacífica con que se estableció el dominio de Jean Pierre Boyer. De todas maneras, es probable que el origen familiar de alguna manera contribuyera a su irreductible compenetración con lo dominicano. Se cuenta que José Duvergé inoculó a su hijo aversión al dominio haitiano, como expresión de las experiencias traumáticas que había pasado por pertenecer al sector mulato. Pero esto no significa que Antonio Duvergé se situara, respecto al ordenamiento en Haití, desde la óptica de los antiguos propietarios franceses. Más bien elaboró conceptos acordes con su ubicación como dominicano. Así se muestra en la proclama que dirigió a los haitianos el 18 de diciembre de 1848, en respuesta a la que días antes había enviado el presidente Faustin Soulouque a los dominicanos. Es un documento en el que contrasta los ordenamientos político-sociales de los dos países. Del lado dominicano destaca una solidaridad nacional efectiva y fructífera: Vuestro Gobierno nos recuerda por medio de su proclama que la sangre africana circula por nuestras venas, ¿Y quién de nosotros lo ha dudado? Echad una ojeada sobre todos nuestros empleados civiles y militares de toda categoría, los veréis indistintamente matizados por los diversos colores que produce la naturaleza humana, y distinguiréis una sola escala para ascender a los puestos más elevados de la República, la virtud.
En contraste, caracterizaba la formación social haitiana como escindida por pugnas funestas entre grupos étnico-sociales de color, que denomina “castas”. Desechaba que el Estado haitiano pudiera
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brindar la protección que ofrecía a los dominicanos, incluyendo a los “muy pocos” antiguos esclavos. ¿Lo es la guerra terrible y destructora, esa guerra civil, esa guerra de castas, esa guerra fratricida en que se os compele a degollar a los unos a los otros; guerra infausta que sostiene la política más bárbara, más imprudente, más maquiavélica, y más antisocial del mundo?
Un hito de la existencia de Duvergé fue su matrimonio, en 1831, con María Rosa Montás, dominicana también descendiente de mulatos de Saint Domingue. Independizado del padre, desde joven siguió dedicado al corte de caoba y otras maderas preciosas, la principal actividad económica en la época. El corte de madera era emprendido generalmente por los antiguos dueños de hatos de ganado y por una categoría de lo que hoy se designa como clase media, situada entre los grandes comerciantes del puerto y el campesinado. Gran parte del liderazgo político y militar de la independencia y la acción política de las décadas posteriores obtenía su sustento material de la actividad maderera. Esta requería de pericias vinculadas al medio rural. El empresario de un corte de maderas debía bregar con trabajadores rudos en soledades agrestes y estaba sujeto a riesgos económicos considerables. De hecho, la actividad dejaba márgenes reducidos de beneficios, los necesarios para la subsistencia de la familia. La formación de las habilidades guerreras de Duvergé no debió ser ajena a su prolongada ocupación como cortador de maderas. Se vio obligado a realizar frecuentes recorridos por la región sur, lo que le permitió un profundo conocimiento de la gente y la geografía que llegaba a los límites fronterizos. Su genio guerrero estuvo relacionado al medio donde libró todas las batallas, a su gente, pueblos, ríos, montañas y quebradas, que conocía como la palma de su mano.
INGRESO A LA TROPA Si Duvergé estuvo enrolado en el ejército haitiano de seguro fue como simple recluta y no como oficial. En cualquier caso, no parece que se
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hubiera distinguido como hombre de armas. Su papel como militar más bien debe atribuirse a su relativa prestancia social como pequeño empresario maderero y a las habilidades adquiridas en los años de dura labor en los montes. Aun con esas posibles carencias, su vínculo con la conspiración que llevó a la proclamación de la República en 1844 se hizo desde un ángulo militar. Los núcleos de conspiradores le asignaron la misión de asegurar que el pronunciamiento fuera apoyado en la zona al oeste de San Cristóbal. Para tal fin se asoció con figuras prestigiosas que pasaron a formar parte de los cuerpos armados improvisados del naciente Estado. Tan comprometido se encontraba Duvergé en los aprestos que, el 28 de febrero, se presentó ante las murallas de la ciudad con el fin de recibir instrucciones directas de los jefes del movimiento respecto a cómo enfrentar la oposición de Buenaventura Báez a la ruptura con Haití. Tras conferenciar con Francisco del Rosario Sánchez, tomó el camino de retorno hacia Azua. Pasó de largo por San Cristóbal, donde otros se encargaron de hacer los arreglos tendentes a la organización del nuevo orden, pero se detuvo en Baní para colaborar con Joaquín Objío en el pronunciamiento del final del dominio haitiano. No tardó en continuar hacia Azua, presionado por preparar el dispositivo defensivo frente a una previsible embestida haitiana. Al llegar, recorrió las calles de la ciudad incitando a los moradores a tomar las armas. Pasó a ser “el jefe natural” del incipiente ordenamiento nacional desde Azua hacia el oeste. Sus labores se facilitaron por la existencia de un estado de opinión ampliamente compartido que llevó a que la disposición al combate fuese asumida por una porción considerable de la población masculina adulta. Durante los días subsiguientes, logró montar una línea defensiva en Azua, localidad de crítica importancia militar, tanto por ser la principal ciudad del sur como porque en ella se bifurcaban las dos rutas que unían la ciudad de Santo Domingo con Haití. Era previsible, como en efecto sucedió, que en ese punto convergieran dos cuerpos del ejército haitiano. Duvergé calibró la conveniencia de concentrar las fuerzas y no avanzar hacia la frontera. Si bien había dispuesto medidas para la organización de tropas en las localidades próximas a esa zona, su sagacidad le indicó que en ese momento no había posibilidad alguna de impedir que el enemigo llegara hasta Azua.
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Los primeros hechos de armas se produjeron en los alrededores del lago Enriquillo. Las avanzadas haitianas encontraron, en la Fuente del Rodeo, la oposición de las escasas tropas dominicanas comandadas por Fernando Tavera, quien logró una frágil victoria. Después los dominicanos sufrieron derrotas sucesivas desde las Cabezas de las Marías y tuvieron que replegarse. La tropa acantonada en Azua estaba a la espera de la inminente llegada del ejército haitiano. Desde que llegó a la zona, poco antes de la batalla de Azua del 19 de marzo, Pedro Santana tomó el mando de las operaciones como general en jefe del Cuerpo Expedicionario del Sur. Traía centenares de hombres provenientes de El Seibo, quienes mostraban habilidad guerrera. Al disponer el orden de la tropa, Santana designó un estado mayor y un escalafón de mando, asignándole a Duvergé tareas relevantes con el grado de coronel. Lo acompañaban comandantes llamados a tener protagonismo en los hechos bélicos ulteriores, como los coroneles Manuel Mora y Feliciano Martínez. Como jefe del conjunto de la tropa en Azua, Santana pudo aquilatar la eficiencia con que se desenvolvió Duvergé, tanto en ocasión de los preparativos como en el mismo trajín del combate, el 19 de marzo, donde ocupó la posición más difícil de la vanguardia, y que consistió esencialmente en un rechazo sorpresivo de la marcha de la avanzada del ejército haitiano. De acuerdo con los relatos, Duvergé dirigió el contingente situado en El Burro, donde su desempeño logró parar en seco la marcha de sus rivales. El asalto masivo con arma blanca por él encabezado contribuyó decisivamente al desenlace favorable a los dominicanos. El francés Francisco Soñé posiblemente fue la segunda persona que más se distinguió en el combate, al dirigir una de las piezas de artillería que detuvieron el avance enemigo. A las pocas horas de librado ese encuentro, Santana dispuso la retirada en dirección a Baní, aduciendo una desventaja numérica respecto a los efectivos del enemigo. No hay indicaciones de que ninguno de sus subordinados, incluido Duvergé, discreparan con la decisión, aunque era inconveniente, por cuanto se había infligido un revés al ejército haitiano. Tuvieron que pasar dos días para que el presidente Charles Hérard, en su campamento a escasos kilómetros, recibiera la información de que Azua había sido evacuada y ordenara ocuparla. Es sintomático,
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por otra parte, que Hérard decidiera no avanzar más allá de los terrenos abandonados por los dominicanos, en lo que incidían el temor a sufrir una nueva derrota y la conciencia de que a su espaldas pululaban las conspiraciones para derrocarlo. A pesar de la parálisis que inutilizaba al ejército haitiano, Santana decidió no moverse, actitud motivada tanto por consideraciones militares como de cálculo político, para despejar el camino a una intervención francesa. Sin embargo, se vio obligado a variar su inmovilismo cuando recibió noticias de que el ejército enemigo perseguía envolver sus posiciones desde el norte, tras el fracaso por el camino costero, sometido a fuego desde varias goletas mercantes dominicanas que fueron artilladas. Hérard dispuso que una tropa atacara El Maniel (hoy San José de Ocoa), y Santana desplegó un contingente para enfrentarla, a cuyo frente designó a Duvergé. En El Memiso, quebrada de las estribaciones bajas de la sierra, posiblemente el 30 de abril, los dominicanos detuvieron el avance haitiano. Fue una ocasión donde se puso de relieve la pericia de Duvergé cuando aprovechó los accidentes del terreno para esperar a los haitianos en riscos desde los cuales se les lanzaban piedras de gran tamaño. El triunfo de El Memiso ratificó que los dominicanos tenían aptitud para vencer, contrariamente a los temores de Santana, quien llegó a suponer que se había sufrido una derrota. A Santana, carente de fe en la independencia nacional e imbuido de rígidos criterios conservadores, le interesaba únicamente ganar tiempo con el fin de que la Junta Gubernativa obtuviera el protectorado de Francia. HACIA LA FRONTERA El éxito de Duvergé en El Memiso lo colocó como el principal oficial subordinado de Santana. Tan pronto se produjo el derrocamiento de Charles Hérard y su retorno a Haití, a inicios de mayo, se dispuso que las tropas dominicanas avanzaran en dirección a la frontera. El ejército haitiano desalojó casi todo el territorio dominicano, conscientes sus jefes de que guarniciones aisladas no podrían resistir la contraofensiva dominicana. Duvergé quedó al mando de la operación, con la encomienda de no dar tregua hasta establecer control sobre la totalidad del territorio de la antigua colonia de Santo Domingo.
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Duvergé se encontraba en labores de organización militar en la zona fronteriza cuando, entre junio y julio, se abrió la amenaza de guerra civil entre los trinitarios duartistas que controlaban la Junta Central Gubernativa y el sector conservador que encontró en Santana la reserva básica de su influencia. A inicios de julio la tropa del cuartel general del Frente del Sur desconoció la jefatura del coronel Esteban Roca, designado sustituto provisional de Santana cuando este presentó dimisión pretextando motivos de salud. La oficialidad amotinada proclamó a Santana como jefe supremo del país, lo que equivalía a una declaración de guerra civil. Duvergé no firmó el manifiesto del Frente del Sur, pero seguramente no lo hizo debido a que no se encontraba en ese momento en Baní. Aunque no se le puedan ubicar simpatías políticas patentes en ese momento, a Duvergé debió parecerle normal la exaltación de Santana, criterio que muchas personas aceptaron por considerar que resultaba obligatorio conceder prioridad a la tarea bélica. En los partes militares de Duvergé se infiere que aceptaba como correctas las orientaciones de Santana, su superior jerárquico. Con los años, sin embargo, se vería que no tenía vocación política, que no participaba de una visión conservadora y que, por tanto, no se consideraba adepto a Santana. En 1844 se limitó a plegarse a un estado de opinión extendido. Cuando Santana tomó la presidencia de la Junta Central Gubernativa, a mediados de julio, designó a Duvergé como jefe del Frente Expedicionario del Sur con el grado de general de brigada. El cuartel general de dicho cuerpo se estableció en Las Matas de Farfán, desde donde atendía la amplia porción central de la frontera. En los meses siguientes sobresalió la acción sobre Cachimán, un fuerte construido por los haitianos en territorio dominicano, entre Bánica y Las Caobas. Al recuperar terreno, las tropas dominicanas todavía no habían logrado tomar el control sobre todas las zonas otrora pertenecientes a la colonia española de acuerdo con el Tratado de Aranjuez de 1777. Tras la salida de las tropas de Hérard, el bolsón de Hincha y otras poblaciones no habían sido recuperadas, de seguro a causa de haberse establecido una numerosa población haitiana, ya mayoritaria. No era el caso de otras comarcas, como la próxima a Cachimán, poco poblada, lo que determinó que el fuerte fuera tomado por primera vez en la primera semana de diciembre de 1844, con lo que se culminó la campaña iniciada meses atrás.
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Duvergé dirigió la toma del fuerte, ocasión en que ratificó el arrojo que lo caracterizaba. El parte que envió a Santana el 6 de diciembre describe la acción. Me resolví quitar al enemigo una fortaleza en que encerraba todas sus provisiones, para lo cual nombré una fuerza como de ciento cincuenta hombres de infantería y setenta de caballería y poniéndome a su cabeza, marchamos sobre el lugar nombrado el Cachimán donde estaba la principal fuerza de las Caobas, como llave al fin de su territorio. Conocía a mi llegada que era de toda necesidad el tomar aquel punto, así por su excelente situación, como por el modo con que estaba fortificado, amurallando todo su circuito sin más entrada que tres pequeñas portañolas que sólo permitían la entrada de un hombre a la vez; pero confiados en la justicia de la causa que defendemos y en los valientes que me rodeaban, dispuse dividirlos en tres columnas para atacar el fuerte por tres puntos diferentes, comenzó el fuego por todos tres, pero resistido vigorosamente por los enemigos, estuvo indecisa la victoria de diez a doce minutos; mas al fin los bravos militares mezclando, con el ruido de sus tiros los vivas a la patria y a nuestro presidente Santana, redoblaron su ardor, y acometieron a montar el fuerte, lo que visto por mí, ordené el asalto a cuya voz volaron los valientes y se apoderaron del espaldón de la trinchera, al mismo tiempo los enemigos saltaron los muros precipitándose en una profunda cañada, y al cabo de veinte y cinco a treinta minutos se vio tremolar sobre dicha fortaleza el pabellón de la cruz blanca.
El ejército haitiano se negó a reconocer la presencia dominicana en Cachimán, por lo que se tornó en punto álgido de la disputa y en sus alrededores se libraron continuos enfrentamientos. Desde su cuartel general en Las Matas de Farfán, Duvergé dirigía a los subordinados que defendían la simbólica avanzada de la soberanía dominicana. La situación se agravó cuando ascendió a la presidencia de Haití el general Louis Pierrot, quien se propuso retomar una línea ofensiva contra los dominicanos. En mayo de 1845 el presidente haitiano ordenó una movilización general y la invasión del territorio dominicano. Con antelación al plan de incursión masiva, el ejército haitiano desplegó asaltos restringidos, en uno de las cuales logró desalojar a los dominicanos
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de Cachimán, visto como la llave para la fase siguiente de ofensiva sobre la frontera meridional. Duvergé reunió tropas y dirigió la acometida que logró por segunda vez expulsar a los haitianos del fuerte. Aprovechando el efecto moral de este triunfo, en los días siguientes dispuso un avance sobre los territorios dominicanos aún controlados por los haitianos, esfuerzo que se reveló infructuoso. La respuesta haitiana no se hizo esperar, como parte de la decisión de Pierrot de aplastar la independencia dominicana. Tomaron parte en ella los principales generales del país vecino: Thelemaque, Toussaint y Morissette. Entre julio y septiembre de 1845, el ejército dominicano, encabezado por Duvergé, efectuó maniobras hasta que logró de nuevo hacerse del control sobre Las Matas de Farfán y restringir la guerra a la zona fronteriza. El gobierno envió a Joaquín Puello, ministro de Interior y Policía, para que colaborara con Duvergé. Tras diversos movimientos de tropas, el general Puello libró combate en La Estrelleta, sabana cerca del río Matayaya, donde infligió una derrota sin precedentes al ejército haitiano. No fue necesario que llegara el cuerpo comandado por Duvergé. De todas maneras, las maniobras del otro contingente resultaron esenciales para que Puello alcanzara un rotundo triunfo. Este hecho determinó que se derrumbaran los planes de Pierrot, quien fue derrocado de la presidencia. Tras concluirse en La Estrelleta la campaña de 1845, Duvergé fue ascendido a general de división y designado jefe político de la provincia de Azua. Trasladó su cuartel general a San Juan de la Maguana y delegó el cuidado de la frontera en Valentín Alcántara, su principal subordinado. Aunque no tenía pretensión inmediata de recuperar los territorios dominicanos bajo control de Haití, durante los años siguientes Duvergé se mantuvo en alerta constante. Cada cierto tiempo ordenaba incursiones restringidas, entre otras cosas para estorbar la acción de los “maroteros”, quienes realizaban depredaciones a ambos lados de la frontera. DERROTAS SUCESIVAS Y EL NÚMERO En 1848 ascendió a la presidencia de Haití Faustin Soulouque, quien concedió prioridad al designio de liquidar la independencia dominicana, modificando la postura pasiva de su predecesor Jean Baptiste Riché.
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Mientras tanto, Santana había abdicado de la presidencia al sentir que su popularidad había mermado y que corría el riesgo de ser derrocado. Fue sustituido en septiembre de 1848 por el general Manuel Jiménes, ministro de Guerra, quien encabezaba una conspiración para apartar a Santana. El nuevo presidente abandonó la orientación autocrática de Santana y adoptó una postura tolerante, acorde con su antigua condición de trinitario. Entre otras medidas, promulgó una amnistía que permitió el retorno de los proscritos de 1844. Aunque el presidente mantuvo a una parte de los funcionarios de Santana, los sectores más conservadores le abrigaron animadversión. A inicios de 1849 comenzaron los movimientos en la frontera, lo que obligó al presidente Jiménes a decretar la movilización general. De nuevo fueron llamados a las armas más de 10,000 hombres para afrontar la agresividad de Soulouque, esfuerzo que consumía los escasos recursos con que contaba el país y restaba brazos a las faenas agrícolas. Jiménes ratificó a Duvergé en la jefatura del sur y destinó a varios generales para que lo auxiliaran. La tropa dominicana resultó insuficiente para frenar el avance haitiano, que se concretó en toda la regla en febrero de 1849. Un mes después, Soulouque en persona se puso al frente de más de 18,000 hombres. Ante ese dispositivo, las defensas dominicanas en la frontera se derrumbaron. Duvergé intentó hacer frente a la invasión en Las Matas de Farfán y, al fracasar, tuvo que ordenar la retirada hasta el Yaque del Sur. En ese momento comenzó a cundir el desconcierto entre sus generales, cada uno de los cuales adoptaba criterios distintos y, en algunos casos, desobedecían las instrucciones de la superioridad. El momento más álgido se produjo cuando la tropa dominicana se concentró en Azua, adonde se trasladó el mismo presidente Jiménes con el fin de restaurar el orden. Aun así continuó la indisciplina, de la que dio muestra destacada el coronel Juan Batista, quien se negó a acatar la orden de dirigirse hacia el frente y unilateralmente operó una contramarcha. También Ramón Mella se mostró remiso a aceptar la pertinencia de las orientaciones de su superior, y comenzó a manifestar rechazo hacia la persona del presidente. Probablemente, detrás subyacía una intriga política orquestada desde Santo Domingo, tendente a debilitar a Jiménes y promover el retorno de Santana. Aunque la
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indisciplina estaba dirigida contra Jiménes, presente en Azua y Baní durante unos días, afectaba los esfuerzos de Duvergé. Un asunto que también enturbió el ambiente fue la designación del general Valentín Alcántara al frente de uno de los cuerpos de ejército, tras haber caído prisionero al inicio de las operaciones de ese año y ser canjeado por soldados haitianos. Alcántara era un comandante competente que se había distinguido como lugarteniente de Duvergé en los años anteriores, pero suscitó dudas que aceptara ostentar un uniforme que le regaló Soulouque. En realidad, entonces no le servía a los haitianos, pero muchos, de buena o mala fe, le retiraron la confianza. Producto de esta situación, la descomposición de la tropa llevó al abandono desorganizado de Azua. La desmoralización llegaba a su clímax y presagiaba que el terreno quedaría franco para el avance haitiano. Si hasta entonces había una correlación de fuerzas favorable a los haitianos, la caída de Azua anunciaba el siempre temido desastre. Sin embargo, el ejército dominicano había mostrado capacidad de resistencia durante los días anteriores, gracias a haber concentrado fuerzas y a ser dirigido con impecable eficiencia por Duvergé, quien evitó que los haitianos rodeasen al grueso de los defensores de la plaza durante la batalla de Azua. Duvergé tuvo que desplegar esfuerzos tremendos para sobreponerse al derrotismo, la insubordinación y la incompetencia de algunos de los generales. Producto de esa actitud y de la intriga política, la ciudad fue abandonada al día siguiente de haberse frenado el avance haitiano, sin que Duvergé pudiera evitarlo. Aun así, tras ordenar la retirada, le resultó factible restablecer el orden dentro del destacamento, tomar el control de las operaciones, insuflar confianza y organizar una línea de frente entre la costa y las montañas, en la cual reunió más de 2,000 hombres, aprovechando que el general Fabré Geffrard, comandante en jefe haitiano, decidió posponer unos días el avance hacia Baní. Al igual que en 1844, el ejército dominicano contó con el auxilio de varios buques capitaneados por Juan Bautista Cambiaso, los cuales impedían que las fuerzas haitianas avanzaran por el camino costero. Mientras tanto, el avance arrollador de Soulouque había creado una atmósfera de caos en Santo Domingo, donde muchos habitantes se aprestaban a escapar del país. Los comerciantes realizaban transacciones
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apresuradas pensando que con ellas protegían sus bienes. Parecía inevitable el restablecimiento del dominio haitiano, circunstancia aprovechada por los conservadores a ultranza para desacreditar al presidente Jiménes, achacándole la responsabilidad del desastre militar. Desde su posición en el Senado, Buenaventura Baéz, la figura más competente del bando conservador, abogó por convocar a Santana para designarlo en la jefatura de las operaciones. Al inicio, Jiménes pudo eludir las presiones de los conservadores, pero el estado de opinión pública lo obligó a ceder a inicios de abril, procediendo a aceptar la designación de Santana en la jefatura del Frente Sur. A Santana se le encomendó compartir la jefatura con Duvergé, pero en los hechos ganó mayor ascendiente, ya que se le veía como garantía de la unidad de acción necesaria para el triunfo, como pretendidamente había quedado de manifiesto cinco años antes. Esta postura cobró fuerza en la medida en que, víctima de maquinaciones, Duvergé no había logrado en las semanas previas cohesionar el mando alrededor de su persona. Pero la capacidad de Duvergé no estaba puesta en entredicho, aunque así le pareciera a algunos que habían sido ganados por el pánico. En realidad, le correspondió a Duvergé dar inicio a una sucesión de victorias de los dominicanos sobre el invasor, si bien es cierto que la presencia de Santana contribuyó a restaurar la confianza, tanto por la imagen que se había formado en 1844 como por las intrigas conservadoras. Esto se demostró en ocasión del avance haitiano sobre El Número, donde Duvergé se encontraba apostado, una formación montañosa al final de la llanura de Azua que tenía que ser atravesada por los haitianos para eludir el camino costero. El 17 de abril, en la batalla que se libró en El Número, Duvergé le dio un giro al sentido de las operaciones, al infligir una derrota al cuerpo del ejército haitiano comandado por Geffrard. De nuevo, dando muestra de extrema pericia táctica y renovando el procedimiento de ataque sorpresivo con machetes y otras armas blancas, el jefe dominicano aprovechó las condiciones del terreno para compensar la inferioridad numérica. Aunque durante los días siguientes la tropa de Geffrard intentó continuar el avance, El Número inició la reversión de la coyuntura. Al otro día, junto a José María Cabral, uno de sus subordinados más aguerridos, Duvergé volvió a propinar una derrota a sus contrarios.
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Hasta entonces Santana no había intervenido en los eventos, pues se había limitado a situarse prudentemente en la retaguardia sin asumir el mando efectivo. Entre el 19 y el 23 de abril el ejército haitiano volvió a ser derrotado en Las Carreras, a orillas del río Ocoa, victoria que ha sido adjudicada a Santana. Alrededor de este episodio existen versiones distintas, pues más que una batalla fue una sucesión de encuentros que se saldaron en la imposibilidad de que el ejército haitiano pudiera seguir avanzando. Crítico acerbo de Santana, Joaquín Balaguer desarrolla la tesis de Emiliano Tejera de que Las Carreras no pasa de ser un “mito” construido para magnificar la figura del déspota. De acuerdo con esa propuesta, no hubo tal “batalla”, sino una sucesión de escaramuzas con un ejército haitiano que marchaba de retirada y en desorden tras el golpe que le había asestado Duvergé en El Número. La generalidad de historiadores interpretan de otra manera los documentos y, aun sea con matices, admiten que el 21 de abril se produjo un enfrentamiento de magnitud que detuvo la ofensiva haitiana. Pero el triunfo de las armas dominicanas en esta acción principal del 21 no fue completo, por lo que en los dos días siguientes Santana desplegó avanzadas para hostilizar los flancos del oponente, logrando arrebatarle piezas de artillería y obligándolo a evacuar la posición. Al margen de la interpretación que se ofrezca sobre lo verdaderamente acontecido, no cabe duda de que Las Carreras no hubiera sido posible sin la acción previa en El Número, relación manipulada con el fin de enaltecer a Santana. Tan es así que el primer encuentro en Las Carreras, el día 19, antes de que se apersonara Santana, lo dirigió el coronel Francisco Domínguez, de origen venezolano, dejado por Duvergé al mando de la tropa cuando decidió retirarse a descansar a Baní. Domínguez se había situado en Las Carreras, a orillas del río Ocoa, a fin de aprovisionar de agua a la tropa. Existe la versión, recogida por García Lluberes, de que en Baní se produjo una tensa entrevista entre Santana y Duvergé, en la que el primero expresó: “Usted es más valiente que yo; pero yo soy más militar que usted”. PERSECUCIÓN Y JUICIO En aquel momento, el prestigio de Santana se hizo incuestionable, por cuanto se presentó como el artífice de la retirada de los haitianos,
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aprovechando que no hubo más combates tras Las Carreras. Los conservadores de los cuerpos legislativos intensificaron sus planes para deponer a Jiménes y lo acusaron con pretextos baladíes. El Estado Mayor del Frente Sur, instigado por la camarilla conservadora, desconoció el poder civil, tal como lo había hecho en 1844, y por segunda vez proclamó a Santana jefe supremo del país mediante pronunciamiento de 9 de mayo de 1849. Jiménes intentó resistir detrás de los muros de la ciudad al cerco de la hueste llegada desde Baní, pero al cabo de unos días capituló, con lo que Santana se volvió a hacer cargo de la conducción del país. Tras retornar al poder, Santana se rodeó de un aura sin precedentes: fue designado Libertador, se le donó un inmueble en la ciudad, se le entregó un sable conmemorativo y su retrato fue colocado en el palacio de gobierno junto a los de Cristóbal Colón y Juan Sánchez Ramírez. El pronunciamiento de los generales que desconocía el gobierno de Jiménes había sido promovido por el mismo Santana, quien le propuso a Duvergé que firmara el documento. El jefe militar entendió que no le correspondía dar tal paso, obligado a la obediencia al poder civil, por lo que le espetó a Santana: “Mi espada no se desenvaina sino para pelear contra los haitianos”. La negativa generó el furor del déspota, quien probablemente ya abrigaba resentimientos por ser Duvergé el único jefe con la suficiente categoría para opacar su artificiosa gloria militar. Tan pronto exteriorizó su negativa a secundar el golpe de Estado, Duvergé fue encarcelado por orden de Santana, bajo el pretexto de que era responsable por las sucesivas derrotas que tuvieron su culminación en Azua. Se abrió una investigación ordenada por Santana, que tenía por finalidad juzgar la pretendida traición de Alcántara como causa de la caída de Azua y establecer si Duvergé había sido su cómplice. Se adujo que Alcántara había hecho llegar a su superior una misiva del gobernante haitiano, pero en realidad se probó que Duvergé había señalado a Pedro Florentino que “al que le hablase de reducción le daría un balazo”. En el juicio al que fue sometido el insigne guerrero, culminado en diciembre de 1849, Santana, mostrando su faceta más odiosa, hizo designar como fiscal acusador a Francisco del Rosario Sánchez, amigo personal del acusado y quien se había solidarizado con el gobierno de Jiménes tras
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retornar del destierro en Curazao. En ningún momento se rompió la amistad entre ellos, consciente Duvergé de que Sánchez había obrado contra su voluntad y que evitaba ser otra víctima de Santana. La defensa del acusado fue dirigida por Félix María Delmonte, uno de los primeros poetas dominicanos y amigo de Duarte, todavía con ciertas posiciones liberales. Delmonte se centró en destacar los méritos del acusado y le rindió un homenaje que se reserva a los héroes, poniendo de relieve por primera vez lo que le debía el país. Al mismo tiempo, hizo una premonitoria advertencia acerca de las implicaciones del proceso. ¡General Antonio Duvergé, vos que durante seis años habéis conducido con honor las huestes dominicanas por el sendero de la gloria, desplegando el celo y actividad que os infunde el amor a nuestra Santa Causa y el odio a los enemigos de vuestro padre! No temáis que el hecho de ocupar breves instantes el banco del crimen mancille vuestro honor y vida militar esclarecida […]. Confortaos con la idea de que si el cadalso se convierte en altar cuando sube a él un inocente, el proceso se convierte aureola resplandeciente cuando administran la justicia manos tan puras como las de vuestros jueces […]. Si después de replegaros en vosotros mismo, ese juez interior os dice que él huérfano de los bosques después General de División, siempre nuncio del triunfo y ardiente Dominicano, puede ser cómplice de un traidor en favor de Haití, aplicad la Ley; vosotros a vuestro turno seréis también juzgados.
No bastó que no se probara ninguna de las acusaciones, ni que se tuvieran que aceptar los argumentos de Delmonte, puesto que había una determinación política contra el héroe. El tribunal condenó a Alcántara, considerando erróneamente que había actuado por traición, pero descargó a Duvergé de la acusación de complicidad por lo acontecido en Azua. De todas maneras, Santana logró que se le redujera a confinamiento en El Seibo. Buenaventura Báez, quien tomó la presidencia por designación de los cuerpos legislativos poco después, a pesar de que imprimió una orientación distinta a la de Santana en los asuntos públicos, no se propuso alterar la sentencia, consciente de que desafiaría la autoridad suprema de Santana, quien se encontraba en el cenit de su gloria.
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CONFINAMIENTO Y EJECUCIÓN Duvergé llevó una vida tranquila durante su confinamiento en El Seibo, dedicado a actividades de subsistencia. No obstante, cuando Santana retornó a la presidencia en 1853 tomó conciencia de que sería su víctima en la primera ocasión propicia. El paso más importante que dio Santana al inicio de su tercera administración fue denunciar a su otrora protegido, Buenaventura Báez, como un traidor, disponiendo su arresto y deportación. El dictador había captado que Báez, mientras se encontraba en la presidencia, trató de socavar su ascendiente. El tirano no pudo evitar que se manifestara el carácter retrógrado de su régimen y que mellara parte considerable de su prestigio. Paulatinamente los partidarios de Báez se fueron movilizando para traerlo de nuevo al poder. Desde el exterior, los baecistas deportados se aprestaban a efectuar una expedición armada. Tal vez la más importante de las conspiraciones fue la dirigida por Pedro Eugenio Pelletier, uno de los franceses con experiencia militar que había hecho carrera en el país. El propósito del intento consistía en suscitar un pronunciamiento en la ciudad de Santo Domingo que diera inicio a una insurrección. Muchas personas se encontraban comprometidas, como Pedro Ramón de Mena y Francisco del Rosario Sánchez, pese a que este se encontraba bajo vigilancia. Una delación impidió el éxito y los principales conspiradores fueron capturados, mientras otros lograron escapar del país. Una de las ramas de la conjura se había extendido hasta El Seibo, y Duvergé tomó parte en ella. Esta actitud, que rompía con su rechazo de la actividad política, se explica por el hecho de que su posición personal se había tornado vulnerable tras el retorno de Santana a la presidencia en 1853. Temía que en cualquier momento su enemigo lo hiciera asesinar. Es probable, de todas maneras, que a la luz de su experiencia, considerara necesario derrocar a la autocracia, y por tanto decidiera solidarizarse con Báez, quien era objeto de apoyo por parte de todos los sectores que cuestionaban a Santana. Las autoridades recibieron confidencias y dispusieron el arresto de Duvergé junto a sus hijos y otros conspiradores. De acuerdo con García Lluberes, “[…] el eterno Caín, quien lo asechaba sin descanso, encontró
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el pretexto que necesitaba para descargar sobre él su ira fratricida[…]”. Duvergé eludió el arresto después que recibió la notificación y procedió a ocultarse en los montes de las cercanías. Tras unos días, fue capturado, víctima de una delación, y traducido a un tribunal que lo condenó a muerte. En contraste con el trato que el déspota dio a los conspiradores apresados en Santo Domingo, a los cuales conmutó la pena capital, ratificó la condena de Duvergé y los restantes implicados en El Seibo, incluyendo dos de sus hijos. Tanta inquina le guardaba al antiguo subordinado, que permaneció en El Seibo mientras se celebraba el juicio y hasta que se ejecutó la condena. El odio del tirano llegó a límites insospechados: Daniel Duvergé, uno de los hijos de Duvergé, menor de edad, debía ser mantenido en prisión hasta llegar a la mayoría de edad, cuando sería fusilado. Los otros dos hijos del prócer, niños de nueve y 11 años, fueron condenados a confinamiento en Samaná. El 11 de abril de 1855 Duvergé y su hijo Alcides fueron conducidos al cementerio de El Seibo para ser pasados por las armas. Los acompañaron al cadalso el comandante Juan María Albert, el trinitario Tomás de la Concha y el español Pedro José Dalmau. Como último deseo, Duvergé solicitó al jefe del piquete que su hijo fuera fusilado primero a fin de ahorrarle la pena de ver caer a su padre. Él, valiente a toda prueba, no pudo contener las lágrimas al ver a su hijo acribillado. Refiere la tradición que Santana, en acto inicuo que lo retrata, se apersonó poco después de los fusilamientos y, entre interjecciones, descargó un puntapié sobre el cuerpo exánime de su víctima. El fusilamiento de Duvergé se inscribía en la carrera criminal de Santana, siguiendo a los de María Trinidad Sánchez, Andrés Sánchez, Joaquín Puello, Gabino Puello y Aniceto Freites, y continuaría con los de José Contreras y Francisco del Rosario Sánchez y sus 20 compañeros en 1861. Era el trágico precio de sangre en aras de la libertad.
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CINCO VECES PRESIDENTE Buenaventura Báez todavía hoy puede considerarse como el prototipo más acabado del político dominicano. Se inició joven como figura destacada, cuando el país se encontraba bajo la dominación haitiana, y tomó parte en los procesos que llevaron a la fundación del Estado dominicano durante 1844. Fue el tercero en ocupar la presidencia de la República, en 1849, y desde entonces se rodeó de un grupo de fieles. Por su capacidad y el apoyo que concitó de diversos sectores, obtuvo tal popularidad que le permitió ocupar la silla presidencial en cinco ocasiones. Tuvo por cualidad señera la astucia, aunque no descendió a la categoría de político vulgar. De todas maneras, no mostró pruritos en utilizar variados medios para afirmar su liderazgo. A pesar de un adecuado nivel intelectual y de su posición conservadora, no le preocupaba mostrar principios consistentes, al entender que las posiciones debían guardar correspondencia con las circunstancias. Su interés personal estaba por encima de toda idea y, como nadie, supo identificar las conveniencias momentáneas al margen de escrúpulos. Aunque pronunciaba discursos correctos, no llegaba a ser un orador. Tampoco tuvo vocación de militar, medio para proyectar a muchos dirigentes en el siglo XIX. Y, aunque estaba dotado de cierto nivel cultural, no tuvo inclinación intelectual. Lo único que contaba para él era la búsqueda del poder. El carisma que la población reconoció en él se derivaba de considerarlo la única persona con las condiciones para enrumbar al país hacia la prosperidad. El secreto de la idolatría de que se hizo acreedor radicaba en su capacidad, puesta al servicio de las aspiraciones personales, en un medio histórico caracterizado por el atraso en todos los planos.
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ANTECEDENTES FAMILIARES Los orígenes de Báez están teñidos de leyenda. Su padre, Pablo Altagracia Báez, fue un niño expósito, tal vez hijo del sacerdote Antonio Sánchez Valverde, recogido en el hospital de San Nicolás y adoptado por un joyero que le trasmitió el oficio. Sin que se conozcan detalles de cómo acumuló fortuna, sobresalió como uno de los hombres más ricos del país. Se estableció en Azua, donde se hizo dueño de hatos, cortes de madera, recuas, alambiques, comercios y panadería. Poco después de 1808, cuando existía la esclavitud, Pablo Báez se enamoró de Teresa Méndez, una joven mulata, esclava de un íntimo amigo suyo. Logró que este le vendiera su esclavita y estableció con ella vínculos matrimoniales. Buenaventura Báez, nacido en Rincón (hoy Cabral) en 1812, fue el primero de una larga lista de hermanos, que incluían vástagos de su padre con otras mujeres.
LOS PRIMEROS PASOS Deseoso de labrar un porvenir brillante a su primogénito, Pablo Báez lo envió a estudiar a Inglaterra. Buenaventura Báez no realizó estudios universitarios formales, pero desde joven sobresalió por su atención a la cultura. Hasta el final de su vida fue un lector voraz, lo que le permitió conocer las principales teorías sociales y políticas y estar al tanto de la evolución de los procesos internacionales. Su prolongada estadía en Europa lo situó por encima de la media cultural de los jóvenes del sector social dirigente, en una época en que no había instituciones de educación superior. La riqueza del padre y su talento le facilitaron una temprana incursión en la política haitiana como representante de la región de Azua. Además de la afición por la política, Báez mostró interés en los negocios, al igual que su padre. En los primeros tiempos de vida adulta, antes de dedicarse de lleno a la lucha por el poder, ayudó al padre a acrecentar la riqueza familiar.
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EN LA CONSTITUYENTE HAITIANA DE 1843 A inicios de 1843 estalló en Les Cayes, la tercera ciudad en importancia de Haití y núcleo del sector liberal mulato, un movimiento armado que recibió el calificativo de La Reforma. El presidente Jean Pierre Boyer, quien había gobernado como autócrata desde 1818, tuvo que abdicar al poco tiempo. Quienes derrocaron a Boyer en teoría se proponían establecer un régimen democrático, para lo cual convocaron a una asamblea constituyente, que sesionó durante la segunda mitad de 1843 y aprobó una nueva constitución que sustituyó la de 1816. Gracias a sus dotes e influencia, Buenaventura Báez fue electo representante de Azua a la asamblea constituyente. En ella comenzó su vida pública. Ganó un sitial en el mundo político con propuestas que llamaron la atención y lo situaron como una figura representativa de los intereses de los sectores dirigentes dominicanos. La propuesta más osada que presentó Báez en esa ocasión fue que se derogara la cláusula constitucional que estipulaba que ningún blanco podría ser propietario de bienes en territorio haitiano. Argumentó que eso impedía el ingreso de capitales e inmigrantes de otros países, que resultaban imprescindibles para el avance económico. Se advierte el germen de lo que sería siempre el componente central en las preocupaciones de Báez: que el país entrara en una senda de progreso parecida a la que transitaban los países de Europa Occidental y Estados Unidos. La contrapartida de esta concepción consistió en el convencimiento de que el país carecía de los medios para lograr por sí mismo el progreso, de manera que estaba obligado a buscar la protección de una gran potencia o, de ser factible, integrarse como parte de ella. EL PLAN LEVASSEUR Los dominicanos que formaban parte de la constituyente en Port-auPrince, encabezados por Báez, establecieron vínculos con el cónsul general de Francia, André de Levasseur. El diplomático les propuso un plan para que la ruptura de los dominicanos con el Estado haitiano se orientase
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al establecimiento de un protectorado de Francia. República Dominicana estaría regida por un gobernador francés durante un plazo de 10 años, con posibilidad de prórrogas; le donaría a Francia la península de Samaná, y estaría dispuesta a colaborar en el caso de que Francia emprendiera una guerra para reconquistar Haití. La propuesta, aunque de carácter confidencial, recibió el calificativo de Plan Levasseur, y fue acogida por los representativos dominicanos en la capital haitiana, de lo cual se originó el calificativo de “afrancesados”. El cónsul francés, sin autorización de su gobierno, concibió ese plan como el primer paso para que Haití volviera a ser colonia francesa. Los conservadores dominicanos vieron la oportunidad de liberarse del dominio haitiano y lograr la ayuda de una potencia para el despegue hacia el progreso. Consideraban que el dominio haitiano los colocaba en una situación subordinada que les impedía el desarrollo de los negocios y, en general, el despliegue de sus intereses. La corriente antihaitiana fue tomando cuerpo en buena medida a causa de que la economía en la parte dominicana estaba experimentado cierto dinamismo, mientras la haitiana se mantenía estancada. Báez y los otros afrancesados lanzaron un manifiesto –cuyo texto se ha perdido– el 1º de enero de 1844, por medio del cual llamaban a la fundación de la República Dominicana bajo la protección de Francia. La progresión de los trabajos del grupo de Báez fue lo que empujó a los trinitarios, dirigidos por Francisco del Rosario Sánchez, a establecer una alianza con un sector de los conservadores encabezado por Tomás Bobadilla. Conjuntamente redactaron el Manifiesto del 16 de Enero, que también llamaba a la constitución de la República Dominicana, pero como un Estado soberano. BAJO LA SOMBRA DE SANTANA Al enterarse de las gestiones de los trinitarios, a inicios de 1844, Báez, quien tenía buenas relaciones con los funcionarios haitianos, denunció a Gabino Puello, cuando llegó a Azua con el Manifiesto del 16 de Enero. Puello se libró de ser capturado por el aviso que le dio el futuro general Valentín Alcántara. Como la proclamación de la independencia el 27
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de febrero chocaba con sus planes políticos, Báez intentó oponerse a ella en Azua, razón por la cual fue apresado y enviado a Santo Domingo. A los pocos días fue liberado y retornó a Azua con el cuerpo expedicionario, al lado de su jefe Pedro Santana, con quien estableció buenas relaciones. Haciendo uso de sus facultades de general en jefe del Frente Sur, Santana designó a Báez con el rango de coronel, y como tal estuvo cerca de los hechos que culminaron en la batalla del 19 de marzo. Terminada la campaña, Báez se encontró con que las tropas haitianas, cuando pillaron e incendiaron a Azua, provocaron la destrucción de gran parte de la riqueza de su familia. En los años posteriores, el protagonismo político de Báez le depararía pérdidas cuantiosas de sus bienes. Santana y Báez coincidían en la conveniencia de buscar la protección francesa, ambos convencidos de que el país carecía de los recursos para enfrentar la amenaza militar haitiana. Cuando los trinitarios destituyeron a los conservadores de la Junta Central Gubernativa –el gobierno colegiado provisional instaurado el 27 de febrero– Báez fue uno de los que tuvieron que ocultarse y pidió asilo en el consulado francés. Durante los primeros años posteriores a la independencia, a pesar de su capacidad, Báez fue una figura de segundo plano, posiblemente debido a que quedó en el ánimo de muchos que había intentado oponerse al nacimiento de la República. Algunas versiones propagadas con posterioridad por sus enemigos ratificaron detalles de la delación a la conspiración dirigida por los trinitarios. Aunque Santana lo consideró uno de los suyos, parece que en esos años lo mantuvo a cierta distancia, tal vez ponderándolo como un individuo con demasiada independencia personal. REDACTOR DE LA CONSTITUCIÓN DE 1844 A pesar de su actitud equívoca el 27 de febrero, Báez tuvo que ser tomado en cuenta por su talento y sus relaciones en Azua y otros lugares con figuras sociales de relieve. Fue electo para la asamblea constituyente que sesionó en San Cristóbal y que aprobó la primera constitución de la República Dominicana, el 6 de noviembre de 1844. Siendo el más capaz de dicho cuerpo constituyente, tomó las principales iniciativas en
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los trabajos. Por moción suya se acordó que las personas de los constituyentes eran inviolables mientras desempeñaran sus funciones, una forma de tomar distancias frente a la influencia avasalladora de Santana. En esos días se desarrolló una situación de tensión entre los integrantes de la Junta Central Gubernativa y los constituyentes, a pesar de que ambas partes tenían posturas conservadoras. Varios de los delegados a la asamblea mostraron reticencias al poder omnímodo al que aspiraba Santana. Esto no hizo sino renovar la posible ojeriza que Santana podía tener en esos días respecto a Báez. Gracias a que Báez había tenido la experiencia en la asamblea constituyente de Port-au-Prince, el año anterior, los delegados reunidos en San Cristóbal acordaron que dirigiera la comisión encargada de redactar el proyecto de constitución. El grueso del documento parece haber sido obra de Báez. Entendiendo que procedía el establecimiento de un orden político moderno, similar al existente en los países “civilizados”, Báez se inspiró sobre todo en la constitución de Estados Unidos, aunque tomó en cuenta también la constitución haitiana, que él conocía al dedillo. El documento aprobado en noviembre de 1844 no llegaba a tener un carácter exactamente liberal –por ejemplo, estatuía restricciones al derecho de elegir y ser elegido–, pero contenía muchos aspectos de la concepción liberal, como la separación de poderes. Esos conservadores dominicanos de 1844, entre los cuales sobresalía Báez, aplicaban un criterio de acuerdo con l cual el régimen conservador al que aspiraban, con el mandato de salvaguardar los intereses tradicionales, debería estar regido por preceptos tomados de la moderna corriente liberal. Santana fue nombrado presidente para dos períodos consecutivos en la constitución. Pero se negó a tomar posesión bajo las cláusulas bastante liberales contenidas en la carta magna. Exigió, sin empacho, que se le reconocieran potestades absolutas. Los constituyentes se vieron forzados a incluir el famoso artículo 210, que otorgaba al presidente facultades dictatoriales. En 1846 Báez fue destinado para llevar a cabo una misión en Francia e Inglaterra con el fin de obtener el reconocimiento de la República Dominicana. Esa representación duró alrededor de dos años, tiempo durante el cual Báez estuvo aislado de los asuntos del gobierno. Al retornar al país fue designado miembro del Consejo Conservador, nombre
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que entonces tenía la cámara alta, hoy conocida en nuestro país como Senado. En los debates de ese organismo se distinguió como exponente de propuestas tendentes a que el país adoptara preceptos que lo prepararan para la vida moderna. Báez era entonces un conservador con fuertes matices de liberalismo y sentido progresivo burgués. PRIMERA PRESIDENCIA A pesar de su notoriedad personal, la actuación de Báez fue discreta en esos años. Tal vez a eso se debió que Santana no lo objetara cuando fue electo por los congresistas para la presidencia de la República, el 24 de septiembre de 1849, después que Manuel Jiménes fue destituido y Santiago Espaillat se negó a aceptar la posición en las condiciones de preeminencia de Santana. Además, Báez había sido el promotor de la designación de Santana como jefe supremo del ejército en abril de 1849, cuando se temía que el gobernante haitiano Faustin Soulouque llegara ante las murallas de Santo Domingo. Esta posición relevante a favor de Santana facilitó que este último abandonara las dudas que tenía sobre un político tan audaz y capaz. Báez fue el primer presidente que cumplió el período para el que fue electo, algo que en el siglo XIX solo pudieron volver a lograr él, en una ocasión, y los presidentes posteriores a 1880, Fernando Arturo de Meriño y Ulises Heureaux. Su administración contrastó con la de Santana, ya que mantuvo la postura de Jiménes de no incurrir en actos represivos. Respetó la libertad de prensa y disminuyeron los rencores que había dejado la gestión dictatorial de Santana. Una de las notas distintivas de esta gestión fue el orden en el manejo de los recursos presupuestarios, lo que permitió limitar el daño que ocasionaba la circulación del papel moneda. Báez también introdujo una concepción militar nueva, gracias a la asesoría de oficiales franceses que aconsejaron acciones marítimas ofensivas contra Haití. A pesar de la escasez de recursos, el singular presidente conservador de ribetes liberales tuvo el tino de preocuparse por el fomento de la educación. Durante ese período de gobierno, por instancias suyas, se fundó el Colegio San Buenaventura que, aunque no tenía nivel
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universitario, reunió a los espíritus más selectos del país y contribuyó a formar la generación de intelectuales que siguió al nacimiento de la República. Logró granjearse la adhesión de algunos intelectuales y funcionarios jóvenes, a los cuales asignó posiciones preeminentes, como Manuel María Gautier, Nicolás Ureña y Félix María Delmonte. Posiblemente todo eso provocó envidias en los integrantes del círculo íntimo de Santana, quienes debieron sentirse desplazados por un grupo emergente y rival. Al concluir el período de los cuatro años, en febrero de 1853, traspasó la presidencia a Santana, quien había manifestado interés en volver a ocuparla. Poco después, el nuevo presidente denunció acremente a Báez y dispuso su expulsión del país, posiblemente porque temía que pretendiera hacerse la figura dominante. NACIMIENTO DEL BAECISMO Desde el exilio Báez preparó las bases para la confrontación abierta con Santana. Afloraba así una división dentro del bando conservador, lo que no tenía precedentes, pues hasta entonces Santana había sido reconocido como su jefe indiscutible. Las contradicciones de Santana con algunos conservadores no habían conllevado a la formación de una corriente rival. Báez, en cambio, reunía una voluntad política férrea, inteligencia y dinero, y gozaba del ascendiente de haber realizado una gestión gubernamental muy superior a la de Santana. Por lo tanto, todos los que repudiaban las actuaciones de Santana no tuvieron otra salida que alinearse detrás del liderazgo de su enemigo. Báez se preocupó por ampliar lo más posible la base de apoyo que le debía permitir retornar al poder. Por una parte, cuestionó el dominio de la reducida oligarquía que acompañaba a Santana. Tal vez por su condición de mulato, hizo saber que se consideraba representante de los intereses de la población de color, en contra del exclusivismo de los blancos, y se proclamó abanderado de la mayoría pobre, sobre todo de los campesinos. Lo cierto es que, pese a tales proclamas, nunca dejó de ser un conservador que utilizaba la defensa de los humildes como un recurso demagógico. Él no creía en la realización soberana del conglomerado nacional, sino en un progreso llamado a beneficiar a la porción superior de la sociedad.
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En su lucha contra Santana, además de postularse como un tribuno del pueblo, Báez procuró atraerse el apoyo del mayor número de sectores. Fue muy hábil en presentar su propuesta como compatible con todos, por lo que su popularidad fue creciendo. Primero, ofreció al clero compensaciones y un trato distinto del que le había dispensado Santana. En segundo lugar, procuró obtener el apoyo de los cónsules europeos, con el fin de cuestionar la posición pro-norteamericana de Santana. Adicionalmente, atrajo el apoyo de la juventud liberal y culta de la ciudad de Santo Domingo, que abominaba el absolutismo de Santana. De paso hacia Santo Domingo, Antonio María Segovia, primer cónsul español, se entrevistó con Báez en Saint Thomas, isla donde se encontraba exiliado. El diplomático llegaba con la misión de entorpecer el avance de la influencia de Estados Unidos. Al instalarse en Santo Domingo, Segovia anunció que todos los dominicanos que lo solicitaran recibirían la nacionalidad española, lo que aprovecharon los baecistas para oponerse a Santana. Ante una oposición creciente de tinte popular que contaba con el apoyo de los cónsules europeos, Santana optó por renunciar en el momento en que se le hizo imposible arrendar Samaná a Estados Unidos. DEVALUACIÓN MONETARIA Y GUERRA CIVIL Al poco tiempo de que Santana abandonara el poder , Báez retornó al país y retomó la presidencia en octubre de 1856. Ordenó de inmediato que el general José María Cabral, uno de sus partidarios, apresara a Santana, quien fue deportado. Durante varias semanas los baecistas estuvieron en plena euforia, celebrando la desgracia de Santana. En su segunda administración, Báez tomó una medida trascendental, consistente en emitir gran cantidad de papel moneda en ocasión de la cosecha del tabaco en los alrededores de Santiago, supuestamente con la intención de proteger a los agricultores. Este rubro era ya el que dejaba mayores sumas dentro de las exportaciones. Durante el período de cosecha, la cotización del papel moneda se revalorizaba porque aumentaba la cantidad de oro en circulación a causa de los envíos que realizaban los comerciantes extranjeros para comprar
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la cosecha de tabaco. Los campesinos compraban y vendían en papel moneda. Cuando ellos se endeudaban con los comerciantes, al adquirir por adelantado bienes para la subsistencia, lo hacían a una tasa devaluada de los billetes, ya que había escasa circulación de monedas de oro; sin embargo, durante la cosecha, debían saldar de inmediato las deudas a una tasa revaluada a causa de la abundante circulación de oro, lo que resultaba desfavorable para ellos. Tales diferencias estacionales en la cotización eran utilizadas por los comerciantes para acrecentar sus ganancias a través de los créditos a tasas de usura. Aduciendo que ese año el agio contra los cosecheros había llegado a niveles exorbitantes, Báez dispuso una emisión de pesos nacionales en papel, con el fin declarado de mejorar los precios que recibirían los cosecheros en las transacciones con los comerciantes, y posteriormente realizó sucesivas emisiones hasta alcanzar varios millones de pesos. Sin duda la emisión de papel moneda y su subsiguiente devaluación en lo inmediato beneficiaban a los campesinos, que así podrían obtener mejor precio por el tabaco y pagar con mayor comodidad las deudas que tenían contratadas con los comerciantes. Pero con la medida el gobierno central entraba en conflicto abierto con el sector comercial del Cibao, la zona más rica del país. Los comerciantes se veían ante el riesgo de quiebra, no solo porque disminuían sus márgenes de ganancia, sino porque el gobierno despachó agentes con fuertes cantidades de billetes con el fin de adquirir una porción considerable de la cosecha y acaparar la mayor cantidad posible de pesos fuertes en oro. Detrás de esta operación pudo esconderse el propósito de fortalecer al régimen a costa de los intereses regionales del Cibao. Es posible también que Báez concibiera la medida para lucrar personalmente. El resultado fue que los comerciantes y otros sectores urbanos del Cibao entendieron que estaban siendo víctimas de una agresión intolerable del gobierno central, por lo que optaron por declararse en rebelión. El 7 de julio de 1857 estalló un alzamiento en Santiago que se propagó rápidamente por todo el país y dejó aislados a los baecistas detrás de las murallas de Santo Domingo. Los partidarios de Báez en otros lugares, como los generales Pedro Florentino en La Vega, y José Hungría en Santiago, fueron neutralizados sin mayor dificultad. Además de Santo Domingo, los progubernamentales solo pudieron oponer resistencia en
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Higüey y Samaná. En esa ocasión, tomados por sorpresa, los campesinos cibaeños no pudieron expresar la gratitud que de seguro ya comenzaban a sentir por Báez. Los jóvenes ilustrados de Santo Domingo prestaron apoyo entusiasta a Báez, sobre todo cuando Santana se puso al frente de las operaciones contra la ciudad sitiada. Francisco del Rosario Sánchez y José María Cabral, dos figuras de mucho prestigio, dirigieron las operaciones de defensa de la capital. Tras 11 meses de cerco, Báez capituló, pero quedó como una alternativa de poder frente a Santana, quien derrocó a los liberales del Cibao que habían iniciado la revolución del 7 de julio. MARISCAL DE CAMPO Cuando se proclamó la Anexión a España, en marzo de 1861, Báez se encontraba en Europa y no interfirió en la postura tomada por sus partidarios en el exilio de oponerse al hecho. Varios baecistas prominentes, como Manuel María Gautier y Valentín Ramírez Báez, hermano del caudillo, se habían unido a Francisco del Rosario Sánchez, en una Junta Revolucionaria, para luchar contra la anexión a la metrópoli. En lo inmediato, Báez no desautorizó a sus partidarios, pero mantuvo distancia de sus gestiones. Y cuando el régimen anexionista se consolidó, Báez brindó sus servicios a la monarquía española, seguramente calculando que no tardarían en sobrevenir conflictos entre Santana y los españoles, lo que en tal caso le permitiría convertirse en la figura dominante de la administración española. En retribución, la reina de España, Isabel II, lo nombró mariscal de campo. Ante la postura de su líder, los baecistas del exterior se apartaron de las gestiones patrióticas. Cuando estalló la guerra de Restauración, Báez adoptó una actitud prudente y optó por establecerse en París, pero en ningún momento renunció a su cargo en el ejército español. La rebelión contra el dominio español no tuvo relación con las banderías antes existentes. Participaron por igual antiguos partidarios de Santana y de Báez, así como personas que no habían tomado parte en ese conflicto. Ello explica que, a pesar del apoyo que Báez otorgó al
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gobierno español, muchos de sus partidarios que habían permanecido dentro del país tomaran parte en la guerra de Restauración. Por ejemplo, el primer presidente del gobierno restaurador de Santiago, José Antonio Salcedo, Pepillo, era conocido como baecista, al igual que Pedro Florentino, quien fue designado jefe de operaciones en el sur. El liderazgo que seguía detentando Báez quedó evidenciado por el hecho de que, a pesar de su adhesión a España, el presidente Salcedo se propusiese gestionar su retorno al país para entregarle la presidencia. Esa fidelidad a su líder fue una de las razones de la destitución y fusilamiento de Salcedo, ya que el jefe del ejército restaurador, Gaspar Polanco, había sido partidario de Santana, y las cabezas civiles del gobierno en Santiago fueron dirigentes de la rebelión contra Báez en 1857. RETORNO A LA PRESIDENCIA Báez renunció a su rango en el ejército español solo después que las tropas peninsulares abandonaron la isla, y ponderó que su apoyo al gobierno español había sido un error que lo mantendría alejado del país durante mucho tiempo. Se instaló en Curazao para esperar pacientemente el desarrollo de los acontecimientos, de seguro calculando que, a la larga, contaba con factores a su favor pese a su error. Estaba seguro de encontrarse cerca de la fruta madura. Lo primero que debió sopesar fue que, desaparecido Santana, no había otro dirigente con experiencia capaz de reunir fuerzas para instaurar un gobierno estable. En medio de la irrupción desordenada de los caudillos, que habían ganado poder en la lucha restauradora, Báez podía esperar que entre ellos siguieran aflorando conflictos que, más tarde o más temprano, rescatarían su vigencia. Además debió calibrar que contaba con muchos partidarios en las filas restauradoras; el mismo José María Cabral, quien ocupó la presidencia tras la salida de los españoles, era reconocido como antiguo baecista. Los generales de la Restauración, en su mayoría, carecían de cohesión y de un proyecto acabado de gobierno; solo unos pocos se habían compenetrado con los principios liberales adoptados por los miembros del mando de Santiago. Estos dieron lugar a una corriente liberal que adoptó el nombre de Partido Nacional, aunque no era un
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verdadero partido en el sentido que hoy se entiende, y fue conocido como Partido Azul. Se proponían instaurar un régimen democrático institucionalizado que garantizara la soberanía nacional y la marcha del país hacia el progreso. Las concepciones de los liberales chocaban de frente con las aspiraciones personales de Báez. Sin embargo, al principio las posiciones no estaban del todo deslindadas, lo que explica que varios generales restauradores del este seguidores de Báez, encabezados por Pedro Guillermo, armaran en octubre de 1865 un movimiento para derrocar a Cabral, quien no los enfrentó, sino que aceptó traspasar la presidencia a su antiguo jefe, Buenaventura Báez, a quien fue a buscar a Curazao en noviembre. Al tomar posesión de la presidencia sin oposición, Báez designó a Cabral como secretario de la Guerra y a Pedro Pimentel, otro de los principales adalides de la Restauración, como secretario de Interior. Solo Gregorio Luperón, entre los prohombres de armas, se negó a todo trato con el nuevo presidente e intentó sin éxito armar un movimiento en su contra. Empero, algunas figuras civiles se sintieron atónitas ante el curso de los hechos, lo que fue exteriorizado por el sacerdote Fernando Arturo de Meriño, en el discurso de investidura del nuevo presidente, cuando le echó en cara que se había mostrado indiferente respecto a la lucha del pueblo contra el dominio español. Incómodo por su dependencia de figuras cuya fidelidad aún no estaba garantizada, Báez concibió medidas para consolidarse en la presidencia. Una de ellas fue distribuir 200 pesos fuertes, suma considerable entonces, a los generales que participaron en la guerra de la Restauración. Pero sobre todo puso en juego sus habilidades administrativas para afirmar la idea de que solo él era capaz de imprimir eficiencia a la gestión gubernamental. Su popularidad se recuperó sin mayores dificultades, ya que el sentir del pueblo no tomó en cuenta su anterior adhesión a España. En un país destruido tras dos años de guerra, la población solo deseaba que el gobierno lograra mejorar la situación. En sus memorias, Luperón admite la popularidad de su enemigo, que explica por el recuerdo que dejó en la población campesina la devaluación monetaria de 1857. Báez se preocupó en todo momento de retroalimentar su imagen de protector del pueblo pobre, lo que le permitiría diferenciarse de los liberales azules, quienes bajo los dos
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gobiernos de Cabral concedieron prioridad a la recomposición de la élite comercial, sector al que veían generador del progreso. GUERRA CON LOS AZULES En 1866 todavía no se había recuperado del todo la preeminencia de Báez a causa de que la mayor parte de los generales de la Restauración – principal sector dirigente de los asuntos públicos– no habían tenido participación previa en la política nacional y, por ende, no eran baecistas. Esta situación permitió que algunos de los prohombres de la Restauración se coaligaran contra Báez, al parecer porque calibraron que trabajaba para adquirir prerrogativas absolutas. Cabral marchó al exterior, se pronunció contra el gobierno y se dispuso a preparar una expedición en Haití. Luperón desembarcó en Puerto Plata, donde el gobernador Manuel Rodríguez Objío dio la espalda al ejecutivo, y el movimiento se extendió por el Cibao. El gobierno destinó a Pedro A. Pimentel, secretario de Interior para aplastar la insurrección, pero al llegar al Cibao cambió de bando. Báez cayó en pocos días y abandonó nuevamente el país. No es de extrañar que en adelante el partido antibaecista tuviera por jefes a Cabral, Luperón y Pimentel. Pero entre ellos hubo divergencias casi constantes, mientras que en el partido rival había un liderazgo único en manos de Báez, a pesar de que se apoyaba en caudillos de estirpe primitiva. Fue a raíz de la caída del tercer gobierno de Báez cuando se produjo el deslinde abierto entre sus partidarios y los liberales. Para dirimir divergencias, entre los liberales se designó un triunvirato provisional, pero finalmente la presidencia recayó en Cabral, el más influyente de los tres generales. El país se polarizó entre los que gritaban de voz en cuello “viva Báez” y quienes se le oponían. Se retomaron los colores rojo y azul, usados en la guerra civil (1857 a 1858), por lo que muchos han sostenido que los azules de 1866 eran los antiguos partidarios de Santana, opuestos a Báez por motivos personales. Como lo explica Manuel Rodríguez Objío, en su libro Relaciones, esa es una conclusión errada, porque el Partido Nacional se nutrió de los liberales de Santiago y de personas que recién se iniciaban en la política, aunque reconoce que algunos viejos santanistas se les unieron por odio a Báez.
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A pesar de contar con gran parte de los intelectuales, la ineptitud de los azules en el manejo de los asuntos públicos fue aprovechada por Báez. En poco tiempo obtuvo la adhesión de casi todos los caudillos que habían tomado parte en la Restauración. Hasta Benito Monción y Federico de Jesús García, dos de los más connotados líderes de la pasada guerra nacional en la Línea Noroeste, y hasta poco antes adheridos a las filas azules, se pasaron al bando rojo. El retorno de Báez era un reclamo de la gran mayoría de la población, por lo que los caudillos, que lo idolatraban, tendieron a levantarse en armas. Difícilmente en el resto de la historia dominicana se haya producido un fenómeno parecido de tanta popularidad de un jefe político. En octubre de 1867 estalló una revuelta en Monte Cristi, dirigida por Francisco Antonio Gómez y otros caudillos baecistas, que ya no pudo ser contenida. Luperón narra en sus memorias que los campesinos cibaeños se levantaron masivamente contra los liberales en el gobierno y cercaron las ciudades. La segunda administración de Cabral terminó desacreditándose por completo cuando se supo que había autorizado negociaciones para arrendar la península de Samaná a Estados Unidos a cambio de una suma de dinero y armamentos con el fin de aplastar a los caudillos. Báez y sus seguidores, levantando un nacionalismo de oportunidad, acusaron a Cabral de traición a la patria. LOS SEIS AÑOS Los rojos obligaron a Cabral a capitular en enero de 1868, y Báez retomó la presidencia tiempo después. Aunque rechazó la dictadura que le ofrecían sus seguidores, se dispuso a establecer un régimen férreo, que garantizara su permanencia indefinida. Como se ha expresado, gozaba del apoyo de la mayoría del pueblo, que, como lo pone de relieve Sócrates Nolasco en Viejas memorias, creía firmemente que el presidente conservador garantizaba su bienestar a través de los altos precios del tabaco. Este apoyo se manifestaba a través de la casi unanimidad a su favor que manifestaban los caudillos, los hombres fuertes e influyentes de cada comarca del país.
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Por su lado, los azules representaban a medios urbanos minoritarios que estimaban que era preciso doblegar a los caudillos y establecer un sistema político moderno. Casi todos los intelectuales se identificaban con los azules, pero los comerciantes terminaron plegándose en su mayoría ante Báez, convencidos de que él garantizaba la estabilidad y era el único político dotado de los conocimientos requeridos para gobernar con eficiencia. Con todo, los azules tenían vigencia porque representaban la propuesta de instaurar un sistema moderno. Seguros de la razón de su causa, a los azules no les importaba haber quedado aislados de la mayoría de la población. Tan pronto como fueron desplazados del poder, los liberales se dispusieron a derrocar a Báez, para lo que procedieron a aliarse con sus congéneres haitianos dirigidos por Nissage Saget. Cabral se dirigió a Haití e inició las operaciones en la frontera sur, donde contaba con prestigio por haber sido allí el último jefe de la Restauración. Consiguió el apoyo de algunos generales, en especial de los hermanos Ogando, y pudo iniciar una guerra que se sostuvo durante más de cuatro años. La guerrilla de los azules en el sur se proclamó la encarnación de la tradición patriótica dominicana, subrayando que la independencia se hallaba en peligro por las gestiones anexionistas del gobierno rojo. Efectivamente, desde que llegó a la presidencia y aprovechando el interés expansionista de círculos del gobierno de Washington, Báez había entablado negociaciones para anexar el país a Estados Unidos. En noviembre de 1869 se firmó una convención preliminar, tras lo cual se celebró un plebiscito, en el que solo se registraron 11 votos en contra de la anexión. La consulta se hizo en condiciones de represión política extrema, lo que impedía que las personas se manifestaran espontáneamente. De todas maneras, es seguro que la mayoría de la población se mostró de acuerdo con la anexión por el simple hecho de que Báez así lo proponía y porque la veía como un medio para salir de las guerras y la pobreza; pero también, con absoluta seguridad, una porción no desdeñable estaba opuesta por consideraciones patrióticas. Como la guerra dirigida por Cabral lograba cierto apoyo por su contenido patriótico, el gobierno desató medidas de terror para extirpar a sus enemigos. Las cárceles se llenaron de presos políticos y muchos
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opositores se vieron precisados a huir del país para eludir el asesinato o la prisión. En las tareas represivas, el gobierno rojo utilizó a maleantes que se dedicaron a aplicar el terror con una ferocidad sin precedentes en el país, asesinando a centenares de personas. Esos sicarios eran ampliamente conocidos en el suroeste por sus apodos, como Solito, Baúl, Musié, Llinito y Mandé. Penetraban furtivamente detrás de las líneas guerrilleras, allende el Yaque del Sur, donde se dedicaban a matar a todos los que encontraban. Dondequiera que los azules intentaban rebelarse, el gobierno aplicaba la represión sanguinaria, como hizo en el este el general José Caminero, en las operaciones contra la guerrilla del general restaurador Eusebio Manzueta, quien fue capturado y fusilado. En el Cibao los liberales no pudieron hacer nada, ante el inconmovible respaldo de los campesinos a quien veían como salvador de los altos precios del tabaco, por lo que el delegado del gobierno, Manuel Altagracia Cáceres, no tuvo que recurrir al terror. Por diversos motivos, la situación económica del país siguió siendo desesperante. La suerte de la cuarta administración de Báez dependía de la obtención de recursos financieros extraordinarios, a fin de ganar tiempo y poder culminar la anexión a Estados Unidos. Con ese fin, el gobierno designó como agente financiero en Inglaterra a Edward Hartmont, quien recibió autorización para contratar un empréstito. Este banquero judío cometió un fraude extravagante, ya que emitió bonos por más de 400,000 libras esterlinas y apenas entregó 38,000 al gobierno dominicano. La pequeña suma percibida no le permitió al gobierno superar la precariedad. Ni siquiera los secretarios de Estado cobraban regularmente sus emolumentos. Báez dio muestra de coherencia, al garantizar el uso correcto de los escasos recursos, y la devoción al Partido Rojo llevaba a que todo el mundo mostrara disposición al sacrificio. La realidad era que, con posterioridad a la anexión a Estados Unidos, Báez tenía previstos grandes negocios en unión a funcionarios cercanos al presidente Ulysses Grant y a los aventureros William Cazneau y Joseph Fabens, inspiradores de todo lo que se tejía. El Senado estadounidense rechazó el tratado de anexión en 1871, con lo que la caída de Báez fue cuestión de tiempo. El gobierno dominicano todavía mantuvo esperanzas en las relaciones con los norteamericanos,
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puesto que se había firmado un tratado preliminar paralelo de arrendamiento de la península de Samaná a cambio de anualidades de 150,000 dólares, la primera de las cuales fue pagada por Washington. La bandera de Estados Unidos ondeó sobre la península durante esos años, lo que fue aprovechado por los filibusteros estadounidenses para formar una compañía con fines especulativos, la Samana Bay Company. El monto del arrendamiento era una suma relativamente alta para la época, pero ello no impidió que se propagara el malestar. Ahora bien, la cuarta administración de Báez se había consolidado a pesar de la difícil situación económica, al grado de que la insurrección en el sur quedó derrotada a inicios de 1873. Dondequiera que los azules intentaban sacar la cabeza, eran aplastados. En esas circunstancias, la única manera de que Báez cayera era si lo hacía a manos de sus propios seguidores. Ante la impotencia de los liberales y el desgaste de la administración, no tardaron en producirse diversas manifestaciones de oposición en las propias filas de los rojos contra su presidente. El foco del descontento se localizó en la Línea Noroeste. Para culminar el desgaste, el 25 de noviembre de 1873 se levantaron en armas los pilares del baecismo en el Cibao, Ignacio María González, gobernador de Puerto Plata, y Manuel Altagracia Cáceres, delegado del gobierno, y en pocos días forzaron a su antiguo jefe a presentar la dimisión. Además de la grave situación económica, causó malestar una reforma constitucional que ampliaba los poderes de Báez y le permitía reelegirse indefinidamente. EL DECLIVE El 25 de noviembre marcó el final del papel central de Báez en la política dominicana. Empezaron a sobresalir nuevos caudillos nacionales salidos de las filas rojas, mientras los azules, bajo la jefatura de Gregorio Luperón, comenzaron a ampliar lentamente su influencia. Los caudillos se dividieron y la política se caracterizó por un caos continuo, en el que cada facción trataba de hacerse con el poder en forma desordenada. Parecía que el liderazgo de Báez había quedado sepultado, pero él no se daba por vencido. Seguía contando con una porción considerable de la población, y esto le
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permitió aprovechar el desorden que causaban las apetencias por el poder. Sus partidarios lograron derrocar al segundo gobierno de Ignacio María González y pudo así llegar por quinta vez a la presidencia a fines de 1876, permaneciendo en ella poco más de un año. Político avezado, Báez se dio cuenta de que en poco tiempo las condiciones del país habían experimentado cambios, que la independencia nacional no se podía poner en duda y que la opinión pública demandaba un clima de paz. Al llegar por quinta vez a la presidencia, procuró adaptarse a estas nuevas condiciones y procedió a emitir un manifiesto en el cual se autocriticaba por actuaciones previas, declarando que la democracia y la independencia nacional serían en lo adelante sus banderas. De inmediato recibió el respaldo de connotados intelectuales de la corriente liberal, quienes deseaban por encima de cualquier otra cosa que se implantaran el orden y la paz. Hasta José María Cabral, antiguo jefe de los azules, aceptó una secretaría de Estado en la última administración del caudillo rojo. Empero, otros azules consideraron que el presidente tenía el propósito de establecerse de nuevo como dictador y que por lo bajo desplegaba gestiones anexionistas. A inicios de 1878 en la Línea Noroeste estalló una rebelión dirigida por Máximo Grullón y Benito Monción, que fue seguida por otros dirigentes. En el este se levantó Cesáreo Guillermo, quien barrió a las tropas gubernamentales en Pomarrosa, cerca de Guerra. Al poco tiempo, Báez se vio forzado a huir del país, esta vez para siempre. En octubre de 1879 Gregorio Luperón derrocó al presidente Cesáreo Guillermo, con lo que se inició un orden estable, caracterizado por la preponderancia de los azules. Los intentos sediciosos de los caudillos de las otras banderías pudieron ser aplastados, aunque requirieron que el segundo presidente azul, el sacerdote Fernando A. de Meriño, se autoasignara facultades dictatoriales y dispusiera el fusilamiento sumario de quienes se levantaran en armas. Durante esos años el país conoció una fase de prosperidad y las condiciones cambiaron con rapidez. La figura antes señera de Báez perdió vigencia aunque siguió siendo añorado por muchos antiguos seguidores. Báez falleció en su casa de Hormiguero, en el occidente de Puerto Rico, en 1884. Los jefes de más renombre del Partido Rojo, como Manuel María Gautier, optaron por aliarse a Ulises Heureaux, el pupilo de
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Luperón que terminó traicionándolo y adoptando los principios autocráticos de sus antiguos enemigos. El olvidado Báez reencarnó, en cierta manera, en el relevo autocrático de Heureaux. BIBLIOGRAFÍA Martínez, Rufino. Santana y Báez. Santiago, 1943. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano, 18211930. Santo Domingo, 1971. Nolasco, Sócrates. Viejas memorias. Santo Domingo, 1968. Rodríguez Demorizi, Emilio (ed.). Papeles de Buenaventura Báez. Santo Domingo, 1969. Rodríguez Demorizi, Emilio (ed.). Informe de la comisión de investigación de los E. U. A. de 1870. Ciudad Trujillo, 1955. Rodríguez Demorizi, Emilio (ed.). Proyecto de anexión de Santo Domingo a Norteamérica. Santo Domingo, 1965.
GASPAR POLANCO PRIMER JEFE DE LA RESTAURACIÓN
Un historiador consciente puede recoger datos preciosos; y si algún día la pluma de la imparcialidad dijese: “Fuera del Gobierno Polanco ningún otro tuvo tan a pecho la defensa del principio nacional, ningún otro fue más serio y decoroso, ninguno más enemigo de los traidores, ninguno en fin imprimió a la Revolución Restauradora un vuelo más rápido y seguro, ni fue más digno en el cumplimiento de su misión”; y si esto dijere en la posteridad algún hijo de nuestra Patria, creeremos que el fallo de los hombres no es tan interesado como se presume […]. MANUEL RODRÍGUEZ OBJÍO
EL FINAL DE LA REPÚBLICA El 18 de marzo de 1861, el presidente Pedro Santana anunció la anulación de la República Dominicana, al disponer la reincorporación a España, bajo el supuesto de que los dominicanos nunca habían dejado de ser españoles. Este acto no tuvo carácter fortuito; materializaba el componente central del programa de los sectores que casi siempre habían controlado las altas instancias del país, desde su mismo nacimiento en 1844. Con el propósito de una anexión que sepultara la facultad de autodeterminación del pueblo dominicano, estos sectores expresaban la ausencia de confianza de que un país pobre pudiese gestar un Estado habilitado para impulsar el progreso económico y afrontar la amenaza militar de la nación vecina. Este último punto fue presentado como el decisivo, aunque, en realidad, los círculos gobernantes haitianos habían depuesto su extrema belicosidad, tras el derrocamiento del emperador Faustin Soulouque en 1858. Su sucesor, Fabré Geffrard, había optado por incitar a militares dominicanos descontentos a colaborar con Haití. El caso más sobresaliente estuvo representado por el general Domingo Ramírez, jefe de la frontera sur, quien protagonizó una rebelión respaldada por Haití en 1859. Estos hechos, sin embargo, no significaban que la independencia dominicana se encontrase amenazada por el poderío militar haitiano. En las cuatro campañas agresivas desplegadas por los vecinos, los combatientes dominicanos lograron casi siempre victorias resonantes, no obstante la disparidad en el número de tropas y recursos. Lo que en realidad subyacía en la trama anexionista era la continuación del poder omnímodo de Pedro Santana, quien se consideraba el único habilitado para dirigir la suerte de los dominicanos. En los años anteriores a 1861 se había puesto de manifiesto la incapacidad de los sectores dirigentes para promover una recuperación económica. El componente más crítico radicaba en la división de los 347
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sectores políticos dirigentes entre los partidarios de Santana y los del antiguo presidente Buenaventura Báez. La pugna estuvo motivada por las ansias de poder absoluto de Santana, de manera que muchos descontentos se agruparon detrás de su inveterado enemigo. Sin embargo, Báez compartía con Santana la concepción anexionista, lo que no impidió que, momentáneamente, los jóvenes liberales de Santo Domingo y sectores humildes marginados por la cúpula oligárquica, se enrolaran en el baecismo. La culminación del conflicto se produjo con la revolución cibaeña de 1857, dirigida a sacar a Báez del poder, cuando los promotores del levantamiento de la ciudad de Santiago, reconociendo su debilidad militar, convocaron a Santana para que dirigiera el sitio sobre Santo Domingo, tras cuyas murallas se habían parapetado los baecistas. Esta guerra civil duró un año y profundizó la sempiterna depresión económica. Como consecuencia, muchos se mostraron indiferentes ante la suerte de la República, con lo que se despejaba el terreno para una intentona anexionista. Mientras tanto, otra respuesta masiva fue el repunte de la popularidad de Báez, quien había logrado dejar la impresión de ser un defensor de los pobres y los campesinos. Por consiguiente, el hecho de 18 de marzo dio respuesta simultánea al programa anexionista, a una situación coyuntural de deterioro económico extremo, y al auge de la oposición baescista. El pacto que llevó a la anexión consignaba, entre otras cosas, la permanencia de Santana al frente de la administración local, en calidad de capitán general. El tirano pretendía perpetuarse bajo la sólida cobertura del pabellón español. Inicialmente hubo pocas reacciones ante el golpe de Santana y su camarilla, lo que expresaba un momento de agotamiento de las energías nacionales. Varios factores permiten entender por qué, tras casi 40 años de ruptura con la vieja metrópoli, muchos dominicanos aceptaron la reincorporación al estatuto colonial con ella y otros decidieron aguardar, atentos a la evolución de los acontecimientos. Primero, Pedro Santana seguía teniendo niveles indiscutibles de prestigio, sobre todo gracias a su liderazgo entre los círculos influyentes, desde donde se irradiaban a la masa del pueblo. Todavía se le veían facultades excepcionales que se juzgaban necesarias para garantizar la independencia dominicana. Tal
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prestigio tenía por principal punto de apoyo los círculos militares, que lo consideraban el único jefe posible. De esta suerte, todos los intentos que se fraguaron contra la anexión pudieron ser aplastados, algunos de ellos con el fusilamiento de una parte de sus participantes, como ocurrió en San Juan el 4 de julio, día en que Francisco del Rosario Sánchez y 20 de sus compañeros fueron fusilados. CONTRADICCIONES DEL ORDEN ANEXIONISTA Santana prometió la llegada inminente de un flujo de prosperidad para todos los sectores sociales por efecto de la reincorporación a la antigua metrópoli. Asimismo, anunció que los dominicanos gozarían de las atribuciones ciudadanas de los españoles, en virtud de que el país pasaba a ser una provincia ultramarina del reino. Diversas medidas se enunciaron respecto a esas promesas centrales: no restablecimiento de la esclavitud, a diferencia de lo que sucedía en Cuba y Puerto Rico; entrada masiva de emigrantes españoles, con lo que se incrementaría la riqueza pública; canje del papel moneda dominicano por pesos fuertes españoles a una tasa equitativa, que apuntaba a erradicar el cáncer más devastador de la precaria economía dominicana; inversiones públicas y privadas en vías de comunicación y otros proyectos de infraestructura; reconocimiento de las posiciones de la burocracia y de los militares dominicanos, con lo que pasarían a devengar salarios similares a los vigentes en la metrópoli. Tales promesas en breve tiempo se mostraron fallidas. Si bien se intentaron poner en práctica algunos de estos lineamientos, el régimen anexionista mostró especial ineptitud técnica y administrativa, por ello no solo no mejoraron las condiciones del país, sino que en muchos aspectos empeoraron. Se agregaron conflictos en esferas sociales y étnico-nacionales, los cuales alcanzaron a los círculos burocráticos y militares que poco antes habían suscrito con entusiasmo la anexión. Sin duda la mejoría de sueldos para la burocracia local, en pesos fuertes, constituyó un aliciente para que se comprometiese con el régimen español. Ahora bien, esto se acompañó de una nutrida entrada de peninsulares provenientes de Cuba que desplazaron a posiciones secundarias a los veteranos santanistas. De particular relieve fue la humillación a que se vieron sometidos los militares,
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dejados en condición de reservistas, en señal obvia de desprecio étnico, por el hecho de tener, la mayoría, antepasados africanos, lo que los inhabilitaba a ojos de la mentalidad racista de los peninsulares habituados a la modalidad de esclavitud vigente en Cuba. De tal manera, la mejoría de la posición material de los jerarcas santanistas se vio contrarrestada por una pérdida de influencia que en muchos casos rayaba en situaciones indignas. Muy pronto, como expresión de este conflicto casi manifiesto, comenzó una pugna entre Santana y sus colaboradores metropolitanos: el antiguo tirano se solidarizó con los intereses de sus viejos socios criollos y se negó a compartir el poder. De ahí que en enero de 1862, el primer presidente dominicano renunciara a su condición de capitán general. Colateralmente, el incremento de salarios y la entrada de burócratas peninsulares generaron un alza abrupta de los gastos gubernamentales, lo que se tradujo en un incremento de la presión tributaria. De golpe, la masa popular, acostumbrada no más que a pagar impuestos aduanales moderados, vio mermada su capacidad de ingreso. Los cultivadores de tabaco de la zona del Cibao fueron los más afectados con esta disposición. Pero además del incremento impositivo, la presión gubernamental se manifestó en requerimientos apremiantes y abusos que chocaban con el orden republicano existente desde 1821, cuyos componentes se habían asentado ya como parte de la mentalidad colectiva. Fue el caso de la reglamentación que ordenaba que todos los habitantes de las zonas rurales contribuyesen al transporte de los equipajes de los militares y que pusiesen al servicio de estos sus animales de carga. El espectro de la esclavitud no pudo sino resurgir, al agregarse un hiriente desdén sobre los dominicanos por parte de los funcionarios y militares peninsulares. Otras medidas tuvieron carácter contraproducente, como fue el canje del papel moneda. Con motivo de esta disposición, proliferó la falsificación de billetes, aupada incluso por funcionarios españoles, con lo que se agravó el desorden monetario. Por otra parte, el objetivo de unificación en el peso fuerte dio lugar a prácticas de corrupción administrativa que exacerbaron el descontento de los afectados. Tales componentes de la administración española generaron un malestar creciente en todos los sectores sociales, ya fuera por motivos económicos, de posiciones de poder o de dignidad nacional. No solo los
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campesinos eran víctimas de las exacciones tributarias, sino que también los comerciantes antiguamente establecidos resintieron el favor a los buques peninsulares, las ventajas arancelarias a los productos industriales catalanes, el incremento del arancel de exportación y las prácticas corruptas que alteraban las reglas existentes. Mientras tanto, proliferaba el desorden monetario junto con los abusos de poder, y no aparecía ninguna contrapartida de progreso: en más de dos años de paz, el régimen anexionista no construyó un solo kilómetro de carretera, con lo que se evidenció la ausencia de interés de la burocracia dirigente por generar el desarrollo de la riqueza pública. Quedó claro que desde la perspectiva peninsular, aparte de su valor geopolítico para contribuir a conservar el control de Cuba, la anexión de 1861 estuvo concebida desde el prisma de expoliación de los recursos humanos y naturales de la nueva posesión ultramarina. El desengaño sin duda había alcanzado a una parte mayoritaria de la población a finales de 1862, desvaneciéndose las ilusiones de prosperidad y de tratamiento digno por parte de la metrópoli, estado de ánimo que presagiaba un estallido insurreccional. Fue, en efecto, lo que primero aconteció fallidamente en febrero de 1863 y se reiteró de manera irreversible en agosto de ese año, al iniciarse la Guerra de la Restauración en Capotillo, paraje próximo a la línea fronteriza del norte. LA FORMACIÓN DEL ADALID NACIONAL Uno de los jefes militares que aceptaron, sin signos aparentes de reserva, la reincorporación a España fue Gaspar Polanco, quien poco tiempo antes había sido ascendido a general de brigada. Al cabo de dos años, su fidelidad hacia Santana y la confianza que posiblemente albergaba en el proyecto anexionista se habían trastocado en una animadversión virulenta, que lo llevó a la conducción de la Guerra de la Restauración. Cumplió esa misión gracias a haber sido un prototipo del ascenso social a través de la carrera de las armas. Su posición de oficial superior, coronel y luego general, lo asoció al desempeño de responsabilidades en el seno del Estado y con una visión de los asuntos públicos distinta a la habitual en los medios rurales de los cuales procedía.
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La Guerra de la Restauración, iniciada en agosto de 1863, tuvo por principal característica su contenido popular. Es lo que explica que un provinciano de origen rural, como Polanco, ganara tanto protagonismo en ella. Resumía la visión popular contra los dominadores, al tiempo que estaba dotado de los instrumentos profesionales para encabezar una acción que se disputaba en el terreno de las armas. En tal sentido, el personaje resume las fortalezas y las debilidades de la Guerra de la Restauración: sin dejar de ser analfabeto, fue un estratega de la lucha armada; asumió un radicalismo que lo elevó a figura preponderante del hecho nacional, al tiempo que carecía de propuestas precisas de organización de un orden alternativo. Se sabe poco hasta el momento sobre sus antecedentes personales. Ni siquiera se conoce con exactitud su año y lugar de nacimiento, aunque se presume que se produjo en Guayubín o en el paraje Corral Viejo de ese municipio, en 1816. Su padre, Valentín Polanco, era un criador de reses y cosechero de tabaco residente en Guayubín, desde donde resultaba fácil realizar exportaciones hacia Haití. El comercio fronterizo se había reanudado a partir de cierto momento tras la independencia dominicana, aunque no existía un armisticio entre los dos países. Gaspar, el más capaz de los tres hermanos, mantuvo el patrimonio familiar, logrando compatibilizar sus actividades de jefe militar regional con la administración de su hato ganadero. Como era normal después de la Independencia, Gaspar Polanco se incorporó tardíamente a las faenas militares. Es probable que participara en las guerras con Haití desde el propio 1844, pero solo comenzó a descollar como coronel de caballería en las batallas de Jácuba y Talanquera, esta última el epílogo de las agresiones haitianas, en enero de 1856. Las dotes guerreras exhibidas en estas batallas y la adhesión a Santana tras la guerra civil de 1857 le facilitaron el ascenso a general en 1859. Desde la posición de jefe de la sección de la La Peñuela se hacía sentir como una de las figuras preponderantes en la zona fronteriza del norte, y destacaba por su capacidad de reclutar contingentes de campesinos para las campañas bélicas, función clave de los representantes locales de la administración pública. Este prestigio en el orden regional no fue obstaculizado por sus limitaciones culturales. Compensó su condición de analfabeto con
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una recia personalidad que se canalizaba hacia las dotes guerreras, el don de mando y la exhibición del valor personal, cualidad esta última indispensable para todos los que se promovían a través del oficio bélico. Como parte de esta combinación, a la competencia en la jefatura militar unió una dureza de escasos precedentes, que se haría uno de sus atributos de prócer. Alrededor de esto, algunos historiadores como Archambault lo han juzgado como un sujeto sanguinario, mientras otros lo reducen a la condición de tosco elemental. Sin duda, Polanco mostró una predisposición al uso de la violencia, pero lo hizo como parte de una visión de la guerra y de sus objetivos patrióticos. Se mostró inflexible frente a los traidores, y era a menudo presa de furor cuando se presentaban situaciones críticas en el combate. Pero de ninguna manera fue un criminal, pues obró en todo momento de acuerdo con un ideal de autodeterminación nacional que recogió como casi ningún otro de los jefes militares de la contienda. Fue esta concepción de la naturaleza nacional y civil de la Restauración lo que lo llevó a mostrarse implacable contra los españolizados. Manuel Rodríguez Objío, quien lo trató de cerca durante la gesta, acierta al compararlo a Robespierre. En aquellos días la revolución no perdonaba la menor infidelidad, y Gaspar Polanco, su primer representante, era la encarnación viva de esa tremenda justicia; Robespierre de nuevo género, él habría querido redimir y afianzar la República sobre las osamentas de sus contrarios.
Esto indica que el empleo de la violencia formaba parte de una visión patriótica, concepción por lo demás compartida en ese escenario impetuoso que fue la Guerra de la Restauración, cuando surgieron nuevos actores de la resistencia nacional. Polanco fue la expresión más cabal del fenómeno sociológico; pero, como prócer, lo dirigió a un sentido patriótico y revolucionario. Para nada obedeció a los instintos elementales de los caudillos: por el contrario, en su desempeño como presidente de la República en armas mostraría su disposición a dejar los asuntos públicos en manos de los civiles cultos, dotados de una concepción democrática y nacional que él compartió sin reserva alguna.
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INCORPORACIÓN A LA REBELIÓN Mientras él se mantenía como militar de las reservas en la Línea Noroeste, en febrero de 1863 estallaron sublevaciones antianexionistas en Guayubín y otras localidades de la zona, con repercusión en Santiago, donde se intentó sin éxito expandir la rebelión. En pocos días de operaciones las tropas españolas y de criollos anexionistas lograron sofocar el intento. Una de las razones de que esto sucediese fue que todavía muchos oficiales de las reservas se mantuvieron fieles al régimen español. Entre los militares dominicanos que en aquel momento no secundaron la acción liberadora estaba Gaspar Polanco, pese a que su hermano mayor, Juan Antonio, se contaba entre los cabecillas. Se ha llegado a afirmar que una de las causas del fracaso residió en la fidelidad de Polanco a España, a causa de su influjo en la región fronteriza del norte. Es probable, sin embargo, que ya en febrero de 1863 Polanco estuviese predispuesto a la sedición, pero decidiese no unirse a ella. Un testimonio de la época señala que llegó a la conclusión de que le convenía interceder por la vida de su hermano, lo que deja implícito que ponderaba que todavía no habían madurado las condiciones para el éxito. Algunos funcionarios españoles desde ese momento sospecharon que esperaba la oportunidad propicia para pasarse al bando rebelde. Aun así, no cabe duda de que entonces contribuyó al fracaso del levantamiento, ya que encabezó las principales tropas criollas al servicio del gobierno. No se sabe si Polanco participó en las faenas conspirativas que precedieron el estallido de la rebelión en Capotillo el 16 de agosto. Al menos no se contó entre los jefes iniciales que en escasos días lograron derrotar a las guarniciones españolas en casi todas las localidades de la Línea Noroeste. Empero, no cabe duda de que se hallaba proclive a la revuelta, como parte de un amplio consenso que se había formado en la región a consecuencia de las medidas de la administración española en el Cibao, comandada por el general Buceta y el coronel Campillo. Entre Santiago y la frontera cundía el descontento, por cuanto las disposiciones antipopulares arriba vistas, que habían estimulado el alzamiento de febrero, no habían sido derogadas. Por otra parte, los jefes militares españoles cometieron el error de fusilar a varios de los participantes
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en las acciones fronterizas y de Santiago, después que se habían comprometido a respetar la vida de todos los prisioneros. Tras la rebelión de febrero cundió el terror a lo largo de la Línea Noroeste, lo que tuvo el efecto inevitable de atizar de nuevo el espíritu antianexionista. Polanco se unió a la rebelión hacia el 20 de agosto, pocos días después de comenzar, cuando Benito Monción y Pedro Antonio Pimentel perseguían a muerte a Buceta. A pesar de que la insurrección era ya masiva, la incorporación de Polanco le aportó perspectivas más ciertas. Del hecho de que él se sumara en Esperanza, a mitad de camino entre Guayubín y Santiago, se infiere que decidió preparar las condiciones en esa comarca, hasta entonces ajena al desenvolvimiento de los combates. Prueba de ello fue que se integraron al frente de más de 300 hombres, cantidad considerable en un momento inicial de la guerra. Ese contingente pasó a desempeñar un papel primordial en la ofensiva lanzó sobre Santiago, después que se organizaron los diversos cuerpos que habían operado en el espacio comprendido entre Sabaneta, Guayubín, Monte Cristi y Dajabón. Al frente de la tropa, rápidamente reforzada con nuevos reclutas, Polanco derrotó en La Barranquita de Guayacanes al contingente enviado desde Santiago al mando del comandante Florentino Martínez con el fin de auxiliar a Buceta. El repliegue de los derrotados abrió a los insurgentes el terreno hacia la capital cibaeña. PRIMER JEFE DE LA RESTAURACIÓN A escasos días de haberse adherido a la causa nacional, Polanco fue reconocido como jefe máximo del ejército nacional, la tropa informe de los “mambises”, por el simple hecho de que era el único que había ostentado el rango de general en la época republicana. Parece que no hubo objeciones a esta decisión, que ponía de relieve el sentido de la rebelión de retornar a la condición existente antes de marzo de 1861. Años después, en un importante escrito dictado a Mariano Cestero, Benito Monción reconoció que hasta el nombramiento de Polanco en la jefatura, los distintos cuerpos que operaron sobre Monte Cristi, Guayubín y Dajabón carecían de un mando unificado. Desde ese momento le
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correspondió a Polanco dirigir las acciones que culminaron en la toma de Santiago y en la persecución de las tropas españolas hasta Puerto Plata días después. Los éxitos en las operaciones comprueban que la designación del jefe trascendía la formalidad del general más antiguo, y había recaído en alguien que pasó a mostrar pericia impecable en la conducción de las maniobras. Polanco se tornó en esos días en la figura preponderante de la Guerra Restauradora, pese a no ser electo presidente de la República. El doctor Alcides García Lluberes, en su apasionado pero lúcido artículo “El general Gaspar Polanco”, lleno de empatía por el prócer, fue el primero que revisó el criterio por muchos aceptado de que Gregorio Luperón había sido la primera espada de la Restauración. García Lluberes tiene razón al destacar que a Polanco le correspondió encabezar el inicio de la guerra, plasmado en la toma de Santiago, y asimismo su final triunfante, culminado meses después en la desocupación del país. La visión de la preponderancia de Luperón se explica por la excepcional conciencia histórica del futuro caudillo del Partido Azul, expresada en los tres tomos de sus Notas autobiográficas y apuntes históricos . Si se estudian con atención esos textos, queda incuestionablemente establecida la primacía de Polanco, tanto en el aspecto militar como en la calidad de la conducción política de la gesta nacional, invalidándose los reclamos de preeminencia de Luperón, quien, aunque sin faltar a la verdad, exageraba los méritos propios por aspirar a la gloria. Polanco, más allá de toda duda, mostró las dotes supremas que llevaron a los dominicanos a la victoria, especialmente cuando se debatió si se lograría consolidar la insurrección en el Cibao. Pero fue sobre todo en la presidencia de la República donde manifestó en forma plena su capacidad de conducción de la guerra nacional. Aunque a Polanco, ciertamente, como lo han puesto de relieve historiadores como Rodríguez Objío y García Lluberes, le correspondió el principal papel militar en la Restauración como general en jefe, no significa que se encontrara en una situación de superioridad absoluta respecto a otros comandantes. Polanco no ostentó en las filas patrióticas un ascendiente indiscutido como lo había tenido Santana durante las guerras con Haití. Ello se explica porque la naturaleza de la guerra
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restauradora impedía que se produjese una efectiva jerarquía de mandos. En cada frente se gestaba una jefatura que actuaba con independencia del conjunto, establecía sus propios planes de combate, sus procedimientos de mando y operaciones y las líneas de abastecimiento. Las tropas de patriotas carecían de la compactación propia de los ejércitos modernos. Más bien actuaban como huestes informales, desplegadas sobre frentes imprecisos, de acuerdo con preceptos adoptados por sus jefes. La guerra de guerrillas constituía, a tal efecto, el principal método bélico de los patriotas, único recurso para confrontar un ejército mucho más numeroso, mejor adiestrado y con armamentos incomparablemente superiores. Vistas así las cosas, se comprende que a lo largo de la guerra sobresalieran varias figuras que desempeñaron papeles trascendentes en sus frentes respectivos, para mencionar unos cuantos: Benito Monción y Pedro Antonio Pimentel en el noroeste, el mismo Polanco en Puerto Plata, Luperón en los momentos iniciales de invasión al este y al sur, Eusebio Manzueta y Antonio Guzmán en el este y Pedro Florentino y José María Cabral en el sur. También sobresalió José Antonio Salcedo, designado presidente de la República el 14 de septiembre de 1863, quien, a pesar de carecer de méritos para tal posición y de haber cometido graves errores militares, se elevó a la condición de un guerrero intrépido que a menudo estuvo en primera fila en los frentes álgidos de las operaciones. Otros jefes brillaron en acciones de envergadura, entre ellos: José Cabrera, Federico de Jesús García, Juan Antonio Polanco, Santiago Rodríguez, Manuel Rodríguez, El Chivo, Benito Martínez, Pedro Pablo Salcedo, Perico, Juan de Jesús Salcedo, Marcos Adón y muchos más. Lo anterior permite concluir que, ciertamente, Polanco fue la primera espada, pero más por el hecho de ostentar el rango de general en jefe que por sus acciones en sí, ya que jefes de otros frentes desempeñaron funciones de extraordinario peso. Fue el nacionalismo intransigente, como ya se ha referido, el que permitió que Polanco se colocara en la cresta de la galería de próceres que dirigieron la gesta restauradora. Gracias a ese talante le correspondió detener el avance de las posiciones de los partidarios de un avenimiento con España o de traer de retorno a Buenaventura Báez, ideas ambas esbozadas por el presidente José Antonio Salcedo, Pepillo. Fue su actitud nacional, popular y democrática lo que le permitió al general en jefe, en su condición de presidente, llevar
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las acciones a su punto culminante, al grado de que la jefatura española debió renunciar a proseguir las operaciones y se limitó a concentrar las tropas en seis o siete puntos fortificados de la costa.
LA BATALLA DE SANTIAGO Puesto al frente de la aglomeración de mambises, en número cercano a 5,000 al incorporarse refuerzos de La Vega y Moca, el 4 de septiembre Polanco estudió la situación desde el puesto de mando de Quinigua antes de disponer el asalto sobre Santiago. Al día siguiente todos los jefes se posicionaron en cantones que cercaron la ciudad, desde los cuales realizaron operaciones ofensivas que culminaron en el desalojo de los españoles de las calles. El cuadro de mando encabezado por Polanco estaba compuesto por los generales Gregorio Luperón, Ignacio Reyes y Gregorio de Lora y por los coroneles Pedro Antonio Pimentel, Benito Monción y José Antonio Salcedo. En una de las treguas, Luperón solicitó a Polanco el ascenso de los dos últimos al rango de general, como reconocimiento a sus hazañas de esos días, y fue complacido de inmediato. En medio de los combates, sobresalió Polanco en la primera línea de fuego, lo que no le impedía coordinar la acción de los destacamentos al mando de los generales subordinados. En esta doble función de jefe táctico y estratega se revela la excepcional capacidad militar del general en jefe. Tanto más notable en la medida en que los dominicanos enfrentaban una tropa española numerosa, con alta moral y bien apertrechada en el centro de la ciudad. Adicionalmente, cabe considerar que los dominicanos no habían superado un formato bélico espontáneo. Pero la ausencia de disciplina y de mando efectivo quedaba compensada por la disposición a pelear a toda costa, el secreto último del éxito de la Restauración. Luperón, segundo jefe en importancia en la batalla, describe la forma heteróclita del armamento. Era por lo demás curioso contemplar aquellas columnas de los patriotas; unos con lanzas, algunos con fusiles antiguos; varios con trabucos de todas las épocas, otros con pistolas de todas clases, los más con su machete y no pocos con garrotes; pero los revolucionarios habían adquirido el audaz vigor que dan continuas victorias, y con
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la bravura que inspiran las guerras de independencia, se lanzaban a la lucha con las desventajas de las armas, pero con la indómita intrepidez e inmensa alegría de dar la vida por la patria.
Precisamente, desde esos días Polanco tuvo el mérito de encarnar el espíritu nacional. El 6 de septiembre, día culminante del enfrentamiento, se señaló al general en jefe en todas partes en que se debatía el desenlace. En varios escritos se recuerda que peleaba como una fiera, reforzando posiciones con el ejemplo o imprimiendo empuje en medio de imprecaciones si los españoles daban muestras de avanzar, al tiempo que impartía órdenes a los diversos jefes distribuidos en otros puntos. Su presencia se hizo sentir como la de ningún otro jefe en el resultado obtenido. De nuevo debemos al testimonio de Luperón una descripción del terrible choque. La batalla de Santiago, el 6 de Septiembre de 1863, es un acontecimiento único por su grandiosidad en el país. Esfuerzos de valor y ejemplos de heroísmo dieron ambos combatientes aquel día memorable que no podrán borrarse jamás de la historia de la guerra, ni de la memoria de aquellos que tuvieron la inmensa gloria de presenciarlos […]. Las descargas de fusilería y de cañones se hacían a quema ropa, y los sitiados rechazaban a los asaltantes con las puntas de sus bayonetas y con chorros de metrallas.
Refugiados finalmente los españoles en la fortaleza San Luis, Polanco ordenó su asalto, para lo cual dispuso que se incendiase una vivienda situada en un costado. De ahí se originó el incendio que en pocas horas convirtió en cenizas a la entonces ciudad más rica de la República. Este hecho no inmutó a los cabecillas restauradores, partidarios de la tierra quemada como precio para retornar a la autodeterminación nacional. La batalla llegaba a su cenit, al decir de Luperón “un cráter en espantosa actividad”, cuando “la cólera de los hombres se mezclaba en terrible maridaje a la cólera de los elementos”. La belicosidad de los guerreros restauradores colocó a las tropas españolas en situación defensiva, no obstante la alta moral de combate que en todo momento mostraron. Mientras los dominicanos sostenían
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el cerco sobre la fortaleza y se aprestaban a tomarla, hizo aparición una columna española proveniente de Puerto Plata, bajo el mando del coronel Cappa y del general de las reservas Juan Suero, el legendario “Cid Negro” que tan valerosamente combatió contra sus connacionales. De nuevo en esta ocasión se puso de manifiesto la pericia de mando del general en jefe, cuando decidió no obstaculizar el ingreso de la columna de refuerzo a la fortaleza, a pesar de que él personalmente dirigió su hostigamiento por los flancos. Pero no fue cualquier hostigamiento, sino el paroxismo de una lucha salvaje, cuerpo a cuerpo, entre soldados que compartían una disposición a llevar el combate hasta la muerte. Desde varios días antes cercado con sus tropas, el 13 de septiembre Buceta acudió al subterfugio de proponer negociaciones, para lo cual contó con la colaboración del sacerdote francés Francisco Charboneau, párroco de Santiago. El brigadier aprovechó la situación para iniciar la retirada en dirección a Puerto Plata, después de un intento fallido hacia La Vega. De nuevo le correspondió a Polanco dirigir la persecución de la columna en retirada, acción que se desarrolló durante cuatro días y en la cual perecieron unos 700 soldados peninsulares. Mientras Polanco se asignó montar emboscadas, ordenó a Pimentel y a Monción mantener el hostigamiento de la tropa en retirada desde la retaguardia. Colaboraron otros jefes, entre los cuales sobresalieron los líderes campesinos de la zona montañosa conocida como Los Ranchos, Juan Lafitte y Juan Nuezit, quienes tendieron emboscadas y levantaron obstáculos (como gruesos árboles derribados), que entorpecieron la marcha de la tropa extranjera. Tras esta carnicería, en la única edificación de calidad que sobrevivió al incendio, entre escombros humeantes, el 14 de septiembre se reunieron en Santiago unos pocos oficiales que habían permanecido en tareas locales, entre los cuales sobresalían Luperón y Salcedo. Los principales asistentes a la reunión fueron las figuras civiles que se harían cargo del gobierno restaurador casi hasta el final del conflicto, que ya se habían compactado como conglomerado político a raíz de la revolución de 1857. Ocupaban categorías sociales disímiles: algunos de los intelectuales más preclaros, como Ulises Francisco Espaillat, Benigno Filomeno de Rojas y Pedro Francisco Bonó; comerciantes como Pablo Pujol, Alfredo Deetjen y Máximo Grullón; y antiguos funcionarios del Ayuntamiento y de otras
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oficinas estatales, como Julián Belisario Curiel, Silverio Delmonte y Rafael María Leyba. De creer a Luperón, única fuente de lo acontecido, la reunión fue convocada por José Antonio Salcedo, quien mintió al asegurar que lo hacía por disposición del conjunto de jefes. Luperón también asegura que él fue primero propuesto a la presidencia, a lo que se negó. Eso permitió, según su propio testimonio, que Pepillo Salcedo se autopropusiese y resultase electo, pese a las advertencias en contrario. Al enterarse de la decisión, Polanco la objetó aduciendo que no se le había consultado en su calidad de general en jefe. Su primera reacción, pretendidamente, habría sido ordenar el fusilamiento de Salcedo por usurpación. Aconsejado por otros jefes, accedió a reconocer a Salcedo, aunque de seguro quedó un mal de fondo entre ellos. FRENTE A PUERTO PLATA En los días en que se llevaba a cabo la batalla de Santiago y la persecución de los españoles cuando se dirigían a Puerto Plata, casi todas las restantes localidades cibaeñas fueron sublevadas. Al norte de la Cordillera Central, únicamente Puerto Plata quedó en manos de los españoles. Esta ciudad era el punto donde se realizaba el volumen más grueso de comercio exterior del país. Aunque sus edificios también fueron pasto de las llamas, tras retirarse de Santiago los españoles lograron mantener un bastión de trincheras alrededor del fuerte San Felipe. Desde Puerto Plata resultaba factible emprender un movimiento contraofensivo, ya que el control que mantuvieron los españoles sobre la zona portuaria les permitía recibir refuerzos y provisiones. Los mandos del ejército restaurador estaban contestes de que los españoles desatarían operaciones ofensivas y, por ende, veían a Puerto Plata como un punto delicado. Tal consideración llevó a Polanco a la decisión de hacerse cargo personalmente de la conducción de la acción bélica contra el reducto español. Desde tal consideración, prefirió dejar en manos de otros jefes la invasión de las demás regiones, convencido de que el destino de la guerra se jugaba en el Cibao. Mantuvo junto a él a varios de los mejores comandantes y a tropas selectas, probadas en Santiago. Dirigiendo
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las acciones siempre a primera fila, se le agregaron a Polanco varias heridas a las que ya mostraban su condición de guerrero. Durante más de un año, las tropas dominicanas comandadas por Polanco sometieron a los españoles a un sitio riguroso. Los soldados enemigos podían verse las caras, cada parte cobijada detrás de trincheras y barricadas. Los guerreros restauradores se distribuyeron en tres cantones que rodeaban la ciudad: Cafemba, Las Jabillas y Maluis. Cada uno de ellos estaba comandado por un general, a su vez situado bajo el mando directo de Polanco. Este no daba cuartel, considerando que el estado de sitio no autorizaba la pasividad. Su determinación era tan rotunda que tardó en moverse de su puesto ante las noticias de que su esposa había enfermado, y no logró asistir a su funeral. Día a día se producían escaramuzas, como se revela en los partes de guerra transcritos por Rodríguez Objío y los cronistas españoles La Gándara y González Tablas. En cuantas ocasiones los españoles intentaron romper las formaciones de los cantones sitiadores, terminaron derrotados. Pero, en sentido inverso, los mambises se revelaron impotentes para desalojar a los enemigos, habida cuenta de la desproporción en armamentos. El empate técnico le confirió significado especial a lo que se debatía en Puerto Plata y llevó a Polanco a no apartarse del lugar. La decisión tuvo el efecto de ampliar la influencia del presidente Salcedo, quien de hecho pasó a operar como general en jefe, con lo que intervenía en los frentes donde se llevaban a cabo maniobras consideradas cruciales. Sobre todo, tras los éxitos de Luperón al abrir líneas de frente al norte de Monte Plata y entre Baní y San Cristóbal, Salcedo tomó el mando de las operaciones en el primer lugar, lo que tenía impacto sobre la zona donde se hallaba la máxima influencia de Santana y, por consiguiente, la Restauración registró mayores dificultades en extenderse. Aunque lejos del escenario del gobierno y de los demás frentes, Polanco seguía atento el desarrollo de los acontecimientos. Como general en jefe, tenía razones para mostrarse preocupado por la recuperación de la capacidad bélica de los españoles. A los triunfos fulgurantes de los dominicanos durante los primeros meses, siguió la contraofensiva de los peninsulares que puso en entredicho el que la guerra se saldara en un triunfo nacional. Esto se debió a la llegada de refuerzos masivos desde Cuba, que elevaron las tropas foráneas a cerca de 30,000
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hombres, comprendiendo las reservas de naturales de las otras dos Antillas hispánicas. Con esos destacamentos, el general José de la Gándara emprendió una ofensiva en dirección sur, acompañado por el anexionista Eusebio Puello. A la larga, las tropas españolas aplastaron la resistencia nacional en el Frente Sur, llegando a hacer contacto con la línea fronteriza. Meses después, en abril de 1864, el mismo La Gándara dirigió el desembarco de unos 8,000 hombres sobre Monte Cristi, que tenía por propósito iniciar una marcha sobre Santiago. Lo que llevó a Polanco a una postura hostil frente al mandatario, a quien, junto a otros, responsabilizó de lo que entendía era el estancamiento desfavorable de las operaciones militares. DERROCAMIENTO Y MUERTE DE PEPILLO SALCEDO Las derrotas no fueron debidamente procesadas Salcedo, quien además, dio muestras de incapacidad mientras encabezaba los principales contingentes en el frente cercano a Monte Plata, donde fue derrotado cuando presentó combate. Esta situación generó preocupación en el seno del Gobierno provisional de Santiago. Su vicepresidente, Ulises Francisco Espaillat, lanzó una circular que aconsejaba desistir de operaciones frontales y limitar las operaciones al marco de la táctica guerrillera. A resultas de estos reveses, Pepillo Salcedo se vio imbuido de un espíritu derrotista, que lo llevó a aceptar las propuestas de negociaciones que le hizo llegar La Gándara desde Monte Cristi. A pesar de una primera ronda, en la que participaron generales y civiles, se vio que el capitán general español no tenía oferta razonable alguna, Salcedo insistió en proseguir las negociaciones. Llegó a sugerir, de acuerdo con el testimonio de Luperón, aceptar una suerte de armisticio, que de hecho equivalía a la capitulación. Parece que el capitán general La Gándara confiaba en Salcedo para obtener una posición favorable que le permitiera una desocupación honorable. Cuando Salcedo fue derrocado, La Gándara cometió la torpeza de interceder a su favor. Todos estos antecedentes llevaron a la caída y posterior ejecución de Salcedo. El doctor García Lluberes sintetiza el punto de la siguiente
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manera: “Polanco vió en peligro la unidad de la Revolución, casi triunfante, y quiso eliminar el riesgo de su retroceso o de su fracaso”. Igualmente grave fue que, también de acuerdo con Luperón, Salcedo llegó a proponer un movimiento que condujera al retorno de Buenaventura Báez a la Presidencia. Salcedo había sido partidario de Báez antes de 1861, y a partir de la contraofensiva española volvió a depositar expectativas en la habilidad proverbial del veterano anexionista para poner fin a una guerra que veía sin perspectivas ciertas. Pero ese no era el sentir de numerosos generales y dirigentes civiles del Gobierno Provisional, quienes habían sido partidarios de Santana o habían participado en la revolución de 1857 en el bando opuesto a Báez. Para ellos el retorno de ese personaje resultaba intolerable, pues con razón lo identificaban con posiciones anexionistas. Luperón refiere que fue interpelado por Salcedo a favor de llamar a Báez, y supone que su negativa llevó a que el Presidente fraguara planes para fusilarlo. En los mismos días en que Salcedo propugnaba sigilosamente la instalación de Báez al frente de la República en armas, este recibía en Madrid la dignidad honoraria de mariscal de campo del ejército español. Ante las dificultades de Santana, su viejo enemigo, se aprestaba a dar los pasos para presentarse como la solución a los problemas de España en Santo Domingo. La terrible pasión que había dividido a santanistas y baecistas se mantenía encendida, aunque de forma soterrada, en medio de la conflagración nacional y fue uno de los motivos que llevaron a la caída de Salcedo. Hubo otras causas del desenlace desfavorable a Salcedo. La más importante estribó en que pretendió erigirse en dictador, para lo cual dispuso el cese del Gobierno Provisional, dejando en su puesto únicamente al vicepresidente Ulises Francisco Espaillat. Una medida de tanta trascendencia no fue consultada con los restantes generales, lo que entrañaba una imprevista concentración de poder que no se correspondía con los objetivos enunciados de la guerra. En el terreno personal, además, Salcedo dio muestras lastimosas de disolución, al dedicarse al consumo de bebidas alcohólicas y a juegos de azar. Entre los principales generales de la Línea Noroeste, cuyo frente ante Monte Cristi en ese momento tenía especial importancia, se empezó a fraguar un descontento contra el Presidente. Benito Monción, Pedro Antonio Pimentel y Federico de Jesús García encabezaron un
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pronunciamiento contra el mandatario. Gaspar Polanco, quien debía estar enterado de la trama, se presentó en Santiago, ciudad donde fue aclamado presidente el 10 de octubre, mediante un manifiesto firmado por un nutrido grupo de prohombres de la guerra patriótica. Nadie objetó el cambio y Salcedo tuvo que desistir de presentar resistencia. El depuesto presidente fue apresado y entregado a Luperón para que lo condujera hasta la frontera, pero el jefe haitiano de Ouanaminthe, general Philantrope, se negó a recibirlo aduciendo problemas internos en la región. Ante la imposibilidad de que Salcedo fuera deportado a través de Haití, Polanco determinó que se le enviara a Blanco (hoy Luperón), ensenada donde se daban cita goletas que burlaban el bloqueo marítimo español para realizar cargas de caoba y tabaco. Comenzó una tortuosa marcha del ex presidente, que finalizó en Maimón, donde fue fusilado por un piquete dirigido por el comandante Agustín Masagó. Este actuó por orden expresa del presidente Polanco, quien gozaba de especial prestigio en la zona por haber estado al frente de los cantones durante largos meses. Depuesto Polanco, se achacó responsabilidad de la ejecución de Salcedo a los integrantes del Gobierno Provisorio de Santiago. Rodríguez Objío tiene razón al negar los cargos, aun cuando era parte afectada, pues hay elementos suficientes de juicio que permiten discernir que la decisión la tomó Polanco por su cuenta, haciendo uso de las facultades dictatoriales de las que estaba investido para la conducción de la guerra. A lo sumo, la otra persona de relieve con cierta responsabilidad en el hecho fue el venezolano Candelario Oquendo, quien había llegado en la expedición comandada por Juan Pablo Duarte en abril de ese año y fungía de secretario personal del Presidente. Junto a Rodríguez Objío, Oquendo fue uno de los inspiradores de la intransigente postura nacionalista del gobierno de Polanco. A falta de un informe oficial del presidente, ningún documento ilustra las razones de la ejecución de Salcedo. Sin embargo, puede llegarse a la conclusión de que, enfrascado en una lucha sin cuartel contra enemigos externos e intestinos, Polanco debió calibrar que, de mantenerse con vida, el depuesto mandatario podría representar un peligro para la suerte de la causa restauradora. Lo debía visualizar fundamentalmente
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como un posible representante de los españolizados y los partidarios de Báez. Desde tal ángulo, el fusilamiento de Salcedo se inscribe en el conjunto de actuaciones de la administración de Polanco, reconocida por quienes han emitido juicios ecuánimes como el momento cumbre de la Restauración. El hecho tuvo carga simbólica, porque indicaba que la guerra era a muerte y que no se daría cuartel a quienes pretendieran llegar a compromisos de cualquier género. En el momento, nadie objetó la ejecución, que había sido solicitada por Monción y Pimentel, quienes al igual que otros generales le habían tomado animadversión a Salcedo. Aun así, se puede juzgar que se trató de un acto inútil, al margen de juicios de valor acerca de la pena de muerte y de los requerimientos judiciales para su aplicación, ya que en ese momento en realidad el peligro para la causa nacional no estaba representado por una persona determinada y menos aún por Salcedo. En medio de circunstancias tan difíciles, debieron mediar pasiones elementales y no solo consideraciones políticas: al parecer Salcedo se había ganado el rencor de muchos por sus fracasos e intentos dictatoriales. Por otra parte, sobre Polanco quedó una sombra de déspota criminal que ha ensombrecido su contribución a la causa de la libertad. Su respuesta fue la del hombre de armas, poco inclinado a soluciones políticas, convencido de que la violencia era el único terreno en que se dirimían los conflictos de intereses. Su actuación fue distinta a la de Luperón, quien, pese a que Salcedo había dado orden de ejecutarlo, le ofreció protección y logró salvarle la vida en el momento en que Monción y Pimentel pretendían fusilarlo. CENIT DE LA GESTA NACIONAL A pesar de su tesitura violenta, Polanco no tenía vocación de tirano. Prueba de su compromiso con la causa democrática fue que, al margen del acto controversial de hacer fusilar a Pepillo Salcedo, su administración fue ejemplar en todos los sentidos, caracterizada por la integridad patriótica de sus integrantes, el nacionalismo programático esbozado como doctrina de Estado y la subsiguiente verticalidad de sus ejecutorias. No había habido nada similar en la historia dominicana, pues la naturaleza popular de la conflagración llevó a que Polanco se tornara en el adalid
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de un sentimiento nacional y democrático. Combatió resueltamente lo que comenzaba a verse por algunos protagonistas cimeros como “oleada reaccionaria”, que pretendía concluir la guerra a cualquier precio y desnaturalizar su contenido democrático y nacional. Lo complejo de ese cuestionamiento es que se producía desde dentro, disfrazado de patriotismo, siendo el baecismo subrepticio su principal receptáculo. La orientación nacional del gobierno de Polanco representó el precedente principal de la constitución del liberalismo como movimiento político, en lo que vendría con el tiempo a recibir el calificativo de Partido Azul. La orientación del gobierno de Polanco se plasmó en la relevancia que le acordó al equipo de civiles que había estado participando en el gobierno de Santiago. Aunque centrado en la conducción de la guerra, el depuesto Salcedo había entrado en conflicto con los civiles del gobierno, tal vez por querer imponer posiciones respecto a un posible armisticio. Polanco dio marcha atrás y fue transparente al entregar los asuntos administrativos y políticos a los civiles. Estos, desembarazados de las inconveniencias que suponía la presencia de Salcedo, imprimieron un contenido democrático a los actos de gobierno. Se produjo una retroalimentación entre el Presidente, dotado de poderes dictatoriales en lo concerniente a los asuntos de guerra, y los integrantes de su gabinete. Casi todos los intelectuales de la Restauración tuvieron una participación señera en los meses de la presidencia de Polanco. Sobresalió entre ellos Ulises Espaillat, ponderado por Rodríguez Objío como “el alma de la revolución”. Fue también reveladora la actitud de Luperón, el militar de mayor lucidez política y exponente de un lineamiento radical contra el anexionismo, de plena solidaridad con el gobierno de Polanco, a pesar de haber sido el único que trató de impedir el fusilamiento de Salcedo. Bajo tales auspicios, durante los escasos tres meses de existencia de la dictadura revolucionaria, se formularon los fundamentos conceptuales de lo que debía ser el objetivo patriótico de una nación soberana, para cuya plasmación se convocó a la formación del Partido Nacional, primera denominación que recibió el Partido Azul. Es interesante que se apelara al calificativo de nacional, en algunos países latinoamericanos utilizado por los conservadores para denotar un tradicionalismo opuesto al liberalismo. En República Dominicana, en cambio, se empleaba el
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concepto para señalar la voluntad de autodeterminación por oposición al anexionismo. En un manifiesto del Gobierno Provisorio fechado el 25 de noviembre de 1864, firmado por el presidente Polanco, el vicepresidente Espaillat y los encargados de las comisiones, Belisario Curiel, Rafael M. Leyba, Pablo Pujol y Rodríguez Objío, se enunciaron los principios que debían servir de pauta para el programa del Partido Nacional. En primer término se afirma el nacionalismo intransigente, para lo cual se convoca a todos los dominicanos, de manera especial a quienes estuvieron antes pugnando en banderías opuestas. Tras ese cúmulo de glorias está el porvenir, lleno de prosperidades, si después de tanto heroísmo no nos dormimos sobre los laureles; si la unión se empeña en consolidar el triunfo, cosechando en paz los óptimos frutos de tan cruentos sacrificios. Ese mismo porvenir aparecerá lleno de embarazos y cubierto de espesas nubes si prestando oídos a las intrigas de que le dejara sembrado el enemigo de nuestras libertades, renacen en el seno de la Patria los antiguos odios, si torna a erguir su cabeza el monstruo de la discordia civil. El Gobierno Provisorio debe prevenir tan grave mal y confía para ello, en la sensatez del pueblo heroico cuyos destinos le han sido encomendados. ¡Compatriotas! La infame traición consumada el diez y ocho de marzo de 1861 puso fin a nuestras querellas de familia, bien que ellas no tuvieron jamás grande importancia y realizó la fusión de los divergentes en el gran partido que hoy debe llamarse Nacional.
A pesar del llamado unitario, en el referido manifiesto se advierte acerca del peligro de las discordias intestinas por obra de la cizaña de traidores y ambiciosos, como en efecto comenzó a acaecer en breve tiempo. De ahí que el texto pusiera énfasis en la polarización de la escena política entre patriotas y traidores. Mientras el primer término abarcaba la generalidad del pueblo, el segundo quedaba reducido a minúsculas camarillas. El Partido servil de los traidores lo componen el Ejecutivo y Ministerio que consumaron la venta de la Patria; y los oficiales superiores del Ejército Dominicano que han ingresado con una
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graduación efectiva en las filas del Ejército de línea español, aceptando esa distinción como una recompensa de su participación en el crimen de los primeros. El gran Partido Nacional lo compone el resto de los dominicanos, y a éstos ofrece desde ahora y para siempre seguridades y consideraciones el Gobierno Provisorio, sean cuales fuesen, o hubiesen sido sus extravíos políticos.
Tal actitud se aplicó en la resolución de revertir la situación desfavorable que había atravesado la guerra en los últimos meses del gobierno de Salcedo. Polanco en persona quiso dar demostraciones de predicar con el ejemplo: intensificó las hostilidades sobre Puerto Plata y encabezó una marcha de más de 2,000 voluntarios con el fin de desalojar a los españoles de Monte Cristi. Este último acto, en realidad, se redujo a una muestra simbólica de voluntad beligerante, contraria a quienes propugnaban por un armisticio o transacción y concebida precipitadamente, sin que se sopesaran sus posibilidades de éxito, habida cuenta de la superioridad numérica de los españoles atrincherados. Infructuosamente, Polanco en persona retó al enemigo a una batalla campal, sin resultados. A todos los jefes se les instruyó activar las operaciones a fin de sacar la contienda del estancamiento en que la había dejado Salcedo, que representaba una amenaza de soluciones mediatizadas. La renovación del reclamo de abandono incondicional del territorio dominicano por la monarquía española se acompañó del despliegue ofensivo sobre todas las líneas de frente. De especial significación fueron los combates que se escenificaron en el sur y el este, regiones que el régimen anexionista se aferraba en controlar. José María Cabral había tomado la jefatura del Frente Sur tras la inestabilidad que siguió a las derrotas infligidas a Pedro Florentino. En La Canela, paraje del valle de Neiba, al frente de una reorganizada aglomeración de mambises, Cabral infligió una derrota fulminante a la tropa mixta de españoles y dominicanos anexionistas comandada por el general Puello. En los días siguientes los restauradores avanzaron con rapidez a todo lo largo de la región, volviendo a colocarse casi a tiro de piedra de la muralla de Santo Domingo. La autoridad del régimen anexionista quedó circunscrita a las ciudades de Azua y Baní, gracias a hallarse cerca de la costa, a las cuales afluyeron todos sus colaboradores del sur.
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En el este, el otro espacio que se disputaba entre las partes en guerra, el general Manzueta arrolló las posiciones españolas en Guanuma y Monte Plata, tras lo cual centró su atención en el reducto de las villas entre Los Llanos e Higüey. La liquidación de la presencia española en la región comenzó con la caída de Los Llanos y concluyó simbólicamente con la de Higüey. Como lo puso de relieve Rodríguez Objío, este último hecho de armas concluyó las operaciones de movimiento. Más adelante, habiendo decidido abandonar el país desde que fuera posible y conscientes de la imposibilidad de librar cualquier operación ofensiva, los españoles se mantuvieron pasivos detrás de escasos enclaves fortificados sometidos a cerco: básicamente Monte Cristi, Puerto Plata, Samaná, Santo Domingo, Baní y Azua. De hecho, la guerra había terminado, y en tal logro estribó el principal mérito de la dictadura de Polanco. Un mérito adicional fue la capacidad administrativa de la dictadura revolucionaria, señal de la probidad de sus funcionarios civiles. Esto se manifestó relevantemente en el aspecto financiero, como resultado de la correcta gestión de los asuntos públicos. La tasa de cambio del papel moneda se revalorizó en escaso tiempo de 1,000 pesos nacionales por peso fuerte a la mitad, lo que redundó en beneficio de toda la población. CAÍDA DE LA DICTADURA REVOLUCIONARIA Tan pronto quedó claro que la victoria resultaba incontrovertible, en el campo restaurador comenzaron a agitarse pasiones. Las proclamas que hacían Polanco y sus compañeros de gobierno sobre la unidad absoluta de quienes adversaban a los anexionistas no se correspondían con la realidad. Entre una parte de los generales comenzó a cundir el descontento contra el Presidente, lo que tenía origen en las atribuciones discrecionales que disfrutaban los jefes de zona. Asomaba el fenómeno del caudillismo, cristalizado por los efectos de la guerra. Pedro Francisco Bonó, intelectual que formó parte del Gobierno Provisorio, explicó el fenómeno como producto de la ruptura de jerarquías sociales. Al salir Santana de la escena, quedó un vacío en los mecanismos de la autoridad central que fue llenado, en medio de la guerra, por personas que en su mayoría provenían
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del sector acomodado del campesinado o de estratos similares. Desde que la guerra concluyó, comenzó de inmediato a agitarse entre ellos la pasión por el mando. Por eso, Polanco fue víctima de las ambiciones desordenadas de otros jefes, que no le formulaban críticas políticas o ideológicas y se limitaban a dirimir aspiraciones personales o grupales. Detrás de estos generales se movían en las sombras civiles con visiones más definidas, que objetaban las orientaciones radicales de Polanco y su gabinete. De especial importancia fue la maquinación urdida por el dúo de Benigno Filomeno de Rojas y Theodore Stanley Heneken. El primero había sido un favorito de Pepillo Salcedo, quien lo puso en un momento al frente de las tropas cercanas a Santo Domingo; se diferenciaba de Espaillat y Bonó por tener posiciones menos democráticas, y no ocultaba sus pretensiones de alcanzar la presidencia, para lo cual diversos autores señalan que utilizaba la intriga. Su asociado Heneken era un súbdito inglés, que obraba como agente extraoficial de su gobierno. Andaba detrás de concesiones ventajosas, como se vio a propósito de una franquicia para instalar una línea ferroviaria. Según refieren autores de la época, Heneken aceptó un soborno de La Gándara para preparar las condiciones de un armisticio favorable a España. Otros civiles no compartían la intransigencia del gobierno frente a España y buscaban las vías para un entendido supuestamente honorable para ambas partes. Y, como era de rigor, la presencia de Polanco constituía un obstáculo para que este plan pudiese prosperar. De tal suerte, convergieron varios intereses contra el prócer revolucionario: el gobierno español, en primer término; el gobierno haitiano, con una postura negociadora de desocupación a toda costa, con tal de que cesara una eventual amenaza sobre el territorio fronterizo que había sido reclamado por España; caudillos ambiciosos; políticos e intelectuales de orientación moderada, muchos de ellos antiguos partidarios de Santana o de Báez. Estos intereses se pusieron claramente de manifiesto a propósito del arbitrio de la misión de los ministros haitianos Roumain y Doucet, en los primeros días de 1865. Anteriormente el gobierno haitiano, por temor a España, se había negado a reconocer como beligerante al Gobierno Provisorio de Santiago. En esa ocasión presentó una propuesta de carta a la reina, inspirada por La Gándara, que a su juicio prepararía una retirada honrosa de España. Sin embargo, la famosa carta, cuyo borrador
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fue redactado en Port-au-Prince, era el preámbulo de exigencias exorbitantes que tenía preparadas el capitán general para abandonar a República Dominicana en condición de país subordinado a España, aunque conservase su independencia formal. El gabinete de Santiago decidió aceptar la carta, considerando que su contenido no implicaba sacrificio del derecho a la autodeterminación. Como se mostraría pocos meses después, en las negociaciones en la quinta El Carmelo, cerca de Santo Domingo, La Gándara pedía condiciones que sí lesionaban la soberanía dominicana, lo que no fue óbice para que los delegados dominicanos las aceptaran, debiendo ser poco después desautorizados por el presidente Pedro Antonio Pimentel. Las maniobras contra Polanco se avivaron por quedar patente que la carta a la reina, de enero de 1865, abría el terreno para el final de la guerra, situación todavía más definida por el cese de las operaciones tras las victorias de las tropas comandadas por Cabral y Manzueta. Ante tal perspectiva, los principales generales de la Línea Noroeste se pusieron de acuerdo para derrocar a Polanco. Se trataba del mismo grupo que había tomado la iniciativa de derrocar a Salcedo, capacidad decisoria explicable por el hecho de ser esa región la cuna de la contienda patriótica, donde se mantenía el frente sobre Monte Cristi, la principal concentración de tropas españolas. De nuevo Benito Monción, Pedro A. Pimentel y Federico de Jesús García encabezaron un manifiesto acusatorio, esta vez contra Polanco, a quien inculpaban de actitudes tiránicas; sobre todo levantaron la bandera de achacarle al Presidente la responsabilidad por la muerte de Salcedo, con lo que se erigieron en ejecutores de la reparación de una injusticia. Con rapidez otros generales influyentes se sumaron al movimiento, entre ellos Juan Antonio Polanco, hermano del Presidente. Este intentó presentar resistencia, pero captó que se había quedado aislado. El desconocimiento del gobierno tomó forma desordenada, al grado de que casi todos los generales abandonaron con sus tropas los cantones que rodeaban a Monte Cristi. Ante la fuerza del movimiento antigubernamental de la Línea, los generales que habían estado apoyando la gestión de Polanco prefirieron esperar el desenlace de los acontecimientos. Fue el caso de Luperón, tal vez considerando que, en lo fundamental, se debatían intereses personales, por lo que se limitó a
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postular que se observasen los principios de la independencia absoluta. Polanco tuvo que deponer la resistencia y fue arrestado el 21 de enero, cuando su gobierno cumplía 98 días. EL PRÓCER SATANIZADO Poco después todos los integrantes del gabinete fueron reducidos a prisión y luego confinados a distintas localidades, bajo el cargo de complicidad en la muerte de Salcedo. Pero cuando se celebraron los juicios, solo Polanco y su secretario privado, Oquendo, fueron sentenciados a muerte. Previendo ese veredicto, Polanco escapó de la cárcel y, para eludir la persecución de Pimentel, se dirigió a Blanco, donde pretendió levantar una insurrección contra el gobierno que lo había sustituido. Varios autores han afirmado que el movimiento insurreccional de Blanco se inició con cierta fuerza, gracias al apoyo que Polanco gozaba en la zona. Pero –de acuerdo con las acusaciones del gobierno de Pimentel, aceptadas por esos autores–, Polanco cometió la torpeza de levantar un estandarte en el que se entrelazaban las banderas dominicana y haitiana. De inmediato, según esos relatos, todo el mundo desertó y Polanco tuvo que ocultarse. García Lluberes, acérrimo defensor del prócer restaurador, niega que sucediese tal cosa, amparado en la inexistencia de documentos originales y en las afirmaciones de Manuel Ubaldo Gómez, quien entrevistó a participantes en la rebelión. El historiador vegano acepta que la especie circuló en la época, pero que carecía de toda veracidad. Con todo, resulta difícil pronunciarse sobre la verdad de la acusación, puesto que, si bien es innegable la probidad de Gómez y se autoriza la duda metodológica de García Lluberes, el levantamiento de la bandera haitiana está afirmado por Rodríguez Objío y Luperón, quienes no ocultan en sus textos simpatías por Polanco. Rodríguez Objío sentencia que, producto de este acto equivocado, Polanco perdió vigencia. A pesar de la negativa rotunda de Gómez y García Lluberes, el hecho pudo haber sucedido como expresión de la exaltación temperamental de Polanco y de su nacionalismo radical que bien podía encontrar un ejemplo aleccionador en Haití.
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Con independencia de que Polanco levantase o no el estandarte haitiano, la versión propagada por el gobierno de Pimentel de que así aconteció bastó para acrecentar el descrédito sobre él. El affaire de la bandera haitiana se agregaba a la imagen interesada de que era un sanguinario que se había cebado en la persona “inocente” del ex presidente Salcedo. Así, el primer guerrero de la Restauración en cierta manera quedó opacado para la generación contemporánea. No se sabe qué pasó a hacer Polanco cuando menguó la hostilidad gubernamental, pero es de suponer que se refugió en su terruño de Guayubín con el fin de dedicarse a actividades agrícolas y ganaderas, como era lo usual para todo aquel que no estuviese desempeñando posiciones de mando. Pero como era, más que nada, un patriota, no tardó mucho en salir de su destierro, aprovechando la caída de Pimentel un mes después de la salida de las tropas españolas, y ponerse a la orden de José María Cabral, el nuevo presidente, puesto que provenía del mismo sector que se identificaba con el proyecto del Partido Nacional. Con el tiempo volvió a ocupar una posición militar cimera en la Línea Noroeste, desde la cual pretendía mantener la defensa de los principios democráticos y nacionales. Como era de esperar, el prócer tomó posición en la confrontación contra los partidarios de Báez que, en 1867, se hallaban insurreccionados en la región. La presencia de Polanco en las operaciones tuvo gran peso, tanto por sus dotes guerreras como por el respeto que muchos seguían profesándole. En un encuentro sostenido contra los caudillos baecistas en Esperanza, el 13 de noviembre de 1867, Polanco fue herido en un pie. Su salida del campo de batalla contribuyó a allanar el avance de los caudillos sediciosos, algunos de ellos con arraigo en la zona. Polanco fue primero trasladado a Santiago y, poco después, a La Vega por motivos de seguridad, ante la persistente ofensiva baecista. A diferencia de las anteriores ocasiones en que resultó con heridas, esta vez no pudo curarse. El tétano contraído lo llevó a la sepultura el 28 de noviembre de 1867. Fue enterrado en medio de las circunstancias que presagiaban la pronta caída del gobierno de Cabral, aunque se le hizo justicia desconociéndose la leyenda negra que había rodeado su persona y se le rindieron los honores de que era acreedor como ex presidente y primer jefe de la recién pasada gesta.
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BIBLIOGRAFÍA Archambault, Pedro María. Historia de la Restauración. París, 1936. Gándara y Navarro, José de la. Anexión y guerra de Santo Domingo. 2 vols. Madrid, 1884. García Lluberes, Alcides. Duarte y otros temas. Santo Domingo, 1971. Luperón, Gregorio. Notas autobiográficas y apuntes históricos. 3 vols. Santo Domingo, 1974. López Morillo, Adriano. Memorias sobre la segunda reincorporación de Santo Domingo a España. 3 vols. Santo Domingo, 1983. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano (18211930). Santo Domingo, 1997. Rodríguez Demorizi, Emilio. Próceres de la Restauración . Santo Domingo, 1963.
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JOSÉ MARÍA CABRAL GENERAL DE TRES GUERRAS PATRIAS
La Guerra de los Seis Años no debe ser considerada como una de nuestras contiendas civiles, sino la tercera guerra para sostener la independencia de Santo Domingo; y el mayor mérito de Cabral, como libertador, no debe limitarse a la victoria de Santomé, batalla campal en que vencieron al haitiano y humillaron al Emperador Soulouque; ni a La Canela, batalla complementaria de otros triunfos en una guerra de sangrientas alternativas en que intervenían los hombres más aptos de la nación. Su máximo heroísmo, su servicio patriótico más digno de alabanza, ha de señalarse en la protesta continua durante seis años de incesante combatir porque se salvara la República. Sus adversarios lo declararon traidor, cobarde, “el de las frecuentes fugas…” Pero él demostró que las guerras por la libertad no se ganan sólo con victoriosos combates. Las aparentes derrotas también suelen volverse triunfos. SÓCRATES NOLASCO
EL PRÓCER La historia del pueblo dominicano de la segunda mitad del siglo XIX no se puede escribir sin el nombre de José María Cabral. En primer lugar, porque fue presidente de la República en dos ocasiones, pero más importante fue su participación militar en casi todas las luchas que se libraron contra los intentos de dominio extranjero. Como lo han apuntado varios historiadores, el siglo XIX fue el período en que se constituyó la nación dominicana a través de la lucha por la autodeterminación y la igualdad jurídica de todos. En tal sentido, el logro de la soberanía plena del Estado constituía el principal objetivo que unía a los sectores que habían esbozado una conciencia nacional. De esa característica del proceso de formación de la nación dominicana se deriva la trascendencia de José María Cabral. Estuvo presente desde los primeros hechos de armas, en marzo de 1844, contra los intentos de los gobernantes haitianos por aplastar el recién constituido Estado dominicano. Secundó a Francisco del Rosario Sánchez en el propósito de impedir la consumación de la anexión a España de 1863, y logró tal prestigio en la Guerra de la Restauración que fue designado presidente días después de que las tropas españolas abandonaron el país. Por último, le cupo la jefatura principal en la resistencia contra los planes de Buenaventura Báez de anexar el país a Estados Unidos entre 1869 y 1871. Diversos historiadores, como Alcides García Lluberes, han llamado la atención acerca de la significación que tuvo la guerra contra la tiranía de Báez de los Seis Años para consolidar la nación dominicana, por lo que le han adjudicado igual importancia que a la Independencia y la Restauración. A José María Cabral le cupo la honra de haber encabezado esta cruzada de los dominicanos por la libertad. Logró el señalado protagonismo gracias a los atributos de su personalidad, entre los cuales sobresalió la valentía. Probablemente, 381
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en todas las guerras que se sucedieron a lo largo del siglo XIX no se encuentre otro jefe militar que superara el coraje de Cabral, para él nada extraordinario, parte de su forma de ser. Adicionalmente, estaba revestido de un sentido estricto de honradez, lo que atenúa su escasa preparación política, que lo condujo a actuaciones que algunos historiadores han considerado como inconsecuencias. Fue el héroe de una causa que parecía perdida, cuando la mayoría se abrazó al anexionismo que predicaban los tiranos Santana y Báez. Lo mantuvo su reciedumbre, ya que nunca temió quedarse solo defendiendo la libertad de la patria. LA FORMACIÓN DEL GUERRERO Son escasos los datos que han trascendido acerca de las dos primeras décadas de vida de Cabral. Nació en Ingenio Nuevo, cerca de San Cristóbal, el 12 de diciembre de 1816. Su familia, que tenía antecedentes coloniales antiguos, probablemente portugueses y canarios, formaba parte de los débiles estratos superiores que permanecieron en el país tras las convulsiones ocasionadas por el tratado de Basilea de 1795, que estipuló el traspaso a Francia. La posición social de sus padres hizo posible que el joven Cabral marchara a Inglaterra a estudiar. No logró una formación académica, sino que se concentró en estudios comerciales. Pero el conocimiento del país más desarrollado en la época penetró su carácter y sus concepciones políticas. Su identificación con el liberalismo, como corriente que daba asidero a un Estado independiente y democrático, no debió ser ajena a la experiencia inglesa, el país donde por primera vez surgieron las instituciones políticas modernas y donde se dieron cita los primeros pensadores liberales. En 1844, Cabral tenía 27 años, edad en que se comienza a salir de la juventud y se terminan de definir los rasgos de la personalidad. Entonces respondía ya a la caracterización magistral de su figura que, como si lo estuviera pintando en vivo, hizo el historiador Sócrates Nolasco. Es difícil encontrar otro libertador de América tan paciente para leer injurias contra su reputación sin conmoverse ni contestarlas.
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Alto y seco, sobrio y frío […]. Su templanza era admirable y admirable su entereza en los padecimientos. Comía, puesto que vivía; pero en parquedad nadie le igualaba. Pensaba y hablaba, puesto que dirigía hombres; pero solía permanecer horas y horas en actitud silenciosa, interrumpida al fin por breve orden o monosílabo concreto. A veces parecía que se iba a convertir en pétreo monumento.
Era aún joven, pero estaba listo para entrar de lleno en la escena histórica que se inauguraba. Como tantos otros, se propuso contribuir a la consolidación de la independencia dominicana. El gran problema a vencer en aquellos momentos radicaba en los intentos de los gobernantes haitianos de anular la independencia y retrotraer el proceso recién iniciado enero de 1822. En consecuencia, la carrera de las armas estaba a la orden del día para quienes querían ayudar a la patria. Acorde con su vocación, Cabral se enroló en el ejército dominicano, tomando parte en la batalla del 19 de Marzo en Azua. Sus dotes de guerrero le valieron ascensos; en 1845 fue ascendido a coronel y pasó a formar parte del Estado Mayor del general Antonio Duvergé, bajo cuya responsabilidad quedó la defensa del territorio dominicano, y por ello tomó parte en todas las acciones militares importantes que se produjeron en esos primeros años de vida independiente en la frontera sur. Entre Duvergé y Cabral se anudaron relaciones de amistad, lo que debió contribuir a culminar la formación militar de nuestro héroe. Hay que tomar en consideración que Duvergé era el estratega número uno del ejército dominicano. Le cupo sistematizar la acción militar basada en el asalto con armas blancas, a fin de compensar la inferioridad en número y en armamentos modernos. La doctrina militar de Duvergé se inspiraba en una memoria de larga duración que provenía del siglo XVII, cuando los nativos del país, agrupados en milicias, se opusieron exitosamente a los ataques de los bucaneros. Cabral no era en realidad un militar profesional, ya que entonces el ejército no era una institución de carácter permanente, sino que estaba compuesto por reclutas convocados a causa de los planes agresivos de los gobernantes haitianos. Cuando el peligro cesaba, cada quien marchaba a su casa a ocuparse de sus asuntos habituales. Y esto fue precisamente lo
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que hizo Cabral, cuyas ideas liberales no eran del agrado del presidente conservador Pedro Santana. Ahora bien, sus dotes militares comenzaban a ser reconocidas, por lo que Santana lo ascendió a general en 1855. EL HÉROE DE SANTOMÉ Mientras en las tres primeras campañas contra los haitianos, entre 1844 y 1849, Cabral participó como un oficial de segunda categoría, se cubrió de gloria en la cuarta campaña, entre diciembre de 1855 y enero del año siguiente. Había sido designado uno de los jefes de la frontera sur cuando se supo que el emperador de Haití, Faustin Soulouque, se disponía a invadir el país por segunda vez. Tras el inicio de la ofensiva haitiana, Santana no quiso otorgarle el mando de las tropas a Cabral, a pesar del conocimiento que tenía de la zona, posiblemente por no inspirarle confianza política. Los 12,000 hombres del ejército haitiano avanzaban con rapidez y los dominicanos tuvieron que replegarse. La tropa que se reagrupó en San Juan de la Maguana, compuesta de unos 3,000 efectivos, quedó comandada por el general Juan Contreras, amigo personal de Santana. A Cabral se le asignó la jefatura del ala derecha. Santana amenazó con aplicar castigos terribles si los caballos de los haitianos bebían agua en el río San Juan. El combate se entabló en la Sabana de Santomé, a escasa distancia de San Juan de la Maguana. El general Contreras perdió el seguimiento del conjunto de la batalla. Eso ocasionó que una parte de la tropa del ala izquierda creyera que los haitianos habían vencido, iniciando la retirada. Ante el vacío creado, Cabral asumió el mando y logró infligir una derrota fulminante al ejército haitiano, que dejó sobre el terreno cientos de muertos. Por primera vez Cabral exhibía sus excepcionales dotes castrenses. Representaba un ejemplo de jefe militar distinto al de Santana, quien siempre se mantenía a distancia del teatro de operaciones. En Santomé la figura de Cabral comenzó a adquirir tintes legendarios. Sus subordinados se asombraron al verlo batirse como una fiera en la primera línea de fuego. En medio del fragor del combate asomó otro de los rasgos de su personalidad: la humanidad. Cuando el general en jefe de la tropa haitiana, Antoine Pierre, duque de Tiburón, vio que la derrota era inminente,
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prefirió perder la vida y se abalanzó casi solo contra las líneas dominicanas. Cabral calibró la intención de su enemigo y se dispuso a salvarle la vida, al revelar un respetable sentido del honor. Pero llegó tarde donde el duque, víctima del machete de un dominicano. Con el tiempo circuló una leyenda, contraria a los hechos, según la cual el general dominicano le cercenó la cabeza al duque haitiano en duelo de cuerpo a cuerpo. La victoria de Santomé paró en seco los planes de Soulouque y ratificó la capacidad de los dominicanos para mantener la independencia gracias a sus propias fuerzas. También terminó de evidenciar la incapacidad del ejército haitiano, pese a su ventaja numérica y en armamentos. Cabral quedó cubierto de gloria, como una de las personificaciones señeras de la patria, lo que le fue reconocido por el Congreso después que Santana renunció de la presidencia. CON BÁEZ Desde que se abrió la pugna por el poder entre Santana y Buenaventura Báez, en 1848, tras concluir la primera administración del segundo, Cabral se puso de su lado, aunque inicialmente de forma discreta. Cuando Báez volvió a la presidencia a mediados de 1857, encontró en Cabral a uno de sus pocos sostenedores con méritos militares. El nuevo mandatario le encomendó al héroe de Santomé la simbólica misión de dirigirse a El Seibo para traer preso a Santana y deportarlo. Según han explicado historiadores como Sócrates Nolasco y Rufino Martínez, el baecismo en ese momento constituyó una amalgama de sectores que por diversos motivos repudiaban el despotismo de Santana. Entre ellos sobresalieron los jóvenes de la ciudad de Santo Domingo con inclinaciones liberales. A causa de la guerra civil de 1857 y 1858, cuando los sectores dirigentes de Santiago cuestionaron las acciones de Báez, Cabral ocupó la principal responsabilidad militar del baecismo, como comandante de la provincia de Santo Domingo. Se enfrentó directamente a Santana, a quien los cibaeños cedieron la jefatura del cerco sobre la centenaria ciudad amurallada. A pesar del entusiasmo de los jóvenes capitaleños, su causa estaba perdida, ya que eran enfrentados por el resto del país.
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JUNTO A SÁNCHEZ CONTRA LA ANEXIÓN Báez tuvo que abandonar el poder a mediados de 1858 y Santana desconoció el gobierno de Santiago y la constitución liberal promulgada en Moca meses atrás. Cabral salió del país junto al mandatario caído y sus colaboradores. Pero, como tantos baecistas de ese momento, él se mantenía junto al ex mandatario en la medida en que representaba la oposición a Santana. En ocasión de los planes de Santana de anexar República Dominicana a España, se afianzó la postura nacional y democrática de Cabral, en contraste con la ambigüedad de Báez. Este se retiró hacia Europa, dejando a sus partidarios en libertad de oponerse a los planes de Santana, pero a la postre se gestionó el cargo de mariscal de campo del ejército español con la esperanza de sustituir a Santana como favorito de los dominadores. Ante semejante actuación, algunos amigos de Báez se unieron bajo la jefatura de Francisco del Rosario Sánchez, quien definió los motivos de la oposición a la anexión y se propuso concertar una alianza con el gobierno haitiano de Fabré Geffrard para luchar contra ella. El segundo de Sánchez en esa gloriosa jornada, colocado al frente de las operaciones militares, no podía ser otro que José María Cabral. Ambos habían combatido hombro con hombro en 1857 y volvieron a hacerlo en junio de 1861, en la expedición que dirigieron desde territorio haitiano. Sánchez tomó el mando de la columna central del cuerpo expedicionario, mientras asignó a Cabral la columna izquierda, que tenía por misión tomar Las Matas de Farfán y avanzar desde el oeste sobre San Juan de la Maguana. A Fernando Tabera se le asignó la columna derecha, que debería caer sobre Neiba. La marcha de la expedición se detuvo a consecuencia del cese de la ayuda de Geffrard, producto de las presiones de una flotilla española anclada en la bahía de Port-au-Prince, que amenazaba con bombardear la ciudad en caso de no retirarse el apoyo a los patriotas dominicanos. Al recibir la noticia, Cabral comprendió que la expedición estaba condenada al fracaso, por lo que dispuso unilateralmente la retirada y volvió al destierro. Aunque envió un mensaje a Sánchez, poniéndolo al corriente de su decisión, se evidenció en ella la ausencia de sentido político que es a menudo propia de los militares, ya que lo correcto hubiera sido,
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antes de ordenar retirada, esperar las disposiciones de Sánchez. Lo anterior no quiere decir que Cabral tuviera responsabilidad en el holocausto de Sánchez y sus compañeros, pues estos fueron víctimas de la traición de Santiago de Óleo, uno de los hombres influyentes de la zona de El Cercado, quien montó una emboscada con vistas a reconciliarse con el gobierno español. Cabral nunca abandonó la visión militar de las cosas, lo que probablemente constituyó la mayor limitación de su trayectoria. Pese a los servicios que rindió a la independencia de la patria, careció de una propuesta política e intelectual del ordenamiento nacional, a diferencia de próceres como Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez, Pedro Francisco Bonó o Gregorio Luperón. De la misma manera, esa ausencia de elaboración política lo llevó a posturas moderadas que obviaban enfrentar con dureza a los agentes del despotismo y el anexionismo. Acorde con ese talante, cuando los gobernantes españoles dispusieron una amnistía que favorecía a quienes se habían opuesto a la anexión, Cabral arrió la bandera de combate por juzgar que no había posibilidades de renovar la lucha insurreccional. En un documento del 6 de julio de 1861, aceptó el hecho consumado del dominio español y más adelante retornó al país, donde se mantuvo tranquilo, esperando la marcha de los acontecimientos. HÉROE DE LA CANELA Tras iniciarse la Guerra de la Restauración, en agosto de 1863, Cabral fue deportado al extranjero, por sospechoso de simpatizar con los alzados. Cuando volvió a poner los pies en el suelo patrio, en junio de 1864, las tropas españolas tenían cierto tiempo desplegando una ofensiva en el sur. Para responder a ese avance, el entonces jefe restaurador en la región, Pedro Florentino, había respondido con la aplicación de medidas de terror contra los españolizados, lo que no impidió que cundiera el caos en las filas nacionales. Gravitaban circunstancias adversas como la influencia que tenía en la región el mocano Juan de Jesús Salcedo, quien actuó a la usanza de un jefe de bandoleros. El general Manuel María Castillo, tal vez por no ser oriundo de la región, no lograba imprimir
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unidad a la resistencia frente al anexionista general Eusebio Puello. Tras intentos fallidos por enderezar las cosas en el sur, el Gobierno Restaurador de Santiago confió la jefatura de ese frente a Cabral, contando con su conocimiento de la zona y su don de mando. Desde los primeros días en la jefatura comenzó a revertirse la inferioridad en que se encontraban los dominicanos en el sur. Cabral logró sacar de circulación a Juan de Jesús Salcedo y otros caudillos que protagonizaban escenas de saqueo, y dio seguridades a quienes por miedo se habían acogido a la protección de los españoles. Impuso orden en las formaciones militares y preparó las condiciones para la contraofensiva. La ocasión para consolidar la recuperación de la causa nacional se presentó en La Canela, el 4 de diciembre de 1864, cuando las tropas dirigidas por Cabral derrotaron a las del general traidor Puello. Los dominicanos emboscaron al enemigo y le ocasionaron un gran número de bajas, procediendo los que se salvaron a huir. En adelante el ritmo de las operaciones entró en una fase ascendente, y Cabral procedió a avanzar sobre casi todo el territorio, con excepción de las ciudades cercanas a la costa y sus alrededores. Desde inicios de 1865 la ciudad de Santo Domingo quedó casi sitiada, ya que las guerrillas restauradoras dominaban el territorio que la separaba de San Cristóbal. Cabral se convirtió en el adalid de la Restauración en el sur y obtuvo la adhesión de casi todos los generales, quienes lo veían como el garante de la victoria. La guerra en la región tomó un curso autónomo del que le imprimía el gobierno de Santiago. Desde que las tropas españolas abandonaron el país, el 11 de julio de 1865, asomó un sentimiento regionalista entre los generales sureños, quienes consideraron que dejaba de tener validez que la capital de la República continuase en Santiago, como era la intención del presidente cibaeño Pedro Antonio Pimentel. Este comprendió la débil posición en que se encontraba y decidió trasladarse a Santo Domingo; pero en el camino fue sorprendido por un pronunciamiento de generales encabezados por Eusebio Manzueta que procedió a derrocarlo. El 4 de agosto de 1865 Cabral fue proclamado protector, título con el cual fue elevado a la presidencia de la República.
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EL PROTECTOR A pesar del sesgo regionalista que dio origen al primer gobierno posrestaurador, la República se encontraba ante el reto de encauzarse por un sendero de unidad nacional que abriera las puertas a la paz y el progreso. Tras dos años de conflagración, el país estaba destruido y sumido en la miseria, pero en mucha gente existía la esperanza de que, recuperada la independencia, no habría obstáculos para que su destino obrase en beneficio de todos. Esa ilusión imprimió de un tinte bello a los meses del Protectorado, como se denominó a la primera administración de Cabral. Pero con demasiada rapidez se puso en evidencia que tal esperanza no pasaba de una quimera. El nivel de desarrollo económico y cultural del país colocaba trabas casi insalvables a la concreción de los ideales de redención. Revestido de enorme prestigio, el protector se propuso reconciliar a todos los dominicanos, por lo que ofreció posiciones en el tren gubernamental a las personas preparadas que habían colaborado con las autoridades españolas, sin importar que hubieran sido seguidores de Santana o de Báez. Aspiraba a la instauración de un régimen democrático, sujeto al gobierno de los más capaces, ya que estaba convencido de que la misión de gobernar le estaba reservada a los dotados de un adecuado nivel cultural. Puede colegirse que, imbuido de patriotismo y desinterés genuino, ponderó su misión como presidente desde el ángulo del hombre de armas llamado a garantizar el correcto ejercicio del poder por los capaces. La verdad es que el título de protector que le dispensaron los generales del sur estaba hecho a la medida de sus intenciones. Siguiendo esa lógica, y en consonancia con su modestia, adoptó un perfil bajo como presidente, delegando gran parte de sus atribuciones en Juan Ramón Fiallo, un letrado que le merecía confianza, quien propugnaba una orientación moderada tendente a concitar el apoyo de los sectores conservadores. Cabral estaba identificado con la concepción de Fiallo, por cuanto estimaba que resultaba imperativo unificar a los sectores pensantes en el gobierno y que sus ejecutorias debían garantizar el correcto funcionamiento de las instituciones y la actividad económica, lo que en primer lugar suponía ofrecer garantías a los comerciantes
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exportadores e importadores de los puertos, casi todos extranjeros, quienes dominaban la economía del país. Mas su gobierno, a pesar de la acogida favorable de los sectores superiores, no pudo hacer nada en un país aquejado de dificultades tremendas, en primer lugar porque disfrutó de menos de tres meses de estabilidad. En octubre de 1865 el caudillo Pedro Guillermo, uno de los jefes de la Restauración en el este, enarboló la enseña de la rebelión y arrastró a otros hombres fuertes en la demanda de que Buenaventura Báez fuera llevado a la presidencia. Como tantos otros jefes locales de la Restauración, Guillermo había sido partidario de Báez hasta 1861, y no encontró contradictorio con su fidelidad al líder el que hubiera prestado juramento al pabellón español mientras él tomaba parte en la guerra nacional. Cabral intentó resistir, buscando el apoyo de las unidades de reservas de los alrededores de Santo Domingo; pero cuando Pedro Guillermo se situó amenazante del otro lado del Ozama, optó por buscar una salida negociada a la situación. Decidió obtemperar a la demanda de los caudillos sublevados, para lo cual dio fe de su antigua simpatía por Báez y se ofreció a ir a buscarlo a su exilio en Curazao con el fin de entregarle la presidencia. En verdad, desde mucho antes Cabral había dejado de contarse entre los seguidores de Báez, puesto que su protagonismo durante la Restauración lo había hecho un símbolo de la causa nacional, en diametral oposición a quien había gestionando un cargo de España. Pero los campos aún no se habían deslindado y Cabral prefirió, al igual que casi todos los prohombres de la gesta, contemporizar con Báez. Este, deseoso de ganar nuevos partidarios entre los adalides militares de la recién concluida guerra, le ofreció a Cabral el Ministerio de Guerra y Marina. No pasó mucho tiempo sin que se presentaran divergencias insalvables entre Cabral y el flamante Presidente. El primero captó que su antiguo jefe tenía por objetivo establecer un régimen dictatorial que garantizase su preeminencia. Cabral ya no podía dejar de ver en Báez a un confeso partidario de entregar los destinos del país a una potencia. Por otra parte, a pesar de su falta de ambiciones políticas, debió llegar a la conclusión de que su categoría estaba muy encima de la de subordinado de Báez.
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SEGUNDA VEZ PRESIDENTE Cabral salió del país preparado para promover un movimiento insurreccional. El 26 de abril de 1866 publicó en Curazao un manifiesto que constituía un memorial de agravios contra Báez. Lo acusaba de haber ocupado ilegalmente el cargo a través de la violencia, ejercer el poder de manera arbitraria y sin sujeción a la ley, desconocer la constitución liberal y haberla suplantado con la de 1854 que consagraba el despotismo, así como de llenar las cárceles de opositores, presionar a los congresistas, permitir desmanes y exacciones, comprometer el crédito del país por medio de una abultada deuda en el exterior y malgastar los recursos presupuestarios. Con estos argumentos en mano y obtenida la adhesión de Andrés Ogando y otros generales que habían sido sus subordinados durante la Restauración, Cabral atravesó la frontera. El alzamiento en el sur fue seguido por una manifestación en Puerto Plata que trajo a Luperón de su exilio de Islas Turcas. Báez no dispuso de la fuerza para detener el avance de los hombres de Cabral y Luperón. Envió a Pimentel, ministro de Interior, a hacer frente al alzamiento en el Cibao, pero el ex presidente se sumó a los sublevados, sus compañeros de la Restauración. Báez abdicó y tomó el gobierno un Triunvirato compuesto por Gregorio Luperón, Pedro A. Pimentel y Federico de Jesús García. Acorde con la concepción de Luperón y Pimentel, ellos se trazaron como único objetivo el llamar a elecciones para la designación de un gobierno definitivo. Cabral fue seleccionado como el candidato de los círculos liberales, que ya empezaban a reconocerse por el color azul, en contraposición al rojo de los partidarios de Báez. Luperón no aspiraba a la presidencia, Pimentel no se había recuperado del desprestigio en que quedó sumido al final de la guerra y Cabral seguía siendo el jefe que gozaba de mayor reconocimiento en los círculos influyentes de la capital. El 22 de agosto de 1866 se juramentó de nuevo como presidente de la República. En este segundo gobierno Cabral volvió a confiar los asuntos del gobierno a Juan Ramón Fiallo, quien colocó a los antiguos santanistas en las posiciones señeras de la administración pública, empeñado en borrar las divisiones que había dejado la guerra nacional y animado por la consideración de que había que ganarlos como aliados para enfrentar
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el prestigio de Báez entre caudillos y campesinos. Quizás por ello, desde entonces algunos interpretaron que los azules eran los mismos antiguos seguidores de Santana, siempre empeñados en oponerse a Báez, conclusión falsa por cuanto obviaba el surgimiento de una corriente ideológica inspirada en los ideales de la Restauración, la cual pretendió dar lugar a una entidad formal portadora de los principios liberales, que se denominó Partido Nacional. Lo que sucedió fue que, para mantener vigencia y oponerse a Báez, los santanistas decidieron aliarse a los liberales y estos los aceptaron. Armado de demagogia, Báez se presentaba como campeón del pueblo humilde, en contraposición al sector liberal que defendía el papel protagónico de la minoría culta de la clase media, aunque en verdad su concepto del progreso apenas difería del que enarbolaban sus enemigos liberales. Dejando de lado consideraciones nacionales, para él, el progreso debía lograrse a la sombra de una potencia; y, en el ínterin, él era el único dotado de los privilegios para gobernar, por lo que debía hacerlo investido de prerrogativas dictatoriales. Para los liberales azules resultaban inaceptables ambos supuestos de los rojos: el ejercicio del despotismo como garantía de la sociedad y la anexión a una potencia como panacea del progreso. Ellos creían que el pueblo reunía las condiciones para ser agente de un destino feliz, a través de un gobierno democrático. Pero para sostenerse en el poder, enfrentando la sedición desordenada de los caudillos que idolatraban a Báez, los azules acudieron a medidas de excepción, empleando métodos represivos que no se diferenciaban mucho de los que caracterizaban a los conservadores. El segundo gobierno de Cabral dictaminó el fusilamiento de quienes fueran culpables de sedición, contradiciendo la abolición de la pena de muerte por motivos políticos que había establecido el mismo presidente en agosto de 1865. Algunos caudillos rojos fueron pasados por las armas, aunque en casi todos los casos se celebraron juicios de acuerdo con las leyes vigentes. Pero las medidas represivas no podían contener la avalancha en favor de Báez, aclamado por la mayoría de los dominicanos. Frente a eso, los azules se aferraban al poder, convencidos de que representaban la justicia, el orden y la civilización, y de que la revolución que promovían sus enemigos conllevaba la desaparición del respeto a los intereses sociales y el imperio del despotismo desembozado.
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En octubre de 1868 los rojos iniciaron una insurrección en Monte Cristi, gracias al apoyo que recibieron del presidente haitiano Sylvain Salnave y con el visto bueno del círculo gobernante en Estados Unidos, que operaba a través de dos aventureros inescrupulosos, Joseph Fabens y William Cazneau. Se estaba consolidando una alianza entre los rojos y los partidarios de Salnave para oponerse al concierto entre liberales haitianos y dominicanos que trataba de impedir que una potencia, especialmente Estados Unidos, ocupase cualquier porción de la isla de Santo Domingo. El gobierno de Estados Unidos, en efecto, se había trazado el lineamiento de expandir su influencia por la zona del Caribe, con el fin de consolidar la superioridad naval sobre las potencias europeas e incorporar territorios que permitieran el abastecimiento de azúcar, café y otros géneros tropicales. En lo inmediato, el gabinete de Ulysses Grant, general en jefe de los Estados del norte que habían vencido a los Estados del sur en la recién concluida Guerra de Secesión, estaba urgido por establecer una base naval en la zona del Caribe. Dos puntos aparecieron especialmente atractivos: la Mole de Saint Nicolas, extremo noroccidental de Haití, y la península de Samaná, al noreste de República Dominicana. El gobierno dominicano recibió la propuesta de arrendamiento de Samaná a través del subsecretario de Estado William Seward Jr., quien visitó Santo Domingo. Agobiado por el irresistible empuje de los rojos, Cabral cometió el tremendo error de aceptar que viajara a Washington Pablo Pujol, con el fin de culminar las negociaciones. El enviado dominicano llegó a un acuerdo con William H. Seward, secretario de Estado, por medio del cual se arrendaba Samaná por 29 años a cambio de un millón de dólares en efectivo y otro millón pagadero en armamentos. Esta ayuda fue vista por el círculo que rodeaba a Cabral como la única tabla de salvación que evitaría el retorno de los rojos al poder. El efecto del plan de arrendamiento de Samaná fue del todo desastroso. Tan pronto trascendieron los detalles de la negociación, los jefes rojos exiliados clamaron que los azules habían traicionado a la patria y que se preparaban para actos peores. Un desprestigio inevitable se abalanzó sobre el régimen de los azules, y entre ellos mismos surgieron discrepancias agudas. Luperón decidió abandonar el país en protesta, advirtiéndole a Cabral que estaba en disposición de oponerse con las armas en la mano, en caso de que las negociaciones prosiguieran.
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La defección de Luperón dejó un vacío imposible de llenar en la región cibaeña y contribuyó a precipitar la caída del gobierno azul. JEFE DE LA TERCERA GUERRA NACIONAL Con la entrada en Santo Domingo del general Manuel A. Cáceres, el 31 de enero de 1868, se inició el llamado gobierno de los Seis Años, uno de los períodos más trágicos de la historia decimonónica. Cabral y sus partidarios abandonaron el país en dirección a Venezuela y luego se diseminaron entre Puerto Rico, Curazao y Saint Thomas. Algunos se aventuraron a dirigirse hacia Haití, no obstante la presidencia de Sylvain Salnave, a quien en buena medida los rojos le debían su triunfo. Pese al peligro que podía correr y aprovechando la presencia de algunos de sus partidarios, Cabral pasó varias semanas en Haití a mediados de 1868, en gestiones para preparar la guerra contra los rojos. Los liberales haitianos, encabezados por Nissage Saget, ocuparon la ciudad de Jacmel, en el sur del país, y se renovaron los acuerdos de cooperación entre los liberales de ambos países de la isla. Los voluntarios azules jugaron un papel importante en varias derrotas de los partidarios de Salnave. Llegado el momento propicio, tras firmar un pacto de unidad con los otros jefes azules en la ciudad haitiana de Saint Marc y mientras se desarrollaba la guerra civil en el interior de Haití, Cabral consiguió que hombres de Saget le franquearan el paso hacia la frontera, acompañado por contados seguidores. De nuevo en territorio dominicano en marzo de 1869, volvió a acogerse a la protección del general Andrés Ogando, principal caudillo en los confines del suroeste, donde Báez no había logrado consolidar su presencia. Con rapidez, Cabral obtuvo la adhesión de otros generales de la región y formó una tropa considerable que se puso en condiciones de disputarle el terreno al gobierno. Muchos de sus partidarios, que se encontraban en Haití y en otros países cercanos, corrieron a unírsele, dispuestos a librar batalla contra los inveterados enemigos rojos. Pero los azules se encontraban en una situación desventajosa. Su retaguardia en Haití era insegura, ya que todavía el partido de Saget no controlaba el territorio de ese país en su totalidad; al mismo tiempo, los
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rojos habían desatado una horrorosa escalada de terror. A medida que se implantaba la guerrilla de los azules, el gobierno respondía creando cuadrillas volantes de forajidos que hacían cundir el pánico en las poblaciones que se encontraban bajo el dominio de los insurrectos. Los jefes más célebres de dichas partidas, Carlos Justo de Vargas y Aniceto Chanlatte, conocidos por los apodos de Baúl y Solito, confesaron años después, en un proceso judicial, que habían asesinado con sus manos 143 y 94 personas, respectivamente. Adicionalmente, Báez gozaba de un carisma extraordinario entre la población, mientras que los azules no tenían ninguna figura que los unificara, víctimas de las disputas por la hegemonía entre Cabral, Luperón y Pimentel, así como, en menor medida, entre algunos intelectuales de prestigio que los apoyaban desde el exilio. Ninguno de los tres jefes supremos estaba dotado de la capacidad de Báez ni estaba rodeado de su aureola de popularidad. Con todo, los azules pudieron consolidar su extenso bastión allende el Yaque del Sur, porque representaban el sentido ascendente de la historia, que propendía a consolidar el ordenamiento nacional, pese a todos los obstáculos que se presentaban. La causa de los azules ganó legitimidad cuando se hicieron públicos los aprestos del gobierno dominicano para anexar el país a Estados Unidos. Se trataba de una venta vulgar, puesto que en la operación estaban involucrados personeros corruptos del círculo gobernante de Estados Unidos, quienes esperaban apoderarse de enormes extensiones del territorio dominicano a precio de bagatela. Ya comenzaba a desplegarse la sombra del monstruo del norte contra la independencia del pueblo dominicano. Antes de disolverse, el Estado dominicano recibiría la suma de dos millones de dólares, con el pretexto de sanear las acreencias públicas, pero dirigida obviamente a compensar a la camarilla gobernante. El 29 de noviembre de 1869 fue firmado un protocolo preliminar entre Manuel María Gautier, cerebro gris del Partido Rojo, y Raymond Perry, a nombre del gobierno de Washington. Con el fin de ofrecer una ayuda de emergencia al régimen de Báez, se firmó un acuerdo de arrendamiento de la península de Samaná, que entraría en vigencia en caso de que apareciesen reparos a la anexión en el Congreso de Estados Unidos. A cambio de 150,000 dólares anuales, Estados Unidos pasaba
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a disponer de prerrogativas soberanas sobre la península y los cayos adyacentes. El tratado de anexión estipulaba que debía ser ratificado por el Congreso de Estados Unidos y por el pueblo dominicano a través de un plebiscito. Este fue convocado apresuradamente en febrero de 1870, a menos de cinco años de concluida la guerra de Restauración, arrojando la falacia de que solo 11 dominicanos se oponían a la integración como territorio, es decir colonia, de Estados Unidos. Es cierto que una amplia porción de los dominicanos favorecía la anexión por los motivos siguientes: para muchos bastaba que así lo desease Báez, a quien se le adjudicaba el don de ser infalible, al igual que el papa; otros estaban cansados del estado continuo de guerras, que asociaban a la pobreza, llegando a la conclusión de que la única forma de que reinase la paz era a través del dominio extranjero; un juicio parecido se derivaba de la convicción de muchas personas de elevado nivel cultural de que el país carecía de los medios para emprender por sí solo la marcha hacia el progreso, por lo que alguna forma de protectorado o de anexión resultaría conveniente. Los azules habían quedado bastante marginados, pero eso no significa que constituyeran una minoría insignificante, como lo proclamaban los publicistas rojos Félix María Delmonte y Javier Angulo Guridi, quienes se solazaban en acusar a los patriotas de bandoleros agentes de Haití, adjudicándoles el calificativo de cacos. No cabe duda de que los azules contaban con el apoyo de la porción más consciente de la población, pero eso no pudo traducirse a la práctica, con excepción de la zona fronteriza del sur, a causa del despliegue del terror por las bandas baecistas o de lo aplastante que resultaba la adhesión de gran parte de la masa del pueblo a la figura del antiguo mariscal de campo español. Adicionalmente, los azules estaban aquejados de debilidades profundas que contribuían a recomponer la vigencia de sus enemigos, la más importante de las cuales era la división de sus filas entre los seguidores de sus tres principales jefes. Particular gravedad revistieron las disputas entre Cabral y Luperón, al punto que el último llegó a expresarse de manera dura y a veces insultante sobre su compañero, en diversos pasajes de su libro Notas autobiográficas y apuntes históricos. La clave de esa rivalidad radicaba en que cada uno de ellos aspiraba a la
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jefatura suprema sobre las operaciones. A instancias de los liberales haitianos, se firmó un pacto de unidad entre los jefes liberales dominicanos. De hecho, ese instrumento consagraba la supremacía de Cabral, a quien se le asignaba el mando del Frente Sur, único en el cual habían logrado implantación. Luperón y Pimentel, en cambio, no tuvieron éxito en la frontera del norte, donde los caudillos estaban firmemente unidos detrás de Báez y contaban con el respaldo de la masa campesina, que desde 1857 visualizaba a ese tirano como defensor de sus intereses. A pesar del pacto de unidad entre los tres líderes, cada uno siguió operando por su cuenta. Luperón obtuvo apoyo de los comerciantes de Saint Thomas, preocupados por las negativas consecuencias que les provocaría la anexión a Estados Unidos. Adquirió el vapor El Telégrafo, desde el cual intentó, sin éxito, concitar respaldo de las poblaciones que iba tocando. Cabral se negó a brindar ayuda a los planes de Luperón, pese a la profunda carga simbólica que tuvo la aventura de El Telégrafo para confrontar los planes del gobierno de Estados Unidos, lo que valió que este declarase a Luperón como pirata. En la medida en que Cabral era el único de los tres que estaba librando una guerra efectiva, su liderazgo se consolidó y pasó a ser reconocido por casi todos los exiliados como el jefe indiscutible. El héroe de Santomé y La Canela volvía a cubrirse de gloria al tornarse el símbolo de la redención de los dominicanos en la resistencia frente a la anexión a Estados Unidos. De nuevo supo aplicar sabiamente sus dotes militares, captando que carecía de los recursos y el apoyo requerido para derrocar a Báez en corto plazo. Apeló a la guerra de guerrillas, táctica que había aplicado durante la Restauración y que reconocía la superioridad del enemigo, por lo cual evitaba choques frontales y se sustentaba en el control del territorio por medio de pequeños destacamentos que sometían al contrario hostigamiento. Si bien es cierto que las tropas azules dominaban el territorio al occidente del Yaque, lo hacían de forma inestable, sujetas a retiradas cada vez que los rojos realizaban expediciones desde Azua. Entre 1869 y 1872 la guerra entre rojos y azules se caracterizó por expediciones dirigidas por dignatarios gubernamentales, como Francisco Antonio Gómez, Manuel Altagracia Cáceres, Juan de Jesús Salcedo y Valentín Ramírez Báez, este último hermano de padre del Presidente y
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su delegado en Azua. Tras cada una de esas expediciones, quedaba de manifiesto que los rojos no podían sostener el hostigamiento de las partidas guerrilleras de los azules, por lo cual procedían a operar la retirada hacia Azua. Como lo observó Sócrates Nolasco, las guarniciones que dejaban en algunos puntos de la desolada región eran indefectiblemente exterminadas. ENTREGA DE SALNAVE En febrero de 1870, después de estar Cabral dirigiendo la resistencia guerrillera durante cerca de un año, fue derrocado el presidente haitiano Sylvain Salnave, quien, al frente de 1,500 hombres, abandonó Puerto Príncipe con el designio de escapar a los sitiadores de la ciudad. Al sufrir varias derrotas en el camino, Salnave se vio obligado a internarse en República Dominicana con vistas a acogerse a la protección de Báez. Pero tuvo que entrar a la zona dominada por los azules. Desde que se enteró de la llegada de Salnave a suelo dominicano, Cabral puso todas sus tropas en estado de alerta, temiendo que los baecistas intentaran un ataque simultáneo desde Azua. Además, para él era cuestión de principio impedir que los fugitivos haitianos atravesaran su territorio armados. Cabral aceptó entablar negociaciones con una delegación que Salnave ofreció enviar. Cuando vio que este hizo una contramarcha y no cumplió su promesa, se dispuso a atacarlo. Envió un pequeño destacamento, al mando del coronel Bartolo Batista, que entabló combate y tuvo que retirarse ante la superioridad de la tropa de Salnave. Cabral despachó entonces al general Vidal Guitó con 150 hombres. El ex presidente haitiano intentó despistar a los azules y envió solicitudes a Valentín Ramírez Báez para que atacara desde Azua, lo que se llevó a efecto, aunque sin resultados. El 10 de enero de 1870 se trabó un sangriento choque entre azules dominicanos y salnavistas haitianos en el paraje La Cuaba, en plena sierra de Bahoruco, cerca de Polo. Después de varias horas de combate, con cuantiosas bajas de ambos lados, incluyendo al general Guitó y mujeres y niños familiares de la comitiva de Salnave, este se rindió. El gobierno recién instalado en la capital haitiana, presidido por Saget, aliado de Cabral, le requirió a este que Salnave le fuera remitido
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junto a sus acompañantes, por cuanto estaban acusados de cometer crímenes políticos. En desesperado intento para salvarse, Alfred Delva, antiguo ministro de Salvane, ofreció a Cabral una fuerte suma de dinero a cambio de que no los entregara. Le razonó que, con esa suma, le sería fácil avituallar su tropa para derrocar a Báez. El ex ministro no tomó en cuenta el talante moral de Cabral, quien se indignó ante semejante osadía. El adalid de los patriotas dominicanos decidió delegar el delicado asunto que representaba el destino de Salnave a un consejo de generales, en el cual él se limitó a fungir de presidente. Se resolvió, al parecer por unanimidad, que Salnave y sus ayudantes fuesen entregados al Gobierno haitiano. Esta decisión adquirió de inmediato tintes altamente polémicos, por cuanto Salnave y algunos de sus camaradas fueron fusilados por las autoridades haitianas. Dirigentes políticos de la época y posteriormente historiadores han estimado que, con esa decisión, Cabral empañó su historia personal, debido a que no observó la norma de la neutralidad en su territorio. Hasta Luperón censura la decisión en su libro de memorias, reclamando que en aquel momento hizo pública su protesta. Se ha aducido que los azules recibieron del gobierno haitiano una fuerte suma de dinero en recompensa, y hay quien se ha atrevido a insinuar que Cabral se benefició de la operación. En realidad, la suma entregada por el presidente Saget tuvo carácter simbólico, ya que fue de 5,000 pesos fuertes o dólares, monto que, si bien para los azules no dejaba de tener cierto peso, carecía de efectos sobre la marcha de la guerra. Es definitivo, además, que Cabral no le puso las manos a ese dinero. De ello puede concluirse que la entrega de Salnave no envolvió una operación pecuniaria. Con seguridad a Cabral y a algunos de sus generales tuvo que resultarles duro acceder a la demanda del régimen haitiano, pero por razones de realismo político se inclinaron por hacerlo. Dejar pasar a Salnave equivalía a poner en peligro toda la causa nacional, fortaleciendo a Báez, quien podría usarlo para hostilizar al aliado haitiano. Estaba comprobado que Salnave era un enemigo declarado de los patriotas dominicanos y que había entrado a su territorio en son de guerra. Uno de sus generales era el dominicano Tomás Cristo, quien se había distinguido en el sitio de Jacmel. Adicionalmente, puede aceptarse el argumento de que, de no haber accedido a la petición, Cabral y sus compañeros ponían en riesgo la
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alianza con los liberales haitianos, que resultaba vital para sostener la resistencia guerrillera. CAÍDA DE LA TIRANÍA BAECISTA La guerra siguió con los altibajos característicos, aunque en fase ascendente para los azules hasta 1871, gracias a la legitimidad del objetivo de impedir la anexión a Estados Unidos. Cuando los generales patriotas estimaron que habían consolidado su dominio sobre el extremo suroeste, decidieron constituirse en gobierno con el título de Gobierno Provisorio de la Revolución, a cuyo frente Cabral quedó como presidente de la República. Los actos y argumentos de este singular gobierno guerrillero se recogerían en un periódico editado en Haití, que terminó con el nombre de Pabellón Dominicano. El gobierno de Cabral reclamó tener control sobre el territorio e intentó armar dispositivos administrativos. En aquellas dificilísimas circunstancias, Cabral se preocupó por garantizar la seguridad individual y la propiedad; para prevenir la degeneración al bandolerismo, se sancionaba cualquier acto de pillaje con la pena de muerte. A pesar de todos los triunfos, las condiciones no eran propicias para el funcionamiento del Gobierno Provisorio, y en diciembre de 1871 los ministros Alejandro Román y Mariano Cestero decidieron abandonar sus cargos sin siquiera presentar renuncia. Se produjo una reorganización del gobierno en comisiones de Interior, Justicia y Relaciones Exteriores, Hacienda y Comercio y Guerra y Marina; como directores de ellas quedaron los principales jefes militares e intelectuales que acompañaban a Cabral, casi todos generales, como Andrés Ogando, Francisco Moreno, Manuel Rodríguez Objío, Manuel María Castillo, Tomás Castillo, Francisco Gregorio Billini y Timoteo Ogando. Tras el fracaso de las sucesivas campañas, el tirano en persona decidió encabezar una marcha con el fin de aplastar a los guerrilleros. Hizo una leva de cerca de 10,000 hombres y él mismo asumió la dirección del cuerpo principal que cayó sobre San Juan y Las Matas. Otros cuerpos estaban a cargo de sus principales lugartenientes, como
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el vicepresidente Cáceres. A pesar de que los azules no fueron aniquilados, la insurrección entró en una fase de debilitamiento, hasta quedar como algo que dejó de preocupar a los jerarcas rojos. Esta evolución es atribuida por Nolasco al asesinato de Andrés Ogando, mientras dormía en Cambronal, a manos de una partida de macheteros gubernamentales dirigida por Baúl, que había logrado infiltrarse detrás de las líneas de los azules. En 1873 el foco de atención de Báez se trasladó a resolver los conflictos crecientes que confrontaba con sus propios seguidores. Tal vez los azules perdieron cierta legitimidad, tras haber sido rechazado el proyecto de anexión por el Senado de Estados Unidos en 1871. El cese de la perspectiva de una anexión hacía de la caída de Báez una cuestión de tiempo. Hubo un último respiro por efecto del arriendo de Samaná por 150,000 dólares a una empresa aupada por Fabens y Cazneau, la Samana Bay Company of Santo Domingo, de acuerdo con las mismas cláusulas del instrumento que para tal fin se había firmado antes con el gobierno de Estados Unidos. Ese dinero tenía una importancia cardinal para Báez, ya que en esos años ningún gobierno podía sostenerse si no contaba con recursos financieros extraordinarios. En 1870 el banquero judío Edward Hartmont suscribió títulos de deuda a nombre del gobierno dominicano por unas 450,000 libras esterlinas, de las cuales únicamente entregó 38,000. Este sonado fraude impidió que en lo sucesivo el Gobierno dominicano pudiera contratar otros empréstitos en el exterior. Desde mediados de 1873 comenzaron a manifestarse signos de descontento en la Línea Noroeste, al grado que algunos de los principales sostenedores del gobierno en esa región se propusieron derrocarlo. El 25 de noviembre de ese año los dos máximos jerarcas rojos del Cibao, Manuel Altagracia Cáceres e Ignacio María González, iniciaron un movimiento que dio al traste con el régimen de los Seis Años. El 25 de noviembre tuvo una importancia trascendental en la historia dominicana, ya que significó la consolidación del Estado nacional. En lo sucesivo ningún gobernante osó abogar abiertamente por la anexión a Estados Unidos. Pedro Henríquez Ureña caracterizó el cambio acaecido como producto de la intelección de la nación por parte del pueblo dominicano.
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Estos hechos ponen de relieve que la tiranía de los Seis Años no cayó a consecuencia de la resistencia de los azules; pero no disminuye la trascendencia de la guerra que durante cuatro años libraron los patriotas dirigidos por Cabral en los confines del suroeste. En su oposición al plan del presidente Grant para anexar el territorio dominicano, el senador de Massachussets, Charles Sumner, argumentó que la resistencia dirigida por el general Cabral constituía evidencia contraria a los resultados del plebiscito instrumentado por Báez. Sumner estaba animado por ideas liberales, por lo cual reprobaba el autoritarismo de los rojos y se identificaba con la causa de los azules. Para ganar crédito ante la opinión pública internacional, los azules organizaron un plebiscito en el territorio que dominaban, arrojando más de 6,000 votos contrarios a la anexión. Sumner refutó de forma contundente los alegatos de su colega Oliver Morton, en el sentido de que José María Cabral era “meramente un jefe de bandidos que no perjudica y tampoco ha perjudicado al gobierno de Báez”. Pero el fracaso del proyecto de anexión también estuvo motivado por consideraciones racistas, pues varios de los congresistas estadounidenses consideraron que el pueblo dominicano no era apto para la vida civilizada. En los debates, el senador de Nueva York, F. Wood, por ejemplo, se pronunció en forma despectiva acerca del pueblo dominicano. La población es de un tipo degenerado en grado sumo, estando principalmente compuesta de una raza cuya sangre tiene dos tercios de africano nativo y un tercio de criollo español, a diferencia de cualquier raza de color conocida en este país o en cualquiera parte del mundo. Esta es una mezcla completamente incapaz de asimilar la civilización, y descalificada, bajo cualesquiera circunstancias posibles, de hacerse ciudadanos de los Estados Unidos y ejercer, como lo hacen todos bajo nuestro actual sistema modificado, los privilegios de representación y de ser representados.
LOS AÑOS FINALES Caído el gobierno de los Seis Años, Cabral quedó desfasado en tanto político, como acertadamente José Gabriel García lo percibió en una
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carta. Su contribución a la causa nacional fue estrictamente militar, y ya había desaparecido el peligro de un proyecto de anexión. En esas condiciones, Cabral se despojó de todo espíritu de partido, respondiendo al clamor de los núcleos pensantes que demandaban el fin de las contiendas civiles. Consideró que su contribución debería pasar a ser la de ente moderador, con el propósito expreso de contribuir a la paz. Hizo galas de desprendimiento y ofreció respaldo al gobierno de Ignacio González, siendo designado por este ministro de Guerra y Marina en 1875. Pero Luperón, el otro prohombre azul, pensaba de manera muy distinta; aunque no aspiraba a ocupar la presidencia, sí pretendía que el poder pasara a manos del sector liberal. Por tal razón, Luperón entró en conflicto con el presidente González y respaldó al movimiento cívico que llevó a su derrocamiento en 1876. Ese mismo año, todavía bajo la presidencia de Ulises Francisco Espaillat, Cabral, identificado, aceptó el cargo de inspector de Agricultura de la provincia de Azua. Pero, a diferencia de Luperón, se había apartado de su propio partido. Eso lo llevó a apoyar a Buenaventura Báez en su quinta y última administración, iniciada en 1877, cuando el tirano de los Seis Años se declaraba demócrata. Cabral no obró solitario en el acercamiento hacia su antiguo jefe, ya que, en aras de la paz, varios de los intelectuales prominentes de Santo Domingo, como: Emiliano Tejera, José Gabriel García y Mariano Cestero, ofrecieron su concurso al último gobierno de Báez. Estas posiciones expresaban una disminución de las diferencias conceptuales que habían enfrentado mortalmente hasta poco antes a las dos corrientes de liberales azules y conservadores rojos. Ahora bien, Luperón continuaba negado a aceptar esas posturas, correspondiéndole mantener la identidad de los azules. Estaba dotado de un sentido político más desarrollado que Cabral. Y, aunque no contaba con popularidad, se hizo el jefe único de los liberales y fue preparando el terreno para la toma del poder en 1879. Como es sabido, en los años siguientes, los azules implantaron una suerte de dictadura, por cuanto, en los hechos, impidieron la competencia electoral de las otras banderías políticas, que entraron en un marcado declive. Fue bajo la égida de Luperón cuando se conformó un conglomerado liberal integrado, aunque tampoco entonces surgió un partido político en el sentido moderno.
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Así pues, la toma del poder por los azules, en 1879, implicó que Cabral, su principal fundador, quedara apartado de los asuntos públicos. Hasta su fallecimiento, en 1899, pasaba largos períodos en San Juan de la Maguana. Todavía está en pie la casa que el prócer construyó en esa ciudad, muestra elocuente de la pobreza en que vivía. Le quedaba la satisfacción de haber contribuido al bien de la patria en lo que le fue posible, sin perseguir riquezas, poder o gloria. Por eso, gozó de la admiración de todos los que lo rodeaban, quienes veían en él a un símbolo viviente de la libertad.
BIBLIOGRAFÍA García, José Gabriel. Compendio de la historia de Santo Domingo. 4 vols. Santo Domingo, 1968. Luperón, Gregorio. Notas autobiográficas y apuntes históricos. 3 vols. Santo Domingo, 1974. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano, (18211930). Santo Domingo, 1997. Monclús, Miguel Ángel. El caudillismo en la República Dominicana. Santo Domingo, 1962. Nolasco, Sócrates. “José María Cabral y Luna. (El guerrero)”, Obras completas. 3 vols. Tomo II. Santo Domingo, 1994, pp. 447-468. Rodríguez Demorizi, Emilio. Proyecto de incorporación de Santo Domingo a Norte América. Santo Domingo, 1965. Rodríguez Objío, Manuel. Relaciones. Ciudad Trujillo, 1951. Soto Jiménez, José M. Semblanzas de los adalides militares de la independencia. Santo Domingo, s. f.
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Quiso ser poeta, soldado, estadista, historiador, etc.: quiso abarcarlo todo en la inmensidad de su espíritu. Después tuvo la dicha de ver coronadas todas sus ambiciones hasta llegar por último a la cumbre de la gloria ceñido con la aureola del martirio.
SU RELIEVE Manuel Rodríguez Objío es uno de los próceres que encarna con más intensidad el lineamiento dominante de la historia dominicana del siglo XIX : la formación de la nación a través de la aspiración a la autodeterminación y la igualdad. Durante el proceso posterior a la anexión de la República Dominicana a España, en 1861, Rodríguez Objío fue el intelectual que con mayor radicalismo enarboló los principios tendentes a la constitución de un pueblo libre y luchó por plasmarlos en la realidad social mediante el compromiso político. En el segundo lustro de la década de 1850 comenzó a incursionar en la creación literaria y el periodismo, con la intención de exponer principios que permitiesen una orientación renovadora de la vida del país. Fue uno de los primeros poetas románticos dominicanos. Se dedicó al periodismo y, aún muy joven, se dispuso a elaborar anotaciones históricas que compiló bajo el epígrafe de Relaciones y que pueden considerarse el primer tratado de historia escrito por un dominicano bajo la perspectiva del ideal de un pueblo libre constituido en nación. Su trascendencia en la historia no se deriva únicamente de su condición de intelectual, sino de haber sido un hombre de acción que, a pesar de las dudas interiores que lo asaltaban, decidió tomar parte en los esfuerzos que se llevaban a cabo en pos de la libertad. Gracias a su inquebrantable patriotismo y a su capacidad intelectual sobresalió en la elaboración de propuestas políticas democráticas y revolucionarias. Por eso desempeñó funciones de importancia durante la guerra de la Restauración contra el dominio español, entre 1863 y 1865, y se proyectó en los años posteriores como exponente del liberalismo democrático, cuando los prohombres de esa gesta nacional se cohesionaron en contraposición con el conservadurismo de Buenaventura Báez. El protagonismo de Rodríguez Objío se resume en la intransigencia frente a los enemigos de la libertad. Visualizaba la causa del pueblo 409
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como un imperativo al que no podía renunciar, y definió una postura de radicalismo democrático que buscaba desterrar el dominio de tiranos y caudillos. Actuó siempre acompañado por la preocupación poco común de hurgar en las causas profundas de los procesos la historia del pueblo dominicano. Derivaba la búsqueda de los medios para hacer compatibles los principios liberales y democráticos con las características del medio dominicano. Su excepcional capacidad de elaborar ideas y su radicalismo lo colocaron por encima de su época, situación que le acarreó conflictos incluso en el interior del sector liberal. Estuvo penetrado de la duda acerca de la pertinencia de la acción, ya que recaía en la convicción de que su vocación verdadera era la literatura. Rufino Martínez, en su magnífica galería de personajes del siglo XIX, si bien no duda de la pureza de sus ideales, elaboró un juicio extremo, al ponderar su existencia como sucesión de inconsecuencias. En verdad, el atractivo por la acción siempre se sobreponía a las dudas, por lo que terminaba reincidiendo una y otra vez en las luchas contra la opresión. Su vida dedicada a la patria concluyó en la tragedia, pero también en su exaltación a héroe de los esfuerzos por el logro de un país libre. Su muerte resume una existencia trágica, atravesada desde temprana edad por lo que su biógrafo Ramón Lugo Lovatón califica de “hado adverso”. PRECOCIDAD La precocidad fue una las características de los años formativos de Rodríguez Objío. En Relaciones, donde combina la autobiografía con un recuento de la historia de su tiempo, afirma que su niñez no tuvo nada de sobresaliente. En realidad, fue un joven prodigio, que antes de los 16 años escribía poesías y principiaba a elaborar nociones sobre su época. Esta precocidad sería una tónica el resto de su vida, pues realizó actividades que correspondían a edades bastante mayores. A los 19 años incursionó en la política, dando muestras de un nivel cultural superior al típico del período. La claridad de sus ideas durante la guerra de la Restauración, así como el compromiso con la causa nacional y su capacidad literaria, lo llevaron a ser el responsable de la publicidad del gobierno de
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Santiago y a ocupar un ministerio en los postreros meses de 1864, cuando contaba apenas 25 años. Colocado a esa corta edad en el epicentro de la política nacional, su vida pasó a adquirir ritmo vertiginoso. En la decepción, fenómeno generalmente reservado a la madurez, también fue precoz, como narra en Relaciones. Sufrió la envidia literaria o los ataques arteros por diferencias políticas; pero siempre se sobreponía. Hasta en la muerte fue precoz: su fusilamiento se produjo cuando tenía 32 años, pero tras una existencia que había experimentado avatares sin fin. La precocidad tuvo que abrirse paso contra la mediocridad cultural reinante. Narra él mismo que en las escuelas de la época no se enseñaba nada, por lo que tuvo que formarse como autodidacta. Incidieron circunstancias familiares para que pudiera sobreponerse a esas condiciones y lograra un elevado nivel cultural. Nació el 19 de diciembre de 1838 en la ciudad de Santo Domingo, a escasos meses de constituida la sociedad secreta La Trinitaria. El hogar de sus padres se encontraba en la esquina suroeste de las calles El Conde y José Reyes. La ubicación de su casa permite inferir que sus padres, Andrés Rodríguez y Bernarda Objío (tal vez nacida en Venezuela), pertenecían a los estratos urbanos medios y altos. Los documentos de registro civil lo avalan, pues Andrés Rodríguez figura en ellos como “mercader al detalle”. Varios integrantes de La Trinitaria eran amigos de la familia, lo que indica que el niño Rodríguez Objío creció bajo el influjo de las enseñanzas de Duarte. En la época, todo estaba envuelto en dificultades, ya que el país era en extremo pobre e incluso los sectores urbanos superiores vivían en medio de precariedades enormes. Esta situación se agravó a consecuencia del fallecimiento prematuro de Andrés Rodríguez, en febrero de 1843, después de haber tenido otros dos hijos y quedar una cuarta hija por nacer. La joven viuda se vio obligada a marchar a Azua, donde se encontraba su familia, con el fin de dedicarse a actividades comerciales. Bernarda Objío tenía experiencia ayudando a su marido, y su primogénito Manuel, todavía niño, tuvo que participar en la búsqueda de la subsistencia del hogar. De ahí vendría una vocación por los negocios que no desarrolló a causa de la fuerte afición literaria. Como lo narra en Relaciones, sufrió varios fracasos en actividades comerciales, lo que explica su entorno social donde era difícil el éxito de una empresa de cualquier género.
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De esos primeros años, bajo el dominio haitiano, refiere su amigo el gran poeta José Joaquín Pérez: Como es condición inherente a toda nación conquistadora la de detener el vuelo de la inteligencia, poniendo trabas a la ilustración de las masas, Manuel R. Objío tuvo la desgracia de no recibir educación ninguna. Pasó su infancia en esa vaguedad sin límites de una vida de peligrosa ociosidad. Precoz en atrevidas concepciones, en el pequeño círculo de su familia pudo aprender fácilmente algo que le ayudase a adquirir por sí mismo las nociones más indispensables i cuando llegó la edad de seis años su adelanto era prodigioso.
A los 13 años Rodríguez Objío retornó a Santo Domingo para ocupar una plaza de dependiente de comercio. A su propio decir, llevaba una vida de holgazán y se rodeó de “malas compañías”, llegando a embriagarse unas cuantas veces. En ocasión de un viaje a Azua, mientras se llevaba a cabo una partida de naipes, la chispa del cigarro de uno de los jugadores hizo estallar el barril de pólvora sobre el cual se sentaba. Rodríguez Objío fue de los pocos que no perdieron la vida, lo que le hizo pensar que su vida estaba sellada por un destino. A pesar de esa existencia díscola, comenzó a asistir como alumno del colegio San Buenaventura, fundado por el presidente Buenaventura Báez durante su primera administración. En aquellos ratos pudo nutrirse del saber de algunas de las escasas luminarias culturales de la época, como Félix María Delmonte y Alejandro Angulo Guridi. Al poco tiempo comenzó a escribir poesías, inspirado en la obra y las hazañas de Lord Byron. En 1855, cuando contaba apenas 16 años, publicó su primer poema, dedicado a “una joven poetisa”. Entonces, según refirió años después, ya era un espíritu romántico: […] mi corazón rebosaba en amor para todo el mundo, las mujeres me parecían ángeles, la amistad una diosa, la Patria un Edén. Sentí demasiado y ahogué demasiado mis sentimientos; cuando quise darles expansión, no hallando el mundo que soñé, maldije mi destino y me lancé en una lucha interminable.
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Al retornar de un accidentado viaje a Nueva York en compañía de un comerciante que había realizado transacciones irregulares, viaje que él mismo calificó de calaverada, en marzo de 1856 fue nombrado funcionario en el Ministerio de Hacienda por el incumbente, Manuel Delmonte, amigo de su familia e integrante del círculo de Santana. Comenzaba a los 17 años una carrera en posiciones en el Estado que le generaría conflictos interiores. En realidad, de acuerdo con su vocación intelectual, le interesaba contribuir a la búsqueda de soluciones a los problemas nacionales. Junto a otros escritores, como su gran amigo Juan Bautista Zafra, fundó la Sociedad Amantes de las Letras, que él concibió como un espacio para la reflexión que incidiera en los problemas que los políticos conservadores no podían abordar. Presentó su renuncia al cargo poco después de nombrado, aprovechando la salida de Santana del poder, y retornó a Azua durante cierto tiempo. La rebelión de los cibaeños contra el segundo gobierno de Báez, en 1857, lo encontró en la ciudad de Santo Domingo, donde había establecido un pequeño negocio de destilación de bebidas en compañía del poeta Manuel Heredia. Se vio forzado a combatir del lado baecista, bajo el mando del general José María Cabral. Pero tan pronto pudo se pasó al bando de Santiago, que mantenía el cerco sobre la ciudad amurallada. En esos meses estableció relación con el general Santana, jefe de la tropa sitiadora, quien, al advertir el talento del joven poeta, lo designó parte de su Estado Mayor, a pesar del recelo que le provocaban sus ideas liberales. Al establecerse el cuarto y último gobierno de Santana, Rodríguez Objío fue designado oficial primero de la Secretaría de Interior y Policía, pero no tardó en renunciar. Sus ya definidas inclinaciones liberales lo llevaban a repudiar por igual a los dos jefes políticos de la época, Santana y Báez. Prefirió involucrarse en la reorganización de la Sociedad Amantes de las Letras, con el fin de contribuir a un tipo de acción colectiva que antepusiera el patriotismo a cualquier interés personal o de grupo. Como parte de ese activismo cultural, colaboró en los principales periódicos de la ciudad, especialmente en Flores del Ozama. Fuera por diferencias políticas o por rivalidades personales entre literatos, fue combatido con acritud dentro de este cenáculo, lo que le generó un sentimiento de decepción. Es
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probable que los ataques a que se vio sometido provinieran de literatos conservadores que habían ingresado en la entidad, como Manuel de Jesús Galván. En adelante, la vida de nuestro héroe oscilaría entre la voluntad grandilocuente de la acción en pos del ideal y la pasividad provocada por la decepción. Sin empleo y desconectado de la sociedad literaria, volvió a Azua en 1860, con el fin de realizar operaciones comerciales, justo antes de producirse la rebelión fronteriza favorable a Haití capitaneada por el general Domingo Ramírez y otras figuras del Ejército dominicano. Santana se estableció en Azua para aplastar la disidencia y tomó como secretario personal al joven Rodríguez Objío, quien al cabo de tres meses abandonó la posición, cuando Santana retornó a Santo Domingo.
PALADÍN DE LA RESTAURACIÓN Tan pronto tuvo certeza de que Santana pensaba anexar la República a la monarquía española, Rodríguez Objío se dirigió a Saint Thomas para entrevistarse con el exilado Francisco del Rosario Sánchez, quien simbolizaba el espíritu de la autodeterminación nacional y la igualdad. Existe la versión, no avalada por él, de que fue enviado por políticos conservadores que deseaban impedir la anexión. Al tiempo que informaba al fundador de la República de los planes de Santana, se ofreció a combatirlos. Rememora en Relaciones haberle dicho a Sánchez que, a pesar de la aversión que sentía hacia Báez, prefería cualquier gobernante a una dominación extranjera. El ansiado encuentro con el héroe de los ideales patrios generó una perenne veneración a su memoria. “Desde aquel instante –refirió– mi suerte quedó ligada a la suya; y aun después de su muerte, fui fiel a mis promesas”. Con la vehemencia de los románticos, expone su admiración por el prócer en páginas que muestran la yuxtaposición del poeta y el historiador. Creador de la nacionalidad dominicana y primer soldado de la independencia él murió con la nacionalidad y con la independencia de la Patria. Heroico y grande al nacer como hombre público en 1844 y grande fue al morir en 1861.
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Brilló en el oriente de su tempestuosa vida y descendió al ocaso con majestad y luz, legando a las generaciones que le sucedan el creciente reflejo de su gloria, un ejemplar sublime a los patriotas […]. Oscurecido o proscrito, errante y perseguido por todos los tiranos fue Sánchez el padre de la Patria y a la vez su víctima expiatoria. El postrer momento de aquel hombre grande y desgraciado, fue más solemne porque concurrió a la agonía y muerte de una nacionalidad. Como Cristo él fue palmoteado y bendecido en la Jerusalén dominicana el año 44. El escuchó por cortos días el Hosanna de su pueblo […]. Más tarde tuvo su pasión y su calvario habiendo exhalado el último aliento y caído con la cruz de la redención nacional.1
Rodríguez Objío retornó a Santo Domingo, por lo que no acompañó a su ídolo en la expedición que dirigió desde Haití y que culminó con su fusilamiento. Al ver que no prosperaba la oposición a la anexión, decidió esperar, convencido de que el pueblo terminaría rebelándose. En el ínterin, Rodríguez Objío contrajo matrimonio con María del Rosario Ravelo, hermana del trinitario Juan Nepomuceno Ravelo, quien le había inspirado versos juveniles. Experimentó pronto una decepción en el aspecto pasional, aunque decidió no divorciarse. Años después, en medio de la guerra de la Restauración, conoció en Santiago a Rita Reyes, quien pasó a ser el amor de su vida. Con ambas mujeres tuvo hijos y mantuvo la relación hasta su muerte. A los pocos días de iniciada la guerra de la Restauración, Rodríguez Objío huyó hacia Venezuela con el fin de sumarse a los patriotas. Dado que su repudio al régimen extranjero era del dominio público y estaba sometido a vigilancia policial, calibró que no le sería factible trasladarse hacia Santiago por tierra. Refiere que fue el primer habitante de la capital que se dispuso a sumarse a los insurgentes. Se detuvo en Curazao, donde conoció a su familiar Manuel E. Bruzual, dirigente de la corriente liberal que entonces predominaba en Venezuela. Bruzual lo recomendó ante el
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Al igual que en citas posteriores de Rodríguez Objío, se han introducido ligeras modificaciones para hacerlas más legibles.
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presidente venezolano Juan C. Falcón, a quien solicitó apoyo para la causa dominicana. En Caracas se sumó al colectivo formado por Juan Pablo Duarte con el fin de integrarse a la guerra llevando recursos desde aquel país. Rodríguez Objío recibió de Duarte el grado de coronel, y ambos, junto a Vicente Celestino Duarte y Mariano Diez, hermano y tío de Duarte, y el venezolano Candelario Oquendo, abandonaron Venezuela el 2 de marzo de 1864 y llegaron a Monte Cristi el 25 de ese mes. Casi de inmediato Rodríguez Objío fue destinado para auxiliar al general Manuel María Castillo en la reorganización del frente de la región sur, tras los reveses infligidos a los patriotas por las tropas españolas a causa de los desaciertos del anterior jefe, Pedro Florentino. En ese frente, donde cundía el peligro y la miseria extrema, se distinguió por cumplir misiones riesgosas. Se preocupó por establecer puntos de comunicación con Haití, único medio para procurarse armamentos y otros artículos indispensables. Fue designado jefe del Estado Mayor del frente y en algunos momentos ocupó interinamente la jefatura de las operaciones. Se consagraba como el guerrero de la libertad que aspiraba a ser, aunque ya experimentara dudas sobre la pertinencia de la acción. El sucesor de Castillo en la jefatura del sur, José María Cabral, le solicitó que fuera a Santiago en busca de ayuda. En esta ciudad le sorprendió el movimiento que llevó a destituir al presidente José Antonio Salcedo y a la proclamación del jefe del ejército, Gaspar Polanco, como presidente con poderes dictatoriales. Esta evolución fue provocada por lo que varios jefes consideraron detener la guerra a causa de los errores militares del presidente, así como por su disposición a llegar a un acuerdo con los españoles y propiciar el retorno de Buenaventura Báez a la jefatura suprema del país, quien había sorprendido a muchos al aceptar el grado de mariscal de campo del ejército español. El propio Rodríguez Objío tuvo la ocasión de participar en las conversaciones que se celebraron en Monte Cristi entre el capitán general José de la Gándara y una delegación del gobierno de Santiago, después de que esta ciudad fue ocupada por el ejército español. Fuera por haberse convencido de los errores de Salcedo o por la vocación radical de Gaspar Polanco, Rodríguez Objío prestó concurso a la acción de este último, cuya dictadura revolucionaria duró poco más de tres meses.
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En el gabinete de Polanco fue designado ministro de Relaciones Exteriores, aunque su verdadera contribución estribó en dirigir el periódico del gobierno y escribir gran parte de los documentos oficiales de esos meses. Se hizo la pluma de la Restauración, precisamente cuando la contienda nacional alcanzaba su cenit y se definían, desde la cúspide del gobierno, las posturas radicales en pos de un ordenamiento nacional autónomo y democrático. Aunque la figura dominante de tal orientación era el vicepresidente Ulises Francisco Espaillat, la labor literaria de exposición sistemática de argumentos le correspondió a Rodríguez Objío. Este quedó impresionado por la honradez y la firmeza de propósitos del vicepresidente, de quien recibió algunas de las orientaciones políticas que más lo marcaron. Durante los meses de la dictadura de Polanco se logró contener la contraofensiva española que había puesto a los dominicanos en situación difícil. Después de preparar la evacuación de Santiago, tras la toma de Monte Cristi, los dominicanos inmovilizaron al ejército español pocos kilómetros más allá de esta última ciudad. En el frente del sur, la pericia militar de Cabral se puso de manifiesto en la batalla de La Canela, el 5 de diciembre de 1864, cuando las tropas de españoles y dominicanos anexionistas, bajo el mando de Eusebio Puello, fueron derrotadas y se abrió un nuevo avance de los restauradores a todo lo largo de la región. Cumplido este cometido del gobierno de Polanco, comenzaron nuevas desavenencias en las filas restauradoras, tanto por aspiraciones desordenadas de mando como por concepciones distintas acerca del ordenamiento político y la conducción de la guerra. Se le achacó al presidente Polanco el fusilamiento de su predecesor José Antonio Salcedo, lo que fue esgrimido por varios generales de la Línea Noroeste como razón para su derrocamiento. En enero de 1865 Pedro Antonio Pimentel fue designado tercer presidente de la Restauración, y quienes habían acompañado al depuesto Polanco, entre los cuales se encontraba Rodríguez Objío, fueron reducidos a prisión. Al no encontrárseles responsabilidad en la muerte de Salcedo, casi todos fueron liberados dos meses después, y a Rodríguez Objío lo destinaron otra vez al sur, donde acompañó al general Cabral en la fase final de las operaciones y la ocupación de la ciudad de Santo Domingo.
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Tanto en el ministerio del gobierno de Polanco como fungiendo de consejero de Cabral, Rodríguez Objío fue quien tuvo la visión más clara sobre la necesidad de que los patriotas se compactaran en una entidad que se denominó Partido Nacional. Aunque Polanco, el más radical de los jefes militares restauradores, aceptó la idea y en reiteradas ocasiones se refirió a dicho partido, en realidad nunca llegó a existir, porque aún faltaban condiciones. Hay que tomar en cuenta que la mayor parte de los jefes militares restauradores carecían de toda noción de política moderna. Aunque estos guerreros tenían que acatar las orientaciones del gobierno, los intelectuales y políticos carecían de fuerza para someterlos a control. PRECURSOR DEL RADICALISMO DEMOCRÁTICO Cabral ocupó la presidencia de la República un mes después de que las tropas españolas evacuaran Santo Domingo, a secuelas de un pronunciamiento efectuado en la ciudad por varios generales del sur y del este, quienes cuestionaban la preponderancia cibaeña representada por el presidente Pimentel. También recibió el título de Protector, en reconocimiento a su brillante jefatura militar. Se adujo poco después que el inspirador intelectual de dicho movimiento fue Rodríguez Objío, cosa que él mismo se encargó de desmentir. Los meses de la primera presidencia de Cabral fueron una suerte de interregno dorado, pese a la destrucción en que había quedado el país tras la prolongada guerra. Los círculos de jóvenes instruidos estaban confiados en que se abría un futuro promisorio. La expresión más importante de esta ilusión fue la Asamblea Constituyente convocada para promulgar una nueva ley fundamental del Estado que posibilitara un orden democrático, sustituyendo la Constitución de 1854 que legalizaba el despotismo. Rodríguez Objío fue comisionado por Cabral para que organizara el gobierno, y posteriormente fue designado ministro de Justicia, Instrucción Pública y Relaciones Exteriores. La inclusión de Rodríguez Objío ponía de relieve el origen restaurador de esta primera administración de Cabral, pese al interés del mandatario por rodearse de figuras conservadoras y obtener el apoyo del alto estamento comercial.
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Cabral depositó confianza en Juan Ramón Fiallo, quien imprimió una orientación conservadora, y designó a Valverde y Lara en el Ministerio de Guerra, lo que determinó la salida de Rodríguez Objío del gobierno. Los viejos santanistas y baecistas, según consigna en Relaciones, se disputaban la hegemonía en el gobierno, por lo que Rodríguez Objío y otros restauradores perdieron influencia. Probablemente a causa del avance de los conservadores en el gobierno, solicitó al presidente que lo designara jefe de la región sur. Allí captó las intrigas que iniciaban los partidarios de Buenaventura Báez e intentó oponerse a ellas, aunque sin demasiada beligerancia, lo que denota la precariedad en que se desenvolvían los restauradores en el poder y la rapidez con que se recuperaba el prestigio de Báez, pese a haber apoyado la anexión. Como parte de esta situación, Rodríguez Objío aceptó ser electo representante de Bánica a la Asamblea Constituyente, a instancias de Carlos Báez, hermano de Buenaventura Báez, quien desplegaba una campaña de promoción en Azua. Decepcionado por el prestigio ascendente del inveterado anexionista, nuestro héroe decidió por primera vez apartarse de la política y dedicarse al ejercicio de la abogacía, para lo cual obtuvo nombramiento de defensor público. Captó que la mayoría del pueblo no apoyaba la propuesta liberal. Aun así, al igual que en ocasiones ulteriores, volvió sobre sus pasos y aceptó el reto del patriotismo, ocupando de nuevo un ministerio en el gobierno a petición del Presidente, quien le renovó su confianza. En ese contexto sobrevino la rebelión a favor de Báez de varios caudillos del este que habían dirigido la guerra de la Restauración en la zona. Su cabecilla era Pedro Guillermo, quien terminó ocupando la capital del país sin que Cabral lograra recabar fuerzas para oponerle resistencia. El mismo presidente se vio forzado a viajar a Curazao para pedirle a Báez que aceptara reemplazarlo en la presidencia de la República. Gregorio Luperón y Benito Monción intentaron oponerse a la reinstalación de Báez, pero no lograron muchas adhesiones, señal del estado de ánimo que había en el país, las divisiones existentes en la cúspide de los restauradores, y la ascendente popularidad que tenía Báez gracias a ser reconocido por muchos como el único dotado con la capacidad para regir la nación.
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Dando muestras de su astucia proverbial, Báez designó un gabinete compuesto por antiguos jefes de la Restauración, como el mismo Cabral, ministro de Guerra, y Pimentel, ministro de Interior. Rodríguez Objío decidió aceptar el encargo del presidente de ser su delegado en las provincias del Cibao, con la misión de conjurar previsibles nuevos brotes de oposición. Las razones por las cuales aceptó el nombramiento las explicó tiempo después. Mi misión al Cibao tenía por objeto especial combatir a mis verdaderos amigos y correligionarios, a los hombres del Partido Nacional. Las instrucciones que se me transmitieron fueron explícitas, omnímodo el poder de que me hallé investido. Yo no creí deber usar del arma que se ponía en mis manos para aniquilar a los míos. […] La fuerza pues del principio triunfó sobre el llamado Deber Militar, que es a veces una tiranía contra la conciencia, irracional, y por lo tanto injusta […].
Dispuso del poder suficiente para colocar a personas de su confianza en las posiciones relevantes. Poco después el gobierno lo nombró gobernador de Puerto Plata, responsabilidad de importancia porque en esta ciudad se recaudaban cerca de las dos terceras partes de los impuestos del país. Al poco tiempo comenzó a cundir inquietud entre los prohombres de la Restauración por cuanto advirtieron los propósitos despóticos del nuevo mandatario, quien no coincidía con su orientación nacionalista y liberal. Cabral fue el primero en romper con Báez y marchó a Curazao, donde lanzó un manifiesto de agravios en abril de 1866. A continuación se trasladó a Haití e incursionó por la frontera sur, obteniendo la adhesión de algunos de los generales que lo habían secundado durante la pasada guerra. Ante esta situación, Rodríguez Objío, que en Puerto Plata se había rodeado de personas de su confianza, se declaró en rebelión contra el mandatario e hizo traer a Luperón, quien estaba exilado en las Islas Turcas. Para recibir a Luperón, el 28 de abril de 1866, pronunció un discurso que se hizo célebre, en el cual exacerbaba su repudio hacia Báez: Cuando por una desgracia inexplicable el partido nacional tuvo que inclinarse bajo la manchada plata de los españolizados, yo
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deploré en el fondo de mi alma aquel suceso: pero a la vez que el corazón me impulsaba a rechazar noblemente el gobierno de un traidor, la cabeza me ordenaba seguir una conducta distinta […]. Yo siempre había sido designado como enemigo del Mariscal Báez. El ostracismo, la cárcel me amenazaban de cerca […]. Queriendo esquivar la persecución y ser útil a mis compañeros de glorias y reveses, mentí fidelidad al nuevo amo: aquel hombre, enemigo eterno de mi Patria y de mis amigos, tuvo la debilidad de creerme, encomendándome una misión de importancia en el Cibao, y más tarde el gobierno civil y el militar de esta Plaza que debía ser el camino de vuestro triunfo […]. Los sucesos han coronado mis deseos, pues al primer grito de los míos he estado en aptitud de asegurarles este importante Distrito, y abriros las puertas de la Patria. Mucho he sufrido moralmente, ciudadano General, habiéndome visto condenado a hacer un nuevo sacrificio en obsequio del gran partido nacional: el de mi conciencia torturada. En lo futuro, ciudadano General, estoy dispuesto a renovar el sacrificio de mi sangre como soldado. El 25 de este mes pude arrojar definitivamente el disfraz, encabezando el pronunciamiento de esta Plaza: en tal hecho el espíritu nacional me ha guiado. A LOS TRAIDORES ES PRECISO HERIRLOS A TRAICION.
En su momento, parece que el autor consideró ese discurso una pieza lograda, pero en Relaciones expone juicios autocríticos, reconociendo que, al haberse dejado llevar por la exaltación, incurrió en exageraciones: en realidad, reflexiona, no había en ningún momento “mentido fidelidad” a Báez, por lo que debió haberse limitado a decir que fingió acatamiento. También consideró absurdo haberse proclamado traidor, ya que sólo se traiciona si se combaten los principios o la patria. Esta alocución, de todas maneras, retrata la emotividad característica de su persona que lo llevaba a cometer actos improvisados de los cuales se arrepentía posteriormente. Rodríguez Objío acompañó a Luperón en la batida contra la resistencia de los caudillos partidarios de Báez en las comarcas cibaeñas. Durante la campaña se hizo evidente que la mayor parte de los jefes de la Restauración se habían adherido a la figura del depuesto mandatario. Rememorando este giro, y en alusión a los generales Benito Monción y
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Juan de Jesús Salcedo, hizo galas de su capacidad de análisis al cuestionar la explicación que dieron algunos de los intelectuales liberales de que los rebeldes obedecían a su falta de convicciones y a su carácter levantisco; sin negar que adoleciesen de esas fallas, también se preguntó hasta qué punto la orientación conservadora de una parte de la cúspide gubernamental, personificada en Cabral, no contribuía a la pérdida de influencia popular de los liberales y a la consiguiente defección de caudillos hacia el bando conservador. En ese período debió fraguarse la amistad estrecha entre Rodríguez Objío y Gregorio Luperón. La mística nacionalista del poeta, que había exaltado el heroísmo de Sánchez, se proyectaba bajo las nuevas circunstancias en Luperón. Todavía en el discurso de Puerto Plata el líder tomado como referencia era Cabral, pero poco después se enturbiaron las relaciones entre el poeta y el guerrero de Santomé y La Canela. Al triunfar la rebelión de los liberales contra Báez, tras un gobierno interino de un triunvirato compuesto por Gregorio Luperón, Pedro A. Pimentel y Federico de Jesús García, Cabral fue reinstalado en la presidencia de la República por ser el principal cabecilla de los liberales, que ya se conocían como “los azules”. Rodríguez Objío entendió que no tenía sentido ocupar posiciones en la segunda administración de Cabral, cuando se ratificó la influencia de Fiallo, “el favorito” como se le llamaba, quien se proponía anular la incidencia de los hombres de la Restauración y favorecer a los antiguos santanistas. De ahí que, con más claridad que en el primer gobierno de Cabral, en el segundo, entre 1866-1867, la mayoría de los ministros fueran antiguos funcionarios de Santana. En razón de esta orientación gubernamental, Rodríguez Objío se estableció en La Vega junto a su familia y se desentendió de los asuntos políticos. Seguía los pasos de Luperón, “cuyos principios se armonizaron altamente con los míos”, quien se había dedicado a actividades comerciales en Puerto Plata. Previamente, de acuerdo con muchos jóvenes y algunas personas prominentes del Cibao, Rodríguez Objío intentó convencer a Luperón de que aceptara la presidencia, a lo que este se negó de plano. La intransigencia de Rodríguez Objío llevó al presidente Cabral a retirarle la confianza, por lo que se congratuló de que se estableciera en La Vega “entre los suyos”, expresión que puso en claro que no deseaba su participación en los asuntos públicos. Con todo, obedeciendo al sentido
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del deber, Rodríguez Objío se vio forzado a participar en la represión del alzamiento de Benito Monción y Juan de Jesús Salcedo, lo que no fue óbice para que Pablo Pujol, uno de los principales partidarios de Cabral en Santiago, lo acusase de mal comportamiento e intentase someterlo ante un consejo de guerra. Las intrigas en el seno de los restauradores empezaban a hacer mella en el ánimo de Rodríguez Objío, quien resultaba ser uno de los más combatidos a causa de su postura radical. Él mismo caracterizó poco después esta situación: Los hombres del 16 de Agosto, sin apoyo en ningún lado, sin fuerza de ninguna especie, acabaron por dividirse entre sí, agregándose cada cual al partido que mayores garantías pudiera ofrecerle. Aquellos de entre estos que no podían intentar una transacción con Báez quedaron aislados soportando, como el árbol del desierto, el impulso de todos los vientos. Los traidores, anexionistas y los partidarios de Báez se disputaron la arena política. Estos debían triunfar tarde o temprano, puesto que aquellos trabajaban en su favor.
Aunque apartado de funciones de gobierno, Rodríguez Objío renovó su compromiso patriótico a través del periodismo doctrinario. Procedió a fundar La Voz del Cibao, que concibió como la última trinchera del radicalismo democrático. El tono crítico de ese periódico exacerbó las malquerencias en su contra de funcionarios del gobierno, pese a que en sus páginas colaboraron figuras como José Gabriel García y Gregorio Luperón. Comenzó a dar forma a tópicos que caracterizaron su ideario democrático: la intransigencia en la defensa de la soberanía nacional, la búsqueda de un ordenamiento democrático donde imperara la legalidad, la reivindicación de los intereses de los pobres y proletarios, la lucha por la igualdad social y jurídica, la erradicación de la discriminación racial y las desigualdades por motivos étnicos o raciales. En cierto momento Rodríguez Objío se trasladó a Santo Domingo, donde fue electo diputado por La Vega, posición que se negó a ocupar por divergencias con el gobierno. Aun así, con motivo del apresamiento de Pedro Guillermo, tras una intentona insurreccional, Cabral le solicitó a Rodríguez Objío que presidiera el consejo militar que lo juzgaría,
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alegando que nadie se sentía con la valentía para asumir tal responsabilidad. Rodríguez Objío accedió al ruego del Presidente y se trasladó a El Seibo, donde dictó la sentencia de muerte del caudillo baecista, considerado comúnmente un bandolero. De inmediato los baecistas exilados calificaron a Rodríguez Objío como asesino. Tal animadversión se agudizó con motivo de la última ofensiva de los caudillos cibaeños contra Cabral, iniciada en Monte Cristi en octubre de 1867. Uno de ellos, Jove Barriento, fue capturado y ejecutado por el caudillo liberal Subí, hecho que se le imputó sin razón a Rodríguez Objío, quien llegó al lugar cuando ya se había producido el fusilamiento. Las relaciones de Rodríguez Objío con el gobierno de Cabral se tornaron más tensas cuando se vio obligado a permanecer en Santo Domingo, a medida que avanzaban los baecistas al final de 1867. Entonces, con el fin de sobrevivir a toda costa, Cabral envió a Pablo Pujol en misión a Washington, con la propuesta de arrendar la península de Samaná a Estados Unidos a cambio de dinero y armamentos. En sesiones “tumultuosas”, varios diputados elevaron sus protestas, entre los cuales se encontraron Rodríguez Objío y Juan Bautista Zafra. EXILIADO EN HAITÍ La caída de Cabral era inevitable, pues la gran mayoría de los caudillos, los personajes de influencia en sus respectivas comunidades, propugnaban el retorno de Báez. El anuncio de las negociaciones sobre Samaná terminó de sumir en la ruina moral al gobierno, lo que fue aprovechado por los partidarios de Báez para, hipócritamente, acusarlo de antinacional. Al enterarse de los manejos con Samaná, Luperón rompió con Cabral y se marchó a Islas Turcas. Concluyendo enero de 1868, los azules capitularon en Santo Domingo y sus jefes abandonaron el país. En una de sus últimas anotaciones antes de tomar el camino del destierro junto a las figuras del régimen caído, ya la ciudad sitiada, Rodríguez Objío reflexionó sobre las causas del fracaso. Advirtió que los españolizados del Cibao terminaron cohesionados alrededor de Báez. En segundo lugar, consideró que Cabral se había aislado por rodearse de un anillo de personas de confianza muy reducido.
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Los azules expulsos celebraron una conferencia en el venezolano islote Guiaiguaza, frente a Puerto Cabello, donde pasaban una cuarentena, pues antes de salir de República Dominicana se había desatado una epidemia de cólera. En esas conversaciones se pusieron de manifiesto las aspiraciones al mando de los jefes militares azules Cabral, Luperón y Pimentel, cada uno de los cuales tenía una cohorte de partidarios. Algunos conservadores que los acompañaban también se disputaban la hegemonía, señalándose particularmente a los antiguos santanistas Tomás Bobadilla y Manuel Valverde. La relación de estos conservadores con los liberales se debía a que, por viejas rencillas, no aceptaban la preponderancia de Báez. Pero Rodríguez Objío, en sus escritos, fue enfático al negar que ellos perteneciesen al Partido Nacional, aunque lo situaba como un proyecto que no cuajaba a causa de las rivalidades de los dirigentes. Una parte considerable de los expulsos se radicaron en Haití, aprovechando que todavía el presidente Sylvain Salnave no había concertado una alianza sólida con Báez, recién llegado al poder. Rodríguez Objío pasó a residir en Cabo Haitiano, donde obtuvo la protección de las autoridades locales. Su situación personal era en extremo difícil y vivía literalmente en la miseria, a pesar de que incursionó en actividades comerciales. Las divergencias entre los azules lo tocaron, y encontró antagonistas que llegaban a acusarlo de traición. Pujol insinuó que había tratado de que Salnave capturase a Cabral en Jacmel, antes de que se internara en territorio dominicano para iniciar la guerra de guerrillas contra Báez. Por lo que se infiere de sus notas, llegó incluso a dudar de algunas actitudes de Luperón, que interpretaba fruto de su aspiración por la jefatura suprema. Estaba penetrado de amargura a causa de la decepción, puesto que no lograba comprender la malevolencia de muchos de sus compañeros. Esta situación lo llevó a abjurar de la política, y en varias cartas pidió que, en caso de volver a incursionar en ella, se le abominara. Se mantuvo confinado en la vida privada durante dos años, mientras Cabral y otros generales libraban una prolongada guerra contra Báez en el suroeste. De todas maneras, colaboró de manera ocasional con Pimentel, quien hacía esfuerzos por consolidar una base de operaciones en la proximidad de la frontera del norte, e intentó armonizar las relaciones entre Pimentel y Luperón.
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Por razones personales, Rodríguez Objío llegó a visitar Las Matas de Farfán, en poder de los azules, donde encontró a su hermano Mariano (conocido como el guerrero). Se negó en esa ocasión y en otras a aceptar la invitación de integrarse a la guerrilla patriótica. Acaso obedeció a una de las máximas de su cuño: “Es preferible no obrar, a obrar a medias”. No obstante su estado de ánimo, desde cierto momento se dedicó con ahínco a la elaboración histórica. Se propuso ordenar las Relaciones que había iniciado muchos años antes, confeccionando nuevos relatos y afinando su concepción sobre la historia dominicana. Aunque el libro no traspasó el nivel de notas, no siempre integradas, de recuerdos personales y narración política, también introdujo una reflexión sistemática que no tenía precedentes en el país. En tal sentido, él inauguró la consideración liberal de la historia nacional, cuyo fin pragmático era la independencia y la felicidad del pueblo. A su juicio, esos principios seguían representados por Luperón, por lo que en 1870 le comunicó su intención de escribir su biografía, centrada en la guerra de la Restauración en la medida en que la visualizaba como el acontecimiento que terminó de fraguar la nación dominicana. Luperón le proporcionó los documentos que guardaba, con lo que pudo escribir su largo libro en dos tomos Gregorio Luperón e historia de la Restauración. Aunque en este texto se limita a una crónica política, también significó una labor pionera en el país, pues gracias a la inclusión de documentos y por plasmar su conocimiento vívido del tema, por primera vez se articuló un recuento de lo acontecido en la guerra. Solo José Gabriel García en aquellos días comenzaba a tener una preocupación similar. Mas no se trataba de una narración lacónica, puesto que continuamente aparecía el poeta, que lograba una obra de arte exaltando al héroe y los sacrificios del pueblo. Como lo expuso en carta a Luperón del 20 de abril de 1870, lo que se proponía era rescatar el pasado desconocido del pueblo dominicano: “Carece nuestro pueblo de historia, y su renombre se hunde día tras día en las tinieblas profundas del olvido o del misterio; la América misma le conoce más por sus desastres que por sus glorias; y sin embargo éstas son incomparables”.
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EL MARTIRIO A pesar de estar lacerado por el desengaño y apartado de la actividad política, en febrero de 1871 Rodríguez Objío respondió al requerimiento de Luperón de que lo acompañara en una expedición hacia la Línea Noroeste con el fin de adelantarse al plan de anexión del país a Estados Unidos. En noviembre de 1869 se había firmado un protocolo para tal fin, y pocos meses después se celebró un referéndum bajo severas condiciones de represión, por lo que la casi totalidad de los votantes favorecieron la anexión. Los liberales columbraban un peligro inmenso para la nación, lo que estimuló el auge de las guerrillas en el sur. Pero, a pesar de la conciencia del peligro, los jefes azules no lograban ponerse de acuerdo. Como no había forma de concertar un acuerdo operativo con Cabral, Luperón decidió abrir un frente en la porción occidental del Cibao, con el fin de llegar a los alrededores de Santiago, donde vivían muchos de sus partidarios. Para emprender su expedición, Luperón obtuvo apoyo del general Nord Alexis, jefe de la región del Cabo y futuro presidente. A diferencia de lo que hacía Cabral en el sur, quien aplicaba una táctica guerrillera, Luperón se proponía derrocar al gobierno en un plazo corto como único medio para impedir la anexión a Estados Unidos. Algunos generales baecistas ya comenzaban a sentir descontento con su caudillo supremo, y es posible que sostuvieran negociaciones secretas con enviados de Luperón. Por lo menos, el general José Hungría, antiguo ministro de Guerra, había roto con Báez y le había asegurado a Luperón que podría contar con unos 10 generales de la zona. El hecho es que los expedicionarios estaban confiados de que obtendrían el respaldo de algunos jerarcas rojos de la Línea Noroeste tan pronto pisaran territorio dominicano. La expedición fue concebida como la chispa necesaria para generar un movimiento irresistible que llevara a la caída del gobierno. Acompañado de 45 seguidores, entre los cuales se encontraban los generales Segundo Imbert, Severo Gómez y Rodríguez Objío, Luperón cruzó la frontera cerca de Dajabón en marzo de 1871. Los primeros días los expedicionarios lograron avanzar, aplastando la oposición que les presentaban las tropas locales, pero ninguno de los jefes gubernamentales viró las armas, lo que los condenaba al fracaso.
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En El Pino, próximo a Sabaneta, los expedicionarios fueron rodeados por una tropa de 1,000 hombres, comandada por el jefe de la común, general Juan Gómez, quien había recibido refuerzos del jefe de la Línea, general Federico de Jesús García. Después de una pelea encarnizada de más de siete horas, el empuje de Luperón cedió y empezó a experimentar numerosas bajas, como la del general Severo Gómez, segundo al mando. Cuando ordenó la retirada, era tarde para el grupo en que se encontraba Rodríguez Objío, quien fue capturado el 17 de marzo, después de intentar mantenerse oculto en el paraje La Peñita. Llevado ante la presencia del general Juan Gómez, este decidió no fusilar al poeta y trató de protegerlo. Al parecer Gómez concibió permitir que Rodríguez Objío escapara, pero sin demasiada convicción por el sentido del deber militar. Lo puso en manos del general Federico de Jesús García, quien también evadió asumir la responsabilidad de llevar a cabo el fusilamiento, pese a que debía hacerlo en virtud del decreto del 18 de junio de 1868, que estipulaba la pena de muerte para quienes fueran capturados en estado de rebelión. García y Gómez condujeron al prisionero a Santiago para entregarlo al delegado gubernamental, Manuel Altagracia Cáceres. Ante el clamor que se levantó en Santiago a favor de la vida de Rodríguez Objío, Cáceres decidió cancelar el fusilamiento y lo remitió al gobierno. En Santo Domingo, Rodríguez Objío fue sometido a juicio; era previsible que se le aplicaría la pena de muerte. Se hizo evidente que la camarilla del presidente albergaba una violenta animadversión contra el patriota, a quien achacaban la responsabilidad por los fusilamientos de Pedro Guillermo y Jove Barriento. Todas las instancias gubernamentales, obedeciendo al dictado de Báez, ratificaron la condena a la pena capital. Al igual que en Santiago, se levantó una demanda entre variados sectores de la ciudad, como corporaciones, logias masónicas, damas y extranjeros residentes. Durante días el presidente y sus ministros se negaron a recibir a las personas que pedían clemencia. El argumento de Báez era que el prisionero era un asesino malhechor. Se vio obligado a escuchar la petición de un grupo de damas. Una de ellas, cubana, cayó de rodillas ante el mandatario, quien la hizo levantar queriendo ser galante. Empero, no pudo evitar caer en la vulgaridad al expresarle: “Señora, Ud. que es tan hermosa, si lo perdono, irá a la frontera a poner su
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belleza de blanco de los tiros de los cacoses?”. El Presidente se refería a la denominación que daban sus partidarios a los azules, con el fin de sindicarlos como delincuentes y agentes de Haití. En los días que pasó en prisión, Rodríguez Objío dejó algunos escritos. Sin fundamento, algunos escritores le han achacado haberse arrepentido de sus acciones. En realidad, en “Mis últimas voluntades”, texto fechado en Guayubín el 19 de marzo de 1871, ratifica sus concepciones, aunque califica de error su disposición a luchar por ellas, pues el pueblo no las compartía. Ahora debo decir algo en descargo de mis errores. Ellos han tenido por origen la persuasión en que he vivido siempre de que era posible la existencia autonómica de la República Dominicana; de que la ignorancia, mala fe o falsas apreciaciones de los gobiernos que en ella se han sucedido desde el año 44 han sido los únicos obstáculos que se han opuesto a la justificación de mi creencia, razón porque he combatido algunos de ellos, acaso con demasiado calor o acrimonia. Sin embargo, me hallaba en el ostracismo, resignado a acatar todo hecho, en vista de que la mayoría de mis compatriotas son de opinión contraria a la mía, cuando se me anunció y se me persuadió por diferentes conductos y medios que esa misma opinión del país había radicalmente cambiado, y que llamaba a los expulsos en vía de paz y de fraternización. Bajo el influjo de esta persuasión incalculada en mi espíritu no supe conservar la indiferencia que me había impuesto por sistema: fui débil ante el impulso siempre ciego del entusiasmo y he caído en el último error de mi vida.
A semejanza de Sánchez, fusilado casi 10 años antes, recomendó que sus hijos fueran alejados de la “especulación intelectual” y que se les diera una educación práctica, lo que equivalía a apartarlos de la política para hacerlos más felices. Ese desencanto no le impidió mantener la firmeza de carácter para afrontar su destino. Los últimos días de su vida los pasó en perfecto estado de tranquilidad. El 18 de abril, señalado para el fusilamiento, fue despertado muy temprano y conducido por un pequeño piquete hasta un costado del cementerio, a la vista de la Puerta del Conde, en el actual ángulo suroccidental del Parque Independencia. Cayó como el valiente que era, sin dar muestras de debilidad. Cual marinero cantando bajo la
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tormenta, como se calificó a sí mismo, venía de concluir un poema contra el tirano y afrontaba sereno el fatal naufragio. BIBLIOGRAFÍA Lugo Lovatón Ramón. Manuel Rodríguez Objío. (Poeta-restauradorhistoriador-mártir). Ciudad Trujillo, 1951. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano (18211930). 2da. ed. Santo Domingo, 1997. Pérez, José Joaquín. “Manuel R. Objío. Brisas del Ozama. Consideraciones y apuntes biográficos”, El Nacional, 10 de abril14 de agosto de 1875. Rodríguez Demorizi, Emilio (ed.). Actos y doctrina del gobierno de la Restauración. Santo Domingo, 1963. Rodríguez Objío, Manuel. Relaciones. Ciudad Trujillo, 1951. Rodríguez Objío, Manuel. Gregorio Luperón e historia de la Restauración. 2 vols. Santiago, 1939. Rodríguez Objío, Manuel. Poesías. Santo Domingo, 1888.
PEDRO ALEJANDRINO PINA EL PATRIOTA INCANSABLE
EL PATRIOTA INCANSABLE A lo largo del siglo XIX hubo tres grandes procesos en la lucha por la independencia nacional de los dominicanos: la creación del Estado dominicano de 1844 y las guerras con Haití, la Guerra de la Restauración en 1863 contra España y la lucha contra la anexión a Estados Unidos desde 1869. No fueron pocos los personajes que participaron en dos de estas gestas, pero solo uno descuella por haber tomado parte en las tres: Pedro Alejandrino Pina. Este inusual protagonismo provino de que se inició en la lucha patriótica desde muy joven, en la sociedad secreta fundada por Juan Pablo Duarte, al grado de ser reconocido como el “Benjamín de los trinitarios”. Como rasgo relevante de su personalidad, Pedro Alejandrino Pina se compenetró con la causa nacional y dio muestras de una excepcional voluntad de lucha, por lo que le corresponde el calificativo de patriota incansable. Pina no fue solo un hombre de acción. Se nutrió de las enseñanzas de Juan Pablo Duarte, padre de la patria, como uno de sus discípulos más apreciados, y logró una comprensión profunda de los contenidos de la causa nacional. Fue un pensador, aunque solo en algún momento excepcional tuviera el respiro para sistematizar sus reflexiones. Destacan entre ellas sus elucubraciones sobre cómo adaptar los preceptos de la democracia a las condiciones del país. ENTORNO FAMILIAR Pedro Alejandrino Pina nació en Santo Domingo el 20 de noviembre de 1820, un año antes de que se produjese la declaración de independencia dirigida por José Núñez de Cáceres, por lo que su juventud transcurrió durante la ocupación haitiana, iniciada en febrero de 1822. Como fue común, sus padres, ubicados en una incipiente clase media urbana, decidieron no abandonar el país, conocedores de los sinsabores 433
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que experimentaban quienes lo habían hecho en las oleadas emigratorias. Su padre, Juan Pina, era un pequeño comerciante, un pulpero, que tenía su negocio en las inmediaciones de la Puerta del Conde, en aquella época zona bastante marginal dentro de la ciudad amurallada. La prole de Juan Pina, en dos matrimonios, fue numerosa y algunos de los hermanos del héroe fueron personas que descollaron. Fue el caso de Calixto María Pina, quien tomó la carrera sacerdotal y llegó a gobernador provisional de la Arquidiócesis. Dentro de la familia Pina bullía el ideal nacional y el rechazo al dominio haitiano. Juan Pina fue uno de los firmantes del Manifiesto del 16 de Enero de 1844, que convocaba a la separación de Haití. Y fue en la morada de la familia Pina donde Concepción Bona elaboró la primera bandera dominicana en enero de 1844, para lo cual contó con la ayuda de María Jesús Pina, hermana del trinitario. En ese ambiente, Pina abrigó desde niño la oposición al dominio haitiano, en que es posible que mezclase el motivo étnico con la conciencia nacional. Ese sentimiento de rechazo se evidenció cuando propició un enfrentamiento contra los condiscípulos haitianos, lo que le valió ser sancionado y se saldó en un rencor insalvable entre ambos grupos. El ambiente familiar explica que Pina se hiciese un patriota precoz, con conceptos definidos desde la temprana juventud. Era señalado como uno de los discípulos más apegados a Duarte en el círculo de estudios de filosofía. Su ingreso al núcleo de jóvenes intelectuales que anidaban el ideal nacional fue producto de un desarrollo cultural excepcional para la época. Se distinguió en la escuela por su alto rendimiento y obtuvo durante años consecutivos la medalla al mérito que se concedía al mejor alumno del plantel. Su formación se perfeccionó por las lecciones particulares que recibió de Auguste Brouat, un haitiano culto residente en Santo Domingo, quien desarrolló una beneficiosa acción educativa. En esos mismos años, Pina decidió incorporarse al estado sacerdotal, un destino que resultaba usual por las circunstancias tan difíciles en que se desenvolvía el país. Como no existía un seminario, recibió formación del sacerdote peruano Gaspar Hernández, quien en aquellos años animaba un círculo de estudiosos de la filosofía, entre cuyos integrantes se hallaban varios de los jóvenes que emprenderían poco después las acciones
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conspirativas contra la opresión extranjera. Gaspar Hernández tenía una postura conservadora y predicaba el retorno a la soberanía española. Pero, en su mayoría, los discípulos no parecen haber quedado influidos por tal posición, tal vez porque recibieron el contrapeso de las posturas de Duarte a favor de un Estado independiente. José Gabriel García, quien conoció a Pina, resalta, en la biografía que le consagró, “el carácter impetuoso que entonces le distinguía, y las ideas revolucionarias que desde la mañana de su vida bullían en su imaginación ardiente, presto le divorciaron de la Iglesia”. Agrega García que la renuncia al sacerdocio lo llevó a realizar estudios de derecho, los cuales también se hacían de manera personal, con un abogado ya establecido. También reseña la resolución de contraer matrimonio con Micaela Rosón en 1840, cuando contaba con 20 años. EL BENJAMÍN Cuando Duarte consideró que su prédica había prendido entre sus jóvenes amigos y columbraba el desgaste del régimen haitiano, decidió fundar la sociedad secreta La Trinitaria, el 16 de julio de 1838. Sobre este acontecimiento se han ofrecido versiones no concordantes, pero se pueden dar por sentados algunos hechos. Ese día varios conspiradores suscribieron un juramento para ser fieles a la causa independentista y a la jefatura de su caudillo, Juan Pablo Duarte. Todos eran jóvenes de los sectores urbanos medios y superiores, posición que ponía a su alcance el acceso a las doctrinas liberales que justificaban la causa nacional. Dentro de ese conglomerado Pina fue el más joven, con dieciocho años. Y lejos de ser un impedimento para tomar parte protagónica en los acontecimientos, la juventud operó como un acicate para la acción. El historiador García, bien enterado de los detalles de los hechos de aquellos días, relata por ejemplo que el reclutamiento de Francisco del Rosario Sánchez a La Trinitaria fue producto de las gestiones de Pina. Tal disposición se puso de relieve con motivo del inicio de los procesos que condujeron a la proclamación de la independencia nacional. A raíz de la caída del dictador haitiano Jean Pierre Boyer, se produjo una sublevación en la ciudad de Santo Domingo el 24 de marzo de 1843. Los seguidores de Duarte se congregaron ese día en la plazoleta de la
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iglesia del Carmen, enfrente de donde casi cinco años antes habían fundado La Trinitaria. Desde ahí emprendieron una marcha hacia la sede de la gobernación, en demanda de la deposición del titular, Alexis Carrié. Se les unieron los liberales haitianos residentes en la ciudad de Santo Domingo, dirigidos por Alcius Ponthieux, quienes al parecer tenían vínculos con el sector opositor liberal haitiano originado en la ciudad de Les Cayes. Los “reformistas”, tanto dominicanos como haitianos, perseguían la designación como gobernador del comandante Etienne Desgrottes, del sector liberal, a fin de que se extendiera el proceso de la Reforma. La protesta fue atacada por las tropas gubernamentales con saldo de varios muertos. Los manifestantes debieron abandonar la ciudad en dirección a San Cristóbal, donde prepararon una ofensiva que obligó a abdicar al gobernador Carrié. Se instaló un comité provisional compuesto de tres dominicanos y dos haitianos. Uno de sus integrantes fue Pina quien, con 22 años, saltaba al centro de la vida política. Pero lo más interesante fue que se hizo el principal tribuno del sector dominicano y adquirió fama por su elocuencia oratoria. Junto al joven trinitario formaban parte de la Junta Popular, electa por una Asamblea Popular el 30 de marzo, su líder y amigo Juan Pablo Duarte, y otro trinitario, Manuel Jiménes, quien también tendría importantes actuaciones en los meses y años ulteriores. Desde el principio de las sesiones de la Junta Popular, en la cual Pina fungía como secretario y Ponthieux de presidente, se planteó el estatuto nacional de los dominicanos. Esto provocó el enfrentamiento entre los liberales dominicanos y los haitianos. Gracias a sus dotes oratorias, Pina llevó la voz cantante en las sesiones del organismo, en defensa de los derechos nacionales de los dominicanos. Dirigió sus argumentos contra los de Jean Baptiste Morin, el otro haitiano que pertenecía al organismo. Después de uno de los intercambios de divergencias, Auguste Brouat sacó la conclusión de que todo estaba perdido para Haití, pues la ruptura de los dominicanos era un hecho. Los trinitarios, en control de la Junta Popular, propiciaron la emisión de un documento que enunciaba reivindicaciones nacionales tendentes a la autonomía del conglomerado dominicano y al respeto de sus usos culturales. Ante esas señales, el presidente haitiano Charles Hérard, quien había dirigido el movimiento de La Reforma, decidió
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sofocar la disidencia de los “muchachos españoles”. Entró a territorio dominicano por la parte norte, procediendo a arrestar a todos los sospechosos de abrigar propósitos independentistas. Los trinitarios intentaron oponer resistencia a la entrada de Hérard a Santo Domingo, mas, el 11 de julio de 1843, en la víspera de su llegada, no tuvieron más remedio que ocultarse. Pina fue uno de los más perseguidos pero, a diferencia de la mayoría, logró burlar la búsqueda de los soldados haitianos. Sin embargo, tuvo que abandonar el país, en unión de Duarte y otro de los trinitarios, Juan Isidro Pérez, por estimar que resultaba inviable mantenerse por más tiempo ocultos. La estadía de Duarte, Pina y Pérez en el exterior durante más de seis meses, consolidó un entrañable sentido de hermandad entre los tres. Ya Duarte y su hermana Rosa habían apadrinado a la segunda hija de Pina, Amelia. Tres meses después de su salida del país le nació a Pina su tercer hijo y primer varón, a quien hizo poner el nombre de Juan Pablo. En septiembre de 1843, a menos de tres semanas de llegar a Venezuela y en espera del inicio de los acontecimientos, Duarte decidió enviar a Pina y a Pérez hacia Curazao, desde donde esperaba que pudiesen mantener comunicaciones fluidas con Santo Domingo, por ser esa pequeña isla uno de los dos eslabones del comercio exterior del país. Fueron acompañados de Prudencio Diez, tío de Duarte, y José Patín, otro dominicano residente en la patria de Bolívar. Pina y Pérez no pudieron hacer nada, ya que Duarte no logró el apoyo del presidente venezolano, y meses después se les unió en Curazao. EN EL OJO DEL TORBELLINO Duarte y sus dos camaradas, acompañados de otros contados dominicanos, planearon ingresar en secreto al país por Guayacanes para iniciar la insurrección, como se pone de relieve en una carta que les enviaron Francisco del Rosario Sánchez y Vicente Celestino Duarte. Esos planes no pudieron concretarse, de forma que Sánchez decidió seguir otro rumbo para derrocar al régimen haitiano: estableció un acuerdo con un sector conservador encabezado por Tomás Bobadilla. El 27 de febrero de 1844 se proclamó la fundación de la República Dominicana
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y se instaló un Junta Central Gubernativa, cuya presidencia se delegó a las pocas horas en Bobadilla. Al inicio no estaba planteada ninguna controversia entre duartistas y conservadores, aunque tenían criterios fuertemente divergentes acerca de los componentes del Estado que se iba a fundar. Una de las primeras medidas adoptadas por la Junta Central Gubernativa fue comisionar a Juan Nepomuceno Ravelo para que saliera a buscar a Duarte y sus compañeros a Curazao, en la goleta Leonora. Cuando arribó al puerto, el 15 de marzo, Duarte fue aclamado como el Padre de la Patria por el arzobispo Tomás de Portes e Infante. Sin embargo, las divergencias no tardaron en salir a flote tras su llegada, pues Duarte mostró hostilidad hacia cualquier mediatización de la independencia, como estaba contemplado en las negociaciones secretas que habían sostenido conservadores dominicanos con el cónsul general de Francia, Levasseur, mientras participaban como diputados en la Asamblea Constituyente de 1843. Duarte encabezó un proceso de cuestionamiento a los planes de los conservadores, para lo cual contó con el apoyo de la mayor parte de sus viejos amigos de La Trinitaria. El 22 de marzo, una semana después de su retorno, Pina fue destinado a servir como ayudante del general Pedro Santana, estacionado en Baní como comandante del Frente Expedicionario del Sur tras la batalla del 19 de marzo en Azua. Permaneció más tiempo al lado de Santana que Duarte y, a diferencia de este, no parece que tuviera divergencias con su superior. Más bien, Santana apreció las dotes militares del comandante Pina y pasó a considerarlo imprescindible en la campaña. A finales de mayo Pina retornó con su batallón a Santo Domingo, donde tomó parte en la protesta encabezada por Duarte, tendente a impedir la cesión de la península de Samaná a Francia, de acuerdo con lo estipulado previamente en el Plan Levasseur. El Cónsul francés en la ciudad, quien interponía su influencia a favor de los conservadores, identificó a Pina como uno de los más hostiles al plan antinacional. El 9 de julio de 1844, Duarte propició la deposición de los conservadores de la Junta Central Gubernativa, por considerar que la libertad corría peligro. Pina y Juan Isidro Pérez fueron integrados a la nueva junta presidida por Francisco del Rosario Sánchez, en sustitución de los conservadores expulsados.
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Cuando Santana, uno de los más conspicuos conservadores, estuvo seguro de que no había en lo inmediato riesgo militar proveniente de los haitianos, decidió marchar sobre Santo Domingo y deponer la Junta Central Gubernativa. El jefe militar de la ciudad, Joaquín Puello, quien un mes antes había dirigido el derrocamiento de Bobadilla y sus amigos conservadores, optó por la rendición, por temor a las consecuencias de la guerra civil. En razón de tal desenlace, la proclamación de Duarte a la presidencia, que se producía en esos días en Santiago y Puerto Plata, no tuvo mayor efecto en la ciudad capital. Los trinitarios quedaron vencidos y la Junta Gubernativa reorganizada a mediados de julio, presidida por Santana, decidió deportar de por vida a Duarte y a quienes lo habían apoyado, bajo el cargo de traición a la patria. Pina, Sánchez y Pérez fueron apresados poco después de que la tropa del sur entrara a la ciudad. Santana tuvo el gesto de ofrecerle a Pina un trato particular, tal vez por cálculo o por el eventual aprecio que le pudo haber tomado mientras estuvieron juntos en Baní. A través de un emisario le hizo llegar a la cárcel la propuesta de que desaprobara la proclamación que había hecho Mella para que Duarte ocupara la presidencia de la República, a cambio de su excarcelación. En una edición del periódico El Teléfono, fechada el 27 de febrero de 1891, se recogió una versión de lo que Pina le respondió: “Dígale Ud. al General Santana que prefiero no sólo el destierro, sino la muerte misma, antes que negar al hombre que reconozco como caudillo de la Separación”. Pina fue expatriado junto a Sánchez, en dirección a Inglaterra. La nave naufragó frente a las costas de Irlanda. Desde ahí se dirigió de inmediato a Venezuela, donde transcurrió su segundo exilio, esta vez hasta 1848. En la ciudad de Coro, donde estableció su residencia, ejerció el magisterio e incursionó en actividades mercantiles. Cuando el presidente Manuel Jiménes, que sucedió a Santana, dictó una ley de amnistía el 26 de septiembre de 1848, Pina tomó el camino del retorno al otro día de recibir la noticia, señal de que mantenía vivo el espíritu de lucha. Llegado al país, Jiménes, su viejo compañero de la Junta Popular de 1843, le concedió el grado de coronel, con asiento en la Secretaría de Guerra y Marina. Caído Jiménes por efecto del complot urdido por los partidarios de Santana tras derrotar el intento de invasión del presidente haitiano Soulouque, Pina decidió abandonar el país por suponer que la vieja
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querella con Santana, de nuevo amo de la situación, le podría conllevar represalias. Venezuela siguió siendo el punto de referencia constante cuando el trinitario no podía estar en su tierra. De ahí que hiciera del cercano país sudamericano su segunda patria y adoptase su ciudadanía durante el tercer exilio. La ausencia de Pina en la vida política de esos años era producto de su decisión de no transigir con los enemigos de los ideales democráticos. Los liberales que se incorporaron a la política bajo la férula de Santana debieron hacer concesiones, como se conoce en las trayectorias de Francisco del Rosario Sánchez y Matías Ramón Mella. En ese tercer exilio, por lo que indican los biógrafos, Pina tomó la resolución de apartarse por completo de los asuntos dominicanos, por considerar que no existían las condiciones para una práctica política apegada a los principios democráticos. No se acogió a una amnistía de Santana en 1853. El aislamiento de Pina rememora bastante la postura de sus dos compañeros de primera emigración, Duarte y Pérez, aunque a diferencia del primero, al parecer siempre estuvo presto a retornar a la República Dominicana. El exilio representaba para él una existencia cargada de amargura, siempre con la atención puesta en la tierra natal. Aficionado a componer poesías, el tema principal era la nostalgia. Así concluye “Mi patria”. No hay placer para mí. Allá en la Patria Bello es el sol y bellas las estrellas, Dulce la voz del pájaro que canta, Suave la brisa que las flores besa: Allá en mi Patria está el placer del alma!
CONTRA LA DOMINACIÓN ESPAÑOLA A pesar del aislamiento, durante su tercer exilio, el más prolongado, Pina seguía el desenvolvimiento de los acontecimientos en República Dominicana. Cuando llegaron las noticias de la anexión a España efectuada por el general Santana el 18 de marzo de 1861, Pina abandonó al instante sus reticencias a la participación política. Comprendía que estaba en juego la suerte del pueblo dominicano como colectivo nacional. Se puso en comunicación con su viejo compañero Francisco del Rosario Sánchez, quien desde Saint Thomas dirigía un comité revolucionario
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que se proponía abrir hostilidades lo antes posible contra los nuevos dominadores extranjeros. Para Pina no debió ser problema que la mayor parte de los integrantes de ese colectivo opositor estuviese compuesta por partidarios de Buenaventura Báez. Razonó que esos baecistas también estaban opuestos a la implantación del dominio español, por lo cual había que colaborar con ellos, ya que se trataba de un problema de vida o muerte para la patria. Es probable que Pina sopesase que Sánchez seguía siendo un patriota confiable, no obstante las concesiones de años previos a Santana y su ubicación posterior dentro de la corriente baecista. Por lo demás, puede aseverarse que en aquel colectivo no había solo seguidores de Báez. El manifiesto emitido por Sánchez en compañía de José María Cabral no dejaba dudas en cuanto a que el objetivo perseguido estribaba en restaurar la independencia sin cortapisa alguna. En compañía de otros exilados en Venezuela, Pina se dirigió hacia Haití, donde Sánchez había logrado obtener la cooperación del presidente Fabré Geffrard, quien temía que la consolidación de la presencia española en Santo Domingo tuviese repercusiones negativas sobre la independencia haitiana. Pina fue uno de los cientos de dominicanos que integraron la fuerza expedicionaria que entró por la frontera sur dividida en tres columnas, comandadas por Sánchez por la Sierra de Neiba, en el centro, José María Cabral en el flanco izquierdo, por el Valle de San Juan, y Fernando Tavera en el derecho, por el Valle de Neiba. Él formaba parte, con el rango de general de brigada que le otorgó Sánchez, de la columna comandada por Cabral, que llegó a ocupar la población de Las Matas de Farfán. Decenas de haitianos voluntarios acompañaban a los patriotas dominicanas. En esa posición llegó la noticia de que el presidente Geffrard se había visto obligado a retirar el apoyo a los insurgentes dominicanos, ante la amenaza de una escuadra española de someter a bombardeo a Port-au-Prince. Cabral, como militar avezado, optó por replegarse, seguro de que la empresa expedicionaria estaba condenada al fracaso, pero cometió la inconsecuencia de no dar aviso previo a Sánchez. En tan dramáticas circunstancias Pina decidió dirigirse a la posición de Sánchez para advertirle lo que acontecía. Un pequeño grupo de compañeros lo secundó en la arriesgada misión. Sánchez, tras el aviso
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de Pina, también se vio obligado a proceder a la retirada, pero fue víctima de la traición de uno de sus colaboradores, nativo del lugar. Pina logró escapar de la emboscada, gracias a que Timoteo Ogando, entonces capitán, conocedor de la zona y ya curtido en las artes de la guerra, lo montó sobre el anca de su caballo a toda prisa. Frustrados los planes patrióticos y aparentemente pospuestos sin fecha previsible de reinicio, fue natural que Pina retornara a Coro, Venezuela, donde había estado viviendo sin interrupción durante los anteriores 13 años. En Venezuela se libraba la Guerra federal y, ya ciudadano de ese país, Pina se involucró en la contienda del lado federalista, en el cual se agrupaban los sostenedores de las posturas democráticas. Cuando se inició la Guerra de la Restauración a mediados de 1863, Pina estuvo en principio dispuesto a integrarse a la lucha, pero lo impidieron tanto su compromiso con la causa venezolana como una salud deteriorada. Sostuvo correspondencia con Duarte cuando este decidió organizar una expedición en compañía de otros patriotas, pero no lo pudo acompañar. AL SERVICIO DE LOS AZULES Tan pronto en Venezuela se recibieron las noticias de que las tropas españolas habían abandonado territorio dominicano, en julio de 1865, sin pensarlo dos veces Pina retornó a Santo Domingo. La guerra federal venezolana había concluido y se le presentaba la posibilidad de retornar a su ciudad natal, y no en un escenario de guerra inmanejable para su salud. Tan pronto se presentó en la capital dominicana, se puso a disposición del presidente José María Cabral, su compañero expedicionario en 1861. En Haití y durante los días de la expedición de junio de 1861, Pina y Cabral habían entablado una relación amistosa. En señal de confianza, le fueron confiadas altas posiciones al trinitario. El 1º de octubre fue designado gobernador de la provincia de Santo Domingo, y tres semanas después secretario de Estado de Interior y Policía. En este cargo duró escasos días, ya que no aceptó la postura de Cabral de inclinarse ante el motín baecista. Con todo, Pina fue integrado a la Asamblea Constituyente, la cual continuó funcionando a pesar del cambio político,
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hasta promulgar un nuevo texto constitucional el 14 de noviembre de 1865. Más abajo se verá la participación de Pina en este cónclave. Como en un inicio las relaciones entre Buenaventura Báez y José María Cabral se mantuvieron buenas, y el primero trataba de granjearse el apoyo de quienes habían combatido la Anexión a España, Pina no tuvo dificultad en aceptar la posición de juez de la Suprema Corte de Justicia, meses durante los cuales se mantuvo apartado de los asuntos políticos, en señal de desconfianza hacia Báez. Tan pronto el jefe rojo fue derrocado en abril de 1866 por la acción concertada de los prohombres de la Restauración, Pina se integró al nuevo orden de cosas. En su segundo gobierno Cabral le concedió todavía más importancia a Pina que en el de meses antes. El presidente restaurador apreciaba la capacidad intelectual de Pina y su consistencia personal. Es probable que la cercanía del viejo trinitario con el presidente contribuyera a definir los rasgos de esa administración. Cabral designó a Pina como consejero especial del presidente, un cargo desde el cual pasó a tener incidencia en los asuntos del país. Luego le encomendó misiones de importancia, como formar parte de una comisión ante el Gobierno haitiano para la firma de un tratado de amistad, en compañía de Ulises Espaillat, Juan Ramón Fiallo y Tomás Bobadilla. La delegación no pudo lograr su cometido, pues el presidente Geffrard fue derrocado días después de su llegada a Port-au-Prince. Tras la misión en Haití, fue designado comisionado especial en la provincia de Azua, un cargo de importancia en razón de que el gobierno era consciente de que el Gobierno haitiano, presidido por Sylvain Salnave, se aprestaba a apoyar las aspiraciones de Buenaventura Báez. En las comarcas fronterizas sureñas, Pina procuró recuperar porciones del territorio dominicano ocupadas por autoridades haitianas y regularizar el comercio fronterizo. CONSTITUCIONALISTA Como se ha señalado, en las postrimerías del primer gobierno de Cabral, iniciado en agosto de 1865, fue convocada una Asamblea Constituyente, que al mismo tiempo fungía de Poder Legislativo, con el objetivo de que se le diera a la República un ordenamiento legal acorde con la teoría liberal. Los jefes militares restauradores y los intelectuales partidarios de
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un sistema democrático entendían que había que dejar atrás la tradición constitucional que garantizaba un orden despótico. Esa Asamblea Constituyente fue uno de los hitos en la visualización de las dificultades que entorpecían el establecimiento de la democracia. El único precedente de tal intención había sido la Asamblea Constituyente de Moca, que promulgó la carta de 1858, pero que no tuvo efectos duraderos. Uno de los problemas que abordaron los constituyentes restauradores radicó en dilucidar por qué los enunciados liberales de los textos constitucionales previos no habían tenido aplicación efectiva, puesto que estaban contestes en que había que abolir la realidad de un ordenamiento autoritario que acordaba facultades exageradas al presidente de la República. Pina fue uno de los diputados que se distinguieron en los debates. Puso en juego su capacidad intelectual para identificar los problemas y derivar soluciones viables. Su peso en los debates lo llevó a figurar entre los redactores del texto constitucional. Sistematizó los planteamientos que formuló en la Asamblea en una serie de cuatro artículos titulada “Constitución”, publicada en las ediciones del mes de septiembre de 1865 del periódico El Patriota . Su primera preocupación fue que el texto constitucional adoptase las previsiones para garantizar que el presidente fuese una persona reconocida por su patriotismo y por antecedentes honrosos. Este énfasis se motivaba en la conciencia de que, aunque se eliminase el autoritarismo, su figura tenía una gravitación decisiva en la marcha de los asuntos públicos. Adicionalmente planteó que había que establecer los criterios necesarios para evitar cualquier abuso de poder del Ejecutivo, de forma tal que se viese compelido a aplicar una política liberal. El punto de partida de su reflexión constitucionalista radicaba en que resultaba imperativo conjugar un ejecutivo fuerte, en concordancia con las condiciones de un país atrasado, con un ordenamiento legal garante de las libertades. Limitar por la ley la acción del Ejecutivo hasta donde sea posible para que no se encuentre coartada su acción en el gobierno del país, ponerle en la impotencia de cercenar los derechos de los ciudadanos y de perjudicar la nacionalidad, son cosas que la Constituyente puede, si quiere, conseguir con mucha facilidad.
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No más facultades extraordinarias para el Ejecutivo: esta arma que el pueblo le concede de buena fe con objeto de que liberte la sociedad de un peligro inminente, para que asegure el orden público cuando se manifiesten tendencias de que se pretende alterarle, es arma tan peligrosa, que antes de que la envainen, la vuelven casi siempre contra quien generoso se la ofreció para que robusteciera más los medios de acción que podía emplear. Por eso las atribuciones del Ejecutivo deben ser siempre las mismas: el ejercicio limitado del poder debe residir en la Nación, porque sólo ella es soberana.
Esta búsqueda de un ejecutivo débil, al tiempo que apto en su ejercicio, tenía por propósito esencial conjugar la gobernabilidad con la libertad. De ahí que Pina propusiese legislar para hacer imposible que la autoridad se excediera en los términos de su mandato, es decir, que se estipulase como crimen el abuso de poder y que la libertad se elevase a la condición de mandato constitucional. Seguramente por comprender las dificultades que esto entrañaba, buscó las brechas por las cuales, en las condiciones dominicanas, pudiese resultar factible tal equilibrio entre libertad y autoridad. Pina aplicaba sus experiencias en las lides políticas venezolanas, donde el nervio del debate había radicado alrededor de las competencias del gobierno central y los gobiernos estatales. Posiblemente por su experiencia venezolana, encontraba en el principio de la descentralización la clave del sistema político ideal, ya que se crearían las instancias para el ejercicio de los derechos de la ciudadanía y el recorte de las potestades del gobierno central. Si es indudable que en todos los sistemas de gobierno puede caber la libertad, si es incuestionable que no existe sólo en el demócrata republicano, indudable es también, que es el sistema que más se acerca a la descentralización, principio que introducido moderadamente en la legislación patria, nos irá llevando poco a poco al ejercicio de la verdadera soberanía popular.
Con este postulado trascendía el nivel de reflexión en que hasta entonces se habían movido los liberales dominicanos, consistente solo en recortar las atribuciones del Ejecutivo. Él pretendía un ordenamiento que asegurase el funcionamiento del sistema político sustentado en un ejecutivo débil. El principal antecedente de una preocupación
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de tal género lo había expuesto Pedro Francisco Bono en la Constituyente de Moca, donde propuso sin éxito la adopción del sistema federal. No deja de ser extraño que Pina no abogara por el federalismo, dada su experiencia venezolana, tal vez porque consideraba que el país era muy pequeño y sus habitantes se caracterizaban por rasgos culturales comunes. A su juicio, para que el ordenamiento local fuese eslabón del ordenamiento democrático, debía superarse la supremacía del elemento militar, que ponía a la ciudadanía a merced de los jefes departamentales. El remedio a tal tradición lo encontraba en una variación del tipo de organización territorial. Proponía la adopción de departamentos, en vez de provincias, subdividiéndolos en distritos, parroquias y secciones. Todos estos niveles estarían sujetos a la autoridad de funcionarios civiles: respectivamente, gobernador civil, prefecto, sub-prefecto y alcalde. Razonaba que se lograría: […] el principio de autoridad, que las instituciones democráticas hacen residir en el elemento civil […] [no se transfiriese] al que en la sociedad representa la fuerza. Subordinado como debe estar siempre a aquel, debe sí prestarle ayuda en los pocos casos en que sea necesario adoptar medidas rigurosas para reprimir los excesos que tienden a alterar el orden y perturbar la tranquilidad, pero nunca ejercer otras atribuciones, que las que las que le concedan las ordenanzas de su instituto, atribuciones que en la cabecera de los departamentos podrían ejercerse por un Comandante de plaza, en los distritos por un Sargento Mayor y así sucesivamente.
En el mismo orden, propugnó por un Poder Legislativo compuesto de dos cámaras con un número amplio de integrantes, de forma tal que se garantizase en la medida de lo posible la representación de los pueblos. Se oponía al sistema constitucional anterior, que descansaba en un número reducido de legisladores. Con dos cámaras y un número elevado de integrantes, el Congreso se convertía en un factor de equilibrio de los poderes. “Compuesto de más individuos y representado por dos cuerpos solidariamente responsables, es más fácil que imponga al Ejecutivo, cuando desgraciadamente se aparte de la verdadera senda que le trazan las leyes, para venir a caer en el abuso o en la dictadura”. Se posibilitaría
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una representación directa de todas las poblaciones y una “doble discusión en las cuestiones de importancia trascendental que se les sometan”. Interesado en cubrir todas las reparticiones del Estado, también reflexionó acerca de las características del Poder Judicial. La propuesta básica que enunció, sobre la base de la experiencia de los 20 años previos, radicaba en una estructura institucional más sencilla que la establecida en 1844 y que, por consiguiente, permitiera una aplicación más fluida de la justicia. Capaz de apreciar los contornos de la realidad dominicana, adujo la necesidad de crear un sistema judicial peculiar, distinto al francés, que había sido tomado como modelo, aunque guardando una analogía básica. Constataba que, de hecho, el país se había visto imposibilitado en sus años republicanos de instituir la organización judicial contenida en los códigos franceses de la Restauración, y establecía dos causas para la pertinencia de una reforma: “la escasez de hombres por una parte y la pobreza de nuestro tesoro por otra”. Resumió su propuesta de reforma en que la jurisdicción de apelación y la superior fueran ejercidas por una corte suprema compuesta de un presidente, cuatro magistrados y un fiscal, los cuales serían nombrados por el Senado a partir de ternas propuestas por la Cámara de Diputados. La Suprema debía gozar de la potestad de aplicar las leyes en lo civil y lo criminal, y sus integrantes designarían los jueces de primera instancia, de forma tal que el sistema judicial se independizase de los otros dos poderes. Por último, para un ejercicio efectivo de la soberanía por el pueblo, que era el nervio de su preocupación, retomó la idea de Duarte de que se agregase un cuarto poder a la división tripartita ya convencional: el municipal. Con un mayor número de poderes se lograría el equilibrio entre instancias del Estado que evitara el autoritarismo. En sus intervenciones en las sesiones de la Asamblea Constituyente se explayó en algunos aspectos del contenido social que debía ser garantizado por la Carta Fundamental. A tono con la tradición liberal, el punto nodal debía radicar en la interrelación entre libertad e igualdad jurídica: “Para que haga sentir su benéfica influencia en las clases todas de la sociedad, es indispensable que descanse en la igualdad más completa, en la más amplia libertad individual”. Tal conjugación daría lugar al conjunto de derechos indispensables para el desarrollo del sistema político
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ideal, empezando porque garantizaría libertades y derechos, como el de la inviolabilidad de la vida por motivos políticos. La vida, don precioso que sólo la naturaleza puede concedernos, está para siempre garantida a los que delincan en materias políticas, pues la pena de muerte consignada en los códigos para aquellos delitos, está abolida; las leyes que imponían el destierro por las mismas causas, se han derogado: la propiedad es tan sagrada e inviolable como el hogar doméstico; la expresión del pensamiento, libre, y libre también el derecho de petición; positivo el de asociación y el de sufragio; garantida la seguridad individual, porque a ninguno se reduce a prisión sino por su juez competente y en virtud de leyes preexistentes, y finalmente iguales los ciudadanos ante la ley […].
No obstante su condición de discípulo de Duarte, Pina no parece haber estado preocupado por la cuestión de la democracia social. En sus textos sobre asuntos constitucionales aceptaba la teoría liberal sin problematizarla. Su consideración de la democracia se reducía al ámbito político, excluyendo el social. Se puede suponer que compartía la conclusión dominante del liberalismo dominicano, que no pasaba de propugnar por el establecimiento de una sociedad burguesa, vista como modelo irremplazable para el acceso a la modernidad civilizada. Aunque no lo expresara taxativamente, en los textos glosados hay indicios para considerar que Pina compartía el corolario de que un orden político adecuado abriría las puertas para la solución de los problemas sociales. Esto se puede confirmar, hasta cierto punto al menos, porque sus disquisiciones sobre el principio de la igualdad se centraron en el tratamiento de los derechos de los extranjeros. Pina aceptaba el sentido común de todos, liberales y conservadores, que le concedían un peso crucial a la inmigración para que el país se integrara a la corriente del progreso. Si el país necesita para levantarse, de brazos que fomenten la agricultura, si le hacen falta las industrias, si echa de menos la ausencia de capitales, forzoso es convenir que para conseguir los
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bienes que desea, necesita ofrecer ventajas positivas a los que muchas veces inconsultamente, abandonan el lugar de sus afecciones […] en pos de beneficios muchas veces ilusorios.
Por tanto se declaró partidario de que se siguieran otorgando garantías a los extranjeros, sin necesidad de requerirles las obligaciones que debían ofrecer los dominicanos al servicio del Estado. Este planteamiento lo hizo no obstante su consideración de que cualquier protección o sistema de monopolio en beneficio de un sector, en contraposición con la doctrina del librecambio, “perjudican siempre los intereses mismos que se desean fomentar y acaban por aniquilar la vitalidad de cualquier país”.
CONTRA LA ANEXIÓN A ESTADOS UNIDOS La posición del gobierno de Cabral, era extremadamente precaria. El país se encontraba en ruinas y poco se podía hacer en un plan de acción constructiva. Todavía más importante era que el grueso de los generales de la Restauración, como hombres salidos del medio rural, no comprendían los postulados liberales y se fueron alineando detrás de Buenaventura Báez, viejo ídolo de no pocos de ellos. En los meses finales de 1867 los caudillos del noroeste se alzaron en armas contra la administración de Cabral y ganaron terreno con el respaldo de la mayoría campesina, que no comprendía los principios liberales o no los aceptaba. En interés de obtener recursos para enfrentar la sedición de los caudillos baecistas, Cabral estuvo dispuesto a aceptar una propuesta del gobierno de Estados Unidos, formulada en ocasión de la visita del hijo del secretario de Estado, Seward, consistente en arrendar la península de Samaná durante varias décadas. En ese momento Pina ostentaba la posición de diputado, y seguía siendo una persona de la mayor confianza del presidente. Aprovechando su posición, aconsejó que no se llevase a cabo ninguna negociación que atentase contra la integridad del territorio nacional. A pesar de que Cabral no aceptó la objeción, Pina decidió permanecer a su lado por sentido de lealtad.
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Destacado funcionario del régimen caído en enero de 1868, Pina se embarcó al destierro junto al presidente y sus colaboradores. Los prohombres azules debieron pasar una cuarentena en un islote próximo a la costa de Venezuela, pues cuando abandonaron la ciudad de Santo Domingo había una epidemia de cólera. Durante ese quinto destierro permaneció un año en Venezuela. Parecía que el destino de Pina iba a tener como contrapunto ineludible el del exilado sempiterno en su segunda patria. Sin embargo, en esta ocasión estaba más compenetrado que antes con la marcha de los procesos políticos dominicanos porque, según se puede inferir, consideraba que había aparecido un colectivo capaz de librar la lucha por la independencia nacional y la democracia. No hay señales de que en 1868 se propusiese instalarse establemente en Venezuela, y se puede suponer que se mantuvo atento a la reorganización de los azules en el exilio, a fin de incorporarse lo antes posible a la lucha en territorio dominicano. A inicios de 1869 algunos caudillos azules del sur, entre quienes sobresalían los hermanos Andrés, Timoteo y Benito Ogando, prepararon las condiciones para que el ex presidente Cabral pudiera ingresar a territorio dominicano desde Haití. En el país vecino los exilados del Partido Azul colaboraban con los liberales haitianos, encabezados por Nissage Saget, que trataban de derrocar al presidente Salnave. Desde que se enteró de los aprestos de sus correligionarios, Pina se dirigió hacia Haití y, en diciembre de 1868, llegó a Jacmel, uno de los enclaves de los partidarios de Saget donde se congregaban los dominicanos. Tal vez envuelto en trajines conspirativos, no duró mucho tiempo en territorio haitiano, sino que estuvo meses moviéndose entre Saint Thomas y Curazao. Cuando la posición de Cabral se consolidó en las comarcas fronterizas –en la segunda mitad de 1869–, Pina decidió incorporarse a la lucha armada contra los enemigos del Partido Rojo de Báez. Atravesó la frontera en diciembre de 1869 y se asentó primero en San Juan de la Maguana. Su determinación de volver a tomar las armas debió estar reforzada por el hecho de que en esos días se celebró un tratado entre los gobiernos de Estados Unidos y República Dominicana por medio del cual la segunda pasaría a ser un territorio de la “gran democracia del norte”. Desde el bastión azul en el suroeste, Pina tomaba
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parte en la tercera contienda nacional posterior a la independencia. La terrible pugna entre rojos y azules estaba matizada por la contraposición entre quienes creían en un destino nacional y quienes desechaban tal postulado en aras del acceso a la prosperidad que brindaba el coloniaje. A pesar de que Pina contaba con 49 años cuando se incorporó a la lucha contra la anexión a Estados Unidos, era un hombre que padecía de serios problemas de salud, lo que realza su talante de patriota inclinado a la acción en todos los terrenos. Las condiciones de vida de los combatientes azules eran extremadamente difíciles, al grado de que hasta la alimentación escaseaba y los servicios de salud eran inexistentes. Los políticos revolucionarios establecidos en San Juan de la Maguana y Las Matas de Farfán dependían de eventuales envíos de pequeñas sumas de dinero que les hacían llegar familiares o amigos. La población campesina de la zona, aparte de escasa, se caracterizaba por su extremo estado de miseria. La rectitud de Cabral minimizaba las exacciones de los insurgentes sobre los pacíficos. Debido a sus precarias condiciones de salud, Pina no pudo trasladarse al escenario de los combates, sino que debió circunscribir su aporte a tareas políticas. Aun en la retaguardia la vida estaba permanentemente en peligro, a causa de las incursiones que llevaban a cabo las cuadrillas asesinas del régimen baecista. Permaneció en Las Matas, sede del movimiento revolucionario, donde llegó a crearse el símil de un gobierno nacional. La correspondencia que sostenía con su hijo Juan Pablo Pina, también incorporado a la lucha armada, muestra que, si bien se sentía un partidario de Cabral, en realidad no tenía mayor interés en las disputas que escenificaba el ex presidente con otros prohombres por la hegemonía dentro del conglomerado liberal. Sencillamente, quería combatir de nuevo, armado de la convicción de que se hallaba en peligro la suerte de la patria. Dadas las frágiles condiciones en que se desenvolvían las fuerzas de Cabral, Pina no pudo evitar que su estado de salud empeorase. Un súbito agravamiento de la enfermedad tuvo efectos fulminantes y falleció el 20 de septiembre de 1870. Llevaba 10 meses en esa incierta batalla por la libertad. Hasta en la muerte fue precoz, pues no había cumplido 50 años. Carecía de bienes materiales y solo le quedaba el don de la
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entrega sin reservas. Ajeno a los cálculos de conveniencias personales de los políticos de profesión, su mística no podía ceder. Tal vez ni siquiera llegara a plantearse que le había tocado la gloria de pertenecer al círculo selecto de los arquitectos del estatuto nacional de los dominicanos. BIBLIOGRAFÍA Academia Dominicana de la Historia. Pedro Alejandrino Pina. Vida y escritos. Santo Domingo, 1970. García, José Gabriel. Rasgos biográficos de dominicanos célebres. Santo Domingo, 1971. García, José Gabriel. Compendio de la historia de Santo Domingo. 4 vols. Santo Domingo, 1968. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano. Santo Domingo, 1997.
ULISES FRANCISCO ESPAILLAT CIVILISTA DEMOCRÁTICO
Hay algo de raro en la naturaleza de aquel hombre que en aquellos días contaba cuarenta y dos años. Decepcionado como el que más él no confunde nunca el mártir de la injusticia con el hombre verdaderamente gastado, hábil hasta colocarse al nivel de uno u otro según las circunstancias. Espaillat tiene el talento de saber explotar entrambas naturalezas. Su corazón, muerto al parecer para todas las pasiones, sabe distinguir la pasión sincera de la pasión fingida, el cálculo de la abnegación. Indiferente hasta el desprecio para con la sociedad en general, sabe prodigar oportunamente su estimación al individuo digno. Cruel en sus principios como el político que obedece a un sistema, es a veces humano hasta la generosidad. Escéptico por filosofía, sabe ser creyente con el verdadero creyente. MANUEL RODRÍGUEZ OBJÍO
Vamos a tratar de probar que se puede ser tolerante sin ser débil, que se puede ser fuerte sin ser déspota, que se puede establecer el orden en la asociación sin incurrir en la arbitrariedad, que se puede matar el vicio sin ser cruel, que la Ley es más fuerte que todos los tiranos. ULISES FRANCISCO ESPAILLAT
EL INTELECTUAL LIBERAL Pocos son los dominicanos que han logrado la dimensión de Ulises Francisco Espaillat en la búsqueda de un orden autónomo y democrático para el país. Se le puede considerar una de las cumbres culturales y morales de los dominicanos y la conciencia más preclara del liberalismo nacional de su época. Examinó con suma inteligencia las peculiaridades del medio nacional con el fin de contribuir a hacer realidad el ideal de la doctrina. Escribió textos que contienen una ejemplar exposición de criterios acerca de la sociedad dominicana y de las pautas para dar solución a sus problemas. Su amigo Gregorio Luperón tuvo la agudeza de advertir de inmediato la trascendencia de su obra y lo estimuló a seguir publicando, para que sus ideas fuesen “nuestro Catecismo Político, para que sean nuestra Constitución definitiva en la mente y en la práctica de todos los dominicanos”. Luperón se expresaba de esa manera porque no solo aquilataba la profundidad sociológica y política de los análisis de Espaillat sino también su verticalidad. Si hay algo que puede resumir su persona es la honradez a toda prueba, que hizo de su figura un ejemplo viviente de las ideas que pregonaba. Espaillat fue mucho más que un teórico dedicado a auscultar los problemas de la sociedad dominicana, pues desempeñó funciones de primer orden en capítulos importantes de la historia del país, desde la independencia hasta su ascenso a la presidencia de la República en 1876. Pero actuaba por sentido de deber y no por ambiciones personales. En realidad su vocación era la vida privada, por lo que su intervención en los asuntos políticos estuvo motivada por la presión de las circunstancias y el compromiso resultante de su honradez. El patriotismo fue para él, no un medio de encumbramiento, sino de sacrificio y sufrimiento. Durante la segunda mitad del siglo XIX, los demócratas se calificaban a sí mismos como los “buenos”, convencidos de que obraban en beneficio de la colectividad. Y si entre ellos hubo uno bueno a cabalidad, junto a 457
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su amigo Pedro Francisco Bonó, fue Espaillat. Tuvo la virtud de combinar el conocimiento con la moral, y la lucidez con la disposición al sacrificio por la patria. ORÍGENES FAMILIARES Y JUVENTUD Espaillat nació en Santiago de los Caballeros y únicamente dejó de vivir en esa ciudad cuando las circunstancias políticas lo obligaron. A la vez que patriota dominicano, fue un defensor de los intereses de la región cibaeña. Desde inicios del siglo XIX, el Cibao era la porción más poblada y rica del país, pero tras la independencia de 1844 se encontraba sometida a la burocracia de la ciudad de Santo Domingo. Entre los círculos pensantes de la región, especialmente de Santiago, emergió una corriente que propugnaba un orden que garantizara la igualdad entre las distintas zonas de República Dominicana. Aunque discretamente al principio, esos círculos cibaeños enarbolaron posturas liberales, seguramente por estar insertos en una sociedad más evolucionada que la del sur del país, donde subsistían muchos vestigios del orden colonial, mientras que en el Cibao se había gestado una sociedad de pequeños campesinos prósperos y una clase mercantil urbana que se iba perfilando como el agente de un orden moderno y democrático. La vigencia de Espaillat se derivó de ser un intérprete de las aspiraciones de los medios mercantiles de su región, a los cuales pertenecía. Era miembro de una de las familias más encumbradas de Santiago. Su abuelo paterno fue el francés Francisco Espaillat, quien fundó la única plantación azucarera de gran tamaño en el norte del país en las últimas décadas del siglo XVIII. Este gran propietario se vio obligado a huir hacia Puerto Rico en compañía de sus hijos cuando se produjo la invasión del jefe de Estado de Haití, Jean Jacques Dessalines, en 1805. Tan pronto estimaron que el país retornaba a la normalidad, tras la caída del dominio francés en 1808, los Espaillat retornaron a Santiago. Aunque la fortuna de la familia había mermado, como era norma, se reinsertaron en actividades mercantiles que, pese a la pobreza de entonces, comenzaban a estar en boga en conexión con las exportaciones de tabaco, el cultivo que sustentó el desarrollo de la región durante las décadas siguientes.
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Ulises Francisco Espaillat nació el 9 de febrero de 1823, un año después de iniciado el régimen haitiano, y eran sus padres María Petronila Quiñones y Pedro Ramón Espaillat, uno de los 13 hijos del matrimonio del referido francés Francisco Espaillat con la santiaguera Petronila Velilla, hija de un comerciante catalán. Es poco lo que se conoce de su infancia y juventud. Uno de sus tíos, Santiago Espaillat, del círculo de los ciudadanos santiagueros más notables desde la época de la dominación haitiana (1822-1844), hizo de preceptor de Ulises y le transmitió su experiencia política y conocimientos en general, lo que era de suma importancia por la inexistencia de centros de educación superior en el país. Tanto su abuelo Francisco como su tío Santiago ejercieron la medicina empírica, profesión que heredó de ellos el joven Ulises Francisco. De todas maneras, en lo fundamental, se formó como un autodidacta, elevándose muy por encima de los niveles comunes de su época, manifestando desde joven la fuerza de su personalidad. Los datos biográficos que ha compilado Emilio Rodríguez Demorizi muestran que a los 12 años comenzó a realizar estudios de inglés y francés, al igual que de matemáticas, agrimensura y música. También muy joven se inició en las actividades comerciales, siguiendo el ejemplo de su padre y otros familiares. Los conocimientos de medicina le permitieron fundar una farmacia que fue uno de los establecimientos más conocidos del país en las décadas subsiguientes. Cuando tenía 22 años, en 1845, contrajo matrimonio con su prima Eloísa Espaillat, con quien procreó seis hijos; uno de ellos, Augusto Espaillat, se convirtió en uno de los comerciantes más importantes de su tiempo en el país. PRIMERAS ACTIVIDADES POLÍTICAS En 1845, o sea, al año de constituido el Estado dominicano, Espaillat fue uno de los fundadores de la Sociedad Patriótica de Fomento de Santiago, posiblemente la primera institución que tenía por propósito unir a figuras de relieve social y cultural en acciones de interés colectivo. Desde entonces se inició la tendencia asociativa de los notables de la villa, comportamiento que los diferenciaba de lo que era habitual en el resto del país. Por tal
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razón, la Diputación Provincial de Santiago, órgano de poder local estipulado por la Constitución de 1844, cumplía con muchos de sus cometidos, a diferencia de otras provincias. Espaillat fue designado miembro de la Diputación Provincial en 1848. A pesar de su juventud, era ya uno de los ciudadanos más prominentes de la ciudad, reconocido por su talento. El círculo de hombres influyentes de Santiago de los Caballeros, pese a las inclinaciones liberales de la mayoría, mantuvo buenas relaciones con el presidente conservador Pedro Santana. Posiblemente se sentían sin la fuerza necesaria para enarbolar una alternativa contraria, después que Juan Pablo Duarte y sus compañeros liberales de La Trinitaria fueron derrotados en julio de 1844. No por casualidad fue en Santiago donde Matías Ramón Mella proclamó a Duarte presidente de la República en junio de 1844, con el beneplácito de la población de la ciudad. Pero los asuntos políticos se resolvían en Santo Domingo, donde Santana, jefe del ejército del sur, logró desplazar a la Junta Central Gubernativa controlada por los trinitarios. A los liberales de Santiago no les quedó otra alternativa que asociarse a Santana, quien les dio seguridades de que garantizaría sus intereses. En 1848 Santana renunció a la presidencia y los santiagueros no se mostraron muy entusiastas con el sucesor, Manuel Jiménes, no obstante que inauguraba un gobierno con cierta inclinación liberal. A mediados de 1849 los conservadores, encabezados por Santana, aprovechando las derrotas experimentadas por el ejército dominicano ante el ataque del emperador de Haití, Faustin Soulouque, lograron derrocar a Jiménes. Santana de nuevo se hizo cargo del poder, gracias al prestigio obtenido por la derrota que infligió al ejército haitiano en Las Carreras, a orillas del río Ocoa, pero en ese momento no le interesaba seguir como presidente. En las deliberaciones del Congreso para la elección de su sustituto, Santana propuso a Santiago Espaillat, pero este consideró que no podría ejercer correctamente el cargo, consciente del influjo que ejercía el hatero seibano sobre el Estado. Finalmente la presidencia recayó sobre Buenaventura Báez y, tras su primer período de gobierno, se abrió una pugna terrible entre él y Santana. La élite social y política de Santiago, aunque discretamente, tomó partido por Santana, no obstante su deseo de que se instaurase un régimen menos autoritario. Mientras tanto, Espaillat había
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ido ganando influencia dentro de su círculo social, y en 1854 fue designado diputado a la Asamblea Constituyente por la provincia de Santiago. Como integrante de la comisión redactora del proyecto, fue de los responsables en la orientación de la nueva constitución, que abrogaba muchas de las cláusulas autoritarias de la promulgada en 1844. Espaillat retornó a Santiago por desacuerdos con el estilo despótico de Santana, quien, a finales del año, había logrado anular la Constitución de febrero. Retornó a sus ocupaciones habituales, pero las combinó con el estudio concienzudo de los problemas nacionales, lo que le permitió redactar su primer texto de importancia, Memoria sobre el bien y el mal de la República, del que hasta ahora no se ha localizado ninguna copia, pero cuyo contenido se conoce por comentarios de otros intelectuales y del mismo autor. En ese texto, aparentemente, se encontraban en estado embrionario algunas de las ideas que más adelante desarrollaría Espaillat en su intento de contribuir a imprimirle un rumbo feliz al destino del país. POR UN SISTEMA FEDERAL EN LA REVOLUCIÓN DE 1857 La incidencia de Espaillat se acrecentó cuando el sector dirigente de Santiago se rebeló frente a la segunda administración de Buenaventura Báez, iniciada a fines de 1856. Báez concitó mucha popularidad en Santo Domingo y logró unificar a todos los que se oponían a la preeminencia de Santana. Pero en el Cibao no obtuvo el mismo apoyo, por lo que el presidente quiso maniobrar con los excedentes económicos que generaba el cultivo del tabaco para fortalecerse en el poder. Con el pretexto de eliminar las operaciones especulativas y usureras que perjudicaban a los pequeños campesinos, el gobierno dispuso una cuantiosa emisión de papel moneda, a fin de disminuir la cotización del peso fuerte, la moneda española de oro. Los comerciantes de Santiago se sintieron agredidos en forma inaceptable, y lograron el apoyo del resto de la ciudad para declararse en sedición contra el gobierno el 7 de julio de 1857. Se estableció un gobierno provisional con sede en Santiago, presidido por José Desiderio Valverde. Probablemente Espaillat redactó
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el manifiesto que fue emitido al día siguiente, en el cual se explicaban los motivos del derrocamiento de Báez. Los patricios santiagueros abogaban por un régimen democrático y condenaban el autoritarismo que hasta entonces había sido la norma de funcionamiento del Estado. Estos propósitos quedaron plasmados, meses después, en las deliberaciones del Congreso Constituyente reunido en Moca, que aprobó una constitución de orientación plenamente liberal. El presidente de esa Asamblea Constituyente fue Benigno Filomeno de Rojas y el vicepresidente fue Espaillat. Durante los debates, Pedro Francisco Bonó propuso la instauración de un sistema político federal como medio para eliminar el centralismo de Santo Domingo, garantizar la igualdad entre las regiones y desterrar una de las fuentes del despotismo. El federalismo había sido concebido por primera vez en Estados Unidos, como medio de compatibilizar las autonomías y los derechos de los Estados y su asociación en una entidad superior. Espaillat fue el congresista que con más calor apoyó las ideas federalistas de Bonó, las cuales quedaron en minoría. En la misma tesitura, en las deliberaciones de los constituyentes, Espaillat trató de que se aprobaran conceptos que evitaran la guerra civil y el ejercicio de la violencia entre los dominicanos. Por influencia de Rojas, en la constitución se aprobó un sistema que, en teoría, compatibilizaba aspectos del federalismo y el centralismo. Rojas obtuvo el apoyo de la mayoría de los representantes, quienes no se hallaban compenetrados de un espíritu democrático como el que exponían Bonó y Espaillat. De todas maneras, la Constitución de Moca representó la culminación del espíritu liberal en su época. Consignaba medidas para prevenir el despotismo y asegurar la representación de la sociedad en los mecanismos de funcionamiento del Estado. Parte de tal disparidad radicaba en que los seguidores de Pedro Santana se habían sumado a la rebelión de los cibaeños, por cuanto abría la brecha para derrocar a Báez. A los pocos días de iniciada, la sublevación había obtenido el apoyo de casi todo el país. Empero, los baecistas lograron atrincherarse detrás de las murallas de Santo Domingo, localidad donde contaban con mucho apoyo. Al cabo de un tiempo, los integrantes del gobierno de Santiago decidieron llamar a Pedro Santana de su exilio en Saint Thomas, a fin de que dirigiera el cerco sobre Santo Domingo. En un momento dado Espaillat fue destinado al cuartel de Santana en
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las afueras de Santo Domingo y se vio obligado a refutar las opiniones favorables a la dictadura que este emitió. A pesar del apoyo de los santanistas al gobierno provisional de Santiago, la Constituyente de Moca estableció la capital del país en Santiago, con lo que se cumplía uno de los deseos más añorados de los regionalistas cibaeños, quienes propugnaban por desplazar el centro del poder a su región, por considerarla la más rica del país. Esto fue aprovechado por Santana para desconocer dicha Constitución tan pronto se obtuvo la capitulación de Báez, a mediados de 1858. Al cabo de unos días, Santana obtuvo apoyo en el resto del país y llegó a la presidencia por cuarta y última vez. Quedó demostrado que el centro del poder seguía gravitando alrededor de Santo Domingo, por lo que los propósitos regionalistas desembocaron en el fracaso. El grupo dirigente de Santiago carecía de los recursos militares y la experiencia administrativa que acumulaban los burócratas de Santo Domingo. Algunos santiagueros intentaron oponerse al golpe de Estado de Santana y decidieron marcharse al exilio por temor a ser encarcelados. Espaillat pasó unos meses en Filadelfia, una de las ciudades más importantes de Estados Unidos, dedicado al estudio de la historia y el sistema político de ese país. De entonces arrancó su admiración por las instituciones estadounidenses, a las que consideraba el ejemplo perfecto de la democracia. Al cabo de unos meses, Espaillat fue autorizado por Santana para retornar al país. Se mantuvo en la esfera de la vida privada, desvinculado de la actividad política. Empero, en ocasión de la anexión a España, en marzo de 1861, se vio obligado a firmar la manifestación de adhesión de la ciudad de Santiago, aun cuando él estaba opuesto a la decisión de Santana. Espaillat tenía criterios claros acerca de que la felicidad del pueblo dominicano estaba asociada a la existencia de un gobierno autónomo que propiciara la democracia y, por ende, la igualdad social y jurídica entre todos. Aun así, debió quedar impresionado por la ambigüedad con que muchos dominicanos recibieron al régimen anexionista, en cierta medida esperanzados por el progreso material que podría acarrear. En ese contexto de pasividad de la población, Espaillat se vio compelido a colaborar con el régimen español desde la posición de
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integrante del Ayuntamiento de Santiago. Pero en ningún momento renunció en su intimidad a las posturas nacionales y democráticas. No vaciló en tomar parte en el alzamiento que se produjo en su ciudad a finales de febrero de 1863, en respaldo a la insurrección que días antes se había declarado en la Línea Noroeste. La rebelión obtuvo un apoyo masivo en Santiago, al grado de que el ayuntamiento de la ciudad adoptó resoluciones sumándose a ella. La causa radicaba en los desaciertos de la administración española, quien implantó un régimen de opresión nacional que contrastaba con los estilos de vida instaurados desde muchas décadas atrás. Sin embargo, todavía en febrero de 1863 la sedición no había recibido respaldo de otras regiones, y en el mismo Cibao la generalidad de los militares dominicanos de la reserva se mantuvieron fieles a España, por lo que tras unos días de combates los dominicanos fueron aplastados. Al régimen español se le presentaba el requerimiento de efectuar modificaciones en su proceder, ya que había quedado evidenciado un descontento tan profundo que conducía al extremo de la rebelión. Aun así, los integrantes de la administración española se mantuvieron incólumes en las prácticas de someter al pueblo dominicano a condiciones humillantes, como la discriminación racial y la intolerancia religiosa. Contrariamente a las promesas de hacer una amnistía generalizada, algunos de los capturados fueron condenados a muerte, lo que concitó un incremento del rechazo popular a los opresores. EMINENCIA GRIS DE LA RESTAURACIÓN Espaillat fue juzgado y condenado a expatriación durante 10 años, aunque fue amnistiado algún tiempo después. Se mantuvo tranquilo en su casa, pero tan pronto se reiniciaron las hostilidades contra el dominio español, en Capotillo, el 16 de agosto de 1863, se dispuso a prestar apoyo a los patriotas que marchaban sobre Santiago. En medio de las ruinas de la ciudad, el 14 de septiembre se constituyó el gobierno dominicano de la Restauración de la República, a cuyo frente fue designado José Antonio Salcedo. Espaillat redactó el Acta de Independencia y se le nombró en el Ministerio de Relaciones Exteriores, aunque su influencia fue mucho
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mayor, al quedar como el civil con mayor grado de responsabilidad mientras el presidente Salcedo se encontraba en el frente de batalla. En lo adelante, las grandes orientaciones del gobierno provisional de la Restauración fueron trazadas por Espaillat, habida cuenta de la escasa capacidad política del presidente Salcedo, un general bravo como el que más pero sin la experiencia administrativa ni el nivel cultural requeridos para un estadista. En el Boletín Oficial del gobierno restaurador de Santiago, Espaillat redactó algunos de sus mejores artículos, en los que se razonaba la legitimidad de la guerra nacional. Su preeminencia en las tareas gubernamentales explica que fuera encargado de la vicepresidencia de la República por enfermedad del titular, Matías Ramón Mella, aquejado de cáncer terminal. Cuando Mella falleció, en junio de 1864, Espaillat fue designado vicepresidente. En el desempeño de esas funciones le tocó dar la bienvenida a Juan Pablo Duarte cuando llegó desde Venezuela, 20 años después de su deportación del suelo natal, con el fin de sumarse a la contienda patriótica. Como lo demostró más de 10 años después, cuando ocupó la presidencia de la República, Espaillat tenía conciencia sobre la grandeza de la figura de Duarte, pero se vio forzado por las circunstancias a solicitarle que retornara a Venezuela en misión de búsqueda de apoyo del gobierno de ese país. En una decisión de ese género se revela que Espaillat combinaba un sentido patriótico elevado, producto de su integridad, con la firmeza de carácter que requerían momentos tan difíciles como la guerra que libraban los dominicanos en condiciones desventajosas contra una de las potencias del mundo. Esta firmeza personal explica que no fuera solo un orientador civil del gobierno, sino que de igual manera se ocupara de la orientación de asuntos militares. Cuando las tropas españolas ocuparon Monte Cristi y amenazaban con realizar un avance arrollador sobre Santiago, Espaillat concibió lo que debía ser la respuesta táctica de los restauradores a tal amenaza. En primer lugar, ante la escasez de armas de fuego y municiones, aconsejó el uso de lanzas y de otras armas blancas, para cuya fabricación dispuso la fundición de cualesquiera objetos de metal. El vicepresidente aplicaba los preceptos de la guerra basados en el asalto con armas blancas que se habían hecho comunes entre los dominicanos. En el mismo sentido, ordenó preparar la desocupación de la ciudad y su ulterior
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hostigamiento desde los cantones guerrilleros dominicanos. En la circular 7, del 14 de septiembre de 1864, dirigida a los jefes de tropas, se refirió al sistema de guerra de guerrillas para ratificar la confianza en el triunfo inexorable de los dominicanos, aunque hubiera que abandonar Santiago: Hace tiempo que el enemigo ha hecho mucho hincapié en la toma de la ciudad de Santiago, en la persuasión de que tomando este punto se concluirá la revolución. Esto lo ha repetido la prensa española y lo han propalado los agentes del enemigo, con el objeto de que, si por uno de esos reveses tan naturales en la guerra, Santiago fuese tomada, el desaliento cundiría en todos los puntos […]. 2do. Que en la ciudad de Santiago, no habiendo almacenes de víveres no podría nunca ser un sistema cuerdo el dejarnos sitiar por el enemigo, siendo en todo caso más favorable para nosotros, dejarle que él mismo se sitiase, pues de ese modo nos quedaríamos nosotros con las campiñas y sus recursos. 3º. Que lo que se opone a la marcha de gruesos ejércitos, son ejércitos grandes también, y que las guerrillas nunca han podido impedir que un ejército llegue al punto donde se propone. 4º. Que nosotros no podemos oponer al enemigo grandes masas, no tan sólo porque tropas sin disciplina no deben exponerse a dar batallas campales, cuanto porque nuestras fuerzas tienen que permanecer diseminadas en todo nuestro vasto territorio. 5º. Que si por un lado el sistema de guerrillas es insuficiente para impedir la marcha del enemigo, es al contrario el más eficaz; el único a nuestro alcance, el menos costoso, y a todas luces, el más ventajoso para nosotros y el más terrible para los españoles, y por consiguiente, es el sistema que exclusivamente debemos adoptar […].
Desde su posición de vicepresidente, durante el desarrollo de la contienda, Espaillat, mantuvo con firmeza el criterio de que no había que aceptar soluciones mediatizadas que implicaran la prolongación del dominio español o cualquier compromiso degradante. Por tal razón, tuvo diferencias de criterios con el presidente Salcedo, partidario de un acuerdo con España por apreciar que la guerra nacional había entrado en una fase de parálisis. Se entiende que Espaillat apoyara la deposición
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de Salcedo, en octubre de 1864, promovida por el general Gaspar Polanco, jefe de las tropas restauradoras y partidario de una postura de resistencia a todo trance. Espaillat fue confirmado en la vicepresidencia por el presidente Polanco, quien depositó en él plena confianza. La influencia de Espaillat en el gabinete de Polanco contribuyó decisivamente a que en él se definiera con claridad un proyecto popular, nacional y democrático. Durante los meses del gobierno de Polanco se propinaron varias derrotas a las tropas enemigas, que inclinaron la suerte de la guerra de manera definitiva a favor de los dominicanos. Por tal razón, Espaillat no tuvo dificultad en aceptar la petición de la diplomacia española, a través de una misión mediadora enviada por el presidente de Haití, de que el gobierno de Santiago dirigiese una exposición a la reina Isabel II en solicitud de paz. España necesitaba una formalidad que salvase su honor nacional y Espaillat no lo consideró un acto vejatorio para la dignidad de los dominicanos. De todas maneras, el radicalismo del gobierno de Polanco fue combatido por medio de intrigas, en las cuales sobresalió el súbdito inglés Theodore Stanley Heneken, probablemente instigado por el capitán general español José de la Gándara. Surgieron nuevas desavenencias entre los generales restauradores, varios de los cuales en la Línea Noroeste inculpaban a Polanco por el asesinato del ex presidente Salcedo y formaron una coalición para deponerlo. SOBRE EL REMOLINO A finales de enero de 1865 Polanco fue derrocado, y Espaillat y otros integrantes del gobierno reducidos a prisión por el nuevo presidente, Pedro Antonio Pimentel, acusados de complicidad en la muerte de Salcedo. La acusación carecía de todo fundamento, pero el repúblico fue mantenido en prisión durante varios meses y luego confinado en Samaná. Esta experiencia lo llevó a la decisión de apartarse de los asuntos públicos. En los años posteriores a la Restauración, Espaillat declinó obstinadamente los nombramientos en funciones locales de Santiago y en los gabinetes de José María Cabral, quien había derrocado a Pimentel
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poco después de la retirada de las tropas españolas. Igualmente, renunció a la condición de general que le había sido otorgada por el gobierno restaurador. En esos años se deslindaron las tendencias de los liberales y los conservadores, las cuales terminaron identificadas respectivamente a los colores azul y rojo. Los primeros estaban dirigidos por algunos de los jefes militares prominentes de la Restauración, fundamentalmente José María Cabral, Gregorio Luperón y Pedro Pimentel, pero estos adalides liberales no se ponían de acuerdo sino que más bien se unían para oponerse a la ascendencia creciente del líder conservador Buenaventura Báez, quien al cabo de unos meses ganó el apoyo de la mayoría de los generales de la Restauración y, con ellos, de la porción mayoritaria de la población que residía en las zonas rurales. Espaillat no se consideraba un hombre de partido; simplemente abogaba por el imperio de los principios liberales al margen de todo espíritu sectario. Tal vez albergaba dudas acerca de la verticalidad de algunos de los jefes militares liberales. En cualquier caso, rehusó involucrarse en el violento conflicto que enfrentó a rojos y azules, a pesar de que, en todos los sentidos, sus posiciones y antecedentes lo colocaban del lado de los segundos. Tenía posturas incontrovertibles en defensa de la integridad de la soberanía del pueblo dominicano, lo que lo enfrentaba al anexionismo de los rojos baecistas; no dudaba acerca de que la democracia constituía el régimen político adecuado para garantizar la felicidad y el progreso de todos, en contraste con el estilo autocrático de Báez, cuya base social se encontraba en los caudillos rurales, en quienes Espaillat veía a los portadores de la ignorancia y la barbarie. Además, el grupo dirigente de Santiago se vínculó con Santana antes de 1861 y había dirigido el derrocamiento de Báez en 1857; por último, Báez debía parecerle a Espaillat una opción inaceptable por el apoyo que le ofreció a España durante la Restauración, de la que recibió el título honorífico de mariscal de campo. Gracias al respaldo de la mayor parte de la población del país, especialmente de los campesinos del Cibao, los caudillos rojos lograron derrocar el segundo gobierno de Cabral en enero de 1868. Se inició el denominado gobierno de los Seis Años, cuyo principal lineamiento estribó en tratar de anexar el país como territorio de Estados Unidos.
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Espaillat pudo permanecer recluido en su casa durante esos años, aunque se conocía su postura contraria, debido a la protección del delegado en el Cibao, general Manuel Altagracia Cáceres, quien era consciente de que el prócer no tenía intención de ejercer una oposición activa. En su jurisdicción Cáceres aplicó una política mucho menos dura que la característica en el sur, donde los azules eran exterminados por partidas de sicarios. De todas maneras, Espaillat, durante esos años, quedó en una especie de confinamiento domiciliario, ya que estaba impedido de la libertad de movimientos. Probablemente por orden del propio Báez, quien abrigaba temor a las rebeliones que comenzaban a asomar en la Línea Noroeste, Espaillat fue encarcelado en septiembre de 1873 y remitido a la Fortaleza Ozama de Santo Domingo, lugar donde se encontraban los prisioneros políticos más connotados. El 25 de noviembre de 1873, los dos principales jerarcas rojos del Cibao, Ignacio María González y Manuel Altagracia Cáceres, se rebelaron contra el gobierno, lo que provocó que al poco tiempo Báez se viera obligado a renunciar. Días antes de abandonar el poder, el tirano depuesto había preparado una pantomima de juicio contra el prisionero, pero este se salvó del fusilamiento probablemente por intervención de Cáceres, quien ya había entrado en conflicto con su jefe. En enero de 1874, tan pronto Báez abandonó el país, Espaillat fue liberado. EL IDEARIO DEMOCRÁTICO Y NACIONAL Espaillat concibió grandes esperanzas tras la caída de Báez, llegando a la conclusión de que empezaban a crearse las condiciones para que en el país se estableciera un régimen democrático. Este optimismo lo estimuló a escribir numerosos artículos durante los meses de la primera administración de Ignacio González. Utilizó el seudónimo de María y adoptó un estilo ligero, con el fin de expresarse con ironía respecto a las formas de vida vigentes, tal vez para proponerse como una persona ajena a los asuntos públicos. La paz se le presentaba como el objetivo supremo, por lo que propugnaba por poner coto a la violencia de los caudillos a como diera
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lugar. Ofreció apoyo al presidente Ignacio María González, pese a sus antecedentes como baecista, por cuanto proclamaba que su propósito de gobernante estribaba en garantizar la soberanía nacional y establecer la democracia. González ganó el respeto de la opinión pública, en su mayoría compuesta por escritores de orientación liberal, cuando desconoció la concesión de la península de Samaná que había hecho Báez a una compañía de aventureros norteamericanos vinculados a figuras del gobierno de Washington. Incluso Espaillat percibió en “la fusión” –término empleado por González–, una fórmula bienhechora para superar los odios entre los partidos y, por consiguiente, constituir el germen del ejercicio civilizado del gobierno. La propuesta de Espaillat para una nueva forma de hacer política se sustentaba en el supuesto de que, hasta el momento, todos los partidos y jefes políticos habían exhibido un comportamiento “exclusivista”, lo que implicaba que pretendían despojar de todos sus derechos a los contrarios. Veía las “revoluciones”, como se designaba a las revueltas para derrocar a los gobiernos, motivadas por el deseo de sus jefes de hacerse de un botín. Por ello fue categórico al afirmar que todos los gobiernos que había tenido el país habían sido negativos, por no contribuir al desarrollo de la tolerancia y la instrucción, preocupándose en cambio por beneficiarse con los recursos de la nación. Esa condena de los políticos se generaba en una apreciación crítica del estado de civilización del país, que consideraba deplorable y opuesto a las exigencias del “progreso”, con lo que significaba el estilo de vida propio de los países europeos y Estados Unidos. Percibía un letargo en la población dominicana, que la mantenía alejada del estilo del progreso. Abundó en algunas costumbres de los dominicanos que le parecían del todo nocivas: la afición por la riña de gallos, el baile del merengue en largas fiestas o fandangos, el “debilitante” sancocho y la inclinación por la aventura violenta de las revoluciones. En tal sentido, llegaba a proponer el destierro del merengue de todos los sectores sociales por ser portador de barbarie. También consideró que era necesario cambiar a un régimen alimenticio basado en la carne y otros alimentos con altas cargas de proteínas, tal como hacían los ingleses. Los fandangos debían ser sustituidos por los civilizados meetings de los ingleses, donde la población discutía sus problemas. Por último, era imprescindible operar el desarme de los hombres como condición para la paz.
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Veía los referidos hábitos asociados a un estado generalizado de indisciplina que, a su vez, era producto de una “sociedad dormida” en un letargo dominado por la estupidez. Esta condena de la sociedad, sin embargo, no lo llevaba a denigrar al pueblo, a diferencia de otros pensadores de su época. Aunque estaba convencido de que el clima tropical contribuía a una existencia inferior, consideraba que los dominicanos eran iguales al resto de los seres humanos y, por tanto, no estaban aquejados de inferioridad racial o de cualquier otro género. Espaillat incluso veía en la masa del pueblo a gente bondadosa, no corrompida, por lo que la encontraba apta para salir de la dejadez en que vivía y hacerse el agente de su destino en la senda del progreso. Creía que la poca población, la pobreza reinante y los malos hábitos de los dominicanos aconsejaban un programa de inmigración, especialmente de europeos. Pero, al mismo tiempo, pensaba que el éxito del programa dependería de que se aplicasen las reformas necesarias para educar y civilizar a la población del país. Concluyó proponiendo un proyecto “combinado” de inmigración, sustentado en la promoción social, técnica y cultural de la masa del pueblo. En tal perspectiva, la primacía de la reforma interna evitaría que los migrantes se contagiaran, como había sucedido antes, de los hábitos bárbaros y estúpidos de los nacionales y los elevaría al nivel de civilización de los inmigrantes. Espaillat era un liberal convencido de que colocaba al individuo por encima de la sociedad y el Estado, pero entendía que la libre y fructífera vida de los individuos dependía de leyes justas. Estaba convencido de que si había leyes buenas, la sociedad avanzaría hacia el progreso; y la primera de esas leyes tenía que ser la Constitución, que arrastraría a las demás. Esas leyes debían inspirarse en las que existían en los países industriales, pero adaptadas a la idiosincrasia de los dominicanos, pues de otra manera no podrían funcionar. En cualquier caso, consideraba imprescindible hacer imperar la ley sobre cualquier conveniencia personal o circunstancial. El funcionamiento adecuado de la justicia constituía, a sus ojos, el primer componente práctico de esta reforma. Ahora bien, el imperio de la ley y de la justicia no era sino el requisito para una reforma más profunda en la sociedad, cuyo elemento crucial estribaba en el fomento de la educación. Espaillat creía que sólo a través de un enérgico programa de educación popular los dominicanos podrían lograr los niveles de civilización de los países
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industriales. Su concepto de la educación era eminentemente práctico, de manera que se asociara al dominio de oficios y al avance de la agricultura. El compromiso primero del Estado debía consistir en formar una legión de maestros, aunque también creía que le correspondía a la sociedad apoyarlos. Hizo la advertencia, por cuanto consideró que los políticos se habían opuesto al desarrollo de la educación, conscientes de que se sustentaban en la ignorancia del pueblo. El resultado clave del esfuerzo educativo sería la creación de un espíritu de asociación que desterrase el individualismo indisciplinado. Vio en las sociedades de beneficencia de los pobres el ejemplo a seguir, con lo que criticaba la esterilidad de la “clase directora” a la que él pertenecía. Propugnó, en tal sentido, la creación de sociedades religiosas, de oficios, culturales, patrióticas y políticas. En el mismo sentido, abogó por cooperativas, en forma de cajas de ahorro, que permitieran el acceso de los productores al crédito con intereses blandos. El peso que le otorgaba a la educación le hizo proponer que el grueso de los recursos públicos se destinase a ella. Y, aunque era consciente de la necesidad de fomentar la economía a través de inversiones en caminos y otras obras de infraestructura a fin de que llegasen capitales del exterior, consideraba que, en el fondo, el verdadero progreso dependería del desarrollo cultural del pueblo. Ese criterio lo llevó a exclamar, en uno de sus artículos, que mejor era contar con 12 maestros y no con dos ingenieros. Por último, abogó por el surgimiento de una opinión pública independiente del gobierno, fundamentalmente por medio de la prensa, que debía también desarrollar funciones educativas. Así pues, su plan de reforma combinaba un conjunto de aspectos de la vida social con el fin de conformar una verdadera nación, compuesta por ciudadanos con capacidad productiva, cultural y política. ELECCIÓN A LA PRESIDENCIA Al poco tiempo de asumir la presidencia, González entró en conflicto con Luperón, quien había pasado a ser la figura dominante de los azules. Luperón exigió al gobierno reconocer la deuda que él había asumido con comerciantes judíos de Saint Thomas para adquirir el vapor El
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Telégrafo y armamentos con el fin de oponerse al proyecto de anexión a Estados Unidos, lo que consideraba una causa patriótica. El presidente se negó a reconocer esa acreencia aduciendo que no había sido tomada por el Estado. Por otra parte, González se propuso desplazar a los restantes dirigentes, en especial a Báez y Luperón, formando una nueva tendencia personalista que pasó a identificarse por el color verde. Desde la presidencia, González logró concitar el apoyo de gran parte de los caudillos del país, a los cuales otorgó prebendas de diversos tipos. Luperón y su séquito de generales azules comenzaron a sospechar que González planeaba convertirse en dictador, y sobrevinieron choques que pusieron al país al borde de la guerra civil. Espaillat se desencantó de González, pero decidió no terciar en la lucha política, puesto que estimaba que la erradicación de las contiendas entre caudillos constituía un objetivo imprescindible para que el país marchara hacia el progreso. De todas maneras, en la medida en que se agudizaba el conflicto entre verdes y azules, reconoció que nunca había dejado de formar parte del “partido de la Restauración”. Aun así, no quiso comprometerse formalmente con los esfuerzos de Luperón y, a duras penas, aceptó ser socio de la Liga de la Paz, organización cívica de ciudadanos de Santiago dirigida por Manuel de Jesús Peña y Reynoso, que abogaba por el establecimiento de la democracia. Finalmente, esa organización impulsó el movimiento denominado La Evolución, cohesionado en la acusación al presidente por abuso de autoridad. González se vio forzado a renunciar a la presidencia en enero de 1876 y se creó un estado de opinión pública favorable a la unificación de los partidos. Entre los meses de febrero y marzo emergió una corriente de opinión que favorecía la candidatura de Espaillat en las elecciones presidenciales convocadas para abril. Entre las numerosas personas que lo apoyaron se encontraban monseñor Roque Cocchia, principal figura de la Iglesia católica, y Máximo Grullón, prominente comerciante de orientación liberal, quien declinó la presidencia. Espaillat, finalmente, declaró que aceptaba, pero haciendo notar que no representaba a ninguno de los partidos existentes. De tal forma, a pesar de que los azules eran los sostenedores de Espaillat, su candidatura apareció exenta de las terribles rivalidades propias de la época.
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En los escrutinios contabilizados el 18 de abril, Espaillat triunfó por una mayoría arrolladora. De un total de 26,410 votos depositados, obtuvo 24,329. Quien lo siguió más de cerca, Luperón, obtuvo 555 votos, mientras Báez apenas recibió 10. Había una suerte de consenso en que con la ascensión de Espaillat a la presidencia se abría un futuro promisorio para el país, puesto que se le reconocía como la figura más capacitada para promover las reformas requeridas. Espaillat comenzó su obra de gobierno con la designación del gabinete, calificado por Emilio Rodríguez Demorizi como el más brillante que ha tenido la República, puesto que todos sus integrantes eran intelectuales de relieve y, salvo uno, tenían firmes convicciones liberales y tradición en las luchas por la independencia. La distribución de las carteras se hizo de la siguiente manera: Interior y Policía, Manuel de Jesús Peña y Reynoso; Guerra y Marina, Gregorio Luperón; Justicia e Instrucción Pública, José Gabriel García; Relaciones Exteriores, Manuel de Jesús Galván; y Hacienda y Comercio, Mariano Cestero. La presencia de Luperón generó el rechazo de personas que lo habían combatido en los años previos. La mayor parte de los caudillos adoptaron una actitud hostil frente al gobierno, al observar que Espaillat desconocía el sistema de las “gratificaciones”, que implicaban emolumentos para los seguidores de quienes alcanzaban la presidencia aunque no desempeñasen ninguna función dentro del aparato estatal. Esto provocó que se recuperase con rapidez la popularidad de González y Báez, quienes desde Puerto Rico y Curazao pasaron a atizar la rebelión. Muchos de los que respaldaron a Espaillat le dieron la espalda, por considerar que no habían sido recompensados con posiciones en la administración pública. La sedición de los caudillos fue estimulada por los anuncios de Espaillat de que prescindiría de los servicios de los hombres de armas a fin de dar prioridad al área educativa, como se lo expresó a uno de ellos, el mocano Perico Salcedo. PLANES GUBERNAMENTALES Por primera vez, llegaba un presidente con la voluntad clara de enmendar errores seculares, entre ellos la predisposición de los políticos enquistados en el poder a explotar al pueblo, en vez de ayudar a su promoción. El primer norte fue el respeto a la ley, por lo que el presidente dio orden de
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que se garantizara la acción de todos los partidos. Llegó más lejos, al dar instrucciones de que la prensa oficial recogiera escrupulosamente las opiniones contrarias a su gobierno. Para evitar que los opositores tuvieran que llegar a la revuelta, se ofrecieron las garantías de que todo el mundo tenía el derecho de denunciar al presidente, así como a sus ministros y gobernadores. El debate a través de la prensa debía sustituir la efusión de sangre de las revoluciones. Se dictó un decreto de amnistía para todos los perseguidos políticos, con excepción de quienes hubieran cometido crímenes. El nuevo gobierno recogía el clamor de los círculos pensantes sobre la necesidad de abolir el anacronismo que representaba la primacía de los generales-caudillos en los asuntos públicos. Espaillat y sus ministros estaban convencidos de que las dádivas a los generales constituía la fuente primordial de la corrupción, acrecentada durante el gobierno de González. Por tal razón, la segunda columna del plan de Espaillat era la honradez. Dispuso que se eliminaran todas las prebendas que se acordaban a los políticos y caudillos, a fin de hacer prevalecer un régimen de austeridad en los gastos. En cumplimiento de ese lineamiento, el ministro de Hacienda diseñó un plan de emergencia basado en la disminución de los sueldos de los empleados y funcionarios en 20 y 25%. De la misma manera, se trazó un plan financiero consistente en aceptar solo un 25% del pago de los impuestos de aduanas en títulos de deuda consolidados y, del 75% restante, reservar un máximo de 10% para el pago de deudas contraídas por la propia administración. Un tercer aspecto al que se le concedió prioridad fue el fomento del agro, para lo cual se dispuso el levantamiento de una estadística que pusiera en claro qué tierras eran propiedad del Estado, y con ellas fundar granjas modelo y atraer inmigrantes. En todas las provincias fueron designados Comisionados de Agricultura, que tendrían por función extender las técnicas modernas entre los campesinos y contribuir al fomento general de la instrucción y el desarrollo económico. Todos los comisionados eran ciudadanos insignes, cuya autoridad moral podía compararse con la de los integrantes del gabinete, como Pedro Francisco Bonó en La Vega, Emiliano Tejera en Santo Domingo, Máximo Grullón en Santiago y José María Cabral en Azua. Más adelante se dictó una ley de concesión de terrenos del Estado para el cultivo de “frutos mayores” de exportación, como azúcar, cacao y café. Tras un año de labores, los
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agricultores tendrían derecho a obtener títulos definitivos de propiedad. Con la reforma agraria se perseguía fomentar el amor al trabajo y desterrar la proclividad a las “revoluciones”. El gobierno consideró que había que sanear el crédito público de manera permanente y vincular la reforma financiera con la creación de un sistema crediticio que contribuyera al desarrollo de la producción. Para tal fin, se dispuso la fundación de un Banco de Anticipo y Recaudación, que permitiría administrar las deudas del gobierno con los comerciantes prestamistas y hacer llegar recursos a los pequeños productores. Aunque ese banco no llegó a funcionar, dio lugar más adelante a las Juntas de Crédito, por medio de las cuales los grandes comerciantes le prestaban recursos al gobierno. No se logró enunciar con claridad otros planes a causa de la oposición a que fue sometido el gobierno. Por ejemplo, no se pudo avanzar casi nada en materia educativa, como era el propósito del presidente. El ministro de Hacienda, Cestero, reconoció que no había podido hacer reformas, limitándose a lograr pagar los sueldos y las deudas del gobierno. Por falta de fondos no se formó la ansiada legión de maestros ni se pudieron construir caminos. En cambio, la hostilidad de los caudillos hizo obligatorio fortalecer al ejército, aunque se dictó una reforma en su funcionamiento. Pese a tanta precariedad, el gobierno se preocupó de la suerte de las hermanas de Juan Pablo Duarte, a fin de que pudieran retornar al país junto a los restos del padre de la patria. Este gesto muestra el peso que concedía Espaillat a los valores morales y su aguda conciencia histórica. HOSTILIDAD DE LOS CAUDILLOS Los lineamientos de gobierno no fueron del agrado de los políticos de la oposición, ni de muchos que habían apoyado inicialmente al gobernante, quienes consideraron que sus intereses resultarían perjudicados. Espaillat consideraba que su llegada al poder respondía al ansia de justicia presente en la sociedad; pero, ya en el poder, constató que había un ansia funesta todavía más poderosa: la sed de oro. En el centro del Cibao y la Línea Noroeste estallaron insurrecciones esporádicas que pudieron ser sofocadas o controladas. En la Línea Noroeste
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se conformó una coalición entre caudillos que habían sido el soporte del baecismo pero que habían pasado a ser partidarios de Ignacio González. Encabezados por Gabino Crespo, incluían, entre otros, a Juan Gómez, Juan Nuezit y Juan de Jesús Salcedo. La insurrección fue estimulada por el ex presidente González a través de su amigo Carlos Nouel, quien obtuvo apoyo del gobierno haitiano. Contra el Presidente también conspiraron los comerciantes extranjeros, especialmente los catalanes, quienes de seguro ponderaron la reforma financiera como contraria a sus intereses. Marcos Cabral, baecista prominente, desplegó una campaña sediciosa en la prensa, en la cual obtuvo el concurso del presbítero Francisco Javier Billini, quien se sintió ofendido por los propósitos de reforma del sistema educativo. Para mediados de julio de 1876, se había generalizado la rebelión, reforzada por el desconocimiento del gobierno que hizo el gobernador de Azua, Valentín Pérez, a inicios de agosto. Se combatía en todo el país, enfrentándose de un lado los partidarios de la legalidad, generalmente jóvenes de las zonas urbanas, muchos de ellos pertenecientes a familias de estratos superiores, y del otro los caudillos seguidores de González y Báez, quienes arrastraban a los campesinos. Luperón caracterizó el enfrentamiento entre el gobierno y la “revolución” con la dureza propia de un militar: Indeliberadamente quiso el Gobierno corregir de un golpe todos los males públicos, y los malhechores se sublevaron. Ni siquiera se tomaron la pena de hacer un manifiesto. ¿Para quién? […] ¿Para el país? Era innecesario, porque los que no estaban con la revolución, eran los pocos que defendían al Gobierno. […] La revolución era el desorden y la inmoralidad, contra el orden y la moralidad política; era el robo y la estafa contra la austeridad; la intemperancia y la injusticia contra la templanza y el bien; era la tiranía implacable de la anarquía contra la libertad y la democracia, y el despilfarro contra la entereza y la probidad. La revolución era una blasfemia contra la ley y una burla contra la honradez. La historia condenará inexorablemente aquel infame crimen. Aquellos hombres no tenían más principios que los de meter la mano en la caja del tesoro, y revolcarse luego, deshonrados, en el fango de los bandoleros.
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La severidad con que Luperón condenó a los “revolucionarios” no lo llevó a ocultar que contaban con el apoyo abrumador del pueblo, no obstante haberse sublevado contra la administración más honesta y apegada a los principios democráticos que hasta ese momento había tenido el país. Eso hizo decir al historiador José Gabriel García, protagonista de aquellos acontecimientos, que eran el producto de “la locura de un pueblo que a fuer de apasionado e ignorante, ha tenido siempre la desgracia de renunciar a los hombres buenos, a los que aspiran a labrar su felicidad, para convertirse en esclavo de los que no aman la patria, de los que no hacen más que jugar con sus destinos”. En el seno del gabinete se suscitaron diversas contradicciones, principalmente por la propuesta de Galván de que el gobierno tratara de neutralizar al mayor número de opositores ofreciéndoles cargos en la administración pública. De acuerdo con la exposición de García, el gobierno se escindió entre un sector radical y otro moderado. El primero era partidario de librar una lucha sin cuartel contra los caudillos alzados, mientras que el segundo propugnaba neutralizar la rebelión designando a políticos de los otros partidos en puestos del gobierno. Como principal portavoz del sector radical, García estimó que quienes provenían de otros partidos no respondían a los intereses del gobierno. Particularmente, aprovechó la existencia de dos corrientes de “revolucionarios” –la verde y la roja– para intentar confrontarlas entre sí, ya que sus conflictos eran más agudos que los que las enfrentaban con el gobierno. El Presidente se inclinó por la posición moderada, por lo que cometió el error de designar a baecistas, como José Caminero y Valentín Pérez, en las gobernaciones de Santo Domingo y Azua; por igual, para combatir la rebelión del segundo obtuvo el apoyo de partidarios de González, quienes se hallaban conectados con el principal grupo de insurgentes. CAÍDA DE LA PRESIDENCIA Al ver que el Presidente tomaba partido a favor de la posición “moderada” encabezada por Galván, el historiador García presentó la dimisión en septiembre. Esto precipitó una crisis en el seno del gabinete que conllevó la renuncia de Mariano Cestero, quien tenía la misma postura que García.
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Con anterioridad, Luperón se había opuesto a la política económica que había adoptado Cestero, por estimar que lesionaba los intereses de los comerciantes de Puerto Plata, quienes habían apoyado al gobierno. El prócer restaurador había optado por retirarse a Puerto Plata a causa de diferencias sobre los procedimientos administrativos para el mando de las tropas. Aislado y con la sola ayuda de los jóvenes burgueses de la ciudad, se dedicó a enfrentar a los caudillos insurrectos de la Línea Noroeste. Pero, adicionalmente, Luperón no confiaba en la dirección que a los asuntos gubernamentales le había impuesto en Santiago el ministro de Interior, Peña y Reynoso, a quien consideraba un ingenuo que se perdía en la retórica. Mientras tanto, en Santo Domingo la renuncia de Cestero arrastró la del general Luis Felipe Dujarric, comandante de armas y de firmes posiciones liberales, quien impedía que el gobernador José Caminero se sublevara. Espaillat, sin embargo, no cejaba en la actitud de llamar a todos los partidos a prestar su concurso al gobierno, convencido de que el único recurso que le quedaba era el de la conciliación. Por sugerencia del nuevo ministro de Hacienda y Comercio, Juan Bautista Zafra, el Presidente terminó rodeado de personas de la tendencia moderada, quienes en el fondo no se sentían comprometidos con él ni con el estilo que le había querido imprimir a los asuntos públicos. En esas condiciones, y no obstante el hecho de que la rebelión se encontraba bastante estancada, no fue difícil que el 5 de octubre el general Pedro Valverde y Lara, asilado en el consulado de Francia, dirigiera un pronunciamiento en la misma capital de la República con la complicidad de algunos funcionarios del gobierno. Hasta el ministro Zafra y el gobernador Caminero terminaron adhiriéndose al golpe de Estado y formaron parte de una Junta Superior Gubernativa que se hizo cargo del Poder Ejecutivo hasta que retornó al país Ignacio María González. Ante tanta traición, Espaillat optó por refugiarse en el Consulado de Francia por temor a ser desconsiderado. No aceptó la propuesta del general Isidro Pereira de oponerse por la fuerza al pronunciamiento a favor de González. Deseaba a toda costa evitar más derramamiento de sangre y había perdido la voluntad de mantenerse en el poder. Desde tiempo atrás se quejaba, en cartas a sus amigos, de que había sido llamado a una posición que no había ambicionado y había encontrado que muchos de los que le habían apoyado inicialmente le habían dado la espalda.
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El ejercicio del poder le infligió un duro golpe moral, por lo que decidió retirarse a la vida privada y no volver a incursionar en la política, aunque sin perder la fe en que, en un futuro no lejano, sobrevendría la redención del pueblo. Recibió garantías de González de que podía marcharse a su casa, pero prefirió mantenerse asilado. El gobierno de González fue efímero, pues los baecistas rápidamente se recompusieron de las derrotas sufridas en los meses anteriores y organizaron una nueva “revolución”, derrocándolo en diciembre de 1876. Uno de los jefes de la rebelión, Marcos Cabral, yerno de Báez, reivindicó la figura de Espaillat, contraponiéndola al depuesto González. En su quinto y último gobierno Báez se comprometió a aplicar una política democrática y legalista, para lo cual no le convenía aparecer como responsable de la caída de Espaillat. Este aceptó las seguridades que le ofreció Marcos Cabral, quien quedó provisionalmente al frente del Poder Ejecutivo, para que se fuera a su hogar sin ningún temor. La experiencia gubernamental resultó funesta para la salud de Espaillat. Cuando retornó a Santiago, con apenas 53 años, lucía como un anciano con el pelo encanecido. La decepción hizo mella de su constitución corporal. Ignoró los propósitos de los sucesivos gobiernos efímeros de intentar capitalizar su patriotismo. El presidente Cesáreo Guillermo, por ejemplo, lo designó comisionado del gobierno en el norte, lo que no aceptó. Recluido en su casa, falleció en Santiago el 25 de abril de 1878, víctima de difteria, a los 55 años. El Congreso decretó nueve días de duelo y los establecimientos de Santiago cerraron sus puertas. La población se presentó masivamente en su hogar para rendirle homenaje póstumo. Ya se comenzaba a tomar conciencia del extraordinario ejemplo que representaba su vida y del aporte intelectual que había legado.
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BIBLIOGRAFÍA Espaillat, Ulises Francisco. Escritos. Santo Domingo, 1987. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano, (18211930). Santo Domingo, 1997. Rodríguez Demorizi, Emilio. Papeles de Espaillat. Santo Domingo, 1963. Rodríguez Objío, Manuel. Relaciones. Ciudad Trujillo, 1951.
PUBLICACIONES DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN
Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII Vol. VIII Vol. IX Vol. X Vol. XI
Vol. XII Vol. XIII Vol. XIV
Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1944. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I, C. T., 1944. Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, C. T., 1945. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1947. San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1946. Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R. Lugo Lovatón, C. T., 1951. Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y notas por R. Lugo Lovatón, C. T., 1951. Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-1850. Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1947. Índice general del «Boletín» del 1938 al 1944, C. T., 1949. Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita en holandés por Alexander O. Exquemelin, traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A. Rodríguez; introducción y bosquejo biográfico del traductor R. Lugo Lovatón, C. T., 1953. Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957. Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García Roume, Hedouville, Louverture, Rigaud y otros. 1795-1802. Edición de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. 483
484 Vol. XV
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Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. Vol. XVI Escritos dispersos. (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XVII Escritos dispersos. (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XVIII Escritos dispersos. (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XIX Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XX Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXI Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXII Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXV La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (1680-1795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXX Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXI Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. Fray Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007.
PUBLICACIONES DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN Vol. XXXIV
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Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII. Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894). Tomo I. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894). Tomo II. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino, traducción al castellano e introducción del P. Jesús Hernández, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLV Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVI Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVII Censos municipales del siglo XIX y otras estadísticas de población. Alejandro Paulino Ramos, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVIII Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo I. Compilación de José Luis Saez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLIX Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo II, Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. L Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo III. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LI Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
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PERSONAJES DOMINICANOS Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961). Tomo I. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (19301961). Tomo II. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2008. Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda, Santo Domingo, D. N., 2008. El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2008. Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008. Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pedierro, et. al., Santo Domingo, D. N., 2008.
PUBLICACIONES DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN Vol. LXXI
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Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras (Negro), Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador E. Morales Pérez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel Moreta, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez, Maritza Mirabal, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXV Obras, tomo I. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXVI Obras, tomo II. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXVII Historia de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2009.
488 Vol. XC Vol. XCI Vol. XCIII Vol. XCIV Vol. XCV Vol. XCVI Vol. XCVII Vol. XCVIII Vol. XCIX Vol. C Vol. CI Vol. CII Vol. CIII Vol. CIV Vol. CV Vol. CVI Vol. CVII Vol. CVIII Vol. CIX
PERSONAJES DOMINICANOS Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009. Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas Delgado, Santo Domingo, D. N., 2009. Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo I. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo II. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo III. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición. Ramón Antonio, (Negro) Veras, Santo Domingo, D. N., 2009. Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Escritos históricos. Américo Lugo, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2009. Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas. María Ugarte, Santo Domingo, D. N., 2009. Escritos diversos. Emiliano Tejera, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010. Tierra adentro. José María Pichardo, segunda edición, Santo Domingo, D. N., 2010. Cuatro aspectos sobre la literatura de Juan Bosch. Diógenes Valdez, Santo Domingo, D. N., 2010. Javier Malagón Barceló, el Derecho Indiano y su exilio en la República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010. Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios, 19832008. Consuelo Varela, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. República Dominicana. Identidad y herencias etnoculturales indígenas. J. Jesús María Serna Moreno, Santo Domingo, D. N., 2010. Escritos pedagógicos. Malaquías Gil Arantegui. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.
PUBLICACIONES DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN Vol. CX
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Cuentos y escritos de Vicenç Riera Llorca en La Nación. Compilación de Natalia González, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXI Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra el régimen de Trujillo en el exterior. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXII Ensayos y apuntes pedagógicos. Gregorio B. Palacín Iglesias. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXIII El exilio republicano español en la sociedad dominicana (Ponencias del Seminario Internacional, 4 y 5 de marzo de 2010). Reina C. Rosario Fernández (Coord.), edición conjunta de la Academia Dominicana de la Historia, la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXIV Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXV Antología. José Gabriel García. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXVI Paisaje y acento. Impresiones de un español en la República Dominicana. José Forné Farreres. Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXVII Historia e ideología. Mujeres dominicanas, 1880-1950. Carmen Durán. Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXVIII Historia dominicana: desde los aborígenes hasta la Guerra de Abril. Augusto Sención (Coord.), Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXIX Historia pendiente: Moca 2 de mayo de 1861. Juan José Ayuso, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXX Raíces de una hermandad. Rafael Báez Pérez e Ysabel A. Paulino, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXI Miches: historia y tradición. Ceferino Moní Reyes, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXII Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo I. Octavio A. Acevedo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXIII Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo II. Octavio A. Acevedo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXIV Apuntes de un normalista. Eugenio María de Hostos. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXV Recuerdos de la Revolución Moyista (Memoria, apuntes y documentos). Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXVI Años imborrables (2da ed.) Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, edición conjunta de la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXVII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura de Trujillo. Tomo I. Compilación de Alejandro Paulino Ramos, edición
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PERSONAJES DOMINICANOS
conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXVIII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura de Trujillo. Tomo II. Compilación de Alejandro Paulino Ramos, edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXIX Memorias del Segundo Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXX Relaciones cubano-dominicanas, su escenario hemisférico (1944-1948). Jorge Renato Ibarra Guitart, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXXI Obras selectas. Tomo I, Antonio Zaglul, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXII Obras selectas. Tomo II. Antonio Zaglul, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXIII África y el Caribe: Destinos cruzados. Siglos XV-XIX, Zakari DramaniIssifou, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXIV Modernidad e ilustración en Santo Domingo. Rafael Morla, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXV La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana. Pedro L. San Miguel, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXVI AGN: bibliohemerografía archivística. Un aporte (1867-2011). Luis Alfonso Escolano Giménez, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXVII La caña da para todo. Un estudio histórico-cuantitativo del desarrollo azucarero dominicano. (1500-1930). Arturo Martínez Moya, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXVIII El Ecuador en la Historia. Jorge Núñez Sánchez, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXIX La mediación extranjera en las guerras dominicanas de independencia, 18491856. Wenceslao Vega B., Santo Domingo, D. N., 2011.Vol. CXL Max Henríquez Ureña. Las rutas de una vida intelectual. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLI Yo también acuso. Carmita Landestoy, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLIII Más escritos dispersos. Tomo I. José Ramón López. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLIV Más escritos dispersos. Tomo II. José Ramón López. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLV Más escritos dispersos. Tomo III. José Ramón López. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLVI Manuel de Jesús de Peña y Reinoso: Dos patrias y un ideal. Jorge Berenguer Cala, Santo Domingo, D. N., 2011.
PUBLICACIONES DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN Vol. CXLVII
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Rebelión de los capitanes: Viva el rey y muera el mal gobierno. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLVIII De esclavos a campesinos. Vida rural en Santo Domingo colonial. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLIX Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1547-1575). Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CL Ramón –Van Elder– Espinal. Una vida intelectual comprometida. Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CLI El alzamiento de Neiba: Los acontecimientos y los documentos (febrero de 1863). José Abreu Cardet y Elia Sintes Gómez, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CLII Meditaciones de cultura. Laberintos de la dominicanidad. Carlos Andújar Persinal, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CLIII El Ecuador en la Historia (2da ed.) Jorge Núñez Sánchez, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLIV Revoluciones y conflictos internacionales en el Caribe (1789-1854). José Luciano Franco, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLV El Salvador: historia mínima. Varios autores, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLVI Didáctica de la geografía para profesores de Sociales. Amparo Chantada, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLVII La telaraña cubana de Trujillo. Tomo I. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLVIII Cedulario de la isla de Santo Domingo, 1501-1509. Vol. II, Fray Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLIX Tesoros ocultos del periódico El Cable. Compilación de Edgar Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLX Cuestiones políticas y sociales. Dr. Santiago Ponce de León, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXI La telaraña cubana de Trujillo. Tomo II. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXII El incidente del trasatlántico Cuba. Una historia del exilio republicano español en la sociedad dominicana, 1938-1944. Juan B. Alfonseca Giner de los Ríos, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXIII Historia de la caricatura dominicana. Tomo I. José Mercader, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXIV Valle Nuevo: El Parque Juan B. Pérez Rancier y su altiplano. Constancio Cassá, Santo Domingo, D. N., 2012.
492 Vol. CLXV Vol. CLXVI Vol. CLXVII
Vol. CLXVIII Vol. CLXIX Vol. CLXX Vol. CLXXI Vol. CLXXII Vol. CLXXIII Vol. CLXXIV Vol. CLXXV Vol. CLXXVI Vol. CLXXVII Vol. CLXXVIII Vol. CLXXIX Vol. CLXXX Vol. CLXXXI Vol. CLXXXII
PERSONAJES DOMINICANOS Economía, agricultura y producción. José Ramón Abad. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012. Antología. Eugenio Deschamps. Edición de Roberto Cassá, Betty Almonte y Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012. Diccionario geográfico-histórico dominicano. Temístocles A. Ravelo.Revisión, anotación y ensayo introductorio Marcos A. Morales, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012. Drama de Trujillo. Cronología comentada. Alonso Rodríguez Demorizi. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012. La dictadura de Trujillo: documentos (1930-1939). Tomo I, volumen 1. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. Drama de Trujillo. Nueva Canosa. Alonso Rodríguez Demorizi. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012 El Tratado de Ryswick y otros temas. Julio Andrés Montolío. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012. La dictadura de Trujillo: documentos (1930-1939). Tomo I, volumen 2. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. La dictadura de Trujillo: documentos (1950-1961). Tomo III, volumen 5. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. La dictadura de Trujillo: documentos (1950-1961). Tomo III, volumen 6. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. Cinco ensayos sobre el Caribe hispano en el siglo XIX: República Dominicana, Cuba y Puerto Rico 1861-1898. Luis Álvarez-López, Santo Domingo, D. N., 2012. Correspondencia consular inglesa sobre la Anexión de Santo Domingo a España. Roberto Marte, Santo Domingo, D. N., 2012. ¿Por qué lucha el pueblo dominicano? Imperialismo y dictadura en América Latina. Dato Pagán Perdomo, Santo Domingo, D. N., 2012. Visión de Hostos sobre Duarte. Eugenio María de Hostos. Compilación y edición de Miguel Collado, Santo Domingo, D. N., 2013. Los campesinos del Cibao: Economía de mercado y transformación agraria en la República Dominicana, 1880-1960. Pedro L. San Miguel, Santo Domingo, D. N., 2012. La dictadura de Trujillo: documentos (1940-1949). Tomo II, volumen 3. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. La dictadura de Trujillo: documentos (1940-1949). Tomo II, volumen 4. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. De súbditos a ciudadanos (siglos XVII-XIX): el proceso de formación de las comunidades criollas del Caribe hispánico (Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo). Jorge Ibarra Cuesta, Santo Domingo, D. N., 2012.
PUBLICACIONES DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN
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Vol. CLXXXIII La dictadura de Trujillo (1930-1961). Augusto Sención Villalona, San Salvador-Santo Domingo, 2012. Vol. CLXXXIV Anexión-Restauración. Parte 1. César A. Herrera, edición conjunta entre el Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXXV Anexión-Restauración. Parte 2. César A. Herrera, edición conjunta entre el Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CLXXXVI Historia de Cuba. José Abreu Cardet y otros, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CLXXXVII Libertad Igualdad: Protocolos notariales de José Troncoso y Antonio Abad Solano, 1822-1840. María Filomena González Canalda, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CLXXXVIII Biografías sumarias de los diputados de Santo Domingo en las Cortes españolas. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CLXXXIX Financial Reform, Monetary Policy and Banking Crisis in Dominican Republic. Ruddy Santana, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CXC Legislación archivística dominicana (1847-2012). Departamento de Sistema Nacional de Archivos e Inspectoría, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CXCI La rivalidad internacional por la República Dominicana y el complejo proceso de su anexión a España (1858-1865). Luis Escolano Giménez, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CXCII Escritos históricos de Carlos Larrazábal Blanco. Tomo I. Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CXCIII Guerra de liberación en el Caribe hispano (1863-1878). José Abreu Cardet y Luis Álvarez-López, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CXCIV Historia del municipio de Cevicos. Miguel Ángel Díaz Herrera, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CXCV La noción de período en la historia dominicana. Volúmen I, Pedro Mir, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CXCVI La noción de período en la historia dominicana. Volúmen II, Pedro Mir, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CXCVII La noción de período en la historia dominicana. Volúmen III, Pedro Mir, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CXCVIII Literatura y arqueología a través de La mosca soldado de Marcio Veloz Maggiolo. Teresa Zaldívar Zaldívar, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CXCIX El Dr. Alcides García Lluberes y sus artículos publicados en 1965 en el periódico Patria. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CC El cacoísmo burgués contra Salnave (1867-1870). Roger Gaillard, Santo Domingo, D. N., 2013.
PERSONAJES DOMINICANOS
494 Vol. CCI Vol. CCII
«Sociología aldeada» y otros materiales de Manuel de Jesús Rodríguez Varona. Compilación de Angel Moreta, Santo Domingo, D. N., 2013. Álbum de un héroe. (A la augusta memoria de José Martí). 3ra edición. Compilación de Federico Henríquez y Carvajal y edición de Diógenes Céspedes, Santo Domingo, D. N., 2013.
COLECCIÓN JUVENIL Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII Vol. VIII
Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007. Heroínas nacionales. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2007. Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos. Santo Domingo, D. N., 2007. Dictadores dominicanos del siglo XIX. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Padres de la Patria. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Pensadores criollos. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Héroes restauradores. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2009. Dominicanos de pensamiento liberal: Espaillat, Bonó, Deschamps (siglo XIX). Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2010.
COLECCIÓN CUADERNOS POPULARES Vol. 1 Vol. 2 Vol. 3
La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jimenes Grullón. Santo Domingo, D. N., 2009. Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo, D. N., 2009. Voces de bohío. Vocabulario de la cultura taína. Rafael García Bidó. Santo Domingo, D. N., 2010.
COLECCIÓN REFERENCIAS Vol. 1 Vol. 2 Vol. 3
Archivo General de la Nación. Guía breve. Ana Féliz Lafontaine y Raymundo González. Santo Domingo, D. N., 2011. Guía de los fondos del Archivo General de la Nación. Departamentos de Descripción y Referencias. Santo Domingo, D. N., 2012. Directorio básico de archivos dominicanos. Departamento de Sistema Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2012.
Esta segunda edición de Personajes dominicanos, Tomo I, de Roberto Cassá, terminó de imprimirse en los talleres gráficos de Editora Alfa y Omega, Santo Domingo, República Dominicana, en el mes de enero de 2014.